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Lejos de ser algo tan simple como dar patadas a un balón hasta que éste se cuela
en la portería, el fútbol es una compleja actividad humana en la que participa
todo el cerebro. A la hora de moverse en el terreno de juego, lo más importante
del futbolista es su corteza motora, una región del cerebro situada en el lóbulo
frontal, su porción más anterior. Los millones de neuronas que contiene esa
región se organizan en diferentes zonas con funciones sucesivas y subordinadas,
una para planificar los movimientos que requiere cada jugada, otra para organizar
las secuencias correctas de los mismos y otra finalmente para hacer llegar a los
músculos las órdenes necesarias para ejecutar esos movimientos. El cerebelo,
otra importante parte del cerebro situada en su parte posterior, ayuda a que los
movimientos a realizar por el futbolista estén bien coordinados y sean precisos.
Pero la corteza motora no planifica los movimientos a ciegas, pues se basa para
ello en las cortezas posteriores del cerebro, la parietal, la occipital y la temporal,
que permanentemente le envían información sobre el estado del cuerpo y sus
miembros, y sobre la visión y los sonidos del terreno de juego, los demás
futbolistas, el entrenador y el público. Esa información permite a la corteza
motora corregir permanentemente los movimientos del futbolista en cada jugada
cuando estos son erróneos o poco certeros. Además, la corteza motora no decide
por su cuenta los movimientos a realizar, pues para ello recibe continuamente
instrucciones de la corteza prefrontal, la parte más evolucionada y anterior del
cerebro humano, encargada de dirigir el pensamiento, resolver conflictos, tomar
decisiones y planificar el futuro. Es en esta otra parte del cerebro donde el
jugador decide la jugada a realizar y prevé las siguientes.
La inteligencia de todo tipo puede hacer que algunos jugadores sean más capaces
que otros para intuir la mejor jugada a realizar o para averiguar las intenciones
del contrario, en cada situación del juego. Todo ello sin olvidar la motivación que
tenga el jugador por el fútbol y el éxito en el mismo, lo que a su vez está muy
condicionado por sus experiencias y su educación tempranas. Los genios del
fútbol, como los de otras profesiones, resultan siempre de predisposiciones
genéticamente heredadas que el ambiente adecuado y una práctica intensiva
acaban desarrollando.