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CULTURA PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ

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ACTUAL Investigación. Nº 72, año 45, nº 01 (2012). Carmen Aranguren R.,
“Ciudadanía intercultural: diversidad, diferencias, tolerancia y paz…”, pp. 9-19.

Ciudadanía intercultural: diversidad,


diferencias, tolerancia y paz…

Intercultural Citizenship: diversity,


differences, tolerance and peace ...

CARMEN ARANGUREN R.
Grupo de Investigación Teoría y Didáctica de las Ciencias Sociales.
Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela.
carmenaran@hotmail.com

RESUMEN: La ciudadanía intercultural implica el respeto hacia diversos actores y culturas y


sus diferentes modos de expresión. A partir de la comunicación, el diálogo y la tolerancia,
ejes principales del interculturalismo, se analizan las relaciones entre las distintas culturas, la
ciudadanía y la Paz, siendo éstos los nuevos modos de convivencia.

PALABRAS CLAVE: ciudadanía intercultural, paz, diversidad, tolerancia.

ABSTRACT: Intercultural citizenship involves various actors and respect for different cultures
and ways of expression. From communication, dialogue and tolerance, interculturalism
principal axes, we analyze the relations between different cultures, citizenship and peace, these
being the new models of coexistence.

KEYWORDS: intercultural citizenship, peace, diversity, tolerance.

Introducción

Desde que el mundo es mundo los seres humanos, como grupos


societales o actores individuales han tratado de imponer la propia cultura a
su oponente; algunas veces con violencia; otras, con persuasión o distintos
modos de convencimiento. Ya, desde los tiempos bíblicos de Caín y Abel se

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manifiesta la destrucción fratricida que, salvando la distancia temporal, aún
hoy conmueve a la humanidad.
Es cierto que vivimos entre culturas distintas que pudiéramos llamar
el mundo pluricultural. En este universo, los seres humanos, de una u otra
manera, conviven o coexisten y aportan sus modos de pensar, sentir, actuar
y disentir. Es, dentro de este intercambio, donde se produce la hibridación
cultural que, como vemos, se enriquece en la relación respetuosa hacia el
Otro diverso, diferente. Ese Otro que permite reconocernos a nosotros
mismos como criterio definitorio de existencia humana.
Nunca como en el presente, las sociedades han vivido la angustia de
resolver este “antagonismo” aparente entre el ser yo y el ser nos-otros; en
palabras distintas, entre el yo individual y el yo colectivo. Este ordenamiento
propicia la aceptación de lo heterogéneo en el marco de la cultura occidental,
asumiendo lo diverso como pluralismo cultural. Así, entonces, desde el
Renacimiento hasta la Modernidad, el imaginario humano ha buscado
explicaciones a las tendencias utópicas y a las racionalistas que juzgan la
diversidad y la homogeneidad como esferas antagónicas, que involucran
posturas encontradas.
Nuestro planteamiento busca pensar las relaciones interculturales,
la ciudadanía y la Paz desde la comunicación, el diálogo y la tolerancia,
entendidos como los nuevos modos de encontrarnos y estar juntos. Esto,
permite la elaboración de un nuevo mapa que alcanza otro valor con
significados distintos en sus saberes, relaciones, emociones y prácticas
sociales, evitando los idealismos caducos, ajenos a la realidad histórico-
social y a un modelo político que adquiere sustancia en un espacio y un
tiempo determinados. En este sentido, la comunicación constituye un eje
importante del interculturalismo, pues ella “se realiza de lo que hace pensar
con sus palabras, objetos, estructuras, símbolos y de lo que hace sentir con
sus imágenes, sentimientos, pasiones, significados”; (S. González. 2005:51);
proceso dialógico en el cual se construyen actitudes, conocimientos y
sensibilidades, en el entramado de la vida cotidiana.

La idea de ciudadanía intercultural


El breve preámbulo anterior servirá de base para adentrarnos en el
concepto de ciudadanía intercultural que implica, por definición, interacción
y diálogo entre diversos actores y culturas, en base a principios éticos donde
se reafirman la dignidad y el respeto hacia los diferentes modos de expresión
cultural y sus patrones identitarios; entiéndase que todo sujeto-ciudadano se

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apropia de manera consciente o inconsciente de ellos, para reconstruir los
significados culturales en un sistema político particular.
Indudablemente que esto requiere de la formación del pensamiento
crítico para entender la complejidad tangible y simbólica de las culturas.
De lo que sí estamos seguros es de que toda cultura es vivida, transitada,
habitada y pensada por los ciudadanos, quienes la contemplan o intervienen
para “dejar pasar” o transformar su condición en las interrelaciones comunes.
Como toda obra humana, la cultura es origen y producto de la acción
colectiva de las generaciones sociales en el tiempo. Éstas, en su transitar por
las calles, plazas, mercados, iglesias y demás lugares, van creando y recreando
costumbres, tradiciones y opiniones que conforman, entre otras expresiones,
la trama cultural comprometida con una lectura política.
El contexto sociocultural y la construcción de la ciudadanía constituyen
un complejo proceso histórico que, desde la conflictividad y la contradicción,
se enmarca en contextos de hibridación y mestizaje sociopolítico. Se trata de
un sistema de valoraciones y de redes identitarias, afirmadas en el concepto
de Nación asumido por un estado particular que fundamenta un conjunto
de derechos. Este proceso apunta a la formación de un modelo de ciudadano,
protagonista en el espacio público de socialización.
El escenario visible e invisible de la ciudadanía tiene su asiento en
los múltiples entramados del sistema de relaciones y de convivencia social.
Así, desde el habitar rutinario hasta los modos de imaginar que se traducen
en comportamientos, se esparcen distintas percepciones y subjetividades
propias de la cultura cívica. Este proceso de socialidad teje un conjunto de
interacciones –algunas erráticas, otras estables– que configuran condiciones
de vida excluyentes e inclusivas, de acuerdo a la prevalencia de intereses del
poder y de los grupos de poder.

El contexto actual y los valores


Vivimos una época de extraordinarios cambios, donde la realidad
sociocultural es cada vez más heterogénea y su marco fragmentado reclama
una visión profunda sobre la participación ciudadana, particularmente
en aquellos Estados donde algunos derechos constitucionales están en
juego debido a la imposición de un modelo político, ajeno a los intereses
nacionales y al protagonismo social y público de las mayorías que demandan
mejores condiciones de vida. En este contexto, la diversidad cultural provoca
un descentramiento del sentido de pertenencia, de los conflictos sociales,
de las tradiciones y la participación pública. No es extraño a esta situación,

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el vivir un exilio interior, marcado por el miedo a opinar y disentir del
discurso oficial predominante. Esto, produce en la población sentimientos
de impotencia que desembocan, muchas veces, en conductas conformistas y
pasivas ante un poder consecuente con prácticas intimidatorias.
Los riesgos que involucran la construcción de una nueva ciudadanía,
aún difusa, y el cruce de inminentes desajustes socioeconómicos y culturales,
desplazan formas tradicionales de convivencia y de intercambio social, hacia
prácticas inéditas y de confrontación en la lucha por el reconocimiento,
que es el derecho a existir en la diversidad, aún cuando muchas veces los
grupos excluidos se tornan pasivos y se refugian en el silencio voluntario
o impuesto, en razón de la necesidad de sobrevivencia. La multiplicidad
de sentidos ciudadanos transforma los modos de sentir, de percibir y de
saber en el contexto real y simbólico de la colectividad, donde transitan
representaciones de ciudadanía en continua mutación.
La tolerancia y la seguridad son valores que soportan la formación
de la ciudadanía intercultural en una sociedad que propicie la justicia; no
en vano es posible reconocer que “una inmensa mayoría de pobladores ha
construido su forma de ser ciudadano en medio de profundas exclusiones
sociales, económicas y políticas; de discriminaciones y estigmatizaciones
como portadores de referentes culturales diversos” (G. Naranjo y otros,
2001:15). En este ámbito se incluyen grandes problemas que ponen en peligro
la seguridad planetaria. Así, el aumento de la pobreza, las enfermedades,
el exceso de población, la violencia e inseguridad, la carrera armamentista,
la falta de viviendas, la delincuencia y el deterioro del ambiente natural,
sólo podrían resolverse en un clima de entendimiento, de paz y de acuerdos
nacionales e internacionales, donde prevalezca el valor de la vida humana
por sobre cualquier otra prioridad. Todo esto, define las intersubjetividades
y las demandas en procura de reivindicar la cohesión colectiva a través del
aprendizaje de vivir juntos.
Con respecto a nuestro país, podemos decir que esta aspiración se
destiñe en medio de los altos índices de violencia, inseguridad e impunidad
jurídica, que padece la sociedad venezolana.1 Las cifras escandalosas de
1 Según el CICPC, 44 venezolanos murieron cada día a manos del hampa durante el año
2009. Cifras extraoficiales de la Dirección de Estadística de la policía científica, señalan
que el año 2009 cerró con 16.094 homicidios en Venezuela. En informe del Ministerio
público del 2008 se expone que sólo el 6% de los crímenes investigados llegan a juicio.
Así vemos que la impunidad en el país es un problema que reviste gravedad. Cifras de
homicidios en Venezuela, lunes 8 de febrero de 2010. Publicado por Miguel Ángel
González. Seguridad y prevención, blogspot.com /…/ Consulta el 31-10-2010.

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homicidios, secuestros, criminalidad y demás delitos, destruyen día a día la
paz ciudadana y el derecho a vivir con sosiego, en la construcción de una
sociedad más justa para una vida mejor. Cualquier proyecto que ignore la
realidad señalada estará destinado al fracaso y a la pérdida de credibilidad en
un sistema político que pretenda la búsqueda de equidad social. Por supuesto
que la complejidad de esta situación exige una concertación de esfuerzos
entre todos los actores y grupos que conforman el colectivo nacional, pues
la contribución en cuanto a propuestas alternativas pudiera beneficiar un
diseño de abordaje a la grave problemática.
Un caso al que podemos hacer referencia, relacionado con el
señalamiento anterior, es la pérdida de libertad del ciudadano/a que por cuidar
su vida y sus pertenencias traza itinerarios convenientes para su protección,
pero muchas veces ajenos a sus intereses cotidianos. A cualquier observador
impresiona lo que pudiéramos llamar, en Venezuela, las “ciudades enrejadas”,
donde el cercado de las viviendas habla de temor e inseguridad, de carencia
de paz. Esto, por supuesto, incide en la formación de una personalidad
cautelosa ante el riesgo permanente que fortalece una estética del miedo.
De hecho, el ciudadano/a soporta diariamente las consecuencias de vivir
atemorizado ante el asalto imprevisto a su integridad física y emocional que
altera la convivencia y el sentido de pertenencia a una cultura desequilibrada.

Interculturalismo y formación ciudadana


La presencia constante del interculturalismo en la formación ciudadana,
reclama nuevas orientaciones con fundamentos que busquen la integración2
en la diversidad, en las identidades desplazadas y en el pluralismo. Se
entiende que el marco territorial de la ciudadanía ha sido trastocado por
el mundo globalizado, pero no puede perderse de vista la justificación de
legítimos valores que obligan a proteger la libertad y las diferencias en lo que
respecta a la superación de estereotipos culturales, provocadores de conductas
excluyentes y etnocéntricas.
La persistencia de los procesos de hibridación cultural en nuestras
sociedades conduce a la aceptación de la razón histórica de las culturas, lo
que legitima la construcción de la identidad personal en relación con los
otros y con las distintas maneras de percibir el mundo como patrimonio
común, dentro de una visión pluralista y de responsabilidad compartida.
2 Nos referimos a la integración crítica como identidad colectiva, capaz de reconocer la
diversidad sin que ello signifique pertenencia incondicional.

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Algunos estudiosos consideran que en los grupos excluidos predomina
una cultura frágil que reproduce un sistema de relaciones primarias; ideas
que, indudablemente, destruyen las formas diversificadas de ciudadanía y
niegan el papel de estos grupos en la articulación del orden social.
La exclusión sociopolítica ocasiona la angustia del desarraigo físico,
emocional, social, económico y cultural. La realidad impredecible y el
sentimiento de asumirse “ciudadano/a” de segunda o tercera categoría,
invade la interioridad del excluido quien se percibe como un ser de ninguna
parte, deslocalizado e inmerso en una otredad desde la cual se reconoce
como individualidad anodina, sin posibilidad de narrar su historia que a
nadie interesa. Esta visión no significa siempre conformismo, desaparición o
anomia, pues la fuerza de la resistencia constituye un acicate para posicionarse
en otros espacios y desde allí, anunciar su voz y su presencia nómada en un
constante rehacerse y reconfigurar el mapa de su intimidad desconocida.
El recorrido histórico de las sociedades muestra situaciones donde la
hostilidad hacia lo diferente constituye causa de desintegración y exclusión,
con lamentables saldos de injusticia y contiendas bélicas. Esta mirada
convoca a formular nuevas preguntas y respuestas sobre la moral pública, lo
que insta a la indagación acerca de cuál ciudadanía intercultural hablamos y
cuál admitimos institucionalmente y, en nuestras prácticas habituales.
El interculturalismo es una cuestión de derechos que exige reivindicar
a vastos sectores sociales para la coexistencia como actores públicos, desde
las oportunidades que brinda el acceso a los beneficios de la modernización
en una sociedad que pretenda la equidad. Por este medio se ha de garantizar
el conocimiento, el diálogo y el respeto a las diferencias entre culturas, que
significa también, distintos modos de pensar y practicar la ciudadanía.
Lejos de asumir una visión “culturalista”, aceptamos la importancia
de los procesos económicos, sociales y políticos que inciden en los cambios
culturales, legitimados por la organización de una sociedad basada,
generalmente, en la desigualdad y en los particularismos del poder3. Martín
Barbero señala que “la cultura es el espacio de producción y recreación del
sentido de lo social, donde el orden y los desórdenes sociales se vuelven
significantes” (1987: 85). No obstante, desde una matriz de opciones y

3 Julio Caravana acepta que los problemas interculturales tienen, sobretodo, carácter
intrasocietario. Para ampliar este criterio consultar Revista de Educación. No 302, pp.
61-82, 1993.

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elecciones, es posible orientar la construcción de la ciudadanía intercultural,
articulando igualdad y diferencia con el reconocimiento de las diversas
identidades colectivas y la interrupción del fenómeno de la exclusión. Ahora
bien, los problemas del interculturalismo y el multiculturalismo serán
permanentes, mientras no se concreten en comportamientos cotidianos
donde se implique la formación de valores cívicos y éticos.

Escenarios y relaciones del interculturalismo


Entendemos que las condiciones económicas, políticas y sociales
comportan en sí un modelo de cultura; es decir, un modo de producir,
reproducir, disfrutar o inalcanzar los bienes materiales e intangibles que
circulan en la sociedad. El efecto de las desigualdades que padece gran parte
de la población mundial, provoca una diáspora de colectivos humanos
en búsqueda de “mejores” medios de vida. Esto, conlleva el trasplante de
necesidades objetivas y subjetivas que encubren formas de socialización
manifiestas en reglas invisibles, experiencias, valores, creencias y prácticas,
tejidas en un imaginario que se reconstruye en la confrontación con la “otra”
cultura.
El problema del interculturalismo ha sido siempre objeto de dudas,
conflictos y hasta determinismos, pues la misma organización de la sociedad
y su sistema jurídico-político, establecen mecanismos de infravaloración
de los excluidos o desplazados con base en la negación de sus derechos
cívicos, marcada por el aislamiento que ocasiona la discriminación social;
no obstante, estos grupos pugnan por ser aceptados como actores políticos y
sociales en busca de legitimar su status de sujeto4 histórico en la diversidad
social. De este modo, se pretende la afirmación identitaria que incluye la
mirada del “otro”; pues las identidades no son construcciones inmóviles,
universales o unívocas, sino entidades histórico-sociales mutantes, siempre
abiertas al cambio y a la discusión.
En consecuencia, tanto el proyecto de vida como el sentido de
pertenencia requieren de la dialéctica intercultural que implica, igualmente,
4 Nos adscribimos al concepto de sujeto sostenido por R. Follari (2000: 85), quien lo
asume como “sujeto dividido, que no se sabe a sí, que está hablado desde el Otro,
que está atravesado por lo inconsciente (...) sujeto no atado en lo trascendental,

 

 
    
 
  

cada vez con menos pretensión de sostener universalidad, objetividad, regularidad”.

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el disenso y la alteridad en la construcción de una ciudadanía crítica, abierta
a distintas experiencias, próximas o lejanas, a través de las cuales es posible
insertarse en el mundo de nuevas complejidades como el que actualmente
presenciamos.
Latinoamérica es un ejemplo del eterno transitar hacia la conformación
de una sociedad civil que construye la esencia de ser ciudadano/a. En este
trayecto enfrenta el reacomodo a las exigencias de la modernidad y a las
contradicciones internas, generadas por los procesos de globalización y de
mercado, con su influencia en las redes de socialización y de participación
ciudadana donde se gestan los valores subjetivos.
Desafortunadamente, no resulta fácil la concreción de esta visión,
por cuanto ello amerita un reconocimiento institucional de la legitimación
política y social que dicta pautas “interesadas” desde el poder central, a la
organización ciudadana. En un espacio más limitado y en consonancia con la
idea anterior, San Martín Ramírez comenta que “los programas de educación
ciudadana o cívica en América Latina tienden a reforzar una visión que se
cierra en valores tales como el patriotismo, los símbolos o emblemas patrios,
las figuras históricas y la sobrevaloración de lo distinto por sobre lo común”
(2003: 90).

Ciudadanía y exclusión social


Es evidente que nuestros países carecen de una convicción ética que
conceda prioridad a la formación de la conciencia ciudadana y a los valores
de participación democrática, sustentados en una mejor calidad de vida.
La negación de este derecho contribuye al crecimiento de grandes sectores
de población excluida, de tal modo que éstos permanecen al margen de la
ciudadanía plena y del empleo productivo. Todo parece indicar la necesidad
de implementar políticas que garanticen el acceso ciudadano a un sistema
global de oportunidades.
Este panorama remite a una crítica de la construcción de ciudadanía,
falseada –en muchos casos– por la aspiración de proponer una referencia
homogénea del proceso de identidad cultural, desvinculada de la
multiplicidad de dinámicas que se crean, reproducen y transforman en las
relaciones del sujeto colectivo con la realidad social. Es notorio que muchas
veces los discursos políticos se inclinan por dividir a los actores sociales en
“malos” y “buenos”; estos últimos con dotes extraordinarias, inalcanzables
para el resto de los mortales, enfoque que legitima exclusiones y actitudes
conformistas ante la comparación con supuestos héroes míticos.

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En un orden de ideas complementarias, nos referimos a la circulación
de discursos políticos construidos sobre la división entre nosotros/los otros,
donde el nosotros se identifica con seres “perfectos e incólumes” y los “otros”,
con los enemigos a destruir. Desde esta perspectiva, se instituye un universo
de significaciones, pautas morales y comportamientos reales y simbólicos que
interactúan en el escenario social. Esta situación, por sus consecuencias, merece
múltiples lecturas para descubrir los códigos transmitidos y fundamentados
en evidencias o arbitrariedades. Desde el análisis de problemas sociales y sus
transformaciones es posible dar un vuelco a estas posturas, que revelan las
condiciones concretas de la realidad en la que se producen.
En sentido contrario a lo expuesto anteriormente, el Estado y la
sociedad tienen entre sus fines políticos, formar ciudadanos y preservar la
memoria colectiva, sobre todo en nuestras sociedades que han hecho del
olvido una razón de pérdida identitaria. Subrayamos que “la memoria es
una construcción social (...). Su constitución y su resultado es debido a las
prácticas humanas, fundamentalmente discursivas y comunicativas que son
las que le confieren valor y significado” (F. Vázquez. 2001: 131). En este
ámbito, hemos de aceptar que la producción humana, en cualquiera de
sus expresiones, es también memoria acumulada que evidencia y oculta al
mismo tiempo los trayectos de la ciudadanía.
El cambio epocal que transitamos admite una conciencia ciudadana
intersubjetiva, que irrumpe en el paisaje estético de la existencia en búsqueda
de una resignificación del espacio público-institucional y del mundo del
trabajo en los procesos de segregación y mundialización.

Teoría y práctica de la ciudadanía. Modos de pensarla


Entendemos que, sin una crítica epistemológica del discurso y de la
práctica de la ciudadanía, es imposible superar el desfase entre la aspiración
y la realidad; tal vez, la construcción de identidades novedosas en un mundo
de fuerzas y amenazas, apremie el surgimiento de una nueva socialidad como
lugar de encuentro de sensibilidades e interpretación de la crisis civilizatoria
contemporánea. Ello obliga a repensar el devenir de la intolerancia, la
admisión del conflicto frente a la solución, y la duda ante decisiones
arbitrarias que, entre otros argumentos, constituyen los retos del pluralismo
asumido como apuesta ética para el convivir entre diferentes y para construir
la paz.

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De hecho, el ejercicio del pensamiento único revela una resistencia a
admitir las mutaciones de la vida cotidiana en el encuentro/desencuentro de
sujetos, voces, creencias, valores, sentimientos y discrepancias, que bosquejan
la pertenencia a una cultura y subcultura, donde múltiples experiencias,
muchas veces contradictorias, pueden ser un vínculo para hacer dialogar
distintas percepciones del mundo.
Este compromiso “abre enormes posibilidades para el ejercicio
democrático, para el intercambio de ideas, para la construcción de consensos
y para aprender a tramitar productivamente los disensos: todas ellas,
instancias formadoras de una convivencia más plena, de una ciudadanía más
compleja” (R. Gurevich. 2005: 27). Cabe anotar que una cultura de paz se
funda, por una parte, en el conocimiento crítico de la realidad social que
tiene un potencial ético para desentrañar los discursos contradictorios y las
prácticas incoherentes, tanto públicas como individuales; y por otra, se basa
en una relación vinculante entre las ideas y la participación ciudadana.
Por esto, sin un acuerdo sobre el porvenir de la sociedad reinventada
día a día, momento a momento, la ciudadanía intercultural seguirá siendo
mera aspiración donde cada quien asume la postura que más le conviene,
cada uno con sus intereses, cada uno con miradas opuestas, cada uno con
aspiraciones interferidas por los grupos que imponen las reglas de acceso
al poder. En este panorama no puede tener cabida la paz como proyecto
colectivo.
Como vemos, el problema de la ciudadanía intercultural y la
construcción de la paz en valores éticos es una cuestión de fondo que exige
desentrañar, en el plano teórico y empírico, los mensajes implícitos en los
discursos, descodificar las concepciones del mundo, las prácticas sociales y
las ideologías, así como los conflictos subyacentes en los procesos históricos;
además, no dudamos que le atañe también la interpretación de la memoria
colectiva que constituye un sustento de la formación ciudadana.
Arribamos a la conclusión de que la ciudadanía no es sólo una
categoría de análisis, sino una responsabilidad que reclama la construcción
de un proyecto común para la vida democrática en tolerancia; ella, tiene un
valor particular como formadora de ciudadanos que aspiran a vivir en paz;
no me refiero a la paz utópica sino a la paz real que pretende una mejor
calidad de vida material, espiritual y emocional, enmarcada en los valores de
la diversidad social y en el pluralismo cultural.

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