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CÓDIGO: 1611920150
UNIVERSIDAD DE LA GUAJIRA
II COHORTE
I SEMESTRE
RIOHACHA-LA GUAJIRA
2019
EL PAISAJE LINGÜISTICO
El idioma español ha venido tomando fuerza desde hace ya varios años en todos los países
del mundo, gracias a su gran influencia en el campo de la política, la economía, la
educación y principalmente la globalización que se haya en constantes cambios al pasar de
los siglos. Sin embargo, sus inicios fueron difíciles ya que era poco conocido y, a su vez, se
mezclaba con otros idiomas, lo que podía traerle como consecuencia su extinción.
Durante la historia del español en el continente europeo, existían varias lenguas que
influenciaban en esta como es el caso de las eslavas, más allá de algunas formas léxicas
corbata, bohemia, esclavo, zar, obús, mazurca que han podido llegar a través de otras
lenguas en tiempos más modernos. La influencia de las familias celta y germánica, sin
embargo, ha sido más profunda; y la de las demás lenguas derivadas del latín las lenguas
románicas o romances, las de dentro y las de fuera de la península resultó sencillamente
esencial para el devenir del español.
Además, La cultura del continente europeo ha estado marcada por la suerte de cuatro
familias lingüísticas emparentadas desde hace tres mil años: la celta, la itálica, la germánica
y la eslava. El parentesco entre ellas se debe a un ancestro común: una lengua a la que los
lingüistas del siglo XIX llamaron «indoeuropeo». En consecuencia, todas las lenguas
miembros de esas cuatro familias son lenguas indoeuropeas: el inglés, el alemán, el ruso, el
griego…, y el español. Sin embargo, no lo son todas las lenguas de Europa porque unas
pocas, cuyo origen no ha podido conocerse, arribaron por otros caminos: el finés, el
húngaro, el estonio, las lenguas laponas y el vasco o euskera. Las distancias lingüísticas
entre unas y otras son claramente apreciables.
Con el paso del tiempo, las lenguas europeas se fueron haciendo las unas a las otras,
intercambiando componentes en un gran proceso de mestizaje secular. Las lenguas de la
península ibérica también han sido protagonistas en ese proceso de intercambio y con ellas,
naturalmente, la lengua española.
Del mismo modo, es cierto que la historia lingüística de Europa se ha escrito a base de
conquistas militares y que el ser humano es muy sensible a las diferencias de lengua,
especialmente en la Europa contemporánea, En el plano propiamente lingüístico, el
renacimiento carolingio también tuvo significativas consecuencias. La principal fue la
creación del latín medieval más característico, que se derivó de la revisión y corrección de
los textos latinos antiguos y que hizo posible la homogeneización del latín como lengua
común para la escritura en Europa, facilitando la comunicación cultural entre territorios
diferentes.
Ángel López García, Inés Fernández Ordóñez— piensan en el castellano como un espacio
de convergencia, de consenso lingüístico, sin reticencias a la hora de adoptar soluciones
foráneas y con soluciones de frontera que acabaron configurando la personalidad del habla
de Castilla.
Tales cambios surgieron en buena medida por transferencias desde la vecina lengua vasca
(rasgos de pronunciación y gramaticales, préstamos) y se generalizaron desde abajo porque
la población no era lo suficientemente instruida como para recibir la influencia del latín de
los cultos; además se sentía lo suficientemente independiente como para no tener que seguir
los usos predominantes en los territorios romances vecinos. Por lo demás, el castellano
convirtió en rasgos propios la herencia recibida de la lengua latina. Baste la referencia al
aplastante predominio de las palabras llanas (acentuadas en la penúltima sílaba), la
tendencia a construir sílabas con la estructura «consonante + vocal», la propensión a
organizar el discurso hablado en grupos de ocho sílabas de promedio —de ahí que el
romance sea el metro lírico más popular en castellano— o la conservación de los valores
del subjuntivo.
El origen del castellano se sitúa en la época en que los hablantes de latín visigótico de la
Península (siglos VI-X) dejan de reconocerse como hablantes de latín y adquieren
conciencia de la peculiaridad de su lengua cotidiana (Wright 1989). Esa conciencia tuvo
que alcanzarse a propósito de la lengua hablada, pero la constancia nos ha llegado a través
de la lengua escrita. En efecto, mientras el uso del latín – un latín arcaizante, formal,
literario – era habitual en los escritos de contenido elevado, tanto de materia política como
religiosa, en la comunicación con fines no literarios iban aflorando manifestaciones
textuales que sus emisores ya no reconocían como latinas (Cano 2004).
Por ende, las primeras manifestaciones escritas de las lenguas románicas incluido el
castellano fue, en gran parte, textos de naturaleza pública, como los fueros y las crónicas,
ligados a la esfera del poder y de carácter jurídico o político, pero también hubo textos de
naturaleza privada, redactados con un fin utilitario e inmediato, sin la idea de darles como
destino la lectura pública y general.
A su vez, el nacimiento del castellano fue paralelo al de las demás variedades románicas de
la Península, variedades que primero recibieron el nombre genérico de romances y
posteriormente fueron particularizándose como gallego (gallegoportugués), leonés (astur-
leonés), riojano, navarro, aragonés, catalán y, por supuesto, castellano, todas ellas surgidas
desde el latín de Hispania. Sabido es que las lenguas no emergen en fecha exacta ni con
partida de nacimiento, por eso la dificultad de datar su antigüedad e incluso de determinar
cuáles son sus primeros testimonios.
Del paisaje lingüístico florecido durante la Edad Media peninsular, las únicas lenguas que
cumplían sobradamente con los requisitos que, según la terminología de Stewart (1968),
llevan al reconocimiento de una lengua como lengua “estándar” (historicidad, vitalidad,
autonomía y estandarización) eran el castellano y el catalán (Marcel 1987), además del
portugués; las demás podían ser calificadas como “vernáculas” o como “dialectos”. Y de
ellas, el castellano fue, sin duda, la lengua que disfrutó de un nivel de estandarización más
avanzado gracias a la “planificación” llevada a cabo por Alfonso X, contribuyendo a un
cierto ordenamiento lingüístico y utilizando la lengua para la ciencia o la filosofía.
Por otra parte, desde el siglo XVII ninguna intervención ha resultado tan trascendente y
decisiva para la historia de la lengua como las practicadas por la Real Academia Española.
Esta nació con un claro propósito: el cuidado de la lengua castellana. Ese cuidado puede
entenderse como un intento de contrarrestar la supuesta decadencia derivada del
barroquismo y el culteranismo o como una forma de plantar cara al empobrecimiento
progresivo o a la influencia excesiva de otras lenguas, como podría ser el caso del francés
(Fries 1989).
Además, se hizo imperiosa la necesidad de fijar una norma general, de crear un modelo de
lengua nacional. La labor de planificación del corpus realizada por la Real Academia
Española comenzó a dar sus primeros frutos a lo largo del siglo XVIII, con la publicación,
entre 1726 y 1739, del Diccionario de la Lengua castellana, conocido como Diccionario
de
Autoridades. El Diccionario se redujo “para su más fácil uso” en 1780, creando así la
primera entrega del diccionario general de la lengua que, en su 15ª. edición, la de 1925,
pasó a llamarse Diccionario de la Lengua Española. En 1741 se publica la Orthographia
española y en 1771 la Gramática de la Lengua Castellana. De este modo, la Academia
sienta las bases de una importante labor de estandarización que se ha prolongado hasta la
actualidad.
LA ETIMOLOGÍA DE LA VERDAD Y LA VERDAD DE LA ETIMOLOGÍA
El lenguaje como casa del ser es la expresión poética del autor de «Ser y Tiempo» para
mostrar que el único modo de llegar al ser es el lenguaje, pues allí es donde habita. Tal
posición hace que el lenguaje se entienda formado desde su propia relación con el ser de las
cosas. No puede ser una libre manifestación del arbitrio humano, sino una libre
desocultación del ser de las cosas.
Por ello, Heidegger hace uso de la etimología como búsqueda del origen de la palabra
significado-cosa. No es sólo una búsqueda histórica del origen material de una palabra, sino
de una recuperación desde el origen de la esencia de una cosa o en último caso del ser. La
etimología, en este sentido, toma un rumbo diferente al que se puede establecer desde
Isidoro, como facilitadora del conocimiento, o desde la lingüística actual, que la toma como
mera
erudición sin ninguna finalidad útil.
Por ende, la etimología desde el punto de vista heideggeriano es el retorno a una apertura
del ser que se ha vuelto extraña para nosotros. No es simplemente la recuperación de una
palabra anticuada con fines de erudición, sino el permitir re-descubrir, volver a desocultar
lo que el
se había revelado antes y que ahora se ha ocultado para develar otra cosa diferente.
En tal estado, la función del lenguaje se entiende sólo como correspondencia básica de
palabra material, del significado de ella y de la cosa en sí. Correspondencia creada al
arbitrio humano según las necesidades (palabra-significado-cosa). De este modo, el
ejercicio de la etimología queda desvalorizado. La búsqueda del origen de las palabras es
únicamente ejercida por filólogos (a veces positivistas) con fines históricos o sólo de
erudición, pero nunca más como forma de alcanzar un significado más profundo, ni mucho
menos para vincular el origen dentro de la estructura del lenguaje (palabra-significado-
origen-cosa), ni para alcanzar el verdadero (étymos) concepto de una palabra, debido a que
el lenguaje no tiene más origen que la directa experiencia con
las cosas que manifiesta y comunica.
Gadamer, por su parte, uno de los grandes estudiosos del sentido de la palabra y del
lenguaje, considera que solo se puede aprender a través de la conversación. “Hablar es
buscar la palabra; encontrarla es rebasar un límite”, porque cree que lo que no logra decirse
está por encima de los límites de lo finito; y, precisamente porque no se consigue, comienza
a resonar en el otro. (Poema y diálogo, 1993).
Si bien es cierto que los griegos no fueron los creadores de la ciencia y la tecnología, pero
sus contribuciones al conocimiento y progreso en muchos campos del saber fueron
decisivas, aportando léxicos o palabras específicos dependiendo del conocimiento
trabajado. Aunque, respecto a esta cuestión, se puede afirmar de modo general que una gran
parte del vocabulario técnico de raíz clásica consiste en neologismos, por la dificultad que
poseían dichos vocablos.
Por ende, las palabras construidas con elementos griegos y latinos son reconocidas
inmediatamente como términos técnicos, lo cual constituye una ventaja en sí mismo, pues
atraen inmediatamente la atención. Esta facilidad para distinguirlas de expresiones de la
lengua común lleva a veces a preferir palabras de origen griego que otras de origen latino.
Además, el hecho de usar dichas palabras puede ser una forma de ocultar al profano la
información que se está transmitiendo, por ejemplo, si un médico no quiere revelar
directamente al enfermo la dolencia que padece.
Un buen término técnico debería ser específico, es decir, servir para designar una
determinada entidad o concepto, sin posibilidades de confusión. Esto es lo que
habitualmente se llama el carácter monosémico de los términos científico-técnicos, si bien
la monosemia absoluta es un mito. Mientras menos descriptivo sea un nombre menos
monosémico resultará; por lo general, los nombres populares o de la lengua vulgar suelen
ser más polisémicos que monosémicos.
A su vez, el uso continuo y extensivo del griego y el latín para constituir la nomenclatura
científico-técnica, al menos de las ciencias más importantes, les ha permitido un grado de
cohesión y una unidad difíciles de alcanzar de otro modo. Es decir, que el uso del griego y
el latín en la terminología científica tiene muy poco que ver con razones de mero
sometimiento a una tradición. Hay razones bien prácticas de otras históricas, que explican
este empleo.
Por esa razón, el carácter internacional del griego y especialmente del latín no sólo las ha
convertido en instrumentos privilegiados de comunicación entre investigadores o
científicos de distintos países o culturas pues, al menos hasta no hace mucho era frecuente
que personas cultivadas de distintos lugares del mundo conocieran o hubieran sido
educadas en estas lenguas, papel que en la actualidad ya han perdido las lenguas clásicas en
favor del inglés, única lengua a la que se recurre para generar la nomenclatura técnica más
reciente, como la de la informática, sino que también ha favorecido el que se empleen como
fuente para la terminología científico-técnica en un gran número de ámbitos. Y como los
términos así acuñados tienen un aspecto formal muy semejante, independientemente de la
lengua en la que se hayan naturalizado, la lengua científica gana así un universalismo que le
resulta muy conveniente para facilitar el intercambio de información y saberes entre
científicos de países diferentes
Es así como los antiguos pensaban que las cosas recibieran el nombre conforme a su
naturaleza (secundum naturam) y no por convención (secundum placitum) y, por tanto, los
etimólogos, partiendo del principio que entre forma y significado existiera una relación
natural, intentaron buscar el sentido primitivo de las palabras y descubrir la verdadera
naturaleza de las cosas. Esta concepción alcanza su culmen con la lingüística especulativa
del medievo cristiano con Isidoro de Sevilla.
A los griegos, creadores de la palabra etimología, se debe la concepción del lenguaje como
reflexión conceptual del mundo exterior. Si el significante (la palabra) nace en función de
un significado de expresar este, que se identifica con la idea o realidad conceptual, es
objeto privilegiado de la consideración lingüística, a diferencia de lo que pasa en la
lingüística moderna, que se centra en la forma. En este sentido la etimología significa
búsqueda del verdadero (Zamboni, 1989: 16).
Para que el comentario etimológico sea útil y no quede como algo marginal dentro de la
microestructura de los diccionarios de lengua, sería necesario ampliarlo significativamente.
De hecho, la etimología, además de centrarse en el origen de la palabra, debería analizar
también su incorporación a un idioma, su fuente, su edad, la productividad morfológica y
sémica que las palabras sufren a medida que las lenguas evolucionan y se adaptan a un
determinado momento histórico.