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Percepciones

El tiempo no nos viene dado. El espacio sí. Al menos así lo pode-


mos creer en estas postrimerías del siglo xx. Otra cosa es saber de qué
forma y a qué precio. Esta cuestión nos remite a nuestra historia.

La filosofia se ha ocupado con más frecuencia del problema del


tiempo que del problema del espacio: efectivamente, el tiempo es el
amo indiscutible del hombre, que está unido a él de forma muy ínti-
ma a través de la memoria, mientras que nuestra relación con el espa-
cio se invierte y se diluye. Aunque estamos, aparentemente, en posi-
ción de uacientes con respecto al tiempo
* .y de agentes con respecto al
espacio,'los vivimos y iercibiinos conjuntamente. El movimiento,
fundador de toda forma de vida, los implica uno y otro d e w n -
a1- .---..-~ conciencia aue tenemos de uno v de otro se oDonen
;
- - - --

impresiones de continuidad de discontinuidad: de globalidad y de


diierenciación, gracias a las &ales nos ponemos a pÜeba y conoce-
mos las cosas. Nadie duda de que, desde los lejanos y lentos orígenes
de la humanidad, todo discurso sobre el mundo se articuló a partir de
estas oposiciones. En la mayor parte de las doctrinas que a lo largo de
los siglos ha segregado nuestra inteligencia, intrigada por su propia es-
paciotemporalidad, subyacen los mismos interrogantes: ¿el espacio y
el tiempo son cosas o ideas, formas concretas o categorías del enten-
dimiento? ¿Emergen en nuestra mente como datos primarios o sólo
son la manifestación de impulsos más profundos, o incluso de un im-
pulso único?
La relación que mantiene el hombre con el tiempo y el ((sentido.
que tiene de este último se originan, evidentemente, en la experiencia
psicofisiológica, pero implican necesariamente una cierta racionali-
dad. Sin embargo, la relación que nos une con el espacio se articula
de forma más inmediata sobre exigencias biológicas primarias. Por
esta razón es más fuerte, en los animales, que su percepción, débil o
inexistente, del tiempo. En las sociedades humanas, esta oposición
marca la diferencia, de acuerdo con diferentes modalidades, entre
épocas y culturas. Probablemente, la distinción que realiza la tradi-
ción occidental entre ambas nociones no penetró hasta fecha recien-
te en la mente de muchos de nosotros. Sin embargo, desde el segun-
do cuarto de nuestro siglo, las cuestiones relativas al espacio tienden
a invadir el campo de la conciencia común, desdramatizando así la
temporalidad universal. Es sin duda alguna el efecto de angustias pro-
fundas, más que de un temor inspirado por el aumento exponencial
de la población mundial.
Todos los seres vivos tienen su espacio; el tiempo lo atraviesa. El
espacio vivido día a día es en todo momento reversible; el tiempo no.
Experiencias disímiles, pero, para nosotros, comunes, desgarradoras
en su diferencia hasta el punto de que numerosas sociedades se esfor-
zaron por suavizarlas convirtiendo el tiempo en la proyección de un
modelo inmóvil, o confundiéndolo incluso con el espacio en el seno
de rituales salvadores. Es todavía más general el intento de plegar uno
y otro a nuestra medida. Hic et nunc es la representación universal del
punto cero: nuestros idiomas lo atestiguan. Dos círculos concéntricos
lo rodean y sirven de referencia para las mediciones. El primero es
para uso diario, tanto para el individuo como para la colectividad:
sensación y recuerdo, lo que está cerca y lo que está lejos, de acuerdo
con una graduación que cada cultura imagina y elabora. Una perspec-
tiva cósmica traza el círculo externo, el más estable, de referencia: el
día y la noche; el cielo y la tierra; las estaciones; lo que el hombre pue-
de naturalmente alcanzar y aquello cuyo acceso tiene prohibido.
Hay no obstante un rasgo que establece una división entre las me-
diciones cósmicas: las quejeplan-en tiempo poseen en-principio el
rigor absoluto-de las voluntades divinas de l&"queemanan; las que se
refieren al espacio son al mismo"tiempo. más concretas y m5Sim*é-
cisas. Lo siguieron siendo incluso cuando las sociedades, alGnzado
un'zierto grado de desarrollo técnico, trataron de objetivar estos cri-
terios: de los relojes de arena y los cuadrantes solares a los calenda-
i ' ,rios; del apeo a las cosmogonías... hasta el día=ue los
- - griegos in-
" .- - -.
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ventaron la geometría y se lanzaroiila SuS-j5iGmeros c&uTos astronó-
\ '
kicos. a n t ~ n c e s ~ a c i se ó ninvirtió. Hubo que esperar al siglo m
para ver el primer reloj mecánico, que permitía expresar aritrnética-
mente el transcurrir del tiempo. Por eso, algunos historiadores tienen
la impresión de que el hombre de las primeras edades medía el espa-
cio por medio del tiempo, cuando su descendiente moderno mide el
tiempo gracias al espacio. Si sobre este aspecto -y así lo creo- hubo
una inversión del punto de vista, se produjo, poco a poco durante la
era de nuestra *Edad Media». , ,

Hemos perdido el sentido que hacía que nuestros antepasados


(hasta un pasado relativamente reciente) vivieran el espacio como una
forma global que se confiere a la extensión bruta: abstracta, pero así
con todo significante. Mi ojo ve la extensión y, a partir de este contac-
to inicial, mi mirada la ahonda, distinguiendo en ella redes de obje-
tos: descentrado con respecto a éstos, percibo una distancia que, al
alejarlos de mí, los convierte en tales y me permite comprenderlos1.
Sin embargo, la distancia separa y une al mismo tiempo: el espacio
nace de la conciencia que tomo de este doble efecto. Sin embargo,
no lo-percibo-en sí rnisko;-sólo-_espara mí una--.- - --
modaliaidde .--
la<:~-
- ----
sasy-de mí mismo. Estas percepciones no me garantizan paz ni po-
der, demasiado praximas al flujo de las impresiones preconceptuales.
Sin embargo, una vez que la facultad simbólica de mi mente se ha
apoderado de ellas, el espacio percibido se ordena y se sistematiza; un

l Piaget, pág. 356; Dufrenne, págs. 25, 59-60; Kaufinann, págs. 70-71.
espacio .representativo%(según la terminología de Piaget) se abre a las
proyecciones de mi imaginario. Queda una duda: ¿todo tiene real-
mente sentido? ¿No hay lugares vacíos en los que sólo podría tener
significado la vacuidad? ¿No habrá un desfase permanente, un vacío,
entre la imagen producida y el sentido que entrega u o c ~ l t a ? ~
No hay más espacio ((real*que el que estoy recorriendo. La rela-
ción tan compleja que me vincula a mi entorno sigue siendo subjeti-
va. La extensión en cuyo seno me sitúo se convierte, sucesivamente o
al mismo tiempo, dependiendo de las horas y de mi condición inte-
rior, en densidad absoluta o vacío o llamada a la acción. Todo espa-
cio cercano oficia de matriz; más allá todo se abre al infinito -sin
discontinuidad pues he nacido. Por otra parte (a pesar de la solidari-
dad entre mundo y sujeto postulada por la fenomenología), múltiples
efectos de sentido inciden en la intrusión en mí de mi objeto.
No obstante, sin llegar a todos los malentendidos que implica
nuestra relación vital con este misterioso «espacio», permanece
- c o m o un valor integrado en nuestros sentimientos, en nuestra vo-
luntad misma- la memoria de una mirada primordial: evidencia y
conocimiento al mismo tiempo, dilatación de lo individual para ac-
ceder a la universalidad... pero también retractación, alienación, cho-
que con la dureza de los objetos, de mi cuerpo mismo. Si mi boca
me acerca a ellos, la mano pronto me aleja; las cosas que ésta aferra
me enseñan poco a poco que estoy separado de ellas. Y sin embargo,
lo que se imprime en mi retina no tiene, en sí, ninguna homogenei-
dad: los objetos y la extensión que los aísla no pertenecen al parecer
al mismo orden de realidad. No tardo en organizar este caos y me
quedo con algunos rasgos sobre los que centro mi percepción; la con-
diciono en función de mi necesidad de vivir, de la confianza que
debo tener en el mundo3. Ya estoy arraigado en mi .espacio de vida*,
este fiagmento de extensión existencia1 en el que me llega mi tiempo
y que es el único que me puede conferir (si alguna vez accedo a ella)
una plenitud. Cruelmente arrojado al mundo de los hombres,
expulsado de las cálidas seguridades, sin querer, sin prever, me he si-
tuado; y en esta situación, más que en ninguna otra, los poderes to-
davía latentes en mí tendrán posibilidad de realizarse.

Damisch, págs. 44-52; Durand, págs. 473-474.


Piaget, págs. 350-375; Percy, págs. 631-641; Steiner, págs. 117-118.
Lo mismo ocurre, analógicamente, con las colectividades huma-
nas. Sólo puedo concebir mi relación con mi hermano, mi amigo, mi
conciudadano, como presencia simultánea, es decir, espacialmente: al
mismo tiempo en el espacio en el que, sobre la tierra real, se desplie-
ga la acción colectiva y en aquel (no siempre idéntico) sobre el que
se proyecta la organización del grupo; en el de sus actividades simbó-
licas y de sus juegos: en todas las partes de lo que, desde hace algu-
nos años, se denomina el *espacio social*, en el que se trazan los iti-
nerarios discursivos a lo largo de los cuales el grupo se habla él mis-
mo y para sí mismo. Sobre este espacio (procediendo de una pulsión
vehemente de vida) operan las fantasías, que contribuyen a su crea-
ción y su mantenimiento. Gracias a ellas, adquiere una voluntad de
identidad que lo carga de valores de esperanza, se dibujan en él los
trayectos de la imaginación y se ajustan a las dimensiones de la forma
englobadora que así se engendra, elevación y descenso, superficie y
profundidad, repetición y retorno.

Elaespacio es, pues, generador de mitos. Percibido a través de la


luz, primera captación en nuestro descubrimiento erotizado del mun-
do, zona ambigua entre el cosmos y el caos, se asocia al fuego, al mo-
vimiento, al ritmo, al canto, al amof'. En el vacío abierto entre la per-
cepción inmediata y su reflexión por el espíritu, se plantean interro-
gantes: ¿qué es? ¿cómo? ¿por qué? Los procedimientos de iniciación
esbozan una respuesta, en términos de comienzo, de tránsito, de in-
tegración. Sin embargo, toda apropiación de espacio incluye un as-
- pecto irracional y fantasioso: la propia historia de los pueblos lo de-
muestra, y sabemos lo que llegó a representar América en la mente de
l o s pioneros. Las civilizaciones, a lo largo de los siglos, variaron has-
ta el infinito las modalidades y el vocabulario de los antiguos rituales
de toma de posesión; persisten sus huellas en el trasfondo de los con-
ceptos con los que concebimos el espacio, y en las imágenes con las
que nos lo representamos.
Por ello, en este libro, distinguiré, por comodidad (y habida cuen-
ta de la naturaleza del imaginario medieval), tres planos posibles de
análisis:

Durand, pág. 385; Certeau 1975, págs. 242-245.

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