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Cuando el padre lo echó, cerró la puerta, ustedes nunca lo dicen, guardan el secreto,
creen que es un secreto, durante años enteros hablaban susurrando para que yo no
oyera, se callaban cuando entraba, el secreto de ustedes…
Cuando el padre lo echó, en medio de su cólera, de su violenta cólera, esas cóleras
terribles que hacen temblar las paredes, repito lo que dijeron, una cólera terrible que
hace temblar las paredes, una cólera aún mayor que todas las otras, una explosión
más, aquel día como tantos otros,
–porque no tengo recuerdos, era pequeña y no contaba, ustedes siempre quieren
embellecer aquella vida, aquella época y sin embargo, no recuerdo que hubiera día
sin gritos y sin violencia, porque se trataba de violencia y nada más–
No tenés que explicarme nada. Yo sé que lo que decís es verdad. Creía que esto me lo
iba a llevar a la tumba pero no puedo seguir callada.
Una vez, cuando era chica, creo que vos todavía no habías nacido, fui a buscar a Sofía a
su casa. Sí, nuestra prima más grande. La cuestión es que toqué timbre y nadie
contestó. Sofía no aparecía. Empecé a preocuparme, volví a tocar timbre, esperé un
rato más, y cuando ya estaba por irme él abrió la puerta y se fue, no dijo una palabra.
Yo entré y la encontré a ella en el sillón, tirada ahí con las tiritas de la musculosa baja y
los ojos llenos de lágrimas. Cuando le pregunté qué había pasado enseguida me tapó la
boca y me pidió que me calle. “Esto queda entre nosotras”, me dijo.
Siempre pensé que moriría conmigo, y ahora escucho esto. Si ella hubiera hablado
quizás vos no estarías acá.
Gracias a todos por venir. Los llamé para contarles lo que está pasando. Seguro ya se
habrán enterado por otras personas. Quiero dejar en claro que mi papá no hizo nada.
Él es inocente, y no quiero que manchen su nombre, ni en el pueblo ni en la fuerza. Por
eso los llamé: para que nos apoyen y no nos juzguen. Las mentiras, al final, caen por su
propio peso.
Por favor, no te mueras. En serio, papá, no te vayas. No me dejes sola con mamá. Es
que no puedo, vos sabés que ya no puedo. Te perdono pero no me abandones. Te
perdono todo. Te lo juro. Ya no siento rencor. Te perdono las ausencias, te perdono
haber elegido ser padre cuando tus energías ya no eran suficientes, te perdono que
hayas tenido siempre un pie fuera de casa, no decirme jamás “te quiero”, olvidarte de
mis cumpleaños cada verano. Te perdono por dejar todo en ella, por incentivarme a
que la cuide, a que no la deje sola, a que le complazca cualquiera de sus caprichos,
cuando en verdad era ella la que debía ocuparse de mí. Te perdono por no ponerme
límites, por no retarme cada vez que te puteaba por tu falta de coraje y tu silencio; por
no alzar la voz, por no defenderme a capa y espada cada vez que lo necesité. Mucho
más te perdono por no haber tenido los huevos de mirarlo a los ojos y decirle que
conmigo no se juega, que a tu hija no la toca nadie. Sí, como escuchaste: nadie se la
coje si ella no quiere. Pero no, en serio, no. Todavía no te vayas. No me sueltes otra
vez.