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Las existencias del editor

Juandiego Serrano Durán

EDITAR LIBROS es una labor enérgica. A veces entiende de prestidigitación, y resulta


centelleante la sucesión de imágenes con que el editor anticipa la creación de un libro, para
lo que la versión final es apenas una entre docenas. Otras veces entiende de experiencia, y la
mesura se combina con el tino para aspirar a poco más de lo que el libro mismo pide: la
adustez, el salir a la luz bien vestido. Entre la creación como acto mágico y el hallazgo de un
estilo editorial, por iguales proporciones, transita la verdadera energía del editor; algo muy
parecido al altruismo, algo extremadamente cercano a la distancia, algo trágicamente lejano
al aprecio. Algo que otorga el título de editor.
El oficio del editor me hace recordar a la era antigua de la metalurgia. Es un trabajo
peligroso, engañoso, de cuidado. ¿Por qué no se extingue definitivamente esa figura del
editor, que más se parece a un bufón de lo establecido que a otra cosa? ¿Qué es la edición
para que una máquina no suplante los peligros del error? ¿Cuál es el significado de editar un
libro? ¿Por qué un acto finalmente cósico persiste con tanto brío en su humanidad? Son
muchas las preguntas que el editor no se deja de hacer, mientras las resuelve cada nueva vez
de inaugural manera, a pesar de saberse imposibilitado para responder las cuestiones bajo
certeza. La ciencia de lo intangible comienza siempre por reconocer lo que no es viable, para
identificar las resultantes posibles.
No se puede denominar a esta labor como una labor hermosa, puesto que el libro, a pesar
de lo que muchos piensan, no porta la belleza como un principio implícito. La belleza del
libro consiste en su terminación, en el libro formalizado, aspecto que desatiende la demencial
neurosis sufrida en su levantamiento. Un libro es bello, pero editar libros no.
No se puede catalogar de labor enriquecedora, ya que, además de dar por descontado que
la riqueza de un libro es invaluable por sí misma, aunque discutible para los autores en la
retribución de los derechos masivos del escritor y en la tradición medieval tardía y
renacentista del mediador hecho editor o casa editorial, puede decirse que la riqueza de la
edición funciona como una sabiduría milenaria, profana y contraria a la occidental, como la
superchería ritual, si así lo dijéramos. La sabiduría de los editores difícilmente concluye en
una unidad de criterio o en tratados argumentales para la elevación de los mismos criterios,
como opera la lingüística. Saber editar es algo tan relativo como saber amar.
La edición no es enriquecedora porque es como la poesía: pende del don del que cuando
escribe se hace prosaico, así como el editor, que edita, se hace agrimensor de letras, a punta
de ojo, casi por instinto. Leído previamente el libro en su contenido, trazar su superficie
parece sencillo, pero no lo es. No hay diseñador, diagramador o artista gráfico capacitado lo
suficiente en la dimensión del espacio que se le pueda equiparar a un editor.
Tampoco se puede hablar de esta labor como una labor trascendental, puesto que la
rigurosidad del editor reside en cultivar la paciencia del artesano, aquel que finalmente es, e
inflar la hipertensión del observador neurótico y del escéptico recurrente y pesimista para
evitar los equívocos más sutiles en el todo que compone a un libro: la puntuación, el estilo,
la distribución textual, los márgenes, la pre-prensa, el empaste, el concepto, el refilo… en
fin: la psique editorial. No es trascendental porque la edición busca hacer hipersensible lo
que verdaderamente trasciende, que son las palabras hiladas y concatenadas, la muestra del
acto creativo y flagelante del pensamiento transcrito. No corresponde al escritor bajarlo a
papel; quien escribe lo baja a palabras, y el editor a papel.
Mucho menos podemos hablar de la edición como una labor admirable. Más que ningún
otro oficio, las excitantes pulsaciones producidas en una persona adicta al detalle y al criterio
editorial sólo son vividas y dimensionadas por otro editor: tal cual lo son, las destrezas del
editor funcionan como la guitarra eléctrica del mejor de los intérpretes a los oídos de un
fanático simple y unidimensional. Hay tanto detrás, que todo queda en la superficie. Eso que
se comparte entre editores: sensaciones de cruda experticia. Sensaciones capacitadas para el
experto en el arte de compartir la mayor admiración de esta labor: el anonimato, la banca, la
trastienda, el camerino; la ausencia del que edita en el libro, del que mete la mano y silencia
porque lo suyo estuvo ya hecho. No es admirable esto de editar porque el editor nunca se
para en el escenario, y ante la esterilidad aparente, vocacional o en el caso de editar asumida
respecto del autor, se rehúye a los aplausos.
Si un halago entre colegas escritores puede comenzar con una carta que acaso diga: “Qué
buen libro escribiste”, en el halago entre editores no hay cruce de palabras, sino un nuevo
libro a editar. Un abrazo y la utilización de adjetivos categóricos como edición inmaculada,
limpia, fina, criteriosa, sutil o memorable bastan como felicitación en esta caterva. Y aunque
lo suyo es darlo todo para el disfrute del lector, al editor poco o nada le interesa lo que diga
quien agarra el libro para leerlo. Importa su psique lectora, el comportamiento social de los
libros, para el que un lector es apenas una pieza del ajuste estratégico. Tal y como funcionan
las palabras de un amigo o de un familiar cuando felicitan a un músico, a un escritor o a un
artista llevados por la emoción de ser su familiar en un entorno de reconocimiento, las
palabras de un lector a un editor son absurdamente cortas, terriblemente insuficientes. El
editor sólo busca la sonrisa del lector por el libro mismo, que no es suyo. Comparte con el
lector la otredad del libro, pero difiere con el lector porque el libro que editó no le es ajeno.
Por detrás de todas estas características, y compartiendo todos y cada uno de los
sinónimos valorativos de un libro, la edición es una labor que escinde la magia, la
versatilidad, la belleza y el esmero típicos en otros escenarios, del curador, del productor y
del profesor de escuela. Junta las condiciones de una espectacular labor sin chocar las copas,
sin soltar al aire la pirotecnia o dejar en claro la audacia con un gesto arrogante de pedantería.
A veces, el premio de un editor es enriquecerse o ganar un prestigio indiscutible. Es difícil
dejar de ser pedante cuando se maneja una neurosis tan brutal a los ojos de nadie, y por las
letras de otros. Es el derecho del editor.
Editar, en palabras muy francas, señoras y señores, es aprender la no derogable
satisfacción de ser lo que al mundo de las carreras ansiosas se le ha olvidado: ser el mejor de
los segundos, algo muy distinto a ser un vil “segundón”. Ser editor y editar libros es algo
ampliamente respetable porque, en un mundo donde nadie quiere y mucho menos sabe ser
segundo, resulta curioso cómo el segundo camina con la dignidad de cualquier líder, haciendo
uso de la tranquilidad espiritual de haberlo hecho todo, y hasta más allá de ese todo, de la
mejor manera posible. Repito: se puede ser pedante porque en principio se acepta una regla
básica, una suerte de despojo previo. Y es que ningún libro es perfecto, ningún libro nace
exento de erratas.
Aprender a quemarse las pestañas y llevar la bandera de animar la paciencia que requiere
un libro en el intento de acercarlo lo más posible a la perfección, o en su defecto prevenirlo
de un salpullido de erratas, le brinda al editor, además de aprender a trabajar por los demás,
simplemente por el autor y por los lectores en general, lo que pocos seres humanos pueden
vivir: el editor vive en una paz total. Aquella que merece todo tipo de adjetivos adjuntos:
panóptica, omnisciente, justa. Al fin de cuentas, una paz.
Si puede catalogarse de alguna manera, la edición es una labor testicular. Lo digo con
total convencimiento. Al editar, los cojones ya no penden de un escroto sino de un colgandejo
de metal inoxidable, que es el editor en el ejercicio de este oficio. Constantemente se debe
recordar de qué está hecho y por qué se ha vuelto así. Un libro se toma con las manos, y cada
vez que un nuevo libro cae en las manos, posando las yemas de los dedos en el frío sólido de
que llaman rigor, el editor palpa sus bolas de metal para arremeter contra la dureza. Si dije
antes que editar libros otorga al editor la vivencia de una paz inconmensurable, ¿de qué tipo
de paz hablo? Es sencillo: me he quedado corto al explicarlo.
Editar es la paz, pero la paz dura, es decir, la conciencia del saber en la guerra, que es
constante, que hace de un libro el evento mismo que representa la paz: el beneplácito de vivir
en un estado tranquilo por experimentar, en un escenario controlado pero no por ello ausente
de la bélica, de esa guerra que llaman frívolamente “libros”. Cada libro es una nueva guerra,
en la que se aprende a lograr el fin de la guerra por las vías ancianas de las enseñanzas de
Sun Tzu: del arte. El arte de la guerra que pretende derrotar al enemigo por las vías del sigilo,
de la estrategia, de la falta de notoriedad en el alcance de un fin. Ante todo, editar es una
labor dura, de dureza.
Y si los libros de un editor criterioso resultan evidentemente admirables, me queda por
decir apenas una última advertencia: no le pida blandura a ese tipo. No sea imprudente. Lo
único que una persona así puede pedir es que usted lea el libro, y que no lo moleste. Ya si el
tipo es sonriente, de buenos modales y amigable, lo que usted tiene en frente es a un gran ser
humano que también edita libros.
No está de más entonces enunciar mis sensaciones, en mi caso particular.
Editando me he dado hermosos baños de fatalidad, toda vez que se descubre un nuevo
error en un libro editado. Sonreír a la fatalidad suele ser algo extremadamente difícil, y en
este oficio es de una cínica facilidad. Me he llenado de aptitudes bélicas, de abierta
confrontación, en una ira que concluye en resultados resilientes por desarrollarse en
escenarios controlados. Entre montajes, machotes y portaminas sobre maquetas, resulta
sencillo percatarse de la artillería con que movemos la vida. Me he reunido también con la
corrección, la aplicación y el esmero, en ese tipo de esmeros que de niños llenaban el confort
de las hechuras porque, sin tenerlo muy claro, sabíamos que estábamos aprendiendo de algo,
un algo sin carrera. Más allá del oficio, me he sacudido de esos celos con que solemos
comparar un libro con un hijo, o un escrito con un ente vital, y entonces me he enfocado en
la cualidad final de las cosas. El libro es un artefacto, y su poder reside en ser apenas eso.
Las cosas por su nombre, regla máxima del editor.
Puedo decir que editando libros me he enseñado lo que la política contemporánea no me
facilitó. Quien ejercita la política en sus altos rangos entiende que poco o nada tiene que ver
con el destino, sino con el azar. El azar con el que un libro cae en nuestras manos no es menor
al de su edición, pues a través de nuestro tacto se hace real, pero, finito, cuando apenas
comienza su vida, muere de una buena vez y para siempre en la experiencia del tocador.
Un escritor enfoca sus esfuerzos al alcance del punto máximo de su corrección escritural.
Un editor concentra su horizonte en la acumulación de experiencias que le permiten
constantemente considerar el extremo mínimo de su errar.
Y queda el libro. El libro: un cuerpo silente al que poco le importa hablar por su propia
historia, pero que en sus partes conserva las marcas y la huella de un esmero humano que va
más allá de la literatura, la técnica y la productividad. Un libro es la pieza más humilde y
sensata de toda la historia material del hombre, tanto más si se le observa desde el atrio del
editor.

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