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Ética y Ciencia: ¿dos valores en disputa?

Con los últimos avances tecnológicos, especialmente en los campos de la biotecnología


y la biogenética, vengo leyendo artículos que plantean temas antiguos o de siempre, pero en
“odres nuevos”.

Uno de los últimos sucesos que hizo saltar las alarmas en el ámbito de la investigación
genética en seres humanos, fue el caso del biólogo chino He Jiankui de la Universidad de
Shenzhen que sorpresivamente en un Congreso científico sobre temas afines anunció a la
comunidad científica el nacimiento de unas mellizas cuyos genes habían sido editados por él.
Algo que realizó de modo totalmente aislado y sin respetar los códigos deontológicos
correspondientes ni las regulaciones nacionales e internacionales sobre la edición genética, en
general, y en seres humanos en particular. Algo que hasta el día de la fecha de su anuncio no
tenía antecedentes.

Las preguntas que he recabado en algunos de esos artículos son, por ej.: ¿Se debe
adaptar la ética a la evidencia científica, o al revés, es la ciencia y la evidencia la que deben
adaptarse a la deontología de una institución o país, u organismo internacional?

Las respuestas se dividen fácilmente en dos posiciones: 1) Los profesionales de la


bioética sostienen que la ciencia debe subordinarse a las regulaciones y prescripciones de las
Asociaciones de Bioética nacionales o internacionales, privadas o públicas; y 2) Los científicos
(en particular los más positivistas) dicen que la ética debe regular sobre los avances de la
ciencia en general. La evolución de la ciencia, según estos científicos, no puede ni debe ser
regulada. O bien se autoregula a partir del ensayo-error, o bien la regulación ética debe
esperar a que la evidencia científica descubra por sí misma la falibilidad del descubrimiento.

Uno de los problemas que enfrenta la ética con respecto a los avances tecnológicos y
científicos es que la misma tiene serios problemas para regular a nivel “universal”, o mundial
para ser más precisos. Los códigos deontológicos nacionales no siguen el mismo “patrón
ético”. Un ejemplo contundente es que, por ejemplo, en la misma sociedad norteamericana en
el estado de Nueva York se pueden realizar abortos hasta los nueve meses de embarazo,
mientras que en el estado de Georgia, se ha proclamado una nueva ley del aborto, (una de las
más restrictivas del país) que lo prohíbe a partir del momento en que se detecte el latido del
feto, algo que ocurre en torno a la sexta semana de gestación, cuando muchas mujeres todavía
no saben que están embarazadas. Claramente estamos ante dos declaraciones de valores
contrapuestos en un mismo país y en ¿una misma cultura?

Otra pregunta que suelo leer en relación a los avances científicos y que me parece
interesante abordar aquí, es: ¿todo lo que se puede, se debe hacer? El tema es álgido, ya que
si la respuesta es positiva, el nuevo interrogante que surge es ¿quién prohíbe o regula sobre el
deber ser?: naturalmente existen instituciones privadas dedicadas al estudio de casos de
Bioética, que además regulan y prescriben cómo deben ser las acciones de la comunidad
científica. Lo que sucede es que la comunidad científica discute con que esas instituciones sean
imparciales y objetivas. Crítica que, irónicamente, también vale para la investigación científica,
pues por más que nos remita a la evidencia de los hechos, la comunidad de científicos
tampoco es imparcial y objetiva en sus descubrimientos y avances tecnológicos. Muchos
desarrollos científicos están financiados por instituciones con intereses creados: por ej.
Monsanto (ahora Bayer) gasta miles de millones de dólares tratando de convencer a través de
la ciencia de que el glifosato no es cancerígeno. Otro ejemplo en boga en todos los medios es
el del gobierno de USA, que rechaza la evidencia científica sobre el calentamiento global (que
incluso lleva el apoyo de la ONU), basándose en otras evidencias e investigaciones recogidas
por investigadores financiados por ellos mismos.

El segundo problema que plantea el dilema de si es lícito hacer todo lo que se puede, es lo que
yo llamo la “ética del poder”. Ésta ética legitima como bueno todo aquello que un grupo de
poder decide llevar adelante, con o sin fundamentos. Los que tienen el poder financiero,
tecnológico, informacional o bélico, sobre ciertos hechos científicos se encontrarían
autorizados a realizar los avances que quieran, sin más límites que los que le impone la
realidad (que para ellos no existe, se construye). La ética no tendría incumbencia pues ella
trata de temáticas que no son empíricas (valores), y no tiene autoridad y poder para detener lo
que la técnica permite realizar. La tecnología tendría en este sentido valor en sí misma, y la
ética le sería ajena. Desde esta perspectiva, por ejemplo, todo estaría permitido para el
científico.

Uno de los temas sobre los que me gustaría llamar la atención es que si existe una dimensión
de la cultura humana, digamos la ciencia, que no tiene quién le ponga límites, entonces la ética
pierde su razón de ser no sólo para este ámbito sino para cualquier otro. Y terminamos
cayendo en una especie de nihilismo cultural, en donde el avance tecno-científico alcanza un
poder supranacional y se convierte en una amenaza para la humanidad.

Habermas y los representantes de la tardo-modernidad (iluminismo del s. XXI), concientes de


que no podemos construir una ética universal, proponen una ética de consensos que se decida
en los órganos legislativos de las avanzadas democracias de nuestro siglo. De este modo, se
concede que no existe una verdad absoluta en el ámbito ético pero se deben establecer límites
a través de la razón dialógica y el reconocimiento del otro en favor de la humanidad. Sin
embargo, ésto no está exento de la sospecha de un manejo economicista de las decisiones de
los legisladores, que tampoco son totalmente imparciales y su voto puede ser comprado a
través del lobby de los agentes interesados. Hay colectivos y grupos de presión transnacionales
con mucho poder económico, que logran torcer las voluntades de algunos legisladores e
imponer sus propios valores y creencias.

El panorama, como comprenderá el lector, es complicado ya que esta situación nos pone en
una sociedad nihilista y post-humana, que parece generar la posibilidad de que las distopías
más peligrosas imaginadas por la literatura y el cine se hagan realidad.

Mi apuesta en este sentido es quitarle el pretendido valor de conocimiento objetivo e


imparcial que pretende la ciencia para sí misma, y declararla un relato más de las culturas
industrializadas, para de este modo reivindicar viejas morales, o morales locales, como otros
relatos tan válidos como aquel de la ciencia. Y a través de grupos minoritarios limitar el poder
del relato científico. Y principalmente, volver a proponer la objeción de conciencia como único
límite válido para el avance de la ciencia. Que ella avance a través de los ciudadanos de
conciencia laxa o sin conciencia, y que sean ellos los que se hagan cargo de las aberraciones y
monstruosidades que pueda crear el relato científico pretendidamente todopoderoso.

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