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En nuestro país, entre otras tristes herencias del pasado colonial, tuvimos una
iglesia católica como aparato del Estado, lo cual se ha mantenido durante gran
parte de nuestra historia republicana. De ello, aún conservamos el espurio
Concordato firmado entre el Perú y la santa Sede en 1980, por el cual
básicamente se reafirmó el compromiso del Perú para seguir pagando las
“asignaciones personales” de sus representantes, así como garantizar la
exoneración de impuestos de cualquier tipo. También, como recuerdo tenemos el
innecesario artículo 50 de la constitución, que da muestra clara de una
vulneración del Estado laico.
Sin embargo, si bien parece que pronto la religión católica quedará relegada al
lugar en el que siempre debió estar (el espacio privado), se puede observar como
otros grupos religiosos crecen y empiezan a demandar una participación pública
en las cuestiones públicas. Como señala el maestro Boaventura de Sousa 1 en los
últimos años se ha podido observar en Latinoamérica un nuevo brote de
fundamentalismos cristianos. Estos han sido tan determinantes en países como
Brasil, que Bolsonaro llegó a la presidencia en gran medida gracias al voto
mayoritario de grupos evangélicos.
En el Perú como en otros países de la región, estos grupos van en aumento y han
demostrado ser mucho más intolerantes que los grupos conservadores
tradicionales. Se han mostrado generalmente como opositores a políticas públicas
en educación y salud. Centrando la discusión en temas como educación sexual,
legalización del aborto o aprobación del matrimonio homosexual. Es decir, en gran
medida pretenden intervenir en políticas relacionadas a derechos humanos.
1
DE SOUSA SANTOS, Boaventura. Si Dios fuese un activista de los derechos humanos. Madrid:
Trotta, 2014.