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Créditos editoriales
Introducción
Toca las vestiduras del Maestro
El poder del perdón
¿Quieres ser sano?
Hay esperanza
Resucita tu esperanza
Conclusión
Oración
Bonus track
Sobre el autor
Créditos editoriales
ISBN 978-1-949238-72-3
El poncho rojo
Era uno de los días más fríos del año cuando decidí ir a una
Cruzada con el evangelista Carlos Annacondia, en la ciudad de
La Plata. La salud de mi esposo Juan Antonio se deterioraba
con mucha rapidez. Una neumonía aguda lo retenía en cama,
pero según los médicos no sería por muchos días. Se despedía
de cada persona que lo visitaba, con la certeza de que ya no los
volvería a ver. Su voz era cada vez más tenue. Su conversación,
agitada y muchas veces teñida de sangre. La infección en sus
pulmones era total e irreversible.
Llena de angustia y desesperación llegué a la campaña esa
noche fría. Las alabanzas y coros me alegraban. A pesar del
tiempo, el gentío era tal que casi no podía ver la plataforma,
estaba lejos. Esa noche escuché hablar de un Jesús compasivo
a quien, hasta el momento, no había conocido. Recuerdo que el
mensaje hablaba acerca de una mujer muy enferma quien, a
pesar de la multitud que rodeaba a Jesús, se atrevió a tocar el
borde de su manto. Era tan sencillo que aún sin haber pisado
jamás una iglesia podía comprenderlo. Nadie me había hablado
antes con tanto amor. Comprendí que una mujer tan abrumada
como yo deseaba tocar el manto de Cristo. Sorteando todo tipo
de obstáculos y aun humillándose lo logró y recibió, en esa
misma hora, la sanidad completa. En lugar de preocupación y
desesperación, la fe se levantó en mi corazón. Esa noche recibí
a Jesús como mi salvador. Le abrí mi corazón y sentí que debía
intentarlo también. La multitud era inmensa. Deseaba acercarme
también al altar pero era inútil. Recordando la fe de la mujer en
la historia, me quité el poncho que llevaba sobre mis hombros y
le rogué a las personas que estaban delante que lo pasaran.
Gritaba con todas mis fuerzas que lo enviaran hasta el altar
donde estaba el evangelista orando por los enfermos. Vi como
mi poncho se alejaba y clamaba a los gritos: “Dios tú tienes
poder”, “Dios ayúdame por favor”. La multitud comenzó a abrirse
y muy lentamente pude llegar hasta el altar. Vi al hermano
Carlos Annacondia orar con fervor y de rodillas con la prenda en
sus manos y me eché a llorar. Al terminar, se puso de pie y me
dijo: “Entréguele este poncho a su esposo y dígale que lo reciba
en el nombre de Jesús”. Nunca olvidaré esas palabras.
Al día siguiente, bien temprano en la mañana, como lo había
hecho durante muchos días, fui a ver a mi esposo a la clínica. Él
estaba peor que nunca. Un médico me detuvo en el pasillo
anunciándome que le quedaban pocas horas de vida. Al entrar
en la sala de cuidados intensivos me acerque a él. Parecía casi
sin vida. Le pedí que se incorporara y, como pudo, entre los
cables y sondas que pendían de su cuerpo, se sentó. Puse
sobre él “el poncho rojo”, la prenda por la cual el evangelista
Annacondia había orado, me miró unos segundos y volvió a
recostarse.
Me quedé a su lado, esperando el milagro. Habían pasado ya
dos horas cuando noté que comenzaba a sudar mucho.
Asustada, corrí a buscar ayuda. Mientras los médicos lo
revisaban, escuché a mi esposo que decía con su voz
entrecortada: “Estoy quemándome”. “Hay fuego en mis
pulmones”, “¡Estoy ardiendo, me quemo!”. Inmediatamente le
hicieron una radiografía de tórax para constatar qué sucedía. La
placa revelaba que sus pulmones estaban limpios, ¡impecables!
Todos en aquella sala se miraban unos a otros como
preguntándose qué había sucedido, llenos de confusión y
desconcierto. ¡Jesús lo había sanado a la vista de todos! ¡Él se
había glorificado mostrando su poder! Al día siguiente le dieron
el alta. Nunca más, hasta el día de hoy, volvió a sufrir una
infección en los pulmones. Ya han transcurrido más de veinte
años. Servimos y amamos a Jesús, quien nos salvó y sanó a mi
esposo poniendo su gracia sobre aquel poncho rojo.
“Un día vas a servir al Señor”. Estas fueron las palabras que
dieron comienzo al cambio profundo que el Señor Jesús trajo a
la vida de Margarita. Un barrendero, que siempre limpiaba la
calle que está frente a su casa, se detuvo un día para hablarle
de algo que Cristo quería hacer en su vida. “¡Vos vas a servir al
Señor!”, le decía insistentemente, algo que, por su condición
desesperada, le costó mucho creer y a lo que contestó con una
risa burlona, incrédula a lo que este hombre decía. Pero él
seguía insistiendo en que Dios tenía un plan con la vida de
Margarita y que un día sería una sierva de Él.
Que alguien se acercara para decirle que de su vida podía
surgir algo bueno, no era cosa que escuchara todos los días,
mucho menos podía creer que fuera verdad. Desde que ella
tuvo memoria, toda su vida había sido sufrimiento y dolor. Vivió
su niñez en un hogar en el cual nadie hubiera deseado crecer.
Su madre, su hermana y ella día tras día eran víctimas de la
destrucción que producen en una familia las drogas y el alcohol.
Mientras su padre se ausentaba de la casa, podían estar
tranquilas, aunque siempre expectantes del momento en que
regresara a casa, porque sabían que allí comenzaría el
sufrimiento. La madre de Margarita, angustiada por las
experiencias que el padre alcoholizado y bajo el efecto de las
drogas les hacía vivir, escondía a sus hijas para que no las
encontrara al llegar. Pero descubrirlas era cuestión de tiempo,
porque luego de amenazarla y golpearla fuertemente, él
ultrajaba y abusaba de las niñas.
A pesar de ser solo una pequeña, la vida de Margarita ya era
un calvario. Y fue a muy corta edad cuando ella comenzó a
escuchar en su interior una voz que la aturdía y la incitaba
constantemente diciéndole: “¡Mátate, mátate!”. Tan grande era el
sufrimiento y tan fuerte la voz que la acosaba que un día,
estando recostada en su habitación, encendió el colchón de su
cama para quedar atrapada por las llamas. Pero para su
lamento, los bomberos llegaron a tiempo y lograron controlar el
fuego. Su infancia fue la peor pesadilla que se pueda alguien
imaginar.
Cansadas de vivir angustiadas y presas del miedo, cuando
Margarita tenía 5 años, su madre decidió escaparse del pueblo
donde habían nacido y, llevando consigo a las niñas, fueron a
vivir a otra ciudad de México, esperando que las cosas
mejoraran. Y aunque alejarse de su padre les produjo un gran
alivio, las cosas no mejoraron por completo, sino que cada día el
dolor iba en aumento. La mamá debía salir a trabajar todos los
días para poder sostener a sus hijas. Durante ese tiempo, las
niñas quedaban solas en una habitación pequeña, encerradas
bajo llave para que nadie pudiera hacerles daño. Después de un
tiempo, la madre de Margarita, preocupada por sus hijas,
consiguió que una tía se quedara con ellas y las cuidase
mientras ella se ausentaba. Pero lo que no sabía era que las
niñas, bajo el cuidado de esta mujer, comenzarían a vivir
nuevamente situaciones de dolor y sufrimiento, porque cada día
debían presenciar las orgías que su tía practicaba dentro de
aquella habitación con distintos hombres.
Aguas milagrosas
Desde ese momento muchos quisieron imitar lo que
ocurrió en el estanque de Betesda. Hace algunos años salió
una noticia en la primera plana de los diarios y noticieros,
de que en México había un agua milagrosa que sanaba al
enfermo de las afecciones que padeciese.
Pretendían revivir el estanque de Betesda pero en aquel
país. Tal fue la repercusión que tuvo el tema que cientos de
personas enfermas viajaban para tomar esa agua
milagrosa. En algunos lugares, los vecinos reunían dinero
para que uno de ellos viajara y la trajera en grandes
botellones, para que los enfermos tomaran del agua
milagrosa y fueran sanos.
Poco tiempo después se descubrió el gran engaño,
porque ese líquido que cargaban desde México a las
diferentes ciudades del mundo estaba contaminado. Los
recipientes que la gente llevaba hasta su país eran
retenidos por la policía aduanera porque el agua no estaba
en condiciones de ser consumida.
¡Cuánta desilusión y desesperanza! Esa gente había
gastado mucho dinero invirtiendo en una falsa esperanza.
Nada ocurrió, porque era simplemente agua.
Esa fue una de las tantas mentiras que el diablo utiliza
para distraer a la gente para que no pongan sus ojos en
Jesús.
¿Por qué si Dios es un padre compasivo no vuelve a
mandar al ángel para que agite las aguas como lo hizo en
el estanque de Betesda? Si algo así ocurriera en estos
tiempos, aviones de todo el mundo descenderían para ver
qué sucede en ese lugar. Se construirían aeropuertos
especiales para el descenso de aviones únicamente para
presenciar el movimiento de las aguas. Caravanas de miles
de personas llegarían al estanque, y esperarían semanas,
años, que el ángel descienda y mueva el agua. Tanto
esfuerzo y sacrificio sería en vano. Muchos morirían en la
espera. Si esto sucediera hoy, sería un escándalo. Todo el
mundo querría estar allí al mismo tiempo.
Cientos de enfermos rodeaban el estanque pero solo uno
era sanado. Allí había un hombre que hacía treinta y ocho
años que estaba enfermo, esperando cerca del estanque.
¡Cuánta paciencia tiene la gente cuando espera un milagro
para su vida!
Al verlo, Jesús se preocupó por este hombre. Algunos
creen que si vienen tres o cuatro veces a las reuniones de
las campañas, Dios debería hacer el milagro en su vida.
También creen que si vienen a la iglesia, Él debe
cambiarles la vida… Y si esto no ocurre, se enojan. Pero no
es así, el Señor quiere darnos de su bendición, pero
también quiere que hagamos nuestra parte.
Testimonios de sanidad
UN CORAZÓN NUEVO
Ú É Ó
VOY A SEGUIR A JESÚS PORQUE ÉL ME SANÓ
JESÚS ME SANÓ
Reconoce tu error
Vuelve en ti