Sunteți pe pagina 1din 95

Contenido

Créditos editoriales
Introducción
Toca las vestiduras del Maestro
El poder del perdón
¿Quieres ser sano?
Hay esperanza
Resucita tu esperanza
Conclusión
Oración
Bonus track
Sobre el autor
Créditos editoriales

Recibe hoy tu milagro


Carlos Annacondia

ISBN 978-1-949238-72-3

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en, o trasmitida por, un sistema de recuperación de
información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia o cualquier otro,
sin permiso previo por escrito de la editorial.

© 2020, Editorial Peniel.


Boedo 25
Buenos Aires, C1206AAA
Argentina
Tel. 54-11 4981-6178 / 6034
e-mail: info@peniel.com
www.peniel.com

Publicado por Editorial Peniel.


Las citas bíblicas fueron tomadas de la Santa Biblia, Nueva Versión
Internacional, a menos que se indique lo contrario. © Sociedad
Bíblica Internacional.
Conversión digital: Mauricio Diaz
Introducción

Dios nunca llega tarde, siempre llega a tiempo. Quizás


hayas pensado que este es un momento difícil en tu vida,
que ya no hay más esperanzas, que Dios te dio la espalda.
Permíteme asegurarte que ninguna de estas cosas es
verdad.
Seguramente hay interrogantes en tu vida que no han
tenido respuestas, pero el Señor quiere responderte hoy a
través de las páginas de este libro.
Durante treinta y cinco años de mi vida creí en Dios, así
me habían enseñado desde pequeño, luego llegó un
momento en el que no me alcanzó solamente “creer en
Dios”. Necesitaba algo más, necesitaba una respuesta de
parte de Él y no sabía cómo obtenerla. Precisaba
encontrarme con el Señor y conocerlo en intimidad.
Yo creía que Dios estaba en el cielo, distraído, ocupado
con tantos problemas que le causaba este planeta: guerras,
violencia, inseguridad. Nunca imaginé que Él podía
conocerme tanto y que sabría tantas cosas de mí. Fue una
gran sorpresa el día que me encontré con Jesús y entendí
que Él me conocía perfectamente, como un padre a su hijo.
Si estás decidido a buscar a Dios, debes saber que está
cerca de ti ahora mismo. Jesucristo es la respuesta que
tanto has buscado. Él es la respuesta para tu vida y para tu
familia.
Si buscas con sinceridad al Señor, lo hallarás. Él conoce
tu vida y cada uno de tus problemas. Sabe que necesitas
alcanzar ese milagro que buscas y que no logras encontrar.
Él es poseedor de ese milagro y está dispuesto a
entregártelo para que puedas hallar la victoria que tu vida
necesita.
Hoy es el día. Esta es la oportunidad para recibir tu
milagro.
Capítulo 1
Toca las vestiduras del Maestro

El poncho rojo
Era uno de los días más fríos del año cuando decidí ir a una
Cruzada con el evangelista Carlos Annacondia, en la ciudad de
La Plata. La salud de mi esposo Juan Antonio se deterioraba
con mucha rapidez. Una neumonía aguda lo retenía en cama,
pero según los médicos no sería por muchos días. Se despedía
de cada persona que lo visitaba, con la certeza de que ya no los
volvería a ver. Su voz era cada vez más tenue. Su conversación,
agitada y muchas veces teñida de sangre. La infección en sus
pulmones era total e irreversible.
Llena de angustia y desesperación llegué a la campaña esa
noche fría. Las alabanzas y coros me alegraban. A pesar del
tiempo, el gentío era tal que casi no podía ver la plataforma,
estaba lejos. Esa noche escuché hablar de un Jesús compasivo
a quien, hasta el momento, no había conocido. Recuerdo que el
mensaje hablaba acerca de una mujer muy enferma quien, a
pesar de la multitud que rodeaba a Jesús, se atrevió a tocar el
borde de su manto. Era tan sencillo que aún sin haber pisado
jamás una iglesia podía comprenderlo. Nadie me había hablado
antes con tanto amor. Comprendí que una mujer tan abrumada
como yo deseaba tocar el manto de Cristo. Sorteando todo tipo
de obstáculos y aun humillándose lo logró y recibió, en esa
misma hora, la sanidad completa. En lugar de preocupación y
desesperación, la fe se levantó en mi corazón. Esa noche recibí
a Jesús como mi salvador. Le abrí mi corazón y sentí que debía
intentarlo también. La multitud era inmensa. Deseaba acercarme
también al altar pero era inútil. Recordando la fe de la mujer en
la historia, me quité el poncho que llevaba sobre mis hombros y
le rogué a las personas que estaban delante que lo pasaran.
Gritaba con todas mis fuerzas que lo enviaran hasta el altar
donde estaba el evangelista orando por los enfermos. Vi como
mi poncho se alejaba y clamaba a los gritos: “Dios tú tienes
poder”, “Dios ayúdame por favor”. La multitud comenzó a abrirse
y muy lentamente pude llegar hasta el altar. Vi al hermano
Carlos Annacondia orar con fervor y de rodillas con la prenda en
sus manos y me eché a llorar. Al terminar, se puso de pie y me
dijo: “Entréguele este poncho a su esposo y dígale que lo reciba
en el nombre de Jesús”. Nunca olvidaré esas palabras.
Al día siguiente, bien temprano en la mañana, como lo había
hecho durante muchos días, fui a ver a mi esposo a la clínica. Él
estaba peor que nunca. Un médico me detuvo en el pasillo
anunciándome que le quedaban pocas horas de vida. Al entrar
en la sala de cuidados intensivos me acerque a él. Parecía casi
sin vida. Le pedí que se incorporara y, como pudo, entre los
cables y sondas que pendían de su cuerpo, se sentó. Puse
sobre él “el poncho rojo”, la prenda por la cual el evangelista
Annacondia había orado, me miró unos segundos y volvió a
recostarse.
Me quedé a su lado, esperando el milagro. Habían pasado ya
dos horas cuando noté que comenzaba a sudar mucho.
Asustada, corrí a buscar ayuda. Mientras los médicos lo
revisaban, escuché a mi esposo que decía con su voz
entrecortada: “Estoy quemándome”. “Hay fuego en mis
pulmones”, “¡Estoy ardiendo, me quemo!”. Inmediatamente le
hicieron una radiografía de tórax para constatar qué sucedía. La
placa revelaba que sus pulmones estaban limpios, ¡impecables!
Todos en aquella sala se miraban unos a otros como
preguntándose qué había sucedido, llenos de confusión y
desconcierto. ¡Jesús lo había sanado a la vista de todos! ¡Él se
había glorificado mostrando su poder! Al día siguiente le dieron
el alta. Nunca más, hasta el día de hoy, volvió a sufrir una
infección en los pulmones. Ya han transcurrido más de veinte
años. Servimos y amamos a Jesús, quien nos salvó y sanó a mi
esposo poniendo su gracia sobre aquel poncho rojo.

Durante una campaña en la ciudad de San Martín, una


mujer enferma asistía a cada reunión esperando tocar las
vestiduras del Maestro. Noche tras noche era la primera en
llegar. Se paraba cerca de la plataforma con su mano en
alto y allí esperaba recibir su milagro. Comenzó a llamarme
la atención, aunque no sabía cuál era su necesidad. La
imagen de esa mujer, con sus brazos en alto y sus ojos
cerrados pidiéndole al Señor que tocara su vida, no podía
borrarla de mi memoria.
Una noche la veo subir a la plataforma para dar
testimonio. Con voz potente proclamó:
—Pude tocar a Jesús, pude tocar a Jesús, y Él me sanó.
—¿Cuál era tu enfermedad? —fue mi pregunta
inmediata.
—Intervinieron quirúrgicamente una de mis piernas y,
como consecuencia, me había quedado diez centímetros
más corta que la otra.
Esta joven mujer, de unos 25 años, caminaba totalmente
deformada a causa de la diferencia de longitud de sus
miembros inferiores. Una de esas noches, ella tuvo la fe y
la seguridad de que había tocado las vestiduras de Jesús.
Al regresar a su casa y acostarse sintió la pierna
adormecida y escuchó a alguien que le decía: “Ya estás
sana”.
Inmediatamente se levantó de la cama y se sentó. Estiró
sus dos piernas y pudo comprobar que Dios le había
alargado los diez centímetros que le faltaban.
Cada noche esta mujer anhelaba tocar las vestiduras de
Jesús. Cada reunión ella buscaba a Jesucristo, y el milagro
ocurrió.

El mismo de ayer y hoy


Jesús se fue con él, y lo seguía una gran multitud, la cual lo
apretujaba. Había entre la gente una mujer que hacía doce años
que padecía de hemorragias. Había sufrido mucho a manos de
varios médicos, y se había gastado todo lo que tenía sin que le
hubiera servido de nada, pues en vez de mejorar, iba de mal en
peor. Cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás entre
la gente y le tocó el manto. Pensaba: «Si logro tocar siquiera su
ropa, quedaré sana». Al instante cesó su hemorragia, y se dio
cuenta de que su cuerpo había quedado libre de esa aflicción.
—Marcos 5:24-29

Una de las características del ministerio público de


Jesucristo en la Tierra era que las multitudes lo seguían.
Grandes cantidades de personas iban detrás de Él, y el
poder de Dios estaba con Jesús para sanar.
Hombres, mujeres y niños lo seguían, cada uno de ellos
con diferentes necesidades. El común denominador que los
unía era que todos estaban buscando algo de Dios. Sin
embargo, se describe un caso en particular, el de una mujer
que había decidido caminar detrás de Jesús hasta lograr lo
que se había propuesto en su corazón: “No descansar
hasta tocar tan solamente las vestiduras del Señor”.
Ella había padecido de flujo de sangre durante doce años
y gastado todo su dinero en médicos, pero cada vez estaba
peor. Un día oyó hablar de Jesucristo, de los milagros que
sucedían a su paso, y entendió que si tan solo se acercaba
y lo tocaba, sería sana de su enfermedad. Aquella mujer se
empeñó en su única esperanza. Buscó el camino por el que
Jesús pasaría y comenzó a caminar detrás de Él.
A su paso se encontró con una dificultad: la multitud que
rodeaba al Maestro le impedía acercarse. Era muy difícil
llegar a tocarlo, ni siquiera podía rozar el borde de sus
vestiduras, porque diez, quince, veinte mil personas lo
cercaban. Pero, aunque era prácticamente imposible llegar
hasta Él, esta mujer estaba decidida a hacerlo. Activó su fe
no solamente a través de su mente, sino a través de su
cuerpo. Comenzó a marchar detrás de Jesucristo. Nada ni
nadie se interpondría en lo que ella se había propuesto
hacer. Aunque su cometido parecía imposible de alcanzar y
la distancia que la separaba de Jesús era mucha, su
corazón estaba decidido a lograrlo. Las dudas habrán
cruzado su mente: “No lo lograré”, “nunca podré llegar a
Jesús”. Igual continuó intentándolo porque sabía que poder
y virtud salían de Él; pensar en ello la fortalecía en su
debilidad. Tenía pocas fuerzas pero había un fuerte deseo
en su corazón que no le permitía desmayar. Decía: “Si logro
tocar siquiera su ropa, quedaré sana”.
Entre apretujones y permisos, poco a poco se acercaba
al Maestro. Cada vez que la empujaban, caía a causa de su
debilidad; la multitud que venía detrás de Él la pisaba y
lastimaba. Cuando ellos pasaban, nuevamente volvía a
incorporarse y otra vez lo intentaba. Nadie la ayudaba,
estaba sola, pero dispuesta a tocar a Jesús; reunía sus
fuerzas y se mezclaba entre la muchedumbre.
Cuando parecía que ya estaba próxima para tocar al
Señor, volvía a tropezar y a ser pisoteada. Esos
aplastamientos desgarraban sus ropas, pero en su corazón
continuaba diciendo: “Si logro tocar siquiera su ropa,
quedaré sana”, y volvía a levantarse.

Al borde del milagro


La Biblia relata que la mujer, con un gran esfuerzo, tocó
el borde de las vestiduras de Jesús y la fuente de sangre
que de ella brotaba, cesó. Ella fue sana y libre de su azote.
Inmediatamente Jesús se dio vuelta, miró a su alrededor y
dijo: “—¿Quién me ha tocado la ropa? —Ves que te
apretuja la gente —le contestaron sus discípulos—, y aun
así preguntas: “¿Quién me ha tocado?”.
Todas las personas que seguían al Maestro querían
tocarlo, ¿no querrías tocarlo también? Los empujones de la
multitud lo rozaban constantemente, pero algo marcaba la
diferencia de aquel toque. Jesús supo que cuando lo
tocaron virtud y poder salieron de Él.
Él sabía lo que había sido hecho en esta mujer; y que
había sido sana y libre de su enfermedad. Al escuchar que
el Señor preguntaba quién lo había tocado, la mujer se
sintió descubierta; entonces, temiendo y temblando, se
postró delante del Maestro y le dijo la verdad. Reconoció
que había tocado el borde de su manto y cómo al instante
fue sana. Él amorosamente le dijo: “—¡Hija, tu fe te ha
sanado! —le dijo Jesús—. Vete en paz y queda sana de tu
aflicción”.
Tal como el testimonio que conté al comienzo se asemeja
a esta historia que relata la Biblia, tú también necesitas
tocar el borde de las vestiduras del Señor, y puedes hacerlo
a través de la fe.
Tal vez en tu necesidad te identificas con esta mujer y
has intentado de muchas formas alcanzar el milagro, pero
ninguna de ellas dio resultado. Cada vez que has caído te
vuelves a levantar y a continuar en el camino. Pero debes
saber que Él está esperando que tu fe lo toque. Cristo
quiere que seas libre de tu azote, libre de tu problema, libre
de tu enfermedad.
Capítulo 2
El poder del perdón

“Un día vas a servir al Señor”. Estas fueron las palabras que
dieron comienzo al cambio profundo que el Señor Jesús trajo a
la vida de Margarita. Un barrendero, que siempre limpiaba la
calle que está frente a su casa, se detuvo un día para hablarle
de algo que Cristo quería hacer en su vida. “¡Vos vas a servir al
Señor!”, le decía insistentemente, algo que, por su condición
desesperada, le costó mucho creer y a lo que contestó con una
risa burlona, incrédula a lo que este hombre decía. Pero él
seguía insistiendo en que Dios tenía un plan con la vida de
Margarita y que un día sería una sierva de Él.
Que alguien se acercara para decirle que de su vida podía
surgir algo bueno, no era cosa que escuchara todos los días,
mucho menos podía creer que fuera verdad. Desde que ella
tuvo memoria, toda su vida había sido sufrimiento y dolor. Vivió
su niñez en un hogar en el cual nadie hubiera deseado crecer.
Su madre, su hermana y ella día tras día eran víctimas de la
destrucción que producen en una familia las drogas y el alcohol.
Mientras su padre se ausentaba de la casa, podían estar
tranquilas, aunque siempre expectantes del momento en que
regresara a casa, porque sabían que allí comenzaría el
sufrimiento. La madre de Margarita, angustiada por las
experiencias que el padre alcoholizado y bajo el efecto de las
drogas les hacía vivir, escondía a sus hijas para que no las
encontrara al llegar. Pero descubrirlas era cuestión de tiempo,
porque luego de amenazarla y golpearla fuertemente, él
ultrajaba y abusaba de las niñas.
A pesar de ser solo una pequeña, la vida de Margarita ya era
un calvario. Y fue a muy corta edad cuando ella comenzó a
escuchar en su interior una voz que la aturdía y la incitaba
constantemente diciéndole: “¡Mátate, mátate!”. Tan grande era el
sufrimiento y tan fuerte la voz que la acosaba que un día,
estando recostada en su habitación, encendió el colchón de su
cama para quedar atrapada por las llamas. Pero para su
lamento, los bomberos llegaron a tiempo y lograron controlar el
fuego. Su infancia fue la peor pesadilla que se pueda alguien
imaginar.
Cansadas de vivir angustiadas y presas del miedo, cuando
Margarita tenía 5 años, su madre decidió escaparse del pueblo
donde habían nacido y, llevando consigo a las niñas, fueron a
vivir a otra ciudad de México, esperando que las cosas
mejoraran. Y aunque alejarse de su padre les produjo un gran
alivio, las cosas no mejoraron por completo, sino que cada día el
dolor iba en aumento. La mamá debía salir a trabajar todos los
días para poder sostener a sus hijas. Durante ese tiempo, las
niñas quedaban solas en una habitación pequeña, encerradas
bajo llave para que nadie pudiera hacerles daño. Después de un
tiempo, la madre de Margarita, preocupada por sus hijas,
consiguió que una tía se quedara con ellas y las cuidase
mientras ella se ausentaba. Pero lo que no sabía era que las
niñas, bajo el cuidado de esta mujer, comenzarían a vivir
nuevamente situaciones de dolor y sufrimiento, porque cada día
debían presenciar las orgías que su tía practicaba dentro de
aquella habitación con distintos hombres.

Luego de un tiempo, su madre, la única persona que parecía


amar a Margarita y a su hermana, también las abandonó y
tuvieron que regresar forzosamente al pueblo natal, y lo peor,
quedar nuevamente al cuidado de su padre, expuestas al abuso,
al maltrato y la aflicción. Otra vez el terror volvió a apoderarse
de la pequeña, porque su padre nunca la miraba como a su hija,
una niña, sino siempre como a una mujer la cual utilizaba para
satisfacer sus deseos y volverla nuevamente víctima de sus
ultrajes.
Al cabo de un tiempo, cuando Margarita tenía ya 15 años, se
encontró con la sorpresa de que su madre había regresado a
buscarlas. Pero ahora no estaba sola, sino que había formado
otra familia, junto a un nuevo esposo y con un niño recién
nacido, fruto del nuevo matrimonio. Intentar vivir todos juntos fue
algo muy difícil porque ella y su hermana no encajaban dentro
de este nuevo hogar, y su madre solo tenía tiempo para el bebé.
Ya con 17 años, Margarita pensó que formando su propia familia
las cosas mejorarían y que podría comenzar de nuevo. Así fue
como ella se casó con un muchacho, no por estar enamorada
sino para intentar escapar de un hogar triste y de una vida de
angustia y dolor.
Pero las cadenas que arrastraba desde su niñez aún seguían
apresando su vida. Con su esposo fueron a vivir a los Estados
Unidos, buscando una salida para la vida terrible que hasta ese
día había llevado. Al darse cuenta de que formar un hogar, tener
un esposo e hijos no había cambiado su realidad, salió a la
calle, con la misma idea que la perseguía desde su niñez:
quitarse la vida.
Y en ese intento se encontraba cuando un vecino le ofreció
algo que ella pensó podía ser una solución. Fue así como,
después de ser invitada, ella accedió a acompañar a este vecino
a un lugar extraño que, lejos de ofrecer una salida, quería
involucrarla en un rito de ocultismo, algo que la asustó mucho, y
de lo cual pudo escapar antes de que la ultrajaran nuevamente.
Cansada de la vida y de buscar aparentes soluciones en todo
lo que le habían ofrecido, después de gastar todo su dinero en
parapsicólogos y brujos, luego de intentar varias veces
suicidarse sin poder concretarlo, Margarita se detuvo a pensar
en que ya nada podía transformar su vida y fue entonces
cuando recordó aquellas palabras que el barrendero le había
dicho: “¡Vos vas a servir al Señor!”. Inmediatamente, y con
lágrimas de desesperación, se arrodilló en su cuarto y comenzó
a decir esta oración: “¡Señor Jesús, si es verdad que tú existes,
y si estás conmigo entra en mi vida ahora! ¡Cámbiame, necesito
tu amor porque nadie hasta ahora me lo ha podido brindar! ¡Ya
no quiero seguir así!”.
En eso momento ella sintió que hubo un toque de Dios y un
cambio en su vida, que era otra persona. Al llegar a su casa,
comenzó a mirar todo diferente. Al ver a su esposo, lo veía
distinto, por primera vez lo vio hermoso, con amor, y pensaba:
“¡Que lindos son los hijos que me ha dado Dios! ¡Qué hermosa
familia tengo!”.
Desde aquel mismo día el Señor comenzó a restaurar su vida.
El amor de Dios comenzó a inundar su hogar y muchas cosas
comenzaron a cambiar. Empezó a congregarse en una iglesia.
Pero, aunque el cambio era evidente, aún Margarita no podía
ser libre de su pasado. Las cosas que había vivido eran tan
fuertes que no dejaban de atormentarla. Los recuerdos que
venían a su mente le producían mucha angustia. Después de
dos años de conocer al Señor y permitirle entrar en su vida, ella
y su familia fueron invitados a una iglesia en donde asistirían
dos hermanos de Argentina para orar por liberación. Al principio
ella pensó que no sería algo bueno asistir a aquel lugar. Pero
luego el Señor le habló y le dijo: “Te necesito en este nuevo
lugar. Tengo algo para ti aquí”.
Así que, obedeciendo la voz de Dios, Margarita y su familia
asistieron a aquella reunión. Cuando los hermanos argentinos
comenzaron a enseñar sobre liberación, un pensamiento de
rechazo vino a su mente y dijo: “‘Yo no necesito esto. ¡Dios ya
me ha perdonado!”. Pero a pesar de sus dudas, ella pidió
oración para librarse de su pasado y accedió a ser ministrada.
Luego de renunciar a todos sus pecados, al odio y al rencor por
aquellos que tanto mal le habían causado en su vida, Margarita
sintió la libertad completa de sus cadenas. Estas fueron las
palabras que ella pronunció después de algunos años de haber
sido ministrada: “Ahora entiendo lo que se necesita para ser
libre. Tuve que renunciar en el nombre de Jesús a todos mis
pecados del pasado, a toda la amargura y el odio, a todas las
impurezas. Ahora entiendo por qué la Biblia dice: ‘pues por falta
de conocimiento mi pueblo ha sido destruido’ (Oseas 4:6). Estoy
tan agradecida de que el Señor nos llevó a mí y a mi marido al
lugar de la liberación. Ahora soy libre para la gloria de Dios.
¡Jesús restauró mi vida, y mi familia, y ahora juntos estamos
sirviendo a Jesús!”. “¡Gloria a Dios porque la palabra del
barrendero se cumplió!”.

Quita las barreras

Toda mi vida me han enseñado una manera de vivir. Mi


abuelo, de origen italiano, me decía: “El esfuerzo, el trabajo
y la dedicación son igual a éxito; el éxito es igual a dinero; y
dinero es igual a paz y felicidad”. Yo logré el éxito, formé
una empresa y gané mucho dinero. Podía comprarme todo
lo que quería. Pero no pude lograr lo más importante: la paz
y la felicidad. Fue en ese momento cuando comencé a
preguntarme dónde estaría la paz, dónde encontrar la
felicidad. Un día entrando en la farmacia de un amigo, le
dije que quería comprar la pastilla de la paz y la felicidad. Él
comenzó a reír y me contestó: “¡No existe, si esa pastilla
existiera, me haría millonario en quince días!”. Esa es la
verdad. La paz y la felicidad no pasan por aquello que el
mundo, la sociedad o el éxito puede darnos. Ellas están en
las manos del Señor. Y Él, en la persona de Jesús, quiere
dártelas como regalo si puedes creer.
Nadie puede comprar la paz y la felicidad. Ni el ocultismo,
ni los hechiceros, ni los brujos, ni los magos, ni los adivinos,
ni los amuletos, ni los resguardos agradan a Dios. Solo Él
tiene poder para cambiar todas las cosas. Ese Dios, el que
envió a Jesucristo a esta Tierra para reconciliarte a ti y a mí
con Él, puede cambiar todas las cosas; y lo que ha sido
imposible hasta hoy, Jesús puede hacerlo realidad.
¿Sabes algo? El mensaje del Evangelio es una buena
noticia para los que quieren recibirla porque la necesitan;
pero una mala noticia para los que resisten la Palabra
porque les gusta vivir en pecado, se sienten culpables y no
saben cómo hacer para desembarazarse de ella. Pero Dios
nos ha enviado a predicar el Evangelio a los cuatro vientos;
quien tiene oídos para oír que oiga lo que el Señor le está
hablando a hombres y a mujeres en este tiempo.
Dice la Biblia en un pasaje de la Escritura:
Un día, mientras enseñaba, estaban sentados allí algunos
fariseos y maestros de la ley que habían venido de todas las
aldeas de Galilea y Judea, y también de Jerusalén. Y el poder
del Señor estaba con él para sanar a los enfermos. Entonces
llegaron unos hombres que llevaban en una camilla a un
paralítico. Procuraron entrar para ponerlo delante de Jesús, pero
no pudieron a causa de la multitud. Así que subieron a la azotea
y, separando las tejas, lo bajaron en la camilla hasta ponerlo en
medio de la gente, frente a Jesús.
Al ver la fe de ellos, Jesús dijo:
—Amigo, tus pecados quedan perdonados.
Los fariseos y los maestros de la ley comenzaron a pensar:
«¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar
pecados sino solo Dios?».
Pero Jesús supo lo que estaban pensando y les dijo:
—¿Por qué razonan así? ¿Qué es más fácil decir: “Tus
pecados quedan perdonados”, o “Levántate y anda”? Pues para
que sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra
para perdonar pecados —se dirigió entonces al paralítico—: A ti
te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Al instante se
levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que había estado
acostado, y se fue a su casa alabando a Dios. Todos quedaron
asombrados y ellos también alababan a Dios. Estaban llenos de
temor y decían: «Hoy hemos visto maravillas».
—Lucas 5:17-26

Quizás hoy estés pensando que tu vida ha sido un


desperdicio, una rutina sin sentido. Pedir y no tener
respuesta, buscar sin hallar; y hoy te encuentras en tierra
seca, te duele el alma y no hay medicina que calme tu
dolor. Estás pensando que todo está perdido, que no hay
esperanza. Quiero decirte que el mismo Jesús que estaba
enseñando, hoy quiere revelarse a tu vida. A veces parece
increíble que Dios pueda hacer determinados milagros.
Podría contarte todo lo que mis ojos han visto. Él se revela
al hombre para que el hombre crea; se revela a la familia
para que la familia crea. He visto milagros creativos y de
todo tipo hechos por sus manos, no porque nosotros
tuviéramos algo que ver sino porque, simplemente, nos
mandó a hablar su Palabra. Quien se comprometió a hacer
milagros y cambiar las vidas es Él; nadie puede cambiar el
corazón de una persona sino Dios.
En este pasaje de la Escritura dice que Jesús estaba
enseñando y el poder de Dios estaba con Él para sanar.
Quizás no sabes por qué estás leyendo estas páginas, pero
quiero decirte que Él te movió a hacerlo. Jesucristo lo hizo
porque tiene un propósito para tu vida, su plan es que no
vuelvas a ser la misma persona, que nunca más pienses
que vives una vida sin sentido ni para qué vas a seguir
viviendo. Millones de personas en el mundo quieren
suicidarse, quieren terminar con sus vidas porque no tienen
fuerzas para seguir adelante. Yo puedo ver la mano del
Señor sobre tu vida, esa mano grande está sobre nosotros
con un propósito.
Fíjate lo que Jesús le dijo al paralítico cuando lo pusieron
delante de él: “Amigo, tus pecados quedan perdonados”.
¿Por qué causa le dijo eso, si lo habían llevado para que lo
sane?
Cuatro hombres vinieron desde muy lejos y, al no poder
entrar en la casa donde Jesús enseñaba, subieron por el
tejado, lo rompieron, bajaron al paralítico y lo pusieron
delante de Él. ¿Para qué?, para que lo sanara. ¿Por qué le
perdonó los pecados y no le dijo “Levántate y anda”?
¿Quieres saberlo? El pecado es la causa por la cual el
hombre no puede recibir la bendición de Dios. El pecado,
nuestro pecado, ha levantado una barrera entre nosotros y
el Señor, una muralla que no puede ser quitada si no es a
través de Jesucristo. Nadie puede recibir el perdón por más
que haga largas caminatas, votos, sacrificios o quiera pagar
un indulto por su pecado. La Biblia habla claro, “… la paga
del pecado es muerte”,1 y el pecado que ese hombre tenía
en su vida había determinado la condición en la que estaba.
Quizás habrán pedido auxilio, habrán buscado ayuda de
muchas maneras, pero solo cuando Jesús le dijo: “Amigo,
tus pecados quedan perdonados”, quitó la barrera que lo
estaba separando de la bendición.
Hoy Dios quiere actuar de la misma manera contigo.
¿Qué es lo que te ha separado a ti y qué era lo que me
había separado a mí de la paz y la felicidad? El pecado.
Pero el día que me acerqué al Señor y le dije llorando:
“Señor reconozco que he pecado y que me he equivocado
en la vida, perdóname, necesito tu ayuda”, Jesús me tendió
la mano y me dijo: “Caminemos juntos, las cosas viejas
pasaron”. Él perdonó todos mis pecados. Pero escúchame
bien, la Biblia dice: “Quien encubre su pecado jamás
prospera; quien lo confiesa y lo deja halla perdón”.2
Tan simple es el Evangelio, tan sencillo como que hoy
Dios quiere decirte: “Tus pecados te son perdonados”, y al
decirlo quitará las barreras que te han separado de su
bendición. Quizás me digas: “¿Pero qué es pecado?”.
Pecado es un acto de rebeldía, desobediencia, transgresión
a la ley, a los preceptos y a los mandamientos de Dios.
¿Los conoces? “Tendrás solamente un Dios y a Él lo
honrarás, no mentirás, no adulterarás, honrarás a tu padre
y a tu madre, no codiciarás ni la mujer, ni el asno ni nada de
tu prójimo, no matarás, no robarás” (ver Éxodo 20:5-6,12-
17). El precio por esos pecados se paga con dolor, pero
Jesús vino a esta Tierra no a condenar, sino a buscar y
salvar todo lo que se había perdido.
Ese hombre se encontraba delante de Jesús.
Probablemente se había equivocado en su vida. Allí estaba,
paralítico. Pero ¿qué fue lo primero que el Maestro le dijo?
“Amigo, tus pecados quedan perdonados”. ¿Qué hizo al
decirle esto? Quitó las barreras, las mentiras, los engaños,
los celos, los odios, los adulterios, las medias verdades,
temores, vicios.
Si quitas las barreras que te separan de la bendición de
Dios, nadie podrá impedir que el milagro que buscas te sea
concedido. Porque lo primero que va a hacer Jesús es
quitar la barrera que levantaste delante de Él.
“Amigo, tus pecados quedan perdonados”. Los que lo
trajeron quizá dijeron: “Señor, no lo trajimos para que le
perdones los pecados, sino para que lo sanes”. Allí había
muchos religiosos, que cavilaban: “¿Quién es este para
perdonar pecados?”. Los fariseos, los doctores de la ley, los
sacerdotes, no sabían que Jesús no era un hombre
cualquiera.
Yo no puedo perdonar tus pecados, ningún pastor,
evangelista, sacerdote, nadie puede hacerlo; ningún
hombre, porque pecaste contra Dios. Los religiosos que
estaban juzgando al Señor no sabían que no era un hombre
cualquiera, Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, y Él sí
tiene autoridad para decir: “… tus pecados quedan
perdonados” y también para decir “… Levántate y anda”.
Si lees un diario o miras una película, las propagandas
que hacen, vas a ver cómo la mentira es proclamada como
verdad se repite vez tras vez. La promiscuidad se
multiplica. Todo es “viví la vida porque hay una sola”. La
mentira comienza a ser creída como verdad porque esta no
es proclamada. Pero yo hoy te digo la verdad. La paga del
pecado es muerte, es enfermedad, es dolor, mas el regalo
de Jesús es vida y salud a través de Jesús de Nazaret,
nuestro Señor y Salvador.
Una vez estaba predicando en Bahía Blanca. Siempre
predico al aire libre y luego llamo al altar. Esa noche hice
como siempre y se acercó mucha gente. Entre todas las
personas observé a una joven que había recibido a Jesús;
tenía unos 30 años, aproximadamente; era madre de tres
hijos. Esa joven no podía tenerse en pie por metástasis en
todo su cuerpo.
Allí estaba. Dos ujieres la sostenían porque no podía
estar parada. Yo había predicado sobre el perdón, que el
odio es un pecado terrible a los ojos de Dios. Ella odiaba a
un hombre que la había violado; no lo quería perdonar.
El odio es un pecado, trae enfermedad, dolor, muerte. La
Biblia dice que debemos perdonar; pero aquel que no lo
hace no puede ser perdonado. Quiere decir que quien odia
no tiene perdón de Dios hasta que perdone. Es la ley de
Dios; así funciona.
Ahí estaba la joven, yo había hablado del perdón
sanador. Pero ella no quería perdonar. Luchaba con el
Señor diciendo:
—¿Por qué lo voy a perdonar si él me destruyó la vida?
Pero ya no tenía vida, la metástasis la estaba
consumiendo. Al fin dio un grito y exclamó:
—¡Perdono, Dios, porque tú me lo pides!
Cuando dijo esto, los dos jóvenes que la sostenían
volaron como dos o tres metros hacia atrás. La joven dio
tres trompos, cayó y quedó como muerta en el suelo. A los
tres minutos se levantó, y vino corriendo a la plataforma.
¡Ya no había más metástasis, no había más cáncer ni
enfermedad! Ella dijo:
—¡Perdoné, quité la barrera y el Señor me sanó!
¡Aleluya!

¿Qué es lo más importante?

Volvamos a la historia del paralítico. Todos murmuraban:


“¿Por qué no le dijo levántate y anda?”. Pero Jesús los
confrontó: “¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados quedan
perdonados’, o ‘Levántate y anda’?”. Y le abrió las puertas
del cielo cuando le dijo “tus pecados quedan perdonados”.
¿Qué es más importante? El hombre podía llegar al cielo
con sus piernas muertas pero no podía hacerlo con su
pecado. Y aquel que tenga una deformidad o cualquier
enfermedad, cuando llegue allá la imperfección no va a
existir, seremos perfectos, así que no te preocupes. Lo más
importante es que puedas ver la puerta del cielo abierta
para que Dios te dé lugar allí y en su familia. ¿Qué es lo
que Él no va a dejar de hacer? No dejará de decirte:
“Levántate y anda”.
Si tienes un dolor o una necesidad, ¿quieres quitar las
barreras, reconciliarte con el Señor, comenzar a caminar
una nueva vida? Quita tu pecado de en medio de ti,
apártate de él. Quita las barreras que te separan de la
bendición de Dios. Pídele perdón y Él te va a decir: “ahora
sí, levántate y anda”. Dios quiere un cambio, quiere que le
digamos: “Señor, líbrame de las cosas malas de mi vida;
Señor yo quiero cambiar. Hoy quiero comenzar a vivir una
vida diferente. Quita todas las barreras que me separan de
ti”.
Si quitas las barreras, no va a haber nada que te separe
de la bendición de Dios. La Biblia dice que, por cuanto
todos pecamos, fuimos destituidos de la gloria de Dios.
¿Todos quiénes? Todos. Reyes, súbditos, gobernantes,
gobernados, astronautas, premios Nobel, artistas famosos,
jugadores de fútbol, los mejores; todos pecamos y fuimos
destituidos de la gloria de Dios. Pero, si nos volvemos al
Señor, Él se volverá a nosotros y borrará nuestras
rebeliones y nuestros pecados, podremos comenzar a
caminar de la mano de Jesús y empezar a vivir una vida
nueva. Hoy es el día. No es que Dios no nos ha escuchado,
no tapó sus oídos ni nos dio su espalda; es que nosotros
levantamos una barrera delante de Él.
Solo tienes que decirle: “Señor, voy a quitar todas las
barreras que me separan de ti, quiero cambiar y comenzar
a vivir una vida nueva”. Le pides perdón y Dios te perdona,
te dirá: “Tus pecados te son perdonados; y ahora, levántate
y anda”.

“Nunca más vas a caminar”

“Juan, nunca más vas a caminar. Por ahora tenés que


usar estas muletas, y la semana que viene vamos a tener
lista tu nueva silla de ruedas”, dijo el médico. Un mes antes,
el joven había sufrido un accidente en la calle, cerca de su
hogar, en el barrio de Los Hornos en la ciudad de La Plata.
Inmediatamente fue trasladado al hospital San Juan de
Dios. Allí los médicos notaron sus piernas entumecidas. El
golpe en la cabeza, que había sufrido durante su caída,
produjo que sus piernas perdieran movilidad. No podía
sentir sus pies. Durante su permanencia en el hospital, sus
piernas comenzaron a atrofiarse, y sus dedos cada vez se
pusieron más negros y torcidos.
Para Juan fue un golpe más en una vida llena de dolor y
sufrimiento. Nacido en el campo, en la provincia de
Misiones, nunca conoció a su padre. Cuando su madre
murió, siendo solo un niño, quedó huérfano. Sus parientes
prometieron cuidarlo. Pero, lejos de recibir protección, un
día fue encontrado encadenado junto a un ato de cerdos.
Fue rescatado de allí. Lo enviaron a un orfanato en la
provincia de Buenos Aires pero, por varios años fue
trasladado de un sitio a otro, de hogar en hogar. Y en vez
de recibir el amor, cuidado y protección que como niño
necesitaba, fue maltratado, abusado y rechazado por todos.
Al cumplir 18 años, por fin, Juan dejó la vida de orfanato
y fue alojado en un departamento en la ciudad de La Plata.
Consiguió trabajo como vendedor de diarios, y de esta
manera comenzó a conocer gente en su barrio. Pero,
cuando parecía que por fin podría comenzar a disfrutar su
vida, su cuerpo empezó a fallar. Vez tras vez debió ser
internado porque sufría convulsiones y los ataques eran
cada vez más fuertes. Los médicos no encontraban el
tratamiento adecuado. Su estado de salud seguía
deteriorándose, y ahora, además, había sufrido un
accidente y ya no podría volver a caminar. Para él había
desaparecido la esperanza. La vida ya no tenía sentido, ya
no quería vivir más. En su vida había solo tristeza, dolor y
amargura.
Pero un día, saliendo de su casa con sus muletas,
encontró a un vecino que le habló de Jesús. Era la primera
vez que Juan escuchaba que alguien lo amaba y que podía
ayudarlo, sanarlo y darle una vida nueva. Aceptó la
invitación de asistir a la campaña evangelística que estaba
teniendo lugar en la vieja estación, cerca de su casa.
Llegaron juntos al lugar en un remis, el joven moviéndose
con mucha dificultad con sus dos muletas. Luego de
escuchar atentamente el mensaje, tomó la decisión de
entregar su vida a Jesús.
—No sé qué pasó, pero cuando me desperté, me
encontré dentro de una carpa grande y dos hermanos
estaban orando por mí —comentó. Durante la ministración,
Juan perdonó a todas las personas que lo habían
maltratado durante tantos años. Luego de confesar todos
sus pecados y de renunciar a ellos, los hermanos que lo
atendían oraron por su salud. En ese momento el joven
sintió un fuego en todo su cuerpo. Valientemente decidió
ponerse de pie y, para su sorpresa, se dio cuenta de que
podía dar pasos sin necesidad de las muletas. Animado por
ver que Jesús estaba haciendo un milagro en sus piernas,
comenzó a caminar lentamente, y paso tras paso fue
recuperando la movilidad en sus piernas, pies y dedos.
Lleno de felicidad, y perplejo por lo que Cristo había hecho,
subió a la plataforma para contar a todos los presentes su
testimonio. Tanta era la alegría y la certeza de que una
nueva vida estaba comenzando para él que llamó a sus
parientes para pedirles perdón.
Una semana después, junto con su vecino, volvió a la
campaña para contar todo lo que el Señor hizo en su vida.
Finalizada la campaña, Juan tenía turno en el hospital para
retirar la silla de ruedas, que hasta hacía una semana atrás
necesitaba. Pero, al entrar al consultorio caminando, el
doctor no tuvo más que preguntar lleno de admiración y
sorpresa: —¡¿A dónde fuiste Juan?!
Su respuesta fue un testimonio vivo del poder de Dios:
—A una campaña evangelística en la calle 19 y 72.
—Yo sé que ahí pasan cosas así —comentó el doctor.
Juan pudo caminar perfectamente, jugar al fútbol y
comenzó a trabajar. Enseguida empezó a compartir con la
gente de su barrio todo lo que el Señor hizo con él. ¡Jesús
le devolvió la vida!

Depresión, ¿una enfermedad irreversible?

—Lo que vos necesitás es ir al evento que está frente al


Cementerio —le dijo a Blanca un curandero que vivía en el
mismo barrio que ella.
—Allí hay “un sanador” en una carpa que habla de Dios.
Blanca le dio las gracias al hombre y cerró la puerta.
Dentro de su casa todo era un desastre. Hacía años que
ella padecía de una depresión profunda. A causa de esto el
hogar era un caos, todo estaba desordenado y sucio.
Nunca tenía ánimo para limpiar, y su aspecto físico estaba
muy deteriorado. Ya no se bañaba ni se preocupaba por su
apariencia. Pero no era la única afectada en la familia
porque, aunque solo ella padecía esta enfermedad, sus tres
hijos también sufrían las consecuencias. No había una
madre que se preocupara por ellos, por lavar sus ropas ni
preparar su comida. Blanca no podía cuidar de sí misma,
mucho menos de su familia.
Sufría depresión desde hacía cinco años, pero la raíz de
esta “enfermedad irreversible” (así es como los médicos la
diagnostican, solo se puede medicar pero no tiene cura)
había comenzado muchos años atrás. Nacida en las sierras
de Santiago del Estero, ubicada a unos mil kilómetros de la
provincia de Buenos Aires, fue abandonada por su mamá
cuando tenía 2 años. Blanca quedó al cuidado de sus
abuelos, quienes vivían en una pequeña casa, alejados de
la ciudad y de la población. Pero ellos, que padecían
tuberculosis, pronto fallecieron. Así que ella, siendo una
pequeña niña quedó sola, abandonada en una choza,
comiendo cualquier cosa que encontrara, incluso alimentos
crudos. Así pasó varios días hasta que la encontró la
directora de un colegio de la zona. Luego de buscar quién
pudiera cuidar de la pequeña, fue entregada a sus tíos. No
había encontrado un hogar, lo que parecía una familia se
convirtió en un tormento para ella. Sus tíos no la cuidaron
bien; la maltrataban al punto de hacerla dormir sola, en el
piso, sobre unas hojas de maíz como si fuera un animal.
Luego de varios años de vivir una vida de mucho
rechazo, dolor y sufrimiento, cuando Blanca tenía ya 10
años, su madre volvió para reencontrarse con ella. Pero ya
había formado otra familia, se había casado con un hombre
con el cual tuvo un hijo. Con mucha tristeza pronto Blanca
descubrió que las intenciones de su madre no eran
remediar su error y darle lo que hasta ese momento no le
había dado, sino que la había llevado para que fuera su
sirvienta. Debía ayudarla con las tareas del hogar, limpiar la
casa, cuidar al bebé. El trato que recibía no era el que una
madre debe darle a su hija, sino que se comportaban con
ella como si fuera su empleada.
Habiendo cumplido 19 años Blanca hizo lo que muchas
mujeres hacen creyendo que de esta manera podrán
revertir el curso de su vida, se casó con alguien de quien no
estaba enamorada, solo pensando escapar de un hogar
lleno de tristeza y sufrimiento. Pero, contrariamente a lo que
había planeado, su vida no mejoró. Un día, un curandero
fue invitado a su casa por la influencia de su cuñada.
Durante dos años este hombre organizó sesiones de
macumba, y la joven también tenía que participar. Ella creía
que ya nada peor podía ocurrir en su vida. Pero no sabía
que, al involucrarse con el ocultismo, experimentaría las
situaciones más difíciles que hasta ese momento le había
tocado vivir. Si su vida hasta ese momento había sido un
mal sueño, ahora se convertiría en una pesadilla. Su
matrimonio y su familia comenzaron a destruirse. El hogar
fue una tortura. El desorden era quien gobernaba en su
casa. Cada día había discusiones y violencia. Finalmente, y
después de mucho tiempo de vivir de esa manera, su
esposo la dejó por otra mujer, que había conocido en su
casa y participaba de las sesiones que allí se practicaban.
Brujería, hechicería, magia, etcétera.
Esa fue la gota que rebalsó el vaso, lo último que a
Blanca le ocurrió fue lo que la llevó a la depresión profunda
e irreversible. Ya no había nada que la hiciera tener un
momento de tranquilidad. Satanás gobernaba su vida, le
había robado la paz, la sonrisa y hasta el deseo de vivir.
Fumaba, se drogaba, y llegó a beber varias dosis de
alcohol puro para tratar de sentirse más feliz. Sin poder
encontrar en los vicios un momento de tranquilidad, salía de
su casa y deambulaba por las calles sin saber a dónde ir.
Una vagabunda desesperada, caminando y deambulando
día tras día, semana tras semana en soledad. Pensaba que
tal vez alguien se compadecería de ella pero, debido a su
aspecto horrible y su olor nauseabundo, nadie se acercaba
para ayudarla. Muchas veces fue encontrada tendida en el
piso, borracha en alguna plaza, y terminaba en el hospital.
Desesperada por la vida que había vivido y que aún seguía
padeciendo, cuatro veces intentó quitarse la vida pero no lo
logró.
En ese estado de profunda depresión, a causa de la
desesperanza de no poder encontrar salida a sus
problemas, Blanca se encontró aquel día con el curandero
del barrio, quien tocó el timbre de su casa. Ella lo atendió y
decidió tomar el consejo de aquel hombre. Llegó
caminando al lugar de la campaña. Desde lejos podía ver
una enorme carpa amarilla y una plataforma rodeada de
luces y guirnaldas. Miles de personas se encontraban allí
con sus manos alzadas, entonaban unos cantos que nunca
antes había escuchado. A causa de la vergüenza por su
aspecto no quiso acercarse y quedó atrás, escuchando lo
que aquel hombre decía. Pero, para su sorpresa, en lugar
de un curandero, había un evangelista hablando de una
persona que la amaba y que podía transformar su vida:
Jesús. Esto fue para ella algo que nunca había escuchado
pero que siempre buscó.
Entendió que ya no podía seguir viviendo como hasta ese
momento. Así que cuando el evangelista preguntó quiénes
eran los que querían recibir a Jesús en su corazón, Blanca
ya estaba decidida a hacerlo. Con lágrimas en sus mejillas,
dejó el lugar donde estaba parada y fue corriendo a recibir
a Cristo. Pasó al frente, junto a miles de personas, para
hacer la oración de salvación. Cuando el evangelista oró y
comenzó a reprender todo espíritu inmundo de hechicería,
macumba, umbanda, quimbanda, perversión, etcétera, ella
cayó al piso. Al levantarse, después de unos minutos, ya se
sentía diferente. Se dio cuenta de que su vida había
cambiado. Tuvo ánimo, y la tristeza que por años oprimiera
su corazón ya no estaba. Al regresar a casa, y para su
sorpresa y la de toda su familia, comenzó a limpiar su hogar
por primera vez en cinco años. Luego de ordenar y limpiar
hasta el último rincón se dio un baño y se arregló como
hacía muchos años no se arreglaba. Al día siguiente,
cuando sus hijos despertaron, no podían creer lo que veían.
Su madre feliz, contenta, con una sonrisa como nunca
habían visto en su rostro, y la casa limpia y ordenada.
Esa misma noche toda la familia asistió a la campaña.
Blanca junto a sus tres hijos le abrieron las puertas de su
hogar a Jesús, y lo recibieron como el Señor de sus
corazones.
Hace veinte años que Jesús la libertó de las cadenas del
diablo, y transformó su vida. Hoy no puede dejar de contar
a todo el mundo lo que Cristo hizo con ella y con su familia.
Predica en colectivos y hospitales, y muchos han sido
salvados y sanados por su testimonio. ¡Satanás soltó su
vida para siempre! ¡Gloria a Dios!

Al fin estoy libre

Cuando Elizabeth oyó que iba a haber una campaña de


milagros en la vecina ciudad de Laprida, decidió ir a ayudar.
A pesar de su enfermedad, llegó a la campaña el primer día
dispuesta a colaborar en la carpa de liberación, con su
esposo y cuatro hijos.
Cuando tenía 14 años de edad, Elizabeth comenzó a
sufrir convulsiones. Buscando la solución al problema que
padecía, su familia acudió a varios médicos pero nadie
pudo darle una respuesta, ni se encontró para ella el
tratamiento adecuado. “A veces caía en la calle —recuerda
ella—, y los vecinos tenían que llamar a la ambulancia”.
Luego de cuatro años sin notar mejorías, pensaron que tal
vez sus problemas eran psiquiátricos. Así que Elizabeth fue
sometida a un tratamiento que incluía varios medicamentos
diarios. Al fin un especialista le diagnosticó epilepsia, y le
recetó un medicamento que detuvo las convulsiones. Tenía
que tomar varios medicamentos todos los días para
descansar bien y, a su vez, tanta medicación le producía
limitaciones físicas. Pero por lo que más sufría era por la
imposibilidad de conseguir un trabajo, ya que cada vez que
se presentaba a una entrevista laboral tenía la
responsabilidad de informar sobre su enfermedad. Debido a
esto, el único trabajo que pudo conseguir fue como
empleada doméstica en una casa.
El diagnóstico médico era desalentador. La madre de
Elizabeth también padecía epilepsia y los doctores
confirmaron que su enfermedad era hereditaria. De manera
que no existía solución, lo único que podía hacer era
aprender a convivir con ella.
Por eso, cuando comenzó la campaña de milagros
“Olavarría, Jesús te ama”, en el año 1994, ni Elizabeth ni su
mamá Mirta tuvieron expectativa de que Dios hiciera algo
por ellas. Fue una campaña de cuarenta días y ambas
asistieron a todas las reuniones. Día tras día escuchaban
los testimonios maravillosos del poder del Señor obrando a
favor de las necesidades de cada uno de los asistentes.
Poco a poco la fe de Mirta fue creciendo. En el momento de
la oración por los enfermos no sintió ningún cambio pero,
debido a que estaba ocupada con sus tareas en la
campaña, se olvidó de tomar sus medicamentos. Luego de
algunos días se dio cuenta de que a pesar de no estar
medicada, no había experimentado ninguna convulsión. A
partir de ese día Mirta no necesitó ningún medicamento, y
nunca más ha tenido convulsiones.
Animada por la sanidad de su mamá, Elizabeth también
recibió oración por sanidad y trató de dejar los
medicamentos. Pero, lo que para su madre resultó en un
milagro, no lo fue para ella, ya que siguió sufriendo
convulsiones. La desesperanza por no recibir el milagro que
esperaba hizo que abandonara toda expectativa de ser libre
de la epilepsia.
Pasados algunos años ella se casó con un hombre
amoroso que la sostuvo y la acompañó en todo momento a
pesar de su grave enfermedad. Aunque sus embarazos no
fueron fáciles, formaron una preciosa familia con cuatro
hermosos hijos. Pero los medicamentos que tomaba
diariamente afectaron uno de sus embarazos y perjudicaron
al bebé que se formaba en su vientre. “Cuando nació mi
primer hijo, tuvimos que internarlo por un mes, porque no
tenía reflejos”, nos contaba ella.
Muchos años después comenzó la campaña de salvación
y milagros en la localidad de Laprida, un pueblo cercano a
la ciudad de Olavarría, provincia de Buenos Aires. La
familia entera, Elizabeth, su esposo y sus cuatro hijos,
decidieron asistir a la campaña. Y al igual que su madre
muchos años atrás, colaboraba en la carpa de liberación.
Durante el transcurso de los días recordó lo que había
sucedido con su madre; cómo Dios, en tan solo una noche
y sin que ella lo notara, la hizo libre de la enfermedad que
había padecido durante toda su vida. Así que se acercó al
pastor encargado del sector de liberación, y le hizo una
pregunta que por muchos años la había inquietado. Quería
saber si la enfermedad que ella padecía era realmente
hereditaria y por tal razón nunca la superaría. Él le
respondió que, muchas veces, las personas padecían esta
enfermedad a causa del miedo. En ese momento Elizabeth
comenzó a recordar su niñez y adolescencia. Podía ver que
su pasado había sido triste, y tenía arraigadas en su
corazón cosas que siempre trataba de olvidar. Se acordó de
que sus padres discutían mucho, hasta que conocieron al
Señor, e incluso en ocasiones amenazaban con quitarle la
vida el uno al otro. Se dio cuenta de que también su madre
había crecido en un hogar violento. Recordó las historias
que le contaba de cuando era adolescente, y que se había
casado, con tan solo 18 años, para tratar de escapar de la
terrible situación que vivía en su hogar a diario.
Luego de que Elizabeth reconociera que debía perdonar
a sus padres, renunció al espíritu de miedo que había
entrado en su vida durante los peores momentos de su
adolescencia. Pidió al Señor que limpie su mente de todos
los recuerdos malos de su niñez. El hermano oró por ella
reprendiendo los espíritus de miedo y epilepsia. Al terminar
la oración su expresión cambió y en su rostro pudo verse
una gran alegría, paz y libertad. Se dio cuenta de que algo
especial había sucedido. Al regresar a su casa, hizo lo que
muchos años atrás había hecho sin tener resultados; pero
esta vez la fe en su corazón era diferente, todos los miedos
y rencores del pasado habían desaparecido. Tiró todos los
medicamentos que había estado usando por tantos años.
Al día siguiente de recibir la sanidad de su alma y de su
corazón, se dio cuenta de que también su cuerpo estaba
cambiando. Hasta ese día no había podido ver figuras
rayadas sin sentirse mareada. Pero ahora su vista estaba
intacta y ya no sentía esos mareos. Estaba tranquila y con
paz en su corazón.
Luego de un tiempo ella comprobó fehacientemente que
su enfermedad había desaparecido. Desde ese día hasta
hoy nunca más tuvo una convulsión. Su vida fue
transformada. Elizabeth puede decir con toda certeza:
—Tantos años buscando mi sanidad, sin saber qué hacer.
Ahora entiendo, ¡al fin estoy libre!
Romanos 6:23
Proverbios 28:13
Capítulo 3
¿Quieres ser sano?

Había allí, junto a la puerta de las Ovejas, un estanque rodeado


de cinco pórticos, cuyo nombre en arameo es Betzatá. En esos
pórticos se hallaban tendidos muchos enfermos, ciegos, cojos y
paralíticos. Entre ellos se encontraba un hombre inválido que
llevaba enfermo treinta y ocho años. Cuando Jesús lo vio allí,
tirado en el suelo, y se enteró de que ya tenía mucho tiempo de
estar así, le preguntó:
—¿Quieres quedar sano?
—Señor —respondió—, no tengo a nadie que me meta en el
estanque mientras se agita el agua y, cuando trato de hacerlo,
otro se mete antes.
—Levántate, recoge tu camilla y anda —le contestó Jesús.
Al instante aquel hombre quedó sano, así que tomó su camilla
y echó a andar. Pero ese día era sábado.
—Juan 5:2-9

Hace dos mil años una multitud de ciegos, cojos y


paralíticos rodeaba el estanque llamado Betesda o Betzatá.
Ellos esperaban el movimiento de las aguas, porque esa
era la fuente de esperanza del pueblo de Israel. Era su
fuente de amor, de salud, de milagros de parte del cielo.
La esperanza de estos hombres se hallaba en la visita de
un ángel enviado por Dios que descendía y agitaba las
aguas. Cuando veían que las aguas del estanque se
movían, el primero de ellos que lograba tocar el agua era
sano de cualquier enfermedad que tuviese.
Mucha expectativa rodeaba ese estanque, algo
sobrenatural ocurría en ese lugar.
Hoy allí solamente existe un monumento histórico, ya no
se mueve el poder del Señor en ese estanque. El estanque
no tenía poder en sí mismo, el poder de Dios se movía en
ese lugar con el propósito de traer libertad a las personas.

Aguas milagrosas
Desde ese momento muchos quisieron imitar lo que
ocurrió en el estanque de Betesda. Hace algunos años salió
una noticia en la primera plana de los diarios y noticieros,
de que en México había un agua milagrosa que sanaba al
enfermo de las afecciones que padeciese.
Pretendían revivir el estanque de Betesda pero en aquel
país. Tal fue la repercusión que tuvo el tema que cientos de
personas enfermas viajaban para tomar esa agua
milagrosa. En algunos lugares, los vecinos reunían dinero
para que uno de ellos viajara y la trajera en grandes
botellones, para que los enfermos tomaran del agua
milagrosa y fueran sanos.
Poco tiempo después se descubrió el gran engaño,
porque ese líquido que cargaban desde México a las
diferentes ciudades del mundo estaba contaminado. Los
recipientes que la gente llevaba hasta su país eran
retenidos por la policía aduanera porque el agua no estaba
en condiciones de ser consumida.
¡Cuánta desilusión y desesperanza! Esa gente había
gastado mucho dinero invirtiendo en una falsa esperanza.
Nada ocurrió, porque era simplemente agua.
Esa fue una de las tantas mentiras que el diablo utiliza
para distraer a la gente para que no pongan sus ojos en
Jesús.
¿Por qué si Dios es un padre compasivo no vuelve a
mandar al ángel para que agite las aguas como lo hizo en
el estanque de Betesda? Si algo así ocurriera en estos
tiempos, aviones de todo el mundo descenderían para ver
qué sucede en ese lugar. Se construirían aeropuertos
especiales para el descenso de aviones únicamente para
presenciar el movimiento de las aguas. Caravanas de miles
de personas llegarían al estanque, y esperarían semanas,
años, que el ángel descienda y mueva el agua. Tanto
esfuerzo y sacrificio sería en vano. Muchos morirían en la
espera. Si esto sucediera hoy, sería un escándalo. Todo el
mundo querría estar allí al mismo tiempo.
Cientos de enfermos rodeaban el estanque pero solo uno
era sanado. Allí había un hombre que hacía treinta y ocho
años que estaba enfermo, esperando cerca del estanque.
¡Cuánta paciencia tiene la gente cuando espera un milagro
para su vida!
Al verlo, Jesús se preocupó por este hombre. Algunos
creen que si vienen tres o cuatro veces a las reuniones de
las campañas, Dios debería hacer el milagro en su vida.
También creen que si vienen a la iglesia, Él debe
cambiarles la vida… Y si esto no ocurre, se enojan. Pero no
es así, el Señor quiere darnos de su bendición, pero
también quiere que hagamos nuestra parte.

Entrégale todo a Jesús

Un niño tenía un pequeño auto con el que le gustaba


jugar. Al tiempo lo dejó de lado y comenzó a jugar con un
juguete nuevo. Un día encontró aquel viejo auto todo
desarmado en el fondo de un cajón y le pidió a su papá que
lo reparara. Cuando el papá llegó de su trabajo, el nene
estaba en la puerta esperándolo para que le arregle el
autito. Inmediatamente se lo entregó. Al verlo, el padre se
dio cuenta de que le faltaban piezas para poder armarlo.
Entonces le dijo:
—Hijo, yo puedo repararlo pero necesito tener todas las
partes que le faltan: las ruedas, el eje, el volante…
Luego de varios días, el niño halló todas las partes que
faltaban. Así el papá, al tener todo, pudo repararlo y se lo
entregó a su hijo. El niño estaba muy feliz porque, aunque
tuvo que luchar, buscar y esperar, el padre le había
arreglado su juguete.
Esto ocurre con los adultos: llegan a la iglesia y le piden a
Dios que arregle su vida, su matrimonio, su salud y tantas
cosas. Entonces Él le dice a cada uno: “Puedo arreglarlo
pero entrégame todo. Dame los cigarrillos, las drogas, la
vida liviana, el alcohol, y todas aquellas cosas que
influencian tu vida. Entonces yo podré reparar tu dificultad”.
El Señor comienza a pedir cosas de nuestra vida. A
veces no tenemos tiempo para orar, pero lo tenemos para
mirar telenovelas. Dios te pide que no envenenes más tu
corazón. Él te pide todo aquello que te hace daño; y cuando
se lo entregas, tu vida es transformada, tu hogar, tu
matrimonio, tu trabajo y tu economía.

El estanque cerró sus puertas

El paralítico de Betesda perseveró treinta y ocho años


esperando el milagro de Dios. Jesús se conmovió y le
preguntó:
—¿Quieres quedar sano?
—Señor —respondió—, no tengo a nadie que me meta en el
estanque mientras se agita el agua y, cuando trato de hacerlo,
otro se mete antes.

Jesús fue al estanque para hacer algo muy especial,


estaba por terminar algo y comenzar otra cosa. Él le dijo:
“Levántate, recoge tu camilla y anda”. Al instante este
hombre se levantó y fue sano de esa enfermedad.
Cuando la gente vio al paralítico sano comenzó a
preguntar quién lo había sanado porque el ángel no había
descendido. “¿Quién te sanó, si las aguas no se
movieron?”, “¿quién habrá hecho ese milagro?”, se
preguntaba desconcertada la multitud.
El paralítico declaró quién lo había sanado, y la gente
que rodeaba el estanque fue sobre Jesús para que los
sanara Él sanó a los enfermos, libertó a los cautivos. Todos
los que estaban alrededor del estanque fueron libres, y a
partir de ese día el estanque de Betesda cerró sus puertas.
El Señor no se olvida de los que sufren, de los que tienen
necesidad. El estanque de Betesda era una fuente de
esperanza para los necesitados; pero Dios levantó a
alguien más grande que el ángel que descendía a mover el
agua, levantó a Jesús de Nazaret como fuente de
esperanza, como fuente de salud y milagros.
Hoy en Jerusalén puede visitarse el estanque de
Betesda. Miles de turistas se acercan a ese lugar, pero allí
ya no ocurren milagros, ya no desciende el ángel. Desde
que Cristo pasó por ese lugar, el estanque dejó de ser. Dios
levantó a Jesús como fuente de esperanza para todo el
mundo y le dio a la iglesia las mismas señales que
acompañaron al Maestro: la autoridad y la gracia como
fuente de esperanza, de amor y de milagros.

Jesús es quien sana

Un ex marino mercante comenzó a padecer una


tremenda enfermedad que lo paralizaría para el resto de su
vida, estaba prácticamente desahuciado. Antes de que lo
jubilaran por discapacidad a los 33 años, este hombre
realizó un último viaje de trabajo.
Llegó a Jerusalén, era uno de los puertos que debían
descender como parte del viaje, y visitó el estanque de
Betesda. El guía turístico le contó que en ese lugar había
estado Jesús, y pensó: “En este sitio debe haber poder. Acá
ocurrieron milagros”. Arrancó un pedazo de piedra del
estanque y cuando llegó a su camarote comenzó a
frotársela por todo el cuerpo. Luego me contó que se había
lastimado al rasparse con esa piedra. Al otro día le ardía la
piel, pero nada milagroso había ocurrido.
En el año 1983, este hombre de 35 años, prácticamente
tullido, pasó por una reunión de la campaña en la ciudad de
La Plata, en Argentina. Apenas podía mover sus piernas a
causa de la enfermedad que lo aquejaba. Mientras
caminaba por allí, me escuchó hablar del estanque de
Betesda de esta manera: “No hay más poder en el
estanque de Betesda, Dios levantó a alguien más grande
que se llama Jesús”. Entonces pensó: “Es verdad, en ese
estanque no hay poder”, pero no sabía si lo habría en
Jesús.
Cuando oramos por los enfermos este hombre caminó
entre la multitud levantando la mano. Quince días después
regresó con una enorme carpeta de historia clínica donde
constaba la enfermedad que había tenido y la actual
sanidad.
Esa noche Cristo lo sanó. La felicidad lo había colmado,
saltaba en la plataforma y decía:
—Yo no podía moverme... Quiero decirle a la gente que
no hay poder en el estanque de Betesda, yo pude
comprobarlo, yo estuve allí. Pero estuve aquí y Jesús me
sanó de una enfermedad que era incurable e irreversible.

Dios tiene la respuesta

Sé que estás buscando paz y felicidad. El dolor del alma


es mucho más intenso que un cáncer, trae amargura,
depresión, tristeza. Cuando el alma duele nos sentimos
encerrados, no hay sueños y no hay consuelo, muchas
veces las noches pasan sin que podamos descansar.
Un día una mujer me dijo que ya no tenía fuerzas para
vivir, no quería enfrentar un día más en su vida. Cuando
veía que un rayo de luz entraba por su ventana y le
anunciaba un nuevo día, sus ojos aún estaban abiertos.
Millones de hombres y mujeres en el mundo quisieran que
la noche dure veinticuatro horas.
Pero déjame decirte que el Señor ve tus lágrimas y oye tu
clamor. Puedes comenzar una nueva vida, nacer de Dios,
para que todo cambie y tu vida sea transformada. Él está
dispuesto a hacer el milagro cuando tú estés dispuesto a
entregarle tu vida por completo. “Por lo tanto, si alguno está
en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha
llegado ya lo nuevo!” (2 Corintios 5:17).
Jesús es la fuente del amor de Dios. Él no te dejará ni
desamparará. Él te enseñará a perdonar, a borrar las cosas
viejas, y a abrir una página nueva.
Necesitas arrojarte a esta fuente de amor que es Jesús,
arrójate en sus brazos. Él dijo: “¡Si alguno tiene sed, que
venga a mí y beba! De aquel que cree en mí, como dice la
Escritura, brotarán ríos de agua viva” (Juan 7:37-38).
El Señor te pregunta, como lo hizo con el paralítico:
“¿Quieres quedar sano?”. Si tu respuesta es afirmativa, Él
está ahí, muy cerca de ti para alcanzarte de su amor y
liberación. Está dispuesto a obrar un milagro en tu vida
desde este instante. Solamente decídete a entregarte por
completo.

¡Dios tiene grandes planes para tu vida!

Cuando su madre tenía 14 años, quedó embarazada de


un hombre mayor, que luego la abandonó. Así comenzó la
vida de Néstor. Su mamá no quiso saber nada de ese
embarazo que perjudicó su vida, y él no tiene ningún
recuerdo de amor o de felicidad de su niñez. Cuando tenía
5 años, ella se juntó con un hombre violento y golpeador,
que ya tenía un hijo. Néstor recuerda que su madre siempre
prefería a ese hombre en todas las cosas, y él se sentía
abandonado dentro de su propio hogar, por segunda vez en
su vida.
Él sufría mucho porque su padrastro comenzó a
maltratarlo en forma continua. Este hombre violento lo
tomaba del cabello, arrastrándolo por el piso. Golpeaba su
cabeza y lo humillaba con toda clase de insultos. En la
escuela, durante las clases de gimnasia, Néstor siempre
tenía que justificar a los profesores las manchas en sus
piernas, que recibía por ser golpeado con el cable de la
plancha.
Pero un día, cuando tenía 13 años, llegó a un punto
donde no podía soportar más. Enfrentó a su padrastro, y
amenazó levantarse por la noche para cortar su cabeza con
un cuchillo. Entonces, Néstor no fue castigado más y podía
salir de su casa. A partir de ese momento comenzó a vivir
en las calles. Conoció a muchos hombres de 20 y 30 años
de edad que fueron sus amigos, y con ellos entró en una
etapa de decadencia. Buscando felicidad y tratando de
escapar de su pasado triste, visitaba prostíbulos y
practicaba todo tipo de perversiones. Encontró un buen
trabajo, se puso de novio, pero en lugar de ser feliz había
en su vida solo una depresión muy profunda. Tenía que
tomar dos cervezas por la mañana antes de salir de su
hogar para enfrentar el día. Siempre preguntaba “Dios,
¿dónde estás? ¿Por qué cada uno tiene una familia normal
y yo no la tengo?”. Un día intentó quitarse la vida. Subió a
un puente alto en su ciudad de Olavarría. Una voz interna le
decía: “¡Tírate! ¡Vas a tener paz!”, pero no podía. Trabajaba
en una panadería y muchas veces, sosteniendo un cuchillo
en la mano, pensaba en cortarse las venas.
Cuando tuvo 19 años, Mónica, su novia, quedó
embarazada. Néstor no quiso repetir los errores de sus
propios padres y por eso se casó. Pero pronto la historia
empezó a repetirse. Durante dos años hubo solo discusión
y violencia. Parecía que la única salida era separarse.
Mónica nació la última de muchos hermanos, y experimentó
rechazo cuando su madre quedó embarazada de ella. No
recibió amor durante su niñez y por eso no se sentía capaz
de ofrecer ningún tipo de afecto a la criatura que vendría.
Con 18 años de edad, no estaba preparada para ser madre.
Pero un día, su hermana los invitó a un almuerzo en la
iglesia evangélica a la que asistía. Al principió, Néstor no
quiso saber nada de eso porque siempre se sintió
abandonado por Dios. Pero al fin, aceptó ir. Él recuerda: “Lo
que me tocó fue el amor profundo que vi entre las personas
que estaban allí presentes. Fue la primera vez que viví algo
así”. Poco tiempo después comenzó una campaña
evangelística en la ciudad cercana de Azul. Sus nuevos
amigos en la iglesia les decían a Néstor y Mónica que allí
iban a ocurrir milagros, sanidades y cosas tremendas del
Señor. Los dos lo tomaron como un paseo, una salida, y
fueron junto con los miembros de la iglesia.
Llegó el momento del llamado y Néstor y Mónica se
miraron el uno al otro. Sabían que si no pasaban adelante
para aceptar a Jesús iban a separarse. No había otra
solución. Entonces los dos pasaron al frente tomados de la
mano. Hasta ese momento en su vida, él siempre echó la
culpa por sus problemas a otros, pero ahora reconoció sus
propios errores. “No recuerdo mucho del mensaje —
comentó Néstor— pero recuerdo que el evangelista me
decía ‘¡Todos tus pecados son perdonados! ¡Dios no va a
recordar nunca tus pecados!’. Y yo lo creí. Esto era lo que
necesitaba”. Cuando el evangelista empezó a orar, los dos
cayeron al piso y quedaron así por mucho tiempo. Luego
volvieron en sí, y escucharon al evangelista dando un
llamado a servir al Señor. “¡Dios tiene grandes planes para
tu vida!”, dijo. Néstor respondió en su corazón: “¡Heme
aquí, úsame!”.
“Me bañé de lagrimas”, comentó él. Durante el regreso a
su ciudad, con su esposa a su lado, no dejó de llorar. Fue el
momento más feliz de su vida y se sentía alegre por
primera vez. Su visita a la campaña marcó un giro de ciento
ochenta grados en su vida. Paso a paso Dios restauró
todas las cosas en esta y en su matrimonio. El cambio en
Néstor fue instantáneo. Recibió un amor tremendo por
Jesús y una gran convicción de sus pecados. Por ver el
cambio en su esposo, Mónica también fue fortalecida en su
nueva fe. Siempre le habían fascinado todo tipo de artes
marciales, pero ahora entendía que esto no era agradable a
Dios y que tenía que dejarlos.
A partir de ese día, y a pesar de muchas pruebas, ambos
no dejaron de servir al Señor. Están hace 25 años en la
misma iglesia donde escucharon de Jesús por primera vez,
y ahora son sus pastores. Tienen tres preciosas hijas,
quienes también trabajan en sus profesiones y sirviendo al
Señor. “Siempre pensé que mi vida iba a ser corta y triste
—dice Néstor— pero ahora entiendo que el evangelista
tenía razón cuando me decía: “¡Dios tiene grandes planes
para tu vida!”.
Capítulo 4
Hay esperanza

En el mes de marzo de 2004, en la ciudad de Carmen de


Patagones, en la Patagonia argentina tuvo lugar una preciosa
cruzada que se extendió por varios días. Siempre recordaré que
estando en el altar orando había una mujer que lloraba entre la
multitud, ella gritaba con gran intensidad, su llanto era imposible
de ignorar. Finalmente el evangelista Carlos Annacondia logró
acercarse hasta donde se encontraba y oró imponiendo sus
manos. Ella confesó que en el pasado había sufrido la súbita
muerte de un hijo. Un dolor que no podía describir con palabras.
Estando la familia en el funeral, su hijo mayor, quien se había
casado y emigrado a una ciudad cercana, le contó cómo el
aceptar a Jesús había trasformado su vida. Ella recibió con
disgusto su mensaje y continuó su vida con rechazo y enojo
hacia Dios.
Tal era su dolor que olvidó por completo que tenía dos hijos
pequeños que la necesitaban. La depresión lo llenó todo, sufría
de permanentes ataques de pánico, sus deseos de muerte eran
recurrentes, no tenía paz ni felicidad, todo era tinieblas y
oscuridad. Casi sin fuerzas tomó la decisión de acabar con su
vida y subiéndose a su camioneta se dirigió a toda velocidad
hacia el puente que cruza sobre el Río Negro con la intención de
arrojarse con su vehículo al vacío y así terminar con su amarga
vida. Cuando ya podía ver el puente a lo lejos, vislumbrando el
oscuro final, su camioneta comenzó a fallar por falta de
combustible. Sus esfuerzos por hacerla funcionar fueron en
vano y furiosa llegó a la gasolinera pero nadie vino a atenderla.
Su corazón estaba lleno de culpa por lo que había planeado y
un dolor agudo la atormentaba.
Recostó la cabeza empapada en sudor sobre el volante y
escuchó una voz a lo lejos decir: “¡Jesús, hijo de David, ten
compasión de mí!”. De inmediato se incorporó y vio a escasos
metros un predio lleno de luces y guirnaldas, miles de personas
reunidas y un cartel que decía “Carmen de Patagones, ¡Jesús te
Ama!”. Salió del vehículo dejando la puerta abierta y las llaves
puestas y corrió entre el terreno pedregoso hacia la cruzada
mientras gritaba llorando: “¡Jesús, hijo de David, ten misericordia
también de mí!”. Esa noche, supo que no estaba sola, que había
alguien que la amaba y conocía su dolor y sus lágrimas. Ese
alguien era Jesús de Nazaret y se había acercado para salvar
su vida y darle una nueva esperanza. Ella creyó que Él la
llamaba a sus brazos de amor. En ese momento le abrió su
corazón a Cristo y le entrego su vida por completo. Nada más se
supo de ella.
Casi un año y medio más tarde se realizó otra cruzada en esa
ciudad y una mujer sonriente y llena de paz vino a contar su
testimonio. Era imposible de reconocer, la misma que hace
meses había intentado poner fin a su vida rebozaba de
esperanza y fe. Cuando el evangelista la reconoció, le pregunto
qué milagro había hecho Jesús. Ella simplemente dijo: “Él me
devolvió la vida que había perdido, Jesús se llevó la depresión
en un instante, ahora tengo ganas de vivir. ¡Cristo cambió para
siempre mi vida, Él me salvó y me liberó! Hoy, por la fe, sé que
el Reino de los Cielos es de los niños, y el alma de mi hijo está
segura en los brazos de nuestro Señor Jesucristo, y que un día
voy a volver a verlo y nada podrá separarnos nunca más”.

¡Toda la gloria, la honra y la alabanza sean a Jesucristo


nuestro Salvador!

¿Qué quieres que haga por ti?

Dios, a través de la Escritura, nos da ejemplos para que


podamos vivir una vida agradable a sus ojos. Quiero
mostrarte un breve pasaje de la Biblia que nos cuenta de un
hombre como nosotros, sujeto a limitaciones, con
necesidades, con preguntas sin responder y, además,
enfermo. Pero un día Jesús se cruzó en su camino y su
vida fue cambiada y transformada.
Muchos de nosotros estamos esperando un milagro, que
Jesús se cruce en nuestro camino para que todas las cosas
comiencen a ser hechas nuevas.
Dice la Biblia:
Un mendigo ciego llamado Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba
sentado junto al camino. Al oír que el que venía era Jesús de
Nazaret, se puso a gritar:
—¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él se puso a
gritar aún más:
—¡Hijo de David, ten compasión de mí!
Jesús se detuvo y dijo:
—Llámenlo.
Así que llamaron al ciego.
—¡Ánimo! —le dijeron—. ¡Levántate! Te llama.
Él, arrojando la capa, dio un salto y se acercó a Jesús.
—¿Qué quieres que haga por ti? —le preguntó.
—Rabí, quiero ver —respondió el ciego.
—Puedes irte —le dijo Jesús—; tu fe te ha sanado.
Al momento recobró la vista y empezó a seguir a Jesús por el
camino.
—Marcos 10:46-52

Bartimeo era un hombre ciego que estaba en las puertas


de la ciudad de Jericó. Cada mañana se sentaba allí no
porque lo deseara, sino porque no había para él otra
opción, no tenía la posibilidad de elegir. Estaba en ese lugar
con una función: pedir limosna. Él, mendigaba a causa de
su ceguera. Con su mano tendida esperaba que alguien se
apiadara de su condición y le diera una moneda, una ayuda
para seguir subsistiendo. Era un mendigo, vivía de la
caridad de los que entraban y salían de la ciudad.
Seguramente tendría muchos sueños, como los que
tenemos tú y yo, como los que tiene cualquier ser humano.
Casarse, tener hijos, trabajar. ¿Cuántas cosas querría
hacer? Pero para él todo era imposible. Él no podría
casarse, ni tener hijos, tampoco trabajar. ¿Cómo podría un
hombre sustentar una familia si no puede trabajar? Los
sueños venían a la mente de Bartimeo y allí quedaban
como algo imposible. Deseaba caminar viendo el
amanecer…
En su corazón había tantos sueños, pero todos estaban
frustrados. Sentía fracaso y resignación al vivir de la
caridad de los que entraban y salían de la ciudad de Jericó.
De alguna manera su vida estaba arruinada, cualquier
proyecto para el futuro fracasaba aun antes de comenzar.
No había solución para su problema. Al menos esa fue su
situación hasta el día en que Jesús se cruzó en su camino.
El Señor estaba en aquella ciudad. Había gran alboroto
porque la gente iba tras Él queriendo tocarlo y recibir un
milagro. Los rumores y comentarios corrían de una ciudad a
otra: ¡Él tenía poder para sanar! La gente se agolpaba y lo
apretaba esperando recibir aquello que por muchos años
esperaba, los milagros y la libertad que nadie podía
ofrecerles. Bartimeo escuchó que algo sucedía. Oía gran
alboroto, pero no sabía qué ocurría. Algo estaba pasando.
Muchas cosas pasaban por su mente. ¿Quién será? ¿Será
el César? ¿Acaso el emperador ha llegado a la ciudad?
¿Será algún rey?
Quizás tú también estás inquietándote, algo está
pasando en tu corazón. Puedo asegurarte que algo va a
ocurrir contigo si realmente comienzas a inquietarte.
Emanuel estaba allí en la ciudad de Jericó. Bartimeo se
emocionó porque conocía las Escrituras. Todo el pueblo
estaba esperando al deseado, al prometido en las
Escrituras, al salvador de Israel. ¡Y estaba allí, en esa
ciudad! El ciego sabía que Jesús era el Mesías, el Hijo de
Dios. Sabía con certeza que Él podía hacer un milagro en
su vida. Esto era lo que lo inquietaba. Estaba esperando
que Jesucristo saliera de la ciudad y que se cruzara en su
camino.
La fe de Bartimeo comenzó a crecer a medida que
escuchaba a la multitud acercarse. Sabía que si Jesús
pasaba por allí, sus sueños podrían hacerse realidad. La
esperanza comenzó a renacer en él. Entonces hizo algo.
No se quedó allí sentado como siempre, esperando que se
apiadaran de él. No se quedó pensando: “Jesucristo es el
Hijo de Dios, sabe todo, sabe que yo necesito su ayuda”.
¡No! Dice la Biblia que aquel ciego comenzó a gritar y a
clamar a gran voz: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión
de mí!”, “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Pidió
con todas sus fuerzas por la bendición.
Quizás tú también tienes un imposible en tu vida, tal vez
consideres que todo se ha perdido, que para ti ya no hay
esperanza. Pero no esperes más. No dudes en clamar
como lo hizo Bartimeo: “¡Jesús, Hijo de David, ten
compasión de mí!”.
Esta es la oportunidad que Dios nos brinda. Bartimeo no
podía ver a Jesús pero sabía que Él estaba allí. Sus gritos
eran tan fuertes e insistentes que alguien tuvo que
acercarse para decirle: “¡Cállate por favor, ya deja de
gritar!”.
¿Nunca escuchaste eso? “¡No grites que Dios no es
sordo!”, “No es necesario, Dios conoce todas nuestras
necesidades”. Pero la Biblia no dice: “Susúrrame que yo te
responderé”. Dios dice: “Clama a mí y yo te responderé…”
(Jeremías 33:3). Cuando uno tiene una necesidad profunda
no puede callarse. Mucho menos sabiendo que existe
alguien que nos puede oír, es el Señor, y puede ayudarnos.
¿Cómo es posible callar?
Dile desde lo más profundo de tu corazón: “¡Jesús, Hijo
de David, ten compasión de mí!”.
A Bartimeo le dijeron: “¡Cállate!”. Pero él no se calló, sino
que gritó más fuerte: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión
de mí!”; de tal manera que Jesucristo oyó el reclamo de ese
ciego que estaba a la vera del camino. Un hombre que no
tenía esperanzas. Él quería recibir un milagro en su vida.
Aquel que se cruzó en el camino del ciego, aquel Jesús,
hoy se cruza en tu camino. “¡Jesús, Hijo de David, ten
misericordia de mí y de mi familia! ¡Hijo de David, ten
misericordia de nosotros!”. Dios no va a fallar porque Él
escucha, ve y sabe de tu necesidad.
Solamente pide y el Señor va a oír tu clamor, va a ver tus
lágrimas. Él sabe que tú lo necesitas.
Dios te permitió leer las páginas de este libro para
cruzarse en tu camino y decirte que ya no sufras más.
Cuando Jesucristo mandó a llamar a Bartimeo, buscó a
alguien que estaba allí cerca y le dijo: “Ve, y dile al ciego
que venga”. Alguien fue a buscarlo y le dijo: “Ven, que
Jesús te llama”. Permíteme hoy ocupar ese lugar porque Él
me dice: “Ve, y dile que venga”. Padre, madre, abuelo,
joven, niño, esposo, esposa, ven que Jesús te llama. Ven,
Él escuchó tu clamor. Ven que Él vio tus lágrimas. Ven
porque Él sabe que lo necesitas, Él escuchó, Él vio, Él
sabe. Hoy quiero decirte ven, que Cristo te llama. ¡Él puede
hacer un milagro en tu vida!

El cirujano del cielo


A pesar de que han pasado muchos años, todavía recuerdo,
como si fuera hoy, aquella noche de 1989 en Santiago del
Estero. Habíamos viajado hasta esa provincia argentina, la cual
se encuentra ubicada a unos 1150 km aproximadamente de
distancia de Buenos Aires, porque allí se realizaría un
importantísimo congreso médico. Esperábamos que la medicina
nos diera la solución para la grave enfermedad de nuestro hijo
Denis.
Todo comenzó un día de marzo de 1989, cuando mi esposo y
yo, ocupados en un tratamiento de rehabilitación que le
estábamos practicando a nuestra hija Miriam, dejamos a
nuestros dos hijos varones, Rafael y Denis solos en casa.
Mientras nos ausentamos, nuestros hijos salieron a jugar y allí
fue donde al mayor, Denis, de 6 años, le entró una espina de
vinal en el pie, tocando específicamente el hueso escafoides,
hueso de crecimiento del pie. El vinal es un árbol característico
del norte de la República Argentina, el cual tiene una espina que
puede producir serias infecciones.
Debido a nuestra ausencia, el pequeño permaneció con la
espina clavada en su pie aproximadamente tres horas, tiempo
suficiente para depositar en él todo su veneno.
Al llegar a casa, nos encontramos frente a esta situación e
inmediatamente lo trasladamos a la sala de urgencias del
hospital. Allí los doctores se encargaron de extraerle la espina y
de otorgarle el tratamiento necesario, inyectándole una vacuna
antitetánica. Pero la verdad es que nunca imaginamos que este
sería el comienzo de un doloroso y largo camino que
deberíamos transitar.
En ese entonces nuestra familia se encontraba en una buena
posición económica, aunque nuestro matrimonio atravesaba
momentos difíciles, al punto de discutir frente a nuestros hijos,
incluso muchas veces utilizando la violencia, no solo verbal sino
también física. Pero lo que ahora nos sucedía era una situación
que nunca hubiéramos imaginado vivir y muy difícil de
sobrellevar. El dolor de Denis comenzó a aumentar, su pierna se
inflamaba cada vez más y al cabo de unos cuantos días se le
hizo muy difícil poder caminar. Decididos a enfrentar el problema
comenzamos un tratamiento con antibióticos muy costoso. Sin
embargo, esto no produjo ningún resultado positivo. Por el
contrario, sus huesos se descalcificaban cada vez más y más,
impidiendo a nuestro hijo poder movilizarse como lo hacía
cualquier niño normal. Sus huesos estaban cada vez más
frágiles y cualquier golpe fuerte podría quebrarlos. La situación
empeoraba día a día.
Sin perder las esperanzas, y agotando todos los recursos,
llevamos a Denis a una operación. Al ver a nuestro hijo salir del
quirófano enyesado, sin poder moverse, sentimos que sería una
etapa difícil de atravesar, pero teníamos la esperanza de que
esto nos diera la solución.
Sin embargo, luego de transcurridos algunos meses, no había
mejoría en él. Llegó el día en que los médicos quitaron el yeso,
pero para sorpresa de todos, el problema, muy por el contrario a
lo que esperábamos, había empeorado en cambio de mejorar y
traernos la solución. Ante la ineficacia de la operación, el enojo
se apoderó de mi esposo Rafael. Así que Io tomó en sus brazos
y decidió trasladarlo a una clínica privada en la ciudad de
Córdoba, otra provincia argentina. Viajamos cientos de
kilómetros en busca de un profesional especializado en
traumatología, hombre reconocido y renombrado en el ámbito
científico. El diagnóstico que nos dio fue: osteomielitis aguda.
Esta enfermedad es una infección causada generalmente por
bacterias, diseminándose hasta el hueso por medio de la
sangre. La pierna de Denis quedaría totalmente afectada y al
cabo de un tiempo debería ser amputada.
Comenzaban a acabarse las esperanzas y la desesperación
comenzó a apoderarse de nuestra familia. Sin poder encontrar la
solución a nuestro problema en la ciencia, recurrimos a toda
clase de ayuda (al menos eso era lo que pensábamos) que
alguien pudiera brindarnos: curanderos, brujos, parapsicólogos y
toda clase de hechiceros. Pero nada de esto podía revertir la
enfermedad de nuestro hijo. Por el contrario, nuestra esperanza
disminuía con el paso de los días, y con ella también nuestros
recursos, al punto de quitarnos todo lo que teníamos.
Fue así como llegamos a la provincia de Santiago del Estero.
Allí un médico amigo de la familia nos habló de un Congreso
Nacional de Traumatólogos que se llevaría a cabo por esos días
en el Centro Cultural de Termas de Río Hondo. Todos los
especialistas más renombrados del país se reunirían en aquel
lugar. Entonces, sin dudarlo, mi esposo y yo decidimos viajar
hasta el lugar, junto a nuestros hijos. Una vez allí, Denis fue
sometido a pruebas que duraron más de tres horas. Luego de
analizar la situación, los especialistas resolvieron que lo mejor
sería trasladar el caso a un traumatólogo reconocido del
Hospital Italiano. La única solución que podían ofrecernos era
extraer lo que quedaba de su hueso escafoides y realizar un
injerto en su pierna, pero tampoco esto tenía una garantía total
de que nuestro hijo quedara sano.
En el corazón de Rafael se mezclaban la angustia por el
sufrimiento de nuestro pequeño, rencor, odio. Si Denis tuviera
que quedarse sin un pie, alguien debía hacerse responsable y él
se encargaría de que esto fuera así.
Fue en esos días, mientras nos preparábamos para la
operación, cuando llegó a la ciudad una carpa muy grande. Todo
el mundo comentaba acerca de los milagros que allí estaban
ocurriendo, algo muy extraño para nosotros y que nunca
habíamos oído, pero era lo que estábamos buscando.
Casi sin pensarlo, le pedí a mi esposo que me llevara a aquel
lugar. Y él, a pesar de su incredulidad, accedió.
Fue así como llegamos a la campaña. Era un enorme campo
al aire libre, cubierto de guirnaldas de luces y con gente que
parecía estar feliz, porque todo el tiempo se veía una sonrisa en
sus rostros, y no cesaban de cantar canciones, agitando con
alegría sus pañuelos al ritmo de la música. Mi esposo se quedó
lejos, pero yo decidí cargar a mi hijo en brazos y llevarlo lo más
cerca posible con la única esperanza de que Dios hiciera el
milagro que estaba esperando. Esa noche, luego de cantar, el
evangelista habló acerca de Jesús y de lo que Él podía hacer en
nuestras vidas. Inmediatamente comenzó a orar por milagros y
sanidad. Recuerdo como si fuera hoy que él hizo una oración
específicamente por los huesos. Fue en ese mismo instante
cuando vi, con mis ojos cerrados, que desde el cielo caía sobre
todos los que estábamos en aquel lugar una extraña lluvia, ¡pero
no era agua lo que nos mojaba sino sangre! Tan sorprendida
quedé ante lo que me estaba sucediendo, y casi sin pensarlo
puse mi mano sobre el pie de mi hijo. En ese momento ocurrió
algo inesperado: Denis saltó de mis brazos e inmediatamente
comenzó a caminar, algo que hasta ese momento no podía
hacer. Él sabía en su pequeño corazón que Dios lo estaba
sanando. Y era tan grande su felicidad que nos pidió volver a
casa caminando.
Al llegar al lugar donde estábamos hospedados sucedió algo
sobrenatural. Denis que esperaba en el salón de la casa,
sentado, mientras mi esposo y yo conversábamos en la cocina,
comenzó a gritar y a llamarnos desesperadamente: “Mira papi,
mira mami, por mi pierna corre agua y está rellenando mi hueso,
miren cómo se mueve”. Al oír sus gritos y sin poder ver lo que él
decía que estaba sucediendo, nos costaba mucho creer que
esto fuera verdad. Rafael corrió en busca de medicamentos para
bajar la temperatura, creyendo que nuestro hijo estaba
delirando. Pero él, rebosante de felicidad no se cansaba de decir
que estaba bien, y que Dios lo estaba sanando.
Al día siguiente debíamos llevar a nuestro hijo a realizarse
radiografías para poder llevar a cabo la operación que estaba
planificada. Pero ¿cuál fue la sorpresa? El hueso escafoides, el
que Denis tenía casi destruido, había sido milagrosamente
reconstruido. En la placa podía observarse claramente el nuevo
hueso. Su color era extraordinario, se veía incluso aún más
blanco que los demás huesos. ¡Aleluya! ¡Jesús había sanado a
nuestro hijo de tal manera que no fue necesaria ninguna
operación!
Al cabo de un tiempo, llevamos a Denis a realizarse un
control. Estas fueron las palabras del médico que lo atendió: “El
niño está completamente sano, el último cirujano hizo la obra
completa”. ¡Gloria a Dios, ese es Jesús!

Testimonios de sanidad

UN CORAZÓN NUEVO

Era una noche de primavera, septiembre de 1985. Yo


tenía 27 años. Padecía una grave enfermedad coronaria y
los médicos no me daban más de seis meses de vida.
Llegamos al predio de Av. Pellegrini y Vera Mujica mi
esposa, mis tres hijos, mis padres y yo. Unos días atrás mi
padre había visto en ese lugar una carpa enorme, amarilla y
blanca, y muchas guirnaldas de luces. Creyó que era un
circo y me había invitado para que fuésemos en familia.
Queríamos divertirnos y olvidarnos por un rato del dolor que
estábamos sufriendo.
Había miles de personas reunidas. Comenzamos a
escuchar canciones de alabanza a Dios y nos dimos cuenta
de que no era un circo de barrio. Era una cruzada
evangelística de Mensaje de Salvación. Yo era sacerdote
mormón y practicaba esa religión desde los 16 años. Tomé
a mi esposa y a mis hijos y me fui ofendido a mi casa. Pero
mis padres se quedaron para ver de qué se trataba.
Al día siguiente mi madre vino llorando de alegría a
contarme que se desmayó cuando el predicador oró por ella
y que Jesús había entrado en su corazón. Ahora, decía,
estaba sana de la enfermedad pulmonar que sufría desde
hacía treinta años. Me enojé muchísimo, y le dije que era
todo mentira, y que ese tal “hermano Annacondia” era un
brujo hipnotizador, mentiroso y manipulador.
La noche siguiente fui a la cruzada decidido a
desenmascararlo. Pero algo sucedió. A medida que
escuchaba las canciones, los testimonios de sanidades, la
predicación de la Palabra de Dios, el calor del amor de Dios
comenzó a entibiar un poco mi frío y enfermo corazón…
Entonces cerré mis ojos y oraron por mí. Caí al piso. Me
levanté rápido y me propuse tener los ojos bien abiertos
para no volver a caer. Pero volví a caer al suelo, quise
levantarme pero no pude. Estaba como pegado al terreno.
Me di cuenta de que la poderosa mano del Señor estaba en
ese lugar y que se había posado sobre mí. Comencé a
llorar y a temblar. Entendí que había estado equivocado, y
sentí la necesidad de confesar mis pecados a Dios y pedirle
perdón por ellos. Solicité una entrevista con alguien que
pudiera ayudarme en privado. Un pastor que apoyaba la
cruzada y estaba allí presente me guió a confesar al Señor
mis ofensas, y sentí una inmensa paz en mi corazón. Volví
a llorar, pero esta vez fue por el gozo que sentía. Las
noches siguientes seguí asistiendo a la cruzada con mi
familia.
Una de esas noches, mientras se oraba pidiendo la
llenura del Espíritu Santo, comencé a sentir un fuego que
llenó mi pecho. Palabras desconocidas salían de mi boca
glorificando a Dios. Emocionado, salí corriendo del lugar y
seguí corriendo varias cuadras. Fue en ese momento que
me detuve y supe que el Señor me había sanado de mi
enfermedad coronaria. Hasta ese momento era imposible
para mí caminar unos metros sin perder el aliento. Pedí un
turno con mi cardiólogo para que me hiciera un estudio. Mi
diagnóstico hasta ese momento era de un soplo sistólico
positivo en foco aórtico, estenosis subaórtica, bloqueo
completo de rama derecha y semibloqueo de rama
izquierda. El médico me realizó una ergometría y quedó
atónito ante el resultado. Ordenó un estudio completo y el
resultado fue que tenía un corazón totalmente sano.
¡Aleluya, gracias Señor Jesús!
Corrí a mi casa y abracé a mis hijos y a mi esposa. Como
pude, entre lágrimas, les conté lo que Jesucristo había
hecho y les dije que ya nunca más iban a tener que sufrir
por mí. Que yo iba a estar siempre con ellos para amarlos
en todo y que nunca los iba a dejar solos.
Jamás voy a olvidar ese día. Pude conocer el amor y el
perdón de Dios. Sentí desde aquel momento la necesidad
de hablar de Jesús a cada persona que se me cruzaba, y a
los pocos meses comencé a predicar el Evangelio como
evangelista.
Han pasado veinticinco años y sé que cada día que vivo
es un regalo del Señor. Por eso me he dedicado a recorrer
mi país y otros contando lo que hizo Él en mi familia.
Gracias a Dios por enviar a su Hijo Jesucristo para
salvarnos, sanarnos y llenarnos de su precioso Espíritu
Santo.

SANIDAD PARA BRIAN

Cuando Brian tenía tan solo 1 año, su mamá se dio


cuenta de que sufría un problema con su respiración. María
trataba de enseñarle a comer solo, pero el niño no podía.
Su mamá ya tenía otro hijo y supo que algo no andaba bien
con el pequeño. Con mucha inquietud lo llevó al hospital.
Después de hacer una investigación de su nariz, el médico
descubrió que había nacido con hipertrofia de los cornetes,
un crecimiento de carne dentro de las fosas nasales que
impedía la normal respiración.
Brian empezó una serie de tratamientos que durarían
años buscando reducir la carne crecida en su nariz. Pero no
había ninguna mejora en su condición. Tenía que usar
medicamentos e inhaladores para soportar su enfermedad.
“Respiraba como un chancho”, comentaba su mamá.
“Siempre se despertaba por la noche con problemas para
respirar”. Cuando empezó a ir a la escuela se dio cuenta de
que no era como los otros niños, porque no podía correr ni
jugar. Al cumplir 10 años, luego de haber realizado todos
los tratamientos recomendados, el médico sugirió una
operación. María sentía mucha angustia porque no había
ninguna garantía de que la situación mejorase. Pero, a
último momento, debió suspenderse la cirugía por falta de
especialistas.
Poco tiempo después, en la iglesia adonde asistía ella
con su marido y sus tres hijos, se anunció que habría una
cruzada de milagros en la ciudad de Paysandú, Uruguay.
La primera noche de cruzada asistió toda la familia. En el
momento en que el evangelista empezó a orar por los
enfermos, María y su marido pasaron al frente de la
plataforma para pedir oración por su hijo. Brian quedó en
una silla con sus hermanos y su abuela. Cuando el
evangelista invitó a la gente a poner su mano sobre las
enfermedades, uno de sus hermanos le pidió a la abuela
que ponga su mano sobre Brian. Enseguida el niño sintió
un fuego en su nariz y comenzó a llorar. Cuando su mamá
volvió al lugar vio que su hijo podía respirar mejor y, con
una emoción inmensa, juntos pasaron al frente para dar
testimonio.
Esa noche Brian durmió como un bebé. Al día siguiente,
cuando el médico revisó su nariz no encontró nada en sus
fosas nasales. Con mucha sorpresa dijo que Brian estaba
clínicamente sano y que ya no necesitaba la cirugía. A
partir de ese momento comenzó a correr y a jugar fútbol.
Nunca más tuvo problemas con su respiración.

UN MILAGRO DE RESTAURACIÓN FÍSICA

El 2008 fue un año de grandes desafíos para Sara. Fue


el año en que murió su esposo, y también cuando empezó
a sentir dolores en su vientre. Los médicos le encontraron
fibromas en el útero y le recomendaron cirugía para
solucionar el problema. En esa época ella empezó a pensar
en Dios y a buscar su ayuda para poder sobrellevar todas
las circunstancias difíciles de su vida. Un día su hija la invitó
a una iglesia, y ahí, por primera vez, escuchó hablar acerca
de un Dios de amor y compasión. Poco tiempo después
Sara entregó su vida a Jesús, y encontró la paz y la fuerza
para enfrentar todos los problemas. Al entregarle su vida a
Cristo muchas cosas cambiaron, pero los dolores en su
útero persistieron.
Llegó el día de la cirugía, y su hija la acompañó al
hospital. Sara tenía la esperanza de que al fin todos sus
problemas de salud se solucionaran. La operación fue
exitosa pero allí mismo, en el hospital, ella se dio cuenta de
que estaba sufriendo de incontinencia, no podía controlar la
orina; esto era muy incómodo y vergonzoso. Los médicos le
decían que era algo normal después de este tipo de
cirugías, y que el problema iba a solucionarse. Así que
regresó a su casa, pero con el paso del tiempo su problema
no mejoró. Tenía tan solo 49 años, usaba pañales, y no
podía salir de su casa.
Con desesperación, después de algunas semanas, volvió
al hospital y al reexaminarla los médicos descubrieron la
causa del problema. Durante la cirugía se había dañado la
vagina, dejando una fisura entre esta y la uretra, un
problema grave llamado fístula. Había quedado con una
incontinencia de un 100%. Los médicos inmediatamente le
recomendaron otra cirugía, y al cabo de un terrible mes de
sufrimientos y angustias, Sara regresó para ser operada. Ya
en el hospital se dio cuenta de que no había recuperado el
control. Y a raíz de esto, los médicos le recomendaron otra
cirugía.
Por no tener otra opción, ella aceptó ser operada por
tercera vez consecutiva. Pero siguió sin mejorar. El peor
momento fue cuando los médicos le dijeron, luego de
operarla por tercera vez, que la única posibilidad de
solucionar su problema era operarla una vez más, y poner
un catéter y una bolsa para controlar su incontinencia. Pero,
esa opción ofrecía una realidad aún más insoportable.
Sara regresó a su casa dispuesta a ahorrar dinero para
viajar de su ciudad de Posadas hasta Buenos Aires para
buscar un médico especialista. Pero, como mujer viuda sin
recursos, pronto se dio cuenta de que eso era algo
imposible. Todo esto, sumado al hecho de que no podía
salir de su casa, la había hecho caer en una profunda
depresión y tristeza. Ella necesitaba un milagro.
Un día su hija le contó que en su ciudad se llevaría a
cabo una cruzada evangelística. El segundo día del evento
Sara consiguió salir de su casa y llegó a la cruzada que se
encontraba en el centro de la ciudad de Posadas. Cuando
terminó la prédica pasó al frente para recibir oración por su
salud y, al pasar el evangelista para orar, ella lo detuvo y le
explicó sus problemas. Él le puso sus manos sobre la
cabeza y comenzó a hacer una oración de fe. Sara tenía
tantas esperanzas que, al terminar la oración, sintió
necesidad de ir al baño para verificar si podía retener la
orina. Y en ese momento recibió la alegría más profunda:
¡había recuperado el control de su cuerpo!
Sara regresó a la cruzada el quinto día para dar
testimonio de lo que Jesús había hecho en su vida. Gracias
a Dios y a su obra sanadora ella ahora puede vivir una vida
normal.

JESÚS SE METIÓ EN MI CUERPO Y ME SANÓ

Un día, cuando vivía en Colombia, me enteré de que


estaba embarazada por cuarta vez. La emoción fue muy
grande porque mis anteriores embarazos no habían llegado
a término y deseaba más que nada tener un hijo. Apenas
se cumplieron las treinta y seis semanas de gestación nació
nuestra hija Belén Johanna. Los médicos estaban atónitos,
pesaba solo ochocientos gramos y debió recibir cuatro
transfusiones de sangre. Ya en la Argentina, al cumplir 2
años, un médico le diagnosticó un tumor cerebral. Eso fue
más de lo que podía soportar. Tomé a mi hija en brazos y
me detuve en medio de la avenida Mitre, la más transitada
de Avellaneda. Estaba decidida a suicidarme. Cerré mis
ojos suplicando a Dios que fuera una muerte rápida. Dos
personas, al percatarse de mi decisión, me socorrieron.
Afortunadamente el tumor nunca existió, lo que realmente
sufría mi hija era una hipoacusia bilateral severa. Los
médicos dijeron que nunca iba a escuchar.
En mis ansias de ver su sanidad deambulé durante más
de diez años por cada sitio donde me aseguraban que
recibiría el milagro tan esperado. Se sucedieron una
frustración tras otra, no hubo ni una leve mejoría, por el
contrario, su salud se tornaba cada vez más frágil.
Paradójicamente, Belén siempre tuvo una gran
sensibilidad por la música, y deseaba aprender a tocar el
violín. En mis ansias por complacerla hice muchas llamadas
pero ningún profesor la quería como alumna, hasta que
uno, cuya voz sonaba más compasiva, decidió hacer el
intento.
Al asistir a clases, Teté, la madre del profesor, notando la
hipoacusia de Belén me susurró acerca de las cruzadas del
ministerio Mensaje de Salvación. En ese mismo instante, y
sin siquiera percatarse de lo conversado, mi hija me miró
fijamente y casi como reclamándome dijo: “Mamá, yo quiero
ir a la iglesia para que Dios me sane”. Intentando dar con
alguna campaña llamé a una hermana que se comprometió
a averiguar. Estando ella haciendo fila en un banco escuchó
decir a unas personas que esa misma noche había una
cruzada. Por su parte, su esposo, buscando empleo,
también presenció una conversación donde se hablaba de
la campaña del hermano Annacondia en Adrogué. Ambos
se comunicaron entre sí para contar la buena nueva
sorprendidos y fue así como ese día llegamos a la cruzada.
A varias cuadras ya podíamos oír los coros que una
multitud jubilosa entonaba, estaban tan impregnados de fe
que contagiaba. En la atmósfera de ese lugar se respiraba
gozo; se elevaban las alabanzas y surgían aplausos
espontáneos a Jesús que sonaban como el estruendo de
muchas aguas. Esa noche, en medio de la predicación, el
evangelista Carlos Annacondia preguntó a los presentes:
“¿Crees que Jesús hará un milagro?”. Yo grité desde mi
asiento: “¡Sí, lo creo!”. Todos se voltearon a mirarme, hasta
mi hija con su débil audición ¡había escuchado el grito! Al
finalizar, invitó a los que queríamos comenzar una vida
nueva a acercarnos al altar, y nos abrimos paso como
pudimos. Se oía el pregón: “¡Ven, que Jesús te llama! ¡Las
cosas viejas pasaron todas son hechas nuevas!”. Nadie en
ese sitio lo deseaba más que yo. En mi corazón oraba al
Señor con desesperación rogándole la sanidad de mi hija,
pero una muy escasa fe se debatía en mi interior pensando
que las personas que caían bajo el poder de Dios eran
fanáticos o, peor aún, que se les pagaba para fingir. En ese
preciso instante alguien que vestía totalmente de negro se
me acercó y me advirtió muy severamente: “¡No hables con
él!”. Luego entendí que un espíritu maligno había intentado
impedir nuestro encuentro con Jesús. No sé cómo, pero
permanecí allí hasta que mi hija recibió la oración tan
esperada.
El hermano Carlos Annacondia la observaba con los ojos
cargados de amor y, pidiéndole que se quitara por un
momento los audífonos, puso ambas manos a los lados de
su cabeza y oró. En ese mismo instante se desplomó. Yo
estaba azorada. Levantándose luego de unos segundos
lloraba, porque manifestaba mediante señas estar sintiendo
un gran dolor. Inmediatamente un líquido oscuro comenzó a
fluir de sus oídos sin motivo aparente. Belén dijo: “Jesús se
metió en mi cuerpo y me sanó”. Luego me miró asombrada:
por primera vez en muchos años escuchaba su propia voz.
Esa noche comenzó a dejar el lenguaje de señas y una voz
tenue comenzó a surgir cada vez más fluida.
A partir de ese día progresivamente fue recuperando su
capacidad auditiva. Los médicos que la asistieron durante
doce años habían determinado que era tiempo de realizarle
un implante coclear, una intervención quirúrgica cuyo costo
superaba los cuarenta mil dólares. Yo no soportaba la idea
de que mi hija tuviera que raparse la cabeza y pensaba el
deterioro emocional que causaría en ella ese cambio. A fin
de someterla a dicha cirugía le practicaron una nueva
audiometría detectando una sorprendente mejora, motivo
por el cual decidieron enviar a calibrar el equipo, ignorando
absolutamente el poder sanador de Cristo. La noche de la
cruzada Jesús comenzó un milagro y su obra restauradora
no se detuvo hasta el día de hoy. Los audífonos que Belén
utilizaba ya no los necesita y pudo contar telefónicamente
su testimonio.
Ella tendrá en lugar de una costosa cirugía, una fiesta por
sus 15 años. Ejecuta magistralmente el violín, recuperó casi
totalmente su audición y asistirá por primera vez en su vida
a una escuela de oyentes. Su realidad ha sido transformada
por Jesús, hay un inmenso gozo en ella y una gran
expectativa por lo que Dios aún hará. Toda la familia fue
impactada a través de este milagro.

Ú É Ó
VOY A SEGUIR A JESÚS PORQUE ÉL ME SANÓ

Cuando Bruno tenía 10 años empezó a sufrir dolores en


los riñones y a despedir sangre en la orina. Los médicos
trataron de controlar la enfermedad con antibióticos, pero
su estado no mejoró. Los dolores eran cada vez más
fuertes y el cuadro cada día era más grave. Llegó a tal
punto la situación que debió ser internado en el hospital
San Martín en su ciudad natal, Olavarría, provincia de
Buenos Aires. Luego de hacer varios chequeos una
ecografía detectó que en el riñón izquierdo había alojado un
quiste del tamaño de dos centímetros.
Durante dos años los médicos hicieron todo lo posible
para salvar el riñón, pero su salud no mejoraba. Las
hemorragias continuaban y los dolores comenzaban a
volverse intolerables para el niño. Los padres de Bruno una
y otra vez debieron trasladarlo a la Capital Federal para
someterlo a otras pruebas de mayor complejidad. Tras
varios intentos de tratamiento descubrieron, con profunda
tristeza, que padecía de un mal incurable llamado
enfermedad de Berger. Lo único que la ciencia podía
ofrecer era someterlo a diálisis –quedaría dependiente de
este tratamiento de por vida– o intentar hacerle un
trasplante de riñón, con lo complejo que podría ser.
Los pronósticos de vida que Bruno tenía no eran muy
alentadores. Y debido a tantas idas y venidas a diferentes
hospitales y tratamientos había perdido el año escolar.
Ahora no solo la angustia de la enfermedad abrumaba su
vida, sino también el tener que recursar el ciclo escolar,
además de abandonar el club de fútbol del cual era socio,
porque ya no podría realizar ningún tipo de actividad física.
Cuando comenzó la campaña evangelística en su ciudad,
para el pequeño había prevista una biopsia para evaluar la
necesidad de diálisis o el trasplante de riñón. Hasta ese
momento él no conocía a Dios, por eso no tenía interés en
sus cosas. Su madre, quien también padecía fuertes
dolores en el vientre, asistió la primera noche de campaña.
Ella había sido intervenida quirúrgicamente por un tumor
que tenía alojado en el ovario; la operación no logró los
resultados esperados y ahora el diagnóstico era cáncer de
útero. “Mucha gente me habló de Jesús durante toda mi
vida, pero nunca presté atención. Sufrí muchas cosas
dolorosas que llenaron mi corazón de odio, rencor y
amargura”, fueron las palabras que Norma, mamá de
Bruno, expresó aquella noche. Cuando escuchó de la boca
de su sobrina que una campaña de salvación y milagros
tendría lugar en su ciudad, tomó la decisión de asistir.
Esa noche Norma pasó al frente, junto a una multitud que
clamaba necesitada de Jesús, para entregar su vida a
Cristo y rendirse a Él. En el momento en que el evangelista
oró por las enfermedades, cayó al piso fulminada y fue
llevada a la carpa de liberación. Las hermanas, que tenían
la tarea de ayudarla en lo que necesitara, oraron por ella y
le enseñaron con mucho amor que el odio que tenía
arraigado en su corazón era una barrera que la separaba
de la bendición de Dios. Pero, si ella estaba dispuesta a
perdonar a quienes la habían dañado, el Señor quitaría la
barrera y la haría libre de sus pecados, y también de su
enfermedad. Norma comprendió que, el odio y el rencor
que sentía hacia las personas que la habían dañado, la
tuvieron sometida durante muchos años. Con la ayuda del
Espíritu Santo tomó la decisión de perdonarlos, y también
renunció a todos sus pecados.
Ella estaba tan feliz por haber recibido a Jesús en su
corazón, y sentía tanta paz, que recién al llegar a su casa
notó que los dolores en su vientre habían desaparecido por
completo. A partir de ese día no sintió más dolores. Toda la
familia notó que algo había sucedido en ella. Así que al día
siguiente su hijo Bruno y varios de sus hermanos decidieron
acompañarla. Noche tras noche veían cómo el poder de
Dios se manifestaba entre tanta gente. Unos eran sanados,
otros liberados de angustia, depresión, muchos testificaban
acerca de la transformación que Jesús trajo a sus vidas.
Recién el sexto día de campaña el niño decidió abrirle la
puerta de su corazón a Jesús y rendirle su pequeña vida.
La alegría y la paz comenzaron a apoderarse de él. Cuando
el evangelista oró por las enfermedades comenzó a sentir
un fuego en todo su cuerpo y fuertes pinchazos en el riñón
afectado.
Al volver a su casa, Bruno se dio cuenta de que algo
había sucedido. Los dolores ya no estaban y la hemorragia
que tenía había desaparecido. Comenzó a recuperar la
esperanza de poder cumplir sus sueños, y el ánimo lo llevó
a querer hacer cosas que antes no podía realizar. Al día
siguiente, lo primero que hizo fue andar en bicicleta, algo
que no podía hacer desde hacía dos años. Luego salió
corriendo para jugar fútbol con sus amigos. Por la tarde, ya
tenía concertado un turno en el hospital. Allí su madre contó
el cambio que había visto en su hijo durante ese día.
Inmediatamente los médicos hicieron otra ecografía y, para
la sorpresa de todos, no encontraron ningún quiste en el
riñón. Dice el estudio “Riñón izquierdo: Situación, tamaño y
forma conservada”. Le dieron el alta. Esa noche, junto a su
mamá, subió a la plataforma para dar testimonio de lo que
Cristo había hecho.
“¡Voy a seguir a Jesús, porque él me sanó!”, dijo Bruno.
“¡Dios me devolvió todas las cosas que había perdido!”.

NADA HAY IMPOSIBLE PARA DIOS

“No puede imaginar las horas que paso llorando delante


del Señor y clamando a Él por la sanidad de mi hijo. Solo
tiene 5 años, los niños del barrio se burlan de él. Tendrá
que asistir a una escuela especial”, expresó Rosa acerca
de su hijo Job. En sus palabras se notaba la aflicción.
El niño había nacido en el campo, cerca de la ciudad de
San Rafael, Mendoza, era el tercero de tres hijos. Con solo
un año, sus padres ya sabían que tenía un problema de
audición, porque no respondía a los estímulos como sus
otros hermanos lo habían hecho. Ellos estaban
esperanzados en que la situación mejoraría con el tiempo.
Pero cuando Job cumplió 2 años todavía no hablaba. Los
médicos aconsejaron llevarlo al hospital de niños de la
ciudad de Mendoza para encontrar la causa de la falta de
audición. Esta sugerencia, que parecía simple, no era algo
fácil para gente que vivía en el campo y que no contaba con
recursos para trasladarse. Pero, con la esperanza de que
los especialistas pudieran hacer algo, toda la familia trabajó
arduamente para conseguir los medios para viajar. Rosa
puede recordar el dolor que sintió cuando, después de
hacer todos los estudios, los médicos en Mendoza le
dijeron que su hijo tenía una deformación de los huesos
dentro de sus oídos; y que a causa de esto solo podía oír el
15% de lo que una persona sana podía escuchar. En el
futuro, cuando los huesos estuvieran formados, sería
posible hacer una operación para poner implantes y así
intentar mejorar la audición. Mientras tanto, la familia
tendría que aprender a vivir con el hecho de que el niño era
sordomudo.
Con mucha tristeza Rosa regresó a su hogar con su hijo.
La sordomudez de Job traía aparejada la imposibilidad de
comunicarse con sus seres queridos. A causa de la
distancia, y de su situación económica, ella no podía recibir
ayuda para aprender a comunicarse con su hijo. No
obstante, de alguna manera él se las arreglaba para
comunicarle a su madre, a través de señas, lo que
necesitaba. Pero, la mayor parte del tiempo, el niño tenía
que vivir dentro de su propio mundo. La familia, que ya
conocía a Jesús, asistía a una iglesia cercana a donde
vivían. Las oraciones de los hermanos y el apoyo de la
congregación les levantaban el ánimo y los fortalecía para
seguir adelante.
Cuando el pequeño cumplió 4 años fueron invitados a
una cruzada de salvación y milagros en la ciudad de San
Rafael. La fe de Rosa era grande y estaba esperanzada de
que Dios podía tocar a su hijo. Con su esposo tenían la
expectativa de que el Señor iba a hacer algo por él. Llegó el
día de la campaña. Asombrados por la multitud que se
había congregado para oír el mensaje del Evangelio, y
luego de escuchar muchos testimonios del poder de Dios
haciendo milagros y sanidades, Rosa pasó al frente con
Job en sus brazos para recibir oración por él. Cuando el
evangelista puso sus manos sobre el niño, dijo: “Jesús va a
hacer un milagro en el tiempo que él crea conveniente”.
Al escuchar estas palabras, la esperanza de la mujer
pareció desvanecerse. Con lágrimas de angustia en su
rostro, pensaba: “¡Dios, ¿cuánto tiempo tendremos que
esperar?!. Pero, al momento, una fuerte convicción se
afianzó en su corazón y, junto a su esposo decidieron creer
la palabra dada por el evangelista de que Jesús iba a sanar
a su hijo. Rosa recibió nuevas fuerzas para seguir con sus
oraciones y soportar el sufrimiento de Job. Poco menos de
un año después de recibir la promesa, ella y su esposo
escucharon noticias de que el evangelista iba a volver a
San Rafael para otra campaña de milagros.
Esta vez Rosa oraba fervientemente: “¡Que este sea el
tiempo de su sanidad!”. Comenzada la campaña, la primera
noche toda la familia asistió con la esperanza de obtener el
milagro para el niño. Job corría entre la multitud que se
encontraba frente a la plataforma clamando por salvación.
Durante la oración por los enfermos se pudo escuchar el
grito fuerte del evangelista que decía: “¡Espíritu sordomudo,
te reprendo en el nombre de Jesús!”. En ese momento
Rosa vio que su pequeño tenía sus dedos dentro de los
oídos, como si algo le molestara. Segundos después, los
tapó con sus manos para bloquear el fuerte ruido de los
parlantes que podía percibir sin ninguna dificultad.
Inmediatamente sus padres notaron que algo había
pasado.
Al día siguiente, por primera vez en su vida, Job comenzó
a repetir los nombres de sus hermanos e imitar sonidos que
escuchaba en el hogar. Durante el transcurso de una
semana continuó mejorando su forma de hablar y empezó
pronunciar algunas palabras. La felicidad de sus padres y
del niño fue tal que decidieron llevarlo a un fonoaudiólogo
local, para verificar el milagro de Dios. Las únicas palabras
que el profesional pudo mencionar fueron: “¡Esto es
imposible! ¡Esto no puede ser!”.
La última noche de campaña toda la familia con sonrisas
de felicidad inconfundible, subió a la plataforma llorando y
alabando a Dios, para contarles a todos los presentes que
Jesús había hecho el milagro justo en su tiempo.

JESÚS ME SANÓ

No tuve una infancia como los demás niños en mi Bahía


Blanca natal. Desde que tengo uso de razón sentí dolor en
mis huesos. El dolor era constante y me impedía hacer lo
que cualquier chico desearía hacer: correr, jugar, andar en
bicicleta y hasta permanecer de pie. Al cumplir 5 años mis
padres me llevaron a un médico especialista. Lo que hasta
ese momento se le atribuía a una anomalía en el
crecimiento, finalmente resultó ser displasia epifisaria. Una
cruel enfermedad que no tenía cura hace cincuenta años, y
tampoco la tiene en la actualidad, que ocasiona falta de
osificación y de cartílagos en todos los huesos, limitaciones
articulares y artrosis. El diagnóstico era sencillo: a los 30
años estaría indefectiblemente en una silla de ruedas. Mis
padres me llevaron a muchos médicos y todos daban el
mismo veredicto. No había futuro para mí, estaba
condenado a quedar postrado. Mis sueños de tener una
profesión, casarme, formar una familia, se hicieron añicos.
Los resultados de las resonancias magnéticas y
radiografías, con el paso del tiempo, fueron empeorando
sensiblemente, y fue así que cada tres meses, durante
dieciséis años, visité el consultorio médico realizando un
tratamiento costoso e infructuoso.
En el año 1992 acepté a Jesús como mi salvador, y un
año más tarde en mi ciudad se realizó una cruzada de la
misión cristiana Mensaje de Salvación que tenía por
nombre: “Bahía Blanca, Jesús te ama”. Asistí casi todas las
noches y cada vez era una celebración. El poder de Dios se
manifestaba en tremendas liberaciones y sanidades.
Cientos eran salvos. Era tal el gozo que tenía en mi
corazón por lo que oía y veía que el Señor hacía que no
reparé en pedir que alguien orara por mí y por la
enfermedad que me aquejaba. Al finalizar la campaña la
ciudad estaba conmocionada y experimentaba un gran
avivamiento. ¡Habíamos presenciado el poder de Dios
como nunca antes!
Como era costumbre, visité nuevamente el consultorio de
mi médico para que me examinara, sacara radiografías e
incrementara la dosis de la medicación que habitualmente
consumía. De inmediato se mostró sorprendido. Había
notado algo que yo no había advertido y me indicó hacerme
unas placas. Al recibir los resultados noté que el doctor
miraba fijamente las placas, las giraba, les aplicaba más
luz, se tocaba el mentón y meneaba la cabeza hacia ambos
lados, fruncía el seño y volvía a mirar las placas. No
encontraba explicación, no podía comprender, no había una
explicación científica para lo que sus ojos estaban viendo.
¡Jesús me había sanado por completo! La enfermedad se
había esfumado para nunca más regresar. El médico
estaba desconcertado, atónito, perplejo. Me indicó hacer
más radiografías, cámara gama, análisis. ¡No había
vestigios de la displasia! Durante dieciséis largos años me
había atendido, conocía mi enfermedad y diagnóstico en
profundidad. Ya éramos casi familiares. Tanto frecuenté su
consultorio que desde hace dieciocho años estoy casado
con su secretaria; y cada día, cuando voy a buscar a mi
esposa luego de su jornada de trabajo, él con su asombro
casi intacto me pregunta: “¿Cómo estás de los huesos?”, y
mi respuesta es siempre la misma: “¡Jesús me sanó!”.
Ese milagro poderoso de Jesús me marcó para toda la
vida. Hoy debería estar paralítico y deformado por la
enfermedad. No solo no lo estoy, sino que jamás volví a
experimentar ningún dolor en mis huesos. Hago todo lo que
siempre quise hacer y sirvo al Señor todopoderoso. ¡A Él
sea toda la gloria!

¡NO HAY RASTROS DEL SIDA EN MÍ!

Burla, maldiciones, pronósticos de muerte y depresión


fueron mis compañeros durante cinco largos años. No
había ninguna esperanza para mí, ni para el hijo que estaba
en mi vientre. Eran los años noventa y la información
acerca del HIV era muy escasa.
Yo había visto morir a mi amiga de este mal degenerativo
que la privaba uno a uno de sus sentidos. Había
contemplado los rostros de sus hijos, confusos por la
muerte inminente. Para mí ya no habría Navidades ni años
nuevos, y mi hijo no conocería jamás a quien tanto lo amó.
Alguna vez alguien me habló de las campañas del
ministerio Mensaje de Salvación, donde muchos eran
sanados y libertados e insistentemente preguntaba: “¿Hay
campañas? ¿Cuándo hay campañas?”. Finalmente, una
amiga se apiadó de mí y me llevó. Con mis fuerzas casi
extintas llegué a una cruzada del hermano Carlos
Annacondia en Moreno, allá por el año 1999. La mano
poderosa de Jesús se posó sobre mí en el altar, las puertas
de mi corazón se abrieron de par en par a una salvación tan
grande. Finalmente, el evangelista oró por mí y puso su
mano en mi cabeza, en ese instante recibí paz, mi mente se
tornó más clara y supe que algo había sucedido.
Pocos días después Joel, el hijo tan amado, nació.
Jamás podré olvidar la infinita felicidad que sentí al saber
que estaba completamente sano. Había un futuro de
esperanza y vida para él, del cual yo aún no me sentía
partícipe.
En profundo contraste con su realidad, yo cada vez
recibía dosis más altas de una medicación violenta que
escaseaba. Nuevamente me invitaron a una cruzada y me
aventuré con mi pequeño hijo a un largo viaje con la
esperanza de asir el milagro. Ya antes de bajar del colectivo
que nos llevó se escuchaban las alabanzas, coros de
esperanza y fe. Unos aplaudían, otros adoraban a Dios y
muchos testificaban de lo que Jesús ya había hecho en sus
vidas. Esa noche el ciego Bartimeo alzaba su voz clamando
por sanidad en los labios del evangelista Carlos
Annacondia. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.
Un ruego idéntico al mío, una profunda súplica ahogada en
lágrimas y gemidos. Apenas pude, me acerqué a la
plataforma y oí decir: “¡Ven que Jesús te llama!”. Corrí con
desesperación entre la multitud con mi hijo en brazos, me
arrodillé y oré con todas mis fuerzas. Jesús estaba allí,
nuevamente inclinó su oído a mi clamor. La enfermedad
que ponía fin a mis sueños se desvaneció. Muchas fueron
las pruebas y estudios que me practicaron a fin de hallarla y
seguir tratándola, ¡pero no hay rastros del sida en mí! Ya
pasaron más de diez años y no volví a necesitar ningún
tratamiento. Las defensas bajas son parte del pasado, lo
que viví dista mucho de ser una mera experiencia emotiva.
En mí está plasmado el poder sanador y restaurador de
Jesucristo. Nunca me sentí más plena que hoy.
Mi esposo y mi hijo mayor conocieron el poder de Dios, y
también los médicos constataron mi completa sanidad.
Amigos y vecinos que presenciaron mis jornadas más
oscuras no pueden más que reconocer a Jesucristo y su
gracia que obró en mí para salvación y también para
sanidad. Hace tiempo fui bautizada y en la actualidad me
congrego en una iglesia en Ciudadela. Diariamente testifico
lo que Jesús hizo en mí colaborando en un programa radial,
y ahora es a mí a quien preguntan insistentemente:
“Sandra, ¿hay campañas? ¿Cuándo hay campañas?”.

¡ME ESTOY QUEMANDO!

Corría el año 1985 en la ciudad de Córdoba, República


Argentina. En aquel tiempo, en el ámbito eclesiástico, había
una frase que se repetía en todos los sectores del país y se
remontaba a las cruzadas de un joven evangelista, con
quien mis padres habían colaborado como ujieres, y era:
“Oíme bien, Satanás”.
En el mismo instante que esas palabras salían de su
boca miles de personas eran impactadas con el poder de
Dios, muchas eran sanadas de todo tipo de enfermedades
o liberadas de espíritus demoníacos, otras eran llenas del
poder del Espíritu Santo. Fue algo asombroso.
Lo más emocionante, para mi mente de 7 años, era llegar
a casa y conversar hasta largas horas de la noche con mi
hermano Walter y mis padres de todas las aventuras que
habíamos experimentado en esas noches de avivamiento.
Sin darnos cuenta, el Señor nos estaba entrenando para
una gran guerra espiritual que se manifestaría en el
ministerio a las naciones que Dios nos tenía preparado. Mis
ojos grababan todo, como si fueran dos cámaras digitales,
mientras la música sacudía los corazones y la gente
cantaba con entusiasmo.
Fue una experiencia sobrenatural para nosotros, y algo
muy dentro de mí me decía que ser ministro de Dios sería
mi asignación en la vida. Escuchaba todos los días sus
casetes, tarareaba las canciones y soñaba con algún día
poder ser usado por el Señor como ellos.
La parte que más me estremecía era cuando el
evangelista dirigía su mano y decía: “Un camillero a la
derecha, por favor”, “otro en el fondo, por favor”, y ellos
corrían con una pasión que alucinaba. Yo quería estar ahí,
en medio de la acción. Me escondía entre las piernas de
mis padres y me sentía todo un héroe, todo un soldado de
Jesús. No me asustaba ver a esa gente “convulsionando”
sobre la camilla mientras era llevada a la carpa de
liberación. Recuerdo la primera vez que entré a esa enorme
carpa. Parecía un hospital improvisado, como en las
películas de guerra. Pude ver a gente de todos los estratos
sociales venir a los pies de Cristo y ser transformados
completamente.
Personas se retorcían como serpientes en el piso,
algunos de ellos se enroscaban en los postes, otros en los
rincones con la cara deformada como si fueran monstruos.
No parecían seres humanos. Era gente que gritaba con
locura, vomitaba una espuma blanca y finalmente se
desmayaba desvanecida. Se levantaban liberados y
restaurados de todo tipo de demonios y ataduras malignas.
Esas mismas personas que hacía una hora atrás estaban
poseídas subían al escenario y saltando contaban sus
testimonios de cómo la misericordia y la gracia del Señor
los había salvado.
Al mismo tiempo, en ese mismo año, una fuerte
enfermedad golpeó mi puerta. Tuve pulmonía. Mis padres
la combatían con toda clase de medicinas pero la sanidad
no llegaba, al punto tal que se volvió una enfermedad
crónica. Después de innumerables inyecciones, en vez de
mejorar, siguió empeorando y se trasladó a mis oídos. Poco
a poco comencé a perder la audición. Recuerdo un día en
que estaba mirando televisión, y mi mamá vino espantada
porque tenía el sonido del televisor al máximo volumen, lo
que para mí era algo normal. Fue en ese momento cuando
noté por primera vez la desesperación en los ojos de mi
madre, que con lágrimas en sus ojos me abrazaba y me
decía: “Dios te va a sanar, hijo mío, Dios te va a sanar,
Davicito”. Todas las semanas me llevaba al médico. Vez
tras vez me hacían audiometrías pero los reportes no eran
para nada alentadores. Los doctores decían que del oído
derecho casi había perdido la audición y del izquierdo solo
me quedaba la mitad. Los medicamentos no daban
resultado y nada funcionaba.
Una de esas noches, meditando en las palabras de mi
padre, quien siempre me hablaba de las promesas del
Señor, recordé lo que muchas veces me había dicho: “Dios
es todopoderoso y todo lo que le pidas te lo dará”. En ese
momento vinieron a mi mente como en una película todas
aquellas noches de campaña en las que había participado.
Podía escuchar repitiéndose una y otra vez en mi mente la
voz de aquel joven evangelista llamando a los enfermos de
sordera, y cientos eran sanados. Poco a poco se afirmaba
en mí la convicción de que el Señor podía sanarme.
El siguiente fin de semana mis padres decidieron
llevarnos de vacaciones a las montañas de Córdoba.
Participaríamos de un campamento en un lugar llamado
Diquecito y, al siguiente sábado, asistiríamos como familia a
otra de las campañas de salvación y milagros que se
realizaría a unos pocos kilómetros de donde nos
encontrábamos.
Algunas horas después de haber llegado, uno de los
amigos de mi padre nos cuenta que Carlos Annacondia
estaba en un hotel de la zona; y que había pedido reunirse
con los colaboradores de la campaña para orar e interceder
con ellos por todo lo que iba a suceder esa noche.
En pocos minutos estábamos allí orando junto con un
gran número de hermanos. Durante la oración, el hermano
Carlos tomó mi mano y mirándome a los ojos me regaló
una sonrisa; luego continuó con la oración. Una vez
finalizada la reunión de intercesión tomó su auto y nos llevó
hasta el lugar donde se realizaría la campaña. Ese viaje fue
una de las cosas que jamás podré olvidar. Puedo recordar
cada detalle, desde escuchar al hermano orar e interceder
mientras manejaba hasta ver el sol caer detrás de las
hermosas montañas cordobesas. Llegamos al campo
donde había miles de personas esperando por una noche
más de prodigios y milagros. Y yo estaba ahí, esperando
por el mío.
La multitud comenzó a aplaudir al compás de los
instrumentos y un mar de gente empezó a abarrotar el
lugar. Esa noche miré al cielo y con mi mente le hablé al
Señor: “Por favor te pido que me sanes, quiero que me
uses en gran manera”. Luego de algunos minutos el
evangelista invitó a aquellos que padecían de sordera. En
ese momento mis padres me tomaron del brazo y
comenzaron a orar por mí. Instantáneamente un fuego
comenzó a arder tremendamente desde mi estómago y
lentamente a subir por todo mi cuerpo, me quemaba.
Entonces grité asustado: “¡Me quema, me quema, me estoy
quemando!”. El fuego siguió subiendo hasta el nivel de mi
cuello y cuando llegó a mis oídos sentí una explosión, como
si hubiera tenido dos tapones en mis oídos que salieron
violentamente. A partir de ese momento escuché
normalmente como si alguien hubiera subido el volumen de
mi equipo de música.
Ese día me “enamoré de Dios” porque me había
escuchado. Esa noche marcó mi vida para siempre.
Simplemente creí que Dios me iba a sanar. Esa semana
mis padres me llevaron a mi rutina de audiometría. Los
doctores trajeron los reportes diciendo que mis oídos
estaban perfectos y que había sido un milagro.
Al poco tiempo empecé a tener mis primeros encuentros
con la música y me convertí en cantante, compositor,
saxofonista y predicador, dando lo mejor de mi niñez,
adolescencia y juventud al servicio del Señor.
En honor a este tremendo evangelista: “Gracias, Carlos
Annacondia, por haber ofrecido tu vida como un
instrumento en las manos de Dios”.
Capítulo 5
Resucita tu esperanza

Lo más notable que el ser humano en estos tiempos está


viviendo es la ausencia de esperanza. Sueños que por
muchos años, aun desde pequeños, abrigamos en nuestro
corazón, se han derrumbado, se han vuelto imposibles de
realizar. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué la vida es tan distinta a
lo que esperábamos? ¿Por qué tanto sufrimiento y dolor en
el camino? ¿Por qué nuestros planes no funcionaron? ¿Por
qué los sueños de tener una familia se han destruido y ya
no existe el matrimonio ni aquella ilusión de un hogar feliz?
Una y otra vez nos preguntamos por qué, por qué, por
qué…
¿Quieres saber la respuesta?: porque le hemos dado la
espalda a Dios. Así tan simple y sencillo. Intentamos de
muchas maneras eludir al Señor. Lo quitamos de nuestras
escuelas. Lo hicimos a un lado en nuestra familia.
Desechamos los principios y valores que Él nos enseñó en
la Biblia, su Palabra, y establecimos nuestras propias reglas
de juego. Luego, cuando algo inesperado sucede, cuando
los conflictos aparecen, cuando las catástrofes mundiales
suceden, le preguntamos por qué.
Por esto el hombre sufre, la sociedad está en crisis, la
familia se desvanece y los valores cada vez más
desaparecen. La respuesta de Dios es siempre la misma:
“Porque me has dado la espalda”.
El Señor no tiene participación en nuestra vida. Lo que Él
piense o los sueños que tenga con nosotros no cuentan. No
nos interesa conocer su voluntad. Y luego, cuando todo
sale mal, cuando estamos a punto de perderlo todo, lo
hemos malgastado, y ya no tenemos fuerzas ni sabemos
qué hacer con nuestra vida, nos acordamos de Él y le
reclamamos, como si fuéramos hijos con derechos.
Le dimos la espalda a Dios

La Biblia, el manual de Dios para nosotros, cuenta la


historia de un muchacho que nos representa como seres
humanos. Está en el evangelio de Lucas:
Un hombre tenía dos hijos —continuó Jesús—. El menor de
ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la
herencia”. Así que el padre repartió sus bienes entre los dos.
Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un
país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su
herencia.
Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez
en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y
consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo
mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que
hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a
los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y
se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de
sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi
padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya
no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno
de tus jornaleros”. Así que emprendió el viaje y se fue a su
padre.
Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció
de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El
joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no
merezco que se me llame tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus
siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle
también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el
ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque
este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se
había perdido, pero ya lo hemos encontrado”. Así que
empezaron a hacer fiesta.
—Lucas 15:11-24

Jesús contó esta historia en forma de parábola para que


podamos interpretar el real significado. Cada uno de
nosotros podemos ser un hijo pródigo como el de la
historia.
El problema real se presenta cuando debemos reconocer
que Dios existe. Porque, si Él realmente existe (y todos
tenemos pruebas fehacientes de que así es, la creación
misma es una de ellas) estamos, de alguna manera,
obligados a someternos a su voluntad. Este es el verdadero
problema del ser humano. No queremos reconocer a Dios
porque no queremos someternos a su voluntad. Queremos
vivir la vida a nuestro antojo, bajo nuestras propias reglas,
sin que nadie dictamine ni juzgue nuestro comportamiento.
Si me complace, entonces para mí está bien. Igual que el
hijo pródigo deseamos tomar los beneficios del Señor y
malgastarlos lejos de la casa del Padre.

Todo lo hemos malgastado

La desobediencia del hombre fue justamente esa. Adán


hizo exactamente lo mismo que el hijo pródigo.
Desobedeció a Dios, y despreció su cuidado y protección.
Escogió establecer sus propias reglas, creyendo que esta
era la mejor manera de vivir la vida. El resultado lo vemos
claramente cuando leemos el periódico, las revistas o
vemos la televisión. Simplemente analizando el mundo en
que vivimos nos daremos cuenta de si Adán acertó con la
decisión de salirse de la tutela del Señor y comenzar a vivir
a su antojo.
El joven de la parábola se fue a vivir a una provincia
apartada. Tenía dinero, era joven. Quizás pensaba algún
día volver siendo un príncipe, un rey o alguien muy
importante, y decirle al padre: “¿Viste cómo he triunfado en
la vida? Soy importante. Por eso salí de tu tutela y no me
interesaba estar bajo tu cuidado”. Pero resulta que este
joven gastó todos sus bienes viviendo perdidamente. Y
cuando dice perdidamente se refiere a que tomó malas
decisiones. Lo malgastó en fiestas, orgías, borracheras y
todo lo que trae consigo la promiscuidad, drogas, alcohol.
Pero, llegó el momento en que se le terminó el dinero. Y
cuando este se acaba, se acaban también los amigos.
Muchos estaban a su alrededor mientras hubo dinero, pero
cuando llegó la necesidad, lo que parecía amistad se vio
claramente que no había sido sino conveniencia: las
puertas se cerraron, porque nadie quería recibir a un
arruinado y fracasado.
Ya había perdido todo; no le quedaba nada. Y dice la
Biblia que cuando se encontró perdido completamente, vino
hambre a aquella región. Habrá pensado que tal vez era un
buen momento para buscar un trabajo y poder conseguir
alimento. Fue entonces a pedirle a un hacendado, y este lo
mandó a cuidar cerdos. El cerdo es considerado
bíblicamente un animal inmundo, o sea que, para aquellos
tiempos cuidar cerdos era lo más desprestigiado que
existía. Quiere decir que lo mandó al peor lugar, a donde
nunca hubiese pensado ir.
La parábola dice que él miraba a los cerdos comer las
algarrobas, pero no podía tocar ni siquiera una porque
seguramente le era prohibido y nadie le daba. ¡En qué
condición tan baja y terrible llegó a estar este hombre!
Dice la Biblia que cuando se dio cuenta de que estaba
derrotado, frustrado, fracasado, arruinado, sin fuerzas y ya
no tenía a quién acudir, volvió en sí. Se dio cuenta del error
que había cometido, de su equivocación, de que había
errado en su decisión.
Entonces se dijo: “Volveré a la casa de mi padre. Yo sé
que no tengo ningún derecho de reclamarle nada porque él
me dio todo lo que me correspondía. Pero en su casa hay
abundancia de pan y yo aquí perezco de hambre. Volveré a
la casa de mi padre y le diré que me perdone. He pecado
contra el cielo y contra él. Que me tenga siquiera como uno
de sus jornaleros”.

Reconoce tu error

Jesús aquí nos da una clara enseñanza: la importancia


de reconocer el error y el saber pedir perdón. Cuando el
hijo pródigo volvió en sí, supo que tenía dos alternativas:
morir de hambre o humillarse, reconocer su error y pedir
perdón. No había otra opción. Pero decidió pedirle perdón a
su padre.
El diablo existe y es real. Yo me imagino que mientras él
volvía de regreso a su casa, Satanás le diría: “Mira, no te
arrimes a tu padre porque te va a matar. No va a querer
verte; va a echarte como un perro. No vayas porque no te
va a recibir”. Pero este hombre volvió en sí de verdad y dijo:
“Yo voy a ir a pedirle perdón a mi padre, porque él me
conoce bien y sé que me ama”.
¿Qué pasaba con el padre? Esto no lo dice la Biblia,
aunque me lo imagino por la actitud que tuvo cuando vio
venir a su hijo a lo lejos.
Pasaron los años, no sabemos cuántos porque la Biblia
no lo dice, y quizás el cabello de este hombre ya tenía
canas, su columna ya se habría encorvado y su vista no
sería la misma de antes. Quizás le costaba ver a lo lejos,
pero yo me imagino que este hombre, mañana y tarde,
miraba por la ventana el camino. Ese camino por el cual un
día su hijo se había ido a vivir su vida, a buscar nuevos
horizontes creyendo que el mundo estaba en sus manos. Él
miraba por el camino cada día esperando verlo regresar.
Durante mucho tiempo hizo esto.
Hasta que por fin llegó el día que tanto había anhelado. A
lo lejos pudo ver una figura que venía acercándose por el
camino. Era un hombre con el cabello largo, una barba
desprolija, descalzo, con sus ropas rotas. Apenas lo vio
supo que era su hijo amado. El que un día se había ido
para conquistar el mundo, volvía arruinado y fracasado.
Sin desperdiciar un segundo salió a recibirlo. Su vitalidad
no era la misma que algún tiempo atrás. Los años le
quitaron las fuerzas, pero eso no lo detuvo. Su amor no
había envejecido. Como pudo, corrió con sus brazos
abiertos y con lágrimas en los ojos al encuentro de su hijo.
Y este, que llegaba, al ver a su padre salir a recibirlo de tal
manera no pudo más que caer arrodillado ante sus pies,
con llanto en su corazón, reconociendo que se había
equivocado. Y con gran arrepentimiento, el joven hizo lo
que tanto hombres como mujeres debemos hacer con
nuestro Creador: pedir perdón.
Las palabras de aquel hombre denotaban un sincero
arrepentimiento: “Papá, he pecado contra el cielo y contra
ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si
fuera uno de tus jornaleros”.
Pero el padre, que nunca se cansó de esperar y que
tenía un profundo e inagotable amor por su hijo, interrumpió
sus palabras con el abrazo que por muchos años había
soñado darle. El perdón podía notarse en sus palabras:
“Este, mi hijo amado, se había perdido y fue encontrado,
había muerto y ha resucitado. Preparen fiesta. Traigan
calzado para sus pies, anillo para su mano”. Eso
simbolizaba el regreso a la familia; lo que él había dejado,
el padre se lo estaba devolviendo. Hubo gran fiesta y
alegría en esa casa porque alguien volviendo en sí
reconoció sus errores y sus pecados.
Nosotros somos creación de Dios, no sus hijos. Perdimos
el derecho de ser hijos en el huerto del Edén. Pero ahora
podemos volver a obtener ese derecho, ya no por nosotros
mismos. Porque dice claramente la Biblia que “la paga del
pecado es muerte”. Nuestra decisión de apartarnos del
Señor nos conduce a la muerte. Pero tan grande es el amor
de nuestro Padre que nos ofrece la posibilidad de
devolvernos todo, lo que voluntariamente hemos
rechazado, si estamos dispuestos a reconocer nuestro
error. Dios ofreció a Jesucristo, su único Hijo, para que nos
reconciliemos con Él. Jesús pagó por nuestros pecados,
producto de malas decisiones, y saldó las deudas que
teníamos con el Padre.

Jesús te espera con los brazos abiertos

Si eres capaz de reconocer tu error, tu pecado, Dios va a


actuar de la misma manera que el padre en esta parábola.
Está esperando con sus brazos abiertos para que te
reconcilies con Él.
Quizás me digas que a este hombre su padre le dio una
fortuna en sus manos, los bienes que le correspondían,
pero a vos el Señor no te dio nada. Quiero decirte que la
vida que posees es un regalo, un bien que Él te ha dado
como herencia. La pregunta que debes hacerte es: ¿cómo
he usado esa vida? ¿Cómo has vivido ese regalo que te
dio? ¿Perdidamente y de espaldas a Dios? ¿Cómo has
tratado el cuerpo que te ha dado?
Los regalos de Dios son muchos. Si estás casado(a), te
dio a tu esposa o a tu esposo como un bien. El matrimonio
es un regalo que el Señor nos ha dado. ¿Qué hemos hecho
con él? ¿Acaso lo hemos malgastado peleándonos, o
separándonos o viviendo como queremos?
Si no eres casado, tu papá y tu mamá son un regalo del
cielo, son un bien que Dios te ha dado. Los hijos son un
tesoro que Él nos ha dado para que los disfrutemos.
¿Cómo lo estamos haciendo? ¿Son más importantes los
muchachos o la reunión de muchachas, el baile o el fútbol
que nuestros hijos, que nuestra familia? ¿Qué valor le
damos a los bienes que el Señor nos dio? ¿Cómo los
hemos tratado? Seguramente, la gran mayoría los
malgastamos viviendo errónea y equivocadamente. ¿Qué
nos trajo eso como fruto?
¿Cuánto hace que no le dices a tu esposa que la amas,
que no le regalas una flor? ¿Cuánto hace que no le das un
beso a tu hijo? No importa que tenga 30 o 40 años.
¿Cuánto hace que no le preparas esa comida tan especial
que le gusta a tu marido? No malgastes más los bienes,
son muchos y preciosos los que Dios nos ha regalado. No
arruines este cuerpo con la droga, con el alcohol, con el
sexo sin límite, haciendo todo lo que la naturaleza dice que
no hagas.
¿Hasta cuándo? Volvamos en nosotros. Pidamos perdón
al Señor como hizo este hijo pródigo: “Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti”.
Dios nos está hablando para que volvamos en nosotros,
para que reflexionemos en cómo hemos vivido y en lo que
malgastamos. Él está dispuesto a devolvernos los sueños
que abandonamos, la esperanza que perdimos. Está
dispuesto a cambiar y a revertir todas las circunstancias de
nuestra vida; pero debemos volver en nosotros. El Señor
nos está esperando con los brazos abiertos. No habrá
reproches; no importa lo que hayamos hecho.

Una persona transformada

Hace varios años fui a la cárcel de Batán, cerca de Mar


del Plata, a predicar. Era la mejor cárcel en la Argentina.
Había alrededor de trescientos internos. Pero uno de ellos
era especial. Estaba en confinamiento solitario. Casi no
veía, ni podía moverse. No sé cuántos años había estado
en esa situación. Lo alimentaban pasándole la comida por
debajo de la puerta porque nadie podía (ni quería) hablar
con él. Era el preso más peligroso de toda la Argentina. Su
prontuario era inmenso. Era violador, asesino y cuantas
cosas terribles puedas imaginarte. No podía tener contacto
con nadie de tan peligroso que era. Era tal el grado de
maldad de ese hombre que su cuerpo se había paralizado
porque no tenía a nadie a quien lastimar. El día que fui a
predicar, excepcionalmente lo sacaron de su celda y, con
dos guardias a cada lado custodiándolo, lo trajeron a donde
yo estaba para que escuchara el mensaje de Jesús.
Inmediatamente luego de finalizar la reunión lo devolvieron
a su celda. No supe más de él.
Algunos años después recibí en el escritorio de mi oficina
una carta. En ella este hombre confinado a una celda
inmunda, totalmente aislada, sin contacto con el mundo
exterior ni con ninguna otra persona de la cárcel, me
contaba su testimonio.
“El día que usted vino a predicar, fue la primera vez que
escuché que alguien me amaba y que podía transformar mi
vida. Cuando me devolvieron a mi celda lo único que pude
decir fue esta sencilla oración: ‘Jesús, si existes, yo quisiera
cambiar y ser diferente’. En ese momento toda mi
habitación se iluminó y sentí una voz que me decía: ‘Yo soy
Jesús y vengo a sanarte para que cuentes las maravillas
que voy a hacer contigo’. Inmediatamente esa luz se posó
sobre mí y al momento recibí la vista, mis huesos
comenzaron a fortalecerse y comencé a caminar. Ese día
Dios me hizo una nueva persona”.
Me contó también que pasó tres días gritando en la celda
para que alguien le prestara atención. ¡Jesús lo había
visitado, su vida había cambiado y era otra persona! Le
abrieron la celda y pidió que lo llevaran a hablar con el
director del penal. Acompañado por cinco guardias que lo
rodeaban contó su testimonio. El director del penal
comenzó a llorar. Podía notar claramente por la expresión
de su rostro que había sido transformado, era otra persona.
¡El Hijo del Dios viviente, Jesús de Nazaret lo había
sanado, había transformado su vida, y le dio un motivo para
seguir viviendo!
Después de esto, el director decidió darle una hora todos
los días en la radio del penal para que hablara de
Jesucristo a los internos.
Volvió en sí, y el Padre lo recibió y le devolvió la vida que
había perdido.
En su carta me contaba que cuando saliera de la cárcel
iría a predicarle el Evangelio y a contarle las maravillas de
Dios a todo el mundo.

Vuelve en ti

No sigas sufriendo; no te encuentres perdido,


desorientado. Hay esperanza. Tus sueños pueden ser
reales. No sigas malgastando tu futuro arruinando este
regalo de la vida.
Cuando nos volvemos al Padre y le pedimos perdón, Él
nos perdona. Lo que más le cuesta al hombre es reconocer
que se ha equivocado, que es responsable de su propio
dolor.
Si te arrepientes y reconoces tu error, Dios va a cambiar
tu vida y todo comenzará de nuevo. Vas a recuperar lo que
perdiste. Tu hogar se convertirá en un bálsamo, en un
paraíso donde el Señor quiere que habites en paz y
armonía. Jesús resucita la ilusión, la esperanza, y revive los
sueños que parecen imposibles. Porque la Palabra nos
enseña que para Dios no hay nada imposible.
Vuelve en ti.

La historia del hijo pródigo

Durante la campaña en Gran Bourg, se habló de perdón,


del hijo pródigo, que había dejado la casa de su Padre, que
regresaba y era recibido con amor y sin reproches. Entre la
multitud había cientos que lloraban a gran voz arrepentidos,
deseando reconciliarse con Jesús, unos de pie, otros
postrados. Era estremecedor oírlos gritar confesando sus
faltas, perdonar y siendo perdonados. De pronto una
decena de camilleros se abrieron paso intentando trasladar
a una mujer que lloraba desconsoladamente y al escucharla
supimos que tenía sobrados motivos para hacerlo. Ella dijo
vivir hacía meses en la calles, no tenía un hogar. Su esposo
la había abandonado y tenía cuatro niños por criar. Era tal
su determinación por llegar a la cruzada que al enterarse
mediante un cartel pidió trabajar en una casa dejando solos
a los pequeños, poniéndolos en riesgo para obtener algo de
dinero para pagar los pasajes. Un hombre la empleó por
cinco días y ella estaba feliz de tener al menos un
provisorio sustento. Corrió a la estación de tren con sus
hijos a sacar los boletos y en la ventanilla un hombre, con
una mueca de dolor, le dijo que el billete con el que
abonaba era falso. Angustiada comenzó a caminar sin
rumbo, casi cuarenta cuadras con los niños. El chofer del
colectivo que la traería hasta la campaña la dejó subir sin
cargo y así, casi sin aliento, lograron llegar al lugar. Esa
noche hacía calor y ella hacía meses que no se bañaba, su
piel estaba curtida por los fríos del invierno, sus cabellos
eran como una madeja enredada, su cuerpo estaba
cubierto de tumores porque padecía leucemia. Pero nada
de esto era lo que la había impulsado a venir. Ella contó
que su hijo menor estaba internado en la ciudad de La Plata
y que aguardaba un transplante cardíaco. Hacía un mes
que no lo veía porque no tenía dinero para comprar el
pasaje y temía no volver a verlo, porque el corazón estaba
debilitado y el órgano para transplantar no llegaba.
Era tal su impotencia que confesó estar todo el tiempo
pensando de qué modo matar a sus hijos y a ella misma
para acabar con tanto dolor.
Cuando el evangelista Carlos Annacondia se acercó, ella
le susurró al oído y entre llantos su dolor por algunos
minutos. Al orar por ella se sacudía estremeciéndose y
dando gritos prolongados de dolor y profundos suspiros de
libertad. Al abrir sus ojos dijo sentirse libre y con paz, hasta
sonreía.
Al siguiente día, luego de las alabanzas, cuando invitaron
a los presentes a contar los milagros que Jesús había
hecho, la corpulenta mujer corrió sin dudarlo, derribando a
su paso a algunos colaboradores y entre lágrimas y risas
dejó oír su relato de cómo Cristo había comenzado a
bendecirla en el mismo instante en que se retiraba de la
cruzada la noche anterior. Contó sollozando el hambre de
días que sentían sus hijos y cómo un hombre que se
encontraba en el estacionamiento salió a su encuentro de
entre los vehículos. Se acercó a ella y le dio bolsas de
alimentos. Siendo muy tarde ya, cargando las bolsas y a
sus niños buscaba un refugio precario donde pasar la
noche y una mujer que conocía, pero no veía hacía muchos
años, le ofreció ocupar una casa que tenía vacía. Atónita
por el milagro ocurrido se acomodó con sus hijos en la casa
y de inmediato notó que había un teléfono. Sin dudarlo,
llamó al hospital donde su hijo agonizaba. Nadie sabía nada
de él pero le pidieron que dejara su número telefónico o que
se comunicara nuevamente en la mañana. Esa noche
durmieron en una cama suave y tibia hasta que, muy
temprano, el sonido del teléfono la despertó. Un médico del
hospital la llamaba casi avergonzado para decirle que el
diagnóstico del niño había cambiado y que no podían
ocupar una cama del hospital con un niño sano, que debía
retirarlo. Ella le explicó que no tenía recursos para ir, a lo
que el médico respondió: “Una ambulancia lo trasladará de
inmediato hacia su casa”. Eufórica preparó el desayuno. Se
sentaron en torno a la mesa y vio los pequeños rostros
felices de sus hijos. Se tomaron de las manos y dieron las
gracias a Dios. Al finalizar, su hija mayor le dijo que su cara
había cambiado y que el color de su piel se veía “diferente”.
Para comprobarlo fue hasta un espejo y notó que sus
mejillas estaban rosadas. Revisó su cuerpo y ya no había
manchas ni tumores. Toda la gracia y la misericordia de
Jesús se habían hecho reales en esta familia. Al contar su
testimonio agitaba sus brazos como alentando a la multitud.
En respuesta a tanto gozo y contemplando un milagro
viviente los aplausos eran interminables. Su rostro brillaba y
su aspecto era irreconocible, estaba aseada y peinada. Y
como en aquella historia del hijo pródigo, Cristo le había
devuelto en un solo día todo lo que había perdido. Ella
gritaba de alegría: ¡había regresado a la casa de su Padre,
se había reconciliado con Él y ahora le habían sido
restituidas todas las cosas! ¡Toda la gloria y honra al Dios
Vivo!
Conclusión

Una nueva oportunidad

Qué alegría da saber que Jesús quiere y puede hacer


milagros. Nada hay imposible para Él.
La Biblia nos enseña esta verdad en Lucas 1:37: “Porque
para Dios no hay nada imposible”. Sabiendo que tenemos
un Dios que no conoce imposibles podemos llenarnos de
esperanza, nuestras necesidades están suplidas en Él.
Diferentes pasajes bíblicos nos enseñan esta verdad y nos
animan a creer en nuestro milagro. Vemos en el Salmo
103:3: “Él perdona todos tus pecados y sana todas tus
dolencias”. En Jesús tenemos esperanza de salvación y
sanidad.
La Biblia nos enseña que cuando el Señor murió por
nosotros en la cruz del Calvario, en su sufrimiento estaba
pagando también por nuestro milagro. Dice en Isaías 53:5:
“Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por
nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de
nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados”.
¡Aleluya! ¡Jesús planeó un milagro para nuestras vidas!
Teniendo esta certeza y seguridad es que debemos creer
en nuestro milagro.
Pero no es suficiente con saber que Cristo puede y
quiere sanarme y creer en ello; sino que, como hemos visto
en diferentes momentos del libro, es necesario, para
disfrutar de aquello que Él ya preparó para nosotros, que
podamos vivir una vida aferrados a Él lejos del pecado y de
todas sus propuestas. Qué bueno es entender que Jesús
no solo quiere sanarnos, sino que su deseo es cambiarnos
y transformarnos; darnos una nueva y eterna vida en Él. Allí
es donde encontramos regalos maravillosos como la
sanidad para nuestros cuerpos, la libertad, la restauración.
El desafío sigue siendo: vuélvete a Cristo que en Él está
todo lo que necesitas. Sí, aun el milagro para tu cuerpo,
para tu alma.
Muchas veces, saber que Jesús hace milagros nos tienta
a convertirlo en nuestro amuleto que nos ayude a salir del
dolor que nos toca vivir, a superar la enfermedad que no
tiene cura. Debemos comprender que Él sigue siendo Dios,
y es a quien nosotros debemos rendirnos para que
gobierne y dirija nuestra vida. Y es ese mismo Dios, que
tanto nos ama, que nos ha prometido el milagro para
nuestra vida.
La Biblia nos cuenta que Jesús siendo hombre realizó
muchísimos milagros a favor de los enfermos, Mateo 14:14:
“Cuando Jesús desembarcó y vio a tanta gente, tuvo
compasión de ellos y sanó a los que estaban enfermos”. Él
se ocupó de los enfermos y los doloridos. La buena noticia
para nosotros hoy es que no ha cambiado y sigue
mirándonos, amándonos y disponiéndose a sanar nuestras
enfermedades. Dice la Biblia en Hebreos 13:8: “Jesucristo
es el mismo ayer y hoy y por los siglos”.
Por la confianza que tenemos en Él y su Palabra es que
puedo decirte: ¡recibe hoy tu milagro!
Oración

Si has comprendido que necesitas rendir tu vida a Dios y


comenzar a caminar en su voluntad, haz la siguiente
oración:
Jesús, te entrego mi vida entera, sé el Señor de mi vida. Te pido
perdón por todos mis pecados al mismo tiempo que perdono a
todos aquellos que me han dañado. Me declaro libre en el
nombre de Jesús de toda cadena y atadura del pasado en mi
vida. Ahora confieso que creo en ti y clamo por un milagro para
mi vida. Me declaro sano/a en el nombre de Jesús.
Te doy muchas gracias por escucharme y por saber que
puedo confiar en vos.

¡Toca el manto de Jesús y recibe hoy su milagro!


Bonus track

Extracto del libro:


Humillados
Carlos Annacondia

El secreto del avivamiento

Un día me encontré con Esteban Hill y su esposa,3 quienes


me relataron una experiencia vivida en una de nuestras
cruzadas en la Argentina. El matrimonio Hill había viajado
como misionero a nuestro país, y uno de sus objetivos era
visitar una campaña evangelística, porque había llegado
hasta sus oídos el comentario del gran mover de Dios, y
querían conocer el porqué de aquellas asombrosas
conversiones, milagros y liberaciones. Así fue que se
acercaron una noche a la campaña. Mientras estaban entre
la multitud (y sin haber conversado con nadie acerca de
aquella inquietud que los movía), se les acercó un individuo
desconocido. Sin preámbulos ni presentación, les hizo la
siguiente pregunta:
—¿Quieren conocer el fundamento de esta victoria
espiritual?
—Sí —fue su inmediata respuesta.
El desconocido los guió entre la multitud, abriéndose
paso hasta llegar detrás de la plataforma donde se estaba
dando el mensaje de Jesucristo. Allí debajo se encontraban
cientos de personas que llevaban muchas horas de
intercesión profunda, orando, llorando, clamando y
gimiendo junto a María, mi esposa, que los acompañaba. Al
ver esto, el individuo, al cual nunca más volverían a ver, les
dijo:
—He aquí el secreto.
Desde el principio de nuestro ministerio, Dios nos mostró
que la oración y la intercesión profunda eran parte vital de
la victoria espiritual que Él nos daría. Al oír este relato, el
Señor volvió a confirmarme esta preciosa verdad.
Mucho se ha hablado acerca de la oración. Sabemos,
además, que hay variadas maneras de orar y distintos tipos
de oración, pero yo quiero hablarte acerca de la intercesión.
La intercesión nace en el mismísimo altar de Dios,
cuando hay un corazón que sufre por los perdidos, por ver
al mundo caminar hacia la perdición, sin esperanzas.
Si miramos en la Palabra del Señor, encontramos
enseñanzas acerca de lo que es la verdadera intercesión.
Levítico 6:12-13 nos dice:
Mientras tanto, el fuego se mantendrá encendido sobre el altar;
no deberá apagarse. Cada mañana el sacerdote pondrá más
leña sobre el altar, y encima de este colocará el holocausto para
quemar en él la grasa del sacrificio de comunión. El fuego sobre
el altar no deberá apagarse nunca; siempre deberá estar
encendido.

El fuego arderá continuamente

La obligación del sacerdote era mantener siempre la


llama encendida; debía poner leña en el altar “cada
mañana”. Hay un altar encendido —el altar personal—,
donde aquellos que oramos le pedimos a Dios por nosotros,
por nuestra familia, por el país, por el gobierno, por la
Iglesia, por los que sufren. La misma figura es válida para
nuestras vidas en la actualidad, a pesar de que nuestro
sacerdocio ya no es como en el Antiguo Testamento. Cada
mañana debemos reavivar el fuego del altar. Si dejamos
que se apague, estaremos fallando en el principio que el
Señor nos enseña. Debemos mantener nuestro altar,
nuestra devoción a Él encendida. No podemos dejarlo
apagar bajo ningún concepto.
Muchas veces, el apuro y las numerosas actividades
hacen que nuestro tiempo de oración sea casi una
obligación: “Señor, bendíceme en este día. Guarda mi vida,
mi familia… Amén”. Dios nos demanda otra cosa. Mantener
el fuego encendido implica algo más de trabajo que solo
acercarnos al altar.
Es sabido que el fuego es uno de los principales
elementos que combaten las impurezas, los gérmenes y los
microorganismos nocivos para la salud. “El fuego lo mata
todo”, dicen por ahí. Lo mismo ocurre con el fuego del altar:
lo quema todo. Cuando nos encontramos frente al altar,
ante el fuego encendido, el Señor se encarga de quemar
todas nuestras impurezas.
Dios busca hombres y mujeres que se pongan de rodillas
frente a Él, velando no solo por sus necesidades, sino
intercediendo por aquellos que sufren. Cuando lo hacemos,
nuestra oración llega hasta el mismo trono del Señor.
Al inclinar nuestra vida ante Él, debemos procurar
introducirnos a su presencia, llegar hasta su misma corte.
Allí, donde todo el ejército de los cielos día y noche le
adora; donde hay ángeles, arcángeles, querubines,
serafines y ancianos. Junto a ellos, debemos arrojarnos a
los pies de Jesús. Si en nuestro corazón entendemos que
hemos llegado a ese lugar, difícilmente podremos contener
las lágrimas y la emoción; sabremos con certeza que Él nos
está escuchando.

Dios busca sacerdotes

El Señor nos ha levantado como reyes y sacerdotes.


Conocemos muy bien nuestras funciones como reyes, los
privilegios que podemos disfrutar, los beneficios y las
promesas con las que contamos por gozar de esa función.
Pero no es lo único que se menciona en Apocalipsis 1:6;
también hay un sacerdocio. El pasaje dice que “… ha hecho
de nosotros un reino, sacerdotes al servicio de Dios su
Padre”. Fácil es hacer nuestra la realidad de que reinamos
con el Señor Jesús, que nos ha puesto por cabeza, que
podemos tomar todas las riquezas y bendiciones de su
Reino. Pero lo que el Señor busca en estos tiempos es
sacerdotes. Aquellos que estén dispuestos no solo a gozar
de las riquezas, sino a sacrificarse por los otros; a quedarse
sin el aplauso, porque nadie verá lo que están haciendo; o
a perder la voz de tanto gritar diciéndole a Satanás que
suelte las almas que tiene atrapadas.
Ambas son nuestras tareas, funciones, privilegios y
responsabilidades. Somos reyes (y muchos procuran serlo),
pero también somos sacerdotes. ¿Y cuál es la función del
sacerdote? Muy simple, el sacerdote es aquel que se
interpone entre Dios y el hombre, haciéndose cargo de los
pecados del pueblo. Ezequiel 22:30 lo explica así: “Yo he
buscado entre ellos a alguien que se interponga entre mi
pueblo y yo, y saque la cara por él para que yo no lo
destruya. ¡Y no lo he hallado!”.
El Señor busca hombres y mujeres valientes que quieran
exponerse delante de Él, y no solamente gozar de sus
bendiciones.
En las Escrituras tenemos muchos ejemplos de
verdaderos sacerdotes. Encontramos un Moisés que, en
repetidas ocasiones, se presentaba ante Dios para
reclamar por su pueblo:
Moisés se volvió al Señor y le dijo:
—¡Ay, Señor! ¿Por qué tratas tan mal a este pueblo? ¿Para
esto me enviaste? Desde que me presenté ante el faraón y le
hablé en tu nombre, no ha hecho más que maltratar a este
pueblo, que es tu pueblo. ¡Y tú no has hecho nada para librarlo!
—Éxodo 5:22

Volvió entonces Moisés para hablar con el Señor, y le dijo:


—¡Qué pecado tan grande ha cometido este pueblo al
hacerse dioses de oro! Sin embargo, yo te ruego que les
perdones su pecado. Pero, si no vas a perdonarlos, ¡bórrame
del libro que has escrito!
—Éxodo 32:31-32

El pueblo se acercó entonces a Moisés, y le dijo:


—Hemos pecado al hablar contra el Señor y contra ti. Ruégale
al Señor que nos quite esas serpientes.
Moisés intercedió por el pueblo.
—Números 21:7
Cuando el pueblo sufría hambre, Moisés clamaba a Dios.
Cuando el pueblo tenía sed, él intercedía delante de Dios.
Siempre que los israelitas se veían en aprietos y sufriendo,
allí estaba Moisés cargando con todos los reclamos del
pueblo, haciéndose responsable por ellos frente al Señor.
Daniel fue otro fiel sacerdote para Dios. Sin haber
cometido los pecados del pueblo, los hizo propios al clamar
en ayuno, lloro y ceniza por su perdón.
Entonces me puse a orar y a dirigir mis súplicas al Señor mi
Dios. Además de orar, ayuné y me vestí de luto y me senté
sobre cenizas. Esta fue la oración y confesión que le hice:
“Señor, Dios grande y terrible, que cumples tu pacto de fidelidad
con los que te aman y obedecen tus mandamientos: Hemos
pecado y hecho lo malo; hemos sido malvados y rebeldes; nos
hemos apartado de tus mandamientos y de tus leyes (...) Aparta
tu ira y tu furor de Jerusalén, como corresponde a tus actos de
justicia. Ella es tu ciudad y tu monte santo. Por nuestros
pecados, y por la iniquidad de nuestros antepasados, Jerusalén
y tu pueblo son objeto de burla de cuantos nos rodean. Y ahora,
Dios y Señor nuestro, escucha las oraciones y súplicas de este
siervo tuyo. Haz honor a tu nombre y mira con amor a tu
santuario, que ha quedado desolado”.
—Daniel 9:3-5,16-17

Y podríamos hablar de tantos otros como Abraham,


Débora, Jeremías, Joel, Elías y más, quienes no hicieron a
un lado su función de sacerdotes, sino que se pusieron en
la brecha, delante del Señor, para clamar por otros.

La oración que agrada a Dios

Jesús a través de una parábola quiso enseñarnos que,


aunque existen muchas maneras de orar, solo una oración
llega al corazón de Dios.
Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el
otro, recaudador de impuestos. El fariseo se puso a orar consigo
mismo: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros
hombres —ladrones, malhechores, adúlteros— ni mucho menos
como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces a la
semana y doy la décima parte de todo lo que recibo”. En
cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a
cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo,
sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten
compasión de mí, que soy pecador!”.
Les digo que este, y no aquel, volvió a su casa justificado ante
Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y
el que se humilla será enaltecido…
—Lucas 18:10-14

La oración es más que presentarnos ante el Señor para


realizar peticiones de manera despreocupada, indiferente.
Es derramar nuestra alma con llanto, sabiendo que nada
somos delante de Él. Como aquel publicano que lo único
que podía hacer era llorar y golpear su pecho, clamando
por perdón. Una oración intensa, profunda, nacida del
corazón, es la que recibe respuesta de parte de Dios.
Muchas veces nuestra oración es una sucesión de
palabras, algo que brota de la mente. Pero la intercesión
profunda solo podremos experimentarla cuando hayamos
visto el sufrimiento por el cual estamos pidiendo.
¿Cómo puedo orar por un drogadicto si nunca vi a uno
morir en un hospital, o nunca sentí a una madre llorar
pidiendo desesperadamente ayuda por su hijo? Sabemos
que cuando la droga entra en un hogar destruye no solo a
aquel que está preso por las cadenas de la adicción, sino
que el dolor y el sufrimiento acaban también con los que lo
rodean, con toda la familia.
No puedo interceder verdaderamente por un hombre
preso del alcohol hasta que no conozca o haya visto la
violencia que existe en un hogar cuando alguien es
alcohólico. Toda la familia padece violencia, agresión y
dolor, al ver la degradación de su ser amado.
Cuando oro por los matrimonios, por las familias, lo
primero que viene a mi mente es aquello que he visto
cientos de veces en las campañas: niños llorando, tirando
de mis pantalones, pidiéndome que ore para que mamá o
papá vuelvan a casa, para que tengan nuevamente una
familia. Entonces sé por qué pedir, cómo orar, cómo
interceder. No me es difícil gemir, porque estoy viendo el
efecto que produce un matrimonio destruido. Lo mismo
siento cuando entro a un hospital y me acerco a una camilla
a orar por un enfermo.
No nos será posible interceder si en nuestros oídos no
sentimos ese grito de dolor, el alarido desgarrador de aquel
que sufre, si no podemos ver sus caras agonizando,
esperando solo la muerte; personas que están en agonía,
gritando de dolor por la enfermedad, pidiéndonos ayuda.
Si estás dispuesto a interceder, prepárate una toalla bien
grande porque la vas a empapar con lágrimas. Cuando
sintamos el dolor y suframos por ello, no podremos menos
que clamar con llantos y gemidos. La Palabra dice: “El que
con lágrimas siembra, con regocijo cosecha” (Salmo 126:5).
Algunos piensan que el secreto está en el tiempo
invertido en la oración. Pero la cantidad de horas repitiendo
palabras no es lo importante, sino cómo se realiza esa
oración. Yo valoro más una o dos horas de oración con
intensidad, con gemidos, con lágrimas, que ocho o diez de
una oración que al final nadie soporta.

El mundo gime, ¿a quién enviaré?

Fue en tiempos de intercesión cuando Dios me mostró


una visión: Veía ante mí un globo terráqueo, de aspecto
gelatinoso, que latía como un corazón. Desde el interior de
ese “pequeño mundo” salían alaridos, gritos de terror, de
pánico, de dolor, de desesperación; gritos de alguien que
era violado o que estaba muriendo; clamor y alaridos de
todo tipo y calibre. En medio de todo esto, oí una voz que
me dijo: “El mundo gime, ¿a quién enviaré?”. Tres veces
consecutivas escuché la misma voz y el mismo llamado.
Recuerdo que en ese momento, luego de escuchar por
tercera vez esa pregunta, dije: “Señor, envíame a mí, yo
iré”. Por supuesto, no me imaginaba lo que iba a pasar
posteriormente. Simplemente dije: “Señor, envíame a mí”.
Dios sigue con esa misma expectativa, buscando gente
que esté dispuesta a sacrificar su tiempo, no solo para
predicar el Evangelio, sino para interceder, gemir, clamar,
llorar por aquellos que están en necesidad.
La Biblia enseña que Jesús mismo, al elevar sus
oraciones al Padre, lo hacía de esta manera: “En los días
de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con
fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte,
y fue escuchado por su reverente sumisión” (Hebreos 5:7).
Tomemos como sumo ejemplo a nuestro Salvador y
comencemos a orar, clamar, gemir, llorar con gran clamor y
lágrimas por aquellos que se pierden.4 No dejemos pasar
un solo día sin que esto sea una realidad en nuestras vidas.
Esteban y Jerry Hill fueron misioneros en el sur de la Argentina por varios años. Cuando
regresaron a su país, el Espíritu Santo los usó para derramar un avivamiento que, desde
Pensacola, Estados Unidos, recorrió el resto del mundo.
Clamor: grito fuerte o lastimero, que se profiere con vigor y esfuerzo. Voz lastimosa. Ruego.
Súplica: petición hecha con el fin de alcanzar lo que se pide.
Sobre el autor

Carlos Alberto Annacondia es argentino, nacido en la


ciudad de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires. Está
casado con María, junto a la cual ha formado una familia, a
la fecha compuesta de sus nueve hijos y quince nietos.
El 19 de mayo de 1979 entregó su vida a Jesús y, a partir
de ese momento, una pasión por predicar el Evangelio
cautivó su corazón hasta el día de hoy.
Al poco tiempo de haber entregado su vida a Cristo, en el
año 1981, comenzó su ministerio como evangelista,
predicando el mensaje de Jesucristo en los lugares más
carenciados del Gran Buenos Aires. Al día de hoy, ha
recorrido muchos países llevando el mensaje que
transformó su vida y su familia.
Es autor del libro Humillados y El camino hacia la
libertad, publicados por esta editorial.

S-ar putea să vă placă și