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PRÓLOGO

La historia del espectro hunde sus orígenes en las primeras experiencias conscientes de la humanidad. El
fantasma, como ser humano incompleto, o como copia irreal del hombre vivo, tiene ya una mención en
Homero. Para el bardo griego, las almas que habitan el infierno son 'sombras privadas de fuerza'. Hay en
esta caracterización primitiva una intuición radical que imagina una versión disminuida de los individuos
y sus potencias, una existencia de segunda categoría que envuelve el alma humana en un mundo de
sombras, de copias, de vida aparente o falsa. Y es en torno a esta vida aparente y falsa que puede Platón
imaginar el alma humana encerrada en la 'cárcel del cuerpo,' y situar al hombre atrapado en la doxa y en el
mundo de imágenes y creencias y compararlo con la vida en una caverna cuya experiencia de la verdad se
limita a las sombras y a las figuras acartonadas que aquella proyecta. Esta duplicidad de lo real- ante la que
un filósofo como Clement Rosset, precedido de otros como Nietzsche o Spinoza, habría, en vano, dirigido
sus invectivas- insiste en imponerse a lo largo de la historia de la civilización occidental de manera
obsesiva a través de transmutaciones infinitas y transformaciones ingeniosas, pero siempre evacuando la
persistencia de lo real y lo empírico y oponiendo a ello fugas de todos los colores y gustos posibles- desde
la fuga espiritual y mística a la lucha por una sociedad sin clases-. En todas estas variaciones de la misma
idea, como en una fuga musical literal, aparece la imagen humana y sus productos desdoblada entre lo que
ella misma ha producido y lo que es capaz de producir, vale decir, entre su espectro y su posibilidad, ante la
que su acción real es solo sombra o índice de algo más grande. Considerado siempre el espectro en tanto
realidad imperfecta o copia de la auténtica realidad, aparece no obstante en la modernidad una apología
positiva del espectro, pero de un espectro que anuncia algo nuevo, algo que en verdad no significa sino su
auténtica superación. Es el 'espectro que recorre Europa', el espectro dialéctico de la filosofía de Marx. El
espectro marxiano es, sin embargo, un espectro en vías de superación, como es la filosofía para Marx una
filosofía en vías de superación, una filosofía cuya realización consistirá al mismo tiempo en su
aniquilación. Marx evoca el espectro del comunismo como una figura futura que en su realización aniquila
su carácter espectral, y con ello cierra el círculo de la duplicidad de lo real que comenzó con la filosofía de
Platón.

La tesis de la potencialidad del ser humano no es un postulado teórico, sino una afirmación de hecho, que
se puede rastrear a lo largo de la historia de la actividad humana misma. Del impedido al atleta, del
disminuido psíquico al genio, el espectro de potencialidades del ser humano burla continuamente la
posibilidad de fijar su esencia y definición. 'No es la conciencia la que determina el ser, sino el ser el que
determina la conciencia', había dejado dicho Karl Marx, pero el filósofo alemán quiso callar aquí algo que
él, como le habían enseñado sus maestros Goethe, Fichte y Hegel, sabía muy bien, a saber: que la potencia
humana no se limita a soportar las condiciones exteriores de su existencia, sino que en cuanto principio
animado, en cuanto Geist, aspira a realizarse en y a través del mundo: este es el principio del idealismo
alemán de Goethe a Hegel, y Marx no sería aquí un discípulo herético: el ser determina la conciencia, pero
la conciencia aspira a superar -aufheben- las etapas materiales y finitas que la asfixian en su 'infinito
malo', es decir en su mero soportar las condiciones exteriores que la definen. En sentido laxo, esta
aspiración a superar las condiciones materiales de la existencia define el comportamiento de las
civilizaciones humanas desde su aparición remota a orillas del Éufrates y el Tigris, pues allí comienza la
lucha por el dominio de lo exterior y el trabajo de domesticación del mundo en el que aún estamos hoy
embarcados. Y, sin embargo, hoy en día, y a pesar de los grandes avances materiales que ha conquistado
para sí la humanidad, en un momento en el que prácticamente todo lo inmediatamente visible está bajo su
dominio, toda apelación a la potencia humana y específicamente a su razón, es puesto en cuestión. Tras las
experiencias totalitarias y sangrientas del recién acabado siglo XX, afirmar la necesidad de la razón o la
confianza en ella parece tan temerario como cínico. En efecto, la filosofía ilustrada es, a la luz de la
experiencia de nuestro siglo, un catálogo de eslóganes ideológicos cuya verdad la realidad misma niega.
Mas quien ha convertido en eslóganes vacíos el pensamiento ilustrado no ha sido a su vez sino el propio
sistema de objetos y sus relaciones, que ha engullido la razón para convertirla en racionalidad, es decir,
para hacer de la razón su propio fin y no un instrumento para la libertad y felicidad humanas. Este
monstruo racionalizado se ha emancipado de los propios individuos que gobierna y sobre los que se
sostiene, impidiendo de este modo una apelación racional a las facultades de la razón. En consecuencia,
sobre las teorías morales y filosóficas de nuestro siglo se ha instalado una nube oscura, que clama a
potencias inconscientes, en lucha siempre con la racionalidad ilustrada, y que se definen por un rechazo a
la posibilidad de comprender y dominar nuestro mundo. En contraste con el viejo materialismo marxiano,
que afirmaba la espectralidad de las potencias humanas en el límite formal de la democracia burguesa, y
que se rubricaba bajo el concepto de la alienación, las filosofías de nuestro nuevo siglo se limitan a
instalarse pasivamente en el lodo y oscuridad del espectro, cuando no a afirmarlo con orgullo o a
proponerlo como nueva moral y horizonte posible de cosas. Hay sin duda fuertes razones para instalarse
en esta pasividad espectral, o al menos reconocerla; la primera de ellas es que la caracterización de nuestro
horizonte de cosas está bien determinada por lo que Weber llamaba la 'jaula de hierro' o la 'carcasa de la
servidumbre', y que expresa los efectos sociales y morales producidos por un mundo que ha desconectado
los medios y los fines, un mundo instrumental que de hecho se ha vuelto 'autónomo', independiente de la
sociedad a la que debería servir. El mundo administrado del que nos habla Weber – el capitalismo mundial,
para hablar con los marxismos- se ha transformado, entre tanto, y hecho cada vez más complejo e
independiente. Pero es justo en esta autonomía del mundo de los objetos con respecto de los hombres que
hay que posicionarse para comprender lo que vendrá después; toda la filosofía de nuestro tiempo parece
encardinada a este estéril rutilar sin vida que nos hace dependientes eternos de ese mundo autónomo y
racionalizado, y ante el que solo sabe desesperar- Cioran, Schopenhauer- o exhibir el orgullo de sus
propios desperdicios- Deleuze,
Vattimo, la filosofía 'débil'-. Se trata de un mundo moral en descomposición que ha interiorizado su propia
debilidad y se ha identificado con ella; el producto moral e intelectual de una maquinaria que se quiere
cada día más ajena a nuestros propósitos y finalidades. La filosofía del espectro consiste justamente en
negar esta capacidad de la potencia humana, olvidando que nuestro mundo no deja por ello de ser un
mundo producido siempre por el individuo mismo. En este 'olvido' del carácter en última instancia
'humano' del mundo de los objetos se centra el pesimismo radical que infecta la filosofía de nuestro
tiempo, como exhalación impotente del mundo de objetos mismo. En última instancia, la filosofía de
nuestro tiempo es exactamente solo eso: una reproducción intelectual, un 'espectro' a su vez, que refleja el
dominio del mundo de los objetos sobre individuos convertidos en sus esclavos inconscientes. Como si este
mundo de los objetos hubiera alcanzado tanto poder sobre los individuos que no existiera nada fuera de él
que al mismo tiempo no fuera expresión suya, también el pensamiento mismo ha sido absorbido por este
Leviatán mundial y tecnológico, cada vez más y más incomprensible y lejano, al modo como los dioses
naturales sometían a los pueblos primitivos. Elevado a ídolo superlativo, a dios omnipotente, el mundo de
los objetos arroja a su jaula de impotencia al individuo, cuya racionalidad ha sido brutalmente saqueada y
puesta en cuarentena a través de su existencia en el interior de ese ídolo. Aferrados como animales
desesperados al espacio esquelético que deja para el individuo la jaula de hierro del mundo de los objetos,
el filósofo hace alarde de su cuerpo, generalmente de un cuerpo mutilado, ciego, sin guía, y en una
apología de los sentidos, de la carnalidad y la inmanencia, rehúsa a sus potencialidades que lo liberarían de
su condición espectral, confundiendo esa potencialidad con la antigua trascendencia de signo religioso. Se
trata del 'pensamiento débil', una filosofía que se reduce a la expresión de la impotencia contemporánea
por hallar un sentido y orientarse en el mundo, y que adhiere a su finitud como si en ella pudiera
encontrar un hálito de vida o una última esperanza. Paradójicamente, esta filosofía de la inmanencia no ha
logrado destruir la vieja dualidad que hacía del hombre y sus potencias un guerrero en lucha contra su
propio espectro; lo único que ha logrado es evidenciar la potencia del Leviatán weberiano cuyos poderes
mágicos han hechizado nuestra razón. En efecto, la vieja trascendencia, contra la que tanto Nietzsche
como Marx luchan en sentidos diferentes, ha retornado bajo la especie del mundo de los objetos cuya
teología del algoritmo y autonomía de lo tecnológico reducen al individuo a un lugar más oscuro acaso que
la vieja jaula de hierro weberiana. Hoy la trascendencia divina, contra la que no se puede luchar, es
exactamente nuestro propio mundo de objetos, producido aparentemente, junto con sus relaciones
sociales y sus determinaciones globales, por nuestra propia fuerza, pero cuya teleología interna se nos ha
prescrito conocer. El pensamiento que este mundo de objetos permite será solo expresión en negativo de
su propia actividad; por eso nuestro tiempo aparece por ello expresado en la recuperación de la
'consolación de la filosofía' boetiana, un estoicismo gris ante el cual el sistema de objetos mundanos ha
sustituido al viejo destino y su tiranía ciega y cruel. Lo único que se le priva al espectro es su derecho a la
razón, una razón confundida con la ingenua e ilustrada liberalidad volteriana, razón de salón y de
optimistas, que nada tiene que ver con el despliegue auténtico de las potencialidades humanas. La filosofía
del espectro ha instituido entonces la servidumbre fáctica del hombre en el mundo de los objetos y la ha
canonizado como saber supremo, como verdad definitiva de los horizontes humanos existentes y posibles.
Ha regresado el viejo Parménides, el eléata que negaba el cambio, pero esta vez se trata de un Parménides
espectral, un Parménides ciego y rabioso que se revuelve en su jaula de hierro, esperando un amanecer
que nunca llega. ¿Cómo puede entonces el espectro, en tanto expresión de servidumbre de un mundo de
objetos autónomo, expresarse como libre y apelar a su potencia? ¿Cómo podemos concebir un
pensamiento antiespectral, enemistado con su servidumbre, deseoso de explorar sus potencias e
inconforme con su existencia en la jaula de hierro? ¿Es acaso esto posible? ¿Qué significaría todo ello?
Explorémoslo.
1. El mundo de las pequeñas palabras
Nuestra época es la época de las pequeñas palabras, la época del hablar tímido e impreciso, de un hablar
que, como Heidegger en su cabaña de Todtnauberg, ha decidido recluirse en su pequeña choza de cosas
conocidas y que ha instaurado la mesura y la prudencia como parte de su modesto programa, que consiste
fundamentalmente en una renuncia al saber. En efecto, un espectro no puede habitar un mundo de
palabras grandilocuentes y audaces; 'la fortuna favorece a los valientes', esta afirmación de Virgilio sería
incomprensible para nuestro especialista filosófico de hoy en día. Aturdido aún por las experiencias del
pasado siglo, el especialista filosófico abomina de los grandes propósitos y de los grandes cambios;
borracho de relativismo, el especialista filosófico se considera un especialista entre otros, un espectro en
suma del antiguo filósofo, que de hecho no tenía miedo al conocimiento. Hoy, sin embargo, el especialista
filosófico no se ve obligado a construir su Hütte en lo alto de la Selva Negra. Le basta la universidad y su
hermético circuito, que como una pequeña fortaleza en medio de la nieve lo mantiene caliente, protegido
y seguro. Sostenido en base a sus colaboraciones en revistas, cátedras, conferencias y colegas de
departamentos, el espectro contemporáneo del filósofo no tiene nada que temer. Mas su prudencia lo
incita a no hablar muy alto, a mantenerse, como una Penélope que nunca esperara la llegada de Ulises,
absorto en su trabajo especializado, en su tejer hilos sin importancia, mientras ahí afuera llega el frío
invernal y la nieve lo cubre todo. Es el imperio de la necesidad, contra el que Shestov levantaría su furia y
su talento; el filósofo espectral hunde la cabeza en su telar y sigue tejiendo palabras, aunque sabe que éstas
hace mucho tiempo que han perdido su peso. El filósofo de hoy se parece más al monje benedictino o al
traductor medieval que a Fichte en sus encendidos discursos sobre la nación alemana o al Hegel que
hablaba del tribunal de la razón universal. Hechizado ante un mundo cada vez más incomprensible, el
especialista filosófico se aísla en sus tratados de brujería conceptual y cava una fosa en el suelo solo apta
para los mineros más aventajados; en ella solo hay carbón y nada que pueda vencer la noche exterior. Pero
tampoco él lo necesita. De momento se halla a salvo.

La medianidad existencial del espectro al uso es, sin embargo, mucho más precaria. Él no tiene refugio en
esta noche blanca, ni tampoco puede recurrir a las grandes palabras que una vez dieron sentido, cobijo y
sustento a civilizaciones y pueblos pasados; absuelto de esa obligación y deber ante la palabra, la vida
reducida del espectro ha de acomodarse a los estrechos horizontes de una cotidianidad banal que se mueve
entre el imperativo de la satisfacción material y la continua excitación de un yo atrofiado y azuzado por
una inagotable exigencia, la exigencia del placer, que obliga de continuo a perseguir el deseo colmado. En
la persecución imposible de este deseo se agotan las fuerzas que luego habrían de ser repuestas para hacer
frente al imperativo de la necesidad: y éste es exigente e inflexible. Sometidos al ciclo 'infernal'-
concéntrico e infinito- del imperativo material y la excitación insatisfacible del deseo, el espectro se
mueve como en una máquina de tortura a través de las ruinas sin esperanza de su absurda vida. Éste
es, fuera de toda duda, el precio a pagar por una (in)cierta y relativa comodidad y seguridad, que nos
garantiza medios de transporte rápidos, una tarde en el cine y un poco de pan a cambio del trabajo, el
precio a pagar por la renuncia de aquellas palabras que una vez sometieron a pueblos enteros- y que
crearon también lo que se llamaría lo valioso, el sentido. Se trata también de la modestia weberiana, que
busca un poco de libertad en el interior de la 'carcasa de servidumbre'. Sin embargo, las potencias utópicas
no han sido exactamente arrancadas, sino sustituidas por este placebo que forma parte de toda una cadena
casi infinita e interconectada de placebos, y que dan forma al mundo mecánico en el que habita el
espectro. El sustituto se convierte así no solo en el elemento más representativo de ese mundo, sino en
aquello que lo hace posible; como habitante del mundo subterráneo- como las 'sombras privadas de fuerza'
del infierno homérico- el espectro no dispone de luz solar, sino de una pequeña bombilla atenazada por las
moscas; como habitante de las cloacas, el espectro no bebe sino un sucedáneo del agua, que es
exactamente el agua desperdiciada de la superficie. A cambio de una (in)cierta seguridad material y una
libertad confinada en el mero arrojarse a sus satisfacciones propias, el espectro claudica de sus más
ardientes potencias creativas y troca la verdadera libertad por la seguridad, el riesgo y las conquistas por
el plato de pan y el refugio (incierto). El mundo del espectro es el mundo de las pequeñas palabras, de la
razón famélica, de la resignación y el silencio, que se pueden soportar bajo un techo caliente y un plato de
comida, aún se viva en las pozas del mundo subterráneo.

La Polonia comunista de Zagajewski es un mundo carente de corazón, un mundo acartonado o falso, un


mundo opresivo e irrespirable en el que una mentira se ha convertido en verdad aceptada hipócritamente
por todos. El triunfo del sistema capitalista tras la caída del Muro nos liberaría de esta opresión, pero todo
aquello que se estipula como definitivo y verdadero- y el capitalismo pretende serlo- termina finalmente
por resultar opresivo a su vez. Sin quererlo, el capitalismo afirma su superioridad cada vez que un
experimento revolucionario fallido exhibe su fracaso. Sin disponer de una Biblia específica, ni de profetas
que, a pesar de tenerlos, son solo conocidos y estimados por fanáticos y bravucones, el capitalismo difunde
su credo con los labios cerrados, lo cual es en verdad un fenómeno histórico inaudito. El extraño sofisma
exhalado por esta pitonisa délfica dice: 'no hay un afuera del sistema en que vivimos'. ¿Para qué debería
existir un 'afuera', toda vez que la ideología del libre mercado deja al arbitrio del individuo la elección de
sus filias y sus fobias políticas? ¿Es que acaso hay un 'afuera' más allá de la libertad de expresión, corolario
político y civil de la libertad de expresión del mercado mismo? Y, sin embargo, la libertad de expresión de
los individuos y la libertad de expresión de los mercados mantienen una relación que dista mucho de ser
armónica y horizontal. Lo que hace en realidad la sociedad del libre mercado con la libertad de
expresión es garantizar su difusión y su carácter legaliforme irrenunciable, a cambio de despojarla de sus
efectos públicos y su influencia en la esfera de las decisiones, es decir, a cambio de convertirla en una
excrecencia privada del yo individual, en un mero ejercicio masturbatorio del espectro. Reducida a esta
esfera sin efectos, estéril y meramente estética, el mercado asegura su propio rendimiento sin las miradas
escrutadoras de jueces externos ajenos a las operaciones bursátiles y la actividad dirigida a la búsqueda del
beneficio propio. En el mundo de Zagajewski, la libertad de expresión- paradójicamente- produce aún
efectos, y tal es la razón por la que el Estado comunista debe regularla y dirigirla, cuando no eliminarla por
completo. En el Estado comunista,la opinión individual tiene un valor político; no ya en el mundo que rige la
libertad de expresión del mercado. Paradójicamente, el Estado totalitario comunista toma en serio y valora
la capacidad activa de los individuos, que a través de la organización y la utilización de los medios de
propaganda ideológicos, podrían transformar y convulsionar la sociedad 'cerrada' comunista. No es a
través de la prohibición de las ideas como la ideología del libre mercado desactiva la potencia de esas
mismas ideas, sino a través de su capacidad para convertir en irrelevante, en espectral, lo que siempre fue
una herramienta pública con un papel socialmente activo. El poeta exiliado en el Gulag podía reclamar con
justicia el valor de la libertad de expresión y de la obra misma, pues ése mismo valor le había sido
precisamente concedido por aquellos que luego lo arrestarían y lo llevarían preso: la visita de la policía
política en la casa del poeta puede considerarse una prueba de la importancia que para el gobierno
totalitario clásico tienen las ideas. De hecho, nunca éstas habian perdido tanta cotización en la bolsa de las
acciones humanas como la que perdieron bajo el imperio del capitalismo tardío. Cuando a Patrick
Bateman, protagonista de American Psycho, sus amigos le preguntan qué opina sobre un tema de actualidad
social o política, la respuesta de Bateman sintetiza en una frase el catecismo del anarcocapitalismo y su
nihilismo respectivo: 'Lo que sea', dice Bateman, exhibiendo con franqueza el valor y el rol que juegan las
ideas en la experiencia vital del hombre de negocios. Todo esto tiene que ver también con el rol jugado por
la izquierda postmoderna en el marco del capitalismo globalizado; la elección de las prioridades políticas
de los partidos políticos y colectivos sociales que aún agitan la bandera de la emancipación, está
determinada a priori por el espacio que ocupa de manera invariable el libre mercado y su libertad de
expresión. Se entiende entonces que esas prioridades políticas basculen en torno a los temas de la
identidad personal y sus avatares- de los cuales no hace falta dar ejemplos, pues ocupan en todo caso la
plana mayor de los medios de comunicación-, pues estos temas son precisamente aquellos que no
colisionan con la agenda del mercado libre y su espacio de autónomo desarrollo. De ahí que sean los
mismos mecanismos de protección y poder del mercado los que, a través de los medios de comunicación,
adviertan de continuo de los peligros de esas medidas políticas que harían vacilar el gobierno de aquel que
garantiza- a costa de desactivarla- la libertad de expresión: el funcionamiento autónomo e inercial del
mercado globalizado. Esas medidas incluyen naturalmente y como eje central todo aquello que
contribuya al robustecimiento del Estado y su participación activa en la vida económica. En este marco,
que es el que hoy vive el espectro, las ideas no influyen. Las ideas cotizan; y especiamente aquellas que son
capaces de canalizar y gestionar los efectos negativos que como desecho se excretan de la sociedad de
mercado que los produce, sin alterar al mismo tiempo su funcionamiento crucial, son en verdad las más
exitosos de ellas. Por eso la potencia de algunas ideas en apariencia revolucionarias que representan hoy el
último grito del mercado de las ideas, es tan grande como el espacio de legitimación de la sociedad de
mercado que dejan en barbecho. Si las verdades absolutas son opresivas, la verdad que legitima y concibe
el funcionamiento de las sociedades contemporáneas capitalistas como el non plus ultra de las
potencialidades y posibilidades humanas junto con sus formas posibles de organización social y
económica, es a su vez una verdad absoluta con el efecto que se sigue naturalmente de ello. Zagajewski-
como Sholztsenytsin, como Ajmátova- fueron testigos de una filosofía de la dignidad que aborta la libertad
a fin de realizarse. Nosotros, una vez caído el Muro y penetrado en el mundo de las pequeñas palabras y los
pequeños actos, somos testigos de una filosofía que sacrifica la dignidad por mor de una libertad a la que se
le han extraído sus órganos más importantes. En el mercado de las ideas, solo aquellas que logren evacuar
el malestar producido por las mismas sociedades dominantes y cuya receta permanezca en los límites
mismos del territorio de los dominados tendrá visos de éxito. Y en este caso, no habrá Zagajewski cuya voz
pueda dar testimonio de la experiencia vivida. Pues esta voz tendrá acaso tribuna, pero le faltará lo más
importante, que es su valor intrínseco, le faltará la importancia.

Nuestro problema hoy, en el mundo de las pequeñas palabras, es que precisamente a causa de su yugo se
nos ha vedado el planteamiento de los grandes problemas. Espectros de nuestro presente, no podemos
plantear aquellas preguntas, pues nuestro mundo ha renunciado a las grandes palabras que los nombran.
En el mundo de las pequeñas palabras, donde la humanidad es solo un comprimido o extracto de todo su
poder potencial, solo los pequeños pensamientos están permitidos. La filosofía misma se reduce a notas a
pie de página de un legado muerto antediluviano, y las preocupaciones de los individuos a la conservación
de sus posesiones y el derecho permanente al ocio. No podemos saber en qué consiste la libertad, pues
resulta una palabra ininteligible. De hecho, nunca antes que hoy tuvo el individuo la experiencia del
carácter perspectivístico de sus juicios sobre el mundo del que forma parte; nunca antes pareció tan difícil
simplemente dar cuenta del mundo que nos rodea. Aquí abajo en las cloacas, las 'sombras privadas de
fuerza' tan solo tienen el poder local de eyacular cuando deseen y satisfacer su estómago en la mezquina
soledad de su cubil. Cualquier otra exigencia representa un canto a la barbarie o el alegato de un loco. Si
nuestro mundo, o todo aquello que podemos decir de nuestro mundo, pertenece ya desde el principio
al horizonte de la jaula de hierro weberiana y no al ágora ateniense de ciudadanos libres, toda nuestra
filosofía se verá una vez más constreñida por la asfixia de 'esta noche polar de helada oscuridad' (Weber),
ante la cual la ananké parmenídea, o el 'Parménides encadenado' de Shestov como expresión de la voluntad
y omnipotencia de la necesidad, es el colmo de la libertad e independencia humana. El constreñimiento
natural de la jaula de hierro exige una filosofía de la modestia y el consuelo- de la que es defensor firme el
propio Weber- , una mística espectral (Weil), o la aceptación del cilicio como único refrigerio espiritual y
máxima del horizonte social. 'Qué pueden los cuerpos', se preguntan los modernos espinozianos, y elevan
su canto elogioso de multitudes sin rostro de todas las naciones, como en los libros del Apocalipsis (la Gran
Muchedumbre), una vez que se ha roto la ecuación que identificaba la emancipación del proletariado con
la liberación de la humanidad y su ilustración y autonomía universales. El nuevo sujeto emancipatorio en
la época de las pequeñas palabras y la desaparición del individuo se conjuga como una multitud (multitudo
negriniana), sin rostro cuya potencia es la potencia de los cuerpos- cuerpos anónimos cuya constitución y
génesis hay que buscar en la maquinaria misma del frenesí productivo, cuerpos intercambiados como
fuerza abstracta de trabajo en el éxtasis anónimo del mercado internacional. Es éste sujeto espectral,
descarnado, sin rostro, hecho con los pedazos y los restos del fracaso de la clase obrera a lo largo del siglo
pasado y con los residuos que tras de sí ha dejado el paso del mundo de los objetos autonomizado en la
época contemporánea, el que la postmodernidad en esta época tardía del capital propone como último y
desesperado Ersatz, como sucedáneo y espectro, de aquellos que hoy se quieren adalides de la potencia de
los cuerpos, profetas de la inmanencia y lo finito enclavados en la tradición espinoziana. Porque la ananké
que hoy nos constriñe no es la del principio de causalidad, como quería el viejo Shestov, sino la ananké de
las pequeñas palabras, de la Babelia reducida; y sin embargo, no se abren jaulas con llaves pequeñas. Mas
nadie- ésto se nos ha vedado- puede pensar hoy en llaves grandes.

Pensar a lo grande hoy está prohibido y, paradójicamente, la historia del pensamiento ha consistido
exactamente en eso a lo largo de los siglos. No fue más loco Karl Marx al pretender cambiar el mundo que
Platón al pensar en los confines de la Idea. Nietzsche tuvo que tener el'orgullo del diablo'- como decía
Russell de su apadrinado Wittgenstein- para poder tomar el vuelo hacia las montañas de la soledad
aristocrática y sufrir enormes dolores físicos, transformaciones y digestiones espirituales, hasta que pudo
concebirse como aquel que habría de partir la historia de Occidente en dos pedazos. Cuando se dice que
pensar a lo grande está prohibido, no se defiende la idea de un hombre heroico como podría en efecto
suponer cierta interpretación del pensamiento nietzcheano, peligrosamente elitista, sino que se pretende
evidenciar el horizonte intelectual polvoriento y minúsculo que ha dejado tras de sí el devenir de los
últimos siglos; cuando hablamos del espectro como reducción del individuo no es para invocar la
individualidad aristocrática o el pensamiento propio- producto ideológico donde los haya- sino para
indicar cuál es el espacio del pensamiento que tenemos hoy delante de nuestros ojos, doscientos años
después de la muerte de Max Weber y Karl Marx. Decía Kant que el hombre debería ser considerado
siempre como un fin y no como un medio, sin embargo, este pensamiento suena hoy como una blasfemia o
una impostura luego de la constatación del horizonte real de los individuos y su significación social, una
vez éstos no representan sino los vectores de las mercancías consumibles hipotéticamente y los nodos a
través de los cuales las mercancías se distribuyen y consumen mundialmente, cuando no la mercancía
misma, en forma de cuerpos, datos, información y fuerza de trabajo. Ello solo demuestra la difícil
conciliación de los ideales ilustrados con el desarrollo de las sociedades contemporáneas, bajo cuyo yugo
devienen corruptibles y en fin ideología. Mas aún pensadores como Juan José Sebreli, Rüdiger Safranski o
Steven Pinker son capaces de proponer ideales ilustrados como horizonte fáctico y programa filosófico. No
hay en ello maldad, sino una inocencia que se aferra a la esperanza como un clavo ardiendo, y que se niega
a mirar en el pozo de la desesperación como Schopenhauer o Leopardi. Mas ni una cosa ni la otra es
necesaria, o al menos no debería serlo. Pero quienes hoy se atreven aún a conjurar los poderes de la razón
que ha renunciado al menos a una parte de sí misma- la razón ingenua y positivista, de Mill a Voltaire- no
tienen en cambio más que ofrecer que una razón vuelta ideología por la propia falta de profundidad que
conlleva, y que de hecho deviene producto para ser consumido por el espectro; son optimistas racionales y
en cierto sentido parientes del viejo Pangloss, hombres con mesura y apologetas del common sense: ellos
nos advierten continuamente del peligro que hay en pensar a lo grande y lo importante que resulta cuidar
de las 'pequeñas palabras', de las pequeñas cosas; no miréis, nos dicen, a las alturas de la torre de Babel, ni
lancéis flechas al cielo como Nemrod; la búsqueda de la verdad nos lleva al totalitarismo, al Gulag, la
identificación de ser y pensar a los hornos crematorios de Auschwitz. Como dice Safranski, los filósofos
solo han estado buscando continuamente la manera de regresar al hogar. Pero el hogar que nos propone
Safranski es una pequeña choza y una minúscula hoguera con la que calentarnos en la noche invernal.
Aquí los racionalistas ilustrados en las postrimerías de la jaula de hierro weberiana: se trata de una defensa
de la razón frente a sus aniquiladores, que los obliga a levantar acta de generaciones enteras de heréticos e
insumisos, tantos que no se pueden contar con los dedos de la mano. La propuesta de los optimistas
ilustrados es pobre porque ignora los efectos perniciosos de su razón ilustrada y porque se sitúan más acá
de los acontecimientos decisivos que han determinado el devenir histórico en los últimos siglos. La vuelta
a la Edad de Oro y la inocencia prístina del estado de naturaleza se convierte en estos pensadores en la
Edad de Oro de los salones ilustrados bajo el Absolutismo. Pero los optimistas son pobres sobretodo porque
ignoran el trabajo de lo negativo, sin el cual no es posible concebir una razón plena. Como bien dice Ernst
Bloch, es necesario pasar por Schopenhauer para recobrar la plenitud de una razón que ha despertado de
su ingenuidad. Para los Pinkers y Safranskis de este mundo no hay, sin embargo, algo así como una razón
dialéctica: la razón es clara y unilateral, como los 'pensamientos claros y distintos' de Descartes,
y la prueba siempre confiable de la empiría. El problema que tienen los optimistas ilustrados es, no
obstante, que con ello no pueden explicar el surgimiento de tanta irracionalidad en las ideas -y los hechos,
sobre todo los hechos!- de los últimos siglos, casi al modo como los teólogos medievales intentaban
minimizar el daño del mal concibiéndolo como simple ausencia de bien. El optimista filosófico, el moderno
Pangloss, falla al intentar explicar el origen de esta enfermedad filosófica que azota a Occidente desde que
Nietzsche proclamó la destrucción de todo tribunal epistemológico y moral. Y nunca piensa, por otra
parte, que su razón idolatrada pueda tener algo que ver con este virus universal. El optimista filosófico, el
creyente moderno en la razón, abomina de la identidad entre ser y acción, entre ser y pensamiento,
devolviendo al individuo al antiguo padecimiento de la esquizofrenia kantiana entre conocimiento y
moralidad. Es la propuesta de Safranski, quien adopta una postura kantiana y alerta contra las 'grandes
verdades'; para Safranski, la pasión que según Hegel definía las grandes acciones de la historia debe
circunscribirse a la esfera artística y lúdica. Como si de un espectador en una tragedia ática se tratara, el
individuo solo puede tener un contacto metafórico o sublimado con las grandes verdades. En el momento
en que se transgrede esa esfera y se llevan el valor sublimado del arte a la vida real de ahí afuera, a la vida
política, adviene la estetización de lo político, es decir el fascismo, es decir el totalitarismo. Lo que
Safranski pierde de vista es que en esa reclusión de las potencias creativas al ámbito lúdico e incluso
privado del disfrute estético, al individuo mismo se le hurta de sus potencias más elevadas y se le niega una
parte de su propia verdad. Lo que Safranski ignora es que las condiciones de materialización de la libertad
son para el individuo contemporáneo mucho más estrictas que un voluntarioso limitarse a separar lo
estético de lo político. Que de hecho también del ámbito estético se le ha hurtado al individuo la
participación en las grandes verdades, a través de la mercantilización del arte y de la contemplación
estética misma, a través incluso de la mercantilización de la percepción misma. Que, en suma, el espacio de
movimiento del ser social actual arroja al individuo a un set de posibilidades lo suficientemente hermético
como para que toda exploración que no se sujete a la instrumentalidad de la razón moderna se reduzca a
mera pantomima o polvo. Y por esta misma razón es la defensa de la Ilustración de optimistas como
Pinker, una soflama vacía y hondamente agujereada en su interior. Pues tampoco el programa ilustrado
puede llevarse a cabo, si no se admiten primero la existencia de determinaciones sociales y económicas
que limitan y oscurecen el alcance de las potencias propias del individuo.

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