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GRIETA

LA GRIETA ESTÁ AHÍ,

aunque no es exactamente el punto de abrasión del alma, ni nada por el estilo. No se trata de esos
agujeros impúdicos que se le suponen a toda psique por el hecho de serlo. La grieta es algo más
severo, algo que, aún en ocasiones manifestándose a través de nosotros-y queramos que ello no
tenga que suceder-no nos pertenece, sino que de hecho es ajeno a nuestra naturaleza y a menudo
incluso opuesto a ella. A través de la grieta habla el escándalo de un universo que la vorágine
lingüística no ha alcanzado a absorber, un espacio en el que el crimen y el amor tienen el mismo
significado o el mismo peso; algo que se mueve, como una sustancia gelatinosa e inmunda, bajo los
pilares que nos sostienen aquí arriba. La grieta aparece como un extranjero en la superficie de
nuestra piel y al mismo tiempo como su verdad indecible, como lo alien-lo otro- en nosotros y como
nuestro verdadero rostro. Nadie ha podido nunca conversar con ella. Como tampoco se la puede
dominar, los éxitos que hemos cosechado en nuestro trato con esta sustancia abisal, inasible y
prelingüística, han residido más bien en el desdén ante su presencia o en la falsa ignorancia de su
existencia. Ello no cambia en absoluto la situación: la grieta se mueve bajo el suelo como las placas
tectónicas que juegan a los dados con la suerte de nuestras ciudades. Hoy afectará a este o aquel
individuo, mañana a este pueblo o a aquella portentosa civilización. Lo Otro no es solo un territorio
inaccesible, sino un territorio inaccesible que penetra en nuestro interior con más precisión y arte
del que somos capaces nosotros mismos. Todos tenemos- todos tenéis- grietas en vuestras paredes.
Pintarlas no las eliminará, solo os dará la satisfacción temporal que produce la ignorancia indolente
y pretendida.
1. REUNIÓN FAMILIAR

Le dije a Severino que las llaves de la taquilla estaban en recepción. No me importa que utilice mi
taquilla, no soy escrupuloso en absoluto. Al fin y al cabo, en ella solo guardo la camisa azul y mi
paquete de tabaco, y como estoy dejando de fumar, todo irá mejor incluso si Severino decide
apropiarse de mis cigarrillos. Entre semana no hay mucho que hacer, solo se trata de controlar la
entrada y salida de los niños y ocuparse de la limpieza de la recepción. Antes también nos
ocupábamos del vestíbulo, pero el colegio ha contratado a una empresa externa que realiza el
trabajo por las noches. Es muy importante cerrar con cuidado las puertas y vigilar la calefacción. Lo
demás sigue un proceso rutinario.

Aunque solo he pedido un par de semanas, me da un poco de pena abandonar el trabajo. Echaré de
menos a Eugenia y a Alba, a Federico y a Joaquín. Alba es profesora de matemáticas, y
generalmente llevo su correo personal. Luce una larga melena rubia y se pinta los labios de rojo
carmín. Es demasiado mayor para mi gusto, pero es una excelente conversadora y su amabilidad
vale oro. En cuanto a Joaquín, se trata de un entrañable profesor de biología que siempre dispone de
una sonrisa, incluso en esos días lluviosos en los que es inevitable mojarse y empaparse de barro.
Nunca le he visto alterado por algo, ni siquiera cuando alguno de sus alumnos le ha gastado una
broma de mal gusto o le ha intentado hacer la vida imposible.

Necesitaba unos días para arreglar los asuntos familiares. Toda mi familia se encuentra reunida en
casa y debo atenderlos. Me encontré a la farmacéutica de camino al supermercado y me dio saludos
para ellos. Es una mujer excelente. Cada vez que he necesitado medicinas y la farmacia estaba
cerrada, ella me ha facilitado una solución inmediata. También he ido de compras, porque
necesitaba un nuevo frigorífico. Luego regresé a casa y me puse a realizar algunos preparativos.

Hacía fresco. Algunas nubes al fondo amenazaban tormenta. Me imaginé la preocupación de


Severino: el patio interior del colegio se llena de hojas cuando llueve con fuerza y el trabajo que hay
que llevar a cabo para retirarlas es agotador. Los excrementos de las palomas se almacenan como
costras volcánicas en los alféizares. Encendí el horno para calentar el pollo. Hoy no me apetece
cocinar, pero se trata de un día especial. Hoy estamos todos juntos, disfrutando un día de reunión
familiar.
Tuve también que enviar unos paquetes por correo. La oficina estaba llena, pero como siempre,
Matilde me atendió con su disposición siempre alegre y su impecable profesionalidad. Me recuerda
a una amiga mía del colegio, que estudió durante varios años conmigo. Aunque en realidad ella era
más guapa. Miro por la ventana: la tormenta es un hecho. Confío en Severino: es un hombre
trabajador y severo. De esa clase de severidad un poco amarga que a veces asusta, pero que
garantiza un trabajo bien hecho. Un hombre responsable.

Estuve hablando con mi hermano y con mi padre un buen rato, mientras el pollo se asaba en el
horno. Permanecieron todo el tiempo indiferentes. La tormenta debió deprimirlos. Comenzó a llover
sin compasión y unas nubes oscuras taponaron el cielo. Luego coloqué los cubiertos sobre la mesa.
La cena estaba lista. No me gusta especialmente la música, pero por tratarse de una reunión
familiar, decidí que debía animar la velada. Así que puse la radio. Afuera seguía lloviendo.

En realidad estaba nervioso. Desde luego era una cena especial. Mi perro corría de un lado a otro,
persiguiendo los truenos. Entonces abrí el congelador y vi la cabeza aplastada de mi madre, como si
se tratara de una lechuga echada a perder. No pensé que se descompusiera tan rápido. No entiendo
cómo puede surgir este olor putrefacto de algo tan aséptico e indiferente como el hielo. Sin
embargo, mi padre estaba relativamente fresco. Me di cuenta de que había encajado demasiado
profundamente el martillo en el interior del cráneo de mi madre, de ahí que presentara un aspecto
tan deforme, como de una calabaza un poco achatada. Las extremidades superiores de mi hermano
estaban tiesas, en forma de aspa, como los brazos de un molino. Escuché un zumbido y sonreí al
darme cuenta de que se trataba de un mensaje de Alba. '¡Pásalo muy bien esta noche con tu
familia!', decía. Es una mujer maravillosa. Pensé también en el pobre Severino. Esta noche caería
rendido sobre la cama. Las tormentas nos hacen siempre trabajar más de lo debido.
2. SEMÁFOROS

No podemos verlo todo, no podemos conocerlo todo. Pero a veces no es necesario conocerlo todo
para poder verlo todo. Eso decía siempre, hasta que un día desapareció y no volví a verlo jamás.
3. DECIR LA VERDAD

Ella no sabe todavía si es un hueso humano o animal. Le digo que tiene que ser humano, que los
huesos animales no son tan grandes. Pero como ha decidido quedárselo, no tengo forma de
confirmar mi propia opinión. Esta tarde viene Gerardo. Tomaremos café con churros en la plaza. No
sé cómo comentárselo, pero desde luego que lo haré. Tengo que hacerlo. Le diré que Elena y yo
paseábamos por el río cuando nos encontramos el hueso. Aunque esto no es del todo cierto, es más
creíble que la realidad. ¿Cómo decir la verdad sin parecer un lunático? Nadie podría creernos. Solo
Elena y yo conocemos lo que sucedió aquel lejano día, que aún suena en mi cabeza como una
tormenta nauseabunda. Aquel día en que lo molimos a golpes- Elena llevaba un mazo de hierro, yo
una vara- y decidimos enterrarlo en aquella zanja profunda y oscura. Llovía entonces como si el
cielo se hubiera tragado nuestras esperanzas. Como un niño con un trauma.
4. PESCADERÍA

Ahora trabajo en una pescadería, a las afueras de la ciudad. Odio el olor del pescado porque me
recuerda cuánto nos parecemos a él y me hace comprender que bajo nuestra ansia por mostrarnos
atractivos ante los otros, maquillados, disfrazados, transformados, no somos sino un montón de
bolsas de gelatina unidas por hilos y alambres de carne. Corto el pescado y me saltan las tripas a la
cara. Cuando me lavo, me doy cuenta de que yo no soy mucho mejor. Dejo un trozo de uña en el
lavabo. Los demás, fuera, esperan su turno, como mastodontes moribundos o reses camino del
sacrificio. He echado mi vida a perder, tan solo porque nunca me tomé muy en serio eso de ser algo
o alguien en la vida, dado que de todos modos nos dirigimos siempre a un solo lugar. Eso no lo sabe
el pescado, pero no lo hace peor que nosotros. Cuando me aburra de este trabajo, me colgaré de una
viga y se acabó. Tengo que guardar la merluza en el congelador antes de irme a trabajar o esta
noche estará podrida. ¿Por qué el pescado huele siempre tan mal?
5. OBJECIONES

Sabes, Marta, que el sexo no lo es todo. Que no vale solo con esto. Que los seres humanos...puso
sus pechos como flanes recién salidos del horno en mi boca y me asfixió con ellos; mis objeciones
se disolvieron en un instante, como la ceniza en la lluvia.
6. SOY EL MAL

Siempre que he podido hacer el mal he hecho el mal. Una vez aplasté a un pájaro moribundo por el
mero placer de hacerlo. A veces me excito cuando veo a alguien sufrir. En mi imaginación he
matado a muchísima gente: los he aplastado con segadoras de cereales, los he pisoteado como uvas
frescas en barriles, los he atropellado y triturado como ajo en el molinillo. Pero a pesar de todo soy
humano. Ese signo indescifrable. Esa palabra perteneciente a los misterios. No he matado a nadie
con mis propias manos, he cometido crímenes tan solo en mi corazón. Pero soy humano. A pesar de
todo. Ese adjetivo pretencioso. Esa humareda verbal.

Mañana aniquilaré a algunos más. Mi arma homicida es muy sencilla: tan solo una marca de tinta en
el currículum. Los obligaré a perpetuar esa peregrinación degradante hacia el mejor postor al menos
un día más. A arrastrar un día más las pieles deshechas de su dignidad. Hay otros carniceros que
comprarán su cuero quemado. Mientras caliento mi café, pienso en el mejor método para exterminar
a los hombres. Y me doy cuenta de que ya existe, que yo mismo formo parte de esa empresa. No
hay un dios. ¿Quién negará mi humanidad?
7. AYER

La mantequilla, cuando está suave y caliente, se impregna mejor en la tostada. Ayer murieron
ochenta niños en Mosul. Los zapatos aprietan a causa de la estrechez de la horma; tiene fácil
solución si se llevan al zapatero. Ayer murieron ochenta niños en Mosul. No, no es exactamente la
muela del juicio, pero, ¡demonios!, duele como un taladro en la mandíbula. Ayer murieron ochenta
niños en Mosul. Es una cosa de sentido común, pero los muy hijos de puta nos dejarán también hoy
sin aire acondicionado en el autobús. Harto estoy. Ayer murieron ochenta niños en Mosul. Que todo
eso está muy bien, pero que no se puede hacer nada, hay que vivir como se puede. Ayer murieron
ochenta niños en Mosul. Y le tuve que dar el biberón a las cuatro de la mañana, qué infierno. Ayer
murieron ochenta niños en Mosul. La mantequilla, cuando está suave y caliente, se impregna mejor
en la tostada. Por eso odio cuando me la ponen recién salida del frigorífico. Es como el café, lo
pides templado y te lo traen ardiendo, hay que ser gilipollas. Estas cosas me sacan de quicio.
8. NUNCA PASA NADA

La vaca permanecía estirada en el centro de la calle como una alfombra, moribunda, embarrada en
heces, atravesada por agujas muy finas que sobresalían en un costado y brillaban al sol. En este
pueblo nunca pasa nada, me dijo Maite, despejada como siempre, resplandeciente, feliz. Me
preguntó por mis hermanos, por Jaime y su enrolamiento en el ejército, por el cultivo de patatas.
Debajo de su zapato izquierdo había un chicle. A unos centímetros, la pezuña del bóvido se movía
muy lentamente, como un insecto herido de gravedad que lucha sin embargo por su vida. Me di
cuenta de que Maite no se había cepillado los dientes: en uno de sus incisivos colgaba el resto de
una pieza de verdura. De modo que la perfección es imposible, pensé. Aunque ella retomó su paso
con el orgullo de un pavo, nada la libraría de dar con ese terrible hallazgo tarde o temprano. Se
miraría al espejo, y se daría cuenta de que su sonrisa infalible le había tendido una cruel trampa. La
vaca seguía gimiendo, la voz era ahora siniestra y gutural. El panadero saludó con la mano derecha;
como la agonía de la vaca parecía impedirle la comunicación con el tendero, elevó hipócritamente
el tono de la voz. Dónde se había metido María, decía, hace mucho tiempo que no la veo, decía.
Alguien pisó inadvertidamente la cabeza de la vaca. Aún no era mediodía. El reloj de la torre
sonaba con estrépito, pero era incapaz de sobreponerse al llanto del bóvido. Se encuentra de viaje de
estudios en Italia, dijo el tendero, que ahora tenía que gritar para hacerse oír. Una vieja pasó a su
lado santiguándose, y entonces decidí que era hora de llevar a cabo mis gestiones. Cerré de un
portazo y me encaminé hacia el banco. Deposité el cheque en la cuenta y saludé a Emilio, que
jugaba con un palillo en la comisura de los labios. Afuera comenzó a llover. Al cabo, vi a Maite- los
hombros caídos, el rostro compungido- atravesar el cuadrilátero de la plaza. La saludé entre la
lluvia pero no me miró. Pasó al lado de la vaca, pero la agonía se había desvanecido y un silencio
opresivo nos cautivó a todos.
9. DONDE NO HAY LUZ

Hay días especiales, de esos que no se pueden describir. Horas sagradas, incomunicables. Minutos
en los que cruzamos el umbral. Porque casi siempre hay un remedio de última hora para todo- ese
trago largo de cerveza, ese cigarrillo devorado, la patada salvífica a la papelera- pero hay días,
horas, minutos, en los que esos remedios no bastan. En los que es preciso un acto más. Entonces ya
estamos al otro lado. Y ya no podemos hablar.

Llovía con fruición, todo alrededor pareció oscurecerse, aunque creo que eran mis ojos, mis ojos
estaban oscurecidos, los restregaba una y otra vez y cada vez veía menos, solo podía escuchar el
ruido de la pala y la resistencia del barro húmedo, y yo me preguntaba cómo era posible que el
barro húmedo estuviera tan compacto, que fuera tan difícil retirarlo, porque el agujero era todavía
demasiado pequeño y los brazos sobresalían diez centímetros por encima de la superficie, la lluvia
me empapaba los ojos, me cegaba los ojos, y la pala se escurría en el barro y se hundía al lado del
cuerpo, como si no quisiera saber nada de ello, como si se empeñara en hacer mi insidiosa tarea aún
más difícil, la mano no se cerraba, era como un cristal endurecido, como un vidrio irrompible, la
golpeaba con el extremo de la pala pero no lograba cerrarla, la mano seguía abierta, era una plegaria
encendida contra la lluvia, contra mis ojos, contra el mundo; nunca he visto un grito de la
naturaleza tan brutal y ensordecedor, un lamento tan ávido de venganza. Yo intentaba pensar en el
placer del cuchillo enterrado en la carne, pero ya no lograba recordarlo, porque me ardían los ojos,
mis ojos estaban oscurecidos, empapados, no podía ver nada...

Casi siempre hay un último freno de emergencia disponible. Otras veces el tren nos lleva más allá
del umbral. Donde no hay luz.
10. VANO AFÁN

Antes lo intentaba, muy a menudo; pero ahora me he dado cuenta de que la búsqueda de la razón no
es sino un instinto impositivo de nuestros testículos, la afirmación sofisticada de las gónadas. Quien
logra casarse con la razón, tiene sin duda un matrimonio atribulado. Desdichado. Y al final, en
realidad no ha hecho sino casarse consigo mismo. Con su deseo de poder. Con su venganza
insatisfecha.

Afanarse no siempre es malo, pero, ¿afanarse por nada? (Pedir cita con el peluquero. Guardar los
restos del cadáver en el cobertizo del jardín).
11. LOS TESTIGOS

Llevo varios días espiando a mis excrementos. Sé que me miran cuando no me doy cuenta, sé que
están al tanto de mi existencia. Cuando era un muchachito, un compañero de clase me planteó una
vez qué haríamos si de pronto nuestros excrementos nos persiguieran. Él se reía, le parecía
divertido, pero yo lo imaginé como la cosa más terrible que podía salir de una mente humana. Tiras
de la cadena y el testigo sigue ahí. Te levantas y te sigue, como un perro fiel, como un compañero.
Ellos nos conocen mejor que nuestras madres. Señalan nuestra vergüenza, se ríen de nuestro inflado
orgullo. No podemos huir nunca de ellos, como tampoco pudieron hacerlo Sófocles, Alejandro,
Aristóteles. Nada excrementicio me es ajeno, pudo dejar escrito Publio Terencio Africano. Para
ellos no lo somos. Para los que te miran. Los que te disecan con la mirada. Los que testifican contra
ti. Los que te desnudan.

Yo no ceso de espiarlos, pero sé que son ellos los que no quitan sus ojos sobre mí.
12. EN EL MOSTRADOR

Ponme dos pechugas de pollo, le dije al carnicero. Mostró su diente de oro en esa sonrisa cínica y
descarada, algo violenta, un gesto hipócrita, como si supiera que vivo de mi mujer y que no me
interesa buscar un trabajo. ¿Algo más?, respondió, y esta vez parecía cansado, aunque sus manos
aún temblaban sobre la pechuga deshuesada. Siempre me ha gustado el fresco de las carnicerías y
las pollerías, dan como un aire aséptico a las tiendas, pero hoy, al ver esa colección de cabezas de
cerdo, de muslos, contramuslos, intestinos, vísceras arremolinadas en forma de espiral, salchichas
gordas y delgadas, rojas y blancas, anchas y estrechas, orejas, tripas, pezuñas, al ver ese museo
frigorífico del vientre y el pellejo, adiviné el rostro sin forma de Eduardo, las piernas disecadas de
Alejandra, las orejas segadas de Álvaro, la piel envirotada de Lúcida, las entrañas de Roberto.
Todos mis amigos, descuartizados, me miraban como te mira ese ojo bóvido inerte cuando pides
unas lonchas de jamón ibérico en el mostrador de la carnicería. Ese ojo bóvido como un cristal
pulido a través del que te habla la muerte. La historia del pensamiento occidental habría sido muy
otra de haber sido el propio Descartes quien se encargara de hacer la compra en la carnicería. Voy
calentando la sartén.
13. FUNERAL

Nunca lo he entendido. Sabemos que vamos a morir como ratas, arrojados como bolsas de basura al
estercolero, y actuamos con total normalidad, excepto en el momento preciso, de cuyo
advenimiento teníamos noticia certera. Llorar ante el féretro es hipócrita. Criminal como la muerte.

Laura me cogía de la mano, y yo se la retiraba todo el tiempo; no quiero ver el rostro del abuelo, ya
te lo he dicho, le han puesto dos bolitas de algodón en las fosas nasales para que no se le escurran
los sesos, no necesito verlo, pero todos los demás, mirones obscenos, gozaban con ansiedad del
macabro espectáculo, igual que cuando la gente come palomitas mientras ve en el cine una película
de terror. Pero Laura insistía, yo tuve que marcharme para no herirla, para evitar que la situación se
volviera aún más violenta, sali del tanatorio y la luz del sol se estrelló en mis ojos, como un
puñetazo; el borracho del pueblo empinaba la cubeta como si no hubiera mañana y yo se la
arrebaté, sin permiso, bebía desesperado sin dejar de mirar al sol, con la esperanza de quedarme
ciego,

La muerte nos humilla. No lloréis ante mi féretro.


14. FRUTA DE TEMPORADA

Mi madre me convirtió en un inútil. Todo lo hacía por mí, todo lo decidía por mí. Hoy ha ido al
mercadillo. Quiere comprar algo de fruta para nosotros, pero como todavía tenemos algunas piezas,
le he dicho que las guarde en su nevera. Y allí siguen, junto a mi dignidad. Sobre ella crece el
sustrato fértil, la mucilaginosa putrefacción.

Hongo de la madre amantísima. No soy capaz de decidir. Vivid mi vida por mí.
15. EL OLOR DE LA LOCURA

La niña, a mi lado- trenzas rubias, mirada inocente de pescado- me preguntó a qué olía la locura.
Miré a mi alrededor, me fijé en esa mujer rolliza con el pelo desordenado que fregaba sin pasión el
pavimento. Huele a lejía, me parece que le dije. La niña me miraba con severidad, sin sonreír.
Estuve todo el día pensando en este tema, confuso, agotado. Puedo imaginarme los colchones
limpios, duros, las habitaciones blancas, el suelo perfumado, la mirada perdida en los abetos.
Alguien que se ríe violando la paz del silencio.

Ayer me contuve, improvisé una nueva ruta. Ahora, cada vez que veo a la señora de la limpieza,
pienso en la locura.
16. SACRIFICIO

Todos somos criminales. Como un Abraham que hubiera asesinado a Isaac.

Las orugas jugaban alrededor de mis piernas, pero yo estaba demasiado borracho para darme
cuenta. He vivido cosas maravillosas, de las que apenas puedo acordarme, porque siempre que las
disfruté estaba ebrio. Las tetas de Julia, los besos con lengua de Leticia. Había una fiesta pero yo
estaba demasiado enfermo para poder disfrutar de ella. Las orugas entraban en mis oídos, como
mineros expertos y ávidos, y yo me reía sin cesar, aunque estaba ciego. De esta experiencia solo
tengo una cifra abstracta, un expediente sin vida. No puedo recordar. No sé donde he vivido. Las
orugas penetran en mi frente como una marabunta de huérfanos. También ellas quieren su
explicación.

¿Qué has hecho con tu vida?, me dijo el viejo. Yo simplemente empujaba su silla, en dirección de
los acantilados. El viento soplaba en nuestro rostro. Nos hería. No he sido nada para nadie. Como la
piedra. Como las olas. Soy Abraham llevando en una silla a Isaac. Soy un criminal.
17. INFECCIÓN

Estuve en el parque, arrojando pequeñas bolitas de pan a los patos. Están sucios y descoloridos. A lo
largo del camino encontré todo tipo de cosas en el suelo: compresas, preservativos, cigarrillos
aplastados, botellas vacías. Tuve que badear un árbol quebrado. El agua del lago era de un amarillo
sucio, del color de una esponja cuando absorbe el orín. Los patos comenzaron a gritar, igual que una
un grupo de hinchas de fútbol cuyo equipo acaba de ganar. Me senté un rato junto a la caña de
pescar abandonada. Una pequeña oruga trepaba por el mango. Esta mañana me di cuenta de que la
infección ha ido a peor. No lo voy a contar, no quiero contarlo. Quiero simplemente que la
naturaleza tome su curso. Como el río que obedientemente desciende de la cumbre. Llevo más de
diez años con esta infección. Es mi compañera, mi confidente. No voy a traicionarla.
18. ALEJANDRO

Es difícil ponerse en el lugar de Alejandro. Cuando llega a la oficina y abre el archivador, se


encuentra con una cabeza humana deformada. Luego se sienta en la mesa e intenta concentrarse en
el trabajo, pero el jefe le hace un gesto con la mano derecha y no le queda más remedio que mirar.
Junto a él, junto a su encargado, una figura blanca y traslúcida se eleva sobre el suelo unos metros
hasta alcanzar el techo. Alejandro pone cualquier excusa para desaparecer y refugiarse en el baño.
Ahora la voz es más grave- puedo soportar casi todas las voces, pero ésa no, ésa me pone los pelos
de punta, me quedo pálido y siento que me voy a desmayar de miedo- y al lavarse las manos, cosa
que hace de forma compulsiva y dolorosa, no puede quitar la vista de las orugas que penetran en sus
venas, incrustándose como raíces firmes bajo la corteza de su piel, y entonces- intento lavarme la
cara con agua fría varias veces, y si no funciona, me pellizco hasta hacerme sangre -, tras ponerse la
píldora en la lengua, retorna rápidamente a su puesto de trabajo, hace un último esfuerzo de
concentración y -lo primero es ordenar el escritorio, eliminar los archivos antiguos, actualizar la
agenda y clasificar las citas urgentes – escucha la voz de un compañero al otro lado.

Alex, ¿cómo lo llevas hoy, chico?- de su boca cuelga una larga lengua sinuosa, de color azulado, el
brillo ambarino de sus ojos traiciona su origen extraterrestre-, y Alejandro hace un gesto indiferente,
sigue tecleando con furia en el ordenador, y al final, cuando regresa a su casa, la madre tiene
preparado el plato de lentejas y el vaso de agua con la píldora que tiene que tomarse antes de
dormir. No se te olvide- le dice la madre cariñosamente, y acaricia su frente con esa suavidad propia
de quien se ha encomendado una labor incondicional de protección-. Toma la pastilla y se mete bajo
las sábanas: el único lugar de este mundo donde no hace frío.
19. SOLO UNA VEZ

Antes, en un tiempo muy lejano, yo no podía dormir a causa de los remordimientos.

Que Juan haga lo que quiera, yo no puedo oponerme a ello; cada cual tiene que responder ante sí
mismo por su actos, exactamente como yo mismo estoy haciendo ahora. Ruth no tenía razón,
porque nuestros secretos no pueden ocultarse por siempre. Ahí están los sueños repetitivos, las
pesadillas que nos quitan el aliento, para recordárnoslo.

Confesaba mis crímenes, pero no podía eliminar mi culpa. Siento ese pequeño desahogo, esa
brevísima pausa en que mi mente se limpia, y, al cabo, como un peso negro e insoportable, retorna
la culpa. La primera vez que me ocurrió fue delante de mi madre; yo tenía diez o doce años de edad,
y mi rostro estaba cubierto por las lágrimas. Tocarse ahí abajo era en aquellos tiempos un crimen
moral, una suciedad que había que extirpar como fuese. Los viejos tótems nos miraban. La
ingenuidad infantil es como un cristal frágil que se rompe con un soplo. Luego ya no se puede
reparar.

Tampoco la suciedad en los ojos, recuérdalo cuando vuelvas a hacerlo: la suciedad de tus ojos, la
costra sobre tus párpados, eso tampoco lo puedes olvidar. Recúerdalo.

La culpa es un gusano que tan solo roe una vez. Después somos como puertas abiertas, quebradas, a
través de las que penetra el viento sucio. Pero ya no nos importa mancharnos.
20. BAJO LAS ANTORCHAS

No tengo teorías, solo retazos, fragmentos que van y vienen, están conmigo un tiempo y
desaparecen. No busquéis en mí una sabiduría que no exista en la ceniza. Busco mi rostro en
azulejos incoloros, pero la llama es débil y no alumbra. Otros que saben, que portan la antorcha.

Y para qué cruzar a través de esos puentes, le dije, para qué esa voz engolada y altiva que quiere
exhibir discernimiento y juicio. Nosotros vamos tras los galgos, corremos con ellos hacia el
precipicio. Necesito ver las olas, os necesito junto a mí. Somos cerdos descabezados, puercos que el
diablo ha poseído. Cristo airado nos señala el rumbo. Allá abajo no hay teoría, lo único que hierve
es la sopa indiferente donde cesaremos.

Camino junto a los que portan la antorcha, pero no me fío de su luz.


21. LISTA DE LA COMPRA

Tengo que comprar:

1. Cinco botes de lejía

2. Espuma de afeitar

3. Candados

4. Una cadena grande de hierro

5. Una sierra eléctrica

6. Un bidón de gasolina

7. Un bote de pintura, unos guantes y una cuerda. Y parches, muchos parches. Parches contra el
dolor del alma.
22. MALOS HÁBITOS

A nosotros nos lo contaba muy a menudo. Hoy se me ha quemado la comida porque estaba ocupado
terminando un relato, decía, y todos sonreíamos y lo tomábamos como una excentricidad suave,
nada reprochable. Pero otro día lo volvíamos a encontrar y nos decía que había discutido con su
mujer, que, concentrado en escribir, había descuidado el trato con ella y ni siquiera se había dado
cuenta de que estaba gravemente enferma. ¿Qué tiene que pasar- decía- para que me hagas caso
alguna vez, si ni siquiera hallándome al borde de la muerte merezco tu atención?. La cosa se volvía
cada vez más seria, y un día llegó a perder el trabajo por culpa de su 'hábito'. Su familia le envió al
psiquiatra, y aunque estuvo durante muchos meses luchando contra esa manía impulsiva y feroz,
solo la medicación pudo ayudarlo a tomar el control de la situación. Hace unos días, después de
varios años, lo encontramos sentado en un banco, en la Plaza Santa María. La ceniza de su cigarro
se inclinaba peligrosamente hacia el suelo. Desvaído, nos saludó como si fuéramos unos extraños.
¿Sigues escribiendo?, le dije, y sin pronunciar una palabra, me enseñó el muñón vendado. Su
sonrisa era estúpida, vacía. 'Si tu ojo te molesta, arráncatelo', dijo, y seguimos caminando,
confundidos. Pedro pidió una caña, yo recurrí al vino tinto. Al salir del bar, hacía un calor
espantoso. La ebriedad nos afectó de forma negativa. El banco en el que nuestro amigo se sentaba
hacía unos minutos estaba ahora ocupado por una mujer que daba el pecho a su hija. Pedro se
marchó pronto, tenía cita con el dentista.
23. EL COLECCIONISTA

Mi nombre es Jaime Martínez y colecciono cabellos. Toda la vida he coleccionado cabellos, uñas,
huesos, toda clase de atributos corporales. No sé muy bien qué hago aquí, me dijeron que escribiera
en un papel, y eso intento hacer. Como digo, colecciono cabellos. Los busco donde puedo, en los
bancos de los parques, en los mostradores de las tiendas, en los asientos del ferrocarril. Me gustan
sobre todo los rizos largos y de color rojo. Me recuerdan a mi madre. Mi intención es conseguir
juntar todo el cabello posible para formar una cabellera. Ya tengo el pegamento y las tijeras.
Cuando lo consiga, me la colocaré sobre la cabeza, la cabellera, digo, y saldré a la calle con ella.
Iré vestido de mujer, con una falda corta, como hacía mi madre. Me excita que la gente me mire.
Quiero que me miren como se mira un escaparate. Con fruición y deseo. Con cierto sentimiento de
culpa. Ya he terminado y hace calor, ¿puedo salir de aquí?
24. OMNI DETERMINATIO EST NEGATIO

Embelesados tal vez por un instante, pero de inmediato retornamos al papel como quien mira a
alguien del que todavía no se fía por completo, y retiramos la mirada con asco, con culpa,
castigándonos por haber cedido a ese obsceno placer o satisfacción aparente que no era sino una
embriaguez momentánea y ridícula. No, no puede ser de otro modo: nuestra propia escritura, si
revela de verdad lo que hay en nosotros, tiene que provocarnos repugnancia, como lo haría la visión
de nuestras vísceras, nuestras entrañas. El rubor, la náusea, la culpabilidad. Quien escribe comete un
crimen contra sí, del que hay improbable absolución.
25. SOLDADOS DE LA TIERRA

Le dije a Marcos que retirara la comida que Gufi había dejado en el plato, porque luego se seca y ya
no quiere comer más, pero como no me hizo caso, esta mañana me he encontrado con un ejército de
hormigas atraídas por el alimento. La naturaleza, ya se sabe, nunca desaprovecha nada. Ahora me
encuentro hormigas hasta en las bragas. Están por todas partes. (Como se trata de bichos muy
pequeños, Gufi, a pesar de su instinto cazador, es incapaz de reconocerlos, y por tanto, hace como si
no existieran).

Siempre están ahí, al acecho. Nuestra vida cotidiana consiste en retirarlos todo el tiempo que
podamos, pero se trata siempre de un aplazamiento, de una prórroga. Son los soldados de la tierra,
los hijos fieles de la muerte. Y cuando nos despistamos un momento, ya están ahí, llamando a la
puerta. Nunca les abrimos. Pero habrá un día en el que la puerta se abrirá. Y nosotros ya no
podremos impedirlo.
26. TEJER EL HILO QUE NO CESA

Pude comprar 'Esa visible oscuridad', de William Styron, pero una extraña pesadumbre cayó sobre
mí como una oscura e inevitable maldición. Todos los libros a mi alrededor eran cajas con pulgas,
pequeños ataúdes repletos de escoria maloliente y húmeda. Hace mucho calor ahí afuera, le dije a
Natalia. Ella había descendido mucho antes que yo, y lo mejor de todo es que lo había hecho con
una más profunda sabiduría- incluso para descender hay un arte y un talento, que no todos
poseemos- y su rostro de piedra había abandonado hacía tiempo este montón de hojas secas y
amarillas que llamamos vida; pero yo permanecía en la orilla, en la costra, sufriendo esa indigestión
que se empeña en revelarnos la imbatible inanidad en que consiste todo, y sin la capacidad para
forzarla hasta sus últimas consecuencias. Por eso yo sigo siendo un esclavo, y Natalia es libre.

Por eso nos veremos otro día más, en el suburbano, en la oficina, en el viejo supermercado, en la
floristería, en la pescadería o en el cementerio: por eso y por la persistencia de nuestra cobardía,
que es lo único sólido en este mar de espectros, y encenderemos juntos un cigarrillo sin poder
mirarnos fijamente al rostro, porque esto es lo propio de cobardes, retirar la mirada e inclinar el
rostro hacia el suelo. No otra cosa sabemos hacer los que todavía seguimos vivos, y es que es en
verdad la única tarea que se nos pide. No enfrentarnos, no despertarnos, sino perseverar en nuestra
obediencia y seguir tejiendo el hilo que no cesa.

Es el calor de ahí afuera. Creo que se lo dije a Natalia, pero ella ya no estaba allí cuando me di la
vuelta para mirarla.
27. COMO LOS HÉROES DE HOMERO

El viejo pueblo es un ataúd que se pudre poco a poco. Porque incluso los ataúdes se pudren y
desaparecen. Los carteles desteñidos de las antiguas tiendas se inclinan pesadamente hacia el
pavimento, buscando acaso una última absolución. Las viejas arrastran sus cuerpos amorfos como
piedras o losas que hubieran recubierto un cuerpo para contenerlo en su interior. La memoria se
pierde: estos jóvenes de hoy-nómadas, desenraizados- sembrarán sus huellas en países extraños, en
desiertos remotos. La carne caída se seca al ritmo de esta colosal putrefacción: callejuelas como
pieles avejentadas que muestran sus rudimentos colonizados por el polvo. Ese silencio solo habitado
por pájaros y el eterno arado. Mis padres- que viven por aquí cerca- se pudren con la misma
lentitud, envueltos en esa atmósfera de sueño de un mundo etéreo y casi pastoril. Como si los hijos
pudieran perpetuar su infancia evanescente. Pero la carne es obstinada, y la luz más débil cada día,
pues como los héroes de Homero somos 'presa de perros y pasto de aves', y las sombras crecen
junto con nuestros infortunios, desdichas, méritos y logros; hay que escapar de aquí cuanto antes,
me digo, hay que huir antes de que la sombra también me alcance a mí

pero ya lo ha hecho, y me ha cubierto con su piel putrefacta: como las viejas escorias de aquella
casa de la esquina, que crecieron sobre la herencia familiar. Como los maizales podridos por la
humedad y el asfalto abandonado. Yo también me pudro poco a poco, junto a aquellos que me
dieron la vida, que me acarician con su mano cadavérica y me envuelven en sus cabellos grises; los
hongos crecen en mis pies iluminados por el cariño materno y las losas de la memoria y la familia,
formando un túmulo sublime, un mausoleo elevado sobre los cadáveres de falsas esperanzas,
huecas profecías y hábitos corruptos; es mi padre elevando la silla en el aire y mi madre llorando en
las esquinas. La sombra ya ha cubierto nuestros ojos; es este animal inmenso cabalgando sobre
nuestros hombros.

Según la Biblia, es fácil ahuyentar al demonio. Simplemente hay que negarlo enérgicamente.
¡Vete!, le dijo Cristo al Diablo en el desierto, y el demonio huyó. Pero no es tan fácil negar el
demonio en uno mismo. ¡Vete de aquí!- le digo-, pero la costra de mi espalda se endurece. En el
cartel desteñido de la tienda se vislumbra, verano tras verano, una palabra incomprensible.
28. AMOR Y ORUGAS

Como un excremento cuyo olor hondo y amargo hemos asimilado en nuestra mente, así la familia:
desecho de amor y orugas, cúmulo de huesos y esperanzas que se elevan en el cielo, ceniza
ahumada por el viento. No podemos sino alejarlo y al mismo tiempo apretarlo contra el corazón. Y
contra la razón.
29. PROMOCIÓN

Aunque yo siempre le veía paseando por aquellos parques abandonados, mirando en los
contenedores, o arrojado como un cuerpo inerte sobre un banco, me parecía un tipo con una
sabiduría especial. Un día me dijo que lo único que tenemos que hacer en la vida, ya se sabe, para
sobrevivir y todo eso, es ocultar de la mejor forma que podamos nuestros muertos. No se refería a
nuestros familiares, sino a unos muertos que al parecer están siempre con nosotros. Y si sabes
ocultarlos, decía, entonces ganas la partida. Puedes jugar en otras ligas. Promocionarte. Salir
endeble de la lucha por la vida. Machacar a tus contrincantes. Esas cosas. Me ofreció un poco de su
vino pero yo lo rechacé, no sé muy bien por qué. Hay que ser un asesino profesional para poder
sobrevivir, dijo. Luego terminó el cartón y lo arrojó entre los escombros.
30. LA MANCHA

Voy a todos los lados con mi mancha. Parece tan importante -la mancha, digo- que ya comienzo a
pensar si no será que a través de ella ha nacido el mundo. Y casi me contesto a mí misma. Pero
aunque hubiéramos sido la jodida Afrodita, nadie nos habría quitado las horas de vergüenza, de
dolor y de ira que hemos sufrido a causa del estigma. Tachadas, negadas, y con la misma virulencia
esquizofrénica, codiciadas como si fuéramos un billete de cien euros manoseado por mil hombres.
Compartimos con los animales la degradación violenta a la que somos sometidas en manos de
varones, y con los ángeles el desprecio por la testosterona disfrazada de razón. Culpables por haber
nacido, casi por ser testimonio de los crímenes del otro, nos arrastramos entre serpientes y
pasadizos subterráneos, y al sonido de la campanilla tenemos que bajarnos las bragas y callar. Pero
ya estoy harta, harta de sentir culpa por mi mancha; sueño con una matriz grande como un océano
que se parta sobre las sienes de los hombres, que quiebre sus sueños inmundos de poder,
sometimiento y civilización. Nosotras, las subterráneas, no necesitamos más virilidad. Nos basta
con las sombras que habéis arrojado a nuestro foso. Dejadnos vivir en paz, sin luz, con nuestra
mancha.
31. LA VENGANZA

Jaime ha encontrado un hueso esta mañana en el parque, dice que luego me lo enseñará. (No sé si
nos veremos hoy, creo que en la clase de matemáticas, pero no lo sé con seguridad porque mamá ha
dicho que tiene que llevarme al médico). Tengo muchas ganas de ver el hueso de Jaime, y también
de enseñarle lo que yo he encontrado: un montón de cabello enterrado bajo el suelo. Si me gusta el
hueso, y a él le gusta mi cabello, quizás podamos intercambiarlos. Mamá ha dejado un plato sucio
en el fregadero y he encontrado un gusano (lo he guardado en mi caja de secretos). No me gusta
cómo mira el jardinero. Es como si tuviera dos caras, algo así. Una cara buena y una mala. Una cara
con la que te da los buenos días y otra con la que te dice cosas malas. Está cavando un agujero en el
jardín, y me da miedo mirar a través de él. El jardinero dice que por ahí se cuelan el mal y los
demonios. Hay gente mala, pero Jaime y yo nos vengaremos. Estamos reconstruyendo sus cuerpos
y un día nos vengaremos.
32. SPOONMAN

Esta mañana la cucharilla se cayó tres veces. Es increíble la resistencia que ofrecen los objetos
cotidianos a la voluntad humana; se comprende así el enorme sufrimiento y trabajo que tuvo que
realizar la civilización para domesticar la naturaleza, pues incluso una pequeña cucharilla puede
resultar un obstáculo u ocasionar inconvenientes. Nada odio más en este mundo que esa obsesión
enloquecida de los objetos por demostrar una y otra vez la teoría de la gravedad: no es necesario,
señores, ya sabemos que nada puede resistirse a la atracción de este cuerpo que lo succiona todo;
pero al tomar el cuchillo para untar la mantequilla, golpeo sin darme cuenta la cafetera y ésta cae al
suelo arrojando todo su contenido -que está ardiendo, y estamos a 35 grados de temperatura- a lo
largo y ancho del suelo de la cocina. ¿Hacía falta esta nueva e irritante demostración? ¿Por qué este
deseo impúdico por alcanzar continuamente la tierra firme? No hay otra respuesta que la obvia: los
objetos quieren joderme la vida, quieren hacerme la vida difícil o imposible. Ellos representan la
resistencia, nosotros la actividad que empuja. Somos enemigos por definición, como enemigos son
la naturaleza y la cultura. Y por eso la cucharilla seguirá cayéndose, y lo hará con más pasión
cuando tenga más prisa por irme a trabajar.
33. ALTAS TEMPERATURAS

Estaba como a unos tres o cuatro metros de mí. La luz del vagón se fue por unos instantes,
parpadeaba, y entonces abrió la boca y vi con toda claridad el enjambre amarillo del que parecía
sobresalir un élitro traslúcido. Al regresar la luz artificial, el hombre volvió la vista al periódico.
Había un muchacho a mi lado, tenía alguna clase de deficiencia mental, me miró y soltó una
carcajada inapropiada y sin objeto; todos lo miraron con desconfianza o lástima. Entonces el vagón
se detuvo en mitad del túnel. Éramos muchos entonces, aunque todavía se podían vislumbrar
algunos huecos. No hay nada que me cause mayor espanto y angustia que esperar en el interior del
túnel de un suburbano. Pienso que una catástrofe inevitable caerá sobre nosotros y moriremos
asfixiados, ahogados; imagino el tacón de esa muchacha incrustándose en mis ojos o sus uñas
desesperadas agarrándose a mi piel ante la impotencia y la muerte que desciende, y yo mismo no
me comporto de un modo distinto: tal vez le arranque el pecho a esa anciana, o muerda en la
yugular al muchacho deficiente. La presencia incontestable de la muerte debe producir tales
reacciones, o peores incluso. Mis manos sudan e intento controlar la respiración, pero el vagón
permanece detenido y yo no puedo evitar fijarme en la boca abierta del monstruo, en sus globos
oculares vacíos y en la marabunta amarilla de abejas que peregrina desde sus labios morados en
dirección al techo. Alguien tuvo que llamar a la ambulancia, porque yo solo recuerdo una explosión
oscura en mi cerebro. Las altas temperaturas y la falta de hidratación, dijeron. Sin embargo yo no
estaba conforme y pedí cita con mi psiquiatra.
34. SOPA DE INSECTOS

No dominamos nuestra lengua, de modo que es igualmente improbable que dominemos nuestros
pensamientos. Es Junio, y el autobús va repleto de gente camino del trabajo, sin por qué. Miles, tal
vez millones de insectos arden en el interior de las cabezas, insectos con forma de preocupaciones,
confesiones o deseos malignos: el amor, la muerte, la enfermedad o el trabajo, el crimen, la
vergüenza, el deseo inicuo y el vano afán, esas plagas de langostas que pueblan nuestras cabezas y
arrasan la inteligencia y el juicio hierven ahora que el calor es intenso y la sensatez se evapora; miro
con desconfianza al conductor, que se seca con un trapo el sudor de la frente y acelera en medio de
la niebla caliente levantada por el asfalto, y me pregunto si tal vez esos insectos no se hayan
transformado en violentos huracanes en el interior de su cabeza; el zumbido lacerante ha arruinado
todo pensamiento claro en mi cerebro: tan solo una lluvia ácida domina mis sentidos, un temblor
que sacude mis órganos y una ceguera física y espiritual que me sujeta como el yugo de una
borrachera. Las palabras se disuelven como el polvo cada vez que trato de pensar,

pero hay que terminar lo empezado, aunque sea cruel. Aunque sea viernes, y los cuerpos vacíos se
arrastren hacia sus hogares para comulgar con sus compañeros de prisión. Miro las lenguas
volcánicas ,las curvas tersas de los senos, los labios rojos y carnosos, las piernas solo cubiertas por
una tela transparente y minúscula y pienso que ni siquiera en el interior del sol hará tanto calor, me
hierve la polla, pero yo ya soy un hombre con responsabilidades, un hombre que tiene un deber
moral que realizar y al que está encadenado como un perro a una cadena oxidada. De mí están
ausentes los placeres y las ebriedades, el éxtasis que recuerda la vida: mis deberes son moscas
negras que rotan ciegamente sobre mí; nada sentiría si me clavasen un cuchillo. Soy una piel seca
que se arrastra sin esperanza sobre el asfalto.

Casi tropiezo con el pellejo de un gato muerto. El calor ha hecho que los insectos se pongan bien
temprano manos a la obra. Recuerdo la nuca del conductor y su mano alejando la mosca. No le
sirvió de nada. Regresó una y otra vez a su cuello hasta que la víctima abandonó por imposible su
defensa.
35. EL HOMBRE MALO

Llevo tres días sin ver al jardinero. Mamá está cada día más pálida y se olvida siempre de limpiar
los platos. Ayer tuve que aplastar con el pie una cucaracha, es algo que odio porque a mí me gustan
los animales. La guardé en mi caja de secretos. Por la grieta se cuelan los demonios, dice el hombre
malo. Jaime y yo coleccionamos huesos, uñas y cabellos. Y el jardinero cava con una enorme pala
que brilla al sol. El hombre malo me asusta con esas palabras, pero nosotros nos vamos a vengar de
todos. De todos los hombres malos. Ya lo veréis. Será divertido y atroz.
36. HORA DEL ALMUERZO

Hoy he comprado una cuerda para matarme, aunque luego estuve entretenido mirando las noticias
del periódico mientras terminaba mi sandwich y de alguna manera se me pasó la idea de hacerlo.
Además tenía una gran cola para atender tras regresar a mi puesto: todo eran viejas. Las viejas son
unas sádicas y unas lunáticas. Mueven sus lenguas avejentadas tras esas pieles entumecidas que
tienen por labios cada vez que mi cuchillo desciende sobre las escamas. Se relamen y se les erectan
los pezones cuando piden que les corte en pedazos la merluza. Me da asco mirar a los pezones de
las viejas, pero en este caso no puedo evitarlo, porque sé que les excitan los pescados triturados. No
hace falta más mal en el mundo: con esto basta. Cansadas de parir y de fregar, las viejas malditas se
restriegan los pechos con los peces. Puedo imaginarlas en bata, en la cocina, arrojando a la sartén el
bicho como quien se quita las bragas delante de su amante. Luego van a misa a rezar y huelen a
pescado, huelen a pescado en el interior de la iglesia. ¿Qué clase de falta de respeto a lo sagrado es
esto? Por otra parte, me he dado cuenta de que con algunas piezas que venden en Ikea puedo
fabricar una viga donde colgarme. Y resulta realmente barato.
37. LISTA DE LA COMPRA II

Tengo que comprar un dentífrico. Uno de mis incisivos se está cayendo a pedazos, poco a poco, y
mi dentadura parece ya una sierra desdentada. Me han salido algunas protuberancias en la piel,
están por todos lados: en la espalda, bajo las axilas, en las piernas, en las ingles. Son como falos
erectos diminutos, una cosa repugnante. También tengo una gran mancha oscura en el vientre. Me
duele mucho cuando la toco. Pero lo que más me preocupa son mis dientes. Se están cayendo como
pedazos de hielo derretidos al sol. También me estoy quedando calvo, aunque me niego a admitirlo,
ni siquiera ante mí mismo. Puedo soportar cualquier cosa, pero no me pidáis que acepte mi calvicie.
Pronto tendré la apariencia de un monstruo, y entonces mi aspecto será fiel a mi alma.
38. CAVAR LA NOCHE

En efecto, el hueso era humano. Se ve a simple vista, es lo más fácil de comprobar. Elena lo había
guardado en un viejo zapatero, ¡estúpida!, la tomé del brazo y me la llevé a un rincón de su cuarto
para que se diera cuenta de la gravedad de la situación. Quién sabe qué otras cosas se puedan
encontrar allí, le dije. Estuvimos toda la noche cavando, como locos, como dementes. Cada vez que
escuchábamos un ruido, saltábamos como un gato asustado. No había nada en absoluto, pero de
todas maneras no estábamos tranquilos. Echamos un polvo allí mismo, como si ello sirviese como
embrujo para la sanación del lugar. Pero al día siguiente vi a unos muchachos indagando, y a la
tarde siguiente un viejo policía retirado estuvo dando vueltas con su perro por el parque junto al río.
Probablemente no signifique nada, lo más seguro es que

quiero irme de aquí, pero no puedo huir. No le dije nada a Gerardo, sería idiota hacerlo. Tomo
decisiones incorrectas, una tras de otra, como el animal que está a punto de ser cazado, y lo sabe.
39. JUSTIFICACIÓN

Me tratan como un jodido señor. A mi lado, el café caliente, el periódico, la sonrisa de esa tía buena
que me admira y que haría lo que fuera por pasar la noche conmigo. Yo soy quien insufla vida al
mundo, formo parte de la pequeña célula que mueve este organismo vasto y complejo que llamamos
sociedad. Ayer me compré unos calcetines por doscientos euros. Es la cosa más loca que he hecho
en mi vida, pero qué demonios: tengo derecho a hacerlo. Matar también cansa, pensadlo por un
momento. Todos los días apretar el gatillo, fulminar a alguien, decirle: tú estás eliminado: a veces
se convierte en una tarea tediosa y desagradable. Matas la primera cucaracha y te sientes bien, pero
matar todo el tiempo cucarachas es aburrido, y entonces necesitas comprarte unos calcetines de
doscientos euros. Eso es todo. Es la mejor justificación que puedo dar. Pero no podéis esperar nada
más de mí, ya os dije al principio que me excito con el sufrimiento de la gente. Para hacer funcionar
el sistema, necesitáis máquinas insensibles como yo. Los altos hornos no son lugares apacibles y
agradables, pero mueven las maquinarias más potentes. Mi combustible es el desprecio, mi gasolina
la capacidad para amputar. Para limpiar. Soy un horno en el que todos quieren ser follados. La
sociedad me necesita. Esa es mi justificación.
40. UN CAFÉ POR UN EURO

Desde que congelé a mi familia, llevo una vida simple y tranquila. Hago mi trabajo y no molesto a
los demás, eso es todo. Lo cierto es que la gente que me rodea es agradable y buena. Suelo tomar
café con Joaquín, el profesor de biología. Se queja de los alumnos, dice que son agresivos y
bulliciosos. No entiendo cómo alguien puede ser agresivo con Joaquín: es la persona más dulce que
conozco. La empleada de limpieza es un poco más arisca, pero si sabes cómo manejarte con ella,
enseguida te saca una sonrisa. Cómprale un café por un euro en la máquina y será la persona más
feliz del mundo. Lo que quiero decir es que yo soy una persona convencida de la bondad de la
gente. (Tal vez solo esos mocosos que....) A partir del lunes, trabajaré por la tarde como jardinero en
una casa particular. Así es la vida, es necesario tener al menos varios trabajos para poder llegar a fin
de mes. Y dado que mi familia está congelada, no puede ayudarme económicamente. Sé que soy en
cierto modo egoísta, pero trataría de engañarme si afirmara que puedo vivir solo. Ahora mi familia
está a mi lado. Para siempre. Y puedo ser feliz junto a ellos. No deseo otra cosa.
41. ¿QUÉ SON NUESTROS PADRES?

Si nuestros hijos son la semilla, el símbolo de la fructificación, el vástago, el sarmiento, si nuestros


hijos son el fruto fresco y joven, la primavera y el almendro, lo viviente y la promesa de lo nuevo,
¿qué son entonces nuestros padres?

Me lo pregunto a menudo, cuando paso por allí y miro de reojo la vieja mansión familiar, enroscada
en torno a su decrépita escalera y techada por ese hosco sombrero negro al que llamamos ático de
forma demasiado civilizada; allí, como animales prehistóricos o formaciones geológicas cansadas,
se pudren los libros, los anaqueles, los álbumes de fotos; es la solidificación seca y ahumada de
infancias y juventudes que nunca volverán. Más al fondo aún cavó mi padre un agujero donde
poder acumular toda clase de objetos, cubiertos hoy con una manta roída y amarillenta, como
efigies sagradas del pasado que han visto sumergir su culto en las tinieblas. En el centro del ático,
hay una foto de cuando yo era niño, la sonrisa ingenua y voraz...es raro ver la foto ahí, rodeada de
ese piélago herrumbroso que se arrastra hacia el más remoto pasado, para hundirse suave,
silenciosamente en él...

¿Qué son entonces nuestros padres? La vara esbelta y antigua que se cimbrea en medio del camino,
el hito que separa los desiertos. Un tronco noble y duro, una corteza ahumada que sin embargo cede
con el tacto. Esos viejos árboles -secos, estériles- se inclinan hoy, lentamente, ante la severidad de la
tierra, cubriendo la luz de última hora en su caída.
42. TENGO QUE SEGUIR CONFESANDO

Te refieres a Martín. Fuimos amigos en la infancia. Yo fui quien le introduje en este extraño hábito.
De todos modos, para mí se trató siempre de una broma. Pero Martín era un chico bastante sensible
y es posible que se lo tomara demasiado en serio. Y además era muy inteligente: desde el primer
momento supo que el jardinero era un criminal. ¡Qué chico más listo, coño! Yo sin embargo fui
siempre bastante torpe. Tenía aficiones raras que he conservado hasta hoy, como ese rollo de
disfrazarme de mujer. Pero nunca le he tocado el pelo a nadie. Yo solo espero que algún día se haga
justicia con Martín. Que algún día...No, nunca hablé con el jardinero. Me enteré de su muerte el
verano pasado. Nunca se le acusó del asesinato de Martín, pero yo sé cosas. Sé cosas. Y también sé
que Martín y yo nos vengaremos algún día. Aunque él ya no esté aquí, aunque él no esté junto a
nosotros.
43. ELISEO EN LA GRIETA

Ayer tuve otro incidente. Son solo unos mocosos, me diréis, pero la cosa ha ido a peor. Antes se
conformaban con insultarme, ahora parece que eso les aburre y han pasado a los tirachinas y las
piedras. A esto hemos llegado: unos psicópatas imberbes que han decidido hacerle imposible la vida
a un anciano de setenta años. Si yo fuera el Eliseo bíblico, si tuviera el poder de convocar a las
fuerzas celestiales, esos niños ya habrían sido pasto de los perros. Pero he aquí que soy un Eliseo
sin poder alguno, y ésta es mi tragedia. Me río yo de aquellos que imploran por ayuda divina.
Incluso he tenido que mentir al enfermero: ¿quién puede creerse la historia alucinada de un anciano
amargado que dice haberse convertido en blanco de unos encantadores muchachitos? Yo soy un
viejo triste y gruñón, a quien detesta todo el mundo. Definitivamente sus palabras valen más que las
mías. Perdería en un tribunal. Bastaría un falso gesto de inocencia de esos demonios diminutos para
derribarme como un castillo de arena. No creeréis tampoco lo que he visto en sus ojos. Se trata de
esa clase de maldad insospechada que siempre se descubre demasiado tarde. Tampoco se achantan
ante la palabra severa o el gesto de amenaza; es como si conocieran perfectamente tus puntos
débiles, como si dispusieran de un mapa de tus fracasos y tus tentaciones. Son hijos de Satanás y
como tal se comportan. No hay brillo de piedad en sus ojos. Tampoco lo hay en la oruga que se
arrastra por el suelo.

El enfermero dice que la fisura del globo ocular no es grave, pero que debo sin falta echarme cinco
gotas diarias antes de dormir. No imagináis lo que duele. Hijos del demonio.
44. ENCUENTRO

Fue todo bastante patético, en general. Viejos amigos que recordaban sus estupideces de la juventud
en medio del incesante tráfico de alcoholes. Los ojos perdidos, muchas veces la confesión
vergonzosa o el reconocimiento abierto de la derrota. No pude consolar a mi amigo, tan solo me
quedé a su lado mientras vomitaba en el suelo y se lamentaba de su estado de ebriedad. Solo
hablaba de la vanidad de todo y de la muerte. Su hijo pequeño ya era capaz de escribir poesías
complejas y resolver raíces cuadradas, pero los ojos de mi amigo se hundían en el vacío bajo una
mueca mineral de tedio y desagrado. Oriné bajo un árbol y luego miré al cielo. No pude divisar una
sola estrella, la oscuridad había engullido el firmamento.
45. UNA PÁGINA DE LOVECRAFT

A veces pienso en la vida, me refiero a eso que hacemos desde que nacemos hasta que morimos,
como en un viaje alucinado y grotesco digno del mayor de los terrores, una pesadilla absurda sin
sustrato ni sentido, una enorme masa de gas que vomitara toda clase de fuegos artificiales para
luego disolverse sin dejar rastro. Es como si desde un pequeño agujero pudiera verlo todo, pero yo
estoy en el exterior, en un punto sin sustancia y vacío, y desde ahí veo todo ese vasto esfuerzo por la
vida como una alucinación pesada y cargada de angustia. Luego vuelvo al escenario, hecho ya un
protagonista más de esta farsa estúpida y se me olvida todo. Abro mi página de Lovecraft y
continúo mi lectura. Los perros gritan ahí afuera, toda la noche, sin cesar, como una mujer que
estuviera pariendo con extremo dolor y en soledad.
46. EN EL LAVABO

Aunque puedes estar toda la noche lavándote las manos, nunca consigues quitarte ese olor a
pescado que penetra bajo tu piel como un parásito enfermizo. Esta noche permanecí bajo el lavabo
tanto tiempo que me quedé dormido allí mismo. Cuando desperté, el olor a pescado lo invadía todo.
Es una vieja sombra que no cesa de perseguirme, y sospecho que también estará ahí, en el momento
decisivo, junto a la cuerda, junto a la viga.
47. EL CÍRCULO SIN FIN

Es Sábado por la tarde y no sé qué hacer. Es así de simple y así de triste. Tengo que sacar a pasear
al perro y recoger sus excrementos. Me acostaré temprano, aburrido, y me levantaré con la terrible
conciencia de que me espera una semana de trabajo insufrible, absurdo y agotador. De manera que
llego al día de descanso como el que ha estado agitándose en vano en su lucha contra el viento y
ahora tiene que reposar los brazos, pero éstos, acostumbrados a moverse sin cesar, no pueden evitar
el cimbreo mecánico que los lleva de un lado a otro como un resorte. Necesito un peso sobre mis
manos, pero no puedo encontrarlo y desespero. Una tarea que realizar. Añoro, por así decir, la vasta
y ridícula masa de obligaciones miserables que componen mi vida cotidiana, como el drogadicto
que echa en falta su veneno a pesar de que comprende la naturaleza malévola que hay en él. Digo
que sacaré al perro, pero será él quien me saque a mí, seré yo el muñeco zarandeado por su paso
anhelante y la sombra sin sustancia que lo acompañe en su periplo. Luego regresaré, me echaré
sobre el sofá con la mente en blanco y con pasión baldía esperaré el regreso del lunes para que se
repita el círculo sin fin.
48. UN EDIPO VIEJO E INFELIZ

Han dejado un cartón de leche cortada frente a mi puerta. Son ellos. Se ríen en mitad de la noche y
me persiguen durante el día. Siempre están a mi lado, como moscas hambrientas, y yo soy incapaz
de ahuyentarlos. Y cada vez son más. Es como si se fertilizaran a ellos mismos. El ojo me duele una
barbaridad. No es el golpe de la piedra lo que lo ha dañado, sino el odio con que fue lanzada. Ese
odio es el que atormenta mis pupilas y alimenta mi deseo por arrancarme los ojos, oh Edipo viejo e
infeliz.
49. LISTA DE LA COMPRA III

Tengo una cadera más alta que la otra. Cuando sea un poco más mayor, caminaré encorvado como
un árbol torcido lleno de odio, que busca regresar a su raíz materna cuanto antes. Así que tengo que
ir al médico, o tendría que ir, pero no lo haré, no lo haré hoy ni mañana. No formará parte de mis
objetivos inmediatos. No puedo poner orden en mi cabeza, por eso redacto listas de la compra, una
tras de otra, buscando acaso ese equilibrio de las cosas que otorga dignidad y salva de la locura.
Hoy tengo que comprar

1 Una lata de arroz

2 Un litro de agua mineral

3 Un esparadrapo

No, no tengo a nadie secuestrado en el sótano. Solo busco poner cierto orden en mi vida.
50. BIG FOOT

¿Tú también lo viste? Sí, el travestido con pies enormes como los de un Big Foot. No puedo
determinar si era real o no, el alcohol hervía en mi cuerpo y el calor era delirante. Las zapatillas
-tamaño néfilim - que llevaba estaban agujereadas por todos lados. El travestido gemía bajo el sol,
ebrio, con aspecto de vagabundo. Dime que también tú lo viste.
51. COMO LOSAS

A su edad ya da igual lo que pase en el mundo- le dije a la vieja de la merluza; ella misma tiene ojos
de merluza asustada. Era mi día libre y la encontré, como siempre, tomando el café y leyendo el
periódico en el bar de Camilo. No le dije lo que pensaba, que a mí me importaba poquísimo lo que
pudiera pasar en el mundo, y eso que era joven y los hombres de mi edad, dicen, suelen estar
informados. Pero lo cierto es que no me importa, y digo yo, si a mí no me importa, ¿qué puede
significar para una vieja que solo espera la llegada de la muerte? Yo también coqueteo con la
muerte, es verdad, pero quizás por eso mismo me importa un carajo lo que pase en el mundo. A mí
me importa sobretodo lo que pasa en MI mundo, ¡y eso no aparece en los periódicos ni es cubierto
por los noticiarios! Ayer, un comunista me entregó un panfleto publicitario de su partido. Quieren
que los trabajadores nos rebelemos contra el sistema, contra nuestros patrones, y a mí me parece
bien, pero ¿no debería ser eso idea de los trabajadores mismos? Pero tal vez los trabajadores no
quieran acabar con su patrón, sino ser como él. Y los otros hablan por ellos mismos, como si los
conocieran mejor. Yo no conozco a los trabajadores, ¡ni siquiera me conozco a mí mismo! Yo solo
siento rabia y me aburro. Y esa vieja...

Se aterrorizó cuando le hice aquel comentario. Miró con odio o asco mis manos hinchadas y
cubiertas de callos a causa de la limpieza del pescado. No dijo nada, sus ojos parecían minerales sin
vida o piedras cristalinas pulidas. Sus manos estaban inmóviles sobre el periódico, como losas.
52. ALGO MALO EN LOS OJOS

No me gusta ese niño. Esa sonrisa torcida, como la de un pequeño monstruo. ¿He dicho que toda la
gente que me rodea es buena? Pero tengo que hacer un enorme agujero en el jardín, porque el padre
de ese mocoso quiere remover el terreno por algún motivo. Y mientras elevo la pala en el sol, con
un calor insoportable, tengo que advertir la presencia del mocoso que escribe algo en su cuaderno
mientras no deja de mirarme con esa sonrisa diabólica. Ahora solo querría estar en el colegio,
envuelto en la rutina gris pero amable y el olor a tiza y a armario antiguo de los profesores. Todo
allí es tranquilo, pero aquí es diferente. Es ese niño. Algo malo que brilla en sus ojos. Algo frío. ¿He
dicho ya que toda la gente que me rodea es buena?
53. ÍCARO JUÁREZ

Me lo contaron hace muchos años, pero aún hoy puedo recordarlo con claridad. Creo incluso que no
ha habido un día desde entonces en el que no le haya dedicado un minuto de recuerdo, casi como si
se tratara de una huella incurable que se hubiera sembrado en lo más profundo de mí. Yo era joven
e impresionable, pero la historia no era por ello menos angustiosa. La vieja enseñaba sus colmillos
amarillentos al contarla, y eso lo hacía más pavoroso aún. Era un antiguo relato que circulaba por
los pueblos de la comarca, y muchos lugareños no le daban mucho crédito. Pero aquella vieja sí lo
hacía, y sus ojos azules se iluminaban de un color maligno mientras contaba la leyenda. El
protagonista era un labrador de mediana edad, que tras la muerte de su mujer no había levantado
cabeza. Una mañana de verano abandonó el azadón sobre la tierra aún húmeda a causa de la lluvia
nocturna. Miró al sol de frente, como si fuera su enemigo, y permaneció con los ojos fijos ante la
masa gigantesca de nitrógeno y helio a ciento cincuenta millones de kilómetros de la tierra, pero tan
cercana para nosotros como un cuchillo hirviendo en la piel, y abandonó allí su vista de inmediato.
Dicen que a partir de aquel día ese hombre fue feliz, que el velo sobre sus ojos le arrancó de este
paisaje vano y atroz en que consiste la vida terrenal. El cura de un pueblo cercano, muy ilustrado al
parecer, les contó ese mismo domingo a sus feligreses el mito de Ícaro, y Roberto Juárez pasó a
llamarse Ícaro Juárez; algunos dicen que durante un tiempo existió un monumento en su honor, que
luego sería arrasado por la guerra. Desde que escuché esta historia, cada vez que veo el sol en el
amanecer me ocurre lo mismo. La tentación de la ceguera recorre mi cuerpo como una culebra
caliente. Un Ícaro Juárez se enciende dentro de mí, y también yo anhelo como loco ese velo que me
exima del brillo cenagoso de este mundo.
54. EL ABURRIMIENTO

Un pobre chiflado. Y el tal Martínez otro. El muy hijo de puta coleccionaba cabellos, qué más te
puedo decir. Toda esa gente vivió en una burbuja mental infernal, es un cuento muy jodido, amigo.
Y entre todo ese barullo, la muerte de aquel niño. Proliferaron todo tipo de leyendas. Bueno, nadie
se esperaba otra cosa en un pueblo fantasmal como éste. Pero aquí no hay nada que rascar, amigo.
Nada en absoluto. Un accidente en una zanja. Y punto. No, nada que ver. Ese loco era de esa clase
de perturbados mentales que están convencidos de haber cometido un crimen y no pueden sacárselo
de la cabeza. Decía que tenía a su familia congelada, pero no era la primera vez que se autoculpaba
de un asesinato. Un hombre que era incapaz de matar a una mosca. El aburrimiento, amigo. Así son
las cosas en un pueblo en el que nunca pasa nada. Y cuando algo pasa...¿quieres otro café? Trabajar
aquí es un coñazo, y en verano... bueno, en verano es infinitamente peor.
55. SÍMBOLOS

Me lo dijo un amigo. Pérdida de deposiciones, algo jodido, algo triste. La mujer, de pelo revuelto y
atravesado por calvas circulares, con rostro compugido y arrugado, de caderas grandes y
asimétricas, casi obesa, mantiene el bolso sobre sus rodillas hasta que por algún motivo lo levanta y
entonces el aire se envenena con la humedad pútrida y marina del orín acumulado. Todo el vagón
de metro huele como la pescadería en la que trabajo. Cuando se levanta, no puedo evitar fijarme en
su trasero impuro, en su andar quebrado y balanceado sobre el suelo, e imagino los pensamientos de
los usuarios al ser abatidos por semejante perfume. No sentí compasión por ella, no exactamente,
aunque durante todo el día estuve pensando en lo mismo. No era compasión por esa mujer lo que yo
sentía, sino por el género humano en su conjunto. Aquella enfermedad, aquella tragedia concreta,
era solo una figura, un símbolo, un ejemplo de algo mucho mayor y de más grandes consecuencias.
Los símbolos son uniones, vínculos; el símbolo une la particularidad de la situación contingente y
concreta con la universalidad de lo atemporal y general. En aquel vapor urinario se manifestaba
también el apestoso olor de la humanidad a lo largo de su maltrecha y repugnante historia;el olor de
la carne quemada de las víctimas con las que se ha construido nuestra indecente civilización. Al
salir de trabajar, ahogué mi cabeza en los alcoholes y pasé toda la noche moviéndome de un lado a
otro de la cama, entre sudores, sin poder dormir. Luego me levanté hecho polvo, ni siquiera me lavé
los dientes antes de dirigirme a trabajar.
56. DIEZ NO MIENTEN

He pasado por allí en contadas ocasiones, y sin embargo no me da miedo decirlo, y no, no es porque
me haya bebido ya diez cervezas- siento ahora que el sol es mi enemigo y quiere acribillarme con
sus rayos, como el fuerte jugador de ajedrez que no tiene compasión del principiante- pero al mismo
tiempo es como si la verdad se posara sobre mis labios, como si no pudiera pronunciar mentira, no
puedo equivocarme, no ahora, y si queréis os concedo el derecho de llamarme mentiroso, pero
hacedlo mañana, no ahora: hay paisajes sospechosos, solo podréis saberlo al mirarlos de frente
como yo lo he hecho. Y aunque en mi cabeza ebullen las ideas como en una noche caótica de
estrellas que se disolvieran unas a las otras, aunque en mi cabeza miles de imágenes luchan entre sí
por hallar un principio, una razón, una moral acaso, algo por lo cual alcanzar la dignidad, a pesar de
todo ello mantengo mi fe en lo que vi, y en lo que sigo viendo, y es que hay lugares en los que no es
posible evitar esa mirada de sospecha necesaria, de sospecha legítima, y yo digo que en ese
inmaculado bosque solo visitado por los espectros y los cuentos, tuvo que haber algo, algo que
quizá esté conectado con la muerte del chico, hacedme caso, una cerveza puede mentir pero diez no
mienten, y yo vi esa cabaña aterciopelada de color agrio y de sombras ambarinas en mitad de los
árboles silenciosos, bajo el fuego, bajo los árboles que callan, muy lejos de los pueblos, -'Arroyo
perdido' lo llaman- el lugar sagrado donde se pueden llevar a cabo todas esas cosas que nos están
prohibidas en pleno día, en la plaza del pueblo, delante de los nuestros y los otros, y allí, allí...os
prometo que aquella luz fue lo suficientemente penetrante en mis ojos como para comprender.
Comprended vosotros ahora, aún en vuestra oscuridad, aún en vuestra luz artificial, comprended, os
lo ruego.
57. PRIMER DÍA EN EL HOSPITAL

Es el primer día que veo la luz, después de muchas jornadas de oscuridad interminable. La
conciencia, que habitualmente ocupa el centro del escenario, permanece oculta y en estado casi
vaporoso cuando los procesos cerebrales inconscientes dominan la actividad corporal. Fiebres,
pesadillas, imágenes obsesivas se suceden en ese teatro enfermizo y delirante y la conciencia,
reducida a una pequeña abertura amorfa, lo sufre todo como una rama desprendida devorada por la
tormenta. Poco a poco recuerdo, aunque en mi memoria solo escucho el eco de golpes secos y
sordos estallidos. El doctor acerca el pequeño espejo y no puedo reconocer el monstruo que hay en
él. El viejo comisario está casi dormido en la tumbona de enfrente, acariciado por los primeros
rayos de sol, hasta que la enfermera lo despierta. '¿Me puede escuchar?', suena la voz del médico,
que a mí me parece más bien la de una sierra mecánica airada. Intento palpar las sábanas, tomar
contacto con la realidad; solo puedo escuchar en mi cabeza el latido sordo de cien mil ladrillos
cayendo sobre mí. Luego me colocan la vía y la luz del sol comienza a desvanecerse de nuevo.
'Hablaremos más tarde', creo que dice alguien; las manos del comisario, que se apoyan en la vieja
tumbona de madera, parecen las garras de un velocirraptor. Un suspiro, un beso suave en el viento,
y por fin caigo dormido, ausente de mí.

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