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Tecnología y voyeurismo
Samanta Schweblin gana un premio que dan seis mil jóvenes de tres países
La escritora argentina se quedó con el Premio Mandarache por su novela
“Kentukis”, donde enfrenta algunas de las preocupaciones del presente.
Verónica Abdala
En su momento, cuando fue publicada en 2018, la última novela
de Samanta Schweblin sorprendió a sus lectores por la originalidad de una
trama que rompía toda previsibilidad: en Kentukis -publicada por la
editorial Random House- la escritora argentina –que reside en Berlín- se
sumerge en el universo tecnológico. Los capítulos que componen el libro,
a su vez, tienen una estructura más parecida a la de los relatos que
convirtieron a la argentina en una cuentista celebrada más allá de nuestras
fronteras.
Los kentukis son, en rigor, mascotas electrónicas con formas de
peluches -topos, conejos, dragones, lechuzas-, que portan cada uno una
cámara. A través de ellas es que sus dueños pueden asomar al ámbito
doméstico de quienes poseen a las mascotas, sus "amos". En otras
palabras, los kentukis permiten el acceso remoto por parte de algunos
personajes a la vida privada de otros, que habitan en ciudades distantes.
Así, los personajes de la ficción quedan divididos en dos grandes grupos:
los observadores (voyeurs) y los observados. Como si la lógica del mundo
actual y la hiperconexión que proponen las redes sociales –plantea
indirectamente la autora- no nos dieran opción: uno puede mostrar y mirar,
o mostrar, o mirar, pero difícilmente quede al margen de una dinámica
en que la mirada tiene un protagonismo inédito.
La escritora, en una imagen reciente. / Juano Tesone
Es por esta obra que Schweblin se alza ahora con el Premio Internacional
Mandarache 2020, cuyo jurado está conformado por casi 6 mil chicos y
jóvenes de entre 12 y 30 años, organizados en comités de lectura
repartidos en tres países. Se trata de un proyecto de educación lectora del
Ayuntamiento de Cartagena que involucra a miles de nuevos lectores.
En total, este año participaron 5.625 adolescentes y jóvenes organizados en
956 comités de lectura, integrantes del jurado de los Premios Mandarache y
Hache 2020. Pertenecen a escuelas secundarias y universidades de
Cartagena en España, Cartagena de Indias en Colombia y Cartagena de
Chile.
El escritor Eloy Moreno se quedó, a su vez, con el premio Hache por su
novela juvenil Invisible.
Los premios tienen una dotación económica de 3.000 euros así como
sendas reproducciones de una escultura del artista Ángel Haro. Ambos
autores serán invitados a Cartagena en mayo de 2021 para disfrutar de la
gala de entrega de premios y recoger las estatuillas junto a los ganadores de
la próxima edición.
Schweblin es actualmente una de las autoras argentinas más leídas del país
y goza de un amplio reconocimiento en el exterior: fue reseñada por el New
York Times, resultó finalista en dos oportunidades del prestigioso
premio Booker por Distancia de Rescate (2014) y Kentukis (2018), y se
convirtió en la primera autora argentina en ganar el premio que honra el
legado de la escritora Shirley Jackson.
“Me inspiró la idea de la hiperconexión de las redes pero sobre todo la idea
de los drones: esa posibilidad de superar la distancia que imponen los
muros para ver lo que hay más allá de esas fronteras -contaba ella en 2018,
en el marco de una entrevista con Clarín-.
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Schweblin es actualmente una de las narradoras más leídas del país y goza
de un amplio reconocimiento en el exterior: fue reseñada por el New York
Times, resultó finalista del prestigioso premio Man Booker por Distancia
de Rescate (2014) –novela que será llevada al cine por la directora Claudia
Llosa en enero–, y se convirtió en la primera autora argentina en ganar el
premio que honra el legado de la escritora Shirley Jackson. Dice: “A mí me
encanta que me lean, pero no tener que emitir respuestas acertadas todo el
tiempo, en relación a lo que hago. Y me cuesta por respeto a mis propios
libros: creo que ellos hablan por sí mismos mucho mejor de lo que yo lo
hago por ellos”.
No es nueva esa convicción de que por escrito se expresa mejor: cuando
tenía doce años, Samanta eligió el mutismo voluntario: sentía que el
lenguaje podía volverse traicionero. Iba de la casa a la escuela en absoluto
silencio y nadie esperaba que ella hablara.
–Ocurrió que un día me enojé muchísimo porque había habido algo que me
parecía una gran injusticia y que tenía que ver con las palabras, quizás algo
relacionado con el control. Clarice Lispector decía: “La palabra es mi
dominio sobre el mundo”, y yo siento también que es cuando escribo que
más me acerco a lo que pienso o lo que soy.
–¿La escritura te da un margen para pensar?
–Las palabras tienen su propio poder de invocación, me permiten pensar de
manera más profunda e intuitiva, incluso hacer un recorrido novedoso.
Cuando uno habla responde muchas veces con automatismos, y eso a mí no
me interesa casi nada. La gran diferencia entre la oralidad y la escritura es
el tiempo: las personas brillantes suelen ser las que rápidamente llegan a
expresar ideas interesantes durante la conversación. Yo, en todo caso,
necesito de la escritura.
–¿Y qué pasa cuando uno renuncia al habla?
–En mi caso, me refugié en lectura: iba al colegio con mis libros, me la
pasaba leyendo. Mis compañeros me hacían bullying porque no
interactuaba con ellos, pero yo me encerraba en mi locker y redoblaba la
apuesta a escondidas. Buscaba entender cómo funcionaban el mundo y los
vínculos con los otros a través de los libros, porque me faltaba calle.
Aunque hay que admitir que era una pésima lectora, porque no leía de
manera ordenada: le entraba a los relatos por cualquier parte y me
entregaba a ese desentendimiento que produce esa lectura transversal y
caprichosa. Disfrutaba sobre todo de la navegación, no tanto de la
cronología de la trama.
***