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Neiva 2007
INDICE
4.22. En la salida del pueblo 5.22. Los dos hombres que vieron a Dios
I.
Premisa
Un buen día el padre dijo a Jack que debían ir juntos a construir el más
bello castillo que jamás se hubiese visto, para un rey que quería
deslumbrar a todos los demás con un castillo fantástico.
Pero Jack miró hacia adelante y vio un camino larguísimo, de modo que
le dijo: “No veo cómo puedo acortarte en nada el camino”.
El pobre Jack tuvo que volver a casa y cuando su mujer lo vio, dijo: “¿Y
qué, cómo es que regresas solo?” Y él le contó lo que le había pedido el
padre y cuál había sido su respuesta.
“!Qué tonto!”, dijo la sagaz mujer. “¡Si le hubieras contado una historia,
le habrías hecho sentir más corto el camino!”. Ahora, escucha, la que te
voy a contar, y volverás a tu padre y comenzarás de inmediato a
contársela. Entretenido gustoso escuchándote, se le hará más corto el
camino, y terminando tu historia, habrán llegado al sitio de los
cimientos”.
MODO DE EMPLEO
Basta una píldora por día, a fin de que sea asimilada por la mente.
“Dios es un papá que quiere como una mamá”, decía una niña en el
catecismo.
2. EL DESIERTO LLORA
“¿Qué haces?”
yo soy pagana.
en el corazón de un niño,
de un pobre, de un anciano.
gracias a algunos.
En esos yo creo.
Y el desierto florecerá.
(Ana, 18 años)
3. LA TORTUGA TONTA
De pronto se oyó llorar a alguien. Era una tortuga: la más lenta, la más
tonta del mundo.
“¿Por qué lloras?”, graznó una oca que volaba por sobre ella.
Volaron así por sobre las aguas, en dirección a las montañas donde ya
se había reunido la tribu de las tortugas.
Pero mientras aún volaban, la más lenta, la más tonta de las tortugas
no pudo aguantarse la gana de unirse al coro.
5. LA MARIPOSITA Y LA ESTRELLA
“Por lo menos allí llegas a algo”, le dijo el padre. “Yendo detrás de las
estrellas no llegas a nada”.
6. EL CÍRCULO DE LA ALEGRÍA
“No. A ti”.
El otro desde abajo enfilando el pico hacia arriba: “Te voy las plumas de
mi cola a que son blancas. ¡Tú no entiendes nada! ¡Eres un loco!”.
El pájaro de arriba sintió que le hervía la sangre y sin pensarlo dos
veces, se abalanzó sobre su adversario para darle una buena lección. El
otro no se movió. Cuando estuvieron cerca, uno frente al otro, con las
plumas del cuello encrespadas por la ira, antes de comenzar el duelo
tuvieron la lealtad de mirar en la misma dirección: hacia arriba.
Volaron arriba, a la rama más alta del sauce y esta vez dijeron en coro:
“Son verdes!”.
Pasó el tiempo.
“Yo aprendí una ciencia”, dijo el primero, “que me hace posible, con un
pequeñísimo pedazo de hueso de un ser vivo, crear en un momento la
carne que lo recubra”.
“Yo”, dijo el segundo, “sé cómo hacer crecer la piel de ese ser, inclusive
el cabello, si ese hueso está recubierto de carne”.
El tercero dijo: “Yo soy capaz de crear los miembros si tengo la carne, la
piel y la cabellera”.
“Y yo”, prosiguió el cuarto, “sé cómo dar vida a esa criatura si su forma
está completa con todos sus miembros”.
Hay personas que atraviesan el desierto de este mundo con una sed
insaciable de experiencias agradables y aventuras de toda clase.
Tratando de pobres locos a quienes intentan presentar el Evangelio. Es
un mensaje tan estúpido en el desierto de ellos!
Pero cuando quieran entrar en el “Hotel del Señor”, se les dirá: “Lo siento,
aquí no se puede entrar sin un corazón renovado”.
“Lo sé, que para encontrar el camino no te sirve una interna”, repuso el
otro, “pero si no la tienes alguien puede atropellarte. Por eso debes
tomarla”.
El ciego se fue con la linterna, pero no iba muy lejos cuando sintió que
lo golpeaban violentamente.
“Mira por dónde vas!”, gritó el ciego al desconocido. “No ves esta
linterna?”.
12. EL CONSUELO
“a consolar a su madre”.
Si junto a ti hay alguien que sufre, llora con él. Si hay alguien feliz, ríe
con él. El amor ve y mira, oye y escucha. Amar es compartir
completamente con todo el ser. El que ama descubre en sí infinitos
recursos de consuelo y de compartir. Somos ángeles con una sola ala:
podemos volar solamente si estamos abrazados.
Esperaba hasta cuando, por el otro lado del recinto aparecía una mujer,
anciana también ella, con el rostro cubierto de arrugas finísimas, los
ojos plenos de dulzura.
Con semejante fiera que le seguía los talones, el bonzo emprendió una
huída desesperada. Pero de repente se encontró en el filo de un abismo.
Volvió la mirada hacia abajo divisó una tigre hambrienta, con las
fauces abiertas, quieta en espera de que él cayera.
“Yo diría que la paso bien”, respondió la serpiente. “Sólo que ya casi no
veo. Me pondré unos lentes de contacto”.
“Muy sencillo”, dijo la serpiente. “He descubierto que yo vivía con una
manguera para regar el jardín”.
El último descubrimiento en asunto de enfermedades se llama el
“síndrome del hombre invisible”. Una persona está ante nosotros todos
los días, en la mesa, en la sala, en el lecho. Advertimos su presencia
física pero no la vemos. Se diría que rehusamos mirarla.
Cuando pasaba frente a las vitrinas de su ciudad, veía sólo las de los
orfebres. No se daba cuenta de tantas otras cosas maravillosas.
“Tienen ojos y no ven”, dice la Biblia acerca de los ídolos falsos. Puede
decirse lo mismo hoy de muchas personas. Están deslumbrados por el
fulgor de las cosas que más brillan: las que presenta a diario la
publicidad frente a nuestros ojos, como si fueran el péndulo del
hipnotizador.
Una vez, un maestro hizo una manchita negra en el centro de una bella
hoja de papel blanca y la mostró a los alumnos.
Y Él: “Sí, pero has leído los requisitos de la orden?. Debe ser
completamente lavable, pero no de plástico… tener 180 partes movibles
todas reemplazables… funcionar a la perfección y hasta adelantarse…
tener un beso capaz de curarlo todo, desde una pierna rota hasta una
desilusión amorosa… y seis pares de manos…”.
“Lo difícil no son las manos” dijo el buen Dios, sino los tres pares de
ojos que debe tener una mamá”.
“¿Tantos?”.
Dios asintió. “Un par para ver a través de las puertas cerradas cuando
pregunta: “¿Niños, qué están planeando ustedes ahí dentro?” aunque
ya lo sepa. Otro par detrás de la cabeza para ver lo que no debería ver,
pero que debe saber. Y otro para decir tácitamente al hijo que se ha
metido en líos: “Comprendo, hijo, te quiero” ”.
“No puedo” repuso el Señor. “Ya casi termino. Ya tengo una que se cura
por sí sola cuando se enferma, que puede preparar un almuerzo para
seis con medio kilo de carne molida y que logra mantener quieto bajo la
ducha a un niño de nueve años”.
El ángel giró lentamente alrededor del modelo de madre, examinándolo
con curiosidad. “Es demasiado tierna”, dijo luego con un suspiro.
“Pero resistente!”, rebatió el Señor con ímpetu. “No tienes idea de lo que
puede hacer o soportar una mamá”.
“¿Sabe pensar?”.
“No sólo eso, sino que también sabe usar óptimamente la razón y llegar
a acuerdos”, repuso el Creador.
(Erma Bonbeck).
Dios no fue quien creó las lágrimas. ¿Por qué vamos a hacerlo nosotros?.
“Padre”, le dijo, “sabes que hace poco más de un año que vivo en el
desierto y en este tiempo ya seis o siete veces han venido las langostas.
Tú sabes que son un tormento, ya que se meten en todo, incluso dentro
de nuestro alimento. ¿Cómo te comportas tú?.
20. MÁSCARAS
Un día se encontraron Belleza y Fealdad en una playa.
El amor es la vida. Hay una tierra de los muertos y una tierra de los
vivos. Lo que las distingue es el amor.
Una semillita casi invisible se le resbaló del pico y cayó en una ranura
del muro.
Veinte años más tarde, casi por casualidad, volví a ver el viejo muro.
En el punto exacto donde se había posado el mirlo, se erguía un fértil
arbolito. Sus raíces se hundían dentro del muro. Casi me imaginaba
dentro del muro allá en lo profundo entre las viejas piedras el esfuerzo y
el valor de la semilla que escapó del pico del mirlo veinte años antes.
“La Biblia”.
“¡Uff! La Biblia! Tonterías. Te cuento que yo, una vez, dejé una
emparedada en un muro de una casa cerca de Milán. Me gustaría saber
si el diablo logró hacerla salir de allí”.
Son muchos los que no se preparan para la “Gran partida”. Por eso aquel
momento se reviste de penosa angustia. “Estén preparados, porque no
saben el día ni la hora, dice Jesús (Mt 25,13).
Los que sólo se preocupan por “picotear”, pasan frente a los valores más
preciosos, y ni siquiera se dan cuenta de ello. Para descubrir lo que
verdaderamente vale, se necesita quererlo buscar. “No den a los perros lo
que es santo, no sea que se vuelvan contra ustedes y los destrocen. No
arrojen sus perlas a los puercos, no sea que las pisoteen con sus
pezuñas”, dice Jesús (Mt. 7,6).
Una oración popular ucraniana dice: “Que a los tiranos Dios les mande
piojos, a los solitarios, perros, mariposas a los niños, visiones a las
mujeres, jabalíes a los hombres. Pero a todos nosotros un águila que con
sus alas nos lleve hasta Él”.
28. LA PERLA
Dijo una ostra a su vecina: “En verdad tengo un gran dolor dentro de
mí. Es una cosa pesada y dura, estoy agotada!”.
Sabía los números de los trenes, sabía qué día viajaban, si tenían vagón
restaurante, si esperaban o no coincidencias. Sabía cuáles trenes tienen
el vagón postal y cuánto cuesta el tiquete p0ara Frauenfeld, para Olten,
para Niederbipp o para cualquier lugar.
Decía que eso no tendría sentido, porque él sabía desde antes a qué
hora llegaba el tren (Peter Vichsel).
31. EL HUEVO
Las otras tres hojas estaban tan llenas de buena voluntad (o tan
débiles) que decidieron aceptar la exigencia de su compañera.
Es un juego peligroso.
Dice Jesús: “Todos los que declaren públicamente que son mis discípulos,
también yo declararé que son discípulos míos, ante el Padre mío que está
en el cielo. Pero todos los que públicamente digan que no son mis
discípulos, también yo diré que no son míos ante mi Padre que está en el
cielo”. (Mt 10.32-33).
¿Y recuerdas la vez que olvidé decirte que la fiesta era con traje de
noche y te presentaste en jeans?
Pero tú no regresaste…
Por tanto, hagamos cuanto antes todo el bien que podamos hacer o los
detalles de delicadeza que podamos manifestar a todo ser humano.
Todo el día permaneció el joven quieto con el puño cerrado. No hizo nada
más.
Pero cuando la piedra tocó su mano, el joven exclamó: “Pero esta no es
jade!”.
Queda por decidir si uno es el verdugo o la víctima, las más de las veces
es el color de la corbata lo que decide.
El que vive con los brazos abiertos, ordinariamente no hace carrera, pero
encuentra mucha gente a quién abrazar.
Un hombre que no entraba en una iglesia desde hacía unos veinte años
se acercó titubeando a un confesionario. Se arrodilló y, después de un
momento de duda, contó entre lágrimas: “Tengo las manos sucias de
sangre. Fue durante la retirada de Rusia. Cada día moría alguno de los
míos. El hambre era tremenda Nos habían dicho que no entráramos
nunca en las casas sin tener el fusil en la mano, listos a disparar al
primer amago de… Donde yo había entrado había un anciano y una
muchacha rubia de ojos tristes: “Pan! Denme pan!”. La muchacha se
inclinó. Pensé que iba a coger un arma, una bomba. Disparé con
decisión. Se desplomó al punto.
Bruno Ferrero
II
LO IMPORTANTE ES LA ROSA
Jesús decía todas estas cosas a la turba en parábolas: y no hablaba nunca sin
parábolas” (Mt 13,34)
Premisa
2.1. LA ROSA
El poeta alemán Rilke vivió algún tiempo en París. Para ir a la Universidad recorría
cada día en compañía de una amiga suya francesa una calle muy frecuentada.
Un rincón de esta calle estaba permanentemente ocupado por una mendiga que pedía la
limosna a los transeúntes. La señora se sentaba siempre en el mismo puesto, inmóvil
como una estatua, con la mano extendida y los ojos fijos en el suelo.
Rilke nunca le daba nada, en cambio su compañera a menudo le daba algunas monedas.
Un día la joven francesa, admirada le preguntó al poeta: “¿Por qué nunca le das nada a
esa pobrecita?”.
“Deberíamos regalarle alguna cosa a su corazón, no a sus manos”, respondió el poeta.
Al día siguiente, Rilke llegó con una espléndida rosa que acababa de abrirse, la puso en
la mano de la mendiga e hizo ademán de marcharse.
Entonces sucedió algo inesperado: la mendiga levantó los ojos, miró al poeta, se levantó
al punto del suelo, tomó la mano del hombre y la besó. Luego se marchó apretando la
rosa contra su regazo.
Durante toda una semana nadie la vio más. Pero ocho días después, nuevamente la
mendiga estaba sentada en el lugar acostumbrado, silenciosa e inmóvil como siempre.
“¿De qué habrá vivido todos estos días en que no ha recibido nada?”, preguntó la joven
francesa.
“De la rosa”, respondió el poeta.
En las páginas de un viejo libro de la biblioteca del monasterio dos monjes habían leído
que existe un lugar en los confines del mundo donde el cielo y la tierra se tocan.
Decidieron partir para buscarlo y se prometieron a sí mismos no regresar sin haberlo
encontrado.
Atravesaron el mundo entero, escaparon a numerosos peligros, superaron todas las
terribles privaciones y sacrificios que implica una peregrinación por todos los rincones
de la inmensa tierra. No faltaron siquiera las mil seductoras tentaciones que pueden
apartar al hombre de alcanzar su meta. Las superaron todas.
Sabían que en el lugar que buscaban encontrarían una puerta: bastaba tocar y se
encontrarían cara a cara con Dios.
Encontraron la puerta.
Con el corazón en la boca tocaron sin perder tiempo.
Lentamente se abrió la puerta de par en par. Temblorosos entraron los dos monjes… y
se encontraron en su celda, en su monasterio.
Un día Rabí Mendel de Kozk recibió unos huéspedes eruditos y los los dejó pasmados
preguntándoles a quemarropa: “¿Dónde habita Dios?”. Ellos se rieron de él. “¿Pero
cómo así? ¿Acaso el mundo no está lleno de su gloria?”.
El Rabí mismo dio su respuesta a la pregunta:
“Dios habita donde lo dejen entrar”.
He ahí lo que más cuenta: dejar entrar a Dios. Pero se puede dejarlo entrar solamente
donde uno se encuentra, y donde uno se encuentra realmente, donde se vive, donde se
vive una vida auténtica.
“Estoy a la puerta y llamo” dice Dios en la Biblia.
¿Abrirás hoy tu puerta?
Una de las más bellas oraciones que conozco dice: “Señor, haz de mí una lámpara. Me
quemaré pero daré luz a los demás”.
2.6. EL NEGOCIO
Un joven soñó que entraba en un gran negocio. Como vendedor detrás del mostrador
estaba un ángel.
“¿Qué venden ustedes aquí?”, preguntó el joven.
“Todo lo que usted desee”, repuso muy atento el ángel.
El joven comenzó a hacer la lista: “Yo quiero el fin de todas las guerras en el mundo,
más justicia para los explotados, tolerancia y generosidad para con los extranjeros, más
amor en las familias, trabajo para los desempleados, más comunión en la Iglesia, y…
y…”.
El ángel lo interrumpió: “Lo siento, señor. Usted no me ha entendido. Nosotros no
vendemos frutos, vendemos sólo semillas…”.
Una parábola de Jesús comienza así: “El reino de Dios es como una buena semilla que
un hombre hizo sembrar en su campo…”.
El Reino es siempre un comienzo. Un comienzo pequeñísimo, casi imperceptible. Dios
mismo ha venido a la tierra como una semilla, un fermento, un minúsculo retoño.
Una semilla es un milagro. También el árbol más grande nace de una semilla
pequeñísima. Tu alma es un jardín en donde están sembradas las más grandes
iniciativas y los valores más grandes.
¿Los dejarás crecer?
2.7. LO QUE…
Quieto, muévete, despacio, apúrate, no toques, atento, cómetelo todo, lávate los dientes,
no te ensucies, te ensuciaste, calla, te dije que hablaras, excúsate, saluda, ven acá, no
estés siempre dando vueltas junto a mí, ve a jugar, no molestes, no corras, no sudes,
cuidado te caes, ya te había dicho que te caerías, peor para ti, nunca pones cuidado, no
eres capaz, a dormir, cúbrete, no te asolees, asoléate, no se habla con la boca llena…
Te amo, eres bello, estoy feliz de tenerte, hablemos un poco de ti, tomemos un poco de
tiempo para nosotros, ¿cómo te sientes?, ¿estás triste?, ¿tienes miedo?, ¿por qué no te
gusta?, eres dulce, eres suave, eres tierno, cuéntame, qué has sentido, eres feliz, me
gusta verte reír, puedes llorar cuanto quieras, ¿estás contento?, ¿qué es lo que te hace
sufrir?, ¿qué te disgustó?, puedes decir todo lo que quieras, confío en ti, te escucho,
estás enamorado, qué piensas, me gusta estar contigo, quiero hablarte, quiero
escucharte, ¿cuándo te sientes más triste?, me agrada tu modo de ser, es bello estar
juntos, dime si me he equivocado.
A tu alrededor hay todavía muchas personas adultas que esperan las palabras que
hubieran querido escuchar de niños.
Estrujando la empuñadura del bolso decía una señora: “yo sé que mi esposo sabe ser
tierno. Yo veo que con el perro es muy tierno”.
2.8. EL PERFUME
Los hindúes cuentan una leyenda rara. La leyenda del cabrito de las montañas.
Hace muchos años había un cabrito que sentía continuamente en su nariz un fragante
perfume de musgo. Subía las verdes pendientes de los montes y sentía aquel perfume
maravilloso, estupendo, penetrante, dulcísimo. Trotaba suavemente por el bosque y
aquel perfume estaba en el aire, a su alrededor.
El cabrito no lograba percibir de dónde provenía aquel perfume que tanto lo cautivaba.
Era como el reclamo de una flauta, al que le era imposible resistir.
Por eso el cabrito empezó a correr de bosque en bosque en busca de la fuente de aquel
extraordinario y perturbador perfume.
Aquella búsqueda se le volvió una obsesión. El pobre animal ya ni siquiera podía
comer, ni beber, ni dormir, ni hacer nada. No sabía de dónde venía el reclamo del
perfume, pero se sentía forzado a seguirlo a través de abismos, bosques y colinas, hasta
que hambriento, exhausto, muerto de cansancio, caminó sin rumbo cierto, resbaló de
una roca y al caer se hirió mortalmente.
Sus heridas eran dolorosas y profundas. El cabrito se miró su pecho sangrante, y en
aquel momento descubrió algo increíble: El perfume, aquel perfume que lo había
trastornado, estaba allí precisamente, dentro de su propio cuerpo, en su pecho, en el saco
especial, el saco de almizcle que llevan todos los cabritos de su especie.
El pobre animal aspiró profundamente el perfume, pero ya era demasiado tarde…
Un día Satanás descubrió una forma de divertirse. Inventó un espejo diabólico que tenía
una propiedad mágica: hacía ver pequeño y feo lo que era bello y bueno, mientras que
hacía ver grande y espléndido todo lo que era feo y malo.
Satanás iba por todas partes llevando su terrible espejo. Y todos los que miraban dentro
de él quedaban impresionados, pues todo aparecía deformado y monstruoso.
El maligno se divertía muchísimo con su espejo: mientras más repugnantes eran las
cosas, más le gustaban. Un día, el espectáculo que le ofrecía su espejo era tan agradable
a sus ojos, que estalló en risotadas en forma descompuesta: el espejo se le fue de las
manos y se rompió en millones de pedazos.
Un poderoso y maligno huracán hizo volar los fragmentos del espejo por todo el mundo.
Algunos fragmentos eran más pequeños que los granos de arena y entraron en los ojos
de muchas personas. Estas personas comenzaron a ver todo al revés: se daban cuenta
sólo de lo malo y veían maldad por todas partes.
Otras esquirlas se volvieron lentes para anteojos. La gente que se ponía estos anteojos
ya no lograba ver lo que era justo y juzgar rectamente.
¿Acaso ustedes no han encontrado hombres así?
Algunos pedazos de espejo eran tan grandes, que se usaron como vidrios de ventana.
Los pobrecillos que miraban a través de tales ventanas sólo veían vecinos antipáticos,
que pasaban el tiempo tramando maldades.
Cuando Dios se dio cuenta de lo sucedido se puso triste. Decidió ayudarles.
Dijo: “Mandaré al mundo a mi Hijo. Él es mi imagen, mi espejo. Refleja mi bondad, mi
justicia, mi amor. Refleja al hombre como yo lo pensé y quise”.
Jesús vino como un espejo para los hombres.
Quien se miraba en Él, descubría la bondad y la belleza y aprendía a distinguirlas del
egoísmo y de la mentira, de la injusticia y del desprecio.
Los enfermos recuperaban el valor de vivir, los desesperados recuperaban la esperanza.
Consolaba a los afligidos y ayudaba a los hombres a vencer el miedo a la muerte.
Muchos hombres amaban el espejo de Dios y siguieron a Jesús. Se sentían inflamados
por él.
Otros en cambio hervían de rabia: decidieron romper el espejo de Dios. Jesús fue
asesinado. Pero muy pronto se levantó un nuevo y poderoso huracán: el Espíritu Santo.
Levantó los millones de fragmentos del espejo de Dios y los sopló hacia todo el
mundo.
El que recibe aunque sea una pequeñísima centella de este espejo en sus ojos, comienza
a ver el mundo y a las personas como los veía Jesús: se reflejan en los ojos ante todo las
cosas bellas y buenas, la justicia, la generosidad, el gozo y la esperanza; en cambio las
maldades y las injusticias aparecen modificables y vencibles.
2.10. EL ÉXITO
Un misionero que había vivido en China muchos años y un famoso cantante que había
permanecido solamente dos semanas, volvían a Estados Unidos a bordo de la misma
nave. Cuando atracaron en Nueva York, el misionero vio una gran multitud de
admiradores que esperaban al cantante.
“Señor, no entiendo”, murmuró el misionero. “Yo dediqué cuarenta y dos años de mi
vida a la China y este permaneció solamente dos semanas, y hay millares de personas
que le dan la bienvenida a casa mientras para mí no hay ni uno”.
Y el Señor le respondió: “Hijito, tú todavía no has llegado a tu casa”.
Un día un turista visitaba a un famoso rabino. Se quedó pasmado cuando vio que la
vivienda del rabino era solamente una habitación llena de libros. Los únicos muebles
eran una mesa y una banca.
“¿Rabí, dónde están tus muebles?”, preguntó el turista.
“¿Y los suyos dónde están?” replicó el rabino.
“¿Los míos? Yo aquí estoy sólo de paso, respondió el turista.
“También yo estoy aquí de paso”, dijo el rabino.
“¿Por casualidad dejé mi sombrilla donde usted, señor?”, me preguntó una señora que
vive en mi zona y que había venido a verme poco antes.
“Sí”, le respondí.
Me agradeció mucho, y luego añadió: “¡Usted sí que es honesto! ¡He preguntado a
mucha gente si yo había dejado mi sombrilla en casa de ellos, y todos me respondieron
que no!”.
Un león abrió las fauces bajo la nariz de una oveja y le preguntó si le sentía mal aliento.
La oveja respondió: “¡Sí!”.
“¡Estúpida!” dijo el león y le arrancó la cabeza de un poderoso mordisco.
Luego hizo la misma pregunta al lobo.
“No”, respondió el lobo.
“¡Adulador!”, dijo el león. Y lo destrozó.
Luego fue a buscar a la zorra para hacerle la misma pregunta.
“A decir verdad, señor”, respondió la zorra, “tengo un resfriado tan fuerte que no logro
percibir los olores”.
Jorge, muchacho de trece años, paseaba por la playa junto con su madre.
De pronto le preguntó: “Mamá, ¿cómo se hace para conservar un amigo cuando por fin
uno ha logrado encontrarlo?”.
La madre meditó un momento y luego se inclinó y tomó dos manotadas de arena.
Teniendo las palmas vueltas hacia lo alto apretó fuertemente una mano: la arena se le
escapó por entre los dedos, y mientras más apretaba el puño, más se escapaba la arena.
En cambio conservó bien abierta la otra mano: la arena se conservó toda en la mano.
Jorge observó impresionado, y luego exclamó: “Entiendo”.
Un peregrino caminaba por un sendero rural cuando al lado de él, entre la hierba,
percibió una cosa, quizás una piedra de una forma rara.
“Es una serpiente”, pensó.
La serpiente se desenrolló, saltó y lo mordió mortalmente.
Otro peregrino caminaba por ese mismo sendero, también él vio la piedra de forma
extraña. “Es un pajarito”, pensó.
En un agitarse de alas voló y se fue.
2.16. EL GOBELINO
Un joven monje fue enviado por algunos meses a un monasterio de Flandes a tejer un
importante tapiz junto con otros monjes. Un día se levantó de su sillón indignado.
“¡Basta! ¡No puedo seguir adelante! ¡Las instrucciones que me dieron son insensatas!”,
exclamó. “Estaba trabajando con un hilo de oro y de repente tengo que anudarlo y
cortarlo sin razón. ¡Qué desperdicio!”.
“Hijito”, replicó un monje más anciano, “no miras este tapiz como se le debe mirar.
Estás sentado del lado del envés, y trabajas solamente en un punto”.
Lo condujo frente al tapiz que pendía bien templado en la amplia bodega y el joven
monje quedó sin aliento.
Había trabajado tejiendo una bellísima imagen de la Adoración de los Magos y su hilo
de oro hacía parte de la luminosa aureola alrededor de la cabeza del Niño. Lo que al
joven le había parecido un desperdicio insensato era algo maravilloso.
Una antigua historia sufita cuenta de un valiente hombre a quien el Creador le había
prometido el cumplimiento de un deseo.
El hombre pensó un momento y luego dijo: “Me gustaría hacer el bien sin saberlo”.
Dios lo escuchó.
Más tarde el Creador decidió que se trataba de un propósito tan positivo que lo
transmitiría a todos los seres humanos.
Y así fue hasta nuestros días.
No te juzgues de poco valor. Quizás nunca tendrás una demostración de ello, pero eres
mucho más importante de lo que piensas. Todos hacemos parte de un cuadro mucho
más grande, cuya increíble belleza nunca vemos en su totalidad.
Un famoso predicador murió y subió al Paraíso donde se dio cuenta de que un taxista
de su ciudad ocupaba un puesto mejor que el suyo.
Corrió a quejarse a san Pedro.
“No entiendo. Debe haber sido un error. Yo he dedicado toda mi vida a la
predicación”.
Respondió San Pedro: “Nosotros premiamos los resultados. ¿Recuerda, reverendo, el
efecto de sus predicaciones?”.
El pastor, de mala gana, tuvo que admitir que uno que otro feligrés se le quedaba
dormido durante sus predicaciones.
“¡Precisamente eso!” dijo San Pedro. “En cambio cuando la gente subía al taxi de este
hombre, no sólo estaban bien despiertos, sino que inclusive oraban fervorosos”.
Para festejar el décimo aniversario del matrimonio una mujer pidió a la revista que
solía leer su marido, que publicara un mensaje para él. El mensaje era: “Gracias,
gracias, gracias amor mío, porque si hoy soy una mujer y una madre feliz lo debo a ti.
Gracias porque siempre y en todas partes me haces sentir la única mujer del mundo
para ti. Gracias porque me haces sentir bella. Gracias porque me haces sentir
importante. Gracias por tus miradas de amor cuando estamos en medio de la gente.
Gracias por tus “te amo” dejados por aquí y por allá cuando y donde menos me lo
esperaba. Gracias porque existes. Gracias por estos espléndidos años de amor”.
Tenemos un inmenso poder: decidir la felicidad o la infelicidad de las personas que
están a nuestro lado. De ordinario basta decir u omitir un “gracias”.
Una vez un samurai gordo y rudo fue a visitar a un pequeño monje. “Monje”, le dijo
“¡enséñame qué son el infierno y el paraíso”!.
El monje levantó los ojos para observar al poderoso guerrero y respondió con sumo
desprecio: “¿Enseñarte qué es el infierno y el paraíso? No podré enseñarte nada. Eres
sucio y hueles mal, la cuchilla de tu afeitadora está oxidada. Eres una vergüenza, un
flagelo para la casta de los samurais. Apártate de mi vista, no te soporto”.
El samurai quedó furioso. Comenzó a temblar, con la cara roja de la rabia, ni siquiera
lograba articular palabra. Desenvainó la espada y la levantó en alto, preparándose para
matar al monje.
“Esto es el infierno”, murmuró el monje.
El samurai quedó vencido. ¡Cuánta compasión sintió hacia este hombrecito que había
arriesgado su vida para demostrarle lo que es el infierno! Lentamente bajó la espada,
lleno de gratitud y de improviso se sintió colmado de paz.
“Esto es el paraíso”, murmuró el monje.
Después de una larga y heroica vida un valeroso samurai llegó al más allá y fue
destinado al paraíso. Era un hombre lleno de curiosidad y pidió poder antes echar
también una mirada al infierno.
Se encontró un amplísimo salón que tenía en el centro una mesa servida con platos
llenos de suculentas comidas y de golosinas inimaginables. Pero los comensales que se
sentaban todos alrededor, estaban demacrados, pálidos y esqueléticos hasta producir
lástima.
“¿Cómo es posible?”, preguntó el samurai a su guía. “¡Con todos esos bienes de Dios
delante!”.
“Mira: cuando llegan acá, todos reciben dos bastoncitos, los que se usan como
cubiertos para comer, sólo que son de más de un metro de largo y deben tomarse
rigurosamente por el extremo. Sólo así pueden llevarse el alimento a la boca”.
El samurai quedó impresionado. Era terrible el castigo de esos pobres que, por más
esfuerzos que hicieran, no lograban llevar bajo sus dientes ni siquiera una brizna de
alimento.
No quiso ver más y pidió llegar al paraíso de inmediato.
Allí lo esperaba una sorpresa. El Paraíso era un salón absolutamente idéntico al
infierno.
Dentro del inmenso salón había una infinita cantidad de gente; igual cantidad de
platos deliciosos.
No sólo esto: todos los comensales estaban provistos de iguales bastoncitos de más de
un metro de largo, que debían empuñarse por el extremo para llevarse el alimento a la
boca.
Solamente había una diferencia: aquí todos los que estaban alrededor de la mesa
estaban alegres, bien robustos, rebosantes de alegría.
“¿Pero cómo es posible?”, preguntó el samurai.
El ángel sonrió. “En el infierno cada uno se afana por agarrar el alimento y llevarlo a
su propia boca, porque siempre se han comportado así en la vida. Aquí, al contrario,
cada uno toma el alimento con los bastoncitos y luego se da a la tarea de ponerlo en la
boca de su propio vecino”.
Paraíso e infierno están en tus manos. Hoy.
2.20. PAPÁ DEBAJO DE LA CAMA
Cuando yo era pequeña, para mí el padre era como la luz de la nevera. Cada casa tenía
uno, pero nadie sabía realmente qué hacían el uno como el otro después que la puerta
quedaba cerrada.
Mi padre salía de casa todas las mañanas, y todas las tardes, cuando regresaba, parecía
feliz de volver a vernos. Sólo él era capaz de abrir la vasija de las conservas, mientras
los demás no lo lograban. Era el único que no temía ir a la bodega. Se cortaba al
afeitarse, pero no le preocupaba a nadie. Cuando llovía, obviamente, era él quien iba a
traer el automóvil y lo estacionaba frente a la entrada. Si alguien estaba enfermo, él salía
a comprar las medicinas. Armaba las trampas a los ratones, podaba las rosas de modo
que fuera posible asomarse a la puerta de entrada sin punzarse. Cuando me regalaron mi
primera bicicleta, pedaleó kilómetros a mi lado hasta que fui capaz de montar sola. Me
daba miedo de los demás papás, pero no del mío. Una vez le preparé el te. Era sólo agua
azucarada, pero él estaba sentado en una sillita y lo sorbía diciendo que estaba exquisito.
Cada vez que yo jugaba con las muñecas, la muñeca madre tenía cantidad de cosas qué
hacer. En cambio yo no sabía qué poner a hacer al muñeco papá, entonces lo hacía
decir: “Bueno, me voy a trabajar”, y luego lo tiraba debajo de la cama.
Cuando tuve nueve años, una mañana mi padre no se levantó para ir a trabajar. Fue al
hospital y murió al día siguiente. Entonces fui a mi alcoba, busqué el muñeco papá bajo
la cama. Lo encontré, lo desempolvé y lo puse encima de mi cama.
Mi padre nunca hizo nada. Yo no me imaginaba que su desaparición me haría sufrir
tanto. Hoy todavía no sé por qué. (Erma Bombeck).
Una señora confesó: “Hace años que murió mi padre y todavía siento fuertemente el
remordimiento de nunca haberle dicho: “Papá, te quiero”.
2.21. LA SORPRESA
Una tribu de monos vivía en la jungla, a orillas de una aldea de campesinos. Lo que más
les daba curiosidad era el fuego. Pasaban horas observando las rojas llamas que
danzaban en las casas y en los patios y los campesinos se acurrucaban junto a ellas a
calentarse, con una angelical cara de satisfacción.
Una noche especialmente fría los monos vieron una luciérnaga que revoloteaba entre el
follaje de un matorral. Creyeron de inmediato que era una centella de esa cosa
prodigiosa que calentaba a los hombres y la cogieron con cuidado. La cubrieron de
hierba seca y chamizos, extendieron las manos hacia adelante, haciendo gestos de
satisfacción y creyendo que se iban a calentar. Un mono se puso a soplar sobre la
luciérnaga como había visto muchas veces que hacían los hombres.
Un pajarillo de alas doradas observaba la escena desde lo alto de una rama. Lleno de
compasión por los pobres monos, voló bajo y les dijo: “¡Amigos, están equivocados,
eso no es fuego. Es sólo una luciérnaga!”.
Pero los monos lo espantaron fastidiados y comenzaron a soplar con mayor fuerza.
“Ustedes se engañan”, seguía repitiendo el pajarito de las alas doradas volando
alrededor de los monos que se arremolinaban alrededor del montón de hojas y ramas.
“Van hacia el fracaso”.
Al fin un mono agarró al pajarito de las alas doradas y lo mató. Luego se pusieron todos
a soplar.
Al amanecer estaban todos muertos de frío.
“Jesús había hecho muchos signos milagrosos ante el pueblo pero no creían en él. Así
se cumplían las palabras de la Biblia dichas por el profeta Isaías: Dios ha
enceguecido los ojos de ellos y les ha endurecido el corazón.. Así no ven con sus ojos y
no entienden con su corazón y no cambian de vida para ser curados” (Jn 12,37-40).
Un quinceañero la ve así:
Yo quería leche y recibí el biberón.
Quería papás, y recibí un juguete.
Quería hablar y recibí un televisor.
Quería aprender y recibí páginas.
Quería pensar y recibí saber.
Quería una visión general, y recibí una media idea
Quería ser libre y recibí reglamentos.
Quería amor y recibí moral.
Quería una profesión y recibí un puesto.
Quería felicidad y recibí dinero.
Quería un sentido y recibí una carrera.
Quería esperanza y recibí temor.
Quería cambiar y recibí compasión.
Yo quería vivir…
En los muros y en el diario de la ciudad aparece un raro aviso fúnebre: “Con profundo
dolor anunciamos la muerte de la Parroquia de Santa Eufrosia. Los funerales tendrán
lugar el domingo a las 11”.
Naturalmente, el domingo la iglesia de Santa Eufrosia estaba abarrotada como nunca.
No quedaba un solo sitio libre, ni siquiera de pies. Frente al altar estaba el catafalco con
una caja de madera oscura. El párroco pronunció un simple discurso: “No creo que
nuestra parroquia pueda reanimarse y resucitar, pero dado que estamos aquí casi todos,
quiero hacer un último intento. Quisiera que todos ustedes pasaran ante el cajón dar el
último vistazo a la difunta. Desfilarán en fila india, uno cada vez y después de haber
mirado el cadáver, van saliendo por la puerta de la sacristía. Después, los que quieran
pueden volver a entrar por el portón para la celebración de la Misa”.
El párroco abrió la caja. Todos se preguntaban: “¿Qué habrá dentro? Quién es el
verdadero muerto?”.
Comenzaron a desfilar lentamente. Cada cual se asomaba al cajón y miraba dentro,
luego salía de la iglesia. Salían silenciosos un poco confundidos.
Porque todos los que querían ver el cadáver de la parroquia de Santa Eufrosia y miraban
dentro del cajón, veían su propia cara en un espejo puesto en el fondo de la caja.
“También ustedes, como piedras vivas, forman el templo del Espíritu Santo, son
sacerdotes consagrados a Dios y ofrecen sacrificios espirituales que Dios acepta
gustoso por medio de Jesucristo” (1 Pd 2,5).
Si hay polvo en las salas de tu parroquia, hay polvo en tu alma.
2.25. PEQUEÑOS PASOS
Siempre son los pequeños inconvenientes los que producen los grandes litigios. Muchos
divorcios comienzan por haber olvidado las medias debajo de la cama. Pero también
los grandes amores están hechos de muchas pequeñas cosas.
Tres ranas curiosas se aventuraron un día fuera del estanque donde siempre habían
vivido y comenzaron a explorar el mundo. Cerca del estanque había una próspera
hacienda.
Las tres ranas comenzaron su exploración por una era. Pero dos gallinas se dieron
cuenta y felices con la perspectiva de variar el menú, se lanzaron sobre ellas con sus
picos abiertos y con la boca hecha agua.
Pero las tres ranas eran listas y ágiles. Precisamente en ese momento el hacendado puso
delante de la puerta el bidón de la leche. De dos prodigiosos saltos, las tres ranas se
lanzaron dentro del bidón. Se encontraron nadando en la leche. En un primer momento
la nueva sensación las puso alegres y eufóricas. Luego comenzaron a preocuparse.
¡Tenían que salir sin remedio de allí lo más pronto posible! Un hacendado rabioso era
peor que las gallinas…
Intentaron y volvieron a intentar, pero la boca del bidón era estrecha y las paredes de
acero lisas y resbalosas.
La primera rana era una fatalista. Gesticulando les dijo: “De aquí nunca lograremos
salir. Es el fin”. Se abandonó a su suerte y se ahogó.
La segunda era intelectual, con una gran preparación teórica sobre los líquidos, el salto
y sus leyes físicas. Rápidamente hizo todos los cálculos que tenían que ver con la
distancia de la boca del bidón, su diámetro, el impulso necesario, la curva del salto, el
peso, la gravedad terrestre, la aceleración. Encontró la fórmula justa y dio el salto con
gran fuerza. Pero… no había calculado el asidero del bidón. Se golpeó duramente en la
cabeza, se desvaneció y terminó miserablemente en el fondo del bidón.
La tercera rana ni un instante dejó de nadar y empeñarse con todas sus fuerzas. La leche
se transformó en cuajada, resbalosa pero sólida, y la rana logró saltar fácilmente afuera.
2.27. EL FUGITIVO
Un día un joven que huía de un implacable enemigo llegó a una aldea. Los habitantes lo
acogieron cortésmente y le ofrecieron un escondite seguro. Al día siguiente llegaron los
soldados que lo perseguían. Entraron por la fuerza a las casas, bodegas y buhardillas y
luego reunieron en la plaza a todos los habitantes de la aldea.
“Pondremos fuego a la aldea y pasaremos por las armas a todos los hombres si no nos
entregan ese joven antes del alba de mañana”, gritó el comandante.
El jefe de la aldea, torturado por el dilema si entregar el muchacho a los soldados o
dejar matar a su gente, se retiró a su habitación y abrió la Biblia, esperando encontrar
allí una respuesta antes del alba. Después de muchas horas sus ojos se posaron sobre
estas palabras: “Es mejor que un solo hombre muera por todo el pueblo y no que
perezca todo el pueblo”. El jefe de la aldea cerró la Biblia, llamó a los soldados y les
indicó el escondite del muchacho.
Después que los soldados se llevaron al fugitivo para matarlo, hubo en la aldea una
fiesta porque el jefe había salvado sus vidas y la aldea. Pero el jefe no se unió a los
festejos. Oprimido por una profunda tristeza se quedó en su habitación. En la noche
vino un ángel y le dijo: “¿Qué has hecho?”.
Y él respondió: “Entregué el fugitivo al enemigo”.
Entonces el ángel le dijo: “¿Pero no sabes que entregaste el Mesías?”.
“¿Pero cómo podía saberlo?”, replicó el jefe de la aldea angustiado.
Y el ángel: “Si en vez de leer tu Biblia hubieses ido una sola vez a hablar con el
muchacho y lo hubieras mirado a los ojos lo habrías sabido”.
Una gris mañana en una ciudad del norte. Un autobús cargado de trabajadores y
estudiantes. Los pasajeros se sientan uno al lado del otro enfundados en pesados
vestidos de invierno, soñolientos por el ruido monótono del motor y por el calor de la
calefacción. Nadie habla. Se ven todos cada día, pero prefieren esconderse detrás del
periódico.
Una voz exclama de improviso: “¡Atención! ¡Atención!”. Los diarios crujen, las
cabezas se levantan.
“Habla su conductor”. Silencio. Todos miran a la nuca del conductor. Su voz está
llena de autoridad.
“Todos guarden sus periódicos”. Un centímetro a la vez, los diarios se bajan. “Ahora
vuélvanse y miren a la persona que está sentada a su lado”. Sorprendentemente
obedecen todos. Alguien sonríe.
“Ahora repitan conmigo…”, prosigue el conductor, “¡Buenos días, compañero!”.
Las voces son tímidas, un poco entrecortadas, pero luego la barrera cae. Muchos se
estrechan la mano. Los estudiantes se abrazan. El vehículo se vuelve todo un alegre
mundo de conversaciones. ¡Buenos días, compañero!
En el centro del bosque vivía mucho tiempo una extravagante familia de plantas
carnívoras que con el pasar del tiempo llegaron a hacerse conscientes de lo extraño de
sus costumbres, sobre todo por las constantes murmuraciones que el buen Céfiro les
llevaba desde todas las direcciones de la ciudad.
Sensibles a las críticas, poco a poco comenzaron a sentir repugnancia por la carne, hasta
que llegó el momento en que la repudiaron y aun se negaron a comerla, fastidiadas hasta
el punto de sentir náuseas con sólo verla.
Decidieron entonces volverse vegetarianas.
Desde entonces se comen las unas a las otras únicamente, y viven tranquilas, porque
todos alrededor hablan de su ejemplar forma de ser.
2.29. EL CABALLO SALVAJE Y EL CABALLO DOMÉSTICO
Un caballo salvaje se encontró con un caballo doméstico y comenzó a reprocharle por
su condición de esclavitud. La bestia domada replicó sosteniendo que era libre como el
viento.
“Entonces”, dijo el otro, “explícame un poco para qué sirve ese freno que tienes en la
boca”.
“Es hierro”, fue al respuesta, “uno de los tónicos más eficaces”.
“Sí, pero ¿qué quieren decir esas riendas que están atadas a ese hierro?”.
“Sirven para impedir que se me caiga de la boca cuando siento mucha pereza de
mantenerlo apretado”.
“¿Y qué me dices de la silla?”
“Me economiza muchas fatigas: cuando estoy cansado me le acomodo encima y quedo
a caballo”.
No hay nada peor que el esclavo que besa sus propias cadenas y el hombre que excusa
sus malos hábitos que lo mantienen prisionero. Nadie es libre si no es dueño de sí
mismo.
2.30. EL ASTRÓNOMO
Mi amigo y yo vimos un ciego que estaba sentado solo a la sombra del templo.
“Mira, aquel es el hombre más sabio de nuestra región”, dijo mi amigo después de que
lo dejé para acercarme al ciego a saludarlo.
Hablábamos y al rato le dije: “Perdona mi pregunta, pero ¿desde cuándo eres ciego?”.
“Desde el nacimiento”, respondió.
“¿Y cuál es el camino del saber que has recorrido?”, le pregunté.
“Soy astrónomo”, respondió.
Luego se puso la mano en el pecho diciendo: “Observo todos estos soles, lunas y
estrellas”. (Gibran).
Una mujer que estaba muriendo de cáncer había decidido dedicar sus últimos días a
conocerse a sí misma.
Escribía: “Comencé a ocuparme de los pensamientos que pienso, de los objetos que
escojo, de las cosas que amo, de los libros que leo. He decidido que eran un reflejo de
mí y que hablarían de mí. Haciendo así he conocido una persona fantástica, a mí
misma. Lo que mejor he aprendido después de haber aprendido que debía abandonar
todo, es que la única cosa que poseía realmente, era a mí misma; lo que soy yo. Estoy
muriendo de cáncer, pero nunca había estado tan viva y feliz como ahora”.
2.31. LO SABÍAS
En una tribu india los jóvenes eran reconocidos como adultos después de un ritual de
paso vivido en la más absoluta soledad. Durante este período de soledad debían
probarse a sí mismos que estaban preparados para la edad madura.
Una vez uno de ellos caminó hasta un espléndido valle verdeante de árboles y radiante
de flores. Mirando las montañas que rodeaban el valle, el joven notó una cima
sobresaliente encapotada de nieve de una blancura deslumbrante. “Me pondré a prueba
contra aquella montaña”, pensó. Se puso su camisa de piel de bisonte, se echó sobre la
espalda un cobertor y emprendió la escalada.
Cuando llegó a la cima, vio a sus pies el mundo entero. Su mirada se extendía sin
límites, su corazón estaba pletórico de orgullo. Luego oyó un rumor cercano a sus pies,
bajó la mirada y vio una serpiente. Antes que el joven pudiera moverse, habló la
serpiente.
“Estoy a punto de morir”, dijo. “Aquí arriba hace mucho frío para mí y no hay nada
qué comer. Ponme bajo tu camisa y llévame al valle”.
“No”, respondió el joven. “Conozco a los de tu especie. Eres una serpiente cascabel. Si
te recojo me morderás y tu mordedura me matará”.
“Nada de eso”, dijo la serpiente. “Contigo no me comportaré así. Si haces esto por mí
no te haré mal”.
El joven rehusó un rato, pero aquella serpiente sabía ser muy convincente. Al final, el
joven se la puso bajo la camisa y la llevó consigo. Cuando estuvo en el valle, la tomó y
la depositó cuidadosamente en tierra. De improviso la serpiente se enroscó sobre sí
misma, hizo sonar sus cascabeles, saltó hacia adelante y mordió al muchacho en una
pierna.
“Me habías prometido…”, gritó el joven.
“Sabías lo que arriesgabas cuando me tomaste contigo”, dijo la serpiente emprendiendo
su camino.
Puede estar dedicada a todos los que se dejan tentar por la droga, por el alcohol o por
la excesiva velocidad en las carreteras. “Sabías lo que arriesgabas cuando me tomaste
contigo”. Como quien dice: “De experimentos están llenas las tumbas”.
Dos peregrinos subían por un camino muy difícil mientras los azotaba un viento helado.
Estaba a punto de desencadenarse la tormenta. Entre las rocas silbaban ráfagas de viento
con esquirlas de hielo. Los dos hombres avanzaban fatigosamente. Sabían muy bien que
si no alcanzaban a llegar a tiempo al refugio perecerían en la tempestad de nieve.
Mientras bordeaban un abismo con el corazón en la boca por la ansiedad y los ojos casi
enceguecidos por la ventisca, oyeron un gemido. Un pobre hombre había caído en la
vorágine, e incapaz de moverse, pedía auxilio.
Uno de los dos dijo: “Es el destino. Ese hombre está condenado a muerte. Aceleremos
el paso o tendremos un final igual al suyo. Y se apresuró, encorvado hacia delante para
resistir a la fuerza del viento.
En cambio el segundo se compadeció y comenzó a bajar por las escarpadas pendientes.
Encontró al herido, se lo echó a sus espaldas y volvió a subir jadeante por el camino de
mulas.
Oscurecía. El sendero era cada vez más oscuro. El peregrino que llevaba al herido sobre
sus espaldas estaba sudando y cansado cuando vio aparecer las luces del refugio. Alentó
al herido a resistir, pero de improviso tropezó en algo que estaba atravesado sobre el
camino. Miró y no pudo reprimir un grito de horror: a sus pies estaba tendido el cuerpo
de su compañero de viaje. El frío lo había matado.
Él había escapado a la misma suerte porque se había fatigado llevando sobre sus
espaldas al pobre que había salvado del abismo. Su cuerpo y el esfuerzo habían
mantenido el calor suficiente para salvarles la vida.
La muchacha estaba de pésimo humor. Tenía erizadas todas las espinas, exactamente
como el puercoespín perseguido por un perro. Demasiadas tareas en casa, demasiados
interrogantes, demasiado de todo… eso! La madre le repetía la cantaleta de siempre,
con razonamientos, explicaciones y recomendaciones.
La muchacha se puso todavía más sombría. Luego miró a la madre directamente a los
ojos y exclamó: “Mamá, estoy cansada y aburrida de tus cantaletas. ¿Por qué más bien
no me tomas entre tus brazos y me aprietas? ¡Ningún consejo me hará tanto bien como
eso!”.
La madre se quedó boquiabierta. Los ojos de la hija imploraban un abrazo. Con la voz
entrecortada por las ganas de llorar, dijo: “Quieres… ¿quieres que te abrace? Pues
has de saber que yo también… yo también quiero que tú me abraces!”. Acogió a la
hija en sus brazos y la apretó contra sí misma como si todavía fuera una niña.
Toda persona, no importa la edad (aún a los setenta años) necesita del consuelo de un
abrazo, de ser estrechado, de una expresión concreta de amor. A menudo nos volvemos
demasiado reservados, demasiado tímidos para mostrar nuestros sentimientos. Y
entonces los escondemos detrás de una máscara fría y severa, por el miedo de dejar
entrever a aquellos a quienes amamos, nuestra vulnerabilidad.
Pero sólo el calor humano nos puede salvar de la gran frialdad de nuestra época.
Un hombre fue condenado a veinte años de cárcel. Su problema era obviamente matar el
tiempo. Después de algunos meses descubrió que algunas hormigas vivían establemente
bajo el piso rajado de su celda. Una de las hormigas le parecía especialmente dotada y el
detenido decidió amaestrarla.
Se necesita muchísima paciencia, pero después de cinco años la hormiga obedecía a las
órdenes, bailaba sobre un cabello bien tensionado y hacía el doble salto mortal. Otros
cinco años más tarde, la maravillosa (y longeva) hormiguita sabía cantar todas las
canciones de San Remo. Cinco años más tarde la hormiga hablaba correctamente
cuatro lenguas.
Estaba a punto de aprender la quinta cuando el hombre fue excarcelado. Se echó al
bolsillo la preciosa hormiga con la esperanza de que le sirviera para ganar un montón de
dinero exhibiéndose en la televisión.
Al salir de la prisión, se fue directo a un bar y después de haber bebido, no resistió la
tentación de mostrar la bravura de su hormiga. La puso en la banca y llamó al
administrador del bar.
“Mire esta hormiga!”.
El administrador, sin perder un momento, aplastó la hormiga diciendo: “Por favor,
excúseme, señor”.
Muchos padres y educadores dedican años de fatiga y de pasión para educar a sus
muchachos. A menudo basta un momento y se arruina el resultado de tantos esfuerzos.
Porque siempre aparece un malhadado “barista” en algún rincón. Más vale adiestrar
elefantes que hormigas.
Estamos rodeados de personas que han transformado en espejos sus ventanas. Creen
que miran “afuera” y siguen contemplándose a sí mismos. No permitas que la ventana
de tu corazón se convierta en un espejo.
2.35. LA GRUTA
Un beduino perseguido por feroces enemigos, huyó a donde el desierto era más
inhóspito y las rocas más cortantes. Corrió y corrió hasta que sólo se oía el rumor de los
cascos de los caballos que lo perseguían, y éste se había ido debilitando hasta
extinguirse del todo.
Sólo entonces miró a su alrededor. Había llegado a una garganta pavorosa sobre la cual
pendían paredes de granito y rocas de oscuro basalto. Con enorme admiración descubrió
una especie de caminito que se internaba a través de la garganta.
Lo siguió y después de un rato se encontró en la entrada de una profunda gruta oscura.
Se introdujo en la oscuridad con paso vacilante.
“Sigue adelante, hermano”. Lo animó una voz benévola. En la penumbra el beduino vio
a un ermitaño que estaba orando.
“¿Vives aquí?”, le preguntó el beduino.
“Sí”.
“¿Pero cómo haces para subsistir en esta gruta solo, pobre, lejos de todos?”.
El ermitaño sonrió.
“No soy pobre. Tengo grandes tesoros”.
“¿Dónde?”.
“Mira allá”. El ermitaño señaló una pequeña hendidura que se abría en un lado de la
gruta y preguntó: “¿Qué ves?”.
“Nada”.
“¿Verdad que no ves nada?”, preguntó el ermitaño.
“Sólo un pedazo de cielo”.
“Un pedazo de cielo: ¿no te parece un tesoro maravilloso?”.
He leído la historia de un prisionero de los nazis que escribía muy contento a su familia
simplemente porque había sido trasladado de una celda con cuatro muros desnudos a
otra en donde había una abertura en lo alto de una de las paredes, a través de la cual
podía entrever el cielo azul por la mañana y una que otra estrella por la noche. Para él
este era un inmenso tesoro.
Nosotros tenemos toda la órbita celeste... Y miramos la TV…
Cuando Alejandro cumplió veinte años logró hacerse regalar de su padre, el rey Filipo,
un caballo que nadie había podido domar, un caballo de bellísimo aspecto, pero de un
carácter caprichoso y salvaje. Alejandro quería a toda costa domarlo.
“Con todos los caballos que hay, hijo, ¿por qué no escoges otro?”, le decía su padre, el
buen rey Filipo.
Pero Alejandro quería domar precisamente a Bucéfalo, el caballo. Llevaba ya tres meses
tratando de domarlo y no obstante las caricias, las palabras que le susurraba como a un
amigo, todavía no había logrado ponerle un instante la grupa.
Los que habían intentado antes de él le decían: “¡Alejandro, déjalo andar por los
bosques, antes de que te pueda hacer daño!”.
Un día, mientras observaba a su salvaje amigo, Alejandro se dio cuenta de que el
caballo tenía la cabeza muy baja, como escondida entre las dos patas delanteras.
Estaba bajo el gran sol del medio día.
Reflexionando, Alejandro se acordó de que Bucéfalo siempre hacía eso en los días de
sol y nunca en la tarde o en los días opacos. Además sus intentos de amansarlo, eran
mucho más fáciles en los días sin sol. Súbitamente se le vino una idea: “Quizás teme al
sol”.
Mientras en el cielo brillaba un espléndido sol, Alejandro saltó ante Bucéfalo, le agarró
enérgicamente la cabeza y con todas sus fuerzas se la hizo levantar hacia arriba. Los
ojos del caballo se fijaron por primera vez en el sol. Alejandro se dio cuenta de que ya
no brillaban sino que se volvían más dóciles. Parecía como si sonrieran.
Cuando el joven aflojó la fuerza con que lo había agarrado, la cabeza del caballo
permaneció levantada, altiva y tranquila. Alejandro dio un grito de júbilo, lo abrazó, le
saltó a la grupa y lo acicateó en un galope desenfrenado por la llanura de Macedonia.
Bucéfalo había vencido el miedo a mirar el sol. Y ahora también los hombres le
producían menos temor.
“En aquella sinagoga había un hombre poseído por un espíritu maligno. En un cierto
momento éste se puso a gritar: “¿Por qué te metes con nosotros, Jesús de Nazaret?
¿Quieres acaso arruinarnos?” (Lc 4,33-34).
Es el grito de una religión arrevesada, la religión de los demonios, de los ateos: Dios
produce pavor.
Cuántos están espantados por Dios. Gente que se acerca a él lo menos que puede, que
le habla de carrera, sin mirarlo a la cara y que, en cuanto puede, con un suspiro de
alivio se aleja de él, porque le produce malestar.
Es lo más lejano que puede existir de la verdadera relación con Dios, que es la
perfección del amor.
2.37. EL INTERCAMBIO
2.38. LA GATA
Érase una vez una gata que ardía de amor por un joven. Estaba tan enamorada que pidió
ayuda a una bruja para que la transformara en una mujer muy bella, capaz de conquistar
al joven.
La bruja la contentó y la gata tomó el aspecto de mujer. Conoció al joven y pronto se
iniciaron los preparativos para el matrimonio.
Llegó el día de las bodas, que se celebraban entre cantos, danzas y más bailes. Muchas
luces iluminaban la fiesta y se les ofrecían a los invitados exquisitos alimentos.
Todo iba muy bien. Pero de repente la esposa vio correr un ratoncito y de inmediato se
lanzó a perseguirlo.
El mundo está lleno de luces poderosas y de misterios y el hombre los esconde con su
pequeña mano (Baal Schem).
Los adoradores de esta era tecnológica están dispuestos a considerar como real sólo lo
que se presta a una clasificación racional. Se acomodan gustosos a la idea de que con
su pensamiento científico están en un terreno sólido, mientras tanto se hunden en el
vacío por los abismos de la desesperación, de la angustia.
Los secretos de Dios no se comprenden. Se adoran.
Un sabio hindú tenía un amigo que vivía en Milán. Se habían conocido en la India, a
donde el italiano había ido con su familia en viaje de turismo. El hindú les había servido
de guía a los italianos, llevándolos a explorar los rincones más típicos de su patria.
Agradecido, el amigo milanés había invitado al hindú a su casa. Quería pagarle el favor
y hacerlo conocer su ciudad. El hindú estaba muy reacio a partir, pero finalmente cedió
a la insistencia del amigo italiano y un buen día desembarcó en el aeropuerto de Milán.
Al día siguiente el milanés y el hindú paseaban por el centro de la ciudad. El hindú, con
su rostro color chocolate, barba negra y turbante amarillo, atraía las miradas de los
transeúntes, mientras el milanés caminaba muy orgulloso de tener un amigo tan exótico.
El milanés, un tanto desconcertado, aguzó el oído lo más que pudo, pero admitió que no
oía nada más que el gran ruido del tráfico de la ciudad.
“Aquí cerca hay un grillo cantando”, continuó el hindú, muy seguro de sí mismo.
“Te equivocas”, replicó el milanés. “Yo sólo oigo el ruido de la ciudad. Imagínate si
podrá haber grillos en estos lugares…”.
“Es verdad”, reconoció el milanés. “Ustedes los hindúes tienen un oído mucho más
agudo que nosotros los blancos…”.
“Ahora el que se equivoca eres tú”, sonrió el sabio hindú. Fíjate…”. El hindú sacó de su
bolsillo una monedita y como quien no quiere, la dejó caer en la acera.
“¿Viste?”, explicó el hindú. “Esta monedita hizo un tintineo más débil que el canto del
grillo. ¿Y te fijaste cuántos blancos lo percibieron?”.
Estas pequeñas historias que te propongo son como el canto del grillo en la ciudad.
Quieren sólo pedir un momento de atención para aquellas voces que hemos olvidado
escuchar. Esas voces y esos cantos que tenemos dentro y que nos hablan de cielos
azules y aire limpio, de sueños y corazonadas, de deseos de abrazarse y llorar juntos,
de un Dios desconcertante que vino a pedirnos que nos dejemos salvar por Él.
Una historia hebrea cuenta de un rabino sabio y temeroso de Dios que, una noche
después de una jornada dedicada a consultar los libros de las antiguas profecías, decidió
salir por la calle a hacer un paseo que lo descansara.
Mientras caminaba lentamente por una calle aislada, se encontró con un guardián que
caminaba para adelante y para atrás, con pasos largos y firmes, frente a una rica
posesión.
Y tú, ¿para quién caminas? ¿Para quién son tus pasos y tus afanes de este día? ¿Para
quién vives?
Puedes vivir sólo para alguien. En cada paso hoy repite su nombre. Nunca tendrás una
jornada tan suave.
Un día uno de los más grandes profesores de la Universidad, candidato al Premio Nóbel,
famoso en todo el mundo, llegó a las orillas de un lago.
“No”.
“¿Sabes astronomía?”.
“No”.
“¿Sabes filosofía?”.
“No”.
Súbitamente se desató una furiosa tempestad. La barquilla en medio del lago era
zarandeada como un cesto de nueces. Gritando para vencer el rugir del viento, el
barquero se dirigió al profesor:
“¿Sabe nadar?”.
“No”.
Hay muchos caminos, ordinariamente bellos y seductores, que llevan a la muerte. Uno
solo es el camino de la vida. El de Dios. Nunca pierdas de vista lo que es
verdaderamente esencial.
Una Joven madre armada de una paleta matamoscas perseguía un gordo zancudo que
volaba por la casa.
Alejo, de tres años y medio, agarró a la mamá por la falda y gritó: “¡Déjalo vivir!”.
“¿Por qué?”.
El más precioso diamante del mundo estaba originalmente afeado por una grieta.
Habían decidido hacer de él varios diamantes industriales, pero un hábil tallador con
infinita paciencia y mucho tiempo, transformó aquella grieta en una espléndida rosa
tallada en el diamante, la que hoy todos admiran.
La vida está llena de sorpresas. Hay días buenos y días malos. Hay problemas y malos
ratos que nos hacen sufrir. Pero nos mantienen despiertos. Y a menudo nos fuerzan a
sacar fuera la parte mejor de nosotros mismos.
3.5. LA OFRENDA
En la última fila de bancas de la iglesia estaba sentado un muchachito que miraba con
aire pensativo el canasto que pasaba de fila en fila. Suspiró pensando que no tenía nada
que ofrecer al Señor.
Entonces en medio del estupor de todos los fieles, el muchachito se sentó en el canasto
diciendo: “Lo único que es mío se lo doy como ofrenda al Señor”.
“Los exhorto pues, hermanos, a ofrecerse a sí mismos a Dios como sacrifico viviente,
consagrado a él, agradable a el. Este es el verdadero culto que le deben ustedes” (Rm
12,1).
“Nuestro señor bienamado invita a todos sus buenos y fieles súbditos a participar en la
fiesta de su cumpleaños. Cada uno recibirá una agradable sorpresa. Pero pide a todos un
pequeño favor: todo el que participe en la fiesta tendrá la gentileza de traer un poco de
agua para llenar la reserva del castillo que está vacía…”.
El heraldo repitió varias veces el bando, luego dio media vuelta y escoltado por los
guardas regresó al castillo.
“¡Bah!. ¡Es el tirano de siempre! Tiene bastantes servidores para que le llenen la
reserva… ¡Yo voy a llevar un vaso de agua y será suficiente!”.
“¡Yo un dedal!”.
A la mañana de la fiesta, se vio un curioso cortejo que subía al castillo. Unos empujaban
con todas sus fuerzas grandes barriles o jadeaban llevando baldes llenos de agua. Otros
burlándose de sus compañeros de camino, llevaban pequeñas vasijas o vasitos de agua.
La procesión entró en el patio del castillo. Cada uno derramaba su propio recipiente en
el gran depósito. Lo colocaba en un rincón y luego se volvía contento a la sala del
banquete.
Se sucedieron fritos y vinos, danzas y cantos, hasta que hacia el atardecer, el señor del
castillo agradeció a todos con palabras corteses y se retiró a sus apartamentos.
Cada uno, antes de partir, pasó a recoger su recipiente. Entonces estallaron en gritos que
se intensificaron rápidamente. Exclamaciones de gozo y de rabia.
“Den a los demás y Dios les dará a ustedes: recibirán de él una medida buena, llena,
remecida y desbordante. En efecto, Dios los tratará a ustedes del mismo modo como
ustedes se hayan tratado los unos a los otros” (Lc 6,38).
Antes de empuñar un grueso palo, siéntate, carga una “segunda pipa” y fúmatela hasta
el fin. Al fin pensarás que unos insultos fuertes y coloridos podrían muy bien sustituir la
paliza.
¡Bien! Cuando estés para ir a insultar a quien te ha ofendido, siéntate, carga la “tercera
pipa”, fúmatela, y cuando hayas terminado, sólo tendrás ganas de reconciliarte con
aquella persona”.
Los monjes de un convento sentían mucha dificultad para estar de acuerdo. A menudo
estallaban disputas aun por motivos fútiles. Invitaron entonces a un maestro de espíritu
que afirmaba que conocía una técnica garantizada para llevar la armonía y el amor a
cualquier grupo. El maestro les reveló el secreto: “Cada vez que choques con alguno,
debes decirte a ti mismo: me estoy muriendo y también esta persona está muriendo. Si
piensas de verdad en estas palabras, desaparecerá todo amargor”.
Oye, hijo: te digo esto mientras duermes con la manita bajo la mejilla y los cabellos
dorados en la frente. Me introduje en tu habitación solo: pocos minutos hace, cuando me
senté a leer en la biblioteca, se me vino encima una oleada de remordimiento, y
abrumado por un sentimiento de culpa, me acerco a tu lecho.
En la comida, también allí te encontré defectuoso: dejaste caer cosas sobre el mantel,
devoraste la comida como un muerto de hambre, pusiste los codos sobre la mesa. Le
untaste demasiada mantequilla al pan, y cuando comenzaste a jugar y yo salí a tomar el
tren, diste la vuelta, hiciste el gesto de despedida con la manita y gritaste: “¡Ciao,
papito!” y yo, frunciendo el entrecejo, te respondí: “¡Ojo! ¡Endereza la espalda!”.
Y, por la tarde, todo volvió a empezar desde el principio, después del medio día, porque
cuando llegué estabas de rodillas en el suelo jugando y se te veían las medias rotas. Te
humillé frente a tus amigos, mandándote a casa delante de mí. Las medias cuestan, y si
las debieras comprar, las tratarías con mayor cuidado.
¿Te acuerdas cómo más tarde entraste tímidamente en la sala donde yo leía, con una
mirada que hablaba de haber sufrido una ofensa? Cuando levanté los ojos del periódico,
impaciente por la interrupción, permaneciste vacilante frente a la puerta. “¿Qué
quieres?”, te agredí bruscamente. No dijiste nada, corriste hacia mí y me echaste los
brazos al cuello y me besaste y tus bracitos me apretaron con el afecto que Dios te ha
puesto en el corazón y que, aunque no acogido, nunca se agota. Luego te fuiste
correteando a subir las escaleras.
Es una pobre reparación, sé que no entenderías estas cosas si te las dijera despierto. Pero
mañana seré para ti un verdadero papá. Seré tu compañero, me sentiré mal cuando tú te
sientas mal y reiré cuando tú rías, me morderé la lengua cuando te vengan a los labios
palabras impacientes. Seguiré repitiéndome como una fórmula ritual: “¡Todavía es un
niño, un muchachito!”.
Me aterra el haberte tratado siempre como un hombre. Y en cambio al verte ahora, hijo,
todo arrebujado en tu camita, comprendo que todavía eres un niño. Ayer estabas con tu
mamacita, con la cabeza apoyada en su hombro. Siempre te he exigido demasiado,
demasiado.
Una vez un viejo rabino preguntó a sus alumnos cómo distinguir el momento preciso en
que se acaba la noche y comienza el día.
El rabino respondió:
“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos
aprendido el arte de vivir como hermanos” (Martin Luther King).
3.10. MANHATTAN
El vestíbulo de la Maximus Inc era grande como una catedral, todo luces y brillo. La
empresa era dueña de medio mundo y se notaba.
Mister Liddel, el presidente de la Maximus, llegó con cinco minutos de anticipación.
Aquel era un gran día: la sociedad se haría dueña de una media docena de bancos y siete
grandes industrias internacionales, más casi toda la tierra de un país africano que no
sabía cómo pagar sus deudas.
Mister Liddel estaba fuera de sí: todo había sido mérito de sus habilísimas maniobras.
El viejo negro trabajó con gran habilidad. Después de tres minutos los zapatos brillaban
tanto que era un placer mirarlos. Mister Liddel alargó mecánicamente un dólar al
hombre, pero se encontró con su mirada. Una mirada extraña, profunda, con una luz
bonachona y divertida que destellaba desde su interior. El hecho curioso e increíble
comenzó cuando Mister Liddel se levantó del banquillo. Los zapatos partieron como
rayos “llevando” a Mister Liddel fuera del vestíbulo. Los dos porteros pasmados lo
vieron atravesar la calle como si quisiera correr la maratón de Nueva York.
Y fue una maratón bien extraña la de Mister Liddel. Los zapatos lo llevaron ante un
pobre muchacho sin piernas que pedía la limosna en la esquina de la calle 59 y no se
movieron hasta que Mister Liddel no vació todo el contenido de su monedero en manos
del aterrado muchacho, luego se dirigieron hacia los barrios llenos de pobres viviendas
y gente que sufría (Mister Liddel no había sabido nunca que existían), lo forzaron a ver
lágrimas y soledad, miserias físicas, infamias, abandonos…
Después de unas horas, Mister Liddel estaba cansado y conmovido. Se sentía otro. Era
como si hubiera roto un bloque de piedra que lo aprisionaba y se quedó mirando la
gente por primera vez. Hacia la tarde, los zapatos hicieron algo inaudito: llevaron a
Mister Liddel a una iglesia. La última vez que había ido allí era siendo niño. La iglesia
estaba oscura, sólo brillaba una lucecita roja. Mister Liddel se acordó de una mirada
profunda como una luz que le centelleaba dentro. Se sintió feliz como nunca lo había
estado y de improviso entendió.
Lo sospechaba. Pero, ¿quién iba a imaginarse que Dios era negro y que hacía de
lustrabotas en Manhattan?
Un ratoncito que se aprestaba a salir de su cueva alcanzó a ver un gato apostado afuera.
Volvió al fondo de la cueva e invitó a un amigo a hacer una incursión juntos a un cierto
saco de grano.
“Iría también solo”, dijo “pero no puedo privarme del placer de una compañía tan
distinguida”.
“¿Yo?”, exclamó el otro, “¿Voy yo a adelantarme a un ratón ilustre y famoso como tú?
Ni más faltaba. Más bien voy detrás de su señoría…”.
Halagado con semejante deferencia, el amigo salió primero, y al salir de la cueva, fue
agarrado por el gato, que se fue jugueteando con su presa.
Hay gente que desde un quinto piso te tira sobre la cabeza un florero y luego te dice:
“Ahí te regalo esas rosas”.
Alguien me preguntó en estos días si, pudiendo renacer, viviría mi vida de una manera
distinta. Le respondí que no, pero luego me puse a pensar un poco el asunto y…
Nunca pretendería que en un día de calor las ventanillas del auto se mantuvieran
cerradas por haber acabado de planchar.
Me tiraría en el prado con los niños sin preocuparme por las manchas de la hierba en los
vestidos.
A mi hijo que me besaba con emoción no le diría: “Basta, basta. Anda lávate que la
cena está lista”.
Diría más a menudo: “Te quiero” y menos a menudo: “No me gusta”… pero sobre todo,
si pudiera volver a empezar mi vida, me apropiaría cada minuto… lo miraría hasta verlo
verdaderamente… lo viviría… y ya nunca lo devolvería.
(Erma Bombeck)
Recuerdo que una vez después de haber caminado toda la noche, nos adormilamos a la
madrugada cerca de un bosquecito. Un derviche que era nuestro compañero de viaje
lanzó un grito y se adentró en la soledad sin descansar ni un momento.
Cuando fue de día le pregunté: “¿Qué te pasó?”. Respondió: “Yo oía a los ruiseñores
que comenzaban a cantar en los árboles, yo veía a las perdices en los montes, las ranas
en el agua y los animales en el bosque. Pensé entonces que no era justo que todos
estuvieran alabando a Dios y que sólo yo durmiera sin pensar en él”.
Entonces se dirigió al novio pez: “Debo seguir mi destino y por tanto debo irme a vivir
a la tierra. También tú deberías habituarte a vivir en la tierra”.
“Querida”, protestó el pez, “¿cómo quieres que haga yo con mis aletas y mis branquias?
¡Me moriría!”.
Un hombre y una mujer estaban sentados junto a una ventana que se abría hacia un
paisaje primaveral. Estaban sentados el uno junto a la otra. Y la mujer dijo: “Te amo.
Eres bello y rico, y siempre te vistes con ropas bellas”.
Y el hombre dijo: “Te amo. Eres un pensamiento maravilloso, eres una cosa demasiado
preciosa para tenerla en la mano, eres una canción en mis sueños”.
Y se separaron.
Y la mujer dijo: “¿Qué voy a hacer con un hombre que me transforma en sueño y en
neblina?”.
Había un árbol que amaba a un niño. El niño venía a visitarlo todos los días.
Recogía sus hojas, con las cuales tejía coronas para jugar al rey del bosque. Se agarraba
de su tronco y se columpiaba colgado de sus ramas. Comía sus frutos y luego, juntos
jugaban al escondite.
Cuando estaba cansado, el niño se adormecía a la sombra del árbol, mientras las frondas
le cantaban la nanita nana.
“Acércate, niño mío, agárrate de mi tronco y colúmpiate en mis ramas, come mis frutos,
juega a mi sobra y sé feliz”.
“Soy demasiado grande ya para colgarme de los árboles y jugar”, dijo el niño. “Quiero
comprarme cosas y divertirme. Quiero dinero. ¿Puedes darme dinero?”.
“Lo siento”, respondió el árbol, “yo no tengo dinero. Sólo tengo hojas y frutos. Toma
mis frutos, niño mío, y ve a venderlos en la ciudad. Así tendrás dinero y serás feliz”.
Entonces el niño se subió al árbol, recogió todas las frutas y se las llevó.
Pero el niño duró mucho tiempo sin volver… Y el árbol se puso triste.
“No tengo una casa”, dijo el árbol. “Mi casa es el bosque, pero puedes cortar mis ramas
y construirte una casa. Entonces serás feliz”.
El niño cortó todas las ramas y se las llevó para construirse una casa. Y el árbol quedó
feliz.
Por mucho tiempo el niño no volvió. Cuando regresó, el árbol estaba tan contento que
casi hablaba.
“Estoy demasiado viejo y demasiado triste para jugar”, dijo el niño. “Quiero una barca
para huir lejos de aquí. ¿Puedes darme una barca?”.
“Corta mi tronco y hazte una barca”, dijo el árbol. “así podrás irte y ser feliz”.
Entonces el niño cortó el tronco y se hizo una barca para huir. Y el árbol quedó feliz…
pero no del todo.
“Lo siento, niño mío”, dijo el árbol, “pero ya no me queda nada qué darte… Ya no
tengo frutos”.
“Mis dientes son demasiado débiles para las frutas”, dijo el niño.
“Estoy desolado”, suspiró el árbol. “Quisiera darte cualquier cosa… pero no tengo ya
nada. Soy sólo un viejo tronco. Lo siento mucho…”.
“Ya no necesito muchas cosas”, dijo el niño. “Sólo un lugarcito tranquilo para sentarme
y descansar. Me siento muy cansado”.
“Bueno”, dijo el árbol, enderezándose cuanto podía, “muy bien, un viejo tronco es lo
que se necesita para sentarse y descansar. Acércate, niño mío, siéntate. Siéntate y
descansa”.
(Shel Silverstein)
Esta tarde siéntate en un rincón tranquilo y ayuda a tu corazón a agradecer a todos los
“árboles” de tu vida.
El águila, reina de las aves, desde tiempo atrás oía alabar las grandes cualidades del
ruiseñor. Como orgullosa soberana quiso darse cuenta si todo lo que se decía del
ruiseñor era verdadero, y para ello mandó a controlarlo a dos funcionarios: el pavo y la
alondra. Deberían valorar la belleza y el canto del ruiseñor.
El pavo informó primero: “El ruiseñor tiene un vestido tan modesto que se acerca a lo
ridículo: me fastidió tanto, que no puse la más mínima atención a su canto”.
La alondra dijo: “La voz del ruiseñor literalmente me ha encantado, tanto que me olvidé
por completo de fijarme en su vestido”.
“Ah”, dijo al fin, “es que aquí dice que el Papa tiene dispepsia”.
Cada cual nota en los demás lo que quiere ver u oír. Estamos tan apegados a nuestros
propios pensamientos, que a veces no escuchamos verdaderamente al prójimo.
“No hay que seccionar a un pájaro para encontrar el origen de su canto. Lo que hay
que seccionar es el propio oído”. (Joseph Brodsky).
3.17. MENOS DE NADA
Cayeron 3.751.952.
Cuando cayó suavemente el copo número 3.751.953, menos de nada como dijiste, se
rompió la rama…”.
La paloma, una autoridad en materia de paz desde la época de un tal Noé, reflexionó un
momento y luego dijo: “¿Será que hace falta sólo una persona para que todo el mundo
caiga en la paz?”.
3.18. LA BARCA
Se quedaron hasta bien entrada la noche, bebiéndose una discreta serie de botellas.
Cuando salieron del bar vacilaban un poco, pero lograron coger puesto en la barca para
emprender el viaje de regreso.
Los dos redoblaron los esfuerzos y remaron resueltamente por una hora más. Sólo
cuando despuntó el alba constataron estupefactos que estaban siempre en el mismo
punto.
Un hombre que se proclamaba ateo cayó por un desfiladero. Con sus rápidos reflejos
logró agarrarse de una mata que sobresalía. Permaneció colgando sobre el precipicio
y comenzó a gritar sin parar: “¡Señor, Dios mío, sálvame!”.
Un silencio total acogió su grito. Pero el hombre siguió gritando: “¡Oh Dios,
sálvame!”.
Se oyó una voz de lo alto: “Todos hablan así cuando se ven en apuros”. “¡Yo no,
Señor!. Soy absolutamente sincero. Hablaré de ti a todos. ¡Creeré en todas tus
palabras!”, protestó con gran voz el pobrecito.
Un día un hombre se acercó a Jesús y le dijo: “Maestro, todos sabemos que vienes de
parte de Dios y enseñas el camino de la verdad. Pero debo decirte que tus seguidores,
aquellos a quienes llamas tus apóstoles o tu comunidad, no me agradan en absoluto.
Conozco uno que tiene ciertos negocios no muy limpios. Por eso quiero preguntarte
muy francamente: ¿es posible ser de los tuyos sin tener que ver nada con los llamados
apóstoles?
Yo quisiera seguirte y ser cristiano (si me aceptas la propuesta) pero sin la comunidad,
sin la Iglesia, sin ninguno de esos tus apóstoles”.
Estaban sentados muy juntos, el fuego los calentaba y el brillo de la llama iluminaba sus
rostros. Pero uno de ellos, en cierto momento, no quiso permanecer más con los otros y
se fue solo. Tomó de la hoguera un tizón ardiente y fue a sentarse lejos de los demás. Su
trozo de leña al principio brillaba y calentaba. Pero no tardó mucho en languidecer y
apagarse.
El hombre que estaba sentado solo fue envuelto por la oscuridad y el frío de la noche.
Sonriendo, añadió Jesús: “El que me pertenece está cerca al fuego, junto con mis
amigos. Porque yo he venido a traer el fuego a la tierra y lo que más quiero es verlo
arder”.
3.20. EL PAYASO
“Hay algo que me preocupa muchísimo… y es: ¿cómo hago para darme cuenta de
cuándo es hora de recitar mi parte? ¿Cuándo puedo ser realmente yo misma? Finjo
porque a menudo no me siento capaz de mostrarme como soy… un poco como si no
fuera a agradar a los demás. No sé, quizás es una preocupación que tienen todos…
quizás también los demás quisieran no tener que parecer siempre más vivos, más
fuertes que lo que son…”. ( April, 14 años).
Hoy por fin relájate, abandona miedos y vergüenzas y no seas sino tú mismo.
“Esos sí que están bien”, gruñía el hombre apretujado en el tranvía, como un racimo de
uvas en el lagar. “No saben lo que es estar atribulado… Para ellos todo son rosas y
flores. Si tuvieran que cargar mi cruz…”.
El Señor siempre había escuchado con mucha paciencia los lamentos del hombre y una
tarde lo esperó en la puerta de su casa.
“Ah, ¿eres tú, Señor?”, dijo el hombre cuando lo vio. “No pretenderás calmarme. Bien
sabes cuán pesada es la cruz que me has impuesto”. El hombre estaba más molesto que
nunca.
“Son las cruces de los hombres”, dijo el Señor. “Escoge una”. El hombre tiró su cruz en
un rincón y estregándose las manos, comenzó a buscar.
Probó una cruz livianita, pero era larga y enredadora. Se puso al cuello una cruz de
obispo, pero era increíblemente pesada de responsabilidades y sacrificio. Otra, lisa y
graciosa en apariencia, pero en cuanto la tuvo sobre sus hombros comenzó a punzarle
como si estuviera llena de clavos. Agarró una cruz de plata que lanzaba destellos, pero
se sintió invadido de una sensación de soledad y de abandono. La soltó inmediatamente.
Probó y volvió a probar, pero todas las cruces tenían algún defecto.
Finalmente, en un rincón semi-oscuro, encontró una pequeña cruz, un poco gastada por
el uso. No era demasiado pesada ni demasiado enredadora. Parecía hecha precisamente
para él. El hombre se la echó al hombro con aire triunfante. “¡Me quedo con esta!”,
exclamó. Y salió de la gruta.
El Señor le dirigió su mirada dulce, muy dulce. Y en aquel instante el hombre se dio
cuenta de que había vuelto a tomar su vieja cruz: la que había botado al entrar en la
gruta, la que había llevado durante toda su vida.
“Como en un sueño matinal, la vida siempre se hace más luminosa a medida que la
vivimos, y finalmente la razón de cada cosa va apareciendo clara” (Richter).
El mayor se llamaba Frank y tenía veinte años. El más joven era Ted y tenía dieciocho.
Siempre estaban juntos, amiguísimos desde la escuela elemental. Juntos decidieron
enrolarse en el ejército. Partiendo se prometieron a sí mismos y a sus padres que
tendrían cuidado el uno del otro.
Fueron afortunados y terminaron en el mismo batallón.
Este batallón fue enviado a la guerra. Una guerra terrible entre las ardientes arenas del
desierto. Por un tiempo Frank y Ted permanecieron en los campamentos protegidos por
la aviación. Luego, una tarde llegó la orden de avanzar en el territorio enemigo. Los
soldados avanzaron durante toda la noche, bajo la amenaza de un fuego infernal.
A la mañana el batallón se reunió en una aldea. Pero Ted no aparecía. Frank lo buscó
por todas partes entre los heridos, entre los muertos. Encontró su nombre entre los
desaparecidos.
Se presentó al comandante.
Frank de todos modos partió. Después de algunas horas encontró mortalmente herido a
Ted. Se lo cargó a la espalda. Pero una esquirla lo hirió. De todos modos se arrastró
hasta el campo.
“Sí”, susurró, “porque antes de morir, Ted me dijo: Frank, yo sabía que vendrías.
Esto mimso le diremos a Dios en aquel momento: “Yo sabía que vendrías”.
“¡Claro, papá!”.
Pasaban las horas. Guendalina trabajaba con buenas ganas, malla por malla, nudo por
nudo. Pero los días se sucedían unos a otros. La cuerda era burda. El impermeabilizante
era fuerte y las manos sufrían. Sus amiguitas se acercaban a rogarle desde la puerta:
“¡Guendelina, ven a jugar con nosotras!”. Y las mallas se retrasaban, los nudos cada vez
eran menos fuertes, la cuerda cada vez menos impermeabilizada.
Llegó la primavera. El fiordo se iluminó con los primeros rayos del sol. La pesca
recomenzó. Muy orgulloso del trabajo de su hija querida, Hans el pescador embarcó su
nueva red de pesca en su apreciada y vieja barquita.
Y Eric tiraba y tiraba con todas sus fuerzas. Pero vencido por el peso, cayó en el agua,
precisamente dentro de la red.
“¡No es nada!”, pensó el papá Hans, izando velozmente la red a bordo. “¡Mi red es
sólida! La ha tejido mi hija Guendalina con sus manos: ¡Eric saldrá afuera con los
peces!”.
La red salió liviana del agua. En el fondo sólo había un hueco muy grande… Los nudos
mal atados se habían soltado. Las mallas mal apretadas se habían abierto. Y el pequeño
Eric reposaba ahora en el fondo del fiordo.
Una vez un rey convocó a todos los magos, sabios y sacerdotes de su reino. Los
amenazó de castigos terribles si no le mostraban a Dios. Esos pobres se desesperaban y
se arrancaban los cabellos sin saber qué hacer, cuando llegó un pastor que anunció a
todos que estaba en capacidad de resolver el problema.
“¡Míralo!”, dijo.
“Señor mío”, dijo el pastor, “el sol es sólo una pequeña obra del Creador, ni siquiera
una chispa de su esplendor… ¿cómo puedes pensar en posar los ojos en Dios en
persona?”.
Cada día el discípulo hacía la misma pregunta: “¿Cómo puedo encontrar a Dios?”. Y
Cada día recibía la misma misteriosa respuesta: “Debes desearlo”.
“Pero yo lo deseo con todo mi corazón, ¿no? Entonces ¿por qué no lo encuentro?”.
Un día, el maestro estaba bañándose en el río con el discípulo. Empujó la cabeza del
joven bajo el agua y se la retuvo mientras el pobrecillo se debatía desesperadamente
por liberarse.
Al día siguiente fue el maestro el que empezó la conversación: “¿Por qué te debatías
de esa manera cuando te tenía la cabeza bajo el agua?”.
Una niña de doce años escribía: “Nosotros somos los hombres del futuro, nos toca
mejorar la situación. Lo más grave es que nos quedamos quietos sin hacer nada,
mirando este pobre mundo que se desbarata. Nosotros decimos que viva la paz y
hacemos la guerra, abajo la droga y aumentamos su comercio, basta de terrorismo y
matamos a los justos. Pero no está dicho que a esto no se le pueda poner fin. Yo quería
decir esto: si estás triste por el odio del mundo, no llores y no pierdas la esperanza, haz
alguna cosa, aunque seas pequeño”.
En un verano, una familia de erizos se fue a vivir en el bosque. El tiempo era bello,
hacía calor, y todo el día los erizos se divertían bajo los árboles. Se regodeaban en el
campo, por los alrededores del bosque, jugaban escondite entre los matorrales,
atrapaban moscas para alimentarse y por la noche dormían sobre el musgo junto a sus
guaridas. Un día vieron caer una hoja de un árbol: era el otoño. Jugaron con la hoja,
detrás de las hojas que caían cada vez en mayor número; y como las noches eran cada
vez más frías, dormían bajo las hojas secas.
Pero hacía cada vez más frío. A veces se formaba hielo en el río.
La nieve había recubierto las hojas. Los erizos temblaban todo el día y de noche no
podían pegar los ojos de tanto frío que hacía.
Una noche decidieron juntarse unos con otros para calentarse, pero muy pronto huyeron
apartándose lejos unos de otros: con tantas espinas se habían herido la nariz y las patas.
Tímidamente se acercaron de nuevo, pero de nuevo se punzaron. Y cada vez que lo
intentaban, sucedía la misma cosa.
Entonces, suavemente, poco a poco, una noche tras otra, para poder calentarse sin
herirse, se quitaron sus espinas y con mil precauciones encontraron por fin la medida.
Entonces el viento que soplaba ya no los molestaba; ahora podían dormir todos
calentándose mutuamente.
Debería existir también un “Decálogo de la ternura”. Podría ser más o menos así:
3.27. LA FUENTE
En una aldea islámica del Líbano un pequeño grupo de personas se hicieron cristianos.
Inmediatamente se les cerraron todas las puertas de la comunidad. Los hombres no
podían ya estar con los demás hombres en la plaza para fumar y charlar, las mujeres ya
no podían ir a sacar agua a la fuente de la aldea. Los nuevos cristianos se vieron
forzados a excavarse una fuente por su cuenta.
Un día la fuente de la aldea se agotó y se secó. Entonces los cristianos invitaron a sus
paisanos a venir a sacar agua de su fuente. Es más, en sus casas pusieron un pequeño
cartel que decía: “Aquí viven cristianos”.
Cada uno sabía así que en esa casa encontraría ayuda y una mano tendida.
3.28. EL RATÓN
El buen ratón primero probó tímidamente aquel curioso líquido. El sabor le agradó.
Tenía un sabor fuerte y duro, bajaba por la garganta como fuego.
Cuando hubo “bebido” el charco, el ratón se enderezó, se golpeó el pecho con los puños
y gritó: “¿Dónde está el gato?”.
A los jóvenes que venían por primera vez a donde el Rabí Bunam, les contaba él la
historia del rabí Ezequías, hijo del rabí Jeckel de Cracovia. Después de muchos años de
dura miseria, los que sin embargo no habían quebrantado su fe en Dios, éste recibió en
sueños la orden de ir a Praga para buscar un tesoro bajo el puente que conduce al
palacio real.
Cuando se repitió por tres veces el sueño, Ezequías se puso en camino y llegó a las
afueras de Praga. Pero el puente estaba vigilado día y noche por los centinelas y él no
tuvo el valor de excavar en el lugar indicado. Sin embargo volvía al puente todas las
mañanas merodeando alrededor hasta por la tarde. Al fin el capitán de los guardias, que
había notado su va y viene, se le acercó y le preguntó amigablemente si había perdido
alguna cosa o si esperaba a alguien. Ezequías le contó el sueño que lo había traído hasta
allí desde su lejano país. El capitán se puso a reír: “¿Y tú, pobretón, por hacer caso de
un sueño has venido hasta aquí a pie? Ah, ah, ah! ¡Estás hecho fiándote de sueños! ¡Yo
también habría tenido que ir hasta Cracovia a casa de un hebreo, un cierto Ezequías
hijo de Jekel, para buscar un tesoro debajo de la estufa! ¡Exequias hijo de Jekel, qué
chiste! Tendría que entrar y examinar todas las casas en una ciudad donde la mitad de
los hebreos son Ezequías y la otra mitad son Jekel!”. Y volvió a reír. Ezequías se
despidió, volvió a casa y buscó bajo a la estufa.
Encontró el tesoro, lo desenterró y con él construyó la sinagoga de su aldea.
El maestro se hizo famoso cuando todavía estaba en vida. Contaban que Dios mismo
una vez había buscado su consejo.
Dos amigos recorrían un mismo camino que atravesaba una peligrosa y tenebrosa selva.
De improviso un oso enorme rugiendo se paró frente a los dos hombres. Uno, presa el
terror se subió a un árbol y se escondió, pero el otro no huyó a tiempo y viendo que no
estaba en condiciones de correr, se dejó caer al suelo y fingió que estaba muerto. Pues
sabía que los osos no tocan a los muertos.
Cuando se la acercó el oso lo olió, le gruñó en los oídos, trató de moverlo con la trompa.
El pobrecito contenía la respiración con todas sus fuerzas. El oso creyó que
efectivamente estaba muerto y se fue.
En cuanto vio desaparecer al oso entre los árboles, el otro hombre bajó del árbol donde
se había subido y preguntó al amigo: “¿Qué te dijo el oso al oído?”.
“Me dijo que no volviera a viajar con ciertos amigos que en el momento del peligro en
vez de ayudarme salen huyendo a la carrera”.
El amor todavía da mucho susto. Exige dejarse ir, abandonarse uno mismo, la
confianza que deslumbra sin enceguecer, la entrega absoluta.
Habrá que pagar por todas las palabras no dichas, por todas las caricias omitidas, por
todos los sueños abandonados.
Habrá que dar cuenta del miedo y de la avaricia que impidieron amar, de la ceguera y
del orgullo que sofocaron los impulsos.
Habrá que dar cuenta de todos los gestos no realizados, de las lágrimas ahogadas, del
amor no dado, de las promesas y del tiempo perdidos.
3.31. EL SILENCIO
El monje estaba recogiendo agua de un pozo y dijo a su visitante: “¡Mira al fondo del
pozo! ¿Qué ves?”.
El monje dijo: “Como ves, cuando sumerjo el cubo, el agua está agitada. En cambio
ahora el agua está tranquila. Esta es la experiencia del silencio: ¡el hombre se ve a sí
mismo!”.
“Cuando no puedo más, voy a sentarme cerca de mi abuela mientras teje… Mi abuela
exhala olor a polvos y tiene una respiración lenta, muy lenta. De cuando en cuando
levanta los ojos y sonríe un poco, pero de ordinario se limita atrabajar y respirar… Me
hace sentir como en la cuna”.
Amelia, 14 años.
3.32. LA COLABORACIÓN
Marido y mujer estaban en las escalas encartados con una gran caja. Los vio un cuñado.
“¿Les doy una mano?”, dijo acudiendo. Y tomó un ángulo del mueble.
Minutos después, incapaces de mover la gran caja ni un centímetro, los tres se dieron
unos minutos de descanso.
Los amigos no se miran a los ojos. Miran juntos en una misma dirección.
Una pareja de novios preguntó: “¿Qué debemos hacer para que nuestro amor dure?”.
3.33. EL ROMPECABEZAS
Durante la ausencia de su mujer un importante hombre de negocios tuvo que quedarse
en casa para atender a sus dos incontenibles niños. Tenía muy buena experiencia para
desempeñarse con rapidez, pero los dos pequeños no lo dejaban un instante en paz.
Trató entonces de inventar un juego que los entretuviera ocupados un buen tiempo.
Cogió de una revista un mapa de geografía que representaba el mundo entero, un mapa
complicadísimo por los colores de los diferentes Estados. Con las tijeras lo cortó en
pedacitos bien pequeños y se lo entregó a los niños desafiándolos a reconstruir el
mapamundi. Pensaba que con ese rompecabezas improvisado los entretendría cuando
menos una buena hora.
Un cuarto de hora después, los dos niños llegaron triunfantes con el rompecabezas
perfectamente armado.
“¿Cómo hicieron para terminar tan pronto?”, les preguntó el papá maravillado.”Muy
fácil”, respondió el mayorcito. “Por el revés estaba la figura de un hombre. Nos
concentramos en esa figura y por el otro lado el mundo se arregló solo.
El sabio Bayzid decía: “Cuando yo era joven era un revolucionario y todas mis
oraciones a Dios eran: “Señor, dame la fuerza para cambiar el mundo”. Cuando
estuve cerca de la edad mediana, me di cuenta de que la mitad de mi vida había
pasado sin que hubiera cambiado nada, cambié mi oración así: “Señor, dame la gracia
de cambiar a todos los que están en contacto conmigo. Sólo mi familia y mis amigos, y
quedaré contento”.
Ahora que estoy viejo y mis días están contados, comienzo a entender cuán loco he
sido. Ahora mi única oración es: “Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo”.
Si hubiera orado así desde el comienzo, no habría malgastado mi vida”.
Cuando los cazadores se alejan, los monos regresan. Curiosos por naturaleza, examinan
las vasijas y al darse cuenta de las golosinas que contienen, meten dentro las manos y
agarran un buen puñado de alimento, lo más grande posible. Pero como el cuello de las
vasijas es muy estrecho, la mano vacía entra fácilmente, pero llena no puede salir de
ninguna manera. Los monos entonces tiran y tiran sin lograr sacar la mano.
Es el momento que esperan los cazadores escondidos cerca. Se precipitan sobre los
monos y los capturan fácilmente. Porque ellos se debaten violentamente pero no se les
ocurre ni un instante el pensamiento de abrir la mano y abandonar lo que aprietan con el
puño.
Cuánta gente pierde la vida por el miedo de abrir los puños con que aprieta lo que cree
indispensable a pesar de ser inútil.
Elegantes y sonrientes, los cazadores siempre están en acción. Esconden sus trampas
en las revistas satinadas, en los televisores y en los rincones de las calles. Así nace un
pueblo que mantiene perennemente cerrados los puños y el corazón apagado.
No olvides lo que dijo Jesús: “No tengan miedo, pequeño rebaño, porque su Padre ha
querido darles su reino. Vendan lo que tienen y den el dinero a los pobres: acumulen
riquezas que no perecen, un tesoro seguro en el cielo. Allí los ladrones no pueden
llegar y el orín no puede destruirlo. Porque donde están sus riquezas allí estará
también su corazón” (Lc 12,32-34).
Un protestante, durante un viaje de turismo entró con su hijita en una iglesia católica.
En vez de mirar las obras de arte, a la niña le movió la curiosidad la lucecita roja que
ardía en un rincón, junto al sagrario.
“Es que, según los católicos, dentro de esa urna está Jesús bajo la forma de pan
consagrado. La lámpara recuerda a todos su presencia”, respondió sincero el padre.
Una semana después, padre e hija entraron en su iglesia para la función dominical. La
niña miró por todas partes, luego tiró la chaqueta del papá.
La niñita parpadeó, y luego tomando la mano de su padre le dijo: “Papá, vamos a una
iglesia donde esté Jesús”.
Puedes acercarte al sagrario tal como estás. Con tu carga de miedos, incertidumbres,
distracciones, confusión, esperanzas y traiciones. Tendrás una respuesta
extraordinaria: “¡Yo estoy aquí!”.
“No sé qué responder, cómo reaccionar, cómo decidirme en la situación difícil que me
espera”.
3.36. LA CITA
Una antigua leyenda árabe cuenta la triste historia del escudero del Sultán de Bagdad.
Un día el joven escudero cayó angustiado a los pies de su señor que lo quería mucho,
pidiéndole prestado su fabuloso caballo, el que parecía volar por lo veloz que era.
Y la Muerte le respondió: “Yo no lo he amenazado. Sólo alcé una mano por el estupor.
Me preguntaba a mí misma: ¿Cómo es posible que todavía esté aquí, si yo tengo una
cita con él en la plaza de mercado de Basora…?”.
“Por un poco de tiempo no nos veremos más, amigo mío”, dijo el monje pobre. “He
decidido partir a una larga peregrinación y visitar los cien grandes santuarios.
Acompáñame con tu oración porque tengo que atravesar muchas montañas y atravesar
peligrosos ríos”.
“¿Qué llevas contigo para un viaje tan largo y riesgoso?”, preguntó el monje rico.
“Sólo una taza para el agua y una escudilla para el arroz”, sonrió el monje pobre.
El otro se admiró mucho y lo miró severamente: “¡Tú simplificas demasiado las cosas
mi querido amigo! No hay que ir tan desprovistos y a la ventura. Yo también voy a ir a
la peregrinación a los cien santuarios, pero ciertamente no partiré hasta que no esté
seguro de tener conmigo todo lo que me puede hacer falta”.
Un año después, el monje pobre volvió a casa y se apresuró a visitar al amigo rico para
contarle la grande y rica experiencia espiritual que había podido hacer durante su
peregrinación.
El monje rico sólo mostró una sombra de malestar cuando debió confesar:
“Lamentablemente yo todavía no he logrado terminar mis preparativos”.
El hombre lo miró y respondió: “Ciertamente debí haber cambiado hace tiempos. Voy
en dirección equivocada. Pero estoy tan cómodo y cálido aquí…”.
El gran Leonardo da Vinci había aceptado pintar los frescos en el comedor del convento
de Santa María de las Gracias en Milán con un gran fresco que representaba la Última
Cena de Jesús con los apóstoles.
Quería hacer de aquel fresco una obra maestra y para ello trabajaba con calma y
atención. No obstante la impaciencia de los frailes del convento la pintura progresaba
muy lentamente.
Para el rostro de Jesús había buscado durante meses un modelo que tuviera todos los
requisitos necesarios: un rostro que expresara fortaleza y dulzura, espiritualidad e
intensidad luminosa.
Finalmente lo encontró y dio a Jesús el rostro de Agnello, un joven franco y limpio que
había encontrado por la calle.
Un año después, Leonardo comenzó a dar vueltas en los barrios de mala fama de Milán
y en las tabernas más equívocas y ambiguas. Necesitaba encontrar el rostro de Judas, el
apóstol traidor. Buscaba un rostro que expresara inquietud y desilusión, el rostro de un
hombre dispuesto a traicionar a su mejor amigo. Después de noches y noches en medio
de bribones de toda especie, Leonardo encontró al hombre que quería para su Judas.
Lo llevó al convento y se dispuso a retratarlo. En aquel momento vio brillar una lágrima
en los ojos del hombre.
“Yo soy Agnello”, murmuró el hombre. “El mismo que le sirvió de modelo para el
rostro de Cristo”.
El hombre tomó a pechos el consejo y volvió después de un mes para decir que había
escuchado todas las palabras que dijera su mujer.
El maestro le dijo sonriendo: “Ahora vuelve a casa escucha todas las palabras que ella
no dice”.
Llegó la primera masacre, seguida de muchas otras. El sacristán siempre salía indemne,
y siempre se precipitaba en la sinagoga para golpear el banco con el puño y gritar hasta
enmudecer: “Ves, Señor del Universo, todavía estamos aquí”.
Él, último hebreo viviente, subió a la tribuna por última vez. Levantó a lo alto la mirada
apagada y murmuró con una dulzura infinita: “¿Ves? ¡Aquí estoy siempre!”.
Se detuvo un momento, antes de añadir con voz ronca y triste: “¿Y tú, dónde estás tú?”.
Por eso oramos. Oramos cada día para decir a Dios: “¡Acuérdate que yo estoy aquí!”.
Un día al salir del convento san Francisco se encontró con fray Junípero. Era un
hermano simple y bueno, y san Francisco lo quería mucho.
Al encontrarlo le dijo: “Fray Junípero, ven, vamos a predicar”.
“Padre mío”, respondió, “sabes que yo tengo poca instrucción. ¿Cómo voy a poder
hablar a la gente?”.
Pero ante la insistencia de san Francisco, fray Junípero aceptó.. Anduvieron por toda la
ciudad, orando en silencio por todos los que trabajaban en las tiendas y en los huertos.
Sonrieron a los niños, especialmente a los más pobres. Intercambiaron algunas palabras
con los más ancianos. Acariciaron a los enfermos. Ayudaron a una mujer a llevar un
pesado recipiente lleno de agua.
Después de haber atravesado varias veces toda la ciudad, san Francisco dijo: “Hermano
Junípero, es hora de volver al convento”.
Había una vez un viejo que nunca había sido joven. En toda su vida en realidad nunca
había aprendido a vivir. Y no habiendo aprendido a vivir, tampoco lograba morir.
Pasaba sus días ocioso bajo el umbral de su cabaña, sin dignarse mirar ni una vez al
cielo, el inmenso cristal azul que, también para él, limpiaba el Señor cada día con el
suave paño de las nubes.
Algunos transeúntes lo interrogaban. Estaba tan cargado de años que la gente lo creía
muy sabio y trataba de atesorar su secular experiencia.
“El que se sacrifica por la humanidad es un loco”, respondía el viejo con un guiño
siniestro.
“¿Cómo podemos orientar a nuestros hijos por el camino del bien?”, le preguntaban los
padres de familia.
“Los hijos son serpientes” respondía el viejo. “De ellos sólo se pueden esperar
mordeduras venenosas”.
También los artistas y los poetas se acercaban a consultar al viejo a quien todos creían
sabio. “Enséñanos a expresar los sentimientos que tenemos en el alma”, le decían.
Poco a poco sus ideas malignas y tristes influyeron en el mundo. De su rincón triste,
donde no crecían flores y no cantaban los pájaros, Pesimismo (este era el nombre del
viejo malvado) hacía llegar un viento helado sobre la bondad, el amor, la generosidad,
que afectadas por ese aire mortífero, se marchitaban y morían.
El niño obedeció. Rodeó con sus brazos tiernos y regordetes el cuello del viejo y le
estampó un beso húmedo y ruidoso en su arrugada mejilla.
Por primera vez el viejo se quedó pasmado. Sus ojos turbios de repente se volvieron
limpios. Porque nadie jamás lo había besado.
A veces realmente basta un beso. Un “Te quiero”, aunque sólo sea un susurro. Un
tímido “Gracias”. Una sincera muestra de aprecio. Si es tan fácil hacer feliz a otro,
entonces, ¿por qué no lo hacemos?.
“Mamá”.
“Cuándo te das cuenta de que tu familia está bien?”, le preguntaron a una niña.
Los padres no deben ocultarse para darse besitos. Cada vez que manifiestan el amor
que los une, los niños se sienten inundados de cálida y gozosa confianza. Saben bien
que el amor recíproco de los padres es la única roca sólida en que pueden construir su
vida.
4.5. NOVELÓN EN LA FÁBRICA
Una fábrica tenía un problema de robos. Cada día se robaban alguna mercancía. Los
dirigentes encomendaron a una compañía especializada la tarea de investigar a cada
dependiente que salía al final del trabajo.
La mayor parte de los obreros abría espontáneamente la bolsa y hacía examinar los
portacomidas. Los detectives eran muy diligentes y controlaban a todos los
dependientes, hasta el último: un hombrecillo que todos los días iba de último en la fila
de los obreros con una carreta llena de deshechos. Un guardia debía pasar una buena
media hora cuando ya todos los demás iban camino a casa, revisando entre envolturas
de alimentos vacías, colillas de cigarrillos y vasos plásticos para controlar si se estaba
llevando a fuera algo de valor. Nunca encontraba nada.
Una tarde el guarda exasperado dijo al hombre: “Oye, se que estás combinando algo,
cada día controlo hasta el más pequeño desecho en la carreta y no encuentro nunca nada
que valga la pena robarse. Me estoy volviendo loco. Dime lo que estás haciendo y te
prometo que no haré ningún informe”.
Trastornamos por completo el sentido de la vida cuando pensamos que nuestra vida es
tiempo que se ha de emplear en la búsqueda de premios y placeres. Frenéticamente, y
siempre con mayor frustración, pasamos los días, nuestros años, en busca de
recompensa, del éxito que dé valor a nuestra vida, como el guarda que busca las cosas
de valor entre los desechos de la carreta mientras deja escapar la respuesta más obvia:
cuando hayas aprendido a vivir, la vida misma será la recompensa.
Una vez, hace muchos siglos, había una ciudad famosa. Se levantaba en un próspero
valle y como sus habitantes eran resueltos y laboriosos, en poco tiempo creció
enormemente.
Las trompetas de oro de los heraldos los reunieron a todos frente a la Municipalidad. No
faltaba nadie. Pobres y ricos, jóvenes y viejos se miraban a la cara y charlaban en voz
baja.
“¡No!. ¡Vete!. ¡Háganlo callar!. ¡Buuu!”. Los menos ricos de la ciudad armaron un
alboroto indescriptible. “Queremos como rey un hombre rico y generoso que ponga
remedio a nuestros problemas”.
De todas partes salían gritos, amenazas, aplausos, armas que se entrecruzaban. Las riñas
se multiplicaban y los contusos ya eran decenas.
El anciano le preguntó: “¿Quién quieres que sea el rey de esta ciudad tan grande?”.
El niñito los iró a todos, se chupó el dedo pulgar y luego respondió: “Los reyes son
brutos. Yo no quiero un rey. Quiero que sea una reina: mi mamá”.
Las madres al gobierno. Es una idea magnífica. El mundo ciertamente sería más
limpio, se dirían menos palabrotas, todos ofrecerían la mano a alguien mayor antes de
atravesar la calle…
4.7. LA ESTATUA
En un tiempo vivía entre los montes un hombre que poseía una estatua, obra de un
antiguo maestro. La había tirado en un rincón, de cara a tierra y no se interesaba en
absoluto por ella.
Como era un hombre culto, cuando vio la estatua le preguntó al propietario si estaba
dispuesto a venderla. El propietario se rió y dijo: “Perdone, pero ¿a quién puede
interesarle esa piedra sucia y empegotada?”.
El hombre de la ciudad le dijo: “Te doy por ella esta moneda de plata”.
El hombre de los montes pagó dos monedas de plata y entró en el museo para ver la
estatua que él mismo había vendido por una moneda. (K. Gibran).
Me sentía pobre,
(R. Tagore).
4.8. LA CORRUPCIÓN
Un maestro de obra trabajaba desde muchos años bajo la dependencia de una gran
sociedad constructora. Un día recibió la orden de construir una casa modelo según un
proyecto a su gusto. Podía construirla en el lugar que más le gustara y sin preocuparse
por los gastos.
Muy pronto comenzaron los trabajos. Pero aprovechándose de esta ciega confianza,
decidió usar materiales de mala calidad, emplear obreros poco competentes de bajo
sueldo y de esta manera embolsillarse el dinero economizado.
Cuando la casa estuvo terminada, en medio de una fiestecita, el maestro de obra entregó
al Presidente de la Compañía la llave de entrada.
4.9. EN SU LUGAR
El viejo Sebastián decidió un día pedir también él una gracia y de rodillas ante la
imagen, oró: “Señor, quiero sufrir contigo. Déjame ocupar tu puesto. Quiero estar en la
cruz”.
De improviso el Crucifijo movió los labios y le dijo: “Amigo, acepto tu deseo, pero con
una condición: pase lo que pase, siempre debes permanecer en silencio”.
Vino el cambio.
Ninguno de los fieles se dio cuenta de que ahora era Sebastián el que estaba clavado en
la cruz, mientras el Señor había tomado el puesto del ermitaño. Los devotos seguían
desfilando, invocando gracias, y Sebastián, fiel a su promesa, callaba. Hasta que un
día…
Llegó un ricachón, y después de haber orado, olvidó en las gradas su bolsa llena de
monedas de oro. Sebastián vio, pero siguió en silencio. No habló ni una hora después,
cuando llegó un pobre que, incrédulo de tan buena suerte, tomó la bolsa y se fue.
Tampoco abrió la boca cuando delante de él se arrodilló un joven que pedía su
protección antes de emprender un largo viaje por mar. Pero no pudo resistir cuando vio
llegar corriendo al hombre rico que, creyendo que había sido el joven el que había
robado su bolsa de monedas de oro, gritaba a grandes voces para llamar a los guardas y
hacerlo arrestar.
Todos miraron pasmados al darse cuenta de que era el crucifijo el que gritaba. Sebastián
explicó cómo habían sucedido las cosas. Entonces el rico corrió a buscar al pobre. El
joven se fue muy apurado para no perder su viaje. Cuando no quedó nadie en el
santuario, Cristo se dirigió a Sebastián y lo reprochó.
Y el Señor repuso: “No sabes que al rico le convenía perder la bolsa porque con aquel
dinero iba a cometer una injusticia. El pobre al contrario, tenía gran necesidad de ese
dinero. En cuanto al muchacho, si hubiera sido retenido por los guardas habría perdido
el barco y habría salvado su vida, porque en este momento su nave se está yendo a pique
en alta mar”.
El escritor Piero Chiara, poco religioso, era muy amigo del escultor Francisco
Messina, que en cambio era profundamente creyente.
Chiara lo miró con sus ojos adoloridos y respondió: “Yo me fío de ti”.
Son las palabras más bellas que podemos decir a un amigo: “Yo me fío de ti”.
Es la oración más bella que podemos dirigir a Dios: “Yo me fío de Ti”.
“¿Quién es?”
Finalmente:
“¿Quién es?”
“¿Quién eres?”
“Soy tu Dios”.
“¿Quién eres?”
“Soy tu Padre”.
La puerta se abrió.
4.11. EL BOSQUE
Durante las vacaciones un hombre había salido a paseo en un bosque que se extendía a
las orillas del pueblo donde se encontraba. Anduvo por un par de horas y se perdió.
Caminó largamente tratando de encontrar el poblado, probó todos los senderos, pero
ninguno lo llevaba fuera del bosque.
De improviso sintió que había otra persona que caminaba como él en el bosque y gritó:
“Gracias a Dios hay otro ser humano. Me puede indicar el camino para volver al
poblado?”.
El otro le respondió: “Lo lamento, pero también yo estoy perdido. Pero hay un modo
para poder ayudarnos: es que nos digamos cuáles senderos hemos probado ya sin
resultado. Esto nos ayudará a encontrar el que nos llevará afuera”.
Un día, en un bosque muy frecuentado estalló un incendio. Todos huyeron, presa del
pánico. Solamente se quedaron un ciego y un cojo. Llenos de temor, el ciego caminaba
precisamente hacia el frente del incendio.
4.12. LA ESCALERA
Atraída por los gritos intervino la madre y explicó al niño que por deber de hospitalidad
debía permitir al otro predicar.
Entonces el niño se disgustó por un momento. Luego se le iluminó el rostro y subió una
grada más arriba y respondió: “Está bien, que siga predicando, entonces yo haré de
Dios”.
Si piensas que el mundo está hecho en escalas, pasarás el tiempo subiendo gradas,
tratando de subir siempre un poco más.
“¿Qué ves tú que me cuidas? ¿A quién ves cuando me miras? ¿Qué piensas cuando me
dejas? ¿Y qué dices cuando hablas de mí?
Las más de las veces ves una vieja escorbútica, medio loca, con la mirada perdida, que
ya no está completamente lúcida, que babea cuando come y nunca responde cuando
debería hacerlo.
Y no deja de envolatar las chancletas y calzados, que dócil o no, te deja hacer lo que
quieras, el baño y los alimentos para ocupar la prolongada jornada gris.
Soy la última de diez hijos con un padre y una madre. Hermanos y hermanas que se
amaban.
Una joven de dieciséis años con las alas en los pies, que soñaba que pronto encontraría
un novio. Casada ya a los veinte años.
Mi corazón palpita de gozo cuando recuerdo los propósitos que me hice ese año.
Tengo veinticinco años ahora y un hijo mío que necesita de mí para construirse una
casa.
Una mujer de treinta años, mi hijo crece rápidamente, estamos unidos el uno a la otra
por vínculos duraderos.
Después, los días oscuros, muere mi esposo. Miro hacia el futuro temblando de miedo,
pues mis hijos están enteramente ocupados en levantar sus propios hijos.
Y pienso en los años y en el amor que conocí. Ahora estoy vieja. La naturaleza es cruel,
se divierte haciendo pasar la vejez por locura. Mi cuerpo me deja, la fascinación y la
fuerza me abandonan. Y con la edad avanzada, donde antes tenía un corazón, ahora
tengo una piedra.
Pero en esta vieja carcasa sigue existiendo la muchacha cuyo viejo corazón se infla sin
cesar. Me acuerdo de las alegrías, recuerdo los dolores, y siento toda mi vida y amo.
Pienso nuevamente en los años demasiado cortos que han pasado demasiado rápido. Y
acepto la implacable realidad de que “nada en el mundo es eterno”.
Entonces abre los ojos, tú que me cuidas, y mira no a la vieja escorbútica… Mira mejor
y me verás a mí”.
Cuántos rostros, cuántos ojos, cuántas manos cruzamos cada día. ¿Qué miramos? Las
arrugas, las hostilidades, las dudas, las durezas. Si aprendiéramos en cambio a mirar
los sueños, las palpitaciones, los amores a menudo guardados tan celosamente?
El arcón que llevaba rodó por la falda de la duna, se abrió y esparció en la arena todo su
contenido de perlas y piedras preciosas.
El príncipe no quería demorar la marcha, inclusive porque no tenía más arcones y los
camellos ya estaban sobrecargados. Con un gesto ambiguo entre desagrado y
generosidad, invitó a sus pajes y escuderos a quedarse con las piedras preciosas que
lograran recoger y llevar consigo.
Mientras los jóvenes se lanzaban ávidamente sobre el rico botín y hurgaban
afanosamente en la arena, el príncipe continuó su viaje en el desierto.
Pero se dio cuenta de que alguien seguía caminando detrás de él. Se volvió y vio que era
uno de sus pajes, que lo seguía anhelante y sudando.
El joven le dio una respuesta llena de dignidad y de orgullo: “Yo sigo a mi rey”.
“Muchos discípulos de Jesús se echaron atrás y no iban ya con él. Entonces Jesús
preguntó a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”.
Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida
eterna. Y nosotros creemos y sabemos que tú eres aquel a quien Dios ha enviado”. (Jn
6,66-69).
4.15. EL REY
Un día, hace mucho tiempo, un oso grande y gordo oyó decir que el tordillo era el rey
de las aves.
Pero el tordillo es un pajarito tan pequeño que el oso no quería creer que fuera Rey. Por
tanto decidió meter su nariz en el palacio del soberano.
“Puah!”, gruñó en alta voz. “Puede ser esto un palacio?. El tordillo es sólo el rey de los
desarrapados!”.
Pero en el nido estaban los pichoncitos del tordillo, tan pequeños que eran casi
invisibles. Al oír las palabras del oso saltaron ofendidos y sin miedo se pusieron a
gritar: “¡Pídanos excusas cuanto antes, maleducado!”.
Poco después regresaron el Rey y la Reina Tordillo. Los pequeños les contaron
inmediatamente lo sucedido.
“Pues que nunca más se pueda decir que mis pequeños han sido ofendidos”, dijo el Rey.
“Inmediatamente declararé la guerra al oso”. Y así lo hizo.
Cuando el embajador pequeñito muy pequeñito del Rey tordillo fue a declarar la guerra,
el oso gigantesco rió todavía más fuertemente; su risotada hizo volar al embajador, que
era un pájaro mosca.
Entretanto el ejército del Rey Tordillo se reunía. Eran todos los animalitos alados:
pajarillos, mariposas, moscas, etc.
También el oso reunió su ejército. Eran todos los más grandes animales cuadrúpedos:
lobos, caballos, elefantes. El mando supremo lo tenía la zorra, porque era la más astuta.
Antes de partir para la batalla, la zorra explicó su plan a los soldados:
“Síganme y los llevaré a la victoria! Mi cola será la señal. Mientras esté en alto, avancen
y maten con seguridad. Solamente si me ven bajar la cola, querrá decir que las cosas van
mal y debemos escapar, pero esta es una eventualidad que ni siquiera hay que tener en
cuenta...”.
“Muy bien”, dijo el Rey. “¡Cuando la zorra avance adelante, el zancudo vaya a picarla
debajo de la cola!”.
Los dos ejércitos se enfrentaron. La zorra tenía la cola bien en alto y comenzó el
zancudo a picarla y picarla hasta que la obligó a bajar la cola por el dolor.
Viendo a la zorra con la cola baja, los soldados el oso pensaron: “¡Perdimos!”. Y
huyeron en desbandada.
“Entonces Jesús se llenó de gozo por obra del Espíritu Santo y dijo: ‘Te agradezco,
Padre, Señor del cielo y de la tierra. Te agradezco porque has escondido estas cosas a
los grandes y a los sabios y las has dado a conocer a los pequeñuelos. Sí, Padre,
porque así te ha parecido bien’ ”. (Lc 10,21).
Una noche fue despertado por el viento. El viento ululaba entre los árboles, rugía por los
caminos, golpeaba las ventanas. El campesino saltó del lecho. La tempestad podría abrir
las puertas del establo, espantar caballos y vacas, dispersar el heno y la paja, producir
diversos contratiempos.
Corrió a toca r ala puerta de Alfredo pero no tuvo respuesta. Tocó más fuerte.
“¡Alfredo, levántate!. Ven a darme una mano antes de que el viento destruya todo!”.
El campesino no tenía tempo que perder. Se precipitó abajo por las escalas, atravesó
corriendo la era y llegó a la lechería.
Las puertas de los establos estaban firmemente cerradas y las ventanas estaban
bloqueadas. El heno y la paja estaban cubiertos y atados de modo que no se podían
dispersar. Los caballos estaban seguros, y los cerdos y las gallinas estaban tranquilos.
Dentro de la lechería, los animales estaban calmados y todo estaba seguro.
El joven hacía bien su trabajo cada día. Se aseguraba de que todo estuviera a punto.
Cerraba cuidadosamente puertas y ventanas y ponía cuidado a los animales. Se
preparaba para la tempestad cada día. Por eso ya no la temía.
“…”
“Decimos”, le ayudó el obispo, sonriendo: “En el nombre del Padre, del Hijo y…”
Es una bellísima definición del Espíritu Santo. Por lo demás, Jesús lo llama
Consolador y Paráclito, es decir, el que está siempre presente para asumir la defensa
de sus discípulos y sacarlos de apuros. Es el que recuerda, cura y anima…
Una noticia brevísima, poco más de una línea en la crónica local de un diario. Un padre
y su hijo de trece años, en el patio de su casa. Estaban arreglando una bicicleta. Como
buen adolescente, el hijo era un poco distraído. De pronto el muchacho con un gesto
mal controlado, derramó en el piso una caja de tuercas y tornillos.
Al padre le vinieron los clásicos “cinco minutos”. Se echó sobre el muchacho como una
furia y lo golpeó en forma cruel e insensata.
Miró a la madre y luego dijo: “Que no le vayan a hacer ningún daño a mi papá”.
Casi lo había matado a golpes. Pero aquel hombre era “su papá”.
Paola es buena y mansa, entiende todo. Papá y mamá están llenos de ira y se dan la
espalda. Papá rompió un vaso dando un puño sobre la mesa y mamá dio una bofetada
a Paola porque aún no se atreve a dar una bofetada al papá. Paola va del uno a la
otra, y dice palabras agradables para hacerlos reír, intenta reconciliarlos. Un día en
que las cosas se agravaron, fingió envenenarse para que hicieran las paces en su
cabecera. Tres meses después, todo volvió a comenzar. Paola sigue su trabajo de
hormiga. No pierde la esperanza.
Cuando llega un extraño y observa los ojos hinchados de la madre, y el papá afónico
de tanto gritar, Paola previene las críticas y dice: “Ve, es culpa de las cebollas”. O:
“¿No conoce una medicina para papá, que está enfermo de la garganta y ya no puede
hablar?” Pero yo con las ideas que me giran en la cabeza, pienso que algún día papá y
mamá en un exceso de cólera matarán a Paola.
No Felipe se va para siempre, a donde la abuela, con Rik, su perrito, su pequeño perro,
tan pequeño que parece una nada.
Alzó los hombros, abrió las palmas de las manos: “Ya no tengo padre ni madre”.
“Hermano, ¿me puedes decir el por qué del dolor del inocente?”. (Dostoyevski).
Cuando el buen Dios decidió crear al padre, comenzó con una estructura más bien alta y
robusta.
Entonces un ángel que estaba por ahí cerca le preguntó: “¿Qué clase de padre es esa? Si
a los niños los vas a hacer tan pequeñitos, por qué has hecho al padre tan grande? No
podrá jugar a las canicas sin ponerse de rodillas, cubrir a los niños con las cobijas sin
inclinarse y ni siquiera besarlos sin casi doblarse en dos!”.
Dios sonrió, y dijo: “Es verdad, pero si lo hago pequeño como un niño, los niños no
tendrán a nadie hacia quién levantar la mirada”.
Luego, cuando hizo las manos del padre, Dios las modeló bastante grandes y
musculosas.
El ángel sacudió la cabeza y dijo: “Pero… esas manos tan grandes no pueden abrir y
cerrar los ganchos de nodriza, abotonar y desabotonar botoncillos y mucho menos atar
los cordones de los zapatitos o quitar una astilla de un dedo”.
Dios sonrió y dijo: “lo sé, pero son bastante grandes para contener todo lo que hay en
los bolsillos de un niño y bastante pequeñas para poder estrechar en sus manos su
carita”.
Dios estaba creando los dos pies más grandes que nunca se hubieran visto, cuando el
ángel irrumpió: “No es justo. Crees de veras que estas dos barcazas lograrán saltar fuera
del lecho por la mañana temprano cuando llore el bebé? ¿O pasar por entre un montón
de muchachitos jugando, sin pisotear por lo menos a dos?”.
Dios sonrió y respondió: “Tranquilo, andarán muy bien. Verás: servirán para tener en
alto un niño que quiere jugar al caballito o espantar a los ratones en la casa de campo o
a lucir unos zapatos que nadie más pudo usar”.
Dios trabajó toda la noche, dando al padre pocas palabras pero una voz firme y
autoritaria: ojos que veían todo, y seguían tranquilos y tolerantes. En fin, después de
quedar un poco pensativo, le dio un último toque: las lágrimas. Luego se volvió al ángel
y le preguntó: “¿Y ahora quedas convencido de que el padre puede amar lo mismo que
la madre?”.
(Erma Bombeck).
Hubo estudiantes universitarios que tuvieron como tarea para el fin de semana un
largo caluroso abrazo a su papá.
“¡Mi padre se puso a llorar!” decía uno. Y otro: “Extraño. Mi padre me agradeció”.
Era una pequeña familia feliz y vivía en una casita de periferia. Pero una noche estalló
en la cocina un terrible incendio.
Mientras las llamas avanzaban, padres e hijos corrieron fuera. En aquel momento se
dieron cuenta con un horror infinito, que faltaba el más pequeño, un niño de cinco años.
En el momento de salir, aterrado del rugir de las llamas y del humo acre, se había vuelto
atrás y había subido al piso superior.
Pero he aquí que allá arriba, en lo alto, se abrió la ventana de la buhardilla y el niño se
asomó gritando desesperadamente: “¡Papá!. ¡Papá!”.
Desde arriba el niño sólo veía fuego y humo negro, pero oyó la voz y respondió: “Papá,
no te veo…”.
“Yo sí te veo y eso basta. ¡Salta abajo!”. Gritó el hombre.
El niño saltó y se encontró sano y salvo en los robustos brazos de su padre, que lo había
agarrado al vuelo.
Durante la primera guerra mundial fueron llamados al frene también jovencitos de sólo
dieciocho años. El adiós a las familias de estos soldaditos era desgarrador.
El tren chirrió. Los soldados debían apresurarse y subir a los vagones. El hombre
deseaba recomendar algo a su hijo. Lo apretó contra su pecho y murmuró: “¡Mi Juanito,
mi Juanito! No te hagas matar!”.
Los soldados estaban en el tren que estaba a punto de partir. La turba aplaudía y agitaba
los brazos en señal de saludo.
Donde están los generales no llegan los golpes del enemigo. El padre lo sabía. Es este
el don que te da la Iglesia: la garantía de estar siempre vecino al General.
“Yo soy la vid, ustedes son los sarmientos. Si uno permanece unido a mí y yo a él, él
produce mucho fruto; sin mí ustedes no pueden hacer nada” (Juan 15,5).
Hace tiempos un hombre desde años atrás buscaba el secreto de la vida. Un día, un
sabio ermitaño le indicó un pozo que poseía la respuesta que el hombre buscaba tan
ardientemente.
Con el paso del tiempo, el recuerdo de esta experiencia se desvaneció, hasta que una
noche, mientras iba de camino a la luz de la luna, el sonido de un sitar (instrumento
musical del oriente)atrajo su atención.
Fascinado, el hombre se dirigió hacia el que tocaba, vio sus manos que tocaban
hábilmente; vio el sitar: y gritó de alegría, porque había entendido. El sitar estaba
compuesto de alambres, de pedazos de metal y de madera como los que había visto en
las tres bodegas a la entrada del poblado y que había juzgado sin un significado
particular.
La vida es un viaje. Se llega paso a paso. Y si cada paso es maravilloso, si cada paso es
mágico, lo será también la vida. Y nunca serás de los que llegan a la muerte sin haber
vivido. No dejen que se les escape nada. No miren por encima de los hombros de los
demás. Mírenlos a los ojos. No hablen “a” sus hijos. Tomen sus rostros entre las
manos y hablen “con” ellos. No abracen un cuerpo, abracen a una persona. Y háganlo
ahora. Sensaciones, impulsos, deseos, emociones, ideas, encuentros, no desperdicien
nada. Un día descubrirán cuán grandes e insustituibles eran.
Cada día aprendan algo nuevo sobre ustedes mismos sobre los demás.
Cada día traten de ser conscientes de las cosas bellísimas que hay en nuestro mundo. Y
no dejen que los convenzan de lo contrario.
Miren las flores. Miren los pajaritos. Escuchen la brisa. Coman bien y aprécienlo. Y
compartan todo con los demás.
Uno de los cumplimientos más grandes es decir a alguien: “Mira qué hermoso
atardecer!”.
4.23. ¿RESIGNARSE?
Mi tío Carlos me dijo: “En la carta al Niño Dios escribiste que deseas la paz en el
mundo, ¿por qué no te contentas con una bicicleta todo terreno?” (Luis, 7 años).
Un halcón había sido capturado por un campesino y vivía atado por una pata en la era
de una granja. No se había resignado a vivir como cualquier pollo. Había comenzado a
dar tirones y más tirones a la cuerda que lo tenía atado a un grueso tronco del
gallinero. Miraba el cielo azul y partía con todas sus fuerzas. Inexorable, al cuerda lo
echaba a tierra. Intentó una y otra vez por semanas enteras, hasta que la piel de la pata
le quedó en carne viva y sus bellas alas destrozadas.
Así que no se dio cuenta de que las lluvias de otoño y la nieve del invierno habían
hecho podrir la cuerda que lo ligaba a tierra.
Habría bastado un último y moderado tirón y el halcón habría vuelto a la libertad, amo
del cielo. Pero ya no dio ese tirón.
Nuestro cuerpo se cansa con sólo subir unas escalas. Pero nuestra alma tiene las alas.
Y el cielo es nuestro.
“Producimos los huevos más grandes y por eso los mejores”, continuó el anciano
maestro. “Los huevos del petirrojo son más bellos”, dijo Oliver. “De los huevos del
petirrojo sólo salen petirrojos” replicó el anciano avestruz. “Los petirrojos se dedican
sólo a comer los gusanos de los prados y basta!”.
“Nosotros caminamos con sólo cuatro dedos mientras el hombre necesita diez para
caminar”, añadió el anciano avestruz a sus alumnos.
“Pero el hombre puede volar estando sentado y nosotros no volamos nada”, comentó
Oliver.
El anciano avestruz lo miró severamente. “El hombre vuela demasiado afanado por un
mundo que es redondo. Pronto se alcanzará a sí mismo con un gran golpe detrás, y el
hombre nunca sabrá que lo que lo ha golpeado por detrás ha sido el hombre mismo”.
“¿Cómo hacemos para saber que no nos ven si no vemos?”, preguntó Oliver.
Una nave chocó contra los escollos. Los pasajeros fueron embarcados en una gran
chalupa de salvamento. Con ellos también se embarcaron algunos oficiales y el piloto
de la nave. Antes de que la chalupa abandonara el costado de la nave encallada, el
comandante les dio una última recomendación: “¡Hagan caso al piloto; él sabe cómo
maniobrar una chalupa!”.
Una ancianita murmuró: “No sé,… pero lo que ha hecho él es arrojarnos contra los
escollos!”.
Un rey convocó a su corte a todos los magos del reino y les dijo: “Yo quiero ser siempre
de ejemplo para mis súbditos. Aparecer fuerte y firme, tranquilo e impasible en las
vicisitudes de la vida. A veces sucede que me encuentro triste y deprimido por un
acontecimiento infausto o una mala suerte. Otras veces una alegría imprevista o un gran
éxito me ponen en un estado de excitación anormal. Todo esto no me gusta. Me hace
sentir como una pajilla movida en todas direcciones por el viento de la suerte. Háganme
un amuleto que me mantenga libre de estos estados de ánimo y vaivenes de humor,
tanto tristes como alegres”.
Uno tras otro, los magos se negaron. Sabían hacer amuletos de toda clase para los
pobres que se dirigían a ellos, pero no era fácil engatusar a un rey, que quería un
amuleto de efectos tan difíciles.
La ira del rey estaba a punto de explotar, cuando se adelantó un viejo sabio que dijo:
“Majestad, mañana le traeré un anillo, y cada vez que usted lo mire, si está triste, se
sentirá alegre y si está excitado podrá calmarse. Bastará que usted lea la frase mágica
que estará grabada en el anillo”.
Al día siguiente el viejo sabio volvió, y en el silencio general, pues todos estaban
curiosos de saber la mágica frase, le entregó al rey el anillo.
El rey lo miró y leyó la frase grabada en el anillo de oro: “También esto pasará”.
Sí, exactamente como ese animal que un diccionario bíblico describe así: “El asno de la
Palestina es muy vigoroso, soporta el calor, se alimenta de cardos, tiene una forma de
cascos que hace muy seguro su caminar, cuesta poco mantenerlo. Sus únicos defectos
son la terquedad y la pereza”.
Sigo adelante como ese asno de Jerusalén, que en el día de la fiesta de lso olivos se
volvió cabalgadura regia y pacífica del Mesías.
No soy sabio, pero sé una cosa: sé llevar a Cristo sobre mis hombros y la cosa me hace
más orgulloso que ser borgoñón o vasco.
Quién sabe que tan sacudido se siente mi Señor cuando tropiezo con una piedra!
Es tan bello darse cuenta de cuán bueno y generoso es conmigo: me deja el tiempo para
saludar a la encantadora burra de Balaam, de soñar frente a un campo de espigas, de
hasta olvidarme de llevarlo.
Su sola palabra, que he escuchado bien, parece dicha a propósito para mí:
Él entonces ríe, ríe de corazón y su risa transforma las estrecheces de mi viejo camino
en una pista de baile y mis pesados cascos en sandalias aladas.
Voy adelante como un asno que lleva a Cristo sobre sus espaldas.
(Mons. Etchegaray).
“Toda mi vida he vivido dentro una nuez de coco. ¿No es un lugar maravilloso para
vivir allí?
Había poco espacio y era oscuro, sobre todo por la mañana cuando debía afeitarme.
Pero lo que más me molestaba era que yo no tenía cómo ponerme en contacto con el
mundo exterior. Si nadie hubiera encontrado el coco y no lo hubiera abierto, yo habría
quedado condenado a pasar toda mi vida allí dentro. Quizás a morir allí.
“Qué pecado”, dijeron. “Si lo hubiéramos encontrado antes, quizás habríamos podido
salvarlo. Quizás hay otros encerrados dentro como él”.
Y recorrieron y abrieron todos los demás cocos que encontraron. Pero fue inútil..
Tiempo perdido. Personas que deciden vivir en una nuez de coco hay una entre un
millón. No podría decirles que tengo un cuñado que vive en una bellota”.
Era la mujer del quinto piso que gritaba: “Venga por su paquete! Son andrajos sucios!
Somos pobres, pero no vivimos de desechos!”.
Madeleine volvió a subir. Vio que la mujer tenía razón: el paquete contenía interiores
sucios. Había habido algún error. Se excusó y bajó de nuevo, dolorida. No sabía qué
hacer.
Pasó frente a un negocio de flores y vio un cesto de magníficas rosas rojas. Las compró,
volvió sobre sus pasos, encontró al niño de la mujer y le dio las flores, diciéndole:
“Llévalas a tu mamá”.
“El gesto con que usted me puso la silla para que no me cansara de esperar”,
respondió el anciano. (Danilo Zanella).
4.29. EL PERDÓN
Un feligrés bueno pero un poco débil, se confesaba ordinariamente con el párroco. Pero
sus confesiones parecían un disco rayado: siempre las mismas faltas, y sobre todo
siempre el mismo grave pecado.
“¡Basta!” le dijo un día en tono severo el párroco. “No debes burlarte del Señor. Es la
última vez que te absuelvo de este pecado. Recuérdalo!”.
Pero quince días después el feligrés estaba nuevamente confesando su acostumbrado
pecado.
En aquel instante, el Jesús de yeso del crucifijo se animó, levantó un brazo de su secular
posición y trazó el signo de la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados…”.
Cada uno de nosotros está unido a Dios por un hilo. Cuando cometemos un pecado, el
hilo se rompe. Pero cuando nos arrepentimos de nuestra culpa, Dios hace un nudo en
el hilo, que se vuelve más corto que antes. De perdón en perdón nos acercamos a Dios.
“Les aseguro que en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte, que por
noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. (Lc 15,7).
“Hacia la tarde el hombre y la mujer oyeron que Dios, el Señor, paseaba por el jardín.
Entonces, para no encontrarse con él se escondieron entre los árboles del jardín.
El hombre respondió: “Oí tus pasos en el jardín. Tuve miedo porque estoy desnudo y
me escondí” (Gn 3,8-10).
El episodio se refiere a todos los hombres de todos los tiempos. Sobre todo a los
hombres de nuestra generación.
“¿Dónde estás?”.
4.31. LA PUERTA
Hay un cuadro famoso que representa a Jesús en un jardín oscuro. Con la mano
izquierda tiene una lámpara que ilumina la escena, con la derecha toca una pesada y
gruesa puerta.
Cuando el cuadro fue presentado por primera vez en una muestra, un visitante hizo
notar al pintor un detalle curioso.
“No es un error: ‘Aquella es la puerta del corazón humano. Sólo se abre desde dentro’
”.
El aeropuerto de una ciudad del extremo oriente fue atacado por un furioso temporal.
Los pasajeros atravesaron corriendo la pista para subir al DC3 listo para decolar para
un vuelo interno.
Un misionero, bañado por la lluvia, logró encontrar un puesto cómodo junto a una
ventanilla. Una graciosa azafata ayudaba a los demás pasajeros a acomodarse.
El decolaje estaba próximo y un hombre del equipaje cerró la pesada puerta del avión.
De improviso se vio a un hombre que corría hacia el avión, protegiéndose como podía
co un impermeable. El retrasado tocó enérgicamente en la puerta del avión pidiendo
entrar. La azafata le explico con señales que era demasiado tarde. El hombre redobló
sus golpes contra la puerta del avión. La azafata trató de convencerlo de desistir. “No
se puede… es tarde… Debemos partir”, trataba de hacerse entender del retrasado por
señas.
Nada que hacer: el hombre insistía y pedía entrar. Al fin la azafata cedió y abrió la
puerta. Extendió la mano y ayudó al retrasado a subir dentro. Y se quedó con la boca
abierta. Aquel hombre era el piloto del avión.
¡Atención! No vayas a dejar en tierra al piloto de tu vida.
4.32. EL ENCUENTRO
“Yo tenía para mi solo todo el compartimiento del tren. Luego subió una muchacha”,
contaba un joven hindú ciego. “El hombre y la mujer que llegaron acompañándola
debían ser sus padres. Le hicieron muchas recomendaciones. Dado que yo ya entonces
era ciego, no podía saber qué aspecto tenía la muchacha, pero me agradaba el sonido de
su voz”.
“Voy a Saharanpur”, dijo la muchacha. “Allá sale a recibirme mi tía. Y usted a dónde
va?”.
“Sí, es la mejor estación”, dije, acudiendo a mis recuerdos del tiempo en que podía ver.
“Las colinas están revestidas de dalias silvestres, el sol es delicioso, y por la tarde puede
uno sentarse al pie del fuego a saborear un brandy. La mayor parte de los habitantes se
han ido y las calles están silenciosas, casi desiertas”.
Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Ya se habría dado cuenta
de que yo no veía? Pero las palabras que dijo de inmediato me quitaron toda duda.
“¿Por qué no mira por la ventanilla?”, me dijo con toda naturalidad.
En cambio yo estaría dispuesto a permanecer sentado allí hasta el infinito, sólo para
oírla hablar. Su voz tenía un timbre argentino de un torrente de montaña. En cuanto bajó
del tren, olvidaría nuestro breve encuentro; pero yo conservaría su recuerdo por el resto
del viaje y mucho después.
El tren entró en la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí
sólo el perfume.
“Lamento no ser un compañero tan atractivo como la que acaba de salir”, me dijo él,
tratando de entablar charla.
“Era una muchacha interesante”, dije yo. “Podría decirme… ¿tenía los cabellos largos o
cortos?”.
“No recuerdo”, respondió en tono perplejo. “Sus ojos fueron los que se me quedaron
impresos, no los cabellos. ¡Tenía unos ojos tan bellos! Lástima que no le servían para
nada… era completamente ciega. ¿No se había dado cuenta?”.
Como dos ciegos que fingen ver. Cuántos encuentros entre seres humanos son lo
mismo. Por miedo a poner al descubierto lo que se es. Y así se pierden los encuentros
decisivos de la vida. Algunos encuentros se dan solamente una vez.
Los maestros de la ley llevaron ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio y a
empujones la pusieron en medio del grupo. “Maestro, esta mujer fue sorprendida en
flagrante adulterio, mientras traicionaba a su marido. La ley de Moisés nos manda
matarla apedreándola. ¿Tú qué dices?”.
Querían pretextos para acusarlo. Pero Jesús miraba a tierra, y escribía con el dedo en la
arena.
¡Un tribunal bien extraño! El juez escribe en la arena, y no quedará nada. Bastará el
viento de la tarde y todo será borrado. Ningún expediente o voluminosos códigos. Jesús
no sabe qué es eso.
Como insistían levantó la cabeza y dijo: “El que de entre ustedes esté sin pecado, que
tire la primera piedra”. Y siguió escribiendo en la arena. Muy pronto la plaza quedó
vacía.
La mujer quedó sola, en pie. Jesús se enderezó. Una simple mirada. Una simple palabra.
“¿Nadie te ha condenado?” “Nadie, Señor”. “Yo tampoco te condeno. ¡Vete en paz,
pero en adelante no vuelvas a pecar!”.
Siempre encontraremos gente que tratará de hacernos creer que Dios es sólo un policía
o un espía que nos vigila y nos echa ojo día y noche por encima de las gafas. Como si
Dios escribiera día y noche y anotase todo en un gran libro: nuestros errores y
nuestros pecados, nuestros lados buenos y malos…
Pero ¿por qué Dios tiene que ser severo con nosotros o contra nosotros? ¿Por qué
Dios ha de ser nuestro enemigo? ¿Y por qué hay quienes quieren transformar a Dios en
una especie de computador que cuenta y recuenta? ¡Dios no es una máquina! ¿Quieren
una prueba? El único libro de cuentas de Jesús es la arena… ¿Se les ha perdido alguna
cosa en la arena? Traten de encontrarla…
La arena devora todo, la arena olvida todo, la arena borra todo… No queda nada en la
arena y todo desaparece en la arena. Jesús escribe sobre la arena. La mujer acusada
de pecado está delante de él. Jesús escribe en la arena porque para Jesús el pecado ya
está perdonado. Para Jesús el pecado se borra como todo lo que se escribe en la
arena.
Ha muchos años en China vivían dos amigos. Uno era muy bueno para tocar el arpa. El
otro estaba muy bien dotado para el raro arte de saber escuchar.
Cuando el primero tocaba o cantaba acerca de una montaña, el segundo decía: “Veo la
montaña como si la tuviéramos delante”.
El primer amigo rompió las cuerdas de su arpa y nunca más la volvió a tocar.
Existimos verdaderamente si alguien nos escucha. El don más grande que podemos
hacer a una persona es escucharla “verdaderamente”.
Una muchacha muy sensible habló con un maestro sobre un problema suyo muy
sentido. El docente le sugirió que hablara con sus padres. La muchacha lo intentó, pero
aun frente a su angustia y confusión, los suyos minimizaron y cambiaron de tema,
asegurándole que “estaba exagerando”, que el problema “se superaría”, etc.
Rehusaron la discusión como si ignorándolo el problema pudiera resolverse solo.
Sólo después de un intento de suicidio de la hija, los padres reaccionaron: “¿Por qué
no nos dijiste que tenías problemas?”, le dijeron.
Una niña escribió: “Por la noche, cuando estoy en el lecho, me vuelvo hacia la pared y
me hablo, porque yo me escucho”.
La primera se casó con el rey, la segunda con un comerciante. Con el paso del tiempo,
sin embargo, la mujer del rey se iba volviendo cada vez más flaca, gastada y triste.
Su hermana, que vivía con el comerciante cerca del palacio real, parecía volverse más
bella cada día que pasaba.
“¿Cómo haces?”.
Furioso el rey decidió cambiar. Mandó a la reina donde el comerciante y tomó por
mujer a su hermana.
Creo que lo que todos debemos entender es que el amor comienza por la familia. Cada
día nos damos más cuenta de que en nuestro tiempo los sufrimientos mayores tienen
origen en la familia misma.
Creo que lo dije con demasiada seriedad. Uno de ellos me preguntó: “¿Usted es
casada?”.
Creo que el amor comienza precisamente aquí: en la familia. (Madre Teresa)
Después de una vida simple y serena, una mujer murió y se encontró de improviso en
una larga y ordenadísima procesión de personas que avanzaban lentamente hacia el Juez
Supremo. A medida que avanzaba, oía cada vez más claramente las palabras del señor.
Oyó por ejemplo que el Señor decía a uno: “Tú me socorriste cuando estaba herido en la
carretera y me llevaste al hospital, entra en mi Paraíso”. Luego a otro: “Tú hiciste un
préstamo sin intereses a una viuda, ven a recibir el premio eterno”. Y también: “Tú
hiciste gratuitamente operaciones quirúrgicas muy difíciles, ayudándome a devolver al
esperanza a muchos, entra en mi Reino”. Y así por el estilo.
La pobre mujer llegó presa de la preocupación porque por más que se esforzaba no
recordaba haber hecho en su vida nada excepcional. Trató de dejar la fila para tener
tiempo de pensar, pero no le fue posible en absoluto: un ángel sonriente pero decidido
no le permitió abandonar la larga fila.
Con el corazón que le palpitaba fuertemente, y mucho temor, llegó ante el Señor.
Súbitamente se sintió envuelta por su sonrisa.
Cuando era seminarista, Juan María Vianney, el futuro santo cura de Ars, tenía enormes
dificultades con la escuela. No lograba entender ni las más simples nociones. Los
superiores del seminario lo habían mandado a casa varias veces. Pero él insistía
tercamente. Ya tenía veintiún años y estaba sentado en la clase con muchachos que
tenían diez años menos que él.
El muchachito se lamento de esto con los compañeros de clase. Juan María Vianney lo
oyó. Se levantó de su banco, se arrodilló ante el muchachito y le dijo: “Perdóname
porque soy tan estúpido”.
En un campo de trigo, casi todas las espigas estaban encorvadas hacia tierra. Sólo
algunas se mantenían muy derechas y miraban con orgullo al cielo, a los transeúntes o
a sus compañeros.
“¡Somos las mejores!” gritaban orgullosas a sus compañeras. “¡No vivimos doblando
la espiga como esclavas, realmente puede decirse que dominamos los eventos y la
situación!”. Pero el viento, que conoce la vida mejor que todos, susurró: “Están bien
derechas… ¡Porque están vacías!”.
V. CÍRCULOS EN EL AGUA
A la orilla, a pocos milímetros del agua, una flor pequeñísima casi invisible, estaba a
punto de morir de sed. No alcanzaba a llegar al agua que estaba tan cerca. Sus raíces se
habían agotado en el esfuerzo.
En cambio un mosquito tierno estaba a punto de ahogarse. Sus pequeñas alas mojadas
se habían hecho pesadas y no lograba volver a levantar vuelo. Y el agua se lo estaba
tragando.
Un ciruelo silvestre alargaba sus ramas por sobre el estanque. En el extremo de la rama
más larga, que caía casi en el centro del estanque, una baya oscura y rugosa, llegada a su
plena madurez, se desprendió y cayó en el estanque.
Se oyó un “pluf!” sordo, casi imperceptible, en medio del gran rumor de los insectos.
Pero desde el punto en que cayó la baya al agua, solemne e imperioso, como una flor
que revienta, se extendió el primer círculo en el agua. Lo siguió el segundo, el tercero,
el cuarto…
El insecto de largas patas fue alcanzado por la pequeña ola y puesto fuera de combate
por la rana.
El flotador fue arrojado hacia la flotadora y la golpeó: se pidieron excusas y al punto se
enamoraron.
El primer círculo se desbordó sobre la orilla y un poco de agua alcanzó a la pequeña flor
que volvió a vivir.
De igual manera las historias de este libro son sólo pequeños círculos en el agua, pero
quizás…
Uno tomó la palabra: “Debemos expulsar a nuestra hermana la Sierra, porque muerde y
hace crujir los dientes. Tiene el carácter más mordaz de la tierra”.
Intervino otro: “No podemos tener entre nosotros a la hermana Garlopa: tiene un
carácter cortante y despellejador. Despelleja todo lo que toca”.
“¿Y los Clavos? ¿Se puede vivir con gente tan punzante? ¡Que se vayan! Y también la
Lima y la Lija. Vivir con ellas es una continua tortura. ¡Expulsemos también al
Cortavidrios, cuya única razón de existir parece ser el herir a los demás!”.
Así discutían cada vez más animosamente los instrumentos del ebanista. Hablaban todos
al mismo tiempo. El martillo quería expulsar a la lima y a la garlopa, éstas querían a su
vez expulsar a los clavos y al martillo y así por el estilo.
La reunión fue interrumpida bruscamente por la llegada del ebanista. Todos los
utensilios callaron cuando lo vieron acercarse al banco de trabajo. El hombre tomó un
listón, lo aserró con la sierra mordaz, lo alisó con la garlopa que pela todo lo que toca.
La hermana Hacha que hiere cruelmente, la hermana Lija de lengua escabrosa, el
hermano Cortavidrios, que raya y corta, todos entraron en acción de inmediato.
El ebanista tomó luego los hermanos Clavos de carácter punzante y el Martillo que
golpea y maltrata.
Se sirvió de todos sus instrumentos de mal carácter para fabricar una cuna. Una
bellísima cuna para acoger a un niño que estaba a punto de nacer.
5.3. LA MANO
Un niño había hecho el mercado para su mamá. Había estado muy atento y cuidadoso.
El vendedor, para premiarlo, tomó de uno de los estantes una gran bolsa de caramelos,
la abrió y la presentó al niño
“¡Toma, muchacho!”
“¿Por qué?”
5.4. VE TÚ EN MI LUGAR
Una noche este hombre tuvo un sueño. Se encontraba con su mujer ante la puerta del
Paraíso y esperaba para entrar.
No es mi madre, no es mi padre,
No es mi madre, no es mi padre,
No es el diácono o mi jefe,
no es el diácono, no es mi jefe,
¿No se te ha ocurrido pensar cómo son escogidas las madres de hijos especiales?
“Exactamente”, responde Dios sonriendo. “¿Podría yo dar un hijo especial a una mujer
que no conozca la alegría? Sería una crueldad”.
“No quiero que tenga demasiada paciencia, pues de lo contrario se ahogará en un mar de
autocompasión y pena. Una vez superados el shock y el resentimiento, seguramente
tendrá éxito”.
Dios sonríe. “No importa. Puedo proveer. Esa mujer es perfecta. Está dotada del
egoísmo necesario”.
Nunca dará por cierta una palabra. No considerará nunca que un suceso es cosa
ordinaria. Cuando el niño diga “mamá” por primera vez, ella será testigo de un milagro
y será consciente de ello. Cuando describa un árbol o un atardecer a su niño ciego, lo
verá como pocas personas saben ver mi creación.
Le permitiré ver claramente las cosas que yo veo –ignorancia, crueldad, prejuicios-, y le
concederé elevarse por encima de esas cosas. Nunca estará sola. Yo estaré a su lado
cada minuto de cada día de su vida, pues estará haciendo mi trabajo infaliblemente
como si estuviera a mi lado”.
“¿Y para Santo patrono?”, pregunta el ángel, con la pluma levantada en mitad de
camino.
(Erma Bombeck)
5.6. EL CLAVO
Hacia medio día hizo una etapa en una ciudad. El palafrenero que había revisado el
caballo entregándole las riendas le advirtió un detalle:
“No importa - respondió el comerciante- para las seis leguas que me faltan no hace falta.
Tengo afán”.
A media tarde, el comerciante paró en una tienda e hizo dar una ración de avena a su
cabalgadura. El hombre encargado vino a decirle:
“No, -dijo el comerciante- , tengo mucho afán y la bestia soportará bien las dos leguas
que me faltan por recorrer”.
Volvió a montar y siguió su camino, pero poco después el caballo comenzó a cojear. No
cojeó mucho antes de comenzar a vacilar. No vaciló mucho antes de caer y partirse una
pata. Así el comerciante debió abandonarlo. Se echó la bolsa a la espalda, lo sorprendió
la noche cuando el camino se internaba en un bosque peligroso, dos malandrines lo
despojaron de todo y llegó a casa a la mañana siguiente, apaleado y malhumorado.
Al matrimonio no lo mantienen unido las cadenas. Son los hilos, centenares de hilitos,
que hay que tejer juntamente a lo largo de los años. Muchos hilitos “sin fuerza”. Pero
siempre estamos de afán y a menudo rompemos algunos.
Desde su ventana que daba a la plaza de mercado, el Maestro vio a uno de sus alumnos,
un cierto Haikel, que caminaba de afán, todo preocupado.
“No, Maestro”.
“Sí, Maestro”.
5.8. LA DEUDA
Un hombre muy rico tenía muchos deudores. Cuando ya tuvo muchos años de edad,
llamó un día a algunos de los que más dinero le debían y dijo: “Si no me pueden pagar
hoy todo lo que me deben y juran solemnemente que me pagarán sus deudas en la vida
futura, quemaré las letras de cambio que ustedes me han firmado”.
El primer deudor le debía una pequeña suma. Juró que en la vida futura aceptaría ser el
caballo del acreedor y lo llevaría en la grupa a donde quisiera ir.
El segundo deudor debía una suma más grande y prometió: “Yo estoy dispuesto a ser
en la otra vida tu buey. Tiraré el arado para arar los campos y tus carros de hierro y así
pagaré mi deuda”.
Por último llegó un hombre que tenía una deuda enorme: “Para pagarte mi deuda –dijo-
seré tu padre”.
El viejo se enfureció, cogió una vara y estaba a punto de golpear al deudor irreverente.
Decidir tener un hijo es contraer con esa persona la deuda más grande que pueda
imaginar la mente humana.
¿Hay algo más grande que decir a alguien que no existe: ‘De ahora en adelante
existirás, porque yo así lo quiero’? ”.
5.9. EL PROGRESO
Un explorador recorría las inmensas selvas del Amazonas en América del Sur.
Buscaba eventuales yacimientos de petróleo y tenía mucho afán. Los dos primeros días
los indígenas que había contratado como portadores se adaptaron al paso rápido y
ansioso que el blanco pretendía imponer a todos.
“Imposible”, repuso aquél, tranquilo. “Estos hombres han caminado con demasiado
afán, y ahora deben esperar a que sus almas los alcancen”.
Los hombres de nuestra época siempre andan más apurados. Y están inquietos,
trastornados y descontentos. Porque su alma se les ha quedado atrás y ya no logra
alcanzarlos.
5.10. LA ORACIÓN
“Querido Niño Jesús: Gracias por el hermanito que me mandaste… Pero lo que yo te
había pedido era un perro. Tuyo, Fabricio”.
Andrés tenía un solo gran deseo: una bicicleta. La bicicleta amarilla con todos los
accesorios que había visto en una vitrina de la ciudad. No podía quitársela de la
cabeza. Veía la bicicleta amarilla en los sueños, en el café en leche, en la figura de
Carlomagno que había en su libro de historia.
Pero la mamá de Andrés tenía que pagar muchas cosas y los gastos aumentaban cada
día. Cierto que no podía comprar una bicicleta costosa como la que se soñaba Andrés.
Andrés conocía las dificultades de su madre y por tanto decidió pedir la bicicleta
directamente a Dios. Por Navidad. Todas las tardes Andrés comenzó a añadir una
frase a sus oraciones: “Acuérdate de proporcionarme la bicicleta amarilla para
Navidad. Amén.”
Cada tarde la madre oía a Andrés orar para obtener la bicicleta amarilla y cada tarde
sacudía tristemente la cabeza. La madre sabía que Navidad sería un día muy triste
para Andrés. No estaría la bicicleta y el niño quedaría mortalmente desilusionado.
Por la tarde, el niños e arrodilló como de costumbre junto a su camita para hacer sus
oraciones.
“Oh, no, mamá. Yo no estoy bravo con Dios. Él respondió a mis oraciones. Dios dijo:
“¡No!”.
5.11. EL PROBLEMA
Un buen hebreo llegó corriendo a donde su rabino y exclamó: “Rabí, sucede una cosa
terrible. ¡Mi hijo quiere casarse con una cristiana!”.
El buen hebreo calló por un momento, confuso, pero luego dijo: “Todos vienen a ti con
sus problemas, pero tú qué haces cuando tienes un problema tan grande? ¿A quién te
diriges?”.
El misterio de la encarnación está todo aquí. Dios que dice: “¡También yo!”.
5.12. LEYENDA
Aki Gahuk había sido un poderoso jefe, envejeció, como todos, y cuando comienza esta
historia se había vuelto gruñón, canoso, vacilante y tembloroso.
Sus hijos eran adultos, casados, y habían abandonado a su padre Lo alimentaban de muy
mala gana. El viejo ya no podía moverse y los hijos le llevaban cada día las sobras de su
mesa. Y estaban contrariados porque seguía envejeciendo y no se decidía a morir.
Pero Aki Gahuk se apegaba obstinadamente a la vida. Pasaba sus días a la orilla del río,
sentado en una piedra ancha y plana. Meditaba, y su cabeza venerable ondeaba bajo los
reflejos del sol. La frescura del agua le hacía olvidar los dolores y su debilidad.
El tiempo pasaba. El viejo ya se quedaba siempre en la orilla del río. Sus hijos ya no
venían a buscarlo y sus sietecitos, cuando corrían al río para jugara la sombra de los
grandes árboles, le tiraban piedras.
Así habló Aki Gahuk sobre la asoleada orilla del río. Aki Gahuk el viejo no amado que
se hizo una coraza para no tener que sufrir más la sequedad del corazón de sus hijos y se
volvió feroz, porque no lo consideraban un hombre. Así nació el cocodrilo.
“La dureza de los viejos aguza los dientes de los jóvenes, la dureza de los jóvenes
vuelve cocodrilos a los viejos” (Proverbio de Borneo).
5.13. EL JURAMENTO
Algún tiempo después, los súbditos sorprendidos vieron al emperador que paseaba por
los jardines imperiales con su peores enemigos, riendo y charlando.
Claro que he acabado con ellos, -respondió el emperador-. ¡A todos los he hecho
volverse mis amigos!”.
Un hombre había decidido cuidar el pedacito de tierra frente a su casita, para hacer de
él un perfecto tapiz verde “al estilo inglés”. Dedicaba a su prado todos los ratos libres.
Casi había logrado su intento, cuando, una primavera, descubrió que en su prado
habían crecido unas matas de diente de león con brillantes flores amarillas.
Se precipitó a arrancarlas. Pero al día siguiente aparecieron otras dos flores amarillas
sobre el verde prado.
Desde aquel momento su vida se volvió una lucha contra las tenaces flores amarillas,
que cada primavera eran más numerosas.
Después de su muerte un hombre se presentó al Señor. Con mucho orgullo le mostró las
manos. “Señor, ¡mira cómo están de limpias mis manos!”.
El Señor le sonrió, pero con un dejo de tristeza le dijo: “Cierto, pero también están
vacías”.
El escritor ruso Dostoievskij cuenta la historia de una señora rica pero muy avara
que, apenas muerta, se encontró delante un diablo que la arrojó en el mar de fuego del
infierno. Su ángel custodio comenzó desesperadamente a pensar a ver si no existía
algún motivo que pudiera salvarla. Finalmente se acordó de un lejano acontecimiento y
dijo a Dios: “Una vez la señora regaló una cebolla de su huerto a un pobre”.
Dios sonrió al ángel: “Muy bien, gracias a esa cebolla se podrá salvar. Toma la
cebolla y ízala sobre el mar de fuego de modo que la señora pueda agarrarla, y luego
tira hacia arriba. Si tu señora permanece firmemente agarrada a su única obra buena,
podrá ser sacada hasta el paraíso”.
El ángel se alargó cuanto pudo sobre el mar de fuego y gritó a la señora: “¡Pronto!
Agárrate de la cebolla”.
Pero uno de los condenados se aferró a la orla de su vestido y fue elevado en alto con
ella; otro pecador se pegó del pie del primero y también él subió. Pronto se formó una
larga cola de personas que subían hacia el paraíso aferradas a la señora que subía
agarrada de la cebolla sostenida por el ángel.
La larguísima fila llegó a las puertas del paraíso. Pero como la señora era una avara
incorregible y en ese momento se dio cuenta de la fila de pecadores aferrados a su
vestido, gritó irritada: “¡La cebolla es mía! Sólo mía. Déjenme…”. En ese preciso
instante la cebolla se rompió y la señora, con todo su séquito, se precipitó de nuevo en
el mar de fuego.
Desconsolado el ángel custodio frente a las puertas del paraíso, quedó solo.
El sol de día, la luna y las estrellas en la noche se daban cita en el límpido espejo del
agua. Los sauces de la orilla, las margaritas y la hierba de las colinas temblaban de gozo
por aquel reflejo del cielo caído en la tierra, que transformaba aquel remoto rincón del
mundo en un pequeño paraíso.
Pero un día, graznando y aleteando, llegó a las orillas del estanque una bandada de
gordas y prepotentes ocas. Sus imperiosos “cua, cua” y sus robustos picos
revolucionaron el silencio y la paz del espejo del cielo.
Las ocas eran criaturas pragmáticas, no les interesaba el susurro del viento ni los
reflejos del agua limpia. Se lanzaron por decenas en el estanque y comenzaron a arar
con sus picos el fondo en busca de alimento. “Comer y engordar” era su eslogan.
Alborotaban, ensuciaban, hacían estrépito.
Plumas y chorros de agua volaban por todas partes. Cangrejitos, pececitos y todos los
animalillos que vivían en el laguito desaparecieron como por encanto en el voraz buche
de las insaciables ocas. El finísimo polvo depositado en el fondo, revolcado y removido
invadió el agua. Ramitas, hojas y algas que filtraban y retenían el agua en el laguito
fueron dispersadas.
Por la tarde, cuando el silencio volvió entre las colinas, la primera estrella buscó en
vano su casa en la tierra y la luna no pudo reflejar su rostro de plata sobre la tierra. El
estanque era sólo una extensión de fango maloliente y sin vida. El estanque había
muerto.
El viento llevó la noticia a las nubes y las nubes a las estrellas, a la luna y al sol. Entre
las hojas de los sauces lloraban los petirrojos y las alondras. En aquel rincón del campo
ya no volvería a reflejarse el cielo.
Una tarde, después de una cena a la cual fueron invitados algunos amigos, una madre
dice a su niña que recite la oración y se vaya a la cama. La pequeña obedece, de
rodillas junto al lecho trata de orar. Vuelve a decir las buenas noches. La madre:
“No, no puedo”.
“No puedo hacer silencio. No puedo oírlo. Todos ustedes hacen demasiado ruido”.
“Tú dices que el hombre que ha hecho todo el mal posible por cien años y antes de
morir pide perdón a Dios, obtendrá el renacer en el cielo. Si en cambio uno comete un
solo delito y no se arrepiente, terminará en el infierno. ¿Es justo eso? ¿Cien delitos
pesan menos que uno solo?”.
“Si tomo una piedrecilla así de grande, y la pongo en la superficie del lago, ¿se irá al
fondo o sobreaguará?”.
“¿Y si cojo cien piedras grandes, las pongo en una barca en medio del lago, se irán al
fondo o sobreaguarán?”.
“Sobreaguarán”.
“¿Entonces cien piedras y una barca son más livianas que una piedrecilla?”.
“Así, oh rey, sucede a los hombres. Un hombre puede haber pecado mucho pero se
apoya en Dios, no caerá en el infierno. En cambio el hombre que hace el mal así sea una
sola vez, y no recurre a la misericordia de Dios, se perderá”.
5.17. EN EL PATÍBULO
El día de las bodas, un príncipe hizo su entrada en la capital de su reino junto a su nueva
esposa.
Los dos esposos avanzaban en una espléndida carroza, mientras a los lados de la calle
dos alas de turba aplaudían.
El príncipe preguntó al juez si era posible anular la ejecución, como regalo de bodas a
su esposa.
“¿Entonces hay delitos que no pueden obtener perdón?”, preguntó la princesa con un
hilo de voz.
Uno de los consejeros del príncipe hizo notar que, según una antigua costumbre de la
ciudad, cualquier condenado podía rescatarse pagando la suma de mil ducados.
La princesa bajó e hizo una colecta entre pajes, caballeros y transeúntes. Hizo la cuenta
final: novecientos noventa y nueve ducados. Y nadie tenía un ducado más.
“Es la ley”, respondió impasible el juez e hizo señas al verdugo para que comenzara la
ejecución.
En aquel instante la princesa gritó: “Busquen en los bolsillos del condenado, quizás él
también tenga alguna cosa”.
El verdugo obedeció y de uno de los bolsillos del condenado saltó fuera un ducado de
oro. Exactamente el que faltaba para salvarle la vida.
En el corazón de cada uno se encuentra lo que basta para salvarle la vida. La bondad,
el amor, la felicidad en muchos son como pabilos apagados. Basta un pequeño fósforo
para encenderlos.
“Ni siquiera Dios es justo. ¿Porqué hace morir a los Armenios bajo las ruinas, por el
terremoto?” ¿Por qué hace morir de hambre a los niños en el Sudán? ¿Por qué se queda
mirando mientras talan las selvas tropicales? ¿Por qué? ¿Por qué?”. Lorenzo, 15 años
Caminaba por la playa al lado del Señor. Nuestros pasos se imprimían en la arena,
dejando una doble serie de pisadas: las mías y las del Señor.
Me vino la idea – era un sueño – de que cada uno de aquellos pasos representaba un
día de mi vida. Entonces me detuve me volví para mirar todas aquellas huellas que se
perdían a lo lejos. Y noté que por trechos, en vez de las dos series de huellas, había
solamente una.
Volví a mirar así todo el camino de mi vida. ¡Y oh sorpresa! Los trechos con una sola
serie de huellas correspondían a los días más tristes de mi existencia.
“Tú nos has prometido estar con nosotros todos los días. ¿Por qué no has cumplido tu
promesa? ¿Por qué me dejaste solo en los peores momentos de mi vida, en los días en
que tenía más necesidad de tu presencia?”.
El Señor sonrió:
“Hijo mío, mi pequeñín, no he dejado de amarte un solo momento. Las huellas que ves
solas en los días más duros de tu vida son las mías… ¡En aquellos días yo te llevaba en
mis brazos!”.
5.19. LA INVITACIÓN
El señor de un castillo dio una gran fiesta a la cual invitó a todos los habitantes del
poblado que estaba alrededor del castillo. Pero las cantinas del noble hombre, aunque
generosas, no habrían podido satisfacer la previsible y fuerte sed de un número tan
grande de invitados.
El señor pidió un favor a los habitantes del poblado: “Pondremos en el centro del patio
donde se tendrá el banquete un barril bien capaz. Cada uno traiga el vino que pueda y lo
echará en el barril. Todos luego podrán sacar y habrá bebida para todos”.
Un hombre del poblado antes de partir para el castillo se consiguió un odre y lo llenó de
agua, pensando: “¡Un poco de agua en el barril pasará desapercibida… nadie se dará
cuenta!”.
Cuando los primeros fueron a sacar del barril sólo salió agua.
Si estamos descontentos del mundo, es porque son demasiados los que llevan sólo
agua.
5.20. LA DIFERENCIA
Los cortesanos se pusieron alrededor de los dos caballos observándolos bien, pero no
descubrieron ninguna diferencia entre los dos animales que justificara un precio tan
diferente.
“Puesto que no comprenden ustedes la diferencia entre los dos caballos, será mejor
probarlos, de modo que ustedes puedan ver más claramente por qué tienen un valor tan
distinto el uno del otro”.
Los hizo montar de dos jinetes y los hizo dar algunas vueltas alrededor del patio del
palacio. Tampoco después de esta prueba lograron los cortesanos comprender la
diferencia de valor entre los dos caballos. Entonces el príncipe explicó:
“Ustedes habrán notado cómo mientras corrían, uno de los dos casi no dejaba rastro de
polvo tras de sí, mientras detrás del otro el polvo se elevaba abundante, como nubes. Por
esto es por lo que el primero tiene un valor doble al del otro, porque cumple su deber sin
levantar mucho polvo”.
En nuestra sociedad sin embargo hace carrera el que más polvareda levanta …
5.21. EL ESPANTAPÁJAROS
Una vez un jilguero fue herido por un cazador en un ala. Logró sobrevivir algún tiempo
con lo que encontraba por tierra. Luego, terrible y helado, llegó el inverno.
Una fría mañana, buscando algo para tomar con su pico, el jilguero se posó en un
espantapájaros. Era un espantapájaros muy distinto, gran amigo de urracas, cornejos y
volátiles varios.
Tenía el cuerpo de paja envuelto en un viejo traje de ceremonia; la cabeza era una
gruesa calabaza amarillenta; los dientes eran de granos de maíz; por nariz tenía una
zanahoria y dos nueces por ojos.
“Estoy mal, suspiró el jilguero. El frío me está matando y no tengo refugio. Para no
hablar de la comida. Creo que no veré la primavera”.
“No temas. Refúgiate aquí bajo el saco. La paja está seca y tibia”.
Así el jilguero encontró una casa en el corazón de paja del espantapájaros. Quedaba el
problema del alimento. Cada vez era más difícil para el jilguero encontrar bayas o
semillas. Un día en que todo tiritaba bajo el velo de la brisa, el espantapájaros dijo
tiernamente al jilguero:
El espantapájaros quedó sin boca, pero estaba contento de que su pequeño amigo
viviera. Y le sonreía con los ojos de nuez.
Luego siguieron las nueces que le servían de ojos. “Me bastarán tus cuentos”, decía.
5.22. EL ARCO
Un día el santo abad Antonio conversaba con algunos de los jóvenes que habían optado
por vivir como él en el desierto. Un cazador que estaba persiguiendo una presa se acercó
con deferencia.
Pero vio que el santo abad y los jóvenes que lo rodeaban reían alegres y sacudiendo la
cabeza los desaprobó con palabras ásperas.
El cazador lo hizo.
“Ahora lanza otra, luego otra, luego otra más…” continuó el santo varón.
El abad Antonio lo miró sonriendo: “Así pasa también en la vida espiritual. El camino
de Dios exige esfuerzo. Pero si nos esforzamos por encima de la medida, pronto
desfalleceremos. Por eso de cuando en cuando es justo recordar que también el Señor
descansó el séptimo día”.
Hoy acuérdate del arco. Y sobre todo, acuérdate del séptimo día.
En una aldea polinesia vivían dos hombres continuamente en guerra el uno contra el
otro. Al más pequeño pretexto estallaba una batalla. La vida se había vuelto
insoportable para el uno como para el otro. Pero también para toda la aldea.
Un día algunos ancianos dijeron a uno de los dos: “Después de haber probado todas las
soluciones, sólo queda una, y es que tú vayas a ver a Dios”.
“Nada más sencillo. Basta que subas allá arriba, sobre la montaña, y allí verás a Dios”.
Lo que Dios le dijo, nadie lo sabe. En todo caso, al regresar a la aldea ya no era el
mismo hombre.
Los ancianos dijeron: “Es mejor que también él vaya a ver a Dios”.
A pesar de su reticencia, lograron persuadirlo. Y también él partió para la alta montaña.
Excepto una sola: el hombre mismo. Porque el hombre ha sido creado a imagen de
Dios.
5.24. LA SOMBRA
El primer día de clases, en un lugar campesino, un niño caminaba hacia la escuela muy
temprano, acompañado de su madre.
El niño iba completamente absorto en los largos pasos de su enorme sombra proyectada
por el sol de la mañana, que lo hacía parecer y sentirse un gigante de treinta metros de
alto.
Miró al hijo fijamente a los ojos le dijo: “Hijo mío, no mires tu sombra por la mañana.
Mírala al medio día”.
Una zorra contemplando su sombra al salir el sol dijo: “Hoy al almuerzo me comeré
un camello”. Toda la mañana la pasó buscando camellos. Pero al medio día, volviendo
a ver su sombra, dijo: “Me dará lo mismo si me como un ratón”. (K. Gibran).
Una vez una princesa romana preguntó al rabino Jossi ben Chalafta: “¿Qué hace Dios
todo el día?”.
El buen rabino respondió: “Junta las parejas. Decide quién debe casarse con quién. Este
hombre para aquella mujer, esta mujer para aquel hombre, y así sucesivamente”.
“No es gran cosa – repuso la princesa. –Esto lo puedo hacer también yo. Puedo ajustar
miles de parejas en un solo día”.
Dijo: “¡Este debe desposarse con aquella, aquella debe ser la esposa de este!”.
Por la noche casi todas las parejas pelearon y se hirieron hasta sacarse sangre. Por la
mañana fueron a donde la princesa.
Uno tenía la cabeza rota, la otra un ojo morado, otro la nariz aplastada…
Entonces se oyó una voz del Cielo: “Tampoco para mí es cosa fácil”.
¡Nadie lo duda!
Una vez, en una aldea igual a muchas otras, comenzaron a suceder acontecimientos
extraños.
Los niños se olvidaban de hacer las tareas, los grandes olvidaban quitarse los zapatos
antes de ir a dormir, ya nadie saludaba a nadie.
Pero un lunes de mañana preguntó un maestro a sus alumnos: “¿Por qué no vinieron a
clases ayer?”.
“¡Ayer era domingo!” - respondieron los muchachos - . “Los domingos no hay clases”.
Se acercaba la Navidad.
Nadie lo sabía.
Dos amigos habían peleado: se habían insultado, hasta quedar roncos. “Ya no tengo
ningún amigo”, pensaba tristemente uno de ellos al día siguiente. Y no sabía qué hacer.
La aldea se volvía cada vez más gris y triste. La gente cada día se volvía más egoísta y
peleadora.
“Tengo la impresión de haber olvidado algo”, repetían todos.
Un día soplaba un fuerte viento por los techos, tan fuerte que movía las campanas de la
iglesia. La campana más pequeña sonó.
De improviso la gente se detuvo y miró a lo alto. Y un hombre gritó por todos: “¡Ya sé
qué es lo que hemos olvidado!. ¡Hemos olvidado a Dios!”.
Si hay todavía alguna esperanza en este mundo es solamente porque todavía resuena el
nombre de Dios. Millones y millones de personas depositan en este nombre los gozos y
los temores de su propia existencia. Es el único nombre que lleva sobre sí el peso de la
humanidad y que da un sentido a todo.
En una tierra lejana reinaba un príncipe que gustaba de hacer alarde de sus fabulosas
riquezas. Cada día se vestía de ropas recamadas de oro y raudales de piedras
preciosas. Después, pero siempre sólo por la mañana, cuando el sol le daba de frente,
en el rostro, y hacía brillar con mil resplandores iridiscentes sus vestidos, salía del
palacio real para recibir el homenaje de sus súbditos.
Pero un día el príncipe hizo su cabalgata a media tarde. Tenía el sol sobre las espaldas
y el joven soberano vio por primera vez su sombra. Era como una nube negra que no lo
abandonaba ni un instante.
No podía reinar donde estaba su sombra. Iría en busca de un país donde no hubiera
sombra alguna.
5.28. EL CAMPO
Un padre dejó en herencia a sus dos hijos un campo de trigo. Los dos hermanos
dividieron por igual el campo. Uno era rico y soltero, el otro pobre y con muchos hijos.
Una vez, al tiempo de la cosecha, el hermano rico daba vueltas en la cama de noche y
decía dentro de sí: Yo soy rico, ¿de qué me sirven todos esos silos? Mi hermano es
pobre, y necesita mucho trigo para su familia”.
Se levantó del lecho y fue a su parte de campo, tomó una gran cantidad de gavillas de
grano y las llevó al campo de su hermano.
Esa misma noche, su hermano pensó: “Mi hermano no tiene mujer ni hijos. Lo único en
que puede encontrar alegría es en sus riquezas. Se las voy a acrecentar”.
Se levantó, fue a su parte de campo y llevó una gran cantidad de gavillas al campo de su
hermano.
Cuando ambos por la mañana fueron a sus respectivos campos, se maravillaron de que
no había disminuido el trigo.
A las noches siguientes hicieron la misma cosa. Cada uno llevaba de su propio trigo al
campo del otro. Y cada mañana descubrían que el trigo no desminuía.
Pero una noche los dos hermanos con gran cantidad de trigo en los brazos, se
encontraron en el límite de los campos. Riendo cayeron en la cuenta de lo que estaba
sucediendo y se abrazaron.
Entonces oyeron una voz del cielo: “Este lugar en que se ha manifestado tanto amor
fraterno, merece ser escogido para que en él se edifique mi templo: el templo del amor
fraterno”.
Y en efecto, el rey Salomón escogió aquel lugar para la construcción del templo.
5.29. SEMEJANZAS
“¿Crees en Dios?”
El pobre hombre la miró largamente y luego respondió: “Sí, ahora creo en Dios”.
El hijo de un rey se enamoró, como sucede en las fábulas, de la hija del panadero, que
era pobre y bella. Y se casó con ella.
Por algunos años los dos esposos vivieron en plena armonía y felicidad. Pero a la
muerte de su padre, el príncipe subió al trono.
Los ministros y consejeros se apresuraron a hacerle entender que para la salvación del
reino debía repudiar a la mujer de pueblo y en cambio tomar por esposa a la hija del
poderoso rey vecino, asegurándose con este matrimonio paz y prosperidad.
“La seguridad del trono y de tus súbditos está antes que todo”.
Las insistencias de los ministros le hicieron cada vez más presión y al fin el joven rey
cedió.
“Te debo repudiar – dijo a su mujer -, mañana regresarás a donde tu padre. Podrás
llevarte lo que más quieres”.
Esa tarde cenaron juntos por última vez en silencio. La mujer, aparentemente tranquila,
seguía echando vino en la copa del rey.
Al final de la cena, el rey cayó en un pesado sueño. La mujer lo envolvió en una cobija
y se lo echó a sus espaldas.
Y la mujer le respondió sonriendo: “Me dijiste que podía traerme lo que yo tenía como
más querido. Pues bien, lo que yo más quiero en el mundo eres tú”.
“¡Luz a estribor!”.
“Está quieta, capitán”, respondió el vigía. Esto significa que el barco de guerra estaba en
vía peligrosa de choque con aquel barco.
El capitán ordenó al encargado de las comunicaciones: “Da señales a ese barco: estamos
en vía de colisión, te sugiero corregir la ruta veinte grados”.
Llegó como respuesta esta sugerencia: “Es aconsejable que sean ustedes quienes
corrijan el rumbo 20 grados”.
“Yo soy un marinero de segunda clase – fue la respuesta-. Más vale que ustedes corrijan
la ruta veinte grados”.
Entonces el capitán furioso. “Transmita: -gritó -: soy un barco de guerra: corrijan la ruta
veinte grados”.
“Jesús dijo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
5.32. LA LIMOSNA
Hace mucho tiempo en Inglaterra una mujercita envuelta en un vestido áspero recorría
las callejas de una aldea, tocando a las puertas de las casas y pidiendo limosna.
No tenía gran éxito. Muchos le dirigían palabras ofensivas, otros le echaban el perro
para hacerla huir. Alguien le echó en el regazo trozos de pan mohoso y papas marchitas.
Sólo dos viejecitos que vivían en una casita en las afueras del pueblo hicieron entrar en
la casa a la pobre mujer.
“Siéntese un poco y caliéntese”, dijo el anciano mientras la mujer preparaba una
escudilla de leche caliente y una gran tajada de pan. Mientras la mujer comía, los dos
ancianos le regalaron unas palabras y un poco de consuelo.
“Hoy –dijo la mujer – ustedes han recibido exactamente lo que ustedes me ofrecieron
ayer”.
Se quitó los vestidos rasgados que la cubrían. Debajo de ellos llevaba un vestido dorado,
atiborrado de piedras deslumbrantes.
Era la Reina.
Un rico llegó al Paraíso. Lo primero que hizo fue dar una vuelta por el mercado y con
sorpresa vio que las mercaderías eran vendidas a precios muy bajos.
Inmediatamente puso mano al portafolio y comenzó a ordenar las cosas más bellas
que veía.
En el momento de pagar entregó al ángel que hacía de vendedor, unos billetes de alta
denominación.
El ángel sonrió y dijo: “Lo siento, este dinero no tiene ningún valor”.
“Aquí vale solamente el dinero que fue regalado en la tierra”, repuso el ángel.
Una vez un ministro estaba sentado al borde de una fuente de ciudad. Por distracción se
resbaló y cayó dentro de la fuente. Algunos transeúntes se adelantaron y le ofrecieron la
mano diciendo:
“Déme la mano”.
“Amigos, nuestro ministro desde que nació sólo aprendió el verbo tomar, no conoce el
verbo dar”.
Los hombres a menudo confunden los verbos. Dios solamente conoce el verbo dar.
Vio que la vida de los hombres sobre la Tierra era una interminable procesión. Cada
cual caminaba con su cruz a cuestas. Lenta, pero inexorablemente, un paso tras otro.
Era un abismo: una ancha herida en el terreno, más allá de la cual comenzaba la “tierra
de la felicidad eterna”. Era una visión encantadora la que se veía más allá del abismo.
Pero no había puentes ni pasarelas para atravesar. Y los hombres pasaban sin dificultad.
Cada cual se quitaba su cruz de las espaldas, la apoyaba sobre los bordes del abismo y
luego pasaba por encima.
Las cruces parecían hechas sobre medidas: unían exactamente las dos orillas del
precipicio.
Pasaban todos. Pero él no. Había acortado su cruz y ahora le resultaba demasiado corta
y no alcanzaba a la otra orilla del abismo. Entonces se puso a llorar y a desesperarse:
“Ah, si yo hubiera sabido…”.
Se lamentó de ello a Dios: “¡Señor, después de tantos problemas era esto lo que me
faltaba!”.
Había una vez un pececito de oro que un buen día tomó sus siete talentos y se fue a
aguas lejanas a buscar fortuna. No había llegado muy lejos cuando se encontró una
anguila, que le dijo: “¡Hm!, Ven acá. ¿A dónde vas?
“Llegaste al punto preciso”, dijo la anguila. “Por sólo cuatro talentos te puedes comprar
esta magnífica y velocísima aleta, gracias a la cual viajarás a doble velocidad”.
“Ah, ¡qué negociazo!”, dijo extasiado el pececito de oro. Pagó, tomó la aleta y nadó más
velozmente que antes.
“La has encontrado, hijito”, le dijo la jibia. “Por un precio ridículo te vendo esta hélice.
Así viajarás todavía más rápido”.
El pececito de oro compró la hélice con el dinero que le quedaba y volvió a partir a
velocidad doble. Pronto llegó ante un gran tiburón, que lo saludó.
“La has encontrado. Toma este cómodo atajo”, le dijo el escualo indicándole su boca
abierta. “Así ganarás muchísimo tiempo”.
“Oh, ¡mil gracias!”, exclamó el pececito de oro y entró por las amplias fauces del
tiburón, donde fue digerido cómodamente.
El que no sabe bien lo que quiere, muy fácilmente acaba donde no habría querido
estar.
“No sé”, respondió el discípulo. “¡Debes peguntárselo a Dios! Ayer tarde yo estaba tan
cansado que le encomendé a él nuestro camello. Ciertamente no es culpa mía si escapó
o se lo robaron. Explícitamente le pedí a Dios que lo cuidara. Él es el responsable. Tú
me exhortas siempre a tener la máxima confianza en Dios, ¿no es verdad?”.
“Ten la más grande confianza en Dios, pero antes ata tu camello”, repuso el maestro.
“Porque Dios no tiene más manos que las tuyas”.
Sólo Dios puede dar la esperanza; pero tú puedes infundir confianza en tus hermanos.
Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar al otro a amar.
Sólo Dios puede dar la fuerza; pero tú puedes dar sostén a un desalentado.
Sólo Dios es la luz pero tú puedes hacerla brillar a los ojos de todos.
Sólo Dios es la vida; pero tú puedes hacer renacer en los demás el deseo de vivir.
Sólo Dios puede hacer lo que parece imposible; pero tú podrás hacer lo posible.
5.37. LA MANZANA
En medio e los demás, muy puntual cada mañana, llegaba también un silencioso
mendigo que traía al rey una manzana. Luego, siempre en silencio, se retiraba.
El rey, habituado a recibir otros diversos regalos, con un gesto un poco fastidiado,
aceptaba el regalo, pero en cuanto el mendigo volteaba la espalda comenzaba a burlarse
de él, imitado por toda la corte.
El mendigo no se desalentaba.
La cesta contenía todas las manzanas llevadas por el mendigo con gentileza y paciencia.
Y ya estaba que se derramaba.
Un día, el mico preferido del rey tomó una de aquellas frutas y le dio un mordisco, y de
inmediato la arrojó escupiendo a los pies del rey. El rey, sorprendido, vio aparecer en el
corazón de la manzana una perla iridiscente.
Inmediatamente hizo abrir todas las manzanas y encontró dentro de cada manzana una
perla.
“Te he traído estos regalos, señor, respondió el hombre, para hacerte comprender que la
vida te ofrece cada mañana un regalo extraordinario, que tú olvidas y botas, porque
estás rodeado de demasiadas riquezas. Este regalo es el nuevo día que comienza”.
Hoy no.
JEAN-FRANÇOIS MALHERBE
HOMICIDIO Y COMPASIÓN.
LA EUTANASIA EN ÉTICA
CLÍNICA
(Collection Interpellations; 8)
ISBN 2-89420-335-7
1. Eutanasia - Aspecto moral . 2. Etica médica. 3.Moral. 4. Coma - Aspecto moral. I.
Título. II. Colección
R726,M36 1996 179’.7 C96-940312-7
________________________________________________________________
A la memoria de
Georges Malherbe
y de
Aline Malherbe-Mathieu
mis padres,
ambos fallecidos
en el momento en que
J.-F.M.
INTRODUCCIÓN
Este libro no solamente trata de la soledad, la incertidumbre y la finitud, sino que invita
a aceptarlas como dimensiones normales de la vida moral. La incertidumbre es, por lo
demás, otro nombre de la libertad. Por tanto está íntimamente ligada a la ética. Puesto
que toda ética está compuesta de un intento del espíritu humano por tratar de conjurar la
incertidumbre y limitar la parte de ésta que necesariamente marca nuestra existencia, se
llegará, a medida que avanza el libro, a reducir el sentimiento que tenemos de estar
invadidos por la incertidumbre. Ella será, por así decir, “puesta en su sitio” y se
disminuirá su importancia.
Sin embargo, al final del libro, todavía estará ella presente. Y esta presencia aparecerá
invencible al mismo tiempo que más localizada, mejor identificada. La zona de
incertidumbre en la toma de decisiones humanas, se estrechará a partir de una reflexión
sistemática sobre nuestro compromiso personal en el razonamiento ético y en la forma
de resolver éticamente situaciones difíciles. Pero siempre quedará un resto con el cual
deberemos aprender a vivir. Y esta ausencia de certeza aparecerá finalmente como uno
de los lugares privilegiados en donde cada una y cada uno se sentirá llamado a la
compasión. De esta última, se dirá poco en el cuerpo del texto. Simplemente espero que
el lector percibirá su presencia en el cuidado que impregna la sucesión de los diferentes
capítulos. Sin embargo al final intentaré reunir en un breve cuadro sus rasgos más
característicos.
A los principiantes les parecerá a ratos difícil este libro. La reducción progresiva de la
incertidumbre en la decisión moral a la que tiende el libro, requiere el empleo de
herramientas teóricas cuya complejidad y carácter abstracto se acrecientan a medida que
avanzan los capítulos. En principio, todo lector que se dé el trabajo de pensar por sí
mismo lo que se le propone a lo largo de estas páginas, debe poder recorrer paso a paso
todos los capítulos y llegar metódicamente al final del libro.
Por el contrario, algunos lectores más avezados en las disciplinas filosóficas encontrarán
quizás un poco simplistas los primeros capítulos sobre las éticas de convicción y de
responsabilidad. Que nos perdonen el haber querido hacer la obra accesible a todos los
lectores motivados, sea cual sea su nivel inicial de cultura. Piensen que a todos
conciernen la muerte y la compasión. Quizás los dos últimos capítulos les darán algo
más sustancial para alimentar su reflexión.
* * *
Los casos narrados en el capítulo segundo todos están inspirados en situaciones reales.
No son ficciones inventadas “para las necesidades de la causa”. Soy testigo de casos
análogos o me han sido contados por interlocutores que estuvieron implicados
personalmente en tales casos. Sin embargo, para proteger el anonimato de las personas
implicadas, y al mismo tiempo permitir la publicación de estos casos con un objetivo
pedagógico, los elementos secundarios han sido maquillados, transformados o alterados.
Es probable que cada lector reconozca, a lo largo de tal o cual de los casos narrados, una
situación vivida o conocida por él. Las coincidencias, si se dan, serán el signo de que
estos diez casos esquemáticos escogidos entre centenares, son, creo yo, representativos
de lo que sucede en nuestra sociedad.
Así “maquillados”, los casos no pueden pretender servir de base a un trabajo inductivo.
Por tanto se ruega tomarlos por lo que son: herramientas pedagógicas destinadas a
ilustrar una finalidad esencialmente filosófica y no un material empírico que puede
servir de base a una investigación científica. Sin embargo sigo persuadido de que las
consideraciones de ética clínica que se desarrollan en esta obra forman una hipótesis de
conjunto muy plausible para comprender lo que está en juego en las prácticas del
cuidado y final de la vida. Y es precisamente esa la ambición de este libro, la de
proponer una tal hipótesis a la discusión crítica tanto de los filósofos como de los
servidores de salud.
Por lo demás, las preguntas que siguen a cada narración de casos no son mías.
Provienen de discusiones reales que se han tenido sobre estos casos con los agentes de
salud. Es decir que expresan probablemente mejor las preguntas del lector que las del
especialista de la ética. Se verá en los comentarios expuestos en los capítulos siguientes
cómo estos cuestionamientos se transforman cuando se emplean las herramientas de la
ética. No necesariamente se encontrará la respuesta detallada a cada una de estas
preguntas. El lector podrá al respecto ejercitar su propio sentido crítico e intentar
responderlas por sí mismo.
* * *
El esfuerzo de este libro consiste en tratar de desenredar las relaciones complejas entre
homicidio y compasión. Es una cuestión evidentemente compleja. Hay respuestas
hechas, que se pueden encontrar en ciertas obras partidistas. Pero si se quiere una
reflexión un poco en profundidad y llegar por sí mismo a fundamentar su propia actitud
respecto a este tipo de preguntas, es necesario recorrer un camino que exige cierto
trabajo sobre sí mismo, un esfuerzo. No solamente un esfuerzo intelectual para
comprender nuevas herramientas de reflexión -ciertamente hay una parte de esto- pero
sobre todo un esfuerzo de trabajo sobre sí mismo, es decir, un esfuerzo de
autotransformación a medida que se lee el libro.
El primer capítulo anuncia en cierta manera, bajo la forma de bosquejo, las tesis que se
defenderán a lo largo del libro. Se hará su lectura como un primer sobrevuelo del
paisaje antes de descender al terreno. Lo redacté sin ninguna pretensión de
argumentación, sino más bien con el interés de familiarizar al lector con los grandes ejes
de mi modo de pensar “en dirección hacia el final de la vida”.
La obra se termina con una discusión sobre los “cuerpos deshabitados”, expresión
metafórica con la cual designo metafísicamente lo que los médicos acostumbran llamar
los “estados vegetativos crónicos”.
* * *
Si la deontología me impone la más grande discreción para con los agentes de salud que
han participado en la elaboración de este libro, igual cosa sucede para con otras
colaboraciones igualmente preciosas. Igual gratitud va dirigida explícitamente:
a Liliane Rocray, quien redactó con un cuidado ejemplar las múltiples notas que han
servido de base para la escritura del libro;
a los miembros del Comité de ética del Carrefour des Chrétiens du Québec pour la
Santé, Huguette Chartrand, Michel Copti, Jean Desclos, Cécile Lambert et Louise
Pronovost, que han participado en la crítica y en la preparación del manuscrito;
a Loretta Rocchetti, médica en Trento, doctora en salud pública (bioética), cuya amistad
e inagotable experiencia en medicina familiar y su benevolencia crítica me han abierto
los ojos sobre muchos aspectos insospechados del sufrimiento de los agentes de la
salud;
a Gilles Voyer, médico y filósofo, director de los servicios profesionales del Hospital de
Youville de Sherbrooke, quien espulgó el manuscrito y me permitió enriquecerlo a
partir de sus numerosas y preciosas sugerencias;
* * *
Hago votos por que este trabajo contribuya a la lucidez y libertad de pensamiento de
cada uno de los lectores. E invito a entrar en contacto conmigo a todos los que sientan
este deseo. Sus reacciones, advertencias, críticas, y comentarios contribuirán
ciertamente a cultivar mi propia lucidez como también mi propia libertad de
pensamiento.
CAPITULO 1
Contrariamente a una idea muy comúnmente aceptada, no pienso que la medicina tenga
por finalidad luchar contra la muerte. Sostengo esta negación observando que todos los
pacientes terminan por morir, por lo demás, al igual que los médicos! ¿La medicina
entonces será un perpetuo fracaso? No lo creo en manera alguna. Simplemente porque
el objetivo de la medicina es mucho más que ayudarnos a vivir a pesar de las vicisitudes
de nuestros cuerpos y no pretender ayudarnos a evitar lo inevitable. Pero en la cercanía
de la muerte, cómo puede esta finalidad de vivir bien, inscribirse en la práctica de los
cuidados de la salud? La búsqueda de una respuesta es el destino de esta “Pequeña
filosofía de la clínica en el final de la vida”.
Se constata entre muchos agentes de salud de hoy y muy particularmente entre los
médicos, una especie de afán por evitar el encuentro concreto con la muerte.
Personalmente comprendo bien esta actitud aunque la juzgo injustificada. Comprendo
que los médicos eviten la confrontación con lo que ellos perciben como un fracaso. La
muerte de un paciente suyo despierta siempre en un médico sensible a lo humano
(¿?)una pregunta, un escrúpulo, una duda: “¿Habré hecho lo más posible? No es mi
competencia, mi percepción del paciente, mi estilo de trabajo lo que se pone en tela de
juicio con esta muerte?”.
Habría así dos maneras de evitar la hora de la muerte: intentar más o menos
obstinadamente retardarla, o resignarse y adelantarla. Por esto decía yo que el
encarnizamiento terapéutico y la eutanasia son tentativas simétricas para evitar la
confrontación con la hora de la muerte.
Pero hay una tercera forma de evitar esta hora. Es la más trivial, infortunadamente. Es la
conjura del engaño, el juego de la comedia, la estrategia de la negación, los ardides de la
hipocresía. Sin embargo, el engaño no aparece como tal desde el principio. Sucede a
menudo que son buenas intenciones las que conducen a situaciones de bloqueo
comunicacional. En ciertos casos inclusive sucede que todo el mundo está al corriente,
salvo el mismo interesado.
El encarnizamiento terapéutico
Pero dejar venir la muerte a su hora no quiere decir bajar los brazos en todas las
situaciones difíciles. El desarrollo de los cuidados intensivos a partir de los años
cincuenta muestra magníficamente la contribución de la medicina a la preservación de
la vida cuando todavía no ha llegado la hora de morir, y sin embargo la vida está
profundamente fragilizada. Los cuidados intensivos son útiles, es cierto. Pero la cosa no
siempre es visible a primera vista, porque si manifiesta su utilidad en un gran número de
casos, termina en fracasos, en otros siempre más numerosos de lo que quisiéramos. La
dificultad es que es raro que se pueda saber antes de ponerlos por obra si serán o no
útiles los cuidados intensivos en un caso dado!
Pero distingamos: ¿útiles para quién? ¿Para tal paciente en particular? ¿Para el conjunto
de los pacientes admitidos en cuidados intensivos? Para el conjunto de los pacientes, sí,
pues esto ha permitido ayudar a un cierto número a salir de ellos. Para el paciente
mismo, aparentemente no, en ciertos casos de fracaso frente a los cuales uno se
pregunta: “¿Valía la pena “perseguirlo” así?”. Aparentemente no, pues el paciente se
murió, pero en realidad sí, pues se le ha dado el máximo de oportunidades de salir
adelante. Se ha beneficiado, si no de una salida, por lo menos se le ha abierto una puerta
hacia una salida. No se le ha dejado caer. Se le abrió la puerta. El no pasó la puerta.
Pero si no se le hubiera abierto, evidentemente no habría podido pasarla. Finalmente, se
le ha preparado una posibilidad que él no pudo aprovechar. Pero su incapacidad (o su
capacidad) para aprovechar su oportunidad no podía ponerse en evidencia sino
ofreciéndosela. Rehusársela hubiera sido condenarlo.
Comprendo bien que después de un fracaso los allegados, los agentes de salud y la
familia, se pregunten si esto valía o no la pena. Esta pregunta expresa una emoción muy
legítima, evidentemente. Sin embargo, pasada la emoción más viva, viene una cierta
calma y se percibe con más facilidad que había que darle su oportunidad, aunque él no
haya podido aprovecharla.
Inclusive los moralistas más severos sobre este punto admiten que hay una proporción
por evaluar entre el beneficio potencial de cuidados excepcionales y la inversión
requerida para que la probabilidad del éxito no sea anulada inmediatamente. Se trata de
costos financieros, afectivos, sociales, etc., incluido el costo de las “persecuciones”
soportadas por los 99 pacientes que no saldrán de allí ni en un año. Mientras más
mejoran los resultados aritméticamente, más se acrecientan los costos
exponencialmente. Existe un punto en que hay que tener el valor de parar los gastos,
sobre todo los costos humanos, entre los agentes de la salud como entre los pacientes.
Actuar de otra forma sería sucumbir a la tentación cientista de la medicina, perder de
vista que ella es un medio empleado para un fin distinto de ella misma, perder de vista
que está en juego una persona y no solamente una máquina cibernética.
Muchos médicos comienzan a comprender esto desde el interior y buscan caminos para
desprenderse del cientismo de que su formación universitaria las más de las veces los ha
atiborrado. El único camino que conozco para alcanzar este fin es resolverse a
emprender un trabajo sobre sí mismos a fin de desenredar sus propias relaciones con el
sufrimiento y con la muerte. Esto rara vez se logra aisladamente. Cuando se ha hecho un
recorrido en esta dirección, se comienza a comprender desde el interior lo que
representa una enfermedad como vivida para uno mismo y por tanto también para el
paciente, y se enfoca de una manera diferente el papel del agente de salud. Así se pasa
de una concepción de la medicina como dueña técnica de la vida enferma, a una
concepción de la terapia que, cada vez que sea necesario, tomará a su servicio los
notables medios de la técnica biomédica. De ingeniero cibernética se pasa a ser
terapeuta.
De la estadística médica
Para un sujeto humano, en efecto, la enfermedad que lo afecta, por poca gravedad que
tenga, se presenta muy a menudo, así sea inconscientemente, como anunciadora de la
muerte y de los sufrimientos que la preceden. Es decir que toda enfermedad grave está
unida a una crisis. Este lazo puede o bien ser de consecuencia como de causalidad. La
enfermedad puede llevar al enfermo a una crisis existencial. Pero la crisis existencial de
un individuo cuando es negada, reprimida, reducida al silencio, termina las más de las
veces por exteriorizarse en la forma de enfermedad. Vivida como crisis o respuesta a
una crisis, la enfermedad es siempre un acontecimiento dramático que plantea la
pregunta sobre el sentido y el sin-sentido de la existencia.
Cuidados paliativos
Evidentemente quedan los casos poco frecuentes, pero más numerosos de lo deseado (2
a 3% según las fuentes más confiables), en los cuales los cuidados paliativos y las
terapias del dolor son ineficaces. ¿Qué hacer en estos casos límites?
En principio la respuesta es clara: frente a una situación en que, cualquier cosa que se
haga, incluida la abstención de actuar, se llega a un resultado éticamente inaceptable,
hay que tener el valor de provocar deliberadamente la salida menos indeseable. Es la
llamada regla del mal menor. ¿Es ella apropiada para el final de la vida? No veo cómo
podría rehusarse la aplicación si se acepta por otra parte la guerra justa y la legítima
defensa. “No es que el moribundo deba ser considerado como un agresor. No lo es; sin
embargo, no deja de amenazar, puesto que lo que le sucede subraya el hecho de que
también nosotros vamos a morir. Por esta analogía entre el estado desesperado del
enfermo por una parte y por otra, la guerra justa o la legítima defensa. Se sabe por lo
demás que estas últimas no son lícitas sino cuando son salidas consideradas como el mal
menor. El mismo juicio crítico debería por consiguiente aplicarse en los dos casos.”
Si, pues, en caso de fracaso flagrante de los cuidados paliativos, la conciencia moral se
persuade, con toda la lucidez crítica, de que no hay otra salida positiva a la situación y
que la salida menos negativa es una eutanasia, aunque ella implique un homicidio, me
parece que nadie va a condenar la transgresión así cometida. Sin embargo se observará
que las dos condiciones que definen las situaciones sin salida moral son en extremo
restrictivas: ausencia de salida positiva y demostración de que la salida que se intenta es
la menos desfavorable. Es raro, a mi modo de ver, que estas dos condiciones se llenen,
pero no puedo excluir que esto pueda suceder.
Pero por otra parte, declarar que la vida no es sagrada no es entregarla a la arbitrariedad.
Todo lo contrario, la vida debe ser respetada por el hecho de que por ella nos vienen
todos los otros bienes. Me opongo pues a toda trivialización de la eutanasia. Pienso que
no hay que cambiar la Ley para poder expresar nuestra compasión de manera
responsable, inclusive frente a un grave fracaso de los cuidados paliativos. Por lo
demás, temo que una liberalización de la eutanasia a la holandesa ejerza una presión
inconfesada sobre personas ancianas o impedidas, que, sabiendo lo que le cuestan a la
sociedad o a la familia, terminarían por pensar que su deber cívico o familiar sería pedir
la eutanasia. Mientras la Ley lo prohiba, esta presión no es posible. Otra cosa es que
alguien que así lo ha decidido, pida que se le ayude. Para responder a una tal petición de
ayuda, no es necesario cambiar la Ley. Más bien se asumirá el riesgo, como lo
demostraré en los próximos capítulos, de empeñarse sometiendo su intención de actuar
a la discusión inter-subjetiva.
El concepto de “suicidio asistido”, es un saco vacío, polvo arrojado a los ojos del
público, lanzado por los que quieren legalizar la eutanasia sin decirlo. A mi juicio, no
debería plantearse la modificación de la prohibición del homicidio en su forma jurídica
porque es uno de los tres pilares de la humanización de lo humano. Más bien se debería
tratar de reconocer otros dos puntos: por una parte, que no toda eutanasia es
necesariamente un homicidio (en el caso de una re-sincronización de los muertos
biológica y metafísica), y por otra, que ciertos homicidios, en casos muy particulares,
pueden eventualmente ser legitimados a título de mal menor. Si se aceptan estos tres
puntos, aparece con evidencia que los argumentos sobre el “suicido asistido” son a la
vez sofismas y superfluos.
Sofismas porque el acto que ha producido la muerte es, o bien un acto del mismo
muerto, caso en el cual se trata de un suicidio (sin asistencia), o el acto de otra persona,
caso en el cual se trata de un homicidio (por petición eventual del “beneficiario”). O
bien es el individuo mismo quien realiza el gesto en su propio beneficio, y entonces es
suicidio, o bien es el otro quien lo realiza y entonces es homicidio, eventualmente no
criminal, eventualmente con circunstancias atenuantes, etc. Pero es homicidio. La
cuestión de saber si este homicidio es justificable o no, es otro asunto. El otro no tiene el
derecho de instrumentalizarme en su propio suicidio, y yo tengo el derecho e inclusive
el deber de resistir a esta instrumentalización. Yo no podría ayudarle a realizar su
proyecto a no ser que yo mismo esté convencido, como él intenta persuadirme, de que
esta es para él la mejor (o la menos mala) solución. Pero en este caso, ayudarle a
realizar su proyecto sería cometer un homicidio reflexionado y no necesariamente
inmoral. Esto sería lo que me quedaría por demostrar en el tribunal que, dado el caso,
me pidiera cuentas.
Decidir en la incertidumbre
Creo que no hay nunca solución integralmente positiva en tales casos. Las decisiones de
este tipo se toman siempre poniendo en balance lo positivo y lo negativo. Es lo propio
de la decisión en las situaciones sin salida moral: siempre existe lo negativo; inclusive
cuando se tiene un cuidado extremo para adoptar la mejor opción, ésta a menudo no es
sino la menos mala.
Aquí se presenta un trabajo por realizar entre los agentes de salud para distinguir
claramente el hecho de que siempre habrá aspectos negativos en el oficio. La ética no
nos pide rehusar lo negativo; nos invita a reducir al mínimo lo negativo y llevar al
máximo lo positivo. Estas decisiones siempre se toman con base en conocimientos
relativamente inciertos y evolutivos: los pacientes evolucionan rápidamente a veces y
también las técnicas.
De estas incertidumbres no hay razón alguna que se pueda sacar para justificar nuestras
culpabilidades. Se las puede sentir ciertamente, mas no justificar. No podemos sino
aceptar esta incertidumbre y no tenemos por qué sentirnos culpables de ella. Por el
contrario, si no hemos hecho todo lo posible para reducir al mínimo lo negativo, por
reducir las incertidumbres, entre ellas por intentar saber algo un poco menos incierto, o
por trabajarnos a nosotros mismos a fin de aceptar nuestra incertidumbre y nuestra
finitud, entonces quizás se deberá asumir una culpabilidad justificada. Nuestra falta
ética puede estar en nuestra falta de trabajo sobre nosotros mismos para aprender a
vivir con nuestra incertidumbre, pero no en nuestra incertidumbre misma, la cual está
radicalmente ligada a nuestra condición humana. La ética puede ayudarnos a situar
correctamente nuestras eventuales culpabilidades. Por lo demás es esto lo que subraya la
distinción clásica en ética médica entre obligación de medios y obligación de
resultados. Jamás un médico está obligado a alcanzar lo imposible. Pero siempre está
obligado a poner en obra toda la competencia que su posición profesional hace creer que
él posee. Las falsas representaciones en este aspecto son las culpables, y no los fracasos
cuando son inevitables.
Es verdad que nos da miedo explorar nuestras culpabilidades para tratar de discernir las
fundadas y las que no lo son. La razón de este miedo sin duda se ha de buscar en otro
temor: el de tener que aceptar lo que no puede cambiarse, lo que no depende de
nosotros, como también el de tener que reformar lo que debe cambiarse y que depende
de nosotros.
Afectividad y racionalidad
La afectividad no es necesariamente parásita de nuestras decisiones. Lo que nos pone en
movimiento, en definitiva, son más nuestras emociones que nuestras teorías. Pero a
menudo existen en las discusiones sobre la vida y la muerte aspectos no
desembrollados que interfieren y a propósito de los cuales cada uno y cada una maneja
su propio vocabulario, matiza sus emociones y finalmente no entra en discusión con los
demás. Esta no es una buena manera de tomar una decisión. Nunca podemos poner entre
paréntesis la historia de la persona que somos nosotros mismos. Si mi abuela murió en
condiciones muy dolorosas para ella y su entorno y yo mismo he vivido mal su muerte,
nadie jamás podrá impedirme revivir este malestar frente a una dama de la misma edad
que está a punto de morir.
Solamente por medio de un trabajo sobre mí mismo llegaré a reconocer que estas
experiencias pasadas siempre están presentes, y que yo siempre tengo la tendencia a
proyectarlas en las nuevas situaciones que se presentan. El saber que es así, puede
ayudarme a no reducir la señora que está allí delante de mí al recuerdo que tengo de la
muerte de mi abuela. Puedo asumir mis emociones de hace tiempo, hacerlas mías para
en adelante no ser su víctima ni hacer a otros víctimas de ella. Podré entonces apoyarme
en la fuerza de esta emoción que retorna por analogía, para encontrar la energía para
resolver en forma feliz el caso que tengo delante. Se trata de un trabajo sobre sí mismo
que busca integrar positivamente la afectividad en la toma de una decisión racional.
También existen otras formas de afectividad, como las relaciones entre los miembros de
los equipos de servidores de salud.
Evidentemente no es posible pasar la propia vida sin hacer más que hablar de los
pacientes. Pero en un equipo que tuviera el hábito de dialogar cada vez que esto no es
imposible, o, en el caso contrario, proceder al análisis retrospectivo de los casos
registrados en las urgencias, me parece que se llegaría a crear una especie de costumbre
de equipo, una cultura compartida, un hábito, una visión común de las cosas. En este
caso, ya no sería necesario reunir el equipo cada vez para tomar una decisión. La visión
de base estaría suficientemente bien establecida y compartida para alimentar relaciones
de confianza y de colaboración positiva entre los miembros del equipo.
Precisamente es lo que los filósofos llaman un ethos, una manera de habitar juntos
armoniosamente en la casa. Un tal ethos puede constituirse a base de discusiones a lo
largo de las cuales un equipo trata de discernir a quién se corre el peligro de matar, a
quién de instrumentalizar y en qué hay riesgo de mentir en tal o cual situación; y esto
esforzándose por imaginar cómo respetar estas tres prohibiciones de manera creativa en
el trabajo del equipo. Así mismo cómo superar los conflictos de valores cuando
parecería por ejemplo necesario mentir para no matar.
Una vez establecido el ethos, bastaría reunir el equipo cuando se trate de tomar una
decisión fuera de lo ordinario, una decisión que se saliera de la tradición del equipo.
Pero una tradición, es decir, lo que es transmitido en un grupo a través del tiempo, es
una cultura viviente que conoce una especie de metabolismo. Hay que alimentar una
tradición para que ella no muera. Es preciso que ella digiera las novedades, que asimile
lo que le conviene y rechace lo que podría envenenarle la vida. En pocas palabras,
reuniones de diálogo y de puesta al día son necesarias a intervalos regulares para que el
ethos del equipo permanezca viviente y fecundo, que permanezca en perpetua
adaptación a los nuevos pacientes, a los nuevos agentes de salud, a las nuevas técnicas,
a las nuevas enfermedades, etc.
Un ethos siempre puede ser cuestionado. No hay nada perfecto. Pero por lo menos
cuando se esta presionado, cuando hay urgencia, se dispone de un sistema de balizas
ratificado por el equipo, sistema que puede guiar la decisión y garantizar la
colaboración.
Verdad y mentira
- al responder, nunca mentir porque esto sería deshumanizar al paciente (pero no mentir
no quiere decir necesariamente abrumar al paciente con una verdad insoportable);
- tratar de terminar cada una de las respuestas (eventualmente parcial) con una
invitación discreta dirigida al paciente, a hacer la pregunta siguiente. En efecto, nadie
sabe mejor que el paciente mismo lo que él es capaz de soportar.
Dominio y compasión
Pienso que hay que tener el valor de ir hasta el final en el buen uso de las ciencias y de
las técnicas biomédicas y reconocer que cuando no se puede más nada proporcionado
para un paciente, nos resta evitarle el perseguirlo más de lo justo. Nos queda no
proseguir cuidados que ya no tendrían otro sentido sino el de consolarnos de nuestra
propia impotencia, pero que ya no son de ninguna utilidad para estos semejantes
nuestros irrecuperables. Conviene suspender los cuidados con dignidad, es decir,
permitirles detener su ciclo biológico de la manera más apacible que se pueda. Yo
aceptaría que esto se llame eutanasia puesto que se trata de ayudar a morir
apaciblemente. Pero no considero esto como homicidio puesto que la persona ya está
muerta. No todas las eutanasias son homicidios. Es una eutanasia porque se administra a
esta persona un cocktail lítico. Es un gesto de humildad que consiste en no privar de su
muerte biológica a un cuerpo que ya no está habitado por una persona. Se trata de
ayudar a la muerte biológica para que siga a la muerte metafísica, como lo mostraré en
el último capítulo.
Pero pienso también que no se puede dominarlo todo. Si se puede hacer algo para llegar
a este equilibrio y a esta armonía que todos deseamos, parece negligencia o
incompetencia el no hacerlo. Pero sin duda también hay que poder aceptar que la
realidad nos escapa en parte. Debemos hacer lo que es razonable para humanizar la
muerte, pero no culpabilizarnos si la muerte se nos escapa. Nuestra condición es no
poder controlar la muerte en todos sus aspectos. Conviene no perder de vista esta
expresión de nuestra finitud. Por mi parte, de ninguna manera se trata de desconocer los
esfuerzos emprendidos para humanizar la muerte. Pero la ética nos desliga de nuestras
misiones imposibles, especialmente respecto a la muerte.
Pero una tal filosofía de los cuidados exige de los y las que pretenden ponerla en
práctica cualidades particulares que vale la pena evocar brevemente. Enumero tres
principales de entre ellas:
1. Aceptar que uno mismo sufre de la insuperable diferencia entre el cuerpo que
se tiene y el cuerpo que se es. Esto quiere decir aceptar la angustia inherente a
toda existencia humana, nombrarla, domesticarla, e inclusive servirse de ella
como una energía cuya fuerza considerable puede llegar a ser creadora en vez de
ser destructora. Esto significa igualmente, por lo menos para los ejecutores de
los cuidados intensivos, aceptar de antemano un doble fracaso del combate
contra el sufrimiento y la muerte: el fracaso de la muerte del paciente y el
fracaso de la muerte del agente de salud. Para decirlo en términos más positivos,
se trata de hacer su duelo de una concepción cientista de la medicina según la
cual ella tendría por finalidad vencer el sufrimiento y la muerte. Una tal tarea
está tan fuera del alcance, que más vale volverla a derrumbar y considerar más
modestamente la finalidad de su oficio de clínico como el de ayudar a sus
pacientes a vivir con placer el cuerpo que ellos son a pesar de las vicisitudes del
cuerpo que ellos tienen.
2. Reconocer que uno tiene necesidad de sus pacientes para vivir, para llegar a
ser uno mismo. Y no solamente para “ganarse la vida y conseguir una posición
social de valía. Hay un verdadero placer en atender enfermos que puede ser muy
profundo y perfectamente legítimo: el placer de una resonancia entre la
búsqueda del equilibrio personal guiado por el clínico y la que él trata de
acompañar en su paciente. En un sentido, el paciente es una especie de
mediación en el trabajo interior del clínico. Saber testimoniar discretamente a
sus pacientes el reconocimiento por la confianza que ellos le depositan, es una
cualidad apreciable para un clínico.
3. Haberse dejado educar el oído para captar la crisis existencial del paciente a
través de las palabras que expresan su pregunta. Pero al mismo tiempo, haberse
dejado educar la boca para no hablar nunca demasiado pronto, para nunca forzar
ni la puerta ni el ritmo del paciente. Aceptar que no se es ante todo
científicamente eficaz a cualquier precio. Saber esperar el momento oportuno
evitando al paciente catástrofes previsibles y evitables. Es un gran arte el de
dejar la iniciativa al otro.
Evidentemente, estas no son cosas que se puedan aprender en los libros. Vivir su oficio,
su vida de familia y tratar de vivir plenamente la vida de una vez, no obsta para dejarse
ayudar en los momentos más difíciles por otros más avezados en este camino, he ahí
cómo se pueden cultivar en uno mismo cualidades eminentes.
CAPITULO 2
Primer caso - Teresa, o el temor de perder el control (Experiencia personal del autor)
Una señora anciana, a quien llamaremos Teresa, tenía 93-94 años; estaba agotada;
postrada en cama, en su casa en un pequeño poblado de la provincia italiana de
Toscana. Su hija habitaba en el mismo inmueble; por tanto no estaba sola.
Teresa era una sabia mujer profesional que conocía muy bien el ambiente médico
italiano. Sabía que era el final. Gozaba de todas sus facultades mentales, plenamente
lúcida. Esta mujer me había enseñado mucho acerca de la ética médica, al contarme
situaciones que ella había vivido en el tiempo en que los alumbramientos se realizaban
en la casa. Era una mujer muy voluntariosa que había educado por años a una hija
impedida mental. Como nunca había querido estar separada de ésta, se había ocupado
de ella con mucha consagración a lo largo de toda su vida.
Tomo la orden y miro: era un tranquilizante que yo conocía algo: tomado en altas dosis
podía tranquilizar sólidamente e inclusive en forma definitiva. Me pregunta si quiero ir
a la farmacia a buscar el producto en cuestión; como existía una orden firmada por un
médico, todo estaba en orden. Yo le respondí: “Sí, claro”.
Entré nuevamente donde ella con el frasco del medicamento. Ella me dijo en son de
chiste: “No las irás a colocar ahora encima del armario; si no, no podré servirme de
ellas!”. Le respondí: “No, se las dejaré al alcance de la mano; también voy a traerle una
botella de agua y un vaso. Si quiere, voy a llenárselo, pero no me pida más”. Esto fue lo
que yo hice.
Preguntas
Había todo un manejo alrededor de este personaje, pues se había puesto en marcha un
juego de tape y tape un tanto extraño entre su amante y su hermana, que lo visitaban
alternadamente. Mantenía con su hermana una bella relación de confianza y ésta sabía
muy bien en qué iba él en su enfermedad, porque hablaban entre sí de la misma. Ella lo
sostenía y venía a menudo a verlo. Ella sabía evidentemente que él era homosexual,
pero no le conocía a su amante, ni éste la conocía a ella.
El vivía en la capital, también su amigo, pero su hermana vivía muy lejos en provincia.
Eran gente de buenos recursos económicos y su hermana había decidido alquilar una
pieza cerca del hospital el tiempo que fuera necesario para estar cerca de su hermano.
Sobre la existencia del amante jamás se habían comentado hermano y hermana; pero el
equipo había terminado por comprender que no convenía que la hermana y el amante se
encontraran. Había algo no resuelto en la vida de este señor: su homosexualidad no era
conocida públicamente. No había sido tenido en la ciudad como homosexual sino más
bien como celibatario. Además tenía muchas amigas y gozaba de una vida social muy
activa. Pero una vez que alguien tiene SIDA, los amigos ya no van a visitarlo; por tanto
estaba muy aislado, excepto de su hermana y su amigo.
Al cabo de un tiempo -lo cual por lo demás estaba previsto por el equipo médico, dado
su estado y los diferentes síntomas- su SIDA evolucionó en forma significativa
principalmente sobre el plano neurológico, y sus facultades intelectuales comenzaron a
deteriorarse. El se dio cuenta, pues era lúcido y no se hacía falsas ilusiones, de que sus
facultades intelectuales de lucidez y de sentido crítico tenían eclipses.
Luego fue notando que estos eclipses eran cada vez más largos y más frecuentes. El
mismo llegó a medir en gran parte, intuitivamente y con su reloj, que no se acordaba de
lo que había sucedido en las últimas cuatro horas, por ejemplo. Pero por lo demás tenía
momentos de lucidez crítica muy fuertes durante los cuales podía tener una agradable
conversación con quienes lo atendían a su alrededor, mientras en otros momentos estaba
completamente ido, no a causa de los medicamentos, sino más bien a causa de la
evolución de la enfermedad que atacaba su cerebro, el cual comenzaba a desconectarse
parte por parte.
Un día dijo a las enfermeras: “Esto es espantoso, mis facultades mentales tienen eclipses
cada vez más largos y más frecuentes y ya no lo soporto” Como llevaba el diario de su
enfermedad, sufría más al verse degenerar en esa forma. En verdad no sufría grandes
dolores, sino un gran sufrimiento moral al verse como el espectador de su propio
derrumbamiento. Y espectador impotente. Entonces fue cuando dijo a las enfermeras:
“Ya no puedo soportar esto, ya no puedo soportar este espectáculo; y puesto que los
eclipses se hacen cada vez más largos y más frecuentes, yo preferiría que el eclipse
fuera total. ¿Pueden ustedes hacer algo en esto? Pedía que se le librara de este
espectáculo; había dicho claramente: “no les pido que me maten” o “háganme dormir”.
La pregunta que se planteaba entonces al equipo sanitario era muy clara: ¿se iba a
aceptar hacerlo deslizarse en un sueño del cual no volvería a salir?
En este hospital el equipo sanitario se reunía semanalmente para discutir casos; a esta
reunión asistía yo en calidad de ético. Así pues, se vino a discutir el caso de Antonio,
que provocó un enorme debate en el equipo. Unos decían: “No se puede hacer nada,
porque, si se hace algo, es matarlo, y aquí estamos para cuidar; no para matar”. Otros
decían: “Sí, de acuerdo, no estamos para matar, pero, por otra parte, estamos para
mitigar el sufrimiento, y en realidad más bien estamos mitigando el dolor, lo cual no es
igual”.
Al punto esto suscitó un gran debate entre farmacólogos y psicólogos para saber la
diferencia entre dolor y sufrimiento, y ver si existe en realidad distinción entre los dos.
Intervine desde un punto de vista filosófico en este debate y al final se quedó de
acuerdo en que el dolor es más un fenómeno físico que responde a un medicamento de
la familia antálgica, en tanto que el sufrimiento es más existencial que físico y responde
a ansiolíticos en parte o también a la desconexión. El sufrimiento no se trata con
antálgicos, mientras que el dolor sí. Se pueden discutir estas distinciones; pero de todos
modos esta fue la distinción que se hizo en el momento de la discusión. Todo el equipo
estuvo de acuerdo para decir que si este señor sufriera grandes dolores, en buena ética
médica se estaría autorizado para administrarle medicamentos contra el dolor en dosis
suficientes para que no sintiera más su dolor, aunque la consecuencia indirecta tuviera
que ser el abreviación de la vida. Pero, ¿cómo ayudarle frente a su sufrimiento?
Preguntas
3. ¿La petición del paciente debe servir de criterio para la acción del agente de salud?
4. Si, en lugar de ser simpático y seductor, este señor hubiera sido tan insoportable
como Hubert cuya historia se narra en el caso 10, ¿esto habría hecho cambiar en algo
la decisión?
Isolda era una mujer muy hermosa, suiza-alemana a quien un día se le declaró un
cáncer en la cara (de la piel). Este cáncer fue tratado primero por largos años con
gran precisión, con la mejor medicina que se podía encontrar en Europa. Se había
logrado exitosamente dominar durante largos años la evolución del mal y nadie se
había dado cuenta de nada. Isolda conocía su estado, pero nadie de su alrededor
estaba al corriente del asunto. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, la enfermedad
comenzó a invadir el rostro: primero fue una quijada, luego alrededor de la boca,
después una parte de la nariz, y ahora las deformaciones tumorales se acercaban a los
ojos. Ya no quedaba nada por intentar pues se había hecho todo. Los tratamientos
habían logrado retardar los efectos visibles durante 7 años, lo cual ya era enorme, e
Isolda había apreciado mucho estas remisiones que le habían procurado alegrías para
su vida. Pero frente a la enfermedad que ahora le deformaba el rostro esta mujer ya no
soportó más.
Según el médico que la había tratado durante todos estos años, y que me contó el caso
después de su muerte, ella no era vanidosa ni superficial. Era una persona muy
reflexiva, muy organizada, y orgullosa de su belleza. Ya no podía serlo, pues no
soportaba elmirarse en un espejo. Ya nadie venía a verla, comenzaba a sentir su propio
hedor de descomposición; ya no se atrevía a tocarse, no se atrevía a mirarse ni
sentirse. Esto es demasiado impresionante... Entonces fue cuando ella pidió al médico
la eutanasia.
El médico le respondió: “¿Pero por qué no se suicida Usted? Pues yo como médico
estoy para cuidarla, no para matarla; comprendo su situación, que es absolutamente
insoportable, pero ¿por qué quiere Usted que sea el médico quien la mate? En la
posición social que Usted ocupa cualquiera de sus familiares o amigos podría
ayudarle. Usted tiene muchos amigos médicos que no se relacionan con Usted en
cuanto médicos; pídales que le proporcionen lo necesario y desembarácese Usted
misma. ¿Por qué quiere que sea yo quien actúe y no Usted?
Ella le respondió que precisamente ella quería que fuera él, porque quería que la
medicina reconociera su impotencia; que esto le parecía mucho más justo. Ella había
reflexionado mucho en el asunto y no era precisamente que ella tuviera ansias de
morir... Ella hubiera querido tener una medicina todopoderosa, y puesto que la
medicina no lo era, no le correspondía a ella pagar el castigo. En cierto modo, la
medicina tenía que reconocer su impotencia y a ella el aceptar ser la víctima de una
impotencia médica; pero ella no le quedaba más que cargar con las consecuencias.
Visiblemente, este argumento había conmovido mucho al médico, el cual había vuelto
en repetidas ocasiones a donde ella para conversar de nuevo sobre todo esto. Un día el
médico le propuso un compromiso que Isolda aceptó. En acuerdo con ella convocó a la
prensa y la televisión delante de las cuales ella explicó que pedía al médico la
eutanasia. Se armó un gran ruido alrededor de este acontecimiento y, finalmente, el
médico aceptó practicarle la eutanasia. Un día, a una fecha y hora convenidas, vino a
presencia de la prensa; habló con ella. Le expresó nuevamente toda su admiración por
su valor y por su determinación. Le recordó que ella había sido una gran Dama.
Luego, la paciente transmitió dos o tres mensajes para la familia y los amigos antes de
decirle: “Ya es hora, doctor, si Usted tiene el valor de hacer lo que dijo”. El médico la
inyectó y veinte minutos después ella estaba muerta.
Preguntas
1. ¿Qué papel viene a hacer la prensa en este asunto?
Se trata de un señor de unos 65 o 66 años, que sufre de deficiencia del sistema renal y al
cual se trata con diálisis; lo cual quiere decir que tres veces por semana acude al servicio
para enfermedades renales para una purificación de la sangre. Al mismo tiempo
Roberto ha sufrido ciertos problemas de orden psiquiátrico aunque no del todo
peligrosos, como confusión, etc. Es rechazado por su familia, a la cual no ha visto desde
hace mucho tiempo. Hace años que vive solo. Desde hace 2 años está residiendo en el
servicio de psiquiatría del hospital. No está internado; tendría el derecho de salir, pero
ya no tiene mucha facilidad de movimientos y nadie viene a buscarlo para salir.
En este momento el equipo de psiquiatría intentó tener un diálogo con él para saber si
efectivamente él quería todavía ir a diálisis o no; pero entonces él ya no podía hablar.
Todavía comprendía, al parecer. SE le escribía entonces en un papel: “diálisis?” y él
respondía a veces: “sí”, y a veces “no”. Su estado empeoraba, pero él estaba aún
consciente. Al cabo de un tiempo, los dos equipos reunidos en discusión estimaron que,
a menos que él quisiera absolutamente ir a ella, caso en el cual no había derecho a
rehusársela, era mejor no someterlo a la diálisis.
Entonces un practicante de psiquiatría llamó la atención del equipo sobre un hecho
nuevo: ¿”Este señor no estará empezando el mal de Alzheimer, pues me parece que
tiene reacciones que hacen pensar algo así”. Se le hicieron exámenes cerebrales que
demostraron que efectivamente padecía comienzos de Alzheimer que progresaba
lentamente. Se concluyó que se podía juzgar razonablemente que ya no era capaz ni de
consentir ni de oponerse. Como ningún familiar se ocupaba de él, no había razón para
consultar a sus allegados. La decisión, pues, quedaba en manos de los dos equipos que
decidieron no continuar la diálisis.
Todos estaban de acuerdo, pero había una gran resistencia en el equipo de enfermeras
de psiquiatría: cuando ellas se ponían en el lugar del paciente, decían que para Roberto
era mejor suspenderla, pero cuando volvían a su papel de enfermeras, se sentían muy
mal con la idea de tener que acompañar a alguien a la muerte. Como para este señor se
trataba de su última vivienda, era inimaginable hacerlo salir de la psiquiatría. La
cuestión (para las enfermeras) se planteaba pues sobre saber cómo acompañar a este
hombre hasta la muerte. “Nosotras no hemos sido formadas para esto; al contrario,
hemos sido formadas hasta para recuperar a los suicidas. La finalidad de nuestro equipo
de servicio es tratar de revivir en todo paciente las más mínimas energías que todavía
queden en él y convertirlas en un punto de apoyo para tratar de revertir el vapor, las
fuerzas suicidas, las fuerzas destructoras. Y en este caso nosotras aquí deberíamos
hacer lo contrario de lo que hacemos habitualmente....”.
Se formó todo un debate en el equipo de psiquiatría para saber si entraba o no en la
misión de un equipo acompañar a alguien hasta su muerte, y por tanto darle cuidados
paliativos. Finalmente, tras una larga discusión, les dije que, cuando se ocupaban de un
suicida, se ocupaban de una mala distribución de las pulsiones de vida y de muerte, y
que en el acompañamiento de un moribundo también se trataba de una redistribución de
las pulsiones de vida y de muerte. Añadí que había una analogía por estudiar, que ellas
no estaban tan poco equipadas como aquí para hacer lo que ellas sin duda deberían
hacer; simplemente ellas tenían que darse cuenta de que la finalidad era diferente: no se
trataba ya de recuperar, redinamizar la energía de un paciente, sino de aceptar que ya no
hay nada por recuperar, y que hay es que tratar de que suceda lo menos mal posible.
Esta toma de posición fue entonces objeto de una discusión apasionada.
Después de esta discusión, el médico jefe de servicio, que es un psiquiatra para quien
trabajar en psiquiatría es estar en un perpetuo trabajo de auto-transformación personal,
propuso al equipo todo un trabajo de encaminamiento sobre sí mismo (el equipo) para
redistribuir las posiciones de cada uno de los miembros respecto a la muerte, y
particularmente de la muerte de un paciente.
Una vez realizado todo el trabajo, quedó claro para todos que este paciente iba a
terminar sus días en el ala psiquiátrica y que los agentes de salud serían “su familia” y
lo acompañarían hasta la muerte.
Ahora bien, había un problema, que el último placer que parecía quedarle en la vida a
este señor era el beber un trago -no necesariamente de alcohol, de agua, simplemente- le
gustaba el gesto físico de beber. Y bebía más agua de la que necesitaba orgánicamente,
simplemente porque le gustaba. Por tanto se podía prever que se iba a inflar y que
probablemente se asfixiaría. Ahora bien, la muerte por asfixia es una muerte en extremo
dolorosa, y los agentes de salud se dijeron: “No se puede permitir que Roberto se asfixie
así! No se puede ya ponerlo bajo asistencia respiratoria, sería absurdo; entonces qué
vamos a hacer?” La única manera es inyectarle morfina de modo que finalmente se le
remedien todos los sufrimientos. Pero es seguro que va a ser necesario aumentarle la
dosis, que, en un momento dado, resultará letal y por tanto lo matará.
Esto fue lo que se hizo pocos momentos antes de que muriera de asfixia.
Preguntas
6. ¿Era sabio esperar que el paciente estuviera a punto de morir de asfixia? ¿No
habría sido preferible actuar más pronto?
Adela era una dama de unos 70 años que tapizaba en su casa. Había resuelto cambiar
el papel de los muros de su sala, pero cayó de la escalera y se fracturó el cráneo. Ella
fue recogida inmediatamente, pues no estaba sola en la casa. En cuanto la sintieron
caer, llamaron una ambulancia y fue llevada muy pronto al hospital. Ella tenía un
traumatismo craneano muy severo y, una vez llegada a urgencias, se le hizo una
escanografía rápida que reveló una fuerte hemorragia en los ventrículos cerebrales;
hemorragia que no era operable. El balance neurológico de Adela establecía que se
había presentado un coma irreversible.
El problema era que no había una sola cama disponible en neurología en ese momento.
Uno de los médicos del servicio de guardia decidió administrarle una mezcla de
medicamentos que desconecta, juzgando que la paciente de todos modos iba a tener
una vida atroz si no se intervenía. Esto fue lo que dijo a las enfermeras y lo que
probablemente pensaba él muy sinceramente por demás. Por tanto previno a la
enfermera jefe, le explicó la situación, le dijo que era una paciente por la cual no se
podía hacer ya nada y que era necesario que el asistente de guardia le administrara la
prescripción que él mismo había redactado.
Preguntas
1.¿Se trata de una eutanasia? Se debe considerar que Adela ya estaba muerta cuando
el médico le hizo inyectar la medicación?
5. ¿Cuáles son las mentiras que, según la narración de la enfermera, marcan esta
situación hasta el punto de hacerla insoluble?
Fue readmitido a cuidados intensivos por una obstrucción bronquial. Todos los que lo
conocían notaron que él había cambiado: estaba muy débil y prácticamente ya no
podía hablar. Después de dos días, su obstrucción bronquial se hizo tan fuerte que el
médico decidió entubarlo sin haberlo discutido previamente con el equipo. El explicó
que el paciente pedía que se hiciera todo lo posible para que pudiera volver a su casa.
Después de algunos días el paciente fue desenlutado y agradeció al médico por su
decisión.
Preguntas
1.¿ El encarnizamiento terapéutico es inmoral?
Lidia es una niña de 7 años. Esta es su tercera estadía en el hospital. Las enfermeras del
servicio de pediatría la conocen bien. Lidia sufre de un cáncer incurable y parece
saberlo. Ella mira a su alrededor con grandes ojos marrones interrogadores y una carita
impresionantemente madura y confiada. Sus padres la acompañan siempre y nunca la
dejan sola más de algunas horas. Están tristes, profundamente, pero enfrentan la
adversidad con valor y lucidez.
Algunas noches Lidia se queja de “sentir dolores por todas partes”. Las enfermeras lo
han indicado en su reporte y han sugerido que se le administren medicamentos
apropiados, ya que los anti-dolores habituales ya no son suficientes. Frente a la
perspectiva de darle productos derivados de la morfina, la doctora responsable duda y
da largas. Ella teme los efectos secundarios. Algunas enfermeras también están en
duda.
En esta situación de desacuerdo entre los agentes de salud, ciertas enfermeras desean
una discusión abierta entre los médicos, las enfermeras y la familia. Pero nadie toma la
iniciativa porque cada cual está desbordado por el trabajo. Sin embargo, después de una
noche especialmente dolorosa, revive la discusión más insistente:
La enfermera jefe decide entonces hacer al medio día una pequeña reunión a la cual
invita a los médicos pediatras, las enfermeras de día y de noche disponibles, lo mismo
que al consejero de ética del hospital. Los parientes no son invitados por cuanto no es
costumbre del hospital, y su presencia se sentiría como demasiado impresionante por el
equipo. Es claro sin embargo que ninguna medida concreta se tomará respecto a Lidia
sin un diálogo con ellos, diálogo que cada uno desea lo más transparente posible.
Después de una primera ronda a lo largo de la cual cada quien expresa su percepción del
asunto debatido, se proponen diferentes elementos de reflexión tanto en el plano clínico
como en el ético. Un médico anestesista expone brevemente las posibilidades de la
farmacopea en materia de terapéutica del dolor. El ético subraya los efectos primarios y
los efectos secundarios de un acto, y propone que no se juzgue la decisión que se ha de
tomar sin poner en contrapeso las dos clases de efectos. El distingue también la
intención de aliviar el dolor y las consecuencias no queridas del acto puesto para
realizar esta intención.
Luego de estas clarificaciones más técnicas, se decantan las emociones y cada agente de
salud conviene en que sería bueno comenzar una nueva etapa con los padres sobre la
base siguiente:
- Lidia vive sus últimas semanas. Es cosa dramática, pero no se puede impedir que ella
muera pronto.
- Existe una posibilidad de aliviarle su dolor, por una parte. Pero la medicación que
convendría administrarle en esta perspectiva conlleva un riesgo, reducido pero real, de
abreviar sus días.
- Pensamos que sería bueno darle este tipo de medicación para que viva sus últimos días
de una manera más distensionada. Se le ahorrará así sufrimientos que nos parecen
inútiles.
Los padres de Lidia acogieron con alivio esta perspectiva que ellos deseaban sin haber
tenido la posibilidad de decirla explícitamente. No es que no haya habido diálogo con
ellos anteriormente, sino que estos deseos son difíciles de clarificar cuando las personas
están solas para enfrentar el sufrimiento de una criatura a quien se ama.
Once días más tarde murió Lidia en los brazos de su madre y al lado de su padre. Ella
estaba rodeada de las enfermeras disponibles y de la pediatra que velaba atentamente
para evitarle los sufrimientos evitables. Los episodios de dificultad respiratoria que
sobrevienen frecuentemente en tales casos pudieron serle ahorrados grandemente.
Preguntas
4. ¿Hay que hacer una distinción entre el uso de la morfina en pediatría y en geriatría?
Un día ella confió a su hermana que la próxima que moriría en la familia sería ella. Su
estado anoréxico se agravó y fue necesario colocarla en un establecimiento
especializado para desórdenes mentales..
Después de muchos días de incertidumbre, ella mejoró. Se creía en una curación. Los
aparatos que la rodeaban disminuían día a día. Pero ella no pesaba sino 23 kilos.
Un día se descubrió que Luisa perdía sangre por vía enteral. Esto era una indicación
de gastroscopia y colonoscopia; pero en una mujer de 23 kilos hubiera sido infligirle
una tortura prácticamente inútil.
Así que nosotros le ayudamos a partir en vez de esperar que muriera por hemorragia
lenta.
Preguntas
1. ¿Hay alguna diferencia moral entre eutanasia y suspender los cuidados y dejar
morir?
3. ¿De dónde procedía el malestar sentido aun desde antes que el médico jefe
expresara su desaprobación? Era el sentimiento de haber practicado una eutanasia
injustificable?
4. ¿Hay derecho de prodigar a alguien cuidados que contradicen sus hábitos de vida?
Ejemplos: alimentar a un anoréxico, hacer un injerto de hígado a un alcohólico o de un
pulmón a un fumador?
Una dama de unos sesenta años -a quien llamaremos Laura - había sufrido una
intervención para remediar una oclusión intestinal. Había sido necesario extirparle un
trozo de intestino. Pero no había nada de canceroso. No había nada inquietante. El
pronóstico era muy favorable. De pronto Laura comenzó a quejarse de muchos
dolores abdominales. Como, en principio, no había nada qué temer y la auscultación
no manifestaba nada de particular, se la “etiquetó” de floja.
Ahora bien, Laura, antes de ir la segunda vez a la sala de cirugía, me había confiado el
afecto que tenía para con sus pequeñas hijas y su deseo de gozar aún de su presencia.
Era demasiado joven para morir. Yo se lo había asegurado, pensando realmente que su
caso no era grave. De hecho ella se sentía morir y yo había hablado demasiado
pronto.
Cuando Laura volvió de la sala de cirugía, se le colocó una bomba de morfina. Con los
medicamentos morfínicos habituales, sólo pasan algunas horas antes de que los
pacientes se duerman y mueran apaciblemente. En el caso de Laura, el médico decidió
actuar de otra manera, por razones que son sin duda excelentes, pero que nosotros
ignoramos. Laura estaba resistiendo a la morfina. Se resistía a morir. Estaba con
respirador y no abría ya los ojos, pero no moría. Su tensión arterial no bajaba.
Sus hijas estaban a su alrededor, desoladas. Yo les expliqué que su madre estaba bajo
morfina para mitigarle el dolor y que esta medicación tenía el inconveniente de
acortarle la vida. Pero ella no moría. Las hijas habían aceptado bien lo que les
expliqué y habían manifestado su acuerdo para que se le mitigara el dolor a la madre
aunque el procedimiento debía tener el efecto de apresurar su muerte. Pero las tres nos
dábamos cuenta de que la situación se prolongaba demasiado. Por la noche, en mi
casa, soñé que Laura estaba todavía viva y a la mañana al llegar al hospital supe que
estaba en lo cierto. Y de hecho ella estaba siempre viva.
Finalmente, propuse a las hijas de la señora que le hablaran y le dijeran que podía
dejar de luchar y dejarse morir, con todo el afecto de la familia y de sus hijitas. Las
hijas aceptaron. Nos sentamos todas tres sobre la cama y hablamos en este sentido a la
enferma. Le dijimos que nadie le exigía luchar contra todo, que comprendíamos bien
que ella estuviera triste, que también estábamos tristes, que todos los suyos la amaban.
“Puedes irte, Mamá, puedes partir en paz, has hecho todo lo que debías, estamos muy
cerca de ti, contigo”. Laura murió apaciblemente poco después de que le hablamos
así. Las tres también estábamos tranquilas de haberla podido liberar de sus últimos
esfuerzos por aferrarse a una vida que se había vuelto imposible.
Preguntas
4. ¿Toda muerte no debería ser acompañada con una “palabra que desliga” como
aquella de la cual se benefició Laura?
Su familia esperaba que sucediera lo mismo que en su primera hospitalización; una fase
aguda, seguida de un período de remisión suficientemente largo. Sin embargo, contra lo
esperado, el estado de Hubert continuó deteriorándose.
Siempre bajo morfina, fue sometido repetidas veces a radioterapia. Inclusive se pensó
en enviarlo a exámenes de resonancia magnética para estar plenamente seguros de
localizar bien el dolor. Pero su estado general representaba una contraindicación a esta
investigación diagnóstica complementaria.
Se había casado de nuevo dos meses antes de su primera hospitalización. Tenia tres
hijos de su primer matrimonio, uno de los cuales vivía con él. Este había venido a vivir
en la región a fin de estar cerca de su padre. Ahora bien, había un diferendo entre el hijo
y la nueva cónyuge de su padre. El se había hecho a la idea de que su padre estaba al
final de su vida, pero su madrastra se rehusaba a capitular. Había mucho que hacer: iba
al colegio, trabajaba y pasaba noches a la cabecera de su padre sin dormir gran cosa,
pues cuando Hubert despertaba quería siempre tener a alguien a su lado. Su madrastra
hubiera querido que él estuviera aun más. El muchacho terminó por dejar la habitación
de su padre antes que dejar el colegio.
Igualmente hay que señalar que la primera esposa de Hubert trabajaba en el hospital
universitario. Ella por tanto conocía el potencial médico disponible en esta institución
para atender a su ex-marido, y preguntaba regularmente a las enfermeras para
asegurarse de que el equipo médico ponía todos los medios para salvarlo. Las
enfermeras tenían la impresión de que la nueva mujer, a diferencia de la ex-cónyuge, no
comprendía lo que pasaba: ellos eran muy exigentes respecto a los cuidados de
enfermeras y médicos.
Hubert era difícil de cuidar. Por desconfianza y temor más o menos inconsciente a la
eutanasia, rehusaba a menudo las medicaciones y decía las enfermeras: “Es cosa mía, la
hora en que voy a morir la decido yo. No eres tú quien me la va a decidir”. Antes de
llegar allí, él siempre había tenido la esperanza de que se podría hacer alguna cosa;
nunca había comprendido que era el final.
Su familia estaba con él veinticuatro horas sobre veinticuatro hasta que vino la
discordia, pues las personas ya no podían vivir esta situación que había durado de
noviembre a febrero. Se había vuelto en extremo difícil cuidarlo, porque Hubert
rehusaba todo cuidado sospechoso de acelerar su muerte negando envalentonado que
ésta se estuviera acercando.
Para complicar las cosas, el hermano de Hubert era hemato-oncólogo. Por tanto estaba
muy consciente de la evolución del paciente, pero se comportaba como si la situación
debiera mejorar de un día para otro. Se desplazaba a menudo para ver al enfermo; el
equipo médico parecía fiarse implícitamente de él para que sensibilizara a Hubert sobre
su estado. Pero el hermano médico no decía nada, parecía suponer que era asunto del
equipo médico hablarle. El enfermo era en extremo refractario a toda información.
Cuando se intentaba hacerlo reflexionar sobre la gravedad de su estado, se cerraba
mucho.
Era un hombre inteligente, dinámico, que tenía mucha personalidad, de carácter, y que
había tomado sus decisiones durante toda su vida, y ahora ya no podía tomarlas.
Las enfermeras que habían vivido esta situación contaban al mismo tiempo su
enfrentamiento con su propia impotencia frente al conjunto de órdenes paradójicas que
ellas recibían de las diferentes personas que intervenían en esta situación. Mientras más
se afanaban ellas por mitigar al paciente, más torturado se sentía él y rehusaba sus
cuidados, por lo demás indispensables. Ellas terminaron por impacientarse y volverse
agresivas para con este hombre que les impedía literalmente cumplir correctamente su
oficio y, además, las culpabilizaba, dándoles la impresión de que cumplían mal su deber
haciéndole mal.
Ellas terminaron sin embargo por comprender a pesar de su propio rechazo a una
situación que ellas vivían intensamente como injusta, tanto para con ellas mismas como
para con el paciente, que a reaccionar así en el sentido de una culpabilidad injustificada,
ellas envenenaban más aún la situación en lugar de apaciguarla. Ellas entonces
resolvieron dejar pasar, como decía una de ellas, y no querer más para este paciente,
sino sólo estar ahí, presentes y disponibles, pero sin ninguna voluntad determinada de
hacer esto o aquello. Ellas renunciaron a todo proyecto distinto de su sola presencia. Y
cuando murió su paciente, tuvieron el sentimiento de haberle regalado una relativa paz
que ellas no habían podido instaurar sino renunciando a aliviarlo y contentándose con
prodigarle algunos cuidados de bienestar.
Preguntas
5. ¿No convendría que en una situación tan compleja alguien esté encargado de
verificar que la información circule correctamente entre todas las personas
interesadas? ¿En caso afirmativo cómo debería proceder la persona que recibiera este
mandato?
CAPITULO 3
Esto presenta un cuadro muy rápido de dos grandes orientaciones morales y de las
consecuencias que de ellas nacen en materia de respeto a la vida. Estas dos morales
tienen posiciones muy diferentes sobre el homicidio. Quisiera subrayar que la eutanasia
no presenta problema moral en una y otra perspectiva sino en la medida en que ella
implica la supresión de un ser humano, lo cual es un homicidio.
El homicidio
Por tanto hay que definir lo que es un homicidio. El Diccionario Petit Robert lo define
como “la acción de matar a un ser humano”, en otros términos, quitarle la vida. El
homicidio puede ser deliberado, accidental, premeditado, puramente indecente, o
legitimo, como en la legítima defensa. Por tanto hay muchas clases de homicidios, pero
la eutanasia, si no es homicidio, no plantea ningún problema. En este libro nosotros
hablamos de la eutanasia en el sentido actual, vehiculado por los medios de
comunicación; y no en el sentido dado a esta palabra por algunos filósofos de los siglos
XVI y XVII, que hablaban de la muerte dulce, lo que hoy se llama “cuidados
paliativos”.
La primera reacción del lector frente a esta cuestión es sin duda que la respuesta brota
de una evidencia. Podría decirse que esto es evidente. ¿Pero es realmente así? Para la
mayoría de los humanos que viven en las sociedades llamadas civilizadas, es evidente
que no se puede matar a los semejantes. Es el axioma fundamental de la vida social. La
prohibición del homicidio se incorpora al concepto de sociedad para darle su estructura
esencial, tan seguramente como el maderamen determina la forma y la solidez de una
casa. Si una vez más nos referimos al Petit Robert, se verá que la palabra sociedad se
aplica a “relaciones entre personas que tienen o ponen algo en común”. La vida human
es la base común de todos los humanos sin excepción y todos juntos forman lo que se
llama genéricamente la sociedad humana. Quitar la vida a alguien es sustraerlo de la
comunidad humana y, por lo mismo, comprometer la integridad del todo. Todos los
humanos dignos de este nombre deberían reconocer que ellos mismos, lo mismo que
todos los demás humanos, pertenecen intrínsecamente a la sociedad humana y que, por
el mismo hecho, todos gozan del derecho inalienable a la vida. En este nivel, todos los
humanos son equivalentes.
El criterio de “causalidad”
Primer criterio:
Es lo que llamaré más adelante criterio de causalidad. Este criterio, por importante que
sea, exige complementos que se pueden actualizar deteniéndose a dilucidar el concepto
de responsabilidad.
Sin embargo, en el contexto multicultural de hoy, las éticas de convicción son una
fuente desarmonías más que de concordia. Para convencerse, basta pensar en la
extraordinaria floración de los fundamentalismos de toda clase. Hoy, pues, no basta
invocar los principios de una ética de convicción, sea cual fuere, para resolver la
cuestión de la legitimidad del homicidio por compasión. Como lo ha sugerido el
sociólogo y filósofo alemán Max Weber, es necesario pasar de una ética de convicción a
una ética de responsabilidad6 ¿Qué quiere decir esto?
“Toda actividad orientada según la ética puede estar subordinada a dos máximas
totalmente diferentes e irreductiblemente opuestas. Puede orientarse según la ética de la
responsabilidad o según la ética de la convicción. Esto no quiere decir que la ética de
convicción sea idéntica a la ausencia de responsabilidad y la ética de responsabilidad a
la ausencia de convicción. Evidentemente esto no está en discusión. Sin embargo, hay
una oposición abismal entre la actitud de quien actúa según las máximas de la ética de
convicción -en un lenguaje religioso diríamos: “El cristiano cumple su deber, y en lo
que tiene que ver con el resultado de la acción, se remite a Dios”- y la actitud de quien
actúa según una ética de la responsabilidad que dice: “Debemos responder de las
consecuencias previsibles de nuestros actos7”. Un poco más adelante, en su célebre
conferencia, Max Weber precisaba que la diferencia esencial entre las éticas de
convicción y las éticas de responsabilidad consisten en que las primeras rehúsan la
justificación de los medios por el fin y afirman como única conducta el empleo de
medios intrínsecamente buenos por estar conformes con el deber. “El partidario de la
ética de convicción no se sentirá “responsable” sino de la necesidad de velar por la
llama de la pura doctrina a fin de que no se apague”. Descuidando el hecho de que “para
obtener fines buenos, la mayor parte del tiempo nos vemos obligados a valernos de una
buena parte de medios moralmente malos o por lo menos peligrosos, y por otra, la
posibilidad o la eventualidad de consecuencias malas8.”
Muy pronto se ha cayó en la cuenta de que la ética -es decir, la manera de intentar
responder a la pregunta “¿Qué hacer para actuar bien?”- no puede contentarse con
responder: “Obra de acuerdo con tus convicciones.” Sin repudiar nunca las
convicciones, la ética se ha hecho progresivamente sensible a las responsabilidades:
“Sigue actuando en conformidad con tus convicciones, pero cuida también de asumir
tus responsabilidades.” Hay una especie de segundo nivel, un segundo grado que viene
a completar el primero sin suprimirlo. En suma, viene a enriquecerlo. Max Weber
mismo lo reconocía al concluir su conferencia sobre el papel y la vocación del hombre
político: “La ética de la convicción y la ética de la responsabilidad no son
contradictorias, sino que se completan mutuamente y constituyen juntas al hombre
auténtico, es decir, un hombre que puede aspirar a la “vocación política9” En esta
misma perspectiva tendida hacia el “hombre auténtico” es donde se inscribe Eugène
Enríquez cuando propone completar la distinción weberiana añadiéndole los conceptos
de ética de discusión y ética de la finitud que evoqué en la introducción y que serán
desarrollados en próximos capítulos10 .
Comencemos por lo que puede parecer más fácil: las consecuencias. Es claro que si
colocamos fuego al rancho, esta noche tendremos que dormir en otra parte. El ejemplo
es radical, pero innegable. Es obvio que si nos alimentamos mal, si no distinguimos el
veneno de los productos benéficos, probablemente nos vamos a enfermar. Hay
elecciones que se hacen o situaciones que se aceptan y terminan por provocar
consecuencias. Un individuo que lleva una vida sexual desordenada, sin precauciones,
en una metrópolis como París o Montreal hoy, no se protege de los riesgos... Si en
otoño un automovilista va a 130 km. por hora en una pequeña carretera rural que él sabe
que se encuentra en buen estado, de por sí no hay mucho peligro. Pero si se atraviesa de
repente un corzo, o lo mata o irá a caer en el barranco. El peligro de accidente es
mucho más grande que si fuera a 80 o 70 km. por hora, como lo recomienda el código
de vías. Hay consecuencias directas, indirectas y potenciales para las decisiones que
tomamos.
Es un tema asaz claro para muchos, que nuestras decisiones conllevan consecuencias. El
problema es saber si se pueden prever las consecuencias. En efecto, ser responsable de
las consecuencias, está bien; pero ¿somos siempre responsables de todas las
consecuencias de lo que hacemos? Pueden colarse injusticias si se miden las
responsabilidades por solas las consecuencias. Por ejemplo: un educador está en
relación de ayuda con un adolescente juzgado verdaderamente inaceptable. El educador
rehúsa verlo durante cuarenta y ocho horas a fin de que reflexione sobre sus
actuaciones. El joven se suicida. ¿El educador es responsable de su suicidio? Frente a
este tipo de situaciones, los humanos se ponen a reflexionar y dicen: “Indudablemente
existe una parte de responsabilidad en las consecuencias de los actos que uno realiza,
pero uno nunca actúa solo”. Hay coparticipación en las responsabilidades. Además
existen las consecuencias previsibles y las consecuencias imprevisibles. La conclusión
esquemática de esta discusión se resume en decir que uno es responsable de las
consecuencias previsibles de los actos que ejecuta.
Por esto un médico general hará confirmar por un especialista un diagnóstico inseguro.
De un médico se espera que tenga suficiente competencia para ser capaz de ver si un
coma es reversible o no. Si se equivoca sobre un electroencefalograma, es inaceptable
aunque se haya equivocado de buena fe. No se le reprochará que haya interpretado mal
el electroencefalograma; se le reprochará el que no haya hecho el esfuerzo de
actualizarse suficientemente para ser capaz de utilizar las buenas técnicas en el
momento oportuno. Así se ve que a la vez hay competencia, consecuencias e
intenciones.
La psicología nos enseña que las palabras que utilizamos saben y dicen a menudo más
que lo que creemos decir al utiizarlas; que llevan más sentido que el que nosotros
creemos ponerles. Así, por ejemplo, me ha sucedido una cantidad increíble de veces que
al releer un texto que yo mismo escribí, yo me diga que nunca quise decir tal cosa; y sin
embargo es lo que dice el texto. Para ilustrar esta afirmación que puede parecer
desorientadora, contaré un mal rato que me sucedió.
Por tanto una moral de intenciones no se limita simplemente a las buenas intenciones
que se ponen en escena, que se expresan. Es preciso esforzarse también por tener la
conciencia más clara posible del movimiento del ser profundo que nos impulsa.
Cuando decimos que hay que tener en consideración la responsabilidad en cuanto a las
intenciones, no es simplemente la “puesta en escena ornamental” de nuestras decisiones
lo que hay que poder nombrar. Es preciso también estar suficientemente conscientes de
nosotros mismos para no ser traicionados por los juegos de nuestro inconsciente. Es
preciso que los móviles que nos empujan a actuar estén en consonancia con nuestras
intenciones.
El criterio de “intencionalidad”
Segundo criterio:
Es aceptable un acto que no procede en manera alguna de la intención de matar. Es
inaceptable todo acto realizado con la intención de matar.
En otro orden de ideas, la palabra responsabilidad quiere decir estar puesto en situación
de responder de... Por eso existe la palabra respuesta aquí. Si afirmamos que una ética
de convicción se enriquece con una ética de responsabilidad, es que este
enriquecimiento está profundamente arraigado en la estructura antropológica del ser
humano. Porque el ser humano es un ser que está estructurado de entrada por su
“responsabilidad”... en el hecho de que está llamado a responder.
Ilustremos esto de una manera sencilla: en la escuela nos enseñan las conjugaciones, yo,
tú, él. En efecto, si miramos a un bebé desarrollarse y llegar a ser un niño, nos damos
cuenta de que primero, se habla de él antes de su nacimiento, inclusive se le da un
nombre, según que sea niño o niña. Se le da ya un nombre, pues se le habla de él
mismo, y luego se le habla a él. Y finalmente él mismo habla. Entonces él es primero
un “él” o una “ella”, después “él” es un “tú”, y solamente mucho más tarde viene a ser
un “yo”. En el crecimiento de un ser humano, en su psicogénesis como se dice en
lenguaje sabio, primero uno es un “él” o una “ella” para los demás; solamente después
se es un “tú”, y sólo mucho más tarde se llega a ser un “yo”.
Dicho de otra manera, ya se está presente en el discurso de los demás como objeto de
que se habla. Más tarde nuestros padres, o quienes se ocupan de nosotros y nos enseñan
a hablar nos dicen “tú”. Pero obsérvese que al principio las jóvenes madres que se
ocupan de su bebé les dicen “él” o “ella”: “Pedro va a comer, Pedro tiene hambre?”, en
lugar de decir simplemente al niño: “Tienes hambre?”. Se le dice así cuando ya está más
grandecito. Es como si se creyera que el niño se considera él mismo como un objeto.
Deduzco de estas consideraciones elementales que en realidad nosotros al comienzo
existimos brutalmente en la materia biológica y que por este hecho somos designados
como “él” o como “ella” en el discurso de los demás. Primero somos un objeto en el
discurso ajeno.
No es casual que sea un filósofo judío quien vuelve con el concepto puesto que esta idea
ya está presente en la literatura bíblica en los siglos VI y V antes de Jesucristo. El
pueblo judío es extremadamente sensible a la dimensión ética de la existencia desde
muy antiguo como pueblo, es decir, de generación en generación. Se sabe que los actos
puestos por una generación repercuten, para mal o para bien, en las generaciones
siguientes. Hans Jonas simplemente retomó esta idea en forma notable al tener en
cuenta las características particulares del mundo contemporáneo, profundamente
marcado por el desarrollo industrial y el crecimiento correlativo de las poluciones de
toda clase. Las decisiones que tomamos hoy en materia de medio ambiente, por
ejemplo, van a recaer sobre las generaciones venideras cuando nosotros ya no
existiremos, y en esto nosotros tenemos una responsabilidad.
Recordemos que la ética de la responsabilidad no es una ética que viene a abolir la ética
de la convicción, al contrario, viene a civilizarla, a hacerla más civil, más política. Ella
abre la preocupación ética a la dimensión de la ciudad, y del futuro de la ciudad.
Mientras que la ética de la convicción la mayor parte del tiempo es una ética
estrictamente individual, -debo trabajar por mi salvación, o si no hay vida más allá de la
vida, es preciso que yo goce lo más plenamente de la de aquí abajo...
No todas las éticas de convicción son éticas individualistas en este sentido: por ejemplo
algunos militantes marxistas del siglo XX, probablemente tuvieron una ética de
convicción que quería ser colectiva.
CAPITULO 4
LA INCERTIDUMBRE Y SUS RAÍCES
Si retomamos los diez casos del principio aplicando los dos criterios mayores estudiados
en el capítulo tercero, a saber, la causalidad y la intencionalidad, estaremos en
condiciones de resolver algunos de ellos.
Recordemos los dos criterios: el primero es, que hay un vínculo de causalidad entre el
acto que se va a evaluar moralmente y la muerte de la persona. Una de dos: o el acto
realizado acarreó de por sí la muerte, o bien el acto realizado tuvo consecuencias, pero
la muerte no figura entre las consecuencias inevitables de este acto realizado, aunque
haya acaecido la muerte. Por tanto se dirá:
Se trata de evaluar un acto concreto realizado. Este acto puede ser firmar una orden, si
después una tercera persona recibe el encargo de ejecutarla sin discusión. Puede ser
aplicar una inyección o desconectar una máquina, o quizás simplemente firmar el
informe de una discusión crítica en equipo donde se decidió la realización del acto. Es el
acto el que va a producir una serie de consecuencias, y entonces, o bien figura la
muerte entre las consecuencias inevitables del acto, o bien no figura entre las
consecuencias inevitables y previsibles del acto. Si se da la muerte, es posible que se
trate de una eutanasia en el sentido de un homicidio criminal; si no, no se trata de una
eutanasia. Puede tratarse de cuidados paliativos, de actos de compasión o de alivio del
dolor, o de acompañamiento, o de alguna otra cosa, pero no de homicidio, porque el
acto no tiene relación directa con la causa. Esto en cuanto al primer criterio: la
causalidad.
Por tanto se requiere que las dos condiciones, la causalidad y la intención, estén unidas,
para que haya eutanasia en el sentido de homicidio culpable desde el punto de vista de
la ética. Si no hay causalidad, aunque haya intención no hay eutanasia en el sentido de
homicidio criminal. Si hay intención pero no causalidad -esto se daría en el caso de
incompetencia-, tampoco hay homicidio. Por tanto se requieren las dos12.
2. los casos en que se responde no a una de las dos preguntas por lo menos;
Estoy en La Paz, donde me encuentro con una amiga que vive en Bolivia y a quien no
había visto hacía varios años. La noto muy descompuesta, cuando de ordinario era una
mujer muy hermosa. Vamos a tomarnos un café y le pregunto si algo va mal, si está
enferma. Entonces se pone a llorar y me cuenta que sufrió un aborto. Ella intentó
hablarle de ello a su marido, y éste le dijo: “Sí, lástima, pero qué quieres? Son asuntos
de mujeres; yo no puedo hacer nada. Habrá que volver a empezar”. Ella intentó
igualmente hablar por teléfono con su madre, y ella le dijo: “Oh, tú sabes que tuve tres
abortos, sé lo que se siente, no te quejes, ya tienes dos hijos...” Todavía intentó hablarlo
con una vecina y ésta le respondió que de eso no se hablaba. Finalmente se dirigió a su
médico, el cual le dijo, después de examinarla, que todo había vuelto a quedar en orden.
En pocas palabras, ella no había podido expresar a nadie el sufrimiento que le había
causado el esperar la llegada de un hijo y haber visto frustrada su espera; entonces
comenzó a somatizar su sufrimiento, tenía dolores de espalda y de estómago. El médico
le dice que todo está bien, que ella no tiene nada.
Nos encontramos frente a un sufrimiento que se somatiza en el dolor. Puede suceder a
la inversa: por ejemplo, alguien que tiene continuos dolores de muelas, que terminan
por doblegar su moral. No se puede hacer una distinción muy clara entre sufrimiento y
dolor en la vida concreta de un individuo, aunque los dos conceptos puedan distinguirse
claramente; estos dos ejemplos lo ilustran muy bien. Evidentemente es posible
distinguir los conceptos, porque uno responde a los analgésicos, y se sabe lo que es un
analgésico, y el otro responde a un ansiolítico, y se sabe qué es un ansiolítico. Pero
también se sabe que ciertos ansiolíticos usados en exceso se convierten en
desconectantes, y que los analgésicos tomados en exceso, por ejemplo la morfina,
pueden también acortar la vida.
En la realidad de la vida, dolor y sufrimiento están muy ligados. Están de tal manera
imbricados el uno en el otro, que yo pienso que se puede hacer a propósito del
sufrimiento un razonamiento análogo al ya bien admitido en los cuidados paliativos a
propósito del dolor. Por consiguiente, puesto que Antonio lo pedía, no me parecía que
fuera contrario a la ética médica darle tales medicaciones, como lo explicaba él con sus
propios términos, “que el eclipse se haga permanente”, y que él no tenga que sufrir con
el espectáculo de su propio derrumbamiento. Porque finalmente, este ultimo
representaba la ruina de toda su existencia, puesto que toda su obra literaria era
justamente un esfuerzo de lucidez para expresar la vida, y a partir del momento en que
este esfuerzo ya no era posible para él, él mismo ya no se consideraba vivo.
Se le administró esta medicación durante el “eclipse” que siguió algunas horas después
de su reconciliación; y él se durmió, después murió un día y medio más tarde. Pero la
medicación no se le inyectó para que muriera. Desde un punto de vista ético es bien
claro: se le inyectó un desconectante, pero no para que muriera. Es una distinción sutil,
pero no está desprovista de fundamento. Y corresponde a lo que algunos éticos llaman
“una acción de doble efecto”. El medicamento probablemente causó tanto la
desconexión (primer efecto) y la muerte de este paciente (segundo efecto). Pero la
intención no era matarlo. No se quería sino aliviarle su sufrimiento. Está la causa pero
falta la intención. Si se considera como dignos de una consideración equivalente el
sufrimiento moral y el dolor, no se puede concluir que hubo un homicidio. Pienso en
los cuidados paliativos en sentido estricto, llevados valientemente hasta el final.
Por tanto también aquí se da un “acto de doble efecto”. La medicación utilizada para
aliviarlo del dolor (primer efecto), también le acorta sus días (segundo efecto). El
primer efecto corresponde a la intención de los agentes de salud, el segundo no. Y por lo
demás, si ellos hubieran podido disociar los dos efectos, provocar el primero evitando el
segundo, ellos lo habrían hecho. Pero técnicamente esto no era posible. Su intención no
era la de matar. Por tanto no hay homicidio. La interrupción del tratamiento, si el
beneficiario rehusa recibirlo, no se considera como un homicidio.
Adela no sufre. En el plano biológico, puede continuar viviendo mucho tiempo; pero
jamás será consciente. Su coma es irreversible. El médico decide interrumpir su vida
biológica y no informar de ello a la familia. Estamos, según la narración de la
enfermera, frente a un homicidio. La intención y la causa se han reunido. El gesto
aparece como probablemente motivado en parte por la compasión, pero la falta de cama
en neurología acelera el proceso de decisión y la hace ambivalente. Se hubiera podido
conservar a Adela en cuidados intensivos por algunos días, consultar a la familia y
tomar una decisión con ella.
La enfermera que vino a contarme este caso, se sentía atrapada entre dos papeles
imposibles. La familia nunca sospechó nada y cuatro horas después la paciente había
muerto. La enfermera en cuestión había obedecido las órdenes con el sentimiento de que
habría obrado mejor no obedeciendo. Se sentía destrozada: reconocía que no había nada
más qué hacer por esta paciente, pero ¿qué decir a la familia...?
Sin embargo no es razón suficiente (¿puede haberla alguna vez?) para suspender la
reflexión crítica. Supongamos que hubiera habido diez camas disponibles en neurología
y no se hubiera presentado este problema. ¿Qué habría cambiado para nuestra reflexión?
Adela está en un coma irreversible, es cosa clara, el balance neurológico es formal, tiene
una enorme hemorragia cerebral en los dos ventrículos. Es inoperable. De todos modos
es alguien que va a seguir viviendo como un vegetal, es cosa clara. Admitamos que hay
espacio en neurología: se coloca a la paciente en neurología. Esta situación dura algunas
semanas, algunos meses o algunos años, todo depende del estado general de la enferma.
¿En provecho de quién se va a hacer todo esto? ¿De ella? ¿De la familia? ¿Del hospital?
Poco importa. El problema de las camas choca. Nuestra primera impresión es que este
aspecto de la situación fue el que influyó en la decisión del médico y que este factor no
ha debido intervenir en ella; y en caso de intervenir, se ha debido reconocerlo.
Actualmente no se dice que se hace intervenir el factor económico pero de hecho sí
juega; no ciertamente en el discurso, donde se lo oculta. Se está frente a una
normatividad no expresada, implícita. La norma expresada, o explícita, es que el factor
económico no influye en las decisiones médicas, pero de hecho, las cuestiones de dinero
ejercen presiones implícitas sobre los procesos de decisión en los hospitales.
Lidia es una niña de siete años atacada por un cáncer incurable. Sufre enormemente y
los únicos medicamentos que podrían calmar su dolor tendrían por efecto acortarle la
vida. El equipo médico, después de haberse reunido en presencia de los padres y del
ético, opta por la medicación de “doble efecto”, por compasión para con la niña. Aquí
también la intención no es hacer morir a la niña, sino evitarle un sufrimiento demasiado
grande. Entre dos maneras de morir, solamente se habrá escogido la más suave. Por
tanto no hay homicidio si las intenciones son transparentes. Pero como ya lo subrayé,
siempre puede quedar una incertidumbre a este respecto.
Luisa es anoréxica desde hace algunos años. Sufre graves desórdenes psíquicos y está
internada en psiquiatría. Intervención que visiblemente no producirá efecto, pues la
paciente entra algunas semanas más tarde a cuidados intensivos. En el momento en que
se la cree fuera de peligro, se declara una hemorragia gástrica. Ante su estado de
debilidad generalizada, el equipo decide no encarnizarse y evitarle el morir desangrada
hasta la última gota después de grandes sufrimientos. Se le administrará pues morfina, y
morirá al día siguiente.
En este caso tampoco hay homicidio porque la intención explícita no era matar a la
paciente. Pero en este caso la interrupción de los cuidados es reprobada por el médico
jefe de servicio, lo que subraya en forma particular la divergencia de los puntos de vista
y la incertidumbre que genera.
Laura es una mujer de unos 60 años que acaba de sufrir una operación para extirparle un
trozo de intestino. Aunque el pronóstico es favorable, la paciente sigue sufriendo, y se
diagnostica demasiado tarde la causa del mal. Su intestino está definitivamente muerto,
y ella ya no tiene esperanza de vida. De acuerdo con la familia, se decide entonces darle
morfina para mitigar sus dolores. Las dosis deberían normalmente haber sido
suficientes, pero ella no muere. Se necesitará la intervención de sus hijas para que la
paciente deje de resistir.
En este punto de la exposición, la situación del juicio ético respecto a los diez casos
narrados atrás puede recapitularse en el cuadro siguiente en donde he distinguido las
causalidades primeras y las causalidades segundas.
Paras los demás casos (2, 4,6, 7 y 8), la respuesta a una de las dos preguntas queda
dudosa. Responder claramente a la pregunta “¿Hubo intención de matar?” supone, en
efecto, una verificación de la pureza de intenciones de quienes deciden, verificación
cuyo método se basa esencialmente en la inter-subjetividad crítica y será expuesta en el
capítulo 5. La apreciación de una causa como primera o segunda es un asunto muy
delicado que no se resuelve con la ayuda de un simple razonamiento lógico. Las
convicciones de cada uno juegan un importante papel en este tipo de apreciación. Lo
mismo en cuanto a la capacidad de cada uno para ilusionarse sobre lo que cree que son
sus intenciones reales. Este tipo de apreciación conlleva pues un gran riesgo de
arbitrariedad que es preciso contener dentro de los límites más estrechos posibles.
Evidentemente, haber resuelto ya claramente cuatro casos de diez, no está mal. Falta
que la ética tiene por tarea iluminarnos no solamente sobre los casos fáciles de resolver,
sino sobre todo en los casos más espinosos. Por tanto es necesario continuar nuestra
búsqueda. Pero antes, me parece útil que exploremos más la noción misma de
incertidumbre cuyo margen queremos reducir mediante nuestra investigación, lo mismo
que su vinculación con la noción de soledad que expresa nuestra situación existencial
frente a una decisión difícil de tomar.
Vivir en la incertidumbre
La primera parte de este capítulo nos permite constatar que subsiste una incertidumbre
residual después de recurrir a las categorías de causalidad y de intencionalidad. Frente a
esta situación, una mentalidad de tipo científico corriente se persuadirá de que el recurso
a nuevas herramientas apropiadas permitirá que toda incertidumbre desaparezca. La
posición del filósofo, o del ético, es diferente. Se basa en la hipótesis de que siempre
existe en ciertas situaciones, una forma de incertidumbre remanente, que hace fracasar
las herramientas de reflexión más sofisticadas. Esta incertidumbre parece inherente a
nuestra existencia, como una segunda piel. Es inherente al fenómeno del pensamiento
humano. Mi posición frente a esta cuestión será finalmente de tipo filosófico. Sin
embargo conviene no abandonar prematuramente la sugerencia del espíritu científico, y
buscar si se pueden elaborar nuevas herramientas éticas. Tales herramientas serán
puestas en su sitio en el próximo capítulo. Pero antes es bueno profundizar sobre lo que
entiendo por incertidumbre14
Nuestras experiencias morales, las contamos, las discutimos, las analizamos, las
deshacemos, las reconstruimos, y todo esto se hace por medio del lenguaje. ¿Pero qué es
una experiencia moral? Es, por ejemplo, la intuición de que tal comportamiento es
indignante o injusto; que determinado despido es abusivo; que tal relación sexual
procede de un abuso de poder; que tal maniobra financiera es sucia o un robo
disimulado, etc.
Tomemos otro tipo de experiencia, por ejemplo una experiencia estética. Por ejemplo
escuchaste una música extraordinaria. Si te contentas con haberla escuchado una vez
conservándola en la memoria, con el tiempo el recuerdo se volverá cada vez más
impreciso, más y más aproximado. Tendrás dudas en el ritmo, los matices, y tarde o
temprano, la experiencia se borrará. Si eres un músico de genio, la copiarás. Entonces la
harás volverse lenguaje y podrás reproducir la experiencia. Si tú mismo tocas esta
música, no será la misma experiencia, pues le añadirás, muy a pesar tuyo, tu propia
interpretación a partir de tus sentimientos personales, de tu subjetividad. Lo mismo
sucederá con una experiencia erótica. Podrás tener de ella un recuerdo deslumbrante
durante algunas semanas, durante algunos meses, a veces años, pero después de algún
tiempo, desaparecerá, se borrará y como que se disolverá en el tiempo que pasa. De
nuestra resistencia a esta erosión de los recuerdos es de donde nos viene el impulso, el
movimiento que nos lleva a convertir en lenguaje estas experiencias, es decir, a
contarlas.
Cuando se cuenta una experiencia, sea estética o moral, necesariamente, para expresarla
se debe recurrir a palabras que existen independientemente de nosotros,
independientemente de la experiencia. No se pueden inventar nuevas palabras para cada
nueva experiencia. Por tanto es preciso tomar las palabras usuales, comunes o conocidas
de aquellos a quienes te diriges, para decir algo nuevo. Dicho de otra manera, se
recurrirá a los diccionarios que existen. Para expresar lo que hemos vivido, forzaremos
la experiencia a entrar en las palabras del léxico disponible. Estas no siempre serán
apropiadas de por sí para traducir la experiencia. Entonces se forzará un poco la
experiencia, se la va a obligar a entrar en las palabras como en pequeños recipientes ya
hechos. Pero, si tenemos habilidad con el lenguaje y podemos hacer jugar las palabras
unas con otras, llegamos a hacer decir otra cosa distinta de lo que ellas decían antes. Les
damos entonces un sentido figurado, metafórico. Es esto precisamente lo que hacen os
poetas que llegan a obrar transformaciones sobre el lenguaje de manera que exprese la
experiencia en un registro inédito.
Las iniciaciones a experiencias nuevas se logran por medio del lenguaje, o por la
imitación; pero éstas proceden también del lenguaje. No hay, entre humanos, verdadera
imitación exenta de todo lenguaje. Lo que quiere decir que, para los hombres, para los
seres parlantes, existe lo que llamaríamos en lenguaje filosófico, una dialéctica de la
experiencia y del lenguaje: la experiencia sin lenguaje se pierde, y el lenguaje sin
experiencia es vacío.
Lenguaje e incertidumbre
Hay que comprender bien que cuando hacemos un trabajo sobre la eutanasia, nos
situamos en el nivel del lenguaje, y hablamos de experiencia. Pero jamás hay
adecuación entre el lenguaje y la experiencia. Una incertidumbre se ha deslizado entre
la experiencia y el lenguaje. Jamás se está completamente cierto de que el lenguaje en el
cual se expresa la experiencia la reproduce exactamente. Las palabras no pueden darnos
sino una aproximación de la realidad que describen, y esta aproximación está sujeta a la
interpretación. Si uno relee un poema que ha escrito diez años antes, descubrirá cosas
que uno creía no haber colocado allí. El lenguaje esquematiza la experiencia, pero al
mismo tiempo la desborda, va mucho más allá de la experiencia singular que uno había
intentado expresar, y lo invita a uno a nuevas experiencias.
Creemos pues, que existe una incertidumbre residual insuperable, que será quizás en
ciertos casos tan pequeña como se quiera, porque se emplean hábilmente palabras para
llegar a repetir la experiencia en la forma más cercana posible a la realidad. Pero las
palabras nos llevan a menudo más lejos que allí donde creíamos estar cuando las hemos
utilizado -recordemos la anécdota a propósito de “la dirección” de la muchacha-, ¿pero
a donde nos llevan? No se sabe. Por tanto uno vuelve a encontrarse en la incertidumbre.
En consecuencia, la existencia misma está, respecto a sí misma y a su futuro, en una
relación de incertidumbre.
Esto quiere decir que nos encontramos no solamente ante la incertidumbre ligada
intrínsecamente a la existencia humana, sino en los casos de ética biomédica, nos
encontramos ante una incertidumbre que es el producto de la multiplicación de la
incertidumbre intrínsecamente ligada a la existencia humana y de la incertidumbre
ligada epistemológicamente a la constitución misma del saber médico. Nos
encontramos, pues, ante una incertidumbre al cuadrado, ante una incertidumbre
multiplicada por la incertidumbre.
Hemos observado que las éticas de convicciones están a menudo construidas de certezas
basadas en datos relativos, que no son objetivables. Por tanto, cuando se establece el
diálogo entre los sostenedores de puntos de vista éticos opuestos, muchos datos
considerados antes como ciertos se vuelven inciertos. Y los portadores de cada uno de
los discursos se encuentran en una situación de malestar. Sin embargo, esta situación de
malestar es simplemente la situación normal de la humanidad. Los individuos,
encerrados en sistemas de convicciones ciegas, se encuentra a menudo en situación
mentirosa. Allí encuentran una falsa tranquilidad, que en sí es una situación perversa.
La mayor parte de los lectores percibirán sin duda la incertidumbre como un fenómeno
negativo. Por lo demás, la palabra comienza con un prefijo negativo. Reflexionemos
muy lúcidamente en la pregunta siguiente: ¿Seríamos libres si no estuviéramos
inciertos? ¿Qué elección haríamos si todo estuviera decidido de antemano por un
sistema de certezas? ¿Dónde estaría el lugar para la diversidad y la novedad en un
mundo de certezas?
CAPITULO 5
ÉTICA DE LA DISCUSIÓN
Como ya lo mencioné subrayando los límites de las éticas de convicción, éstas valen
sobre todo para sujetos que se encuentran en grupos relativamente restringidos que
comparten la misma concepción de la vida y el bien. Pensamos por ejemplo en ciertos
grupos religiosos o culturales relativamente cerrados en sí mismos, que tienen una
misma visión del mundo, que hablan el mismo lenguaje, que están influenciados
-conscientemente o no- por las mismas autoridades de tipo carismático; en estos casos
se pueden resolver los problemas en el marco de una ética de la convicción porque la
mayor parte de las personas, si no todas, comparten en lo esencial las mismas
convicciones.
Pero hoy esta situación ya no es la nuestra en la sociedad actual; sobre todo en las
grandes ciudades, donde coexisten, chocan entre sí e inclusive a veces se enfrentan
violentamente múltiples culturas, múltiples sistemas de convicciones. Por lo tanto ha
sido preciso tener en consideración lo que ya hacían los griegos hace 2.500 años, al
igual que los antiguos hebreos hace quizás más tiempo aún -Salomón vivió unos 600
años antes de Cristo- : la idea de que los actos que realizamos, la decisión que tomamos,
deben serlo no solamente en función de nuestras convicciones, sino con un ojo puesto
sobre las consecuencias de nuestras decisiones, de nuestras tomas de posición.
Evidentemente es un enriquecimiento de la primera perspectiva, en el cual un filósofo
como Hans Jonas se interesó en su libro Le principe responsabilité. El desarrolla allí
una ética de la responsabilidad en una perspectiva transgeneracional, es decir, teniendo
en cuenta que lo que hacemos ahora tendrá consecuencias sobre lo que van a vivir las
generaciones siguientes15.
Pero nos hemos dado cuenta de que no podíamos prever siempre las consecuencias de
nuestras acciones, de nuestras decisiones, y por tanto, que nosotros estamos frente a un
nuevo tipo de incertidumbre. Allí nos encontramos en nuestras discusiones sobre el
problema de la eutanasia. En este campo no siempre se pueden prever las consecuencias
de sus propias decisiones, aun las más puras, inclusive las más lúcidas, inclusive las más
críticas. Queda un margen considerable de incertidumbre, como se ve en por lo menos
cinco de los casos que hemos evocado.
Desde hace unos dos siglos, pero principalmente desde los años 60-70 de este siglo, un
cierto número de pensadores comenzaron a decir que, en una sociedad pluralista,
deberíamos dar cuenta de nuestras convicciones, dar cuenta de la manera como
estimamos prever las consecuencias de nuestras acciones. Antes de decidir, hay que
producir un cierto número de enunciados que tenderían a validar una decisión. Validar
una decisión es mostrar a los demás y a uno mismo, en el ejercicio de la conversación
social, que no nos hemos contentado con las primeras impresiones, que hemos buscado
más allá con verdadera honestidad, que nos hemos esforzado por penetrar más allá de
las apariencias, que hemos intentado captar la complejidad misma de los fenómenos en
el interior de los cuales debe tomarse una decisión, que a través de todas estas
operaciones críticas, la decisión que se quiere tomar ha resistido y así manifiesta toda su
plausibilidad.
Esta validación a menudo toma la apariencia de una universalización, con la ayuda de
una discusión racional. Dos filósofos alemanes, Carl Otto Appel y Jürgen Habermas,
desarrollaron en los últimos años lo que en alemán se llama la “Diskursethik” o ética de
la discusión racional. Algunos lo han traducido, abusivamente a mi modo de ver, por
“ética de la comunicación”. Lo cual no es totalmente falso, pues para discutir hay que
comunicar. Pero la ética de la comunicación debe incluir el tomar en cuenta las
comunicaciones de masa, lo cual evidentemente plantea otras cuestiones éticas. Para
evitar toda confusión, hablamos de la ética de la discusión.
¿De dónde viene la idea de la ética de la discusión? En su base, está tomada a la vez de
Kant y de Hegel. Toma de Kant, el gran pensador alemán del siglo XVIIII, la idea de
que en la ética hay una exigencia de universalidad, y de Hegel la idea de que la razón
humana es un fenómeno dinámico, es decir, que se transforma a medida que se ejercita.
Al juntar las dos ideas, se ve que se puede superar la preocupación individual del agente
moral, que se pregunta si la decisión que pretende tomar es universalizable. Dicho de
otra manera, ¿si todos mis semejantes que se encontraran en una situación análoga a la
mía actualmente, tomaran la misma decisión que yo, el mundo sería siempre viable y
vivible? Como decía Kant, ¿la máxima de mi acción es universalizable? Si lo es, mi
acción es buena; si no, no es buena. Este era uno de los criterios de Kant.
En el siglo siguiente, Hegel desarrolló una Fenomenología del espíritu, es decir, que da
una descripción de la historia espiritual de la humanidad, de la evolución espiritual de la
humanidad o de las civilizaciones. Hegel habla también de la universalización. Ve él
que el espíritu de las civilizaciones está en marcha hacia una especie de
perfeccionamiento sin fin que hará que un día todas las grandes religiones, los grandes
pensamientos, las grandes visiones del mundo podrán en gran parte concordar en una
especie de síntesis global, de sistema universal, que pasará por un pensamiento
dialéctico: tesis, antítesis, síntesis. Esta síntesis global será la virtud del espíritu
absoluto. Este punto ha sido muy criticado.
El principio de “universalización”
Un filósofo judío del siglo XX, Eric Weil, propuso retomar la idea kantiana de la
universalización en un esquema hegeliano. No será solamente la verificación del
principio (máxima) de la acción individual cuya universalización se intentará, o la
“universabilización”, sino que también se someterá a este ejercicio toda moral de
convicción16. Eric Weil propone considerar que estamos en un proceso histórico
gigantesco al cual contribuyen todos los pueblos. Añade que cada pueblo, cada etnia o
cada grupo humano tiene su moral de convicción, que el llama “la” moral, y que en una
sociedad pluralista, estas morales tradicionales se comparan entre sí, a veces chocan
entre sí, e inclusive a veces se combaten mutuamente. Sus partidarios se dan cuenta de
que algunos comportamientos reprimidos entre ellos, son considerados como positivos
entre otros, o a la inversa. Se sigue de allí una especie de relativización que contraría el
apego de los ciudadanos a sus orígenes, a sus raíces. Todas las reivindicaciones de
identidad que se ven hoy, más particularmente en el antiguo bloque del Este, lo
demuestran claramente. Por tanto hay en la humanidad una tendencia a conservar una
identidad singular al mismo tiempo que se inscribe en un concierto universal.
¿Cómo llegar a esto? Weil decía: “Hay que intentar universalizar las tradiciones
morales.” Frente a la pregunta: ¿Qué hacer para actuar bien en una situación dada?”, el
filósofo responde: “Haz lo que la tradición de que eres heredero(a) te sugiere hacer,
salvo si la máxima de la acción que te es sugerida así no es universalizable.” En este
caso, añade el filósofo, hay que reformar tu tradición, porque ella todavía no es tan
universal, suficientemente humana. A los ojos de Weil, ninguna tradición de hoy es
todavía suficientemente humana. Todas las tradiciones conllevan todavía puntos de
barbarie, puntos no civilizados, puntos que todavía no están en la escala de una ciudad
universal, mundial. Estos puntos hay que reformarlos, universalizarlos, es decir, que hay
que transformar la moral tradicional dirigiéndola en el sentido de una moral universal.
Por tanto en Eric Weil hay una respuesta a esta pregunta trágica, que un buen número de
cristianos se han planteado y se plantean todavía: “¿Se puede cambiar la moral?”. No
solamente se puede, sino que se debe; si no, no se llega a una visión suficientemente
universal que permita la articulación de una ética para lo que se llama hoy “la aldea
global”.
Dicho esto, nos queda por precisar el medio por el cual se puede trabajar en
universalizar las morales tradicionales heredadas de las generaciones que nos han
precedido en nuestra cultura; morales que nos aportan hoy nuestras convicciones en la
existencia. La técnica con la cual se espera progresar en el sentido de la
universalización es precisamente la discusión racional.
Entre estos puntos de vista, acabará por presentarse una posición no argumentable
racionalmente. A menudo se intenta apoyarla en argumentos que no lo son. Estos son de
diversos tipos. Pienso sobre todo en el argumento de autoridad En la discusión racional,
el individuo a menudo acaba apoyándose en la voz del profeta, del pensador, del
filósofo que está en el origen de su sistema de convicciones. Cuando se está por fuera de
una tradición, uno puede considerar que el argumento de autoridad no es valedero. Pero
en el interior de una tradición, donde cada uno se encuentra marcado por autoridades
morales significativas para él, este argumento tiene mucho peso. No se pueden
ridiculizar estas actitudes, son mecanismos humanos absolutamente fundamentales.
Entonces, cuando un cristiano dice: “En el Evangelio se ve que Jesús actúa de tal
manera en situaciones análogas; entonces, lo mejor que puedo hacer como cristiano, es
seguir el ejemplo que él me da y que los Evangelistas me han contado”, en cierto modo
lo que invoca es un argumento de autoridad. Pero al mismo tiempo es un argumento de
tradición muy importante, que puede tener mucho peso, tanto más cuanto que inclusive
fuera de la religión cristiana, muchas personas consideran a Jesús como uno de los más
grandes profetas de la humanidad.
Ahora bien, existe una multitud de otros Maestros tanto en el catolicismo como en otras
religiones, como los santos, Gandhi, Martín Luther King, Buda, el profeta del Islam.
Existen también los sabios de hoy: Christian Bobin, Khalil Gibran, Graf Dürckheim y
muchos otros. Por tanto hay profetas, autoridades, personas de quienes se tiene la
impresión de que van más adelante de nosotros en el camino de la humanización. Estas
personas nos impresionan por su calidad de ser, y nosotros somos llevados por nuestra
educación a confiar en ellos. Porque en nuestra juventud, se nos los ha presentado como
modelos a seguir; por lo demás, con justo título, pues son casi siempre personas íntegras
y eminentes. Su notoriedad no es el efecto del azar o el producto de una maniobra
publicitaria. Las personas adhieren a sus discursos, porque encuentran en ellos la
sustancia moral que necesitan para dar un sentido a su vida. Por eso en situación de
dilema moral, uno se pregunta qué habrían hecho Jesús, Buda, Gandhi, Mahoma u otros.
En el caso de Jesús, por ejemplo, quien es el autor de una práctica social muy precisa, la
pregunta parece justa: ¿Qué habría hecho Jesús en una situación análoga? Para un
cristiano es una buena pregunta para plantearse antes de decidir.
Estas anotaciones son justificadas, pero de ninguna manera hacen justicia a la ética de la
discusión, que posee muy buenas cualidades la mejor de las cuales es que ella pone en
movimiento en el individuo lo que hay de más humano en él: la aptitud para el diálogo,
la aptitud para la palabra y para la escucha, la aptitud para entender el punto de vista del
otro, para intentar comprenderlo, en cierto modo, para aprender su norma. También
hace resaltar ella la aptitud del ser humano para expresarse, hablar, dar razón de sus
convicciones. Así se encuentra en confrontación pacífica con el otro con la finalidad
explícita de inventar, encontrar soluciones nuevas para problemas inéditos.. Uno de los
grandes méritos de la ética de la discusión es que ella moviliza una parte de lo que hay
de más humano en el ser humano. Para llegar a este resultado, es necesario que se den
procedimientos. Estos son, pues, secundarios en relación con la calidad intrínseca del
diálogo que garantiza en cierta medida la eticidad de la conclusión.
Para que haya un verdadero diálogo, conviene en efecto que se respeten ciertos
principios. Hay tres principios esenciales, sin los cuales es enteramente imposible
dialogar:
“No considerarás jamás a tu semejante como un medio, sino siempre como un fin”;
Arbitrariedad y subjetividad
Otra ventaja muy grande de la ética de la discusión es que ella permite a cada uno
asumir su subjetividad evitando lo arbitrario. La distinción que hacemos entre
subjetividad y arbitrario debe ser iluminada. Cada uno de nosotros es subjetivo porque
cada uno de nosotros es él mismo, él no es el otro. Un día una estudiante vino a
decirme, a la salida de un curso de filosofía, que yo era uno de los raros profesores que
ella conocía que no había intentado hacer creer a sus estudiantes que había tenido otra
lengua materna, otro sexo, y que había nacido en otra ciudad en otra época, había
cultivado la misma filosofía... He creído comprender que ella había percibido que yo
siempre me esfuerzo por hablar de dónde soy, por asumir mi subjetividad.
Pero hay una dificultad: los otros también tienen una identidad personal. Son más o
menos diferentes de nosotros, según su origen y su historia. En un primer momento, uno
se siente tentado a creer que el entorno es como nosotros lo percibimos, y tomamos
nuestra percepción subjetiva del mundo, de las cosas, de la historia, de los demás y de
nosotros mismos como si fuera la verdad pura y simple, es decir, como una objetividad.
Erigir en objetividad su propia percepción subjetiva, es lo que se llama arbitrario. Y lo
arbitrario está evidentemente en el origen de muchos malentendidos. Loa arbitrario es la
disposición que nos hace querer imponer a los demás nuestra propia subjetividad como
objetividad.
El segundo mérito de la ética de la discusión es que ella permite eliminar los riesgos de
lo arbitrario permitiendo asumir las subjetividades presentes. Esta técnica es muy
interesante, porque es argumentativa y democrática. Pero no se trata del simple ejercicio
de la mayoría, sino de una democracia más profunda, constantemente en búsqueda de
un consenso que pone a los interlocutores al abrigo de una eventual dictadura de la
mayoría.
Evidentemente hay límites en la ética de la discusión, como en todos los demás tipos de
ética considerados hasta aquí. Estos límites no la descalifican. Una exposición crítica
minuciosa no lograría de ninguna manera desacreditarla o invalidarla. Ella es
invulnerable en el nivel del fundamento y de los principios. Pero no hay que pedirle lo
que ella no puede dar. Al operar según este método, se obtiene las más de las veces muy
buenos resultados. Pero se ilusionaría quien creyera que es una fórmula mágica que
abre todos los cerrojos. Nos podemos servir de ella para desenredar muchas madejas,
pero a veces sucede que quedan muchos nudos que deberán deshacerse con otros
métodos.
Lo que no puede darnos la ética de la discusión es la certeza absoluta. ¿Por qué? Porque
siempre su ejercicio, cuando mucho, no es sino una sinfonía intersubjetiva.
Por otra parte, la ética de la discusión se basa en la discusión racional; ahora bien,
sabemos muy bien que dar razón de lo que queremos, de lo que pensamos, tiene sus
límites. Pascal acaso no dijo: “El corazón tiene sus razones que la razón no conoce”?
Otros antes de él pensaban igual, pero hoy, en un mundo dominado por la racionalidad
científica, tenemos la tendencia a olvidarlo. Sin embargo, hay momentos en que un ser
humano puede llegar a decir: “Yo sé, yo siento, yo digo que esta acción es incorrecta,
pero no puedo explicar por qué. Y paradójicamente, las explicaciones que yo podría
intentar dar irían en sentido contrario; aquí me bloqueo radicalmente.” ¿Quién es
víctima , pues, de quien está dentro? ¿Cómo esta persona, este agente moral, mantiene
su relación con la parte inconsciente de sí mismo, con la imagen que él mismo se ha
hecho de sí mismo en la discusión con los demás? Todo parece darse en el interior,
sobre la faz oculta de nuestro espíritu; y el sentimiento que surge entonces hace fracasar
la razón. Es muy difícil, para no decir imposible, ser racional de parte a parte. Hay
situaciones en que nuestros sentimientos se adelantan a la lógica, y esto sucede a
menudo sin nuestro conocimiento. Hay personas inconscientes, aunque muy
inteligentes, que sobresalen en el arte de construir sistemas sofisticados de
argumentación para darse apariencias de racionalidad. Se les califica de sofistas, y en el
lenguaje de la calle se dice que patinan. En el fondo siempre queda una parte de
convicción injustificable, imposible de legitimar, que nunca se llega a avalar con
argumentos. Hay que tener la humildad de concederse este límite a sí mismo y también
a los demás. En el fondo, la discusión racional no suprime la convicción: permite
encauzarla, construir lúcidamente sobre convicciones sin hacerlas a un lado.
La segunda gran limitación es que para participar en la discusión hay que saber hablar y
saber escuchar. En principio, todos los seres humanos tienen la capacidad de hablar y de
escuchar. Idealmente deberíamos estar en un pie de igualdad en el nivel de estas dos
facultades. Pero como en otros campos, el talento no está repartido por igual. Hay que
reconocer que hay virtuosos del lenguaje. Unos son honrados filósofos, otros son
deshonestos sofistas. Por tanto existe el peligro de elitismo en la ética de la discusión.
No todo ciudadano es capaz de ir al Senado y explicar por qué no está de acuerdo con
un proyecto de ley.
Cuando se llega a vivir en paz a pesar del desacuerdo, se ha dado un paso excepcional
sobre el plano humano. Esta es a menudo la primera etapa, la que va a preceder al
compromiso. Porque si el consenso no es posible, esto no impedirá que se pueda tratar
de establecer un compromiso.
Para llegar a esto, hay que aceptar vivir cierto malestar, aceptar vivir cierta
incertidumbre. La gran dificultad que impide ponerse de acuerdo sobre los puntos de
desacuerdo está ligada al hecho de que tenemos muchas dificultades para poner en
palabras claras nuestras objeciones, para dar nombre en forma conveniente a las razones
que nos hacen resistir, y a menudo para asumirlas. Buscamos espontáneamente
deshacer los argumentos del otro y no siempre exploramos minuciosamente nuestras
motivaciones profundas. Nuestro primer reflejo es a menudo hacer caer el peso del
desacuerdo sobre las espaldas del otro. Es muy natural, muy humano intentar ganar
primero. Para llegar al compromiso, hay que aceptar perder y vivir la incertidumbre y el
malestar que acompañan a la derrota. Pero quizás allí logramos una victoria sobre
nosotros mismos. Hay que escoger entre dos clases de malestar, el causado por la
tensión del conflicto y el causado por la aparente derrota. Porque una derrota nunca es
total si se llega a un compromiso. Pero para llegar a ello quizás hay que vencerse un
poco a sí mismo. El sabio chino Lao Tse decía: “El hombre que logra vencerse a sí
mismo es más poderoso que el que ha conquistado un imperio”.
Todo lo que hemos escrito en los capítulos precedentes sobre la intención, el lenguaje y
la experiencia moral debería inspirarnos la actitud esencial que conviene tener para
establecer compromisos. Es difícil vivir cuando no estamos de acuerdo con nosotros
mismos, cuando estamos divididos dentro de nosotros mismos. Podemos ser
destrozados interiormente cuando nuestro trabajo nos obliga a dejar de lado nuestras
convicciones. Pero todavía es más doloroso no estar de acuerdo con alguien. En la
medida en que se debe andar al lado de este otro, todavía es más difícil, porque cada
mención de un punto de desacuerdo puede ser un instrumento de tortura. ¿Y a quién le
gusta torturarse, torturar al otro o ser torturado por el otro? A nadie, a menos que sea un
psicópata.
Para dialogar hay que asociar la lucidez que nos da la madurez a la curiosidad y a la
apertura de la infancia. La tercera disposición es reconocer la equivalencia moral del
otro. Antropológicamente, en el plano humano, tenemos el mismo valor. Si entramos en
diálogo con el otro, es que estamos listos para incluirlo en el círculo de nuestros
semejantes.
Volvamos ahora a los casos del primer capítulo que no han podido ser resueltos del todo
en el tercero.
1. Antonio
2. Roberto
La discusión ética permitió encontrar soluciones al caso de Roberto (número 4), que no
quería volver a la diálisis. En esta situación se habría podido ir inclusive más allá de
este simple consenso. El equipo de psiquiatría dio un paso más al aceptar prodigar al
paciente los cuidados paliativos que necesitaba su estado, y para los cuales el mismo
equipo no estaba preparado. Profundizando la reflexión a propósito de su propia
práctica, aceptó ver su papel de otra manera, y con toda paz espiritual, realizó actos que,
a primera vista, iban en contra de su lógica tradicional de intervención. El equipo y sus
miembros evolucionaron.
3. Lidia
4. Luisa
El caso número 8. Ha habido una discusión a propósito del caso de esta mujer
anoréxica, inclusive hubo consenso. Pero faltó un excluido importante: el médico jefe
de servicio. No creemos que el equipo tenía la intención de excluirlo de la discusión,
pero si se hubiera planteado la cuestión de la exclusión, alguien habría podido pensar
quizás en telefonear al médico jefe, que habría hecho valer su punto de vista. Esta
llamada le habría reconocido el poder de echar atrás la decisión, y entonces habría
asumido las consecuencias de su propia decisión. Nadie habría sido censurado.
5. Hubert
El décimo caso, el de Hubert, fue muy doloroso para el paciente, su mujer, su hijo, y
sobre todo para el equipo de las enfermeras, que ya no sabía cómo intervenir con este
paciente. Si se hubiera asumido el riesgo de reunirse para discutir con todas las personas
afectadas, probablemente se habrían evitado numerosas dificultades y sufrimientos.
CAPITULO 6
ETICA DE LA FINITUD
¿Qué es una ética de la finitud? Es una ética que se caracteriza por tres rasgos
esenciales que yo quisiera subrayar a lo largo de este capítulo. Ante todo, una ética de la
finitud acepta la existencia de incertidumbres irreductibles que afectan la profundidad
de la vida moral de los seres humanos y son, de alguna manera el reverso de su libertad
de actuar. En segundo lugar, una ética de la finitud asume radicalmente los valores de
la ética de la discusión en cuanto constituyen las condiciones de posibilidad pragmáticas
del ser humano considerado como ser de reciprocidad dialogal, y ella propone sus pistas
inter-subjetivas para limitar la arbitrariedad de las decisiones. Finalmente, una ética de
la finitud asume la paradoja de la conciencia moral autónoma que no puede dejar de
someterse a la norma que ella descubre actuante en su propio ejercicio, sin poder
pretender evitar, en caso de encrucijada moral, transgredir la letra de esta misma
norma.
Finitud e incertidumbre
Optimista o pesimista, debe tomarse una decisión: construir o no construir una central
nuclear. Hay obligación de escoger y no hay ningún medio de dar un argumento
racional que produzca la adhesión de todos, porque la situación, como se dice en
filosofía, es aporética20. Frente a esta decisión, tendremos la tarea de desarrollar un
conjunto de instrumentos éticos realmente válidos para intentar hacer frente a la
incertidumbre de nuestras decisiones, y reducir esta incertidumbre, aunque queda el
residuo insuperable, irreducible, que hace que en definitiva nos veamos obligados a
tomar una decisión en el límite de lo arbitrario, es decir, a partir de una apuesta sobre la
validez de nuestras convicciones. Por tanto hay casos donde no hay medios para actuar
de otra manera si no es volviendo a la ética de la convicción.
Aquí, pues, nos encontramos frente a una ética que subraya la soledad moral de cada
uno de los seres humanos, porque cuando se toma una decisión, en definitiva quien la
toma es uno solo. Esta ética está igualmente ligada a la finitud de cada ser humano. Del
hecho de que no siempre se tienen las informaciones suficientes para tomar una
decisión, ésta quedará imperfecta en el plano de la argumentación racional. En otras
palabras, estamos condenados a la incertidumbre, sufrimos de frustración y nos
encontramos solos para asumir estos casos límite. Brevemente, en mi opinión, la
combinación finitud-soledad-incertidumbre describe bien el modo de existencia del ser
humano lúcido enfrentado a su propia voluntad de ver claro allí.
La ética de la finitud supone por tanto que aceptemos nuestra falta de capacidad para
controlar los acontecimientos, que renunciemos a querer dominarlo todo. A nadie le
gusta sentirse incapaz frente a una situación. Hay fallas en el cimiento de nuestras vidas,
virus en la programación de nuestras existencias. Debemos por tanto aceptar la
frustración que sentimos porque somos incompletos. A riesgo de chocar, afirmo que el
ser humano está intrínsecamente frustrado. No es él quien tiene la última palabra sobre
la realidad, o es que él se ilusiona, si no es ya completamente esquizofrénico. ¿Quién
tiene la última palabra? Para algunos, es Dios; para otros, es el juego complejo del azar
y de la necesidad. Hay mil y una respuestas metafísicas, que son otras tantas estrategias
que adoptamos para comprender nuestra finitud y soportar la incertidumbre que de allí
resulta.
Con seguridad, nuestro actuar determina una gran parte de los acontecimientos que nos
suceden. Nosotros conocemos personas tenaces, organizadas, disciplinadas y creativas
que llegan a determinar lo esencial de su vida. Pero nadie jamás ha llegado a ponerse al
abrigo de los imprevistos, digan lo que digan los agentes de seguros. Siempre habrá
situaciones en las cuales no tendremos la última palabra. Entonces es normal sentirse
frustrado. Esto no quiere decir que toda frustración sea justificada; hay frustraciones que
es posible superar. Pero siempre habrá alguna parte de frustración en el ser humano; y la
ética de la finitud consiste en aceptarla y vivir con esta frustración.
Finitud y autonomía
Pero esta ética no es solamente una ética que describe la existencia humana en términos
negativos; es también una ética que propone valores. Ella propone tres grandes valores
que corresponden a las prohibiciones expuestas en el capítulo 4. Hay un valor de
solidaridad, que corresponde a la prohibición del homicidio. Yo utilizo el concepto de
solidaridad más que el de respeto a la vida, para no dificultar el paso
incondicionalmente a la ética de la sacralidad de la vida, porque pienso que puede haber
verdaderas y auténticas formas de solidaridad que no respetan incondicionalmente toda
forma de vida.
Recordamos aquí el número 3, donde Isolda exige de su médico que le realice eutanasia.
Esta situación se caracteriza por una mutua instrumentalización del médico y de la
paciente. Ella tomó un viso un tanto amargo, porque se ha realizado un intercambio
dudoso. La paciente instrumentalizó al médico al hacerle llevar sobre sus espaldas la
impotencia de la medicina para curar su enfermedad. Ella manipuló sus sentimientos.
Por su parte el médico instrumentalizó a la paciente al mediatizar su caso. Su intención
era hacer progresar las leyes sobre la eutanasia. No hubo discusión ética antes de llegar
a esta decisión. Si ellos se hubieran arriesgado a una discusión, por ejemplo con un
ético, este último probablemente habría hecho ver el vicio de la comunicación que los
separaba bajo las apariencias de un acercamiento. Y, en efecto, el médico luego confió
al ético su arrepentimiento de haber apelado a los medios de comunicación, no en razón
de los pocos días que había debido pasar en prisión, sino a causa de la falta de respeto
que había manifestado él para con Isolda al tomarla, por así decir, como rehén de su
propio combate político.
El tercer gran valor, la libertad, está ligado a la prohibición de la mentira porque esta
prohibición prescribe hacer la guerra a las falsas certezas, para abrirse espacios de
libertad, abrirse intersticios en los cuales se podrá poner en marcha nuevas cadenas de
causalidad. La libertad es una disposición psicológica y moral que hace posible la
creatividad. Y la creatividad permite una verdadera autonomía. Si un individuo
permanece toda su vida en caminos predeterminados por la norma social, estará
limitado a tomar experiencias ya hechas. El desarrollo de su potencial humano estará
limitado a estas experiencias, y será excluida la novedad. Si el ser humano no hubiera
conquistado su libertad, no tendría la facultad de vivir creativamente; todavía estaría en
la edad de piedra.
La ética de la finitud es, pues, una ética basada a la vez en tres prohibiciones
fundamentales (el homicidio, la instrumentalización y la mentira) y sobre la lucidez, que
permite ver que en definitiva nuestra existencia está intrínsecamente tejida de soledad,
de frustración y de incertidumbre. Pero la ética de la finitud también es una ética de la
solicitud, porque es una ética que nos indica cómo comportarnos con los demás. Llamo
solicitud esta forma de compasión, esta actitud de apertura al otro y de interés por el
otro, que hace que uno se preocupe por su bienestar.
Diferencia Instrumentalización Finitud Dignidad
Equivalencia Mentira Incertidumbre Libertad
Se trata de reconocer que no estamos en una ética del “hacer” sino en una ética del
“ser”, del “estar ahí, del “estar presente al otro”. El ser humano se abre en la medida en
que asume diariamente, y siempre más, su soledad, su finitud y su incertidumbre; en la
medida en que respete cada día más las tres prohibiciones, en que él cultive cada día
más los tres valores de solidaridad, de dignidad y de libertad; en la medida en que él se
compromete sobre el camino de la compasión y el camino del ser más que en el del
hacer o del tener; y en la medida en que él se vuelve presente al otro en la diferencia y la
equivalencia.
Es una ética de la solicitud, es decir donde no se toma por Dios al Padre Todopoderoso.
Sabemos que no vamos a cambiar el mundo, pero que se puede estar ahí simplemente.
Y estar ahí puede cambiar la mirada que el otro echa sobre el mundo, y así provocarlo a
transformarse a sí mismo. La autonomía de un ser humano, no es una cuestión de todo o
nada, sino siempre una cuestión de más o menos; dicho de otra manera, se puede
retroceder en la dependencia como también se puede progresar en la autonomía. Y la
autonomía de un ser humano, es el equilibrio entre solidaridad, dignidad y libertad.
Este equilibrio es esencial. Ciertos individuos, militantes, llámeselos también apóstoles
o misioneros, son personas que deben absolutamente cambiar el mundo, que llevan el
peso de la tierra a sus espaldas y son tan solidarios de todos, que terminan por perder su
dignidad y su libertad. Otras personas están tan revestidas de su dignidad que se vuelven
impermeables a toda solidaridad. Otras también están tan orgullosas de su libertad, que
en el límite, pierden toda dignidad porque se apartan del otro y, por consiguiente, de
toda capacidad de solidaridad.
Resumimos esta ética recordando un principio fundamental del ser humano, que
formulamos de la manera siguiente: “Cultiva la autonomía del otro, y por añadidura te
será dada tu propia autonomía”. Trabajando, estando presente en el desarrollo del otro,
en el crecimiento del ser del otro, es como se consolida nuestra propia autonomía.
Volvamos a la ética del “ser”. Ella no excluye en manera alguna el actuar, ella lo
orienta, determina el espacio y la amplitud de la acción. En la ética de la solicitud, la
dignidad del ser humano es más importante que el protocolo de acción. Ella propone
que la calidad de la presencia sea más importante que la eficacia de mil y una prácticas.
En un mundo técnico como el nuestro, se necesita una gran fuerza interior, una gran
lucidez, para resistir al “hacer”. Los médicos no llegan habitualmente sino demasiado
poco; quizás dicho sea de paso, porque en el hospital siempre vale más hacer algo que
nada?.
Autonomía y transgresión
Allí donde sí hay una verdadera paradoja que se encadena a la primera (que es sólo
aparente), es que en una sociedad humana concreta no hay autonomía posible para un
ciudadano si no existe un mínimum de leyes que protejan el ejercicio de la autonomía.
Si se deja al fuerte explotar al débil, al mentiroso engañar al ingenuo, y al manipulador
teleguiar a los crédulos, ya no habrá autonomía recíproca posible. Por tanto se necesita
que haya un mínimum de leyes civiles que protejan a los débiles contra los fuertes, a los
ingenuos contra los mentirosos, a los crédulos contra los manipuladores. Si no existe
este mínimum de leyes, se regresará a una especie de selva donde reinará la ley del más
fuerte. Y esto será el caos.
Por el contrario, lo que acabamos de describir sirve de punto de apoyo radical y decisivo
para toda crítica de la inflación jurídica que se conoce en la sociedad de hoy. En efecto,
basta un mínimum de leyes para que sea posible la autonomía de cada uno. La inflación
jurídica, que conocen hoy las sociedades que tratan de protegerse contra todos los
riesgos, es un exceso que debería reprimirse duramente, porque la obediencia rígida a la
ley tiende entonces a reemplazar la exigencia lúcida de la conciencia moral cuyo
ejercicio atento constituye el más seguro camino hacia la autonomía.
Dicho de otra manera, puede suceder que matar, instrumentalizar y mentir sean más
humanizantes que no hacerlo. Por ejemplo, quizás es más humano matar a Isolda que no
matarla, dadas las circunstancias. Quizás es preferible mentir que entregar a un amigo a
quien se quería proteger y que es buscado injustamente por una fuerza de policía
totalitaria. Y quizás es preferible instrumentalizar, con su consentimiento, a algunos
pacientes, a fin de experimentar la calidad de un medicamento de doble efecto, que no
poder contribuir al progreso eventual de la medicina.
Por tanto hay situaciones en las cuales finalmente la letra de la ley debe ser transgredida
en nombre del espíritu de la ley. Estas transgresiones siempre son muy arriesgadas. Es
preciso que se las asuma en la soledad, la finitud y la incertidumbre. Y ellas están
siempre amenazadas de ser arbitrarias. Con seguridad se puede tomar la precaución de
un diálogo intersubjetivo para tratar de poner de su parte todas las oportunidades para
no ser demasiado arbitrario. Si uno es denunciado por haber cometido esta trasgresión,
es posible que deba explicarse ante un tribunal. Es posible que el conjunto del jurado
diga que ellos no habrían hecho lo mismo que nosotros en la misma situación, y
concluyan que hemos actuado en forma arbitraria, y por tanto actuado mal. Aunque
hayamos tomado precauciones y puesto todas las oportunidades de nuestra parte para no
actuar en forma arbitraria, es posible que actuemos en forma arbitraria. Fuera de un
jurado, nadie tiene el derecho de decir qué es arbitrario y qué no lo es. Hay relaciones
de fuerza en la sociedad, que perduran... Hay situaciones ambiguas en que estamos
obligados a correr riesgos, o a renunciar. Y pienso que en ciertos casos, uno de los
cuales puede ser el de Isolda, la eutanasia podría mirarse como la solución menos mala.
Así, a veces nos encontramos ante un riesgo mayor que se ha de asumir. La persona que
toma este riesgo lo hace a partir de sus convicciones, asumiendo sus responsabilidades.
Ella quizás deberá responder, si es denunciada al tribunal. Ella asume también el riesgo,
en una ética de la discusión, de intentar convencer y dar razón de su acción. Finalmente
no podrá sino reconocerse culpable diciendo que esta era su forma de asumir su finitud.
Si el jurado es capaz de comprender lo que esto significa, sin duda lo tendrá en cuenta.
Pero inclusive si es condenada, sabrá que ella ha obrado bien. No es fácil vivir, pero
quizás sea honroso para la humanidad el ser capaz de un tal gesto.
Un piloto de línea, muy experimentado y muy estimado por todos sus colegas, jamás ha
tenido un accidente. Ha sido monitor de formación, y pertenece, a juicio de sus
empleadores, a la élite de los pilotos civiles. Este hombre es un viejo navegante del
África, que trabaja en la SABENA; un día debe aterrizar en Kigali, donde en ese
momento no hay ninguna guerra. Parece que el aeropuerto de Kigali es muy peligroso
porque pueden sobrevenir de manera totalmente imprevisible, golpes de viento
extremadamente fuertes. Por tanto siempre hay que estar alerta mientras el aparato no ha
tocado tierra. Porque en el momento crucial de la desaceleración, cuando el avión ya no
tiene la fuerza para volver a arrancar, si el aparato es alcanzado por un golpe de viento,
hay que reaccionar inmediatamente, si no, hay el peligro de ser tirado contra el suelo.
Pero al hacer esto, el piloto transgredió una regla muy importante del reglamento de las
vías aéreas, que estipula que se debe aterrizar entre los sistemas de señales; no se puede
aterrizar al lado de las señales, no se puede abandonar la pista. Entonces fue denunciado
y citado al tribunal como medida administrativa. Si él hubiera seguido derecho y
hubiera matado a algunos niños del bus y a algunos otros pasajeros, se habría dicho que
era un error humano del conductor del bus, y jamás habría sido denunciado ante el
tribunal... Fue citado al tribunal. El rehusó conseguir un abogado y fue personalmente a
defenderse explicando evidentemente que él reconocía la culpa, que había transgredido
la reglamentación, pero que en conciencia estaba íntimamente persuadido de que era
menos grave haber hecho así. Añadió que si el tribunal lo condenaba a pesar de todo, se
sentía feliz y orgulloso de haber evitado este accidente. Fue absuelto, claro, pero de
todos modos fue citado al tribunal.
La idea de que una ética pueda incluir una teoría de su propia trasgresión no es común.
Y sin embargo no soy el primero, lejos de ello, en establecer un vínculo positivo entre
ética y trasgresión. Por lo menos tengo dos predecesores ilustres. En su Antígona,
Sófocles dio un testimonio excepcional en favor de la autonomía de la conciencia
humana, al no aceptar que “las leyes imprescriptibles y no escritas” de los dioses
prevalezcan sobre las de la Ciudad. Este testimonio es excepcional, pero no único. No
solamente del lado griego de los archivos de nuestra cultura, en efecto, se e ve que
ciertas transgresiones son calificadas como justas, porque también es igual desde el lado
hebreo. ¿Los Evangelios no nos cuentan acaso que Jesús cometió deliberadamente
varias transgresiones de la Ley? 22.
Estas dos referencias a las fuentes griegas y hebreas de nuestra cultura están
simplemente destinadas a subrayar el hecho de que mi posición sobre la prerrogativa de
la conciencia moral de elevarse por encima de la ley que la ha formado, para juzgar en
última instancia sobre una eventual transgresión de esta ley, no tiene nada de
particularmente innovador y revolucionario. Es una posición clásica, aunque la mayoría
de las autoridades morales de nuestra sociedad no sean amigas de subrayarla23.
Los casos que han quedado sin solución son aquellos en los cuales la causalidad se
desdobla. Por lo menos la conciencia de los que deciden distingue una causalidad
primera y una causalidad segunda. Distinción introducida para justificar la rectitud de
la decisión que consiste en poner el gesto que ha de producir las dos consecuencias,
aunque no se quiera producir expresamente sino la primera con exclusión de la segunda,
con la cual se resigna ya que no hay medio de actuar de otra manera. Esta pretensión de
la conciencia moral tiene el deber de someterse a la discusión intersubjetiva y crítica
que tiene por función rechazarla o exonerarla de la sospecha de arbitrariedad. El
consenso eventualmente establecido así, permite a la conciencia individual salir de la
soledad, pero la remite a otra pregunta: ¿Debe ella en última instancia ratificar este
consenso o distanciarse de él? En últimas, ella es el único juez en la materia, sea que se
trate de una ley, o de un principio, de una regla o de un consenso. Y ella sabe que corre
el riesgo de equivocarse, en un sentido como en el otro. Pero también sabe que (dejarse)
hacer violencia es ciertamente una falta moral más grave que equivocarse de buena fe.
Conciencia y trasgresión
CAPITULO 7
LA CUESTIÓN DE LOS “CUERPOS DESHABITADOS”
Conciencia y comunicación
Afirmo tranquilamente que está muerta una persona cuyas capacidades de conciencia y
de comunicación han desaparecido definitivamente o irreversiblemente. Pero veámoslo
más de cerca. Yo quería definir el cadáver metafísico, y decía que si se encontrara un
caso en que toda capacidad de conciencia y de comunicación hubiera desaparecido
irreversiblemente en uno de nuestros semejantes, con seguridad nos encontraríamos en
presencia de un cadáver metafísico. Todo el problema es saber si se cumplen estas
condiciones. Si examinamos una por una estas condiciones, nos damos cuenta de que
ninguna puede cumplirse en forma absolutamente cierta. Esto no quita nada a lo
pertinente del enunciado, porque, como todo enunciado general, indica una orientación
del pensamiento, más que enunciar una certeza absoluta. Pero en la apreciación que voy
a formular, según la cual este semejante en tal servicio de cuidados intensivos se ha
convertido, desde el punto de vista metafísico24, en un cadáver, subsiste un riesgo de
error, también lejano que este enunciado haya sido sometido a la crítica intersubjetiva.
Es evidente. Pero también es evidente que este mismo riesgo de error existe si yo
formulo el enunciado inverso diciendo que tal semejante no es todavía un cadáver
metafísico. Esta es la razón por la cual pienso que en un contexto tecnocientífico, no se
constata la muerte metafísica de un semejante, se decide que este semejante está muerto.
Sólo pueden ser “constatados”(sin olvidar que los hechos siguen siendo construidos por
nuestros modos de hablar, inclusive en la ciencia). Pero erigir estos hechos en criterio de
vida y de muerte es el fruto de una decisión en el sentido pleno del término. Yo podría
admitir que se puede constatar físicamente la muerte del cuerpo que yo he tenido, pero
la muerte del cuerpo que yo he sido25 es juzgada por una decisión metafísica. La
dificultad reside en el hecho de que se procede a un juicio metafísico sobre la base de
criterios físicos. Allí hay un salto epistemológico que, no por pasar ampliamente
desapercibido de la mayoría de los agentes de salud, es menos atrevida.
Si se pudiera probar que tal cuerpo humano está definitivamente deshabitado 26 por el
sujeto del cual ha sido soporte cibernético, se habría resuelto el problema. Pero en
términos absolutos, esta prueba es imposible de establecer. Por esto es por lo que
quedamos reducidos a apreciaciones subjetivas. Por lo demás esto no tiene nada de
escandaloso, ya que el concepto mismo de persona es un concepto que designa una
realidad eminentemente subjetiva. Como lo he subrayado repetidamente, la subjetividad
no tiene nada de deshonroso. Lo que nos descalificaría moralmente no es ser subjetivos
sino pretender erigir en objetividad nuestros juicios subjetivos. Esto es lo que hay que
llamar arbitrario. Y, en cuanto tal, todo lo arbitrario debe ser llevado a plena luz y
denunciado. La sola protección de que disponíamos contra lo arbitrario es la discusión
intersubjetiva. Esta, por lo demás, no sirve para fundamentar una nueva objetividad,
sino para subrayar que tenemos conciencia de nuestra falibilidad y que intentamos
asumirla en la mejor forma, sin encerrarnos en nuestra soledad.
Para responder a esta pregunta, es indispensable precisar cuáles son estas otras
condiciones. Se podría sugerir que es el alma la que está todavía “en” el cuerpo. Pero
prefiero no traer las categorías contrapuestas de cuerpo y alma para expresar mi visión
sobre este punto, porque desembocan en una concepción dualista del ser humano que
no comparto. Soy demasiado sensible a las múltiples interrelaciones entre el “cuerpo” y
el “alma”, interrelaciones que manifiestan en forma particularmente clara los fenómenos
psicosomáticos y somato-psíquicos, lo mismo que nuestra relación con una dimensión
inconsciente a la vez individual y colectiva, para oponer, como Platón, un alma que
sería el verdadero sujeto y un cuerpo que no sería sino la cárcel provisional o, como
Descartes, una cosa pensante y una cosa entendida.
La cuestión de la trascendencia
1. Condición biológica
2. Condición verbalizante
Es preciso por otra parte que esta máquina tampoco se haya vuelto definitivamente
impermeable al orden del lenguaje, es decir, que esté disponible para la expresión de
una eventual presencia, que permanezca utilizable por la intencionalidad de su
“habitante”. Dicho de otra manera, es preciso que ella siga siendo la posible mediación
visible de una presencia invisible.
3. Condición óntica
La tercera condición, que nace del orden metafísico, es evidentemente la más difícil de
“verificar”: es que un tal habitante esté siempre presente; que este cuerpo sea el signo
visible de la presencia invisible de su habitante. Un cuerpo humano es viviente y no
cadáver por la única condición de ser el signo visible de una presencia invisible, la
mediación inmanente de una relación con la trascendencia.
Pero conviene subrayar que es precisamente en este punto de la tercera condición donde
la competencia de los médicos en cuanto médicos, ya no es garante del peritazgo
necesario para dar una certificación fundada. En este punto es donde los criterios
técnicos más sofisticados llegan a su límite. La primera condición necesaria puede ser
verificada por un balance médico profundo del estado anatómico y fisiológico del
cuerpo en cuestión. La segunda puede verificarse por medio de una exploración
neurológica de los centros cerebrales del lenguaje. La tercera escapa a las
investigaciones tecno-científicas y nace del juicio metafísico, del juicio hecho acerca de
una persona, sobre su relación con su propio ser esencial. Este último punto necesita ser
desarrollado.
¿Pero se puede excluir que puedan producirse situaciones en las cuales la tercera
condición falte antes de las dos primeras? Si hubiera que responder positivamente a esta
pregunta, nos hallaríamos ante una situación en la cual ayudar a morir al cuerpo que yo
he tenido no sería un asesinato, por cuanto el cuerpo que yo he sido ya estaría
deshabitado. En este tipo de casos, la eutanasia no sería un asesinato. Inmediatamente se
piensa en los casos de los comas vegetativos. Estos cuerpos, si no me equivoco, nos
plantean la pregunta de saber si todavía están habitados a pesar de su relativa integridad
biológica y neurológica. ¿Un coma vegetativo puede ser interpretado como el signo
visible de un acontecimiento invisible; o sea aquí la deshabitación del cuerpo, la
ausencia de su habitante, su desaparición? Es esta la cuestión que quisiera plantear
subrayando tan rigurosamente como sea posible su carácter metafísico.
Por esto es por lo que propongo que tomemos la posición siguiente: considerar que un
cuerpo se ha vuelto cadáver solamente si es seguro y cierto que una de las condiciones
necesarias está definitivamente ausente. Como este caso es muy poco frecuente, mi
primera proposición debe ser completada por una segunda: si tenemos dudas fundadas y
ninguna certeza sobre una de las condiciones, abstengámonos resueltamente de toda
tentativa de oponer un deterioro de una de las otras dos condiciones. Esta segunda
proposición vale evidentemente con mayor razón si tenemos dudas fundadas sobre dos
de las tres condiciones.
Nuevamente el cientismo
Para terminar, quisiera subrayar por última vez que el verdadero cientismo consiste, no
en dar a una discusión su columna vertebral con la ayuda de enunciados universales
aceptados provisionalmente como verdaderos, sino en creer que una cuestión metafísica
cuya solución llega a la apreciación ética intersubjetiva, puede encontrar una respuesta
objetiva a partir de criterios puramente físicos.
Hoy en las sociedades postindustriales, se considera como obvio que debe considerarse
muerta una persona cuyo electroencefalograma es plano. Sin embargo puede
preguntarse de dónde viene esta convicción, o por quién ha sido tomada la decisión de
ver así las cosas. A mi modo de ver, esta decisión ha sido tomada por la corporación
médica internacional a la cual hemos investido implícitamente de este poder. Y la
responsabilidad de esta corporación es tener al día su criteriología. Por lo demás no es
imposible que ésta sea modificada en el futuro en función de nuevos progresos tecno-
científicos. La discusión sobre este asunto por lo demás no está cerrada. Ella siempre
está en camino, y existe un debate importante entre un grupo mayoritario y un grupo
minoritario. Este último está formado principalmente por médicos japoneses, quienes,
por razones antropológicas -que aquí he llamado metafísicas-, no aceptan los criterios
neurológicos, y sostienen una criteriología de tipo cardiológico. Algunos piensan que
los criterios neurológicos fueron adoptados para facilitar los transplantes de órganos.
Otros se apoyan más bien en los descubrimientos recientes de la psicología
experimental para sostener los criterios neurológicos. Yo no tengo la competencia para
tomar posición en este debate, pero quiero subrayar que se trata de un debate abierto.
Estas anotaciones podrían inducir a los lectores a pensar que estamos confinados en un
espacio cerrado de incertidumbres. Pero no pienso que sea este el caso. Nuestra
condición humana está marcada radicalmente por la incertidumbre; ciertamente, cada
día hacemos esta difícil experiencia. Criterios físicos los tenemos, como el
electroencefalograma. Criterios metafísicos también los tenemos, pero parecen menos
seguros cuando uno está bañado en una cultura cientista. Ahora bien, precisamente una
cultura cientista es una cultura que tiene verdadero odio a la incertidumbre y a la
subjetividad, y prefiere muy a menudo darse falsas certezas que verse frente a su propia
incertidumbre congénita. Pero esta incertidumbre es relativa en el sentido de que nos es
posible progresar en nuestras certezas relativas. El progreso del saber es posible aunque
el saber absoluto sea imposible. El hecho de que el camino hacia el sol sea inaccesible
no impide que mil y mil rayos suyos nos iluminen.
Lo visible y lo invisible
Dicho esto, queda por clarificar la naturaleza de la relación que he evocado entre lo
visible y lo invisible, porque queda oscura. no se ven sus referencias y se podría temer
que se tratara de un retorno a una especie de misticismo. Me inscribo en falso contra
este sentimiento. He aquí mis razones.
El cuerpo metafísico es el cuerpo que yo soy por oposición al cuerpo que tengo. Soy yo,
en mi dimensión que trasciende lo físico, quien jamás se deja reducir a lo físico. Como
lo he precisado al principio de este capítulo, entiendo aquí físico en el sentido griego,
que designa los procesos que conocen generación. Pero esta coquetería etimológica
podría inducir a error. El uso que hago de la palabra metafísica no implica ninguna
reintroducción subrepticia de un misticismo cualquiera. “Metafísica” designa lo que no
es reducible a los procesos de generación en el orden biológico.
¿Cómo puede un filósofo aferrarse a esto par ilustrar lo que del ser humano trasciende
lo biológico y lo psíquico en el sentido en que no sería susceptible de alguna ciencia
experimental? ¿Estamos forzados a defender una filosofía materialista radical, sí o no?
Yo distinguiría aquí el materialismo como postulado metodológico necesario para las
investigaciones experimentales, del materialismo como posición ontológica. El
postulado metodológico se podría formular como sigue: todo lo que es observable debe
poder explicarse por una causa observable. Este postulado es indispensable en las
ciencias para eliminar las explicaciones metafísicas de los discursos científicos: no se
explica lo visible por lo invisible. Pero demasiado a menudo se transforma
indebidamente este postulado metodológico en afirmación ontología y se dice que lo
invisible no existe. Este es un grave error lógico.
Pero más allá de este error, se plantea la cuestión de la posibilidad de un saber acerca de
lo invisible. Es la pregunta sobre la ubicación epistémica de la teología, de la metafísica,
del psicoanálisis y de la hermenéutica, principalmente. Atengámonos a esta última que
yo definiría como la ciencia de las interpretaciones. La hermenéutica postula que
existen significaciones que hay que comprender independientemente de sus soportes
materiales. Es un postulado metodológico de la misma naturaleza que el que sirve de
soporte a las ciencias experimentales aunque expresa un postulado diferente. El primer
postulado es el de los Naturwissenschaften, las ciencias de la naturaleza; el segundo, el
de las Geisteswissenschaften, las ciencias del espíritu. La hermenéutica es una ciencia
del espíritu que intenta captar los procesos de significación.
¿Qué son las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach? ¿Una partit4ra? No. ¿Un
disco compacto? No. ¿Un disco de vinilo? Tampoco. ¿La interpretación de Glen Gould
o la de Charles Rosen? Ni una ni otra. ¿Es un código neuronal en la memoria de un
pianista? No. ¿Pero entonces qué es? Las Variaciones Goldberg, es algo que no es
reducible a ninguno de los soportes materiales que nos permiten entrar en interacción
con ellas y que, sin embargo, no puede salirse de tal soporte, sea el que sea. Si además
algún papel, algún disco, alguna neurona no los inscribe en la materialidad, se hacen
invisibles, inaudibles por siempre, a menos que se encuentre una tal inscripción de ellas
momentáneamente perdida de vista. Se encuentra aquí la daléctica de las condiciones
necesarias y suficientes. La hermenéutica no es la ciencia de los discos ni del papel, ni
de las neuronas. Es la ciencia de las significaciones que ya no existiría si no hubiera
ningún papel, disco o neurona les sirviera de soporte, pero que trascienden su
inscripción en la materialidad, porque pueden ser transcritas indefinidamente de un
soporte a otro, sin que sin embargo se modifiquen, salvo error de trascripción.
Podemos ilustrar por analogía la condición del ser humano? Cada ser humano es el
compositor de una sonata interior que expresa su búsqueda de sentido en la vida. Esta
sonata es la parte de lo humano irreducible a la máquina cibernética que le sirve de
soporte material en la existencia. Lo que yo llamo un cadáver metafísico, es un ser
humano cuya sonata ha terminado o ha sido interrumpida por un accidente.
La intencionalidad de la carne
La parte irreductible del cuerpo que yo soy al cuerpo que yo tengo es precisamente esta
intencionalidad organizadora de las cosas que, aunque ellas existan independientemente
de mí, están “incrustadas en mi carne” y “hacen parte del tejido de mi cuerpo”, como
decía Maurice Merleau-Ponty28. La materialidad bruta de las cosas (comprendido el
cuerpo que yo tengo) es interpretada por el cuerpo que yo soy, el cual se las incorpora
con la ayuda de la red de significados en que él las incrusta. Y es precisamente esta red
semántica la que es el objeto de la hermenéutica. Y las ciencias empíricas mismas, por
más materialistas que sean sus postulados metodológicos, se insertan en la red que ellas
niegan cuando erigen indebidamente su postulado metodológico como posición
ontológica.
Evidentemente podría objetarse que una tal posición me lleva a una especie de
relativismo que hace ilusorio todo esfuerzo de búsqueda de la verdad. No lo creo,
porque si escucho música y me digo: “Es el Printemps de Antonio Vivaldi”, puedo al
mismo tiempo darme cuenta de que los músicos que tocan este trozo no son muy
hábiles, que no respetan la partitura. Este podría ser el caso de músicos inexpertos que
tocaran “notas falsas” o no respetaran el tempo.
La sonata interior
Queda todavía por saber si el cuerpo que yo tengo es causa o manifestación de esta
dialéctica del yo y del inconsciente, de donde emerge la conciencia. Yo diría que el
cuerpo es a la vez causa y manifestación de esta dialéctica de la conciencia. Nosotros
estamos, de entrada, en curvas de retroacción en los dos sentidos, en círculos
hermenéuticos. El cuerpo es el lugar de emergencia de la dialéctica del yo y del
inconsciente. ¿Es él su causa? Esta es otra pregunta. Causalidad y emergencia no son sin
duda una sola y misma cosa. Por otra parte, el cuerpo es también expresión de esta
dialéctica; las enfermedades psicosomáticas lo muestran bien. Las dos relaciones son
pertinentes y convendría articularlas entre sí.
Pero entonces, en definitiva, ¿cuáles son los criterios que permiten determinar que este
cuerpo que tenemos ante nosotros es un cadáver metafísico, aunque todavía no sea un
cadáver físico?
Henos aquí de regreso a nuestra discusión anterior, pero la cuestión se plantea en forma
más precisa. Tratemos de aportarle una respuesta igualmente más precisa.
- esta máquina siga siendo signo visible de una presencia invisible, de una relación con
la trascendencia.
La intersubjetividad crítica
Pero aquí nos enfrentamos a una dificultad nueva. Para decirlo familiarmente, es que la
ausencia de mensaje de un desaparecido no prueba su muerte, sino simplemente su
desaparición. Pensamos en las mujeres que creían a sus maridos muertos en la guerra y
los vieron reaparecer unos años después de que la administración hubo admitido con
base en fuertes presunciones, que ellas podían ser consideradas viudas!
En términos más prosaicos, se dirá que, cuando un ser humano es abandonado por los
otros seres humanos, cae. Es verdad en la vida diaria. Es verdad en política. Es verdad
en las relaciones afectivas. Decidir no volver a hablar a alguien es condenarlo a muerte;
porque si todos hacen como yo, él morirá. Nos encontramos allí frente a un hecho
masivo cuya consideración podría chocar a más de uno; pero querámoslo o no,
ejercemos un poder de vida y muerte sobre nuestros semejantes, y ellos sobre nosotros.
Esto no significa que este poder sea un derecho. No tenemos este derecho, pero lo
ejercemos. Conviene pues que nos demos criterios para que su ejercicio no sea
arbitrario.
CONCLUSIÓN
Homicidio y compasión
Nos resta decir que estas decisiones las tomamos en función de tradiciones morales
múltiples. Cuando mi código moral me sugiere una tal decisión, y la enfermera frente a
mí se refiere por su parte a un código moral que le sugiere otra decisión, ¿qué hacer?
Mi posición sobre esto podría parecer ambivalente. A veces digo que nuestras
decisiones deben estar guiadas por las tradiciones que nosotros ratificamos, y otras
veces, afirmo que deben solamente respetar las tres prohibiciones universales que
fundamentan toda vida en sociedad. ¿Qué decir de esto?
Sobre este tema yo subrayo una vez más que la discusión crítica no garantiza de
ninguna manera la objetividad de una decisión. La discusión crítica intersubjetiva
garantiza solamente que la decisión ha sido tomada correctamente, o en la mejor forma
posible, que no es arbitraria, que es más lúcida y más responsable. Inspirándome en una
proposición de Eric Weil31, yo diría que debemos dejarnos guiar en nuestras decisiones
por las tradiciones de que somos herederos y que nosotros ratificamos, a menos que la
máxima (el principio) de la acción así sugerida no sea universalizable. El principio
kantiano de la universalización de la máxima de la acción toma aquí una forma
particular. No es tanto la moralidad espontánea de los ciudadanos individuales la que
debe ser universalizada, sino sus representaciones culturales comunes de lo que deben
hacer. Y por cultura se puede entender toda la reflexión de los moralistas desde la Biblia
y los antiguos Griegos.
A la pregunta “¿Qué hacer para obrar bien?”, yo propongo por mi parte responder: “Haz
lo que te sugiere la compasión en las formas que te ha legado la tradición moral de la
comunidad a la cual perteneces, y procura respetar las tres prohibiciones
fundamentales”. Estas tres prohibiciones aparecen así como un principio crítico respecto
a las tradiciones de las comunidades culturales. Y esto es bien normal, porque expresan
las condiciones de posibilidad de lo humano en su diferencia específica: la capacidad de
dialogar32. Por otra parte, sin estas tradiciones, la compasión quedaría puramente formal,
y no nos daría ninguna indicación concreta sobre el próximo paso que hemos de cumplir
en nuestra existencia. Las tradiciones aportan un contenido vivo a una forma universal.
HOMICIDIO Y COMPASION:
JEAN-FRANÇOIS MALHERBE
¿Cuándo un ser humano estará autorizado, desde el punto de vista de la ética, para matar
a otro ser humano por compasión? Es una pregunta en extremo compleja. Si uno quiere
llegar por sí mismo a fundamentar su propia actitud respecto a esta pregunta, es
necesario recorrer un camino que pasa por cuatro figuras de la ética: la convicción, la
responsabilidad, la discusión, la finitud. El recorrido exige un cierto esfuerzo
intelectual, pero sobre todo un trabajo sobre sí mismo para aceptar el cuestionamiento
de nuestras certezas.