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Bruno Ferrero 

 
 
 
 
 
 
 
 

Pequeñas Historias para el alma 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Neiva 2007

INDICE 

I. CUARENTA HISTORIAS DEL 2.18. Papá debajo de la cama


DESIERTO
2.19. La sorpresa
         Premisa
2.20. Los monos y la luciérnaga
1. Instrucciones
para el uso 2.21. No se venden
2. El desierto llora
3. La tortuga tonta 2.22. La muerte de la parroquia
4. Una carta de
amor 2.23. A pequeños pasos
5. la mariposita y la
estrella 2.24. Las tres ranas
6. El círculo de la
alegría
7. Dos pájaros
8. Cuatro príncipes 2.25. El fugitivo
reales
9. Sorpresa entre 2.26. La buena conciencia
las dunas
10. Toda la fuerza 2.27. El caballo salvaje y el caballo
11. Mira a dónde vas doméstico
12. La consolación
13. Una sonrisa al 2.28. El astrónomo
amanecer
14. En el borde del 2.29. ¡Lo sabías!
abismo
15. Los lentes de 2.30. Los dos peregrinos
contacto
16. Un verdadero 2.31. El detenido y la hormiga
ciego
17. Cuando Dios 2.32. Un poco de plata
creó la madre
18. Las langostas en 2.33. La gruta
la sopa
19. Una embajada 2.34. El caballo de Alejandro
imperial
20. Máscaras 2.35. El cambio
21. Díganlo primero
22. La obra del mirlo 2.36. La gata
23. El bufón del rey
24. La niña y el lobo 2.37. El espejismo 
25. El gallo y el
diamante III. EL CANTO DEL GRILLO 
26. Recordar la
predicación 42. El grillo y la
27. ¿Muerto o vivo? moneda
28. La perla 43. ¿Para quién?
29. Dios en el pozo 44. El profesor y el
30. El horario de los barquero
trenes 45. Los zancudos
31. El huevo 46. La oferta
32. La hoja “líder de 47. La fiesta en el
opinión” castillo
33. La lámpara del 48. Las tres pipas
minero 49. Father forgets (Un
34. Una poesía de padre olvida)
amor 50. Cuando la noche
35. Las mariposas termina
curiosas 51. Manhattan
36. Los dos pañuelos 52. El ratón sagaz
37. El ojo del 53. Si yo volviera a
guardabosques vivir
38. La cisterna rota 54. ¿Quién no reza?
39. La maté por un
pedazo de pan 55. ¿Me amas?
40. Broncear el alma 56. El árbol generoso
41. 57. Informe al águila
58. Menos que nada
II. LO IMPORTANTE ES LA ROSA  59. La barca
60. Cercano al fuego
2.1. Premisa 61. El payaso
62. La gruta azul
2.2. La silla vacía 63. Los dos amigos
64. La red de pescar
2.3. Donde el cielo y la tierra se tocan 65. Ver a Dios
66. Los propósitos
2.4. La historia del lobo malo 67. La aventura de los
erizos
2.5. La nube y la duna 68. La fuente
69. El ratón
2.6. El negocio 70. Bajo la estufa
71. Los amigos y el
2.7. Lo que… oso
72. El silencio
2.8. El perfume 73. La colaboración
74. La podredumbre
2.9. Jugar con Dios 75. Cómo se capturan
los monos
2.10. La buena razón 76. La lucecita roja
77. La cita
2.11. Estrategia de la zorra 78. El monje pobre y
el monje rico
2.12. La mano y la arena 79. La elección del
pintor
2.13. El poder del pensamiento
3.39.   Qué palabras
2.14. El tapiz

2.15. ¿Quién rige el cielo?

2.16. El almuerzo del domingo

2.17. El secreto del paraíso


 
 
 
 
 
   
   
IV. ¿HAY ALGUIEN ARRIBA?  V. CÍRCULOS EN EL AGUA 
4.1. “¡Aquí estamos!” 5.1. Sólo una baya

4.2. La predicación de san Francisco 5.2. El ojo del carpintero

4.3. Un pobre viejo 5.3. La mano

4.4. Lo más bello del papá 5.4. Ve tú por mí

4.5. Novelón en la fábrica 5.5. La madre especial

4.6. Que sea una reina 5.6. El clavo

4.7. La estatua 5.7. ¿Por qué corres?

4.8. La corrupción 5.8. La deuda

4.9. En su lugar 5.9. El progreso

4.10 La reina Victoria 5.10. La oración

4.11. El bosque 5.11. El problema

4.12. La escalera 5.12. Leyenda

4.13. La anciana escorbútica 5.13. El juramento

4.14. La caravana en el desierto 5.14. Manos limpias

4.15. El rey scricciolo 5.15. El estanque y las ocas

4.16. Un joven extraño 5.16. Pero nosotros sobreaguamos

4.17. El nombre de Dios 5.17. En el patíbulo

4.18. Crónica familiar 5.18. ¿Por qué?

4.19. Y Dios creó al padre 5.19. La diferencia

4.20. ¿Por qué temen? 5.20. El espantapájaros

4.21. La partida del soldado 5.21. El arco

4.22. En la salida del pueblo 5.22. Los dos hombres que vieron a Dios

4.23. Contentarse 5.23. La sombra

4.24. El avestruz Oliver 5.24. El hobby de Dios


4.25. El anillo mágico 5.25. La ciudad olvidadiza

4.26. Voy adelante como un asno 5.26. Comenzando por el final

4.27. Todos deben trabajar 5.27. El campo

4.28. Vestidos para los pobres 5.28. Semejanzas

4.29. El perdón 5.29. La razón de estado

4.30. ¿Y nadie vino? 5.30. La nave de guerra

4.31. La puerta 5.31. La limosna

4.32. El encuentro 5.32. El verbo

4.33. Escrito en la arena 5.33. el gran abismo

4.34. Dos amigos 5.34. La fábula del pececito de oro

4.35. La dieta de la belleza 5.35. Las manos de Dios

4.36. el juicio universal 5.36. La manzana

4.37. El último de la clase


 

Título original. Piccole storie per l’anima.

Editrice Elle DiCi 10096 LEUMANN  (TORINO)

Traducción del italiano: Fr. José Guillermo Ramírez G. 


 
 

I.

CUARENTA HISTORIAS DEL DESIERTO 

Premisa  
 

PARA ACORTAR EL CAMINO 

En una famosa historieta inglesa, la fortuna del joven Jack depende de


que sepa hacer correctamente lo que le pide su padre. Jack, ingenuo y
sencillote no lo lograría nunca si no le hubiera venido en su ayuda muy
oportunamente  su joven mujer. He aquí un trozo de la fábula: 

Un buen día el padre dijo a Jack que debían ir juntos a construir el más
bello castillo que jamás se hubiese visto, para un rey que quería
deslumbrar a todos los demás con un castillo fantástico.

Mientras iban de camino hacia el lugar donde debían  poner los


cimientos, Gobborn el Sabio dijo a Jack: “¿No podrás acortarme un
poco el camino?”.

Pero Jack miró hacia adelante y vio un camino larguísimo, de modo que
le dijo: “No veo cómo puedo acortarte en nada el camino”.

“Entonces no me sirves para nada y mejor será que te vuelvas a casa”.

El pobre Jack tuvo que volver a casa y cuando su mujer lo vio, dijo: “¿Y
qué, cómo es que regresas solo?” Y él le contó lo que le había pedido el
padre y cuál había sido su respuesta.

“!Qué tonto!”, dijo la sagaz mujer. “¡Si le hubieras contado una historia,
le habrías hecho sentir más corto el camino!”. Ahora, escucha, la que te
voy a contar, y volverás a tu padre y comenzarás de inmediato a
contársela. Entretenido gustoso escuchándote, se le hará más corto el
camino, y terminando tu historia, habrán llegado al sitio de los
cimientos”.

Jack se apresuró a alcanzar a su padre. Gobborn el sabio no dijo una


palabra, pero Jack comenzó a contar la historia y el camino se hizo más
corto, como había dicho su mujer. 

Nuestros días a menudo parecen largos caminos y además en subida.


Las pequeñas historias contenidas en este librito tienen como única
finalidad “acortar un poco el camino”. Pero si sirven también para algo
más, tanto mejor. 
 

MODO DE EMPLEO 

Este librito contiene pequeñas historias y algunos pensamientos. 


Minúsculas píldoras de sabiduría.

El libro no ha sido hecho para ingerirlo de un solo tirón.

Basta una píldora por día, a fin de que sea asimilada por la mente.

Cada historia es un cofrecito: tómenlo cuidadosamente en sus manos,


ábranlo  y  descubran la semilla que contiene, y si es preciso
tercamente, háganla germinar en el terreno de sus almas.
Nadie seguirá siendo el mismo después de haber escuchado una
historia. 

1. LOS HIJOS DE LA ARAÑA

Al llegar a la casa de campo, la madre de Marcos, un pequeñín de 4


años, comienza a cazar las arañas que han hecho sus telas por todas
partes.

Entonces Marcos interviene: “A las arañitas pequeñas no las mates”.

“¿Pero no ves lo feas que son?”.

Y el  niño: “¡Pero para la mamá son muy queridas!”. 

“Dios es un papá que quiere como una mamá”, decía una niña en el
catecismo.

Quizás no encuentras en ti mismo muchas cosas que te agraden. ¡Pero


para Dios tú eres la criatura más bella del Universo! 

2. EL DESIERTO LLORA 

En el Norte de África un misionero quedó sorprendido por el


comportamiento de un beduino. A cada momento se tendía en tierra,
cuan largo era, y pegaba el oído contra la arena del desierto.

Maravillado el misionero le preguntó:

“¿Qué haces?”

El beduino se levantó y respondió:

“Amigo, escucho al desierto que llora. Llora porque quisiera ser un


jardín”. 

¿Cómo quieres que yo hable de él?

No puedo expresarlo en palabras.

Debo vivirlo y basta.

Quisiera gritarlo, quisiera

arrojárselo a la cara a todos.

Por la calle, en el metro,


la indiferencia, el desprecio,

la cólera que me asalta,

quisiera destruirlos para siempre. 

Si este es el rostro de Dios,

yo soy pagana.

Pero sé que él existe

en el mundo de hombres y mujeres

que viven simplemente la vida

y saben que con la sonrisa y la mirada

pueden encender una estrella 

en el corazón de un niño,

de un pobre, de un anciano. 

Todas estas estrellas

aquí y allá dispersas por el mundo,

algún día acabarán

por abarcar el universo. 

En el fuego de amor y de gozo

brillará el rostro de Dios

gracias a algunos. 

En ellos tengo confianza

quiero empeñarme en seguirlos.

En esos yo creo. 

Y el desierto florecerá. 

(Ana, 18 años) 
 
3. LA TORTUGA TONTA

Un día en un pueblito lejano, comenzó a llover, y llovió tanto que todo el


campo se inundó. Un poco más, y sólo los altos picos de la montaña
sobresaldrían del agua, que subía y subía…

De pronto se oyó llorar a alguien. Era una tortuga: la más lenta, la más
tonta del mundo.

“¿Por qué lloras?”, graznó una oca que volaba por sobre ella.

“Me ahogaré”, gimió la tortuga. “Para ti es fácil, tú puedes volar. Pero


mis patas son tan cortas, que necesitaré un mes para llegar a la cima
de la montaña”.

“Vaya historia”, dijo la oca.

“Voy a llamar a otra hermana y entre las dos te llevaremos a lo alto de


la montaña”.

Cuando volvieron las dos ocas, el agua le llegaba al cuello a la tortuga.


Bajaron, llevando en el pico una ramita. La tortuga se aferró con la boca
y las ocas la llevaron batiendo fuertemente las alas.

Volaron así por sobre las aguas, en dirección a las montañas donde ya
se había reunido la tribu de las tortugas.

En efecto, las demás tortugas, menos tontas, habían emprendido


rápidamente el ascenso a las montañas en cuanto vieron que el agua
subía. Pero de todos modos se pusieron muy contentas al ver a las dos
aves llevar sana y salva a la más lenta, a la más tonta de ellas.

Lanzaron grandes gritos de viva y cantaron en coro para festejar a las


dos aves.

“Viva, y urra…. Cantemos todas en coro por las ocas salvadoras…”.

Pero mientras aún volaban, la más lenta, la más tonta de las tortugas
no pudo aguantarse la gana de unirse al coro.

Abrió la boca y cantó… “… hip… hip… y urra… AAAAAH”. 

No es cosa fácil controlar la propia boca. A la tortuga tonta le costó la


vida. “Lo que sale de la boca viene del corazón del hombre y por eso
puede hacerlo impuro”, dice Jesús en el evangelio de Mateo (1,18). 
 
4. UNA CARTA DE AMOR

Para su cumpleaños, una princesa recibió de su novio un pesado


paquete de una insólita forma redondeada.

Impaciente por la curiosidad, lo abrió y se encontró… una bala de


cañón. Desilusionada y furiosa, arrojó a tierra el negro proyectil de
bronce.

Al caer, se rompió el cascarón de la bala y apareció una bala un poco


más pequeña, de plata. La princesa la recogió al punto. Dándole vueltas
en las manos, hizo una ligera presión sobre su superficie. La esfera de
plata se abrió a su vez, y apareció un estuche de oro.

Esta vez la princesa abrió el estuche con suma facilidad. Dentro, en un


suave cojincillo de pana negra, brillaba un magnífico anillo adornado
con espléndidos brillantes que hacían de corona a dos simples palabras:
¡TE AMO! 

Muchos piensan: la Biblia no me atrae. Contiene demasiadas páginas


duras e incomprensibles. Pero quien hace el esfuerzo de romper la
primera capa, con atención y oración descubre cada vez nuevas y
sorprendentes bellezas. Y sobre todo se sentirá pronto atraído por la
claridad del mensaje divino inscrito en la Biblia: TE AMO.  
 

5. LA MARIPOSITA Y LA ESTRELLA

Una vez una mariposita de alma delicada se enamoró de una estrella.


Comentó a su madre el asunto y ésta le aconsejó enamorarse más bien
de una lámpara. “Las estrellas no están hechas para volar detrás de
ellas”, le explicó. Detrás de las lámparas sí se puede volar”.

“Por lo menos allí llegas a algo”, le dijo el padre. “Yendo detrás de las
estrellas no llegas a nada”.

Pero la mariposita no escuchó a ninguno de los dos. Todas las tardes, al


anochecer, cuando aparecía la estrella, alzaba el vuelo hacia ella y cada
mañana, al amanecer, regresaba a casa cansada de tan grande y vana
fatiga.

Un día el padre la llamó y le dijo: “Hace meses que no te quemas un ala,


hijo mío, y temo que nunca te la quemarás. Todos tus hermanos se han
quemado revoloteando entorno a las luces de la calle, y todas tus
hermanas se han chamuscado dando vueltas a las lámparas de casa.
¡Anda, haz algo, ve a darte una buena chamuscada! ¡Una mariposa
fuerte y robusta como tú sin siquiera un rastro de chamuscada!”

La mariposita dejó la casa paterna, pero no se fue a dar vueltas a las


lámparas de la calle ni alrededor de las lámparas de casa: siguió
constante en sus intentos de alcanzar la estrella que estaba lejana a
millares de años luz. Ella la creía ver entre las ramas más altas de un
olmo.

Intentar y volver a intentar siempre mirando a la estrella, noche tras


noche, le producía cierto placer, tanto que vivió hasta una edad muy
avanzada. Sus padres, sus hermanos y hermanas todos habían muerto
quemados siendo aún muy jóvenes. 

La estrella de la esperanza es un signo distintivo. Cada día deberías


pedir la fe para atreverte a lo imposible. Quien desea actuar con Cristo y,
por consiguiente, transformar el mundo, rehusará atenerse a las leyes y
ordenamientos preestablecidos. Será desobediente cuando los demás
obedecerán, cumplirá cuando otros juzgarán insensata la orden
impartida. El mundo le parecerá una prisión cuando otros hablarán de
libertad, y lo hallará transparente a los ojos de su fe cuando otros
estarán desesperados, sintiéndose prisioneros. Hacer cosas imposibles
es el realismo de los que conocen la voz de su Señor.

Si hay una estrella en el cielo de tu vida, no pierdas tiempo en apegarte a


una lamparita cualquiera.  

6. EL CÍRCULO DE LA ALEGRÍA

No ha mucho tiempo, un día, un campesino se presentó a la puerta de


un convento y tocó enérgicamente. Cuando el hermano portero abrió la
pesada puerta de encina, el campesino le mostró, sonriendo, un
magnífico racimo de uvas.

“Hermano portero”, dijo el campesino, “¿sabes a quién quiero regalar


este racimo de uvas que es el más bello de mi viña?”

“Quizás al abad o algún padre del convento”.

“No. A ti”.

“¿A mí?”. El hermano portero enrojeció de gozo. “¿Verdad que me lo


quieres dar precisamente a mí?”

“Sí, claro, porque siempre me has tratado amigablemente y me has


ayudado cuando te lo he pedido. Quiero que este racimo de uvas te dé
un poco de gozo”. El gozo sencillo y puro que veía en el rostro del
hermano portero lo irradiaba también a él.

El hermano portero puso a la vista el racimo de uvas y lo miró muchas


veces toda la mañana. Realmente era un racimo estupendo. Al rato le
vino una idea: “¿Por qué no llevo este racimo al abad para darle un poco
de alegría también a él?”

Tomó el racimo y se lo llevó al abad.

El abad se puso sinceramente feliz. Pero recordó que en el convento


había un viejo hermano enfermo y pensó: “Le llevaré a él el racimo, así
le será un tanto de alivio”. Así el racimo de uvas emigró de nuevo. Pero
no permaneció mucho tiempo en la celda del hermano enfermo. Éste
pensó en efecto que el racimo debería alegrarle la vida al hermano
cocinero, que pasaba los días sudando al pie de los fogones, y se lo
envió. Pero el hermano cocinero se lo dio al hermano sacristán (para
darle un poco de alegría también a él), éste lo llevó al hermano más
joven del convento, el cual a su vez lo dio a otro, y éste pensó
igualmente darlo a otro. Finamente, de hermano en hermano, el racimo
volvió al hermano portero (para darle un poco de alegría). Así se cerró el
círculo, un círculo de gozo. 

No esperes que otro comience. Hoy te toca a ti comenzar un círculo de


gozo. A menudo basta una pequeña centella muy pequeña para hacer
explotar una carga enorme. Basta una centella de bondad para que el
mundo comience a cambiar.

El amor es el único tesoro que se multiplica por división: es el único don


que aumenta cuanto más se le saca. Es la única empresa en la cual
mientras más se gasta más se gana; regalando, botando, sacude el
cesto,  volteas el vaso y mañana tendrás más que antes. 
 

7. EL DESAFÍO DE DOS PÁJAROS 

Dos pájaros estaban tranquilamente tomando el fresco en un mismo


árbol, un sauce.  Uno se había acomodado en lo más alto del sauce, el
otro más abajo, en una bifurcación de las ramas.

Después de un rato el pájaro que estaba arriba, como por romper el


hielo, después de la siesta, dijo: “¡Qué bellas son estas verdes hojas!”. El
de abajo tomó esto como una provocación. Le respondió ásperamente:
“¿Pero acaso eres ciego? ¿No ves que son blancas?”. El de arriba,
molesto, le dice: “¡El ciego eres tú! ¡Son verdes!”.

El otro desde abajo enfilando el pico hacia arriba: “Te voy las plumas de
mi cola a que son blancas. ¡Tú no entiendes nada! ¡Eres un loco!”.
El pájaro de arriba sintió que le hervía la sangre y sin pensarlo dos
veces, se abalanzó sobre su adversario para darle una buena lección. El
otro no se movió. Cuando estuvieron cerca, uno frente al otro, con las
plumas del cuello encrespadas por la ira, antes de comenzar el duelo
tuvieron la lealtad de mirar en la misma dirección: hacia arriba.

El pájaro que venía de arriba, exclamó admirado: “¡Mira, son blancas!.” 


Pero dijo a su amigo: “Subamos a donde yo estaba”.

Volaron arriba, a la rama más alta del sauce y esta vez dijeron en coro:
“Son verdes!”. 

No juzgues a nadie si antes no has caminado una hora en sus zapatos. 

8. CUATRO PRÍNCIPES REALES 

Cuatro príncipes reales andaban en busca de una especialización en


que nadie pudiera igualarlos: “Recorramos la tierra y busquemos la
ciencia suprema”.

Así, después de haberse puesto de acuerdo en un lugar para un


encuentro futuro, los cuatro hermanos se fueron, cada uno en una
dirección distinta.

Pasó el tiempo.

Después de un año, un mes y un día. Los cuatro hermanos se


encontraron en el lugar establecido y se preguntaron unos a otros qué
habían aprendido.

“Yo aprendí una ciencia”, dijo el primero, “que me hace posible, con un
pequeñísimo pedazo de hueso de un ser vivo, crear en un momento la
carne que lo recubra”.

“Yo”, dijo el segundo, “sé cómo hacer crecer la piel de ese ser, inclusive
el cabello, si ese hueso está recubierto de carne”.

El tercero dijo: “Yo soy capaz de crear los miembros si tengo la carne, la
piel y la cabellera”.

“Y yo”, prosiguió el cuarto, “sé cómo dar vida a esa criatura si su forma
está completa con todos sus miembros”.

En este momento, los cuatro hermanos fueron a la jungla para


encontrar un pedazo de hueso que demostrara su especialidad.

No fue difícil.  A los pocos pasos encontraron un hueso y lo recogieron.


No se preguntaron a qué clase de animal pertenecía. Estaban tan
pagados de su ciencia, que no pensaron siquiera en eso.
Uno dio carne al hueso, el segundo creó la piel y el pelo, el tercero lo
completó con miembros apropiados y el cuarto le dio vida a … un león.

Sacudiendo su abundante pelambre, la fiera se levantó con fauces


amenazantes, dientes agudos y mandíbulas despiadadas y se abalanzó
sobre sus creadores.

Los devoró a todos y desapareció satisfecho en la jungla. 

El hombre ha demostrado poseer un enorme poder creativo. Pero este


poder contiene el potencial de la autodestrucción. Vastos y nuevos
complejos industriales permiten al hombre producir en una hora lo que en
el pasado le implicaba una duro trabajo de años y años, pero las mismas
industrias han alterado el equilibrio ecológico y a través del aire, el ruido
y la polución han contaminado su ambiente.

Viaja en automóvil, mira la televisión decide con el computador, pero ha


perdido la capacidad de dominar los instrumentos que usa. Tiene una
enorme abundancia de comodidades materiales, pero gira en busca de
dirección y pregunta por significados y objetivos. Sabe muy bien que si se
equivoca en sus opciones, su ciencia puede destruirlo. Al mismo tempo se
da cuenta que ha puesto en movimiento algo que se le va de las manos. Y
si no logra dominarlo, será solamente culpa suya.

Afirma un sabio proverbio chino: “Lo que embriaga al hombre no es el


vino. El hombre es quien se embriaga”. 
 

9. SORPRESA ENTRE LAS DUNAS 

Un hombre se había perdido en el desierto y hacía dos días que vagaba


por la ardiente arena. Ya había llegado al extremo de sus fuerzas. De
improviso vio ante sí un vendedor de corbatas. No tenía consigo nada
sino corbatas. Y de inmediato pretendió venderle una al pobre hombre,
que moría de sed.

Con la lengua reseca y la garganta ardiendo, el hombre lo trató de loco:


¿Acaso se vende una corbata a alguien que está muriendo de sed? El 
vendedor alzó los hombros y siguió su camino por el desierto.

Al atardecer, el viajero sediento, que ya apenas arrastraba los pies sobre


la arena, levantó la cabeza y vio un restaurante con el parqueadero
lleno de automóviles! Una construcción grandiosa, absolutamente
solitaria, en pleno desierto. El hombre a duras penas llegó hasta la
puerta, y a punto de perder el sentido, gimió:

“Por piedad, algo de beber!”


“Lo lamento, señor”, le respondió amabilísimo el portero “aquí no se
puede entrar sin corbata”. 

Hay personas que atraviesan el desierto de este mundo con una sed
insaciable de experiencias agradables y aventuras de toda clase.
Tratando de pobres locos a quienes intentan presentar el Evangelio. Es
un mensaje tan estúpido en el desierto de ellos!

Pero cuando quieran entrar en el “Hotel del Señor”, se les dirá: “Lo siento,
aquí no se puede entrar sin un corazón renovado”. 
 
 
 

10. TODA LA FUERZA 

El padre miraba a su hijito que trataba de mover un florero muy


pesado. El pequeñín se esforzaba, resoplaba, bufaba, pero no lograba
moverlo ni un milímetro.

“Seguro que has empleado todas tus fuerzas?”, le preguntó el padre.

“Sí”, respondió el niño.

“No”, replicó el padre, “porque no me has pedido que te ayudara”. 

Orar es usar “todas” nuestras fuerzas. 


 

11. MIRA A DÓNDE VAS 

En tiempos remotos, en el Japón, se usaban linternas de papel y de


bambú con la llama dentro. Una noche a un ciego que había ido a
buscarlo, alguien le ofreció una linterna para dirigirse a su casa.

“A mí no me sirve una linterna”, dijo el ciego. “Oscuridad o luz, son para


mí la misma cosa”.

“Lo sé, que para encontrar el camino no te sirve una interna”, repuso el
otro, “pero si no la tienes alguien puede atropellarte. Por eso debes
tomarla”.

El ciego se fue con la linterna, pero no iba muy lejos cuando sintió que
lo golpeaban violentamente.

“Mira por dónde vas!”, gritó el ciego al desconocido. “No ves esta
linterna?”.

“Tu linterna está apagada, hermano”, repuso el desconocido. 


¿Quién no conoce a esas personas arrogantes que van por el mundo
presuntuosamente sin darse cuenta de que son ciegos que llevan en las
manos una lámpara apagada?

Y muchos de ellos se hacen llamar “maestro” u “honorable”!. 


 
 

12. EL CONSUELO 

Una niñita vuelve de la casa de una vecina a la cual acababa de


morírsele trágicamente la hijita de ocho años.

“A qué fuiste?” le pregunta su padre.

“a consolar a su madre”.

“Y tú tan pequeña,  ¿qué podías hacer para consolarla?

“Me le subí al regazo y lloré con ella”. 

     Si junto a ti hay alguien que sufre, llora con él. Si hay alguien feliz, ríe
con él. El amor ve y mira, oye y escucha. Amar es compartir
completamente con todo el ser. El que ama descubre en sí infinitos
recursos de consuelo y de compartir. Somos ángeles con una sola ala:
podemos volar solamente si estamos abrazados. 

13. UNA SONRISA AL AMANECER 

Un testimonio impactante de Raoul Follereau.

Se hallaba en un leprocomio en una isla del Pacífico. Una pesadilla


horrorosa. Sólo cadáveres ambulantes, desesperación, rabia, llagas y
mutilaciones horribles.

Pero en medio de tanta desolación, un anciano enfermo conservaba los


ojos sorprendentemente luminosos y sonrientes. Sufría en su cuerpo,
como sus infelices compañeros, pero no mostraba desesperación sino
un gran apego a la vida, y gran delicadeza en el trato para con los
demás.

Picado de curiosidad por aquel palpable milagro de vida, en el infierno


del leprocomio, Follereau quiso saber la explicación: ¿qué sería lo que
daba semejante manera de vivir a aquel viejo tan golpeado por la
enfermedad?

Lo siguió discretamente. Descubrió que, sin falta, al comenzar el día, el


viejecito se iba al recinto que rodeaba al leprocomio y llegaba a un
punto bien preciso.
Se sentaba y esperaba.

Pero lo que esperaba no era la salida del sol, ni el espectáculo de la


aurora del Pacífico.

Esperaba hasta cuando, por el otro lado del recinto aparecía una mujer,
anciana también ella, con el rostro cubierto de arrugas finísimas, los
ojos plenos de dulzura.

La mujer no hablaba. Solamente lanzaba un mensaje silencioso y


discreto: una sonrisa. Pero el hombre se iluminaba con aquella sonrisa
y respondía con otra sonrisa.

El mudo coloquio duraba pocos instantes, luego el viejecito volvía a


levantarse y caminaba rápidamente hacia las barracas. Todas las
mañanas. Una especie de comunión diaria. El leproso, alimentado y
fortalecido con aquella sonrisa, podía soportar todo un nuevo día y
resistir hasta el nuevo encuentro con al sonrisa de aquel rostro
femenino.

Cuando Follereau le preguntó, el leproso le dijo:

“Es mi mujer”. Y después de un momento de silencio: “Antes de que


viniera acá, me curaba en secreto, con todo lo que lograba conseguir.
Un curandero le había dado una pomada. Ella todos los días me
empavonaba toda la cara con la pomada, salvo una partecita pequeña,
el espacio suficiente para posar allí sus labios para besarme… Pero todo
fue inútil. Sin embargo ella ha seguido. Y cuando cada día la veo de
nuevo, solamente por ella sé que estoy vivo, sólo por ella siento ganas
de vivir”. 

Ciertamente alguien te ha sonreído esta mañana, aunque tú no te hayas


dado cuenta. Ciertamente alguien espera tu sonrisa hoy.

Si entras en una iglesia y abres tu alma al silencio, te darás cuenta de


que Dios, el primero, te acoge con una sonrisa. 

14. AL BORDE DEL ABISMO 

Un bonzo que iba tranquilo por el camino que lo llevaba a su


monasterio en lo alto de los montes, un día fue sorprendido por un oso
hambriento.

Con semejante fiera que le seguía los talones, el bonzo emprendió una
huída desesperada. Pero de repente se encontró en el filo de un abismo.

Estaba frente a una alternativa ineludible: o tirarse al vacío, o dejarse


alcanzar y devorar por el oso.
El oso se acercaba y ya abría sus formidables garras.

El bonzo se tiró al abismo, pero logró aferrarse a una rama que


sobresalía en la pared rocosa, a medio camino del abismo.

Volvió la mirada hacia abajo  divisó una tigre hambrienta, con las
fauces abiertas,  quieta en espera de que él cayera.

Así, el pobre bonzo permanecía aferrado a la rama, mientras arriba el


oso intentaba alcanzarlo y abajo lo esperaba un tigre en acecho.

En aquel momento, dos ratoncitos, asustados por todo ese alboroto,


salieron de s cueva y comenzaron tranquilamente a roer la rama a que
estaba aferrado el pobre bonzo.

La situación era desesperada.

En aquel momento el bonzo descubrió junto a la rama unas fresas


silvestres, con algunos frutos rojos, maduros, jugosos, listos para ser
consumidos. Alargó la mano, cogió dos, se los echó a la boca y los gustó
exclamando extasiado: “¡Hum!, ¡qué delicia!”. 

Nadie puede encontrarse en una situación tan desesperada que no


pueda encontrar ni un solo motivo de gozo. Saber descubrirlo es fruto de
la fortaleza de ánimo y de humor.

Un bandido era llevado al patíbulo un lunes, y dijo: “¡Qué bien voy


comenzando esta semana!”. 
 

15. LOS LENTES DE CONTACTO 

En una bella jornada de verano una serpiente encontró en el monte a


su vieja amiga la mofeta. “Qué haces?”, le preguntó la mofeta. “Hace
tanto tiempo que no te veo”.

“Yo diría que la paso bien”, respondió la serpiente. “Sólo que ya casi no
veo. Me pondré unos lentes de contacto”.

La serpiente consiguió efectivamente los lentes y pocos días después se


encontró nuevamente con la mofeta. “Ahora no sólo veo perfectamente”,
dijo a su amiga, “sino que hasta mi vida familiar ha mejorado”.

“¿Cómo pueden los lentes de contacto mejorar  la vida familiar?”

“Muy sencillo”, dijo la serpiente. “He descubierto que yo vivía con una
manguera para regar el jardín”. 
 
El último descubrimiento en asunto de enfermedades se llama el
“síndrome del hombre invisible”. Una persona está ante nosotros todos
los días, en la mesa, en la sala, en el lecho. Advertimos su presencia
física pero no la vemos. Se diría que rehusamos mirarla.

Buscaglia cuenta de un hombre y una mujer que se habían casado,


habían tenido cuatro hijos, los habían levantado bien, los habían
ayudado a casarse. La noche del  matrimonio de la última hija, cuando
se encontraron nuevamente los dos solos en la casa ahora vacía, se
sentaron uno frente al otro. Él la miró largo rato.

Finalmente le dijo: “¿Quién diablos eres tú?”. 

16. UN CIEGO DE VERDAD 

Una antigua fábula persa cuenta de un hombre que tenía un único


pensamiento: conseguir oro, todo el oro posible.

Era un pensamiento que le devoraba la mente y el corazón. De modo


que no podía pensar otra cosa, no podía desear nada que no fuera oro.

Cuando pasaba frente a las vitrinas de su ciudad, veía sólo las de los
orfebres. No se daba cuenta de tantas otras cosas maravillosas.

No se daba cuenta de las personas, no miraba el cielo azul ni percibía el


perfume de las flores.

Un día no se aguantó más: entró de prisa en una joyería y comenzó a


llenar sus bolsillos con brazaletes de oro, anillos. Aretes…

Naturalmente, mientras salía del negocio, fue arrestado. Los gendarmes


le dijeron: “¿Cómo pudo usted creer que iba a robar tan
descaradamente?. El negocio estaba lleno de gente”.

“¿Verdad?”, respondió confundido el hombre. “No me di cuenta. Yo sólo


veía el oro”. 

“Tienen ojos y no ven”, dice la Biblia acerca de los ídolos falsos. Puede
decirse lo mismo hoy de muchas personas. Están deslumbrados por el
fulgor de las cosas que más brillan: las que presenta a diario la
publicidad frente a nuestros ojos, como si fueran el péndulo del
hipnotizador.

Una vez, un maestro hizo una manchita negra en el centro de una bella
hoja de papel blanca y la mostró a los alumnos.

“¿Qué están viendo aquí?”

“Una mancha negra!” respondieron en coro.


“Ustedes han visto todos la mancha negra que es pequeñísima”,
respondió el maestro, “y nadie ha visto la grande hoja blanca!”.

En el Talmud, que reúne la sabiduría de los maestros hebreos de los


primeros cinco siglos, está escrito: “En el mundo venidero, cada uno de
nosotros será llamado a dar cuenta de todas las cosas bellas que Dios
ha puesto en la tierra y que no hemos querido ver”.

La vida es una serie de momentos. El verdadero éxito está en vivirlos


todos.

No te arriesgues a perder de vista la gran hoja blanca por fijarte en la


manchita negra!. 
 

17. CUANDO DIOS CREÓ LA MADRE 

El buen Dios había resuelto crear… la Madre. Llevaba ya seis días


esforzándose, cuando aparece un ángel que le dice: “Esta como que te
está haciendo perder mucho tiempo. ¿Verdad?”

Y Él: “Sí, pero has leído los requisitos de la orden?. Debe ser
completamente lavable, pero no de plástico… tener 180 partes movibles
todas reemplazables… funcionar a la perfección y hasta adelantarse…
tener un beso capaz de curarlo todo, desde una pierna rota hasta una
desilusión amorosa… y seis pares de manos…”.

El ángel sacudió la cabeza y repuso incrédulo: “¿Seis pares de manos?”.

“Lo difícil no son las manos” dijo el buen Dios, sino los tres pares de
ojos que debe tener una mamá”.

“¿Tantos?”.

Dios asintió. “Un par para ver a través de las puertas cerradas cuando
pregunta: “¿Niños, qué están planeando ustedes ahí dentro?” aunque
ya lo sepa. Otro par detrás de la cabeza para ver lo que no debería ver,
pero que debe saber. Y otro para decir tácitamente al hijo que se ha
metido en líos: “Comprendo, hijo, te quiero” ”.

“Señor”, dijo el ángel tocándole cariñosamente el brazo, “váyase a


dormir. Mañana será otro …”.

“No puedo” repuso el Señor. “Ya casi termino. Ya tengo una que se cura
por sí sola cuando se enferma, que puede preparar un almuerzo para
seis con medio kilo de carne molida y que logra mantener quieto bajo la
ducha a un niño de nueve años”.
El ángel giró lentamente alrededor del modelo de madre, examinándolo
con curiosidad. “Es demasiado tierna”, dijo luego con un suspiro.

“Pero resistente!”, rebatió el Señor con ímpetu. “No tienes idea de lo que
puede hacer o soportar una mamá”.

“¿Sabe pensar?”.

“No sólo eso, sino que también sabe usar óptimamente la razón y llegar
a acuerdos”, repuso el Creador.

Entonces el ángel se inclinó sobre el modelo de la madre y le pasó un


dedo por una mejilla.

“Aquí hay una pérdida”, dijo.

“No es una pérdida”, lo corrigió el Señor. “Es una lágrima”.

“¿Y para qué sirve?”.

“Expresa gozo, tristeza, desilusión, dolor, soledad u orgullo”.

“¡Realmente eres genial!”, exclamó el ángel.

Con sutil melancolía, Dios añadió: “A decir verdad, la lágrima no la


inventé yo”.

(Erma Bonbeck). 

Dios no fue quien creó las lágrimas. ¿Por qué vamos a hacerlo nosotros?. 

18. LAS LANGOSTAS EN LA SOPA 

En un grupo de monjes que vivían en cavernas en el desierto, un día fue


un joven monje a consultar a un anciano:

“Padre”, le dijo, “sabes que hace poco más de un año que vivo en el
desierto y en este tiempo ya seis o siete veces han venido las langostas.
Tú sabes que son un tormento, ya que se meten en todo, incluso dentro
de nuestro alimento. ¿Cómo te comportas tú?.

El anciano, que vivía en el desierto desde hacía cuarenta años, le


respondió:

“Las primeras veces, cuando me caía una sola langosta en la sopa, yo


botaba todo. Después, sacaba las langostas y me tomaba la sopa.
Finalmente me comía todo, langostas y sopa. Ahora, si alguna langosta
intenta salirse de la sopa, la vuelvo a echar dentro”. 
Con el tiempo nos habituamos a todo y hacemos la paz hasta con lo que
en un principio era desagradable. Algunos hasta se encariñan con sus
propios defectos. 
 

19. UNA EMBAJADA IMPERIAL 

Se dice que el Emperador te mandó a ti en particular, a ti, súbdito


lamentable, minúscula sombra frente al sol imperial, perdida en la más
remota lontananza, a ti precisamente el emperador desde su lecho de
muerte te mandó una embajada.

Hizo arrodillar al mensajero junto a su lecho y le susurró al oído la


embajada; tanto le importaba, que se la hizo repetir. Con un gesto de la
cabeza  confirmó la exactitud de lo que se le había repetido. Y delante
de todos los espectadores de su muerte (todas las paredes que fastidian
son derribadas y sobre las vastas escalinatas externas que se elevan a
lo alto   y ancho y rodean a los grandes del Imperio) delante de todos
ellos hizo partir al mensajero.

El mensajero de inmediato emprendió el viaje; hombre vigoroso,


incansable; avanza moviendo alternadamente los brazos abriéndose
camino por entre la muchedumbre; si encuentra resistencias, señala el
signo del sol que lleva en el pecho; en efecto, avanza fácilmente como
ningún otro. Pero la multitud es muy grande; no se ve el final. Si ante él
estuviera libre el camino, podría volar rapidísimo y muy pronto estaría
golpeando fieramente con sus puños en tu puerta. En cambio, cómo
resultan de vanos sus esfuerzos; también tiene que luchar para abrirse
camino por las salas del palacio interior, pero nunca vencerá aquel
obstáculo; y si lo lograse, no habría logrado nada, pues para bajar por
las escalas tendría que luchar también; y si lograra esto, tampoco
habría ganado nada porque tendría que atravesar los patios; y después
de los patios el segundo muro de los palacios; y luego más escalinatas y
patios; y de nuevo un palacio; y así sucesivamente por miles de años; y
si al final se precipitara fuera de la última puerta (cosa que nunca
jamás será posible) encontraría delante de sí la ciudad imperial, el
centro del mundo, la ciudad que ha amontonado sus propios
escombros.

Nadie puede penetrar hasta aquí, mucho menos con la embajada de un


muerto.

Pero tú, tú fuiste seducido frente a tu ventana y sueñas con esta


embajada cuando cae la tarde. (Franz Kafka). 

A ti te ha llegado el mensaje del Emperador, del Señor del cielo y de la


tierra. Jesús te lo ha traído. Pero tú ¿qué has hecho con sus palabras? 

20. MÁSCARAS 
Un día se encontraron Belleza y Fealdad en una playa.

“Bañémonos en el mar”, se dijeron.

Se desvistieron y nadaron en el agua del mar. Y después de un rato,


Fealdad regresó a la orilla, se puso los vestidos de Belleza y emprendió
su camino.

También Belleza salió del agua, y al no encontrar sus vestidos,


demasiado modesta para quedarse desnuda, se puso los vestidos de
Fealdad. Y también emprendió su camino (K. Gibran). 

También hoy hombres y mujeres se cambian unos por otros. 

Pero quien ve el rostro de Belleza, la reconoce a pesar de sus vestidos. Y


quien ve el rostro de Fealdad, la reconoce sin que el vestido la pueda
ocultar a sus ojos. 

21. ¡NO LO DEJES PARA MAÑANA! 

Él era un hombrote, fortachón, con voz atronadora y modales bruscos.


Ella era una mujer dulce y delicada. Se habían casado. Él no le dejaba
faltar nada, ella atendía la casa y educaba a los hijos. Los hijos
crecieron, se casaron y se fueron. Una historia como tantas…

Pero cuando todos los hijos estuvieron organizados, la mujer perdió su


sonrisa, cada vez se veía más delgada y pálida. Ya no lograba comer y
muy pronto ya no se levantó del lecho.

Preocupado el marido, la hizo hospitalizar.

Vinieron a su cabecera médicos y luego especialistas famosos. Nadie


lograba descubrir la enfermedad que la afectaba. Sacudían la cabeza y
decían: “¿Qué?”…

El último especialista llamó aparte al hombre y le dijo: “Sencillamente


se lo voy a decir de una vez… su mujer ya no tiene ganas de vivir”.

Sin decir palabra, el hombre se sentó al lado de su mujer y le tomó la


mano. Una manecita delgadita que desapareció en la manota del
hombre. Luego, con su voz atronadora, dijo resueltamente: “¡Tú no te
vas a morir!”. “¿Por qué?”, dijo ella con un leve susurro.

“¡Porque yo necesito de ti!”.

“¿Y por qué no me lo habías dicho antes?”.

Desde aquel momento la mujer comenzó a mejorar. Y hoy se encuentra


sumamente bien. Mientras los médicos y especialistas se siguen
preguntando cuál fue la medicina extraordinaria que la hizo aliviarse
tan rápidamente. 

No dejes para mañana el decir a alguien que lo quieres. Hazlo de


inmediato. No pienses: “Mi madre, mi hijo, mi mujer… ya lo sabe”. Quizás
lo sabe. ¿Pero tú te cansarías de que te lo repitieran cada rato?

No te fijes en la hora, toma el teléfono: “Soy yo, quiero decirte que te


quiero mucho”. Aprieta la mano de la persona a quien amas y dilo: “Te
necesito! Te quiero! Te quiero, te quiero…!”.

El amor es la vida. Hay una tierra de los muertos y una tierra de los
vivos. Lo que las distingue es el amor. 

22. LA OBRA DEL MIRLO 

Yo tenía diez años y mientras cenaba, observaba un mirlo que en un


montecillo picoteaba unas bayas que comía rápidamente. 

Después de un rato, evidentemente saciado, voló sobre el muro del


patio de mi vecino y comenzó a limpiarse el pico cuidadosamente 
contra las piedras.

Una semillita casi invisible se le resbaló del pico y cayó en una ranura
del muro.

Veinte años más tarde, casi por casualidad, volví a ver el viejo muro. 
En el punto exacto donde se había posado el mirlo, se erguía un fértil
arbolito. Sus raíces se hundían dentro del muro. Casi me imaginaba
dentro del muro allá en lo profundo entre las viejas piedras el esfuerzo y
el valor de la semilla que escapó del pico del mirlo veinte años antes.

Aproveché un trozo de ladrillo en el muro y escribí: “Esta es la obra de


un mirlo”. 

Un joven albañil trabajaba en la demolición de una casa que se iba a


reconstruir. De pronto, alquilar un pedazo de revoque, vio que un ladrillo
había sido reemplazado con un libro. Un grueso volumen que había sido
emparedado. Lleno de curiosidad, lo tomó. Era una Biblia. Quién sabe
cómo había ido a parar allí…

El joven albañil nunca  se había interesado mucho por los asuntos


religiosos, pero durante la pausa del almuerzo comenzó a leer aquel libro.

Continuó por la noche, en casa, y otras muchas noches. Poco a poco


empezó a descubrir las palabras que Dios le dirigía precisamente a él. Y
su vida cambió.
Dos años más tarde, la empresa del albañil se trasladó para un trabajo
en Arabia. Allí los obreros compartían pequeñas recámaras. Una noche,
el compañero de habitación del albañil lo observó mientras comenzaba
tranquilamente a leer su Biblia.

“¿Qué lees?”, le preguntó.

“La Biblia”.

“¡Uff! La Biblia! Tonterías. Te cuento que yo, una vez, dejé una
emparedada en un muro de una casa cerca de Milán. Me gustaría saber
si el diablo logró hacerla salir de allí”.

El joven albañil, sorprendido, miró a su compañero.

“¿Y si yo te dejara ver precisamente esa Biblia?”.

“Yo la reconocería, porque la marqué”.

El joven albañil pasó al compañero su Biblia: “Reconoces tu marca?”

El otro tomó en sus manos el volumen y se quedó pasmado. Era


precisamente la Biblia que él había metido en el muro, diciendo a sus
compañeros de trabajo: “¡Quiero ver si logra salir de aquí!”

El albañil sonrió: “Como ves ha vuelto a ti”. 


 

23. EL BUFÓN DEL REY 

Un rey tenía a su servicio un bufón de corte que lo entretenía a diario


con chistes y chanzas.

Un día el rey entregó al bufón su cetro diciéndole: “Tenlo hasta que


encuentres alguien más tonto que tú: entonces podrás regalárselo a él”.

Unos años después el rey se enfermó gravemente. Sintiendo que se


acercaba la muerte, llamó al bufón, a quien en el fondo quería, y le dijo:
“Parto para un largo viaje”.

“¿Cuándo regresas? ¿Dentro de un mes?”.

“No”, repuso el rey, “nunca volveré”.

“Y qué preparativos has hecho para esta expedición?”, preguntó el


bufón.

“¡Ninguno!” fue la triste respuesta.


“Tú partes para siempre”, dijo el bufón, “y no te has preparado en
absoluto? Toma el cetro: Ya he encontrado uno más estúpido que yo!”. 

Son muchos los que no se preparan para la “Gran partida”. Por eso aquel
momento se reviste de penosa angustia. “Estén preparados, porque no
saben el día ni la hora, dice Jesús (Mt 25,13).

¿Realmente te estás preparando? 

24. LA NIÑA Y EL LOBO 

Un día por la tarde un gran lobo esperaba en un bosque a que pasara


una niña con una cesta de alimentos para la abuela. Al fin pasó
realmente una niña y en efecto llevaba una cesta de alimentos.

“Llevas esa cesta para la abuela?”, preguntó el lobo.

La niña respondió que sí, la llevaba para la abuela. Entonces el lobo le


preguntó dónde vivía la abuela y la niña se lo dijo, y él desapareció en el
bosque.

Cuando la niña abrió la puerta de la casa de la abuela de inmediato vio


que había alguien en el lecho, con cofia y camisola. No había llegado
todavía a siete metros cuando se dio cuenta de que aquella no era la
abuela sino el lobo, porque aun con una cofia en la cabeza un lobo no
se parece a una abuela más que lo que un autobús se parece a Sofía
Loren.

Entonces la muchacha sacó de la cesta una pistola automática y dejó


tieso al lobo. 

No siempre las cosas suceden de acuerdo con esquemas prefabricados.


No hay que fiarse demasiado ni siquiera de los dichos antiguos, de las
fábulas o proverbios. “Para aprender a nadar hay que tirarse al agua”,
dice uno de estos. Algunos aprenden, pero muchos se ahogan.

Siempre es mejor poner los ojos en la realidad 


 

25. EL GALLO Y EL DIAMANTE 

Un pobre gallo ansioso y hambriento en busca de algo que comer,


picoteaba por todas partes, bajo fardos de leña, entre las hojas, junto a
las piedras y aun debajo de cualquier piedrecilla que encontraba.

De improviso el gallo se detuvo. Delante de él había una piedra distinta


de las demás, que brillaba de una manera muy especial.
El gallo perplejo comenzó a mirarla detenidamente. De pronto
comprendió. No era una piedra común. Su forma, su brillo y su
dimensión lo demostraban bien.

“Los hombres te llamarían diamante”, masculló el gallo hambriento,


“pero, especial o no, para mí no vales más que un grano de arroz”,
concluyó y siguió picoteando. 

Los que sólo se preocupan por “picotear”, pasan frente a los valores más
preciosos, y ni siquiera se dan cuenta de ello. Para descubrir lo que
verdaderamente vale, se necesita quererlo buscar. “No den a los perros lo
que es santo, no sea que se vuelvan contra ustedes y los destrocen. No
arrojen sus perlas a los puercos, no sea que las pisoteen con sus
pezuñas”, dice Jesús (Mt. 7,6). 

26. RECORDAR LA PREDICACIÓN 

Un domingo hacia medio día, una joven mujer estaba lavando la


ensalada en la cocina, cuando se le acercó el marido, quien, para
tomarle el pelo le preguntó:

“¿Podrías decirme qué dijo el párroco esta mañana en el sermón?”

“Ya no me acuerdo”, confesó la mujer.

“¿Entonces para qué vas a la iglesia a oír sermones si después no te


acuerdas de nada?”.

“Mira, mi querido: el agua lava mi ensalada pero no se queda en la


bandeja; sin embargo mi ensalada queda completamente lavada,
limpia”. 

No es importante tomar apuntes. Lo importante es dejarse “lavar” por la


Palabra de Dios. 

27. ¿MUERTO O VIVO? 

Un día de verano el nietecito de un famoso científico se presentó a su


abuelo. En la mano, que tenía escondida en la espalda, el niño llevaba
un pajarito que había cogido en el jardín.

Con los ojos chispeantes de picardía maliciosa le preguntó al abuelo: “El


canario que tengo en mi mano está muerto o vivo?”.

“Muerto”, dijo el sabio.

El muchacho abrió la mano y riendo dejó escapar al pajarito que


inmediatamente emprendió el vuelo.
“Te equivocaste!”, le  dijo riendo.

Si el abuelo hubiera respondido: “Vivo”, el muchacho habría apretado el


puño ahogando al pajarillo.

El sabio miró al sietecito y dijo: “Ves, la respuesta estaba en tu mano!”. 

La muerte o la vida eterna están en nuestras manos. Aun las decisiones


más pequeñas y sencillas que hoy tomes determinarán tu destino eterno.

Una oración popular ucraniana dice: “Que a los tiranos Dios les mande
piojos, a los solitarios, perros, mariposas a los niños, visiones a las
mujeres, jabalíes a los hombres. Pero a todos nosotros un águila que con
sus alas nos lleve hasta Él”. 
 

28. LA PERLA 

Dijo una ostra a su vecina: “En verdad tengo un gran dolor dentro de
mí. Es una cosa pesada y dura, estoy agotada!”.

Respondió la otra con presuntuosa complacencia: “Alabados sean el


cielo y el mar, yo no tengo en mí dolores. Estoy buena y sana por dentro
y por fuera”.

Pasaba en aquel momento un cangrejo de mar y oyó a las dos ostras, y


dijo a la que estaba bien y estaba sana por dentro y por fuera: “Sí, tú
estás bien y estás sana; pero el dolor que lleva dentro de sí tu vecina es
una perla de extraordinaria belleza”. 

Es la gracia más grande, la de la ostra. Cuando penetra dentro de ella


un granito de arena, una piedrecita que la hiere, no se pone a llorar, no
se estremece, no se desespera. Día tras día transforma su dolor en una
perla: la obra maestra de la naturaleza. 

29. DIOS EN EL POZO 

Un grupo de gitanos se detuvo junto al pozo de una aldea. Un niño de


unos cinco años salió al patio y los observaba con ojos desorbitados.

Lo fascinaba en especial un gitano, un hombrecillo que había sacado un


balde de agua del pozo y estaba allí, con las piernas extendidas
bebiendo. Por la barba de fuego, corta y espesa, le escurría un hilo de
agua, y con sus fuertes manos sostenía en los labios el gran balde de
madera como si fuera una taza.

Cuando hubo terminado, se quitó la banda multicolor y con ella se


enjugó la cara. Luego se inclinó y miró el fondo del pozo. Picado por la
curiosidad el niño se levantó en puntillas para tratar de ver más allá del
borde del pozo qué era lo que miraba el gitano.

El gigante se apercibió del niño y sonriendo lo levantó en sus brazos.

“Sabes quién está allá abajo?”, le preguntó. El niño sacudió la cabeza.

“Allí está Dios”, le dijo.

“Mira!”, siguió el gitano y mantuvo al niño sobre el borde del pozo.

Allí, en el agua quieta como un espejo, el niño vio reflejada su propia


imagen. “¡Pero ese soy yo!”.

“¡Ah!”, exclamó el gitano, dejándolo suavemente en tierra. “Ahora ya


sabes dónde está Dios”. 

No soy capaz de inventar cosas nuevas

Como aeroplanos que se mueven sobre alas de plata.

Pero hoy al amanecer tuve un pensamiento maravilloso,

y las partes más raídas de mi vestido

repentinamente se volvieron bellas,

resplandecientes con una luz que bajaba del cielo.

El pensamiento era este:

que en mi mano estaba oculto un plan secreto,

y mi mano es grande, grande a causa de este proyecto.

Que Dios, presente en mi mano,

conoce mi secreto, el proyecto de todo lo que él

quiere hacer por el mundo mediante mi mano. 

30. EL HORARIO DE LOS TRENES 

Yo conocí a un hombre que sabía de memoria el horario ferroviario,


porque lo único que le producía alegría eran las ferrovías, y él pasaba
todo su tiempo en la estación, miraba cómo llegaban y cómo partían los
trenes. Él observaba con admiración los vagones, la fuerza de las
locomotoras, la magnitud de las ruedas, observaba maravillado a los
controladores, que saltaban de carroza en carroza y al jefe de estación.
Conocía cada tren, sabía de dónde venía y a dónde iba, cuándo llegaría
a cierto puesto y cuáles trenes partían de ese puesto y cuándo llegarían.

Sabía los números de los trenes, sabía qué día viajaban, si tenían vagón
restaurante, si esperaban o no coincidencias. Sabía cuáles trenes tienen
el vagón postal y cuánto cuesta el tiquete p0ara Frauenfeld, para Olten,
para Niederbipp o para cualquier lugar.

No iba al bar, no iba al cine, no iba a divertirse, no tenía bicicleta, ni


radio, ni televisor, no leía diarios ni libros, y si hubiera recibido cartas
no leería ni siquiera éstas. Para hacer estas cosas le faltaba tiempo,
porque pasaba sus días enteros en la estación, y sólo cuando cambiaba
el horario ferroviario, en mayo y en octubre, no se le veía durante
algunas semanas.

Entonces se quedaba en casa sentado junto a su escritorio y se


aprendía todo de memoria, leía el nuevo horario desde la primera hasta
la última página, ponía cuidado a los cambios y se alegraba cuando no
los había. Sucedió incluso que alguien le preguntase el horario de
partida de un tren. Entonces se le puso radiante el rostro y quiso saber
cuál era la meta final del viaje, y el que le pidió la información con
seguridad perdió el tren, porque él no lo dejó ir, no se contentó con
citarle la hora, sino también el número del tren, el número de los
vagones, las posibles coincidencias y todos los horarios de partida; le
explicó que con aquel tren se podía ir a París, donde había que bajarse
y a qué hora se llegaba, y no se daba cuenta de que todo esto no le
interesaba a la gente. Pero si alguno lo detenía y se iba antes de que le
hubiera dado toda la lista de sus conocimientos, se disgustaba e
insultaba y le gritaba detrás: “Usted no tiene la mínima idea de los
ferrocarriles!”.

Él personalmente nunca subió a un tren.

Decía que eso no tendría sentido, porque él sabía desde antes a qué
hora llegaba el tren (Peter Vichsel). 

Muchas personas (entre ellas muchos estudiosos insignes) saben todo


acerca de la Biblia, inclusive la exégesis de los versículos más pequeños
y ocultos, el significado de las palabras más difíciles y hasta lo que el
escritor sagrado quería decir realmente, aunque pareciera lo contrario.

Pero no transforman en vida personal nada de lo que está escrito en la


Biblia. 

31. EL HUEVO 

Una mujer, que no tenía grandes recursos económicos, encontró un


huevo. Llena de alegría llamó a su marido y a los hijos y les dijo: “Todas
nuestras preocupaciones se acabaron. Miren un poco: ¡Me encontré un
huevo! No nos lo comeremos, sino que lo llevaremos a casa de nuestro
vecino para que lo haga incubar de su gallina. Así pronto tendremos un
pollito, que se convertirá en una gallina. Naturalmente, no nos
comeremos la gallina, sino que la dejaremos poner muchos huevos y
con los huevos tendremos muchas otras gallinas. Así tendremos
muchas gallinas y muchos huevos. No nos comeremos las gallinas ni
los huevos, sino que las venderemos y compraremos una ternerita.
Criaremos la ternerita y lograremos que llegue a ser una vaca. La vaca
nos dará otros terneros, hasta que lleguemos a tener un buen hato de
reses. Venderemos las reses y nos compraremos un campo, luego
venderemos y compraremos, compraremos y venderemos…”.

Mientras hablaba, la mujer gesticulaba, y de pronto el huevo se le


resbaló de las manos y se rompió al caer en tierra. 

Nuestros propósitos se parecen a menudo a la palabrería de esta mujer:


“Haré,… Diré… Remediaré…”. Pasan los días y los años y no hacemos
nada. 

32. LA HOJA “LÍDER DE OPINIÓN” 

Había una planta joven que era toda una promesa.

Tenía exactamente cuatro hojas. Cuatro bellas hojas lucientes al rocío y


al sol.

Las cuatro hojas eran amigas y charlaban entre ellas a menudo.

Un día la más grande y la más bella (hacía un poco de líder en el grupo)


declaró que había decidido prescindir del agua.

Las otras tres hojas estaban tan llenas de buena voluntad (o tan
débiles) que decidieron aceptar la exigencia de su compañera.

Se instaló un ingenioso sistema de sombrío apropiado para impedir que


el agua le cayera.

Por desgracia el pobre arbolito sin lluvia mostró signos de languidez y


finalmente murió.

El viento arrastró todas las hojas. 

Cuando todos piensan de una misma manera, ninguno piensa mucho.


Hay gente que “cuenta mucho”, aunque sólo diga estupideces. Hay
“grandes” que son tales porque los “pequeños” no tienen ganas de
oponerse. O no suficientemente valientes para sostener sus propias
opiniones.

Es un juego peligroso.
Dice Jesús: “Todos los que declaren públicamente que son mis discípulos,
también yo declararé que son discípulos míos, ante el Padre mío que está
en el cielo. Pero todos los que públicamente digan que no son mis
discípulos, también yo diré que no son míos ante mi Padre que está en el
cielo”. (Mt 10.32-33). 
 
 
 

33. LA LÁMPARA DEL MINERO 

Un hombre bajaba diariamente a las entrañas de la tierra para sacar


sal. Consigo llevaba una pica y una lámpara.

Una noche, mientras volvía hacia la superficie, en una galería tortuosa


e incómoda, se le cayó de la mano la lámpara y se quebró.

En un primer momento el minero casi se alegra de ello: “Por fin! Ya no


me aguantaba esta lámpara. Tenía que llevarla conmigo siempre, estar
atento dónde la ponía, pensar en ella inclusive durante el trabajo.
Ahora tengo un encarte menos. Me siento mucho más libre! Y luego…
Hace años que recorro este camino, de seguro que no he de perderme!”.

Pero muy pronto el camino  lo traicionó. En la oscuridad era algo


enteramente distinto. Dio algunos pasos y chocó contra una pared. Se
admiró: ¿acaso aquella galería no era la apropiada? ¿Cómo era posible
que se equivocara tan pronto? Intentó regresar hacia atrás, pero
terminó a la orilla del laguito que recogía las aguas de desecho.

“No es muy profundo”, pensó, “pero si termino dentro, en la oscuridad,


seguro me ahogaré”.

Se echó por tierra y comenzó a avanzar a gatas. Se lastimó manos y


rodillas. Se le vinieron a los ojos las lágrimas cuando se dio cuenta de
que en realidad había caminado sólo unos pocos metros y siempre se
encontraba de nuevo en el punto de partida.

Y entonces le vino una infinita nostalgia de su lámpara.

Tuvo que esperar humillado que alguien bajara a buscarlo y lo llevara


arriba mostrándole el camino con una luz cualquiera. 

“Lámpara es tu palabra para mis pasos, Señor, luz en mi camino.

El que descubre tu palabra entra en la luz, aun los sencillos la


comprenden” (Salmo 119). 
 

34. UN POEMA DE AMOR 


Una de las más bellas poesías de amor de los últimos tiempos fue escrita
por una muchacha norteamericana con el título de “Las cosas que no has
hecho. Hela aquí: 

¿Recuerdas el día en que tomé prestada tu auto nuevo y lo abollé?

Yo creía que me matarías, pero tú no lo hiciste.

¿Recuerdas cuando te convidé a la playa, que tú decías que iba a llover


y llovió?

Yo creía que exclamarías: “¡Ya te lo había dicho!”. Y no lo hiciste.

Recuerdas la vez en que yo charlaba con todo el mundo para hacerte


poner celoso y te pusiste celoso?

Yo creía que me dejarías, pero tú no me dejaste.

¿Recuerdas la vez que dejé caer la torta de fresas sobre el tapiz de tu


auto?

Yo pensé que me golpearías, y tú no lo hiciste.

¿Y recuerdas la vez que olvidé decirte que la fiesta era con traje de
noche y te presentaste en jeans?

Yo creía que me molerías a golpes, y tú no lo hiciste.

Sí, son muchas las cosas que no has hecho.

En cambio tuviste paciencia conmigo, y me amabas, y me protegías.

Eran muchas las cosas que yo quería hacerme perdonar cuando


volvieras de Vietnam.

Pero tú no regresaste… 

Una regla de oro:

Solamente una vez pasaremos por el mundo.

Por tanto, hagamos cuanto antes todo el bien que podamos hacer o los
detalles de delicadeza que podamos manifestar a todo ser humano.

No lo dejemos para después, ni lo omitamos, porque por este mundo no


hemos de pasar dos veces. 

35. LAS MARIPOSAS CURIOSAS 


Algunas mariposas daban vueltas en torno a una hoguera encendida en
la noche. Tenían inclinaciones científicas y filosóficas, y volando
alrededor de las llamas que las calentaban e iluminaban, se
preguntaban:

“¿Al fin qué será el fuego?”

“Es una cosa que ilumina”, decía una.

“Es una cosa que calienta”, rebatía otra.

Pero eran respuestas que no satisfacían, inadecuadas.

Al fin una de las mariposas se lanzó en medio de las llamas. Por un


instante ella misma se convirtió en una llama.

“Esta ya sabe qué es el fuego”, dijeron las demás. 

Un joven chino decidió convertirse en un experto tallador de jade. Para


ello se fue a donde el mejor maestro de toda China y se inscribió en su
taller.

El primer día el  maestro le puso en la mano un pedazo de jade y le dijo:


“Tenlo apretado con el puño”.

Todo el día permaneció el joven quieto con el puño cerrado. No hizo nada
más.

Al día siguiente, se presentó orgulloso al maestro convencido de que


aprendería alguna cosa nueva. Pero el maestro le puso en la mano un
pedazo de jade y le dijo: “Aprieta el puño”. Y todo el día el joven
permaneció nuevamente quieto con el puño cerrad con el pedazo de jade.

Al otro día, lo mismo, y al otro lo mismo, por todo un año.

Una mañana, como ya estaba habituado a hacerlo, el joven se presentí


ante el maestro con la mano abierta, y el maestro, como de costumbre le
puso una piedra en la mano.

Pero cuando la piedra tocó su  mano, el joven exclamó: “Pero esta no es
jade!”.

El maestro sonrió y le dijo: “¡Muy bien ya conoces el jade!”. 


 

36. LOS DOS PAÑUELOS 

En la escuela materna, un niño llevaba siempre dos pañuelos. La


maestra le preguntó por qué:
“Uno es para sonarme la nariz; el otro para secar los ojos de los que
lloran”. 

Y tú  ¿sí llevas contigo los dos pañuelos?... 


 

37. EL OJO DEL LEÑADOR 

Un leñador no lograba encontrar un día su hacha preferida. Había


buscado por toda la casa, revolcando por todas partes. Nada. Se había
perdido el hacha. Comenzó a pensar que alguien se la había robado.

Absorto en este pensamiento se asomó a la ventana. Precisamente en


aquel momento pasaba el hijo de su vecino de casa.

“Tiene la apariencia precisa de un ladrón de hachas”, pensó el leñador.


“También tiene los ojos de ladrón de hachas… Y hasta los cabellos de
ladrón de hachas!”.

Algunos días después, el leñador volvió a encontrar su hacha preferida


debajo del diván, donde él la había tirado una tarde al regresar del
trabajo.

Feliz por el hallazgo, se asomó a la ventana. Precisamente en aquel


momento pasaba el hijo de su vecino de casa.

“¡Realmente no tiene la apariencia de ladrón de hachas!”, pensó el


leñador. “¡Es más, tiene ojos de un bravo muchacho… y también los
cabellos!”. 

Etiquetas de toda clase, vivimos de etiquetas. Pegadas en los pantalones,


en las camisas, en los zapatos, inclusive en la frente.

Endosamos etiquetas. Miramos el mundo como si fuera un teatrillo y


cada uno de nosotros tenemos una parte para recitar: aquel es bello,
aquella es un mico, aquel otro el malo, el de más allá, el traidor…

Queda por decidir si uno es el verdugo o la víctima, las más de las veces
es el color de la corbata lo que decide.

Dijo Jesús: “No condenes y Dios no te condenará. En efecto, Dios te


juzgará con el mismo criterio que usas para juzgar a los demás, te
medirá con la misma medida que tú uses con los demás.

Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano, y no te preocupas por la


viga que tienes en el tuyo?” (Mt 7,1-3). 
 
 
 
38. LA CISTERNA AGRIETADA 

Había dos cisternas  a unos diez metros de distancia una de otra. Se


miraban y de cuando en cuando conversaban un poco.

Eran muy distintas.

La primera era perfecta. Las piedras que la formaban eran sólidas y


bien compaginadas. Completamente estanca. Nunca se había perdido
una sola gota de la preciosa agua por su causa.

En cambio la segunda presentaba hendiduras, como heridas, de las


cuales salían chorritos de agua.

La primera, fiera y orgullosa de su perfección, se enorgullecía


abiertamente. Sólo un que otro insecto o pajarillo se atrevía a
acercársele.

La otra estaba cubierta de arbustos floridos, matorrales de moras, que


vivían del agua que salía de sus hendiduras. Los insectos ronceaban
continuamente a su alrededor y los pajarillos hacían sus nidos a sus
orillas.

No era perfecta, pero se sentía muy feliz. 

Hay que creer en la perfección y tener el valor de la imperfección. Vivimos


en un mundo en que la perfección se confunde con el esfuerzo por ser
“superiores”, “los primeros”, “estar en el centro”, “ser alguien”. La única
perfección es el amor. Solamente así es posible comprender las palabras
de Jesús: “Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5,48),
que vienen después de las bienaventuranzas de los pobres, de los que
lloran, de los mansos, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los
misericordiosos, de los puros de corazón, de los pacificadores y de los
perseguidos (injustamente) a causa de la justicia.

El que vive con los brazos abiertos, ordinariamente no hace carrera, pero
encuentra mucha gente a quién abrazar. 

39. LA MATÉ POR UN PEDAZO DE PAN 

Un hombre que no entraba en una iglesia desde hacía unos veinte años
se acercó titubeando a un confesionario. Se arrodilló y, después de un
momento de duda, contó entre lágrimas: “Tengo las manos sucias de
sangre. Fue durante la retirada de Rusia. Cada día moría alguno de los
míos. El hambre era tremenda Nos habían dicho que no entráramos
nunca en las casas sin tener el fusil en la mano, listos a disparar al
primer amago de… Donde yo había entrado había un anciano y una
muchacha rubia de ojos tristes: “Pan! Denme pan!”. La muchacha se
inclinó. Pensé que iba a coger un arma, una bomba. Disparé con
decisión. Se desplomó al punto.

Cuando me acerqué, vi que la muchacha apretaba en su mano un


pedazo de pan. Yo había matado a una muchacha de 14 años, a una
inocente que quería ofrecerme pan. Comencé a beber para olvidar: pero
¿cómo olvidar?

¿Me puede perdonar Dios? 

El que anda con el fusil cargado terminará disparando. Si lo único de que


dispone es de un martillo, termina por ver a todos los demás como clavos.
Y pasará  la jornada dando martillazos.

40. BRONCEAR EL ALMA 

Un misionero en Papúa Nueva Guinea se dio cuenta de que uno de sus


nuevos cristianos, un valeroso jefe de la tribu Kanaka, al final de cada
Misa iba adelante del tabernáculo y permanecía allí largo rato como una
palma, con el torso desnudo. Era un hombre muy simple, que todavía
ni siquiera había aprendido a leer la Biblia.

Un día el misionero no resistió a la curiosidad y le preguntó qué hacía,


tan quieto y silencioso delante del tabernáculo.

El kanako respondió sonriendo:

“¡Pongo mi alma al sol!”. 

El maestro reúne a sus discípulos y les pregunta: “¿De dónde nace la


oración?”

El primero responde: “De la necesidad”. El segundo responde: “Del gozo.


Cuando estoy gozoso mi alma escapa de la angustia de mis temores y
preocupaciones y se eleva a lo alto hacia Dios”. El tercero: “Del silencio.
Cuando todo en mí se ha hecho silencio, entonces puede hablar Dios”.

El maestro responde: “Todos ustedes han respondido exactamente. Sin


embargo, todavía hay un momento de donde se inicia la oración y que
precede a los que ustedes han señalado. La oración comienza en Dios
mismo. Es él quien la comienza, no nosotros”. 
 
PEQUEÑAS HISTORIAS PARA EL ALMA

Bruno Ferrero

II

LO IMPORTANTE ES LA ROSA 

Jesús decía todas estas cosas a la turba en parábolas: y no hablaba nunca sin
parábolas” (Mt 13,34) 

Premisa 

2.1. LA ROSA 

El poeta alemán Rilke vivió algún tiempo en París. Para ir a la Universidad recorría
cada día en compañía de una amiga suya francesa una calle muy frecuentada.
Un rincón de esta calle estaba permanentemente ocupado por una mendiga que pedía la
limosna a los transeúntes. La señora se sentaba siempre en el mismo puesto, inmóvil
como una estatua, con la mano extendida y los ojos fijos en el suelo.
Rilke nunca le daba nada, en cambio su compañera a menudo le daba algunas monedas.
Un día la joven francesa, admirada le preguntó al poeta: “¿Por qué nunca le das nada a
esa pobrecita?”.
“Deberíamos regalarle alguna cosa a su corazón, no a sus manos”, respondió el poeta.
Al día siguiente, Rilke llegó con una espléndida rosa que acababa de abrirse, la puso en
la mano de la mendiga e hizo ademán de marcharse.
Entonces sucedió algo inesperado: la mendiga levantó los ojos, miró al poeta, se levantó
al punto del suelo, tomó la mano del hombre y la besó. Luego se marchó apretando la
rosa contra su regazo.
Durante toda una semana nadie la vio más. Pero ocho días después, nuevamente la
mendiga estaba sentada en el lugar acostumbrado, silenciosa e inmóvil como siempre.
“¿De qué habrá vivido todos estos días en que no ha recibido nada?”, preguntó la joven
francesa.
“De la rosa”, respondió el poeta. 

“Existe un solo problema, uno solo en la tierra. Cómo devolver a la humanidad un


significado espiritual, suscitar una inquietud del espíritu. Es necesario que la
humanidad sea rociada de lo alto y descienda sobre ella algo que se parezca al canto
gregoriano. Fíjense, no se puede seguir viviendo ocupándose solamente de frigoríficos,
política, balances y crucigramas. Así no es posible seguir adelante”, escribió Antoine
de Saint Éxupéry.

Estas pequeñas historias no son importantes. Solamente quieren regalarte por un


instante el perfume de una rosa. 

2.2. LA SILLA VACÍA 

Un anciano estaba gravemente enfermo. Fue a su casa el párroco a visitarlo. En cuanto


entró en la habitación del enfermo el párroco notó una silla vacía, colocada en una
posición rara, junto al lecho en que reposaba el anciano y le preguntó para qué servía.
El hombre le respondió sonriendo débilmente: “Me imagino que Jesús está sentado en
esa silla; y antes de que usted llegara yo estaba hablando… Durante años se me hacía en
extremo difícil la oración, hasta que un amigo me explicó que la oración consiste en
hablar con Jesús. Así me imagino ahora yo a Jesús sentado en una silla frente a mí y le
hablo y escucho lo que él me dice como respuesta. Desde entonces no he tenido más
dificultad para orar”.
Unos días después, la hija del anciano señor se presentó a la casa parroquial para avisar
al párroco que su padre había muerto.
Dijo: “Lo dejé solo por unas dos horas. Cuando volví a la habitación lo encontré muerto
con la cabeza apoyada sobre la silla vacía que quería tener siempre junto a su lecho”. 

“Bienaventurados los limpios de corazón: verán a Dios”. 

2.3. DONDE EL CIELO Y LA TIERRA SE TOCAN 

En las páginas de un viejo libro de la biblioteca del monasterio dos monjes habían leído
que existe un lugar en los confines del mundo donde el cielo y la tierra se tocan.
Decidieron partir para buscarlo y se prometieron a sí mismos no regresar sin haberlo
encontrado.
Atravesaron el mundo entero, escaparon a numerosos peligros, superaron todas las
terribles privaciones y sacrificios que implica una peregrinación por todos los rincones
de la inmensa tierra. No faltaron siquiera las mil seductoras tentaciones que pueden
apartar al hombre de alcanzar su meta. Las superaron todas.
Sabían que en el lugar que buscaban encontrarían una puerta: bastaba tocar y se
encontrarían cara a cara con Dios.
Encontraron la puerta.
Con el corazón en la boca tocaron sin perder tiempo.
Lentamente se abrió la puerta de par en par. Temblorosos entraron los dos monjes… y
se encontraron en su celda, en su monasterio. 

Un día Rabí Mendel de Kozk recibió unos huéspedes eruditos y los los dejó pasmados
preguntándoles a quemarropa: “¿Dónde habita Dios?”. Ellos se rieron de él. “¿Pero
cómo así? ¿Acaso el mundo no está lleno de su gloria?”.
El Rabí mismo dio su respuesta a la pregunta:
“Dios habita donde lo dejen entrar”.
He ahí lo que más cuenta: dejar entrar a Dios. Pero se puede dejarlo entrar solamente
donde uno se encuentra, y donde uno se encuentra realmente, donde se vive, donde se
vive una vida auténtica.
“Estoy a la puerta y llamo” dice Dios en la Biblia.
¿Abrirás hoy tu puerta? 

2.4. LA HISTORIA DEL LOBO MALO 


Alejo, de tres años.
“Cuéntame la historia del lobo malo”.
Lisa, de diez años:
“No, no hay lobos malos, lo que hay son lobos desgraciados”. 
No existen hombres malos…
  

2.5. UNA NUBE Y LA DUNA 


Una nube joven,  muy joven (bien sabido es que la vida de las nubes es corta y de
mucho movimiento) hacía su primer recorrido por los cielos, con un grupo de otras
nubes grandes, infladas y valentonas.
Cuando pasaron sobre el gran desierto del Sahara, las demás nubes, más expertas, la
apuraron: “Corre, corre. Si te detienes aquí estás perdida”.
Pero la nube joven era curiosa, como todos los jóvenes, y se dejó resbalar al fondo de un
grupo de nubes, semejante a una manada de bisontes cansados.
“¿Qué haces?”. ¡Muévete!”, le gritó por detrás el viento.
Pero la nubecita había visto las dunas de arena dorada: un espectáculo fascinante. Y
planeó ligera, ligera. Las dunas parecían nubecitas de oro acariciadas por el viento.
Una de ellas le sonrió. “Chao!”, le dijo. Era una duna muy graciosa, que acababa de
formarse con el viento, que le arremolinaba la luciente cabellera.
“¡Ola!. Me llamo Ola”, se presentó la nubecita.
“Yo, Una, replicó la duna.
“¿Cómo es tu vida allá abajo?”.
“Pues… sol y viento. Hace un poco de calor, pero se soporta. ¿Y la tuya?”
“Sol y viento… grandes carreras en el cielo”.
“Mi vida es muy corta. Cuando vuelva el viento fuerte muy posiblemente
desapareceré”.
“¿Te preocupa?”.
“Un poco… Me parece que no sirvo para nada”...
“Yo también, pronto me transformaré en lluvia y caeré. Es mi destino”.
La duna vaciló un momento y luego dijo: “¿Sabes que nosotros llamamos a la lluvia
Paraíso?”.
“Yo no sabía que yo misma fuera tan importante”, rió la nube.
Y la duna: “He oído decir a algunas viejas dunas cuán bella es la lluvia. Nos cubrimos
de cosas maravillosas que se llaman hierbas y flores”.
“Ah sí, es verdad, las he visto”.
“Probablemente yo nunca las veré”, concluyó tristemente la duna.
La nube reflexionó un momento y luego dijo: “Yo podría lloverte encima…”.
“Pero morirías…”.
“Pero tú florecerías”, dijo la nube y se dejó caer, convirtiéndose en iridiscente lluvia.
Al día siguiente la pequeña duna estaba bellamente florecida. 

Una de las más bellas oraciones que conozco dice: “Señor, haz de mí una lámpara. Me
quemaré pero daré luz a los demás”. 

2.6. EL NEGOCIO 

Un joven soñó que entraba en un gran negocio. Como vendedor detrás del mostrador
estaba un ángel.
“¿Qué venden ustedes aquí?”, preguntó el joven.
“Todo lo que usted desee”, repuso muy atento el ángel.
El joven comenzó a hacer la lista: “Yo quiero el fin de todas las guerras en el mundo,
más justicia para los explotados, tolerancia y generosidad para con los extranjeros, más
amor en las familias, trabajo para los desempleados, más comunión en la Iglesia, y…
y…”.
El ángel lo interrumpió: “Lo siento, señor. Usted no me ha entendido. Nosotros no
vendemos frutos, vendemos sólo semillas…”. 
Una parábola de Jesús comienza así: “El reino de Dios es como una buena semilla que
un hombre hizo sembrar en su campo…”.
El Reino es siempre un comienzo. Un comienzo pequeñísimo, casi imperceptible. Dios
mismo ha venido a la tierra como una semilla, un fermento, un minúsculo retoño.
Una semilla es un milagro. También el árbol más grande nace de una semilla
pequeñísima. Tu alma es un jardín en donde están sembradas las más grandes
iniciativas y los valores más grandes.
¿Los dejarás crecer? 

 2.7. LO QUE… 

Cuando niños se nos decía … 

Quieto, muévete, despacio, apúrate, no toques, atento, cómetelo todo, lávate los dientes,
no te ensucies, te ensuciaste, calla, te dije que hablaras, excúsate, saluda, ven acá, no
estés siempre dando vueltas  junto a mí, ve a jugar, no molestes, no corras, no sudes,
cuidado te caes, ya te había dicho que te caerías, peor para ti, nunca pones cuidado, no
eres capaz, a dormir, cúbrete, no te asolees, asoléate, no se habla con la boca llena… 

Hubiéramos querido oír decirnos cuando niños: 

Te amo, eres bello, estoy feliz de tenerte, hablemos un poco de ti, tomemos un poco de
tiempo para nosotros, ¿cómo te sientes?, ¿estás triste?, ¿tienes miedo?, ¿por qué no te
gusta?, eres dulce, eres suave, eres tierno, cuéntame, qué has sentido, eres feliz, me
gusta verte reír, puedes llorar cuanto quieras, ¿estás contento?, ¿qué es lo que te hace
sufrir?, ¿qué te disgustó?, puedes decir todo lo que quieras, confío en ti, te escucho,
estás enamorado, qué piensas, me gusta estar contigo, quiero hablarte, quiero
escucharte, ¿cuándo te sientes más triste?, me agrada tu modo de ser, es bello estar
juntos, dime si me he equivocado. 

A tu alrededor hay todavía muchas personas adultas que esperan las palabras que
hubieran querido escuchar de niños.

Estrujando la empuñadura del bolso decía una señora: “yo sé que mi esposo sabe ser
tierno. Yo veo que con el perro es muy tierno”.

2.8. EL PERFUME 

Los hindúes cuentan una leyenda rara. La leyenda del cabrito de las montañas.
Hace muchos años había un cabrito que sentía continuamente en su nariz un fragante
perfume de musgo. Subía las verdes pendientes de los montes y sentía aquel perfume
maravilloso, estupendo, penetrante, dulcísimo. Trotaba suavemente por el bosque y
aquel perfume estaba en el aire, a su alrededor.
El cabrito no lograba percibir de dónde provenía aquel perfume que tanto lo cautivaba.
Era como el reclamo de una flauta, al que le era imposible resistir.
Por eso el cabrito empezó a correr de bosque en bosque en busca de la fuente de aquel
extraordinario y perturbador perfume.
Aquella búsqueda se le volvió una obsesión. El pobre animal ya ni siquiera podía
comer, ni beber, ni dormir, ni hacer nada. No sabía de dónde venía el reclamo del
perfume, pero se sentía forzado a seguirlo a través de abismos, bosques y colinas, hasta
que hambriento, exhausto, muerto de cansancio, caminó sin rumbo cierto, resbaló de
una roca y al caer se hirió mortalmente.
Sus heridas eran dolorosas y profundas. El cabrito se miró su pecho sangrante, y en
aquel momento descubrió algo increíble: El perfume, aquel perfume que lo había
trastornado, estaba allí precisamente, dentro de su propio cuerpo, en su pecho, en el saco
especial, el saco de almizcle que llevan todos los cabritos de su especie.
El pobre animal aspiró profundamente el perfume, pero ya era demasiado tarde…  

“Tarde te he amado, belleza siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde te he


amado. Estabas dentro de mí, pero yo estaba fuera  y sin belleza y me precipitaba
hacia aquellas bellezas que tú has hecho  que sin ti no podrían existir. Tú siempre has
estado conmigo, pero yo no estaba contigo”. (San Agustín). 

2.9. LOS DOS ESPEJOS 

Un día Satanás descubrió una forma de divertirse. Inventó un espejo diabólico que tenía
una propiedad mágica: hacía ver pequeño y feo lo que era bello y bueno, mientras que
hacía ver grande y espléndido todo lo que era feo y malo.
Satanás iba por todas partes llevando su terrible espejo. Y todos los que miraban dentro
de él quedaban impresionados, pues todo aparecía deformado y monstruoso.
El maligno se divertía muchísimo con su espejo: mientras más repugnantes eran las
cosas, más le gustaban. Un día, el espectáculo que le ofrecía su espejo era tan agradable
a sus ojos, que estalló en risotadas en forma descompuesta: el espejo se le fue de las
manos y se rompió en millones de pedazos.
Un poderoso y maligno huracán hizo volar los fragmentos del espejo por todo el mundo.
Algunos fragmentos eran más pequeños que los granos de arena y entraron en los ojos
de muchas personas. Estas personas comenzaron a ver  todo al revés: se daban cuenta
sólo de lo malo y veían maldad por todas partes.
Otras esquirlas se volvieron lentes para anteojos. La gente que se ponía estos anteojos
ya no lograba ver lo que era justo y juzgar rectamente.
¿Acaso ustedes no han encontrado hombres así?
Algunos pedazos de espejo eran tan grandes, que se usaron como vidrios de ventana.
Los pobrecillos que miraban a través de tales ventanas sólo veían vecinos antipáticos,
que pasaban el tiempo tramando maldades.
Cuando Dios se dio cuenta de lo sucedido se puso triste. Decidió ayudarles.
Dijo: “Mandaré al mundo a mi Hijo. Él es mi imagen, mi espejo. Refleja mi bondad, mi
justicia, mi amor. Refleja al hombre como yo lo pensé y quise”.
Jesús vino como un espejo para los hombres.
Quien se miraba en Él, descubría la bondad y la belleza y aprendía a distinguirlas del
egoísmo y de la mentira, de la injusticia y del desprecio.
Los enfermos recuperaban el valor de vivir, los desesperados recuperaban la esperanza.
Consolaba a los afligidos y ayudaba a los hombres a vencer el miedo a la muerte.
Muchos hombres amaban el espejo de Dios y siguieron a Jesús. Se sentían inflamados
por él.
Otros en cambio hervían de rabia: decidieron romper el espejo de Dios. Jesús fue
asesinado. Pero muy pronto se levantó un nuevo y poderoso huracán: el Espíritu Santo.
Levantó los millones de fragmentos del espejo de Dios y los sopló hacia   todo el
mundo.
El que recibe aunque sea una pequeñísima centella de este espejo en sus ojos, comienza
a ver el mundo y a las personas como los veía Jesús: se reflejan en los ojos ante todo las
cosas bellas y buenas, la justicia, la generosidad, el gozo y la esperanza; en cambio las
maldades y las injusticias aparecen modificables y vencibles. 
 
2.10. EL ÉXITO 

Un misionero que había vivido en China muchos años y un famoso cantante que había
permanecido solamente dos semanas, volvían a Estados Unidos a bordo de la misma
nave. Cuando atracaron en Nueva York, el misionero vio una gran multitud de
admiradores que esperaban al cantante.
“Señor, no entiendo”, murmuró el misionero. “Yo dediqué cuarenta y dos años de mi
vida a la China y este permaneció solamente dos semanas, y hay millares de personas
que le dan la bienvenida a casa mientras para mí no hay ni uno”.
Y el Señor le respondió: “Hijito, tú todavía no has llegado a tu casa”. 

Un día un turista visitaba a un famoso rabino. Se quedó pasmado cuando vio que la
vivienda del rabino era solamente una habitación llena de libros. Los únicos muebles
eran una mesa y una banca.
“¿Rabí, dónde están tus muebles?”, preguntó el turista.
“¿Y los suyos dónde están?” replicó el rabino.
“¿Los míos? Yo aquí estoy sólo de paso, respondió el turista.
“También yo estoy aquí de paso”, dijo el rabino.

2.11. JUGAR CON DIOS 

Un día un hombre se detuvo en medio de un grupo de muchachos que jugaban en un


patio. El hombre se puso a hacer cabriolas y toda clase de bufonadas para divertir a los
muchachos. La madre de uno de los muchachos observaba desde la ventana. Después de
un rato bajó al patio y se acercó a su hijo.
“¡Ah! Este hombre es verdaderamente un santo”, le dijo. “Hijo mío, ve donde él”.
El hombre puso una mano en el hombro del muchacho y le preguntó “¿Hijo querido,
qué quieres hacer?”.
“No sé”, respondió el muchacho. “¿Qué quieres que yo haga?”
“Eres tú quien debe decirme qué querrías hacer”.
“A mí me gustaría jugar”.
“¿Entonces quieres jugar con el Señor?”.
El muchacho se quedó pasmado sin saber qué responder. Entonces el santo añadió: “Si
tú logras jugar con el Señor, harás la cosa más bella que se puede hacer. Todos toman
tan en serio a Dios que lo hacen mortalmente aburridor. Juega con Dios, hijito. Es un
compañero incomparable en el juego”. 

Un Doctor de la Ley observaba el espectáculo de la plaza de mercado que


hormigueaba de gente. De pronto se le apareció el profeta Elías.
El Doctor de la Ley aprovechó la ocasión y preguntó al profeta: “¿Ilumina mi
ignorancia: hay alguien de estos comerciantes que entrará en el futuro Reino de
Dios?”.
“¡Ninguno, ninguno realmente!”, respondió el Profeta meneando la cabeza.
En aquel momento llegaron a la plaza de mercado dos hombres. Se pusieron a hacer
juegos de destreza, chistes, bufonadas para atraer a la gente. Alrededor de ellos se
formó un círculo de grandes y pequeños que se divertían y aplaudían riendo.
El profeta Elías exclamó: “¡Estos ciertamente entrarán en el futuro Reino de Dios!”.
El Doctor de la Ley fue a hablar a los dos payasos.
“¿Qué venden ustedes?”, preguntó.
Respondieron: “Aunque a menudo nuestro corazón está triste, queremos vender a todos
la alegría de vivir”. 

2.12. LA BUENA RAZÓN 

“¿Por casualidad dejé mi sombrilla donde usted, señor?”, me preguntó una señora que
vive en mi zona y que había venido a verme poco antes.
“Sí”, le respondí.
Me agradeció mucho, y luego añadió: “¡Usted sí que es honesto! ¡He preguntado a
mucha gente si yo había dejado mi sombrilla en casa de ellos, y todos me respondieron
que no!”. 

Una tortuga pasaba tranquilamente su vida en el campo. Un día le llegó la invitación


de una sobrina suya, que habitaba en la ciudad, para que fuera a verla. Movida por el
deseo de ver un poco de mundo la tortuga campesina aceptó la invitación.
La distancia no era mucha, no más de un kilómetro pero para la tortuga ya era un buen
trecho. Sin embargo se ilusionó con él en poco tiempo y a la mañana siguiente se puso
en camino.
“Con mi paso seguro y constante”, pensó, “de seguro antes de medio día habré
llegado. Justo el tiempo para llegar al almuerzo”.
Partió canturreando.
Camina, camina, camina… A medio día la tortuga había recorrido apenas un centenar
de metros.
Cuando oyó sonar doce toques en un campanario, espetó: “¡Qué estúpido campanario!
No hará ni siquiera una hora que salí de casa, y ya suena medio día. ¡Todos estos
relojes están desajustados y los campanarios están mareados!”.
Camina que camina,… El sol se ocultó y las estrellas salieron temblorosas, pero la
tortuga ni siquiera iba en la mitad del camino.
Más disgustada que nunca se puso a renegar: “¡El mundo ya no es el de antes! ¡El sol
se oculta más pronto, las estrellas salen fuera de horario y los días ya no son de
veinticuatro horas!”.
Y gruñendo siguió caminando maldiciendo el camino, demasiado pedregoso y tortuoso.
Siempre hay una buena razón para pensar mal del prójimo. 

2.13. LA ESTRATEGIA DE LA ZORRA 

Un león abrió las fauces bajo la nariz de una oveja y le preguntó si le sentía mal aliento.
La oveja respondió: “¡Sí!”.
“¡Estúpida!” dijo el león y le arrancó la cabeza de un poderoso mordisco.
Luego hizo la misma pregunta al lobo.
“No”, respondió el lobo.
“¡Adulador!”, dijo el león. Y lo destrozó.
Luego fue a buscar a la zorra para hacerle la misma pregunta.
“A decir verdad, señor”, respondió la zorra, “tengo un resfriado tan fuerte que no logro
percibir los olores”. 

El discípulo de un filósofo fue a ver al maestro en el lecho de muerte.


“Déjame en herencia un poco de tu sabiduría”, le pidió.
El sabio abrió bien la boca y le dijo al joven que mirara dentro.
“¿Ves mi lengua?”, le preguntó.
“Cierto”, respondió el discípulo.
“¿Y mis dientes están todavía?”.
“No”, replicó el discípulo.
“¿Y sabes por qué la lengua dura más que los dientes? Porque es blanda y flexible. Los
dientes se caen primero porque son duros. Ahora ya has aprendido todo lo que vale la
pena aprender. No tengo más qué enseñarte. 

2.14. LA MANO Y LA ARENA 

Jorge, muchacho de trece años, paseaba por la playa junto con su madre.
De pronto le preguntó: “Mamá, ¿cómo se hace para conservar un amigo cuando por fin
uno ha logrado encontrarlo?”.
La madre meditó un momento y luego se inclinó y tomó dos manotadas de arena.
Teniendo las palmas vueltas hacia lo alto apretó fuertemente una mano: la arena se le
escapó por entre los dedos, y mientras más apretaba el puño, más se escapaba la arena.
En cambio conservó bien abierta la otra mano: la arena se conservó toda en la mano.
Jorge observó impresionado, y luego exclamó: “Entiendo”. 

Detrás de una imagencita de la Santísima Virgen olvidada en un pequeño Santuario de


montaña, encontré la “Oración de la acogida”. Es como sigue: 
Señor, ayúdame a ser para todos un amigo,
que espera sin cansarse,
que acoge con bondad,
que da con amor,
que escucha sin fatigarse,
que agradece con alegría.
Un amigo al que siempre estén seguros de encontrar
todos los que lo necesiten.
Ayúdame a ser una presencia segura,
a quien pueda dirigirse cualquiera  cuando quiera,
a ofrecer una amistad sin prevenciones,
a irradiar una paz gozosa,
tu paz, oh Señor.
Haz que sea disponible y acogedor
sobre todo para con los más débiles e indefensos.
Así, sin hacer nada extraordinario,
podré ayudar a los demás
a sentirte más cercano,
Señor de la ternura”. 

2.15. EL PODER DEL PENSAMIENTO 

Un peregrino caminaba por un sendero rural cuando al lado de él, entre la hierba,
percibió una cosa, quizás una piedra de una forma rara.
“Es una serpiente”, pensó.
La serpiente se desenrolló, saltó y lo mordió mortalmente.
Otro peregrino caminaba por ese mismo sendero, también él vio la piedra de forma
extraña. “Es un pajarito”, pensó.
En un agitarse de alas voló y se fue. 

A un automovilista se le desinfló una llanta en una carretera oscura y solitaria. Bajó


del auto, pero se dio cuenta de que no tenía allí la herramienta. Estaba a punto de caer
en la desesperación, cuando vio una lucecita a lo lejos: era una casa de campo.
Se dirigió a pie hacia allá, y mientras caminaba comenzó a pensar: “¿Y si nadie sale a
abrir?”, “¿Y si no tienen la herramienta?”, “¿Y si no me la quieren prestar aunque la
tuvieran?”.
A cada pregunta angustiosa su agitación crecía, y cuando por fin llegó a la casa, y el
campesino le abrió, estaba tan fuera de sí, que le lanzó un puño gritando: “¡Quédate
con tu cochina herramienta!”.
Quieras o no, tus pensamientos son los que trazan el camino del viaje que se llama
vida. Si tienes en mente la depresión y el fracaso, allí te los encontrarás. Si piensas que
eres desagradable, así te comportarás. Di a un muchacho que es un estúpido, y
estúpido se volverá.

2.16. EL GOBELINO 

Un joven monje fue enviado por algunos meses a un monasterio de Flandes a tejer un
importante tapiz junto con otros monjes. Un día se levantó de su sillón indignado.
“¡Basta! ¡No puedo seguir adelante! ¡Las instrucciones que me dieron son insensatas!”,
exclamó. “Estaba trabajando con un hilo de oro y de repente tengo que anudarlo y
cortarlo sin razón. ¡Qué desperdicio!”.
“Hijito”, replicó un monje más anciano, “no miras este tapiz como se le debe mirar.
Estás sentado del lado del envés, y trabajas solamente en un punto”.
Lo condujo frente al tapiz que pendía bien templado en la amplia bodega y el joven
monje quedó sin aliento.
Había trabajado tejiendo una bellísima imagen de la Adoración de los Magos y su hilo
de oro hacía parte de la luminosa aureola alrededor de la cabeza del Niño. Lo que al
joven le había parecido un desperdicio insensato era algo maravilloso. 

Una antigua historia sufita cuenta de un valiente hombre a quien el Creador le había
prometido el cumplimiento de un deseo.
El hombre pensó un momento y luego dijo: “Me gustaría hacer el bien sin saberlo”.
Dios lo escuchó.
Más tarde el Creador decidió que se trataba de un propósito tan positivo que lo
transmitiría a todos los seres humanos.
Y así fue hasta nuestros días.
No te juzgues de poco valor. Quizás nunca tendrás una demostración de ello, pero eres
mucho más importante de lo que piensas. Todos hacemos parte de un cuadro mucho
más grande, cuya increíble belleza nunca vemos en su totalidad. 

2.17. ¿QUIÉN SOSTIENE EL CIELO? 


Un pajarillo, recostado sobre su dorso extendía hacia el cielo muy rígidas sus dos
patitas. Otro pajarillo voló a su lado y le preguntó desconcertado: “¿Qué haces?” ¿Por
qué permaneces acostado así, con las patas hacia arriba? ¿Te ha sucedido alguna cosa?”.
Sin moverse, el primer pajarillo respondió: “Con mis patas sostengo el cielo. Si me
muevo y quito las patas, el cielo se cae”.
En aquel momento de un árbol cercano se desprendió una hoja que cayó a tierra veloz y
silenciosa.
El pajarillo se asustó muchísimo. Se levantó y emprendió veloz el vuelo.
El cielo, naturalmente, siguió en su puesto. 

Un famoso predicador murió y subió al Paraíso donde se dio cuenta de que un taxista
de su ciudad ocupaba un puesto mejor que el suyo.
Corrió a quejarse a san Pedro.
“No entiendo. Debe haber sido un error. Yo he dedicado toda mi vida a la
predicación”.
Respondió San Pedro: “Nosotros premiamos los resultados. ¿Recuerda, reverendo, el
efecto de sus predicaciones?”.
El pastor, de mala gana, tuvo que admitir que uno que otro feligrés se le quedaba
dormido durante sus predicaciones.
“¡Precisamente eso!” dijo San Pedro. “En cambio cuando la gente subía al taxi de este
hombre, no sólo estaban bien despiertos, sino que inclusive oraban fervorosos”. 

2.18. EL ALMUERZO DEL DOMINGO 

Desde la cocina, como de costumbre, la mujer dijo: “¡Está listo!”.


El marido, que estaba leyendo el periódico, y los dos hijos, que miraban la televisión y
escuchaban música, pasaron ruidosamente a la mesa y golpeaban impacientemente los
cubiertos.
Llegó la mujer.
Pero en vez de los acostumbrados olorosos alimentos, puso en el centro de la mesa una 
bandeja con heno.
“¿Qué pasó?”, dijeron los tres hombres. “¿Te volviste loca?”.
La mujer los miró y respondió en actitud seráfica: “¿Cómo habría podido yo imaginar
que ustedes caerían en la cuenta? Cocino para ustedes desde hace veinte años y en todo
este tiempo nunca he oído de parte de ustedes una palabra que me hiciera entender que
ustedes no estaban comiendo heno”. 

Para festejar el décimo aniversario del matrimonio una mujer pidió a la revista que
solía leer su marido, que publicara un mensaje para él. El mensaje era: “Gracias,
gracias, gracias amor mío, porque si hoy soy una mujer y una madre feliz lo debo a ti.
Gracias porque siempre y en todas partes me haces sentir la única mujer del mundo
para ti. Gracias porque me haces sentir bella. Gracias porque me haces sentir
importante. Gracias por tus miradas de amor cuando estamos en medio de la gente.
Gracias por tus “te amo” dejados por aquí y por allá cuando y donde menos me lo
esperaba. Gracias porque existes. Gracias por estos espléndidos años de amor”.
Tenemos un inmenso poder: decidir la felicidad o la infelicidad de las personas que
están a nuestro lado. De ordinario basta decir u omitir un “gracias”. 

2.19. EL SECRETO DEL PARAÍSO 

Una vez un samurai gordo y rudo fue a visitar a un pequeño monje. “Monje”, le dijo
“¡enséñame qué son el infierno y el paraíso”!.
El monje levantó los ojos para observar al poderoso guerrero y respondió con sumo
desprecio: “¿Enseñarte qué es el infierno y el paraíso? No podré enseñarte nada. Eres
sucio y hueles mal, la cuchilla de tu afeitadora está oxidada. Eres una vergüenza, un
flagelo para la casta de los samurais. Apártate de mi vista, no te soporto”.
El samurai quedó furioso. Comenzó a temblar, con la cara roja de la rabia, ni siquiera
lograba articular palabra. Desenvainó la espada y la levantó en alto, preparándose para
matar al monje.
“Esto es el infierno”, murmuró el monje.
El samurai quedó vencido. ¡Cuánta compasión sintió hacia este hombrecito que había
arriesgado su vida para demostrarle lo que es el infierno! Lentamente bajó la espada,
lleno de gratitud y de improviso se sintió colmado de paz.
“Esto es el paraíso”, murmuró el monje. 

Después de una larga y heroica vida un valeroso samurai llegó al más allá y fue
destinado al paraíso. Era un hombre lleno de curiosidad y pidió poder antes echar
también una mirada al infierno.
Se encontró un amplísimo salón que tenía en el centro una mesa servida con platos
llenos de suculentas comidas y de golosinas inimaginables. Pero los comensales que se
sentaban todos alrededor, estaban demacrados, pálidos y esqueléticos hasta producir
lástima.
“¿Cómo es posible?”, preguntó el samurai a su guía. “¡Con todos esos bienes de Dios
delante!”.
“Mira: cuando llegan acá, todos reciben dos bastoncitos, los que se usan como
cubiertos para comer, sólo que son de más de un metro de largo y deben tomarse
rigurosamente por el extremo. Sólo así pueden llevarse el alimento a la boca”.
El samurai quedó impresionado. Era terrible el castigo de esos pobres que, por más
esfuerzos que hicieran, no lograban llevar bajo sus dientes ni siquiera una brizna de
alimento.
No quiso ver más y pidió llegar al paraíso de inmediato.
Allí lo esperaba una sorpresa. El Paraíso era un salón absolutamente idéntico al
infierno.
Dentro del inmenso salón había una infinita cantidad de gente; igual cantidad de
platos deliciosos.
No sólo esto: todos los comensales estaban provistos de iguales bastoncitos de más de
un metro de largo, que debían empuñarse por el extremo para llevarse el alimento a la
boca.
Solamente había una diferencia: aquí todos los que estaban alrededor de la mesa
estaban alegres, bien robustos, rebosantes de alegría.
“¿Pero cómo es posible?”, preguntó el samurai.
El ángel sonrió. “En el infierno cada uno se afana por agarrar el alimento y llevarlo a
su propia boca, porque siempre se han comportado así en la vida. Aquí, al contrario,
cada uno toma el alimento con los bastoncitos y luego se da a la tarea de ponerlo en la
boca de su propio vecino”.
Paraíso e infierno están en tus manos. Hoy.
 
 
2.20. PAPÁ DEBAJO DE LA CAMA 

Cuando yo era pequeña, para mí el padre era como la luz de la nevera. Cada casa tenía
uno, pero nadie sabía realmente qué hacían el uno como el otro después que la puerta
quedaba cerrada.
Mi padre salía de casa todas las mañanas, y todas las tardes, cuando regresaba, parecía
feliz de volver a vernos. Sólo él era capaz de abrir la vasija de las conservas, mientras
los demás no lo lograban. Era el único que no temía ir a la bodega. Se cortaba al
afeitarse, pero no le preocupaba a nadie. Cuando llovía, obviamente, era él quien iba a
traer el automóvil y lo estacionaba frente a la entrada. Si alguien estaba enfermo, él salía
a comprar las medicinas. Armaba las trampas a los ratones, podaba las rosas de modo
que fuera posible asomarse a la puerta de entrada sin punzarse. Cuando me regalaron mi
primera bicicleta, pedaleó kilómetros a mi lado hasta que fui capaz de montar sola. Me
daba miedo de los demás papás, pero no del mío. Una vez le preparé el te. Era sólo agua
azucarada, pero él estaba sentado en una sillita y lo sorbía diciendo que estaba exquisito.
Cada vez que yo jugaba con las muñecas, la muñeca madre tenía cantidad de cosas qué
hacer. En cambio yo no sabía qué poner a hacer al muñeco papá, entonces lo hacía
decir: “Bueno, me voy a trabajar”, y luego lo tiraba debajo de la cama.
Cuando tuve nueve años, una mañana mi padre no se levantó para ir a trabajar. Fue al
hospital y murió al día siguiente. Entonces fui a mi alcoba, busqué el muñeco papá bajo
la cama. Lo encontré, lo desempolvé y lo puse encima de mi cama.
Mi padre nunca hizo nada. Yo no me imaginaba que su desaparición me haría sufrir
tanto. Hoy todavía no sé por qué. (Erma Bombeck). 

Una señora confesó: “Hace años que murió mi padre y todavía siento fuertemente el
remordimiento de nunca haberle dicho: “Papá, te quiero”.

2.21. LA SORPRESA 

Siempre había sido un bienpensante, exponente de la mayoría silenciosa, duro con la


mujer y los hijos, miembro de una liga racista porque más vale  “¡Que los negros se
queden en su casa!”. Pero como sucede a todos, murió.
Cuando llegó muy orondo al paraíso y tocó, un ángel lo acogió cortésmente y lo hizo
entrar en la sala de espera. Tecleó en el computador el nombre del recién llegado y el
resultado fue: “¡Lo siento, pero usted debe quedarse un tiempo en el Purgatorio!”.
“¡No es posible!”, dijo el hombre. “¡Siempre he sido ejemplar!”.
“¡No puedo hacer nada!”, le replicó el ángel.
“¡Quiero hablar directamente con ÉL!”, exclamó el hombre dirigiéndose hacia la puerta
que estaba a las espaldas del ángel.
“Bien puede”,  dijo el ángel. “Será una buena sorpresa…”.
“¿Por qué?”, preguntó el hombre.
“Porque ELLA es NEGRA”, sonrió el ángel. 

Cuando lleguemos al “más allá” preparémonos para las sorpresas. 

2.22. LOS MONOS Y LA LUCIÉRNAGA 

Una tribu de monos vivía en la jungla, a orillas de una aldea de campesinos. Lo que más
les daba curiosidad era el fuego. Pasaban horas observando las rojas llamas que
danzaban en las casas y en los patios y los campesinos se acurrucaban junto a ellas a
calentarse, con una angelical cara de satisfacción.
Una noche especialmente fría los monos vieron una luciérnaga que revoloteaba entre el
follaje de un matorral. Creyeron de inmediato que era una centella de esa cosa
prodigiosa que calentaba a los hombres y la cogieron con cuidado. La cubrieron de
hierba seca y chamizos, extendieron las manos hacia adelante, haciendo gestos de
satisfacción y creyendo que se iban a calentar. Un mono se puso a soplar sobre la
luciérnaga como había visto muchas veces que hacían los hombres.
Un pajarillo de alas doradas observaba la escena desde lo alto de una rama. Lleno de
compasión por los pobres monos,  voló bajo y les dijo: “¡Amigos, están equivocados,
eso no es fuego. Es sólo una luciérnaga!”. 
Pero los monos lo espantaron fastidiados y comenzaron a soplar con mayor fuerza.
“Ustedes se engañan”, seguía repitiendo el pajarito de las alas doradas volando
alrededor de los monos que se arremolinaban alrededor del montón de hojas y ramas.
“Van hacia el fracaso”.
Al fin un mono agarró al pajarito de las alas doradas y lo mató. Luego se pusieron todos
a soplar.
Al amanecer estaban todos muertos de frío. 

“Jesús había hecho muchos signos milagrosos ante el pueblo pero no creían en él. Así
se cumplían las palabras de la Biblia dichas por el  profeta Isaías: Dios ha
enceguecido los ojos de ellos y les ha endurecido el corazón.. Así no ven con sus ojos y
no entienden con su corazón y no cambian de vida para ser curados” (Jn 12,37-40).

Por eso muchos a nuestro alrededor mueren de frío. 

2.23. NO HAY PARA LA VENTA 

Una joven pareja entró en el mejor negocio de juguetes de la ciudad. El hombre y la


mujer miraron detenidamente los coloridos juguetes alineados en los estantes, colgados
del techo, en un agradable desorden en los estantes. Muñecas que lloraban y reían,
juegos electrónicos, cocinas en miniatura que cocinaban tortas y pizzas.
No lograban tomar una decisión. Se acercó a ellos una graciosa vendedora.
“Vea”, explicó la mujer, “tenemos una niña muy pequeña, pero pasamos fuera de casa
todo el día y a veces hasta la noche.
“Es una niña que sonríe poco”, continuó el hombre.
“Quisiéramos comprarle algo que la haga feliz”, prosiguió la mujer, “aun cuando
nosotros no estemos… Algo que le dé alegría también cuando esté sola”.
“Lo siento”, sonrió gentilmente la empleada. “Pero nosotros no vendemos papás”. 
Decidir tener un hijo es contraer con él la deuda más grande que puede imaginarse.
Todos los pequeños vienen a nosotros con la tarjeta de invitación para la vida y nos
dicen: “Me llamaste, aquí estoy. ¿Qué me vas a dar?”. Aquí comienza toda la tarea
educativa. 

Un quinceañero la ve así:
Yo quería leche y recibí el biberón.
Quería papás, y recibí un juguete.
Quería hablar y recibí un televisor.
Quería aprender y recibí páginas.
Quería pensar y recibí saber.
Quería una visión general, y recibí una media idea
Quería ser libre y recibí reglamentos.
Quería amor y recibí moral.
Quería una profesión y recibí un puesto.
Quería felicidad y recibí dinero.
Quería un sentido y recibí una carrera.
Quería esperanza y recibí temor.
Quería cambiar y recibí compasión.
Yo quería vivir… 

2.24. LA MUERTE DE LA PARROQUIA 

En los muros y en el diario de la ciudad aparece un raro aviso fúnebre: “Con profundo
dolor anunciamos la muerte de la Parroquia de Santa Eufrosia. Los funerales tendrán
lugar el domingo a las 11”.
Naturalmente, el domingo la iglesia de Santa Eufrosia estaba abarrotada como nunca.
No quedaba un solo sitio libre, ni siquiera de pies. Frente al altar estaba el catafalco con
una caja de madera oscura. El párroco pronunció un simple discurso: “No creo que
nuestra parroquia pueda reanimarse y resucitar, pero dado que estamos aquí casi todos,
quiero hacer un último intento. Quisiera que todos ustedes pasaran ante el cajón  dar el
último vistazo a la difunta. Desfilarán en fila india, uno cada vez y después de haber
mirado el cadáver, van saliendo por la puerta de la sacristía. Después, los que quieran
pueden volver a entrar por el portón para la celebración de la Misa”.
El párroco abrió la caja. Todos se preguntaban: “¿Qué habrá dentro? Quién es el
verdadero muerto?”.
Comenzaron a desfilar lentamente. Cada cual se asomaba al cajón y miraba dentro,
luego salía de la iglesia. Salían silenciosos un poco confundidos.
Porque todos los que querían ver el cadáver de la parroquia de Santa Eufrosia y miraban
dentro del cajón, veían su propia cara en un espejo puesto en el fondo de la caja. 

“También ustedes, como piedras vivas, forman el templo del Espíritu Santo, son
sacerdotes consagrados a Dios y ofrecen sacrificios espirituales que Dios acepta
gustoso por medio de Jesucristo” (1 Pd 2,5).
Si hay polvo en las salas de tu parroquia, hay polvo en tu alma.
 
2.25. PEQUEÑOS PASOS 

Un joven estudiante que tenía muchos deseos de consagrarse al bien de la humanidad,


se presentó un día a San Francisco de Sales y le preguntó:
“¿Qué debo hacer por la paz del mundo?”.
San Francisco de Sales le respondió sonriendo: “No toques a la puerta con tanta
fuerza… ”. 

Siempre son los pequeños inconvenientes los que producen los grandes litigios. Muchos
divorcios comienzan por haber olvidado las medias debajo de la cama. Pero también
los grandes amores están hechos de muchas pequeñas cosas. 

2.26. TRES  RANAS 

Tres ranas curiosas se aventuraron un día fuera del estanque donde siempre habían
vivido y comenzaron a explorar el mundo. Cerca del estanque había una próspera
hacienda.
Las tres ranas comenzaron su exploración por una era. Pero dos gallinas se dieron
cuenta  y felices con la perspectiva de variar el menú, se lanzaron sobre ellas con sus
picos abiertos y con la boca hecha agua.
Pero las tres ranas  eran listas y ágiles. Precisamente en ese momento el hacendado puso
delante de la  puerta el bidón de la leche. De dos prodigiosos saltos, las tres ranas se
lanzaron dentro del bidón. Se encontraron nadando en la leche. En un primer momento
la nueva sensación las puso alegres y eufóricas. Luego comenzaron a preocuparse.
¡Tenían que salir sin remedio de allí lo más pronto posible! Un hacendado rabioso era
peor que las gallinas…
Intentaron y volvieron a intentar, pero la boca del bidón era estrecha y las paredes de
acero lisas y resbalosas.
La primera rana era una fatalista. Gesticulando les dijo: “De aquí nunca lograremos
salir. Es el fin”. Se abandonó a su suerte y se ahogó.
La segunda era intelectual, con una gran preparación teórica sobre los líquidos, el salto
y sus leyes físicas. Rápidamente hizo todos los cálculos que tenían que ver con la
distancia de la boca del bidón, su diámetro, el impulso necesario, la curva del salto, el
peso, la gravedad terrestre, la aceleración. Encontró la fórmula justa y dio el salto con
gran fuerza. Pero… no había calculado el asidero del bidón. Se golpeó duramente en la
cabeza, se desvaneció y terminó miserablemente en el fondo del bidón.
La tercera rana ni un instante dejó de nadar y empeñarse con todas sus fuerzas. La leche
se transformó en cuajada, resbalosa pero sólida, y la rana logró saltar fácilmente afuera. 

Dice un proverbio africano:


“Cada mañana en África se despierta un león. Sabe que debe correr más velozmente
que la gacela para capturarla, o morirá de hambre.
Cada mañana en África una gacela se despierta y sabe que debe correr más velozmente
que el león o perderá su vida.
Cada mañana, cuando te despiertes, no te preguntes si eres león o gacela, sino ponte a
correr”.
No pierdas nunca la esperanza, no importa cómo vayan las cosas. Empéñate. 

2.27. EL FUGITIVO 

Un día un joven que huía de un implacable enemigo llegó a una aldea. Los habitantes lo
acogieron cortésmente y le ofrecieron un escondite seguro. Al día siguiente llegaron los
soldados que lo perseguían. Entraron por la fuerza a las  casas, bodegas y buhardillas y
luego reunieron en la plaza a todos los habitantes de la aldea.
“Pondremos fuego a la aldea y pasaremos por las armas a todos los hombres si no nos
entregan ese joven antes del alba de mañana”, gritó el comandante.
El jefe de la aldea, torturado por el dilema si entregar el muchacho a los soldados o
dejar matar a su gente, se retiró a su habitación y abrió la Biblia, esperando encontrar
allí una respuesta antes del alba. Después de muchas horas sus ojos se posaron sobre
estas palabras: “Es mejor que un solo hombre muera por todo el pueblo y no que
perezca todo el pueblo”. El jefe de la aldea cerró la Biblia, llamó a los soldados y les
indicó el escondite del muchacho.
Después que los soldados se llevaron al fugitivo para matarlo, hubo en la aldea una
fiesta porque el jefe había salvado sus vidas y la aldea. Pero el jefe no se unió a los
festejos. Oprimido por una profunda tristeza se quedó en su habitación. En la noche
vino un ángel y le dijo: “¿Qué has hecho?”.
Y él respondió: “Entregué el fugitivo al enemigo”.
Entonces el ángel le dijo: “¿Pero no sabes que entregaste el Mesías?”.
“¿Pero cómo podía saberlo?”, replicó el jefe de la aldea angustiado.
Y el ángel: “Si en vez de leer tu Biblia hubieses ido una sola vez a hablar con el
muchacho y lo hubieras mirado a los ojos lo habrías sabido”. 

Una gris mañana en una ciudad del norte. Un autobús cargado de trabajadores y
estudiantes. Los pasajeros se sientan uno al lado del otro enfundados en pesados
vestidos de invierno, soñolientos por el ruido monótono del motor y por el calor de la
calefacción. Nadie habla. Se ven todos cada día, pero prefieren esconderse detrás del
periódico.
Una voz exclama de improviso: “¡Atención! ¡Atención!”. Los diarios crujen, las
cabezas se levantan.
“Habla su conductor”. Silencio. Todos miran a la nuca  del conductor. Su voz está
llena de autoridad.
“Todos guarden sus periódicos”. Un centímetro a la vez, los diarios se bajan. “Ahora
vuélvanse y miren a la persona que está sentada a su lado”. Sorprendentemente
obedecen todos. Alguien sonríe.
“Ahora repitan conmigo…”, prosigue el conductor, “¡Buenos días, compañero!”.
Las voces son tímidas, un poco entrecortadas, pero luego la barrera cae. Muchos se
estrechan la mano. Los estudiantes se abrazan. El vehículo se vuelve todo un alegre
mundo de conversaciones. ¡Buenos días, compañero! 

2.28. LA BUENA CONCIENCIA 

En el centro del bosque vivía mucho tiempo una extravagante familia de plantas
carnívoras que con el pasar del tiempo llegaron a hacerse conscientes de lo extraño de
sus costumbres, sobre todo por las constantes murmuraciones que el buen Céfiro les
llevaba desde todas las direcciones de la ciudad.
Sensibles a las críticas, poco a poco comenzaron a sentir repugnancia por la carne, hasta
que llegó el momento en que la repudiaron y aun se negaron a comerla, fastidiadas hasta
el punto de sentir náuseas con sólo verla.
Decidieron entonces volverse vegetarianas.
Desde entonces se comen las unas a las otras únicamente, y viven tranquilas, porque
todos alrededor hablan de su ejemplar forma de ser. 

En muchas familias sucede la misma cosa. “Ay de ustedes, hipócritas, maestros de la


ley y fariseos! Ustedes purifican el exterior de sus platos y vasijas, pero mientras tanto
están llenos de sus hurtos y vicios. ¡Ay de ustedes, hipócritas! Son como tumbas
blanqueadas: en el exterior parecen bellísimas, pero dentro están llenas de huesos de
muertos y de podredumbre. También ustedes, exteriormente parecen buenos a los ojos
de la gente, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad” (Mt 23,25.27-28).
El que quiere salvar las apariencias a toda costa, ordinariamente mata toda
posibilidad de reconciliación.

 
2.29. EL CABALLO SALVAJE Y EL CABALLO DOMÉSTICO 
Un caballo salvaje se encontró con un caballo doméstico y comenzó a reprocharle por
su condición de esclavitud. La bestia domada replicó sosteniendo que era libre como el
viento.
“Entonces”, dijo el otro, “explícame un poco para qué sirve ese freno que tienes en la
boca”.
“Es hierro”, fue al respuesta, “uno de los tónicos más eficaces”.
“Sí, pero ¿qué quieren decir esas riendas que están atadas a ese hierro?”.
“Sirven para impedir que se me caiga de la boca cuando siento mucha pereza de
mantenerlo apretado”.
“¿Y qué me dices de la silla?”
“Me economiza muchas fatigas: cuando estoy cansado me le acomodo encima y quedo
a caballo”. 

No hay nada peor que el esclavo que besa sus propias cadenas y el hombre que excusa
sus malos hábitos que lo mantienen prisionero. Nadie es libre si no es dueño de sí
mismo. 
 
 2.30. EL ASTRÓNOMO 

Mi amigo y yo vimos un ciego que estaba sentado solo a la sombra del templo.
“Mira, aquel es el hombre más sabio de nuestra región”, dijo mi amigo después de que
lo dejé para acercarme al ciego a saludarlo.
Hablábamos y al rato le dije: “Perdona mi pregunta, pero ¿desde cuándo eres ciego?”.
“Desde el nacimiento”, respondió.
“¿Y cuál es el camino del saber que has recorrido?”, le pregunté.
“Soy astrónomo”, respondió.
Luego se puso la mano en el pecho diciendo: “Observo todos estos soles, lunas y
estrellas”. (Gibran). 
Una mujer que estaba muriendo de cáncer había decidido dedicar sus últimos días a
conocerse a sí misma.

Escribía: “Comencé a ocuparme de los pensamientos que pienso, de los objetos que
escojo, de las cosas que amo, de los libros que leo. He decidido que eran un reflejo de
mí y que hablarían de mí. Haciendo así he conocido una persona fantástica, a mí
misma. Lo que mejor he aprendido después de haber aprendido que debía abandonar
todo, es que la única cosa que poseía realmente, era a mí misma; lo que soy yo. Estoy
muriendo de cáncer, pero nunca había estado tan viva y feliz como ahora”. 

2.31. LO SABÍAS 

En una tribu india los jóvenes eran reconocidos como adultos después de un ritual de
paso vivido en la más absoluta soledad. Durante este período de soledad debían
probarse a sí mismos que estaban preparados para la edad madura.
Una vez uno de ellos caminó hasta un espléndido valle verdeante de árboles y radiante
de flores. Mirando las montañas que rodeaban el valle, el joven notó una cima
sobresaliente encapotada de nieve de una blancura deslumbrante. “Me pondré a prueba
contra aquella montaña”, pensó. Se puso su camisa de piel de bisonte, se echó sobre la
espalda un cobertor y emprendió la escalada.
Cuando llegó a la cima, vio a sus pies el mundo entero. Su mirada se extendía sin
límites, su corazón estaba pletórico de orgullo. Luego oyó un rumor cercano a sus pies,
bajó la mirada y vio una serpiente. Antes que el joven pudiera moverse, habló la
serpiente.
“Estoy a punto de morir”, dijo. “Aquí arriba hace mucho frío  para mí y no hay nada
qué comer. Ponme bajo tu camisa y llévame al valle”.
“No”, respondió el joven. “Conozco a los de tu especie. Eres una serpiente cascabel. Si
te recojo me morderás y tu mordedura me matará”.
“Nada de eso”, dijo la serpiente. “Contigo no me comportaré así. Si haces esto por mí
no te haré mal”.
El joven rehusó un rato, pero aquella serpiente sabía ser muy convincente. Al final, el
joven se la puso bajo la camisa y la llevó consigo. Cuando estuvo en el valle, la tomó y
la depositó cuidadosamente en tierra. De improviso la serpiente se enroscó sobre sí
misma, hizo sonar sus cascabeles, saltó hacia adelante y mordió al muchacho en una
pierna.
“Me habías prometido…”, gritó el joven.
“Sabías lo que arriesgabas cuando me tomaste contigo”, dijo la serpiente emprendiendo
su camino. 

Puede estar dedicada a todos los que se dejan tentar por la droga, por el alcohol o por
la excesiva velocidad en las carreteras. “Sabías lo que arriesgabas cuando me tomaste
contigo”. Como quien dice: “De experimentos están llenas las tumbas”. 

2.32. LOS DOS PEREGRINOS 

Dos peregrinos subían por un camino muy difícil mientras los azotaba un viento helado.
Estaba a punto de desencadenarse la tormenta. Entre las rocas silbaban ráfagas de viento
con esquirlas de hielo. Los dos hombres avanzaban fatigosamente. Sabían muy bien que
si no alcanzaban a llegar a tiempo al refugio perecerían en la tempestad de nieve.
Mientras bordeaban un abismo con el corazón en la boca por la ansiedad y los ojos casi
enceguecidos por la ventisca, oyeron un gemido. Un pobre hombre había caído en la
vorágine, e incapaz de moverse, pedía auxilio.
Uno de los dos dijo: “Es el destino. Ese hombre está condenado a muerte. Aceleremos
el paso o tendremos un final igual al suyo. Y se apresuró, encorvado hacia delante para
resistir a la fuerza del viento.
En cambio el segundo se compadeció y comenzó a bajar por las escarpadas pendientes.
Encontró al herido, se lo echó a sus espaldas y volvió a subir jadeante por el camino de
mulas.
Oscurecía. El sendero era cada vez más oscuro. El peregrino que llevaba al herido sobre
sus espaldas estaba sudando y cansado cuando vio aparecer las luces del refugio. Alentó
al herido a resistir, pero de improviso tropezó en algo que estaba atravesado sobre el
camino. Miró y no pudo reprimir un grito de horror: a sus pies estaba tendido el cuerpo
de su compañero de viaje. El frío lo había matado.
Él había escapado a la misma suerte porque se había fatigado llevando sobre sus
espaldas al pobre que había salvado del abismo. Su cuerpo y el esfuerzo habían
mantenido el calor suficiente para salvarles la vida.  

La muchacha estaba de pésimo humor. Tenía erizadas todas las espinas, exactamente
como el puercoespín perseguido por un perro. Demasiadas tareas en casa, demasiados
interrogantes, demasiado de todo… eso! La madre le repetía la cantaleta de siempre,
con razonamientos, explicaciones y recomendaciones.
La muchacha se puso todavía más sombría. Luego miró a la madre directamente a los
ojos y exclamó: “Mamá, estoy cansada y aburrida de tus cantaletas. ¿Por qué más bien
no me tomas entre tus brazos y me aprietas? ¡Ningún consejo me hará tanto bien como
eso!”.
La madre se quedó boquiabierta. Los ojos de la hija imploraban un abrazo. Con la voz
entrecortada por las ganas de llorar, dijo: “Quieres… ¿quieres que te abrace? Pues
has de saber que yo también…  yo también quiero que tú me abraces!”. Acogió a la
hija en sus brazos y la apretó contra sí misma como si todavía fuera una niña.
Toda persona, no importa la edad (aún a los setenta años) necesita del consuelo de un
abrazo, de ser estrechado, de una expresión concreta de amor. A menudo nos volvemos
demasiado reservados, demasiado tímidos para mostrar nuestros sentimientos. Y
entonces los escondemos detrás de una máscara fría y severa, por el miedo de dejar
entrever a aquellos a quienes amamos, nuestra vulnerabilidad.
Pero sólo el calor humano nos puede salvar de la gran frialdad de nuestra época. 

2.33. EL DETENIDO Y LA HORMIGA 

Un hombre fue condenado a veinte años de cárcel. Su problema era obviamente matar el
tiempo. Después de algunos meses descubrió que algunas hormigas vivían establemente
bajo el piso rajado de su celda. Una de las hormigas le parecía especialmente dotada y el
detenido decidió amaestrarla.
Se necesita muchísima paciencia, pero después de cinco años la hormiga obedecía a las
órdenes, bailaba sobre un cabello bien tensionado y hacía el doble salto mortal. Otros
cinco años más tarde, la maravillosa (y longeva) hormiguita sabía cantar todas las
canciones de San Remo. Cinco años más tarde la hormiga hablaba   correctamente
cuatro lenguas.
Estaba a punto de aprender la quinta cuando el hombre  fue excarcelado. Se echó al
bolsillo la preciosa hormiga con la esperanza de que le sirviera para ganar un montón de
dinero exhibiéndose en la televisión.
Al salir de la prisión, se fue directo a un bar y después de haber bebido, no resistió la
tentación de mostrar la bravura de su hormiga. La puso en la banca y llamó al
administrador del bar.
“Mire esta hormiga!”.
El administrador, sin perder un momento, aplastó la hormiga diciendo: “Por favor,
excúseme, señor”. 

Muchos padres y educadores dedican años de fatiga y de pasión para educar a sus
muchachos. A menudo basta un momento y se arruina el resultado de tantos esfuerzos.
Porque siempre aparece un malhadado “barista” en algún  rincón. Más vale adiestrar
elefantes que hormigas.

2.34. UN POCO DE PLATA 

“Rabí, ¿qué piensas del dinero?”, preguntó un joven al maestro.


“Mira desde la ventana”, dijo el maestro. “¿Qué ves?”.
“Veo una mujer con un niño, una carreta arrastrada por dos caballos y un campesino que
va al mercado”.
“Muy bien. Y ahora mira al espejo. ¿Qué ves?”.
“¿Qué quieres que vea, maestro? Me veo a mí mismo, naturalmente”.
“Ahora piensa. La ventana está hecha de vidrio y también el espejo está hecho de vidrio.
Basta una delgadísima capa de plata sobre el vidrio y el hombre sólo se ve a sí mismo”. 

Estamos rodeados de personas que han transformado en espejos sus ventanas. Creen
que miran “afuera” y siguen contemplándose a sí mismos. No permitas que la ventana
de tu corazón se convierta en un espejo. 

2.35. LA GRUTA 

Un beduino perseguido por feroces enemigos, huyó a donde el desierto era más
inhóspito y las rocas más cortantes. Corrió y corrió hasta que sólo se oía el rumor de los
cascos de los caballos que lo perseguían, y éste se había ido debilitando hasta
extinguirse del todo.
Sólo entonces miró a su alrededor. Había llegado a una garganta pavorosa sobre la cual
pendían paredes de granito y rocas de oscuro basalto. Con enorme admiración descubrió
una especie de caminito que se internaba a través de la garganta.
Lo siguió y después de un rato se encontró en la entrada de una profunda gruta oscura.
Se introdujo en la oscuridad con paso vacilante.
“Sigue adelante, hermano”. Lo animó una voz benévola. En la penumbra el beduino vio
a un ermitaño que estaba orando.
“¿Vives aquí?”, le preguntó el beduino.
“Sí”.
“¿Pero cómo haces para subsistir en esta gruta solo, pobre, lejos de todos?”.
El ermitaño sonrió.
“No soy pobre. Tengo grandes tesoros”.
“¿Dónde?”.
“Mira allá”. El ermitaño señaló una pequeña hendidura que se abría en un lado de la
gruta y preguntó: “¿Qué ves?”.
“Nada”.
“¿Verdad que no ves nada?”, preguntó el ermitaño.
“Sólo un pedazo de cielo”.
“Un pedazo de cielo: ¿no te parece un tesoro maravilloso?”. 

He leído la historia de un prisionero de los nazis que escribía muy contento a su familia
simplemente porque había sido trasladado de una celda con cuatro muros desnudos a
otra en donde había una abertura en lo alto de una de las paredes, a través de la cual
podía entrever el cielo azul por la mañana y una que otra estrella por la noche. Para él
este era un inmenso tesoro.
Nosotros tenemos toda la órbita celeste... Y miramos la TV… 

2.36. EL CABALLO DE ALEJANDRO 

Cuando Alejandro cumplió veinte años logró hacerse regalar de su padre, el rey Filipo,
un caballo que nadie había podido domar, un caballo de bellísimo aspecto, pero de un
carácter caprichoso y salvaje. Alejandro quería a toda costa domarlo.
“Con todos los caballos que hay, hijo, ¿por qué no escoges otro?”, le decía su padre, el
buen rey Filipo.
Pero Alejandro quería domar precisamente a Bucéfalo, el caballo. Llevaba ya tres meses
tratando de domarlo y no obstante las caricias, las palabras que le susurraba como a un
amigo, todavía no había logrado ponerle un instante la grupa.
Los que habían intentado antes de él le decían: “¡Alejandro, déjalo andar por los
bosques, antes de que te pueda hacer daño!”.
Un día, mientras observaba a su salvaje amigo, Alejandro se dio cuenta de que el
caballo tenía la cabeza muy baja, como escondida entre las dos patas delanteras.
Estaba bajo el gran sol del medio día.
Reflexionando, Alejandro se acordó de que Bucéfalo siempre hacía eso en los días de
sol y nunca en la tarde o en los días opacos. Además sus intentos de amansarlo, eran
mucho más fáciles en los días sin sol. Súbitamente se le vino una idea: “Quizás teme al
sol”.
Mientras en el cielo brillaba un espléndido sol, Alejandro saltó ante Bucéfalo, le agarró
enérgicamente la cabeza y con todas sus fuerzas se la hizo levantar hacia arriba. Los
ojos del caballo se fijaron por primera vez en el sol. Alejandro se dio cuenta de que ya
no brillaban sino que se volvían más dóciles. Parecía como si sonrieran.
Cuando el joven aflojó la fuerza con que lo había agarrado, la cabeza del caballo
permaneció levantada, altiva y tranquila. Alejandro dio un grito de júbilo, lo abrazó, le
saltó a la grupa y lo acicateó en un galope desenfrenado por la llanura de Macedonia.
Bucéfalo había vencido el miedo a mirar el sol. Y ahora también los hombres le
producían menos temor. 

“En aquella sinagoga había un hombre poseído por un espíritu maligno. En un cierto
momento éste se puso a gritar: “¿Por qué te metes con nosotros, Jesús de Nazaret?
¿Quieres acaso arruinarnos?” (Lc 4,33-34).
Es el grito de una religión arrevesada, la religión de los demonios, de los ateos: Dios
produce pavor.
Cuántos están espantados por Dios. Gente que se acerca a él lo menos que puede, que
le habla de carrera, sin mirarlo a la cara y que, en cuanto puede, con un suspiro de
alivio se aleja de él, porque le produce malestar.
Es lo más lejano que puede existir de la verdadera relación con Dios, que es la
perfección del amor.  

2.37. EL INTERCAMBIO 

Una niña de cinco años no dejaba en paz a su padre y continuamente lo asediaba


preguntándole qué le iba a comprar cuando fuera a la ciudad. Al fin el padre perdió la
paciencia.
“Cómprame esto, cómprame aquello”, estalló. “¡Piensas sólo en lo que te dan tus
padres. Yo quisiera saber qué es lo que nos das tú!”.
La respuesta de la niña lo dejó sin palabras.
“Amor”, le dijo con una carita de ingenuidad. 

El multimillonario a punto de morir, dice a sus herederos: “Hijos míos, dejo…”.


“¿Cuánto?”, preguntaron todos en coro.
Un hombre verdaderamente rico es aquel cuyos hijos corren a sus brazos aún cuando
él esté con las manos vacías.
¿Qué es lo que esperas tú como correspondencia?. 

2.38. LA GATA 
Érase una vez una gata que ardía de amor por un joven. Estaba tan enamorada que pidió
ayuda a una bruja para que la transformara en una mujer muy bella, capaz de conquistar
al joven.
La bruja la contentó y la gata tomó el aspecto de mujer. Conoció al joven y pronto se
iniciaron los preparativos para el matrimonio.
Llegó el día de las bodas, que se celebraban entre cantos, danzas y más bailes. Muchas
luces iluminaban la fiesta y se les ofrecían a los invitados exquisitos alimentos.
Todo iba muy bien. Pero de repente la esposa vio correr un ratoncito y de inmediato se
lanzó a perseguirlo. 

Nuestra sociedad fomenta el engaño: estamos demasiado habituados a creer en la


publicidad. Seguimos diciendo: “¡Qué gusto verte!”,  “¡Que sigamos
encontrándonos!”,“¡Qué vestido tan lindo!”, a personas que detestamos, que
preferiríamos evitar, que juzgamos vestidas en forma aterradora.
Tenemos máscaras para todas las ocasiones. Una máscara para los amigos, una para
el jefe, una para el marido o la mujer, una para los vecinos de casa, una para Dios…
Pero siempre llega el momento en que se acaban todas las comedias.
“Cuídense de la levadura de los fariseos, de su hipocresía! Porque nada hay oculto que
no sea descubierto, nada secreto que no llegue a conocerse. Lo que se dijo en secreto,
se proclamará públicamente, lo que se dijo dentro de casa, será proclamado desde los
techos” (cf. Lc12,1-39).
  
2.39. EL ESPEJISMO 
Un hombre se había perdido en el desierto. Se le había agotado la provisión de
alimentos y de agua, y se arrastraba penosamente por sobre las ardientes arenas. De
improviso vio ante sí unas palmeras y oyó un murmullo de aguas.
Más confundido todavía, pensó: “¡Es un espejismo. Mi fantasía me proyecta delante los
deseos profundos de mi subconsciente. En realidad no hay absolutamente nada!”.
Sin más esperanza, delirando, se dejó caer exhausto en el suelo.
Al poco rato, lo encontraron dos beduinos. El pobrecito ya estaba muerto.
“¿Entiendes algo?”, dijo el primero. “Tan cerca del oasis, con el agua a dos pasos y los
dátiles que casi le caían a la boca! Cómo es posible?”.
Sacudiendo la cabeza, el otro dijo: “Era un hombre moderno”. 

El mundo está lleno de luces poderosas y de misterios y el hombre los esconde con su
pequeña mano (Baal Schem).
Los adoradores de esta era tecnológica están dispuestos a considerar como real sólo lo
que se presta a una clasificación racional. Se acomodan gustosos a la idea de que con
su pensamiento científico están en un terreno sólido, mientras tanto se hunden en el
vacío por los abismos de la desesperación, de la angustia.
Los secretos de Dios no se comprenden. Se adoran.

III. EL CANTO DEL GRILLO 

3.1. EL GRILLO Y LA MONEDA 

Un sabio hindú tenía un amigo que vivía en Milán. Se habían conocido en la India, a
donde el italiano había ido con su familia en viaje de turismo. El hindú les había servido
de guía a los italianos, llevándolos a explorar los rincones más típicos de su patria.
Agradecido, el amigo milanés había invitado al hindú a su casa. Quería pagarle el favor
y hacerlo conocer su ciudad. El hindú estaba muy reacio a partir, pero finalmente cedió
a la insistencia del amigo italiano y un buen día desembarcó en el aeropuerto de Milán.

Al día siguiente el milanés y el hindú paseaban por el centro de la ciudad. El hindú, con
su rostro color chocolate, barba negra y turbante amarillo, atraía las miradas de los
transeúntes, mientras el milanés caminaba muy orgulloso de tener un amigo tan exótico.

En un momento dado, en la plaza de San Babilas, el hindú se detuvo y dijo: “¿Oyes lo


que oigo yo?”.

El milanés, un tanto desconcertado, aguzó el oído lo más que pudo, pero admitió que no
oía nada más que el gran ruido del tráfico de la ciudad.

“Aquí cerca hay un grillo cantando”, continuó el hindú, muy seguro de sí mismo.

“Te equivocas”, replicó el milanés. “Yo sólo oigo el ruido de la ciudad.  Imagínate si
podrá haber grillos en estos lugares…”.

“No me equivoco. Oigo el canto de un grillo”, replicó el hindú y resueltamente se puso


a buscar entre las hojas de algunos arbolitos desmirriados. Después de un poco mostró
al amigo que lo observaba escéptico, un pequeño insecto, un espléndido grillo cantor
que se reventaba renegando contra los perturbadores de su concierto.

“¿Viste que sí había un grillo?”, dijo el hindú.

“Es verdad”, reconoció el milanés. “Ustedes los hindúes tienen un oído mucho más
agudo que nosotros los blancos…”.

“Ahora el que se equivoca eres tú”, sonrió el sabio hindú. Fíjate…”. El hindú sacó de su
bolsillo una monedita y como quien no quiere, la dejó caer en la acera.

Inmediatamente cuatro o cinco personas se volvieron a mirar.

“¿Viste?”, explicó el hindú. “Esta monedita hizo un tintineo más débil que el canto del
grillo. ¿Y te fijaste cuántos blancos lo percibieron?”. 

Estas pequeñas historias que te propongo son como el canto del grillo en la ciudad. 
Quieren sólo pedir un momento de atención para aquellas voces que hemos olvidado
escuchar. Esas voces y esos cantos que tenemos dentro y que nos hablan de cielos
azules y aire limpio, de sueños y corazonadas, de deseos de abrazarse y llorar juntos,
de un Dios desconcertante que vino a pedirnos  que nos dejemos salvar por Él. 
 
 

3.2. ¿PARA QUIÉN? 

Una historia hebrea cuenta de un rabino sabio y temeroso de Dios que, una noche
después de una jornada dedicada a consultar los libros de las antiguas profecías, decidió
salir por la calle a hacer un paseo que lo descansara.
Mientras caminaba lentamente por una calle aislada, se encontró con un guardián que
caminaba para adelante y para atrás, con pasos largos y firmes, frente a una rica
posesión.

“¿Para quién caminas tú?”, preguntó el rabino con curiosidad.

El guardián dio el nombre de su patrón. Luego, inmediatamente, preguntó al rabino:


“¿Y tú para quién caminas?”.

Esta pregunta, concluye la historia, se clavó en el corazón del rabino. 

Y tú, ¿para quién caminas? ¿Para quién son tus pasos y tus afanes de este día? ¿Para
quién vives?

Puedes vivir sólo para alguien. En cada paso hoy repite su nombre. Nunca tendrás una
jornada tan suave. 

3.3. EL  PROFESOR Y EL BARQUERO 

Un día uno de los más grandes profesores de la Universidad, candidato al Premio Nóbel,
famoso en todo el mundo, llegó a las orillas de un lago.

Pidió a un barquero que lo llevara a hacer un paseo por el lago en su barquilla. El


valeroso hombre aceptó. Cuando estaban lejos de la orilla, el profesor comenzó a
interrogarlo. “¿Sabes historia?”.

“No”.

“Entonces has perdido una cuarta parte de tu vida”.

“¿Sabes astronomía?”.

“No”.

“Entonces has perdido dos cuartas partes de tu vida”.

“¿Sabes filosofía?”.

“No”.

“Entonces has perdido tres cuartas partes de tu vida”.

Súbitamente se desató una furiosa tempestad. La barquilla en medio del lago era
zarandeada como un cesto de nueces. Gritando para vencer el rugir del viento, el
barquero se dirigió al profesor:

“¿Sabe nadar?”.
“No”.

“Entonces ha perdido toda su vida”. 

Hay muchos caminos, ordinariamente bellos y seductores, que llevan a la muerte. Uno
solo es el camino de la vida. El de Dios. Nunca pierdas de vista lo que es
verdaderamente esencial. 

3.4. LOS MOSQUITOS 

Una Joven madre armada de una paleta matamoscas perseguía un gordo zancudo que
volaba por la casa.

Alejo, de tres años y medio, agarró a la mamá por la falda y gritó: “¡Déjalo vivir!”.

“¿Por qué?”.

“¡Es que nos hace mucha compañía!”. 

El más precioso diamante del mundo estaba originalmente afeado por una grieta.
Habían decidido hacer de él varios diamantes industriales, pero un hábil tallador con
infinita paciencia y mucho tiempo, transformó aquella grieta en una espléndida rosa
tallada en el diamante, la que hoy todos admiran.

La vida está llena de sorpresas. Hay días buenos y días malos. Hay problemas y malos
ratos que nos hacen sufrir. Pero nos mantienen despiertos. Y a menudo nos fuerzan a
sacar fuera la parte mejor de nosotros mismos.

3.5. LA OFRENDA 

En una iglesia africana durante la recolección de los dones en el Ofertorio, los


encargados pasaban con un gran canasto de bejucos, de los que se usan para recoger la
cosecha.

En la última fila de bancas de la iglesia estaba sentado un muchachito que miraba con
aire pensativo el canasto que pasaba de fila en fila. Suspiró pensando que no tenía nada
que ofrecer al Señor.

El canasto llegó delante de él.

Entonces en medio del estupor de todos los fieles, el muchachito se sentó en el canasto
diciendo: “Lo único que es mío se lo doy como ofrenda al Señor”. 

“Los exhorto pues, hermanos, a ofrecerse a sí mismos a Dios como sacrifico viviente,
consagrado a él, agradable a el. Este es el verdadero culto que le deben ustedes” (Rm
12,1). 

3.6. UNA FIESTA EN EL CASTILLO 


Una aldea al pie del castillo fue despertada por la voz del heraldo del castellano que leía
un bando en la plaza.

“Nuestro señor bienamado invita a todos sus buenos y fieles súbditos a participar en la
fiesta de su cumpleaños. Cada uno recibirá una agradable sorpresa. Pero pide a todos un
pequeño favor: todo el que participe en la fiesta tendrá la gentileza de traer un poco de
agua para llenar la reserva del castillo que está vacía…”.

El heraldo repitió varias veces el bando, luego dio media vuelta y escoltado por los
guardas regresó al castillo.

En la aldea se suscitaron los más variados comentarios.

“¡Bah!. ¡Es el tirano de siempre! Tiene bastantes servidores para que le llenen la
reserva… ¡Yo voy a llevar un vaso de agua y será suficiente!”.

“¡No!. ¡Siempre ha sido bueno y generoso! ¡Yo llevaré un barril!”.

“¡Yo un dedal!”.

“¡Yo una botella!”.

A la mañana de la fiesta, se vio un curioso cortejo que subía al castillo. Unos empujaban
con todas sus fuerzas grandes barriles o jadeaban llevando baldes llenos de agua. Otros
burlándose de sus compañeros de camino, llevaban pequeñas vasijas o vasitos de agua.

La procesión entró en el patio del castillo. Cada uno derramaba su propio recipiente en
el gran depósito. Lo colocaba en un rincón y luego se volvía contento a la sala del
banquete.

Se sucedieron fritos y vinos, danzas y cantos, hasta que hacia el atardecer, el señor del
castillo agradeció a todos con palabras corteses y se retiró a sus apartamentos.

“¿Y la sorpresa prometida?”,  gruñían algunos descontentos y desilusionados. Otros


mostraban una alegría satisfecha: “¡Nuestro Señor nos ha regalado la más magnífica de
las fiestas!”.

Cada uno, antes de partir, pasó a recoger su recipiente. Entonces estallaron en gritos que
se intensificaron rápidamente. Exclamaciones de gozo y de rabia.

¡Los recipientes habían sido llenados hasta el borde de monedas de oro!

“¡Ah, si yo hubiera traído más agua…!”. 

“Den a los demás y Dios les dará a ustedes: recibirán de él una medida buena, llena,
remecida y desbordante. En efecto, Dios los tratará a ustedes del mismo modo como
ustedes se hayan tratado los unos a los otros” (Lc 6,38). 

3.7. LAS TRES PIPAS 


Un viejo sabio hindú daba este consejo a los impulsivos jóvenes de su tribu: “Cuando
estés realmente airado con alguien que te ha ofendido mortalmente y decides matarlo
para lavar la ofensa, antes de partir siéntate, carga bien de tabaco una pipa y fúmatela.

Terminada la “primera pipa”, caerás en la cuenta de que al fin de cuentas, la muerte es


un castigo demasiado grave para la culpa cometida. Te vendrá a la mente entonces ir a
infligirle una solemne paliza.

Antes de empuñar un grueso palo, siéntate, carga una “segunda pipa” y fúmatela hasta
el fin. Al fin pensarás que unos insultos fuertes y coloridos podrían muy bien sustituir la
paliza.

¡Bien! Cuando estés para ir a insultar a quien te ha ofendido, siéntate, carga la “tercera 
pipa”, fúmatela, y cuando hayas terminado, sólo tendrás ganas de reconciliarte con
aquella persona”. 

Los monjes de un convento sentían mucha dificultad para estar de acuerdo. A menudo
estallaban disputas aun por motivos fútiles. Invitaron entonces a un maestro de espíritu
que afirmaba que conocía una técnica garantizada para llevar la armonía y el amor a
cualquier grupo. El maestro les reveló el secreto: “Cada vez que choques con alguno,
debes decirte a ti mismo: me estoy muriendo y también esta persona está muriendo. Si
piensas de verdad en estas palabras, desaparecerá todo amargor”. 

3.8. EL PADRE OLVIDA 

Oye, hijo: te digo esto mientras duermes con la manita bajo la mejilla y los cabellos
dorados en la frente. Me introduje en tu habitación solo: pocos minutos hace, cuando me
senté a leer en la biblioteca, se me vino encima una oleada de remordimiento, y
abrumado por un sentimiento de culpa, me acerco a tu lecho.

Estaba pensando: te puse en la cruz, te reproché mientras te vestías para ir a la escuela


porque en vez de bañarte sólo te pasaste una toalla por la cara, porque no te limpiaste
los zapatos. Te reproché ásperamente cuando tiraste la ropa al suelo.

En la comida, también allí te encontré defectuoso: dejaste caer cosas sobre el mantel,
devoraste la comida como un muerto de hambre, pusiste los codos sobre la mesa. Le
untaste demasiada mantequilla al pan, y cuando comenzaste a jugar y yo salí a tomar el
tren, diste la vuelta, hiciste el gesto de despedida con la manita y  gritaste: “¡Ciao,
papito!” y yo, frunciendo el entrecejo, te respondí: “¡Ojo! ¡Endereza la espalda!”.

Y, por la tarde, todo volvió a empezar desde el principio, después del medio día, porque
cuando llegué estabas de rodillas en el suelo jugando y se te veían las medias rotas. Te
humillé frente a tus amigos, mandándote a casa delante de mí. Las medias cuestan, y si
las debieras comprar, las tratarías con mayor cuidado.

¿Te acuerdas cómo más tarde entraste tímidamente en la sala donde yo leía, con una
mirada que hablaba de haber sufrido una ofensa? Cuando  levanté los ojos del periódico,
impaciente por la interrupción, permaneciste vacilante frente a la puerta. “¿Qué
quieres?”, te agredí bruscamente. No dijiste nada, corriste hacia mí y me echaste los
brazos al cuello y me besaste y tus bracitos me apretaron con el afecto que Dios te ha
puesto en el corazón y que, aunque no acogido, nunca se agota. Luego te fuiste
correteando a subir las escaleras.

Hijo, inmediatamente después de esto se me cayó de las manos el periódico, y me vino


una angustia terrible. ¿Qué está pasando? Me estoy habituando a encontrar culpas, a
gritar; ¿es esta la recompensa por el hecho de que eres un niño, no un adulto?  Por esta
noche, nada más, hijito. Sólo que he venido aquí junto a tu lecho y me he arrodillado
lleno de vergüenza.

Es una pobre reparación, sé que no entenderías estas cosas si te las dijera despierto. Pero
mañana seré para ti un verdadero papá. Seré tu compañero, me sentiré mal cuando tú te
sientas mal y reiré cuando tú rías, me morderé la lengua cuando te vengan a los labios
palabras impacientes. Seguiré repitiéndome como una fórmula ritual: “¡Todavía es un
niño, un muchachito!”.

Me aterra el haberte tratado siempre como un hombre. Y en cambio al verte ahora, hijo,
todo arrebujado en tu camita, comprendo que todavía eres un niño. Ayer estabas con tu
mamacita, con la cabeza apoyada en su hombro. Siempre te he exigido demasiado,
demasiado. 

Siempre queremos demasiado… de los demás. 

3.9. CUANDO SE ACABA  LA NOCHE

Una vez un viejo rabino preguntó a sus alumnos cómo distinguir el momento preciso en
que se acaba la noche y comienza el día.

“Y cuando se puede distinguir fácilmente un perro de una oveja”.

“No”, dijo el rabino.

“Cuando se distingue una palma de dátil de un árbol de higos”

“No”, repitió el rabino.

“¿Entonces cuándo?”, preguntaron los alumnos.

El rabino respondió:

“Cuando, al mirar el rostro de una persona cualquiera, tú reconoces a un hermano o una


hermana. Hasta ese momento todavía es noche en tu corazón. 

“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos
aprendido el arte de vivir como hermanos” (Martin Luther King).

3.10. MANHATTAN 

El vestíbulo de la Maximus Inc era grande como una catedral, todo luces y brillo. La
empresa era dueña de medio mundo y se notaba.
Mister Liddel, el presidente de la Maximus, llegó con cinco minutos de anticipación.
Aquel era un gran día: la sociedad se haría dueña de una media docena de bancos y siete
grandes industrias internacionales, más casi toda la tierra de un país africano que no
sabía cómo pagar sus deudas.

Mister Liddel estaba fuera de sí: todo había sido mérito de sus habilísimas maniobras.

Su mirada de purísimo acero, que hacía temblar regimientos de funcionarios, se


extendió por el vestíbulo y se cruzó en un rincón con el banquillo de un lustrabotas. Era
un viejo negro de aire apocado, con  sus andrajos deshilachados, los cepillos
desgastados, las manos manchadas de betún. Mister Liddel nunca lo había visto, pero
eran cinco minutos y podía hacerse brillar rápidamente los fabulosos zapatos de
seiscientos cincuenta dólares que llevaba en sus pies.

El viejo negro trabajó con gran habilidad. Después de tres minutos los zapatos brillaban
tanto que era un placer mirarlos.  Mister Liddel alargó mecánicamente un dólar al
hombre, pero se encontró con su mirada. Una mirada extraña, profunda, con una luz
bonachona y divertida que destellaba desde su interior. El hecho curioso e increíble
comenzó cuando Mister Liddel se levantó del banquillo. Los zapatos partieron como
rayos “llevando” a Mister Liddel fuera del vestíbulo. Los dos porteros pasmados lo
vieron atravesar la calle como si quisiera correr la maratón de Nueva York.

Y fue una maratón bien extraña la de Mister Liddel. Los zapatos lo llevaron ante un
pobre muchacho sin piernas que pedía la limosna en la esquina de la calle 59 y no se
movieron hasta que Mister Liddel no vació todo el contenido de su monedero en manos
del aterrado muchacho, luego se dirigieron hacia los barrios llenos de pobres viviendas
y gente que sufría (Mister Liddel no había sabido nunca que existían), lo forzaron a ver
lágrimas y soledad, miserias físicas, infamias, abandonos…

Después de unas horas, Mister Liddel estaba cansado y conmovido. Se sentía otro. Era
como si hubiera roto un bloque de piedra que lo aprisionaba y se quedó  mirando la
gente por primera vez. Hacia la tarde, los zapatos hicieron algo inaudito: llevaron a
Mister Liddel a una iglesia. La última vez que había ido allí era siendo niño. La iglesia
estaba oscura, sólo brillaba una lucecita roja. Mister Liddel se acordó de una mirada
profunda como una luz que le centelleaba dentro. Se sintió feliz como nunca lo había
estado y de improviso entendió.

Después sus zapatos volvieron a ser normales. Entró en el vestíbulo de la sociedad, ya


había atardecido. Preguntó: “¿Han visto a dónde se fue aquel lustrabotas negro?”.

“Señor, aquí nunca ha estado un lustrabotas negro”, respondieron.

Lo sospechaba. Pero, ¿quién iba a imaginarse que Dios era negro y que hacía de
lustrabotas en Manhattan? 

3.11. EL RATONCITO SAGAZ 

Un ratoncito que se aprestaba a salir de su cueva alcanzó a ver un gato apostado afuera.
Volvió al fondo de la cueva e invitó a un amigo a hacer una incursión juntos a un cierto
saco de grano.
“Iría también solo”, dijo “pero no puedo privarme del placer de una compañía tan
distinguida”.

“Muy bien”, dijo el amigo, “iré contigo. Sal adelante”.

“¿Yo?”, exclamó el otro, “¿Voy yo a adelantarme a un ratón ilustre y famoso como tú?
Ni más faltaba. Más bien voy detrás de su señoría…”.

Halagado con semejante deferencia, el amigo salió primero, y al salir de la cueva, fue
agarrado por el gato, que se fue jugueteando con su presa.

En seguida salió tranquilamente el otro. 

Hay gente que desde un quinto piso te tira sobre la cabeza un florero y luego te dice:
“Ahí te regalo esas rosas”.

3.12. SI YO VOLVIERA A VIVIR 

Alguien me preguntó en estos días si, pudiendo renacer, viviría mi vida de una manera
distinta. Le respondí que no, pero luego me puse a pensar un poco el asunto y…

Si pudiera volver a vivir mi vida, hablaría menos y escucharía más.

No renunciaría a invitar a la cena a los amigos solamente porque mi alfombra tiene


alguna mancha y el forro del diván está desteñido.

Comería pastelitos en la sala sin preocuparme de la mugre producida por la pequeña


chimenea encendida.

Encontraría tiempo para escuchar al abuelo recordando los años de su juventud.

Nunca pretendería que en un día de calor las ventanillas del auto se mantuvieran
cerradas por haber acabado de planchar.

No dejaría que la vela en forma de rosa acabara olvidada en el cajón. La acabaría yo a


fuerza de encenderla.

Me tiraría en el prado con los niños sin preocuparme por las manchas de la hierba en los
vestidos.

Reiría y lloraría menos mirando la televisión y más mirando la vida.

Compartiría más las responsabilidades de mi marido.

Me acostaría al sentirme mal, en vez de ir muerta de fiebre al trabajo, como si al faltar


yo al trabajo el mundo se acabara.
En vez de no ver la hora en que se acabaran los nueve meses de gravidez, amaría cada
momento de la misma, consciente del hecho de que la cosa estupenda que vivía dentro
de mí era mi única ocasión de colaborar con Dios en la realización de un milagro.

A mi hijo que me besaba con emoción no le diría: “Basta, basta. Anda lávate que la
cena está lista”.

Diría más a menudo: “Te quiero” y menos a menudo: “No me gusta”… pero sobre todo,
si pudiera volver a empezar mi vida, me apropiaría cada minuto… lo miraría hasta verlo
verdaderamente… lo viviría… y ya nunca lo devolvería.

(Erma Bombeck) 

Cada instante que Dios te da es un tesoro inmenso. No lo desperdicies. No corras


siempre en busca de un mañana desconocido. “Vive lo mejor que puedas, piensa lo
mejor que puedas y haz hoy lo mejor que puedas. Porque el hoy será pronto el mañana
y el mañana pronto será lo eterno”. (A. P. Gouthey).

3.13. ¿QUIÉN NO REZA? 

Un campesino durante un día de mercado, se detuvo a comer en un concurrido


restaurante donde solía comer también la flor y nata de la ciudad. El campesino
encontró un puesto en una mesa en donde estaban sentados ya otros comensales y dio su
orden al camarero. Cuando la había dado, juntó las manos y rezó una oración. Sus
vecinos lo observaron con curiosidad llena de ironía, un joven le preguntó “¿En su casa
hace lo mismo siempre? ¿De veras rezan todos?”.

El campesino, que había comenzado tranquilamente a comer, respondió:

“No, también entre nosotros hay alguno que no reza”.

El joven le preguntó burlón: “¡Ah, ¿sí? ¿Quién es el que no reza?”.

“Ah sí, por ejemplo mis vacas, mi burro y mis marranos…”. 

Recuerdo que una vez después de haber caminado toda la noche, nos adormilamos a la
madrugada cerca de un bosquecito. Un derviche que era nuestro compañero de viaje
lanzó un grito y se adentró en la soledad sin descansar ni un momento.

Cuando fue de día le pregunté: “¿Qué te pasó?”. Respondió: “Yo oía a los ruiseñores
que comenzaban a cantar en los árboles, yo veía a las perdices en los montes, las ranas
en el agua y los animales en el bosque. Pensé entonces que no era justo que todos
estuvieran alabando a Dios y que sólo yo durmiera sin pensar en él”. 

3.14. ¿ME AMAS? 


En un gran estanque, un gracioso renacuajo se había enamorado de un pez. Pero un día
le salieron las patas y, como sucede a todos los renacuajos, comenzó a transformarse
lentamente en rana.

Entonces se dirigió al novio pez: “Debo seguir mi destino y por tanto debo irme a vivir
a la tierra. También tú deberías habituarte a vivir en la tierra”.

“Querida”, protestó el pez, “¿cómo quieres que haga yo con mis aletas y mis branquias?
¡Me moriría!”.

El renacuajo (casi rana) suspiró: “¿Me amas o no me amas?”.

“Cierto que te amo”, suspiró el pez.

“Entonces vienes. ¿No?”, concluyó el renacuajo. 

Un hombre y una mujer estaban sentados junto a una ventana que se abría hacia un
paisaje primaveral. Estaban sentados el uno junto a la otra. Y la mujer dijo: “Te amo.
Eres bello y rico, y siempre te vistes con ropas bellas”.

Y el hombre dijo: “Te amo. Eres un pensamiento maravilloso, eres una cosa demasiado
preciosa para tenerla en la mano, eres una canción en mis sueños”.

Pero la mujer apartó el rostro, encolerizada, y dijo: “Déjame, te lo suplico. No soy un


pensamiento, y no soy una cosa que pasa en tus sueños. Soy una mujer. Quiero que me
desees como mujer, como madre de los niños que un día tendremos”.

Y se separaron.

Y el hombre dijo: “Otro sueño que se diluye en neblina”.

Y la mujer dijo: “¿Qué voy a  hacer con un hombre que me transforma en sueño y en
neblina?”. 

3.15. EL ÁRBOL GENEROSO 

Había un árbol que amaba a un niño. El niño venía a visitarlo todos los días.

Recogía sus hojas, con las cuales tejía coronas para jugar al rey del bosque. Se agarraba
de su tronco y se columpiaba colgado de sus ramas. Comía sus frutos y luego, juntos
jugaban al escondite.

Cuando estaba cansado, el niño se adormecía a la sombra del árbol, mientras las frondas
le cantaban la nanita nana.

El niño amaba al árbol con todo su pequeño corazón.

El árbol estaba feliz.

Pero el tiempo pasó y el niño creció.


Ahora que el niño era grande, el árbol permanecía solo con frecuencia.

Un día el niño vino a ver al árbol y el árbol le dijo:

“Acércate, niño mío, agárrate de mi tronco y colúmpiate en mis ramas, come mis frutos,
juega a mi sobra y sé feliz”.

“Soy demasiado grande ya para colgarme de los árboles y jugar”, dijo el niño. “Quiero
comprarme cosas y divertirme. Quiero dinero. ¿Puedes darme dinero?”.

“Lo siento”, respondió el árbol, “yo no tengo dinero. Sólo tengo hojas y frutos. Toma
mis frutos, niño mío, y ve a venderlos en la ciudad. Así tendrás dinero y serás feliz”.

Entonces el niño se subió al árbol, recogió todas las frutas y se las llevó.

Y el árbol quedó feliz.

Pero el niño duró mucho tiempo sin volver… Y el árbol se puso triste.

Después, un día volvió el niño: el árbol tembló de alegría y dijo:

“Acércate, niño mío, súbete a mi tronco y colúmpiate en mis ramas y sé feliz”.

“Tengo demasiado qué hacer y no tengo tiempo de columpiarme en los árboles”,


respondió el niño. “Quiero una casa que me acoja”, continuó. “Quiero una mujer y
quiero niños, por tanto necesito una casa. ¿Puedes darme una casa?”.

“No tengo una casa”, dijo el árbol. “Mi casa es el bosque, pero puedes cortar mis ramas
y construirte una casa. Entonces serás feliz”.

El niño cortó todas las ramas y se las llevó para construirse una casa. Y el árbol quedó
feliz.

Por mucho tiempo el niño no volvió. Cuando regresó, el árbol estaba tan contento que
casi hablaba.

“Acércate, niño mío”, murmuró “ven a jugar”.

“Estoy demasiado viejo y demasiado triste para jugar”, dijo el niño. “Quiero una barca
para huir lejos de aquí. ¿Puedes darme una barca?”.

“Corta mi tronco y hazte una barca”, dijo el árbol. “así podrás irte y ser feliz”.

Entonces el niño cortó el tronco y se hizo una barca para huir. Y el árbol quedó feliz…
pero no del todo.

Mucho tiempo después volvió el niño de nuevo.

“Lo siento, niño mío”, dijo el árbol, “pero ya no me queda nada qué darte… Ya no
tengo frutos”.
“Mis dientes son demasiado débiles para las frutas”, dijo el niño.

“Ya no tengo ramas”, continuó el árbol, “no puedes ya columpiarte”.

“Estoy demasiado viejo para columpiarme”, dijo el niño.

“Estoy desolado”, suspiró el árbol. “Quisiera darte cualquier cosa… pero no tengo ya
nada. Soy sólo un viejo tronco. Lo siento mucho…”.

“Ya no necesito muchas cosas”, dijo el niño. “Sólo un lugarcito tranquilo para sentarme
y descansar. Me siento muy cansado”.

“Bueno”, dijo el árbol, enderezándose cuanto podía, “muy bien, un viejo tronco es lo
que se necesita para sentarse y descansar. Acércate, niño mío, siéntate. Siéntate y
descansa”.

Así lo hizo el niño.

Y el árbol se puso feliz.

(Shel Silverstein) 

Esta tarde siéntate en un rincón tranquilo y ayuda a tu corazón a agradecer a todos los
“árboles” de tu vida. 

3.16. INFORME AL ÁGUILA 

El águila, reina de las aves, desde tiempo atrás oía alabar las grandes cualidades del
ruiseñor. Como orgullosa soberana quiso darse cuenta si todo lo que se decía del
ruiseñor era verdadero, y para ello mandó a controlarlo a dos funcionarios: el pavo y la
alondra. Deberían valorar la belleza y el canto del ruiseñor.

Los dos cumplieron su misión y regresaron a donde el águila.

El pavo informó primero: “El ruiseñor tiene un vestido tan modesto que se acerca a lo
ridículo: me fastidió tanto, que no puse la más mínima atención a su canto”.

La alondra dijo: “La voz del ruiseñor literalmente me ha encantado, tanto que me olvidé
por completo de fijarme en su vestido”. 

En el apartamento sólo estaba un anciano sacerdote, que rezaba su breviario. De


pronto entró un joven de aspecto raro: cabellos largos, jeans desteñidos, medias raras.
Pero sobre todo del bolso le sobresalía un diario notoriamente laicista y anti-eclesial.

El sacerdote siguió al joven con una prolongada y elocuente mirada de desaprobación.

El joven se sentó y comenzó a leer su diario. Después de un momento levantó la cabeza


y preguntó: “Excuse, reverendo, ¿qué es la dispepsia?”.
“Buena ocasión para echarle un buen sermón”, pensó el sacerdote y en alta voz
prosiguió: “La dispepsia es una enfermedad terrible que ataca a los que viven mal, sin
horarios, sin ideales, permitiéndose toda clase de vicios y desafueros, que no se
acuerdan de Alguien que nos ve y nos juzgará”.

El joven seguía el discurso con curiosidad y aun con cierta aprensión.

“Ah”, dijo al fin, “es que aquí dice que el Papa tiene dispepsia”.

Cada cual nota en los demás lo que quiere ver u oír. Estamos tan apegados a nuestros
propios pensamientos, que a veces no escuchamos verdaderamente al prójimo.

“No hay que seccionar a un pájaro para encontrar el origen de su canto. Lo que hay
que seccionar es el propio oído”. (Joseph Brodsky).

 
 3.17. MENOS DE NADA 

Un pajarillo dijo a una paloma: “¿Cuánto pesa un copo de nieve?”.

“Menos de nada”, respondió la paloma.

El pajarillo entonces le contó a la paloma una historia:

“Estaba yo descansando en una rama de pino cuando comenzó a nevar. No una


tempestad, sino una de esas nevaditas leves, leves, como un sueño. Como no tenía nada
qué hacer, me puse a contar los copos de nieve que caían en mi rama.

Cayeron 3.751.952.

Cuando cayó suavemente el copo número 3.751.953, menos de nada como dijiste, se
rompió la rama…”.

Dicho esto, el pajarillo emprendió el vuelo.

La paloma, una autoridad en materia de paz desde la época de un tal Noé, reflexionó un
momento y luego dijo: “¿Será que hace falta sólo una persona para que todo el mundo
caiga en la paz?”. 

Quizás sólo faltas tú. 

3.18. LA BARCA 

Una tarde dos turistas se encontraban en un camping a orillas de un lago y decidieron


atravesar el lago en barca para ir a “tomarse unos tragos” en el bar situado en la otra
orilla.

Se quedaron hasta bien entrada la noche, bebiéndose una discreta serie de botellas.
Cuando salieron del bar vacilaban un poco, pero lograron coger puesto en la barca para
emprender el viaje de regreso.

Comenzaron a remar con fuerza. Sudando y acezando se esforzaron decididamente por


dos horas. Finalmente uno dijo al otro: “¿No crees que a esta hora debería hacer un buen
rato que hubiéramos tocado ya la otra orilla?”. “¡Cierto!”, respondió el otro. “Pero
quizás no hemos remado con suficiente energía”.

Los dos redoblaron los esfuerzos y remaron resueltamente por una hora más. Sólo
cuando despuntó el alba constataron estupefactos que estaban siempre en el mismo
punto.

Habían olvidado soltar el grueso lazo que ataba su barca al puente. 

Un hombre que se proclamaba ateo cayó por un desfiladero. Con sus rápidos reflejos
logró agarrarse de una mata que sobresalía. Permaneció colgando sobre el precipicio
y comenzó a gritar sin parar: “¡Señor, Dios mío, sálvame!”.

Un silencio total acogió su grito. Pero el hombre siguió gritando: “¡Oh Dios,
sálvame!”.

Se oyó una voz de lo alto: “Todos hablan  así cuando se ven en apuros”. “¡Yo no,
Señor!. Soy absolutamente sincero. Hablaré de ti a todos. ¡Creeré en todas tus
palabras!”, protestó con gran voz el pobrecito.

“Muy bien. Entonces suelta la rama”, dijo Dios.

“¿Soltar la rama?... ¿Acaso estoy loco?”.

3.19. JUNTO AL FUEGO 

Un día un hombre se acercó a Jesús y le dijo: “Maestro, todos sabemos que vienes de
parte de Dios y enseñas el camino de la verdad. Pero debo decirte que tus seguidores,
aquellos a quienes llamas tus apóstoles o tu comunidad, no me agradan en absoluto.

He notado que no se distinguen mucho de los demás hombres. Últimamente he tenido


una solemne pelea con uno de ellos. Y todo el mundo sabe que tus discípulos no
siempre se aman ni están de acuerdo entre ellos.

Conozco uno que tiene ciertos negocios no muy limpios. Por eso quiero preguntarte
muy francamente: ¿es posible ser de los tuyos sin tener que ver nada con los llamados
apóstoles?

Yo quisiera seguirte y ser cristiano (si me aceptas la propuesta) pero sin  la comunidad,
sin la Iglesia, sin ninguno de esos tus apóstoles”.

Jesús lo miró con dulzura y atención.


“Escucha”, le dijo “te contaré una historia: Había una vez unos hombres que se sentaron
a charlar juntos. Cuando los cubrió la noche con su negro manto, hicieron un buen
montón de leña y encendieron fuego.

Estaban sentados muy juntos, el fuego los calentaba y el brillo de la llama iluminaba sus
rostros. Pero uno de ellos, en cierto momento, no quiso permanecer más con los otros y
se fue solo. Tomó de la hoguera un tizón ardiente y fue a sentarse lejos de los demás. Su
trozo de leña al principio brillaba y calentaba. Pero no tardó mucho en languidecer y
apagarse.

El hombre que estaba sentado solo fue envuelto por la oscuridad y el frío de la noche.

Pensó un momento, luego se levantó, tomó su pedazo de leña y lo llevó de nuevo a la


hoguera de sus compañeros. El pedazo de leña se volvió a encender de inmediato y
brilló con nuevo fuego. El hombre se sentó nuevamente en el círculo de los demás. Se
calentó y el brillo de la llama volvió a iluminar su rostro.

Sonriendo, añadió Jesús: “El que me pertenece está cerca al fuego, junto con mis
amigos. Porque yo he venido a traer el fuego a la tierra y lo que más quiero  es verlo
arder”.

Esto precisamente es la Iglesia: la garantía de estar cerca del fuego. 

3.20. EL PAYASO 

En el consultorio de un célebre psiquiatra se presentó un día un hombre aparentemente


bien equilibrado, serio y elegante. Después de algunas frases sin embargo el médico
descubrió que aquel hombre estaba íntimamente abatido por un profundo sentimiento de
melancolía y una tristeza continua y asfixiante.

El médico comenzó concienzudamente su trabajo terapéutico y al término de la charla,


dijo a su nuevo paciente: “¿Por qué no va esta noche al circo que acaba de llegar a
nuestra ciudad? En el espectáculo se exhibe un famosísimo payaso que ha hecho reír y
divertirse a medio mundo: todos hablan de él, porque es único. Le aprovechará, ya verá.

Entonces el hombre estalló en lágrimas, diciéndole: “Ese payaso soy yo”. 

“Hay algo que me preocupa muchísimo… y es: ¿cómo hago para darme cuenta de
cuándo es hora de recitar mi parte? ¿Cuándo puedo ser realmente yo misma? Finjo
porque a menudo no me siento capaz de mostrarme como soy… un poco como si no
fuera a agradar a los demás. No sé, quizás es una preocupación que tienen todos…
quizás también los demás quisieran no tener que parecer siempre más  vivos, más
fuertes que lo que son…”. ( April, 14 años). 

Hoy por fin relájate, abandona miedos y vergüenzas y no seas sino tú mismo.

 
 

3.21. LA GRUTA AZUL 


Un hombre pobre y simple. En la tarde, después de una dura jornada de trabajo, volvía a
casa cansado y lleno de mal humor. Miraba con hastío a la gente que pasaba en
automóvil, a los que estaban   sentados en los bancos de los bares.

“Esos sí que están bien”, gruñía el hombre apretujado en el tranvía, como un racimo de
uvas en el lagar. “No saben lo que es estar atribulado… Para ellos todo son rosas y
flores. Si tuvieran que cargar mi cruz…”.

El Señor siempre había escuchado con mucha paciencia los lamentos del hombre y una
tarde lo esperó en la puerta de su casa. 

“Ah, ¿eres tú, Señor?”, dijo el hombre cuando lo vio. “No pretenderás calmarme. Bien
sabes cuán pesada es la cruz que me has impuesto”. El hombre estaba más molesto que
nunca.

El Señor le sonrió benignamente. “Ven conmigo. Te daré la posibilidad de escoger


otra”, dijo.

El hombre se encontró de improviso dentro de una enorme gruta azul. La arquitectura


era divina. Y estaba llena de cruces: pequeñas, grandes, adornadas con gemas, lisas,
retorcidas.

“Son las cruces de los hombres”, dijo el Señor. “Escoge una”. El hombre tiró su cruz en
un rincón y estregándose las manos, comenzó a buscar.

Probó una cruz livianita, pero era larga y enredadora. Se puso al cuello una cruz de
obispo, pero era increíblemente pesada de responsabilidades y sacrificio. Otra, lisa y
graciosa en apariencia, pero en cuanto la tuvo sobre sus hombros comenzó a punzarle
como si estuviera llena de clavos. Agarró una cruz de plata que lanzaba destellos, pero
se sintió invadido de una sensación de soledad y de abandono. La soltó inmediatamente.
Probó y volvió a probar, pero todas las cruces tenían algún defecto.

Finalmente, en un rincón semi-oscuro, encontró una pequeña cruz, un poco gastada por
el uso. No era demasiado pesada ni demasiado enredadora. Parecía hecha precisamente
para él. El hombre se la echó al hombro con aire triunfante. “¡Me quedo con esta!”,
exclamó. Y salió de la gruta.

El Señor le dirigió su mirada dulce, muy dulce. Y en aquel instante el hombre se dio
cuenta de que había vuelto a tomar su vieja cruz: la que había botado al entrar en la
gruta, la que había llevado durante toda su vida. 

“Como en un sueño matinal, la vida siempre se hace más luminosa a medida que la
vivimos, y finalmente la razón de cada cosa va apareciendo clara” (Richter). 

3.22. LOS DOS AMIGOS 

El mayor se llamaba Frank y tenía veinte años. El más joven era Ted y tenía dieciocho.
Siempre estaban juntos, amiguísimos desde la escuela elemental. Juntos decidieron
enrolarse en el ejército. Partiendo se prometieron a sí mismos y a sus padres que
tendrían cuidado el uno del otro.
Fueron afortunados y terminaron en el mismo batallón.

Este batallón fue enviado a la guerra. Una guerra terrible entre las ardientes arenas del
desierto. Por un tiempo Frank y Ted permanecieron en los campamentos protegidos por
la aviación. Luego, una tarde llegó la orden de avanzar en el territorio enemigo. Los
soldados avanzaron durante toda la noche, bajo la amenaza de un fuego infernal.

A la mañana el batallón se reunió en una aldea. Pero Ted no aparecía.  Frank lo buscó
por todas partes entre los heridos, entre los muertos. Encontró su nombre entre los
desaparecidos.

Se presentó al comandante.

“Pido permiso para ir a recoger a mi amigo”, dijo.

“Es demasiado peligroso”, respondió el comandante. “Ya he perdido a tu amigo. Te


perdería también a ti. Allá afuera siguen disparando”.

Frank de todos modos partió. Después de algunas horas encontró mortalmente herido a
Ted. Se lo cargó a la espalda. Pero una esquirla lo hirió. De todos modos se arrastró
hasta el campo.

“¿Valía la pena morir para salvar un muerto?”, le gritó el comandante.

“Sí”, susurró, “porque antes de morir, Ted me dijo: Frank, yo sabía que vendrías. 

Esto mimso le diremos a Dios en aquel momento: “Yo sabía que vendrías”. 

3.23. LA RED DE PESCAR 

El fiordo estaba sumergido en una profunda tranquilidad en aquella noche ártica. El


agua se deslizaba ligera sobre la playa. Envuelto en el perfumado sopor de su casa de
madera, Hans, el pescador, tejía la red de su próxima estación de pesca. Estaba solo en
el recodo del camino. Su dulce esposa Ingrid descansaba en el pequeño cementerio
junto a la iglesia. Pero de improviso resonaron frescas y alegres risotadas. Se abrió la
puerta para dejar entrar a la rubia Guendalina, su querida hija, que llevaba de la mano a
su hermanito Eric.

“Gendalina, ahora estás de vacaciones. ¿Quieres reemplazarme tejiendo la nueva red de


pesca mientras yo voy a reparar la barca?”

“¡Claro, papá!”.

Pasaban las horas. Guendalina trabajaba con buenas ganas, malla por malla, nudo por
nudo. Pero los días se sucedían unos a otros. La cuerda era burda. El impermeabilizante
era fuerte y las manos sufrían. Sus amiguitas se acercaban a rogarle desde la puerta:
“¡Guendelina, ven a jugar con nosotras!”. Y las mallas se retrasaban, los nudos cada vez
eran menos fuertes, la cuerda cada vez menos impermeabilizada.
Llegó la primavera. El fiordo se iluminó con los primeros rayos del sol. La pesca
recomenzó. Muy orgulloso del trabajo de su hija querida, Hans el pescador embarcó su
nueva red de pesca en su apreciada y vieja barquita.

“Ven conmigo, pequeño Eric, para nuestra primera salida”.

Lleno de alegría el niñito saltó a bordo. La barquilla resbaló en el agua. La red se


hundió en las olas color verde-azul. Eric palmoteaba viendo los peces plateados que
saltaban y se debatían en al red.

“¡Una pesca fantástica! ¡Ayúdame a tirar la red hijito!”.

Y Eric tiraba y tiraba con todas sus fuerzas. Pero vencido por el peso,  cayó en el agua,
precisamente dentro de la red.

“¡No es nada!”, pensó el papá Hans, izando velozmente la red a bordo. “¡Mi red es
sólida! La ha tejido mi hija Guendalina con sus manos: ¡Eric saldrá afuera con los
peces!”.

La red salió liviana del agua. En el fondo sólo había un hueco muy grande… Los nudos
mal atados se habían soltado. Las mallas mal apretadas se habían abierto. Y el pequeño
Eric reposaba ahora en el fondo del fiordo.

“Ah, si yo hubiera tejido cada malla con amor”, lloraba Guendalina. 

Es en la cotidianidad donde se teje la eternidad. Puedes no pensarlo, pero el día de la


pesca llegará y dependerá también de lo que hayas tejido aquí abajo, hoy. 

3.24. VER A DIOS 

Una vez un rey convocó a todos los magos, sabios y sacerdotes de su reino. Los
amenazó de castigos terribles si no le mostraban a Dios. Esos pobres se desesperaban y
se arrancaban los cabellos sin saber qué hacer, cuando llegó un pastor que anunció a
todos que estaba en capacidad de resolver el problema.

Se apresuraron a presentarlo al rey. El pastor entonces llevó al soberano a una terraza y


le mostró el sol.

“¡Míralo!”, dijo.

Después de un instante el rey bajó los ojos gritando: “¿Quieres enceguecerme?”.

“Señor mío”, dijo el pastor, “el sol es sólo una pequeña obra del Creador, ni siquiera
una chispa de su esplendor… ¿cómo puedes pensar en posar los ojos en Dios en
persona?”. 

Cada día el discípulo hacía la misma pregunta: “¿Cómo puedo encontrar a Dios?”. Y
Cada día recibía la misma misteriosa respuesta: “Debes desearlo”.
“Pero yo lo deseo con todo mi corazón, ¿no? Entonces ¿por qué no lo encuentro?”.

Un día, el maestro estaba bañándose en el río con el discípulo. Empujó la cabeza del
joven bajo el agua y se la retuvo mientras el pobrecillo se debatía desesperadamente
por liberarse.

Al día siguiente fue el maestro el que empezó la conversación: “¿Por qué te debatías
de esa manera cuando te tenía la cabeza bajo el agua?”.

“Porque buscaba  desesperadamente el aire”.

“Cuando se te dé la gracia de buscar desesperadamente a Dios como buscabas el aire,


lo habrás encontrado”. 

3.25. LOS PROPÓSITOS 

El adolescente escribía sus propósitos inclinado sobre la mesa, mientras la madre


planchaba la ropa.

“Si viera a alguien a punto de ahogarse”, escribía el adolescente, “me tiraría de


inmediato al agua para socorrerlo. Si se incendiara la casa salvaría a los niños. Durante
un terremoto seguramente no temería adentrarme entre las ruinas amenazantes para
salvar a alguien. Luego dedicaría mi vida a ayudar  a todos los pobres del mundo”.

La madre: “Por favor, ve a comprarme un poco de pan allí abajo”.

“Mamá, ¿no ves que está lloviendo?”. 

¡Cuántos “quisiera” en la vida espiritual!...

Una niña de doce años escribía: “Nosotros somos los hombres del futuro, nos toca
mejorar la situación. Lo más grave es que nos quedamos quietos sin hacer nada,
mirando este pobre mundo que se desbarata. Nosotros decimos que viva la paz y
hacemos la guerra, abajo la droga y aumentamos su comercio, basta de terrorismo y
matamos a los justos. Pero no está dicho que a esto no se le pueda poner fin. Yo quería
decir esto: si estás triste por el odio del mundo, no llores y no pierdas la esperanza, haz
alguna cosa, aunque seas pequeño”.

Haz algo, aunque seas pequeño…

3.26. LA AVENTURA DE LOS ERIZOS 

En un verano, una familia de erizos se fue a vivir en el bosque. El tiempo era bello,
hacía calor, y todo el día los erizos se divertían bajo los árboles. Se regodeaban en el
campo, por los alrededores del bosque, jugaban escondite entre los matorrales,
atrapaban moscas para alimentarse y por la noche dormían sobre el musgo junto a sus
guaridas. Un día vieron caer una hoja de un árbol: era el otoño. Jugaron con la hoja,
detrás de las hojas que caían cada vez en mayor número; y como las noches eran cada
vez más frías, dormían bajo las hojas secas.

Pero hacía cada vez más frío. A veces se formaba hielo en el río.

La nieve había recubierto las hojas. Los erizos temblaban todo el día y de noche no
podían pegar los ojos de tanto frío que hacía.

Una noche decidieron juntarse unos con otros para calentarse, pero muy pronto huyeron
apartándose lejos unos de otros: con tantas espinas se habían herido  la nariz y las patas.
Tímidamente se acercaron de nuevo, pero de nuevo se punzaron. Y cada vez que lo
intentaban, sucedía la misma cosa.

Entonces, suavemente, poco a poco, una noche tras otra, para poder calentarse sin
herirse, se quitaron sus espinas y con mil precauciones encontraron por fin la medida.

Entonces el viento que soplaba ya no los molestaba; ahora podían dormir todos
calentándose mutuamente. 

Debería existir también un “Decálogo de la ternura”. Podría ser más o menos así:

1. Puesto que la ternura es posible, no debe haber ninguna región donde no la


haya.
2. Conversen un poco cada día.
3. Crezcan juntos, continuamente.
4. Estímense. Los que tienen los zapatos sucios son los únicos que aprecian a un
tapete.
5. Sé compasivo.
6. Sé cortés, gentil.
7. Descubre el lado bueno y bello de las personas, aún cuando ellas hagan todo lo
posible para ocultarlo.
8. No temas los sinsabores y litigios: sólo los muertos y los indiferentes no litigan
nunca.
9. No te dejes complicar por las pequeñas irritaciones y mezquindades de la vida
diaria.
10. Sigue riendo. La risa ejercita el corazón y protege de enfermedades cardíacas.

3.27. LA FUENTE 

En una aldea islámica del Líbano un pequeño grupo de personas se hicieron cristianos.
Inmediatamente se les cerraron todas las puertas de la comunidad. Los hombres no
podían ya estar con los demás hombres en la plaza para fumar y charlar, las mujeres ya
no podían ir a sacar agua a la fuente de la aldea. Los nuevos cristianos se vieron
forzados a excavarse una fuente por su cuenta.
Un día la fuente de la aldea se agotó y se secó. Entonces los cristianos invitaron a sus
paisanos a venir a sacar agua de su fuente. Es más, en sus casas pusieron un pequeño
cartel que decía: “Aquí viven cristianos”.

Cada uno sabía así que en esa casa encontraría ayuda y una mano tendida. 

“Finalmente, hermanos, haya perfecta concordia entre ustedes, tengan compasión,


amor y misericordia los unos para con los otros. Sean humildes. No hagan el mal a
quien les haga el mal, no respondan con insultos a quien los insulte; al contrario,
respondan con buenas palabras, porque también Dios los ha llamado a recibir sus
bendiciones. Estén siempre listos para responder a quienes les pidan explicación de la
esperanza que ustedes tienen (1 Pd 3,8-15). 

3.28. EL RATÓN 

Un ratón, un noble y gentil ratón doméstico de bello aspecto, en una de sus


desesperadas carreras para escapar del gato, se encontró un buen día en la bodega de
una rica villa. Allí, a causa de la oscuridad, terminó dentro de un extraño charco. Era un
charco de óptimo brandy, escapado de la llave defectuosa de un barril de fino roble.

El buen ratón primero probó tímidamente aquel curioso líquido. El sabor le agradó.
Tenía un sabor fuerte y duro, bajaba por la garganta como fuego.

Cuando hubo “bebido” el charco, el ratón se enderezó, se golpeó el pecho con los puños
y gritó: “¿Dónde está el gato?”. 

Mucha gente en nuestro tiempo sólo tiene el valor del ratón. 

3.29. DEBAJO DE LA ESTUFA 

A los jóvenes que venían por primera vez a donde el Rabí Bunam, les contaba él la
historia del rabí Ezequías, hijo del rabí Jeckel de Cracovia. Después de muchos años de
dura miseria, los que sin embargo no habían quebrantado su fe en Dios, éste recibió en
sueños la orden de ir a Praga para buscar un tesoro bajo el puente que conduce al
palacio real.

Cuando se repitió por tres veces el sueño, Ezequías se puso en camino y llegó a las
afueras de Praga. Pero el puente estaba vigilado día y noche por los centinelas y él no
tuvo el valor de excavar en el lugar indicado. Sin embargo volvía al puente todas las
mañanas merodeando alrededor hasta por la tarde. Al fin el capitán de los guardias, que
había notado su va y viene, se le acercó y le preguntó amigablemente si había perdido
alguna cosa o si esperaba a alguien. Ezequías le contó el sueño que lo había traído hasta
allí desde su lejano país. El capitán se puso a reír: “¿Y tú, pobretón, por hacer caso de
un sueño has venido hasta aquí a pie? Ah, ah, ah! ¡Estás hecho fiándote de sueños!  ¡Yo
también habría tenido que ir hasta Cracovia  a casa de un hebreo, un cierto Ezequías
hijo de Jekel, para buscar un tesoro debajo de la estufa! ¡Exequias hijo de Jekel, qué
chiste! Tendría que entrar y examinar todas las casas en una ciudad donde la mitad de
los hebreos son Ezequías y la otra mitad son Jekel!”. Y volvió a reír. Ezequías se
despidió, volvió a casa y buscó bajo a la estufa.
Encontró el tesoro, lo desenterró y con él construyó la sinagoga de su aldea. 

El maestro se hizo famoso cuando todavía estaba en vida. Contaban que Dios mismo
una vez había buscado su consejo.

“Quiero jugar al escondite con la humanidad. He preguntado a mis ángeles cuál es el


mejor puesto para esconderse uno. Algunos dicen que las profundidades del océano.
Otros que la cima de la montaña más alta. Otros que la cara escondida de la luna o
una estrella lejana. ¿Tú qué me aconsejas?”.

Respondió el maestro: “Escóndete en el corazón humano. Es el último lugar en que


pensamos”. 

3.30. LOS AMIGOS Y EL OSO 

Dos amigos recorrían un mismo camino que atravesaba una peligrosa y tenebrosa selva.
De improviso un oso enorme  rugiendo se paró frente a los dos hombres. Uno, presa el
terror se subió a un árbol y se escondió, pero el otro no huyó a tiempo y viendo que no
estaba en condiciones de  correr, se dejó caer al suelo y fingió que estaba muerto. Pues
sabía que los osos no tocan a los muertos.

Cuando se la acercó el oso lo olió, le gruñó en los oídos, trató de moverlo con la trompa.
El pobrecito contenía la respiración con todas sus fuerzas. El oso creyó que
efectivamente estaba muerto y se fue.

En cuanto vio desaparecer al oso entre los árboles, el otro hombre bajó del árbol donde
se había subido y preguntó al amigo: “¿Qué te dijo el oso al oído?”.

“Me dijo que no volviera a viajar con ciertos amigos que en el momento del peligro en
vez de ayudarme salen huyendo a la carrera”. 

El amor todavía da mucho susto. Exige dejarse ir, abandonarse uno mismo, la
confianza que deslumbra sin enceguecer, la entrega absoluta.

Habrá que pagar por todas las palabras no dichas, por todas las caricias omitidas, por
todos los sueños abandonados.

Habrá que dar cuenta del miedo y de la avaricia que impidieron amar, de la ceguera y
del orgullo que sofocaron los impulsos.

Habrá que dar cuenta de todos los gestos no realizados, de las lágrimas ahogadas, del
amor no dado, de las promesas y del tiempo perdidos. 

3.31. EL SILENCIO 

Un hombre fue a donde un monje de clausura.


Le preguntó: “¿Qué aprendes de tu vida de silencio?”.

El monje estaba recogiendo agua de un pozo y dijo a su visitante: “¡Mira al fondo del
pozo! ¿Qué ves?”.

El hombre miró en el pozo. “No veo nada”.

Después de un poco de tiempo en que permaneció perfectamente inmóvil, dijo el monje


a su visitante: “Mira ahora. ¿Qué ves en el pozo?”.

El hombre obedeció y respondió: “Ahora me veo a mí mismo, me reflejo en el agua”.

El monje dijo: “Como ves, cuando sumerjo el cubo, el agua está agitada. En cambio
ahora el agua está tranquila. Esta es la experiencia del silencio: ¡el hombre se ve a sí
mismo!”. 

“Cuando no puedo más, voy a sentarme cerca de mi abuela mientras teje… Mi abuela
exhala olor a polvos y tiene una respiración lenta, muy lenta. De cuando en cuando
levanta los ojos y sonríe un poco, pero de ordinario se limita atrabajar y respirar… Me
hace sentir como en la cuna”.

Amelia, 14 años.

Hoy búscate un rincón tranquilo y deja que el silencio te arrulle.

3.32. LA COLABORACIÓN 

Marido y mujer estaban en las escalas encartados con una gran caja. Los vio un cuñado.

“¿Les doy una mano?”, dijo acudiendo. Y tomó un ángulo del mueble.

Minutos después, incapaces de mover la gran caja ni un centímetro, los tres se dieron
unos minutos de descanso.

“¡Qué duro es subir esta gran caja!”, comentó el cuñado.

Marido y mujer soltaron la carcajada.

“¡Nosotros estábamos tratando de bajarla!”. 

Los amigos no se miran a los ojos. Miran juntos en una misma dirección.

Una pareja de novios preguntó: “¿Qué debemos hacer para que nuestro amor dure?”.

Respondió el maestro: “Amen los dos otras cosas”. 

3.33. EL ROMPECABEZAS 
Durante la ausencia de su mujer un importante hombre de negocios tuvo que quedarse
en casa para atender a sus dos incontenibles niños. Tenía muy buena experiencia para
desempeñarse con rapidez, pero los dos pequeños no lo dejaban un instante en paz.

Trató entonces de inventar un juego que los entretuviera ocupados un buen tiempo.
Cogió de una revista un mapa de geografía que representaba el mundo entero, un mapa
complicadísimo por los colores de los diferentes Estados. Con las tijeras lo cortó en
pedacitos bien pequeños y se lo entregó a los niños desafiándolos a reconstruir el
mapamundi. Pensaba que con ese rompecabezas improvisado los entretendría cuando
menos una buena hora.

Un cuarto de hora después, los dos niños llegaron triunfantes con el rompecabezas
perfectamente armado.

“¿Cómo hicieron para terminar tan pronto?”, les preguntó el papá maravillado.”Muy
fácil”, respondió el mayorcito. “Por el revés estaba la figura de un hombre. Nos
concentramos en esa figura y por el otro lado el mundo se arregló solo. 

El sabio Bayzid decía: “Cuando yo era joven era un revolucionario y todas mis
oraciones a Dios eran: “Señor, dame la fuerza para cambiar el mundo”. Cuando
estuve cerca de la edad mediana, me di cuenta de que la mitad de  mi vida había
pasado sin que hubiera cambiado nada, cambié mi oración así: “Señor, dame la gracia
de cambiar a todos los que están en contacto conmigo. Sólo mi familia y mis amigos, y
quedaré contento”.

Ahora que estoy viejo y mis días están contados, comienzo a entender cuán loco he
sido. Ahora mi única oración es: “Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo”.
Si hubiera orado así desde el comienzo, no habría malgastado mi vida”.

Si cada cual pensara en cambiarse él mismo, todo el mundo cambiaría. 

3.34. LA TRAMPA PARA COGER MONOS 

Los cazadores de monos inventaron un método genial e infalible para capturarlos.


Cuando encuentran una zona del bosque en donde más frecuentemente se reúnen,
hunden en el terreno vasijas con el cuello largo y estrecho. Con mucho cuidado cubren
de tierra las vasijas, dejando libre solamente la apertura a ras de la hierba. Luego echan
en las vasijas un puñado de arroz y bayas, alimentos que les gustan mucho a los monos.

Cuando los cazadores se alejan, los monos regresan. Curiosos por naturaleza, examinan
las vasijas y al darse cuenta de las golosinas que contienen, meten dentro las manos y
agarran un buen puñado de alimento, lo más grande posible. Pero como el cuello de las
vasijas es muy estrecho, la  mano vacía entra fácilmente, pero llena no puede salir de
ninguna manera. Los monos entonces tiran y tiran sin lograr sacar la mano.

Es el momento que esperan los cazadores escondidos cerca. Se precipitan sobre los
monos y los capturan fácilmente. Porque ellos se debaten violentamente pero no se les
ocurre ni un instante el pensamiento de abrir la mano y abandonar lo que aprietan con el
puño. 

Cuánta gente pierde la vida por el miedo de abrir los puños con que aprieta lo que cree
indispensable a pesar de ser inútil.

Elegantes y sonrientes, los cazadores siempre están en acción. Esconden sus trampas
en las revistas satinadas, en los televisores y en los rincones de las calles. Así nace un
pueblo que mantiene perennemente cerrados los puños y el corazón apagado.

No olvides lo que dijo Jesús: “No tengan miedo, pequeño rebaño, porque su Padre ha
querido darles su reino. Vendan lo que tienen y den el dinero a los pobres: acumulen
riquezas que no perecen, un tesoro seguro en el cielo. Allí los ladrones no pueden
llegar y el orín no puede destruirlo. Porque donde están sus riquezas allí estará
también su corazón” (Lc 12,32-34). 

3.35. LA LAMPARITA ROJA 

Un protestante, durante un viaje de turismo entró con su hijita en una iglesia católica.
En vez de mirar las obras de arte, a la niña le movió la curiosidad la lucecita roja que
ardía en un rincón, junto al sagrario.

“Papá, ¿ qué quiere decir esa lamparita roja?”, preguntó.

“Es que, según los católicos, dentro de esa urna está Jesús bajo la forma de pan
consagrado. La lámpara recuerda a todos su presencia”, respondió sincero el padre.

Una semana después, padre e hija entraron en su iglesia para la función dominical. La
niña miró por todas partes, luego tiró la chaqueta del papá.

“¿Papá, por qué aquí no hay la lamparita roja?”.

“Para nosotros los protestantes aquí no está Jesús, hijita mía”.

La niñita parpadeó, y luego tomando la mano de su padre le dijo: “Papá, vamos a una
iglesia donde esté Jesús”. 

El santo cura de Ars a menudo encontraba en la iglesia a un simple campesino de su


parroquia. Arrodillado delante del sagrario, el buen hombre permanecía inmóvil
durante horas, sin mover los labios.

Un día, el párroco le preguntó: “¿Qué haces aquí durante tanto tiempo?”.

“Muy sencillo. Él me mira a mí, y yo lo miro a Él”.

Puedes acercarte al sagrario tal como estás. Con tu carga de miedos, incertidumbres,
distracciones, confusión, esperanzas y traiciones. Tendrás una respuesta
extraordinaria: “¡Yo estoy aquí!”.
“No sé qué responder, cómo reaccionar, cómo decidirme en la situación difícil que me
espera”.

“¡Yo estoy aquí, Señor!”.

“El camino es tan largo, yo soy tan pequeño, cansado y solo….”.

“¡Yo estoy aquí, Señor!”. 

3.36. LA CITA 

Una antigua leyenda árabe cuenta la triste historia del escudero del Sultán de Bagdad.

Un día el joven escudero cayó angustiado a los pies de su señor que lo quería mucho,
pidiéndole prestado su fabuloso caballo, el que parecía volar por lo veloz que era.

“¿Por qué?”, dijo el Sultán.

“Vi la Muerte en el jardín y me ha señalado. Con tu caballo huiré a Basora y me


esconderé en el mercado. La Muerte no me encontrará”.

El Sultán le prestó su caballo al joven, que partió al galope.

El Sultán bajó al jardín  y vio a la Muerte a la expectativa.

“¿Por qué has amenazado a mi escudero?”, le dijo.

Y la Muerte le respondió: “Yo no lo he amenazado. Sólo  alcé una mano por el estupor.
Me preguntaba a mí misma: ¿Cómo es posible que todavía esté aquí, si yo tengo una
cita con él en la plaza de mercado de Basora…?”. 

Yagyu Tayama, el antiguo, celebérrimo, venerado maestro del emperador se negó a


recibir entre sus alumnos en el manejo de la espada y en el tiro del arco a un samurai
que, dicen los textos zen, desde niño se había ejercitado en luchar con el pensamiento
de su propia muerte aprendiendo a dominarla.

“¿Qué más podría yo enseñarte? – dijo el maestro rechazando al aspirante – Tú ya has


llegado al corazón de la sabiduría: en el arte que conoces están incluidos todos los
demás, inclusive el de la espada y del tiro con el arco”.

“Porque – añadió el maestro dirigiéndose a sus discípulos – el que conoce la muerte


conoce la vida. Y quien ignora la muerte ignora la vida”. 

3.37. EL MONJE POBRE Y EL MONJE RICO 


En una ciudad había dos monasterios. Uno era muy rico, mientras que el otro era
pobrísimo. Un día uno de los monjes pobres se presentó en el monasterio de los ricos
para saludar a un monje amigo que tenía allí.

“Por un poco de tiempo no nos veremos más, amigo mío”, dijo el monje pobre. “He
decidido partir a una larga peregrinación y visitar los cien grandes santuarios.
Acompáñame con tu oración porque tengo que atravesar muchas montañas y atravesar
peligrosos ríos”.

“¿Qué llevas contigo para un viaje tan largo y riesgoso?”, preguntó el  monje rico.

“Sólo una taza para el agua y una escudilla para el arroz”, sonrió el monje pobre.

El otro se admiró mucho y lo miró severamente: “¡Tú simplificas demasiado las cosas
mi querido amigo! No hay que ir tan desprovistos y a la ventura.  Yo también voy a ir a
la peregrinación a los cien santuarios, pero ciertamente no partiré hasta que no esté
seguro de tener conmigo todo lo que me puede hacer falta”.

Un año después, el monje pobre volvió a casa y se apresuró a visitar al amigo rico para
contarle la grande y rica experiencia espiritual que había podido hacer durante su
peregrinación.

El monje rico sólo mostró una sombra de malestar cuando debió confesar:
“Lamentablemente yo todavía no he logrado terminar mis preparativos”. 

Un hombre iba sentado conmigo en el mismo compartimiento del tren. En cada


estación se levantaba y miraba afuera de la ventana ansiosamente, luego volvía a
sentarse y suspiraba después de haber mascullado el nombre de la estación.

Después de cuatro o cinco estaciones el vecino de puesto le preguntó preocupado:


“¿Le pasa algo? Me parece que usted está terriblemente agitado”.

El hombre lo miró y respondió: “Ciertamente debí haber cambiado hace tiempos. Voy
en dirección equivocada. Pero estoy tan cómodo y cálido  aquí…”.

3.38. LA ELECCIÓN DEL PINTOR 

El gran Leonardo da Vinci había aceptado pintar los frescos en el comedor del convento
de Santa María de las Gracias en Milán con un gran fresco que representaba la Última
Cena de Jesús con los apóstoles.

Quería hacer de aquel fresco una obra maestra y para ello trabajaba con calma y
atención. No obstante la impaciencia de los frailes del convento la pintura progresaba
muy lentamente.

Para el rostro de Jesús había buscado durante meses un modelo que tuviera todos los
requisitos necesarios: un rostro que expresara fortaleza y dulzura, espiritualidad e
intensidad luminosa.
Finalmente lo encontró y dio a Jesús el rostro de Agnello, un joven franco y limpio que
había encontrado por la calle.

Un año después, Leonardo comenzó a dar vueltas en los barrios de mala fama de Milán
y en las tabernas más equívocas y ambiguas. Necesitaba encontrar el rostro de Judas, el
apóstol traidor. Buscaba un rostro que expresara inquietud y desilusión, el rostro de un
hombre dispuesto a traicionar a su mejor amigo. Después de noches y noches en medio
de bribones de toda especie, Leonardo encontró al hombre que quería para su Judas.

Lo llevó al convento y se dispuso a retratarlo. En aquel momento vio brillar una lágrima
en los ojos del hombre.

“¿Por qué?”, le dijo Leonardo, mirando aquel rostro torvo.

“Yo soy Agnello”, murmuró el hombre. “El mismo que le sirvió de modelo para el
rostro de Cristo”. 

La revolución en el mundo de la cosmética: un alma bella, hace bellísimo el rostro. 

3.39. ¿QUÉ PALABRAS? 

Un hombre, preocupado porque su matrimonio estaba en crisis, fue a pedir consejo a un


famoso maestro.

Éste lo escuchó y luego le dijo: “Debes aprender a escuchar a tu mujer”.

El hombre tomó a pechos el consejo y volvió después de un mes para decir que había
escuchado todas las palabras que dijera su mujer.

El maestro le dijo sonriendo: “Ahora vuelve a casa  escucha todas las palabras que ella
no dice”. 

¿Qué palabras hay que decir para producir gozo?

¿Qué palabras hay que decir para dar felicidad?

¿Hay que decir amistad? ¿Hay que decir concordia?

¿Hay que decir también libertad?

¿O hay que tomarte la mano?

¿Qué palabras hay que decir para dar Amor?

¿Qué palabras hay que decir para dar ternura?

¿Hay que decir te amo? ¿Hay que decir siempre?


¿Hay que decir también niños?

¿O hay que tomarte la mano?

¿Qué palabras hay que decir? ¿Qué palabras?

¿Y si no digo nada, si callo?

Si simplemente miro, y si te sonrío,

entonces mi mano tomará solo la tuya

y oirás estas palabras en mi silencio.

(Blandine, 19 años, muerta de un cáncer óseo).

     IV. ¿HAY ALGUIEN ALLÁ ARRIBA? 

4.1. “¡AQUÍ ESTAMOS NOSOTROS!” 

Esta es la historia de un ghetto que dejó de existir, y de un hombre que hacía de


sacristán en la sinagoga. Este, cada mañana, antes de comenzar la limpieza dentro de la
sinagoga, subía al púlpito y gritaba con orgullo: “He venido a anunciarte, Señor del
Universo que aquí estamos nosotros”.

Sobre el ghetto se abatió la persecución nazi. Comenzaron las dificultades, los


linchamientos. Pero cada mañana el sacristán subía al púlpito de la sinagoga y gritaba, a
veces con ira: “Vine a avisarte, Señor, que aquí estamos nosotros”.

Llegó la primera masacre, seguida de muchas otras. El sacristán siempre salía indemne,
y siempre se precipitaba en la sinagoga para golpear el banco con el puño y gritar hasta
enmudecer: “Ves, Señor del Universo, todavía estamos aquí”.

Después de la última masacre quedó solo en la sinagoga desierta.

Él, último hebreo viviente, subió a la tribuna por última vez. Levantó a lo alto la mirada
apagada y murmuró con una dulzura infinita: “¿Ves? ¡Aquí estoy siempre!”.

Se detuvo un momento, antes de añadir con voz ronca y triste: “¿Y tú, dónde estás tú?”. 

Por eso oramos. Oramos cada día para decir a Dios: “¡Acuérdate que yo estoy aquí!”. 
 

4.2. LA PREDICACIÓN DE SAN FRANCISCO 

Un día al salir del convento san Francisco se encontró con fray Junípero. Era un
hermano simple y bueno, y san Francisco lo quería mucho.
Al encontrarlo le dijo: “Fray Junípero, ven, vamos a predicar”.

“Padre mío”, respondió, “sabes que yo tengo poca instrucción. ¿Cómo voy a poder
hablar a la gente?”.

Pero ante la insistencia de san Francisco, fray Junípero aceptó.. Anduvieron por toda la
ciudad, orando en silencio por todos los que trabajaban en las tiendas y en los huertos.
Sonrieron a los niños, especialmente a los más pobres. Intercambiaron algunas palabras
con los más ancianos. Acariciaron a los enfermos. Ayudaron a una mujer a llevar un
pesado recipiente lleno de agua.

Después de haber atravesado varias veces toda la ciudad, san Francisco dijo: “Hermano
Junípero, es hora de volver al convento”.

“¿Y nuestra predicación?”.

“Ya la hicimos… La hicimos”, respondió riendo el santo. 

Si tienes en el bolsillo un perfume oloroso, no necesitas decírselo a nadie. El perfume


hablará por ti.

La predicación mejor eres tú mismo. 


 

4.3. EL POBRE VIEJO 

Había una vez un viejo que nunca había sido joven. En toda su vida en realidad nunca
había aprendido a vivir. Y no habiendo aprendido a vivir, tampoco lograba morir.

No tenía esperanzas ni preocupaciones; no sabía llorar ni reír.

Nada de lo que sucedía en el mundo le causaba ni dolor ni admiración.

Pasaba sus días ocioso bajo el umbral de su cabaña, sin dignarse mirar ni una vez al
cielo, el inmenso cristal azul que, también para él, limpiaba el Señor cada día con el
suave paño de las nubes.

Algunos transeúntes lo interrogaban. Estaba tan cargado de años que la gente lo creía
muy sabio y trataba de atesorar su secular experiencia.

“¿Qué debemos hacer para alcanzar la felicidad?”, preguntaban los jóvenes.

“La felicidad es un invento de los estúpidos”, respondía el viejo.

Pasaban hombres de noble alma, deseosos de ser útiles al prójimo.

“¿Cómo podemos sacrificarnos para ayudar a nuestros hermanos?”, preguntaban.

“El que se sacrifica por la humanidad es un loco”, respondía el viejo con un guiño
siniestro.
“¿Cómo podemos orientar a nuestros hijos por el camino del bien?”, le preguntaban los
padres de familia.

“Los hijos son serpientes” respondía el viejo. “De ellos sólo se pueden esperar
mordeduras venenosas”.

También los artistas y los poetas se acercaban a consultar al viejo a quien todos creían
sabio. “Enséñanos a expresar los sentimientos que tenemos en el alma”, le decían.

“Harían mejor callando”, gruñía el viejo.

Poco a poco sus ideas malignas y tristes influyeron en el mundo. De su rincón triste,
donde no crecían flores y no cantaban los pájaros, Pesimismo (este era el nombre del
viejo malvado) hacía llegar un viento helado sobre la bondad, el amor, la generosidad,
que afectadas por ese aire mortífero, se marchitaban y morían.

Todo esto desagradó mucho al Señor, que decidió poner remedio.

Llamó a un niño y le dijo: “Ve a dar un beso a aquel pobre viejo”.

El niño obedeció. Rodeó con sus brazos tiernos y regordetes el cuello del viejo y le
estampó un beso húmedo y ruidoso en su arrugada mejilla.

Por primera vez el viejo se quedó pasmado. Sus ojos turbios de repente se volvieron
limpios. Porque nadie jamás lo había besado.

Así abrió los ojos a la vida y después murió, … sonriendo. 

A veces realmente basta un beso. Un “Te quiero”, aunque sólo sea un susurro. Un
tímido “Gracias”. Una sincera muestra de aprecio. Si es tan fácil hacer feliz a otro,
entonces, ¿por qué no lo hacemos?. 

4.4. LO MÁS BELLO DEL PAPÁ 

El papá pregunta a Alejo, de 5 años:

“¿Qué es lo que más te gusta de papá?”.

Alejo, después de reflexionar un poco, responde:

“Mamá”. 

“Cuándo te das cuenta de que tu familia está bien?”, le preguntaron a una niña.

“Cuando veo a papá  y mamá dándose besitos”, respondió.

Los padres no deben ocultarse para darse besitos. Cada vez que manifiestan el amor
que los une, los niños se sienten inundados de cálida y gozosa confianza. Saben bien
que el amor recíproco de los padres es la única roca sólida en que pueden construir su
vida. 
4.5. NOVELÓN EN LA FÁBRICA 

Una fábrica tenía un problema de robos. Cada día se robaban alguna mercancía. Los
dirigentes encomendaron a una compañía especializada la tarea de investigar a cada
dependiente que salía al final del trabajo.

La mayor parte de los obreros abría espontáneamente la bolsa y hacía examinar los
portacomidas. Los detectives eran muy diligentes y controlaban a todos los
dependientes, hasta el último: un hombrecillo que todos los días iba de último en la fila
de los obreros con una carreta llena de deshechos. Un guardia debía pasar una buena
media hora cuando ya todos los demás iban camino a casa, revisando entre envolturas
de alimentos vacías, colillas de cigarrillos y vasos plásticos para controlar si se estaba
llevando a fuera algo de valor. Nunca encontraba nada.

Una tarde el guarda exasperado dijo al hombre: “Oye, se que estás combinando algo,
cada día controlo hasta el más pequeño desecho en la carreta y no encuentro nunca nada
que valga la pena robarse. Me estoy volviendo loco. Dime lo que estás haciendo y te
prometo que no haré ningún informe”.

El hombre levantó los hombros y dijo: “Muy sencillo: robo carretas”. 

Trastornamos por completo el sentido de la vida cuando pensamos que nuestra vida es
tiempo que se ha de emplear en la búsqueda de premios y placeres. Frenéticamente, y
siempre con mayor frustración, pasamos los días, nuestros años, en busca de
recompensa, del éxito que dé valor a nuestra vida, como el guarda que busca las cosas
de valor entre los desechos de la carreta mientras deja escapar la respuesta más obvia:
cuando hayas aprendido a vivir, la vida misma será la recompensa.

Y la vida es todo lo que tenemos. 

4.6. QUE SEA UNA REINA 

Una vez, hace muchos siglos, había  una ciudad famosa. Se levantaba en un próspero
valle y como sus habitantes eran resueltos y laboriosos, en poco tiempo creció
enormemente.

Los viajeros la veían desde lejos y quedaban admirados y deslumbrados por el


esplendor de sus mármoles y de sus bronces dorados. Era en resumen una ciudad feliz
en la cual todos vivían en paz.

Pero un mal día, sus habitantes decidieron elegir rey.

Las trompetas de oro de los heraldos los reunieron a todos frente a la Municipalidad. No
faltaba nadie. Pobres y ricos, jóvenes y viejos se miraban a la cara y charlaban en voz
baja.

El sonido argentino de una trompeta impuso el silencio a toda la asamblea. Entonces se


puso adelante un tipo bajo y gordo, vestido en forma soberbia. Era el hombre más rico
de la ciudad.
Levantó la mano llena de ricos anillos brillantes y proclamó: “Ciudadanos, ya somos
inmensamente ricos, no nos falta el dinero. Nuestro rey debe ser un hombre noble, un
conde, un marqués, un príncipe, para que todos lo respeten por su elevado linaje”.

“¡No!. ¡Vete!. ¡Háganlo callar!. ¡Buuu!”. Los menos ricos de la ciudad armaron un
alboroto indescriptible. “Queremos como rey un hombre rico y generoso que ponga
remedio a nuestros problemas”.

Simultáneamente los soldados izaron sobre sus hombros a un hombre fortachón


musculoso y gritaron, agitando amenazadoramente las picas: “¡Este será nuestro rey!.
¡El más fuerte!”.

En la confusión general ya nadie entendía nada.

De todas partes salían gritos, amenazas, aplausos, armas que se entrecruzaban. Las riñas
se multiplicaban y los contusos ya eran decenas.

De nuevo sonó la trompeta. Poco a poco la multitud se aquietó. Un anciano, sereno y


prudente subió a la grada más alta y dijo: “Amigos, no cometamos la locura de batirnos
por un rey que todavía no existe. Llamemos a un niño inocente y que sea él quien elija
un rey entre nosotros”.

Tomaron de la mano a un niño y lo condujeron delante de todos.

El anciano le preguntó: “¿Quién quieres que sea el rey de esta ciudad tan grande?”.

El niñito los iró a todos, se chupó el dedo pulgar y luego respondió: “Los reyes son
brutos. Yo no quiero un rey. Quiero que sea una reina: mi mamá”. 

Las madres al gobierno. Es una idea magnífica. El mundo ciertamente sería más
limpio, se dirían menos palabrotas, todos ofrecerían la mano a  alguien mayor antes de
atravesar la calle…

Dios lo pensó de la misma manera. E hizo a María. 


 
 
 

4.7. LA ESTATUA 

En un tiempo vivía entre los montes un hombre que poseía una estatua, obra de un
antiguo maestro. La había tirado en un rincón, de cara a tierra y no se interesaba en
absoluto por ella.

Un día, pasó por allí un hombre que venía de la ciudad.

Como era un hombre culto, cuando vio la estatua le preguntó al propietario si estaba
dispuesto a venderla. El propietario se rió y dijo: “Perdone, pero ¿a quién puede
interesarle esa piedra sucia y empegotada?”.
El hombre de la ciudad le dijo: “Te doy por ella esta moneda de plata”.

El otro se quedó sorprendido y feliz.

La estatua fue llevada a la ciudad en un elefante. Y después de muchos meses, el


hombre de los montes fue a la ciudad y mientras caminaba por la calle vio gente que se
arremolinaba frente a un edificio, donde un hombre  gritaba a grandes voces: “Venga a
ver la estatua más bella y más admirable del mundo. Sólo dos monedas de plata para
admirar la obra maravillosa de un gran maestro”.

El hombre de los montes pagó dos monedas de plata y entró en el museo para ver la
estatua que él mismo había vendido por una moneda. (K. Gibran). 

Yo vivía en el lado sombreado de la calle

y observaba los jardines de mis vecinos

al otro lado de la calle,

festivos bajo la luz del sol.

Me sentía pobre,

y andaba de puerta en puerta con mi hambre.

Mientras más me daban de su despreocupada abundancia,

más consciente me volvía de mi cinturón de mendicante.

Hasta que una mañana me desperté del sueño

al abrirse mi puerta inesperadamente,

y entraste tú  a pedirme la caridad.

Desesperado rompí la tapa de mi joyero

y descubrí sorprendido mi riqueza.

(R. Tagore). 

4.8. LA CORRUPCIÓN 

Un maestro de obra trabajaba desde muchos años bajo la dependencia de una gran
sociedad constructora. Un día recibió la orden de construir una casa modelo según un
proyecto a su gusto. Podía construirla en el lugar que más le gustara y sin preocuparse
por los gastos.
Muy pronto comenzaron los trabajos. Pero aprovechándose de esta ciega confianza,
decidió usar materiales de mala calidad, emplear obreros poco competentes de bajo
sueldo y de esta manera embolsillarse el dinero economizado.

Cuando la casa estuvo terminada, en medio de una fiestecita, el maestro de obra entregó
al Presidente de la Compañía la llave de entrada.

El Presidente se la devolvió sonriendo y le dijo con un apretón manos: “Esta casa es


nuestro regalo para usted en señal de estimación y agradecimiento”. 

Estos días tuyos hoy son los ladrillos de tu casa futura… 


 

4.9. EN SU LUGAR 

El viejo ermitaño Sebastián oraba ordinariamente en un pequeño santuario aislado en


una colina. Allí se veneraba un crucifijo que había recibido el significativo título de
“Cristo de las gracias”.  Llegaba gente de todo el país a pedir gracias y ayuda.

El viejo Sebastián decidió un día pedir también él una gracia y de rodillas ante la
imagen, oró: “Señor, quiero sufrir contigo. Déjame ocupar tu puesto. Quiero estar en la
cruz”.

Permaneció silencioso con los ojos fijos en la cruz esperando la respuesta.

De improviso el Crucifijo movió los labios y le dijo: “Amigo, acepto tu deseo, pero con
una condición: pase lo que pase, siempre debes permanecer en silencio”.

“Te lo prometo, Señor”.

Vino el cambio.

Ninguno de los fieles se dio cuenta de que ahora era Sebastián el que estaba clavado en
la cruz, mientras el Señor había tomado el puesto del ermitaño. Los devotos seguían
desfilando, invocando gracias, y Sebastián, fiel a su promesa, callaba. Hasta que un
día…

Llegó un ricachón, y después de haber orado, olvidó en las gradas su bolsa llena de
monedas de oro. Sebastián vio, pero siguió en silencio. No habló ni una hora después,
cuando llegó un pobre que, incrédulo de tan buena suerte, tomó la bolsa y se fue.
Tampoco abrió la boca cuando delante de él se arrodilló un joven que pedía su
protección antes de emprender un largo viaje por mar. Pero no pudo resistir cuando vio
llegar corriendo al hombre rico que, creyendo que había sido el joven el que había
robado su bolsa de monedas de oro, gritaba a grandes voces para llamar a los guardas y
hacerlo arrestar.

Entonces se oyó un grito: “¡Quietos!”.

Todos miraron pasmados al darse cuenta de que era el crucifijo el que gritaba. Sebastián
explicó cómo habían sucedido las cosas. Entonces el rico corrió a buscar al pobre. El
joven se fue muy apurado para no perder su viaje. Cuando no quedó nadie en el
santuario, Cristo se dirigió a Sebastián y lo reprochó.

“Bájate de la cruz. No eres digno de ocupar mi lugar. No supiste estarte callado”.

“¡Pero, Señor!” protestó confuso Sebastián. “¿Debía permitir semejante injusticia?”.

Y el Señor repuso: “No sabes que al rico le convenía perder la bolsa porque con aquel
dinero iba a cometer una injusticia. El pobre al contrario, tenía gran necesidad de ese
dinero. En cuanto al muchacho, si hubiera sido retenido por los guardas habría perdido
el barco y habría salvado su vida, porque en este momento su nave se está yendo a pique
en alta mar”. 

El escritor Piero Chiara, poco religioso, era muy amigo del escultor Francisco
Messina, que en cambio era profundamente creyente.

Cuando Chiara estaba cercano a la muerte, Messina se acercó a su cabecera y


tomándole la mano le preguntó:

“Dime, Piero,¿ cómo anda tu fe?”.

Chiara lo miró con sus ojos adoloridos y respondió: “Yo me fío de ti”.

Son las palabras más bellas que podemos decir a un amigo: “Yo me fío de ti”.

Es la oración más bella que podemos dirigir a Dios: “Yo me fío de Ti”. 
 

4.10. LA REINA VICTORIA 

La reina Victoria, poderosísima soberana de Inglaterra, era muy apegada a su marido


Alberto de Coburgo. Alberto no podía llevar el título de rey y no tenía un cargo público.
Aunque se amaban mucho, de cuando en cuando discutían. Un día, después de una
discusión, el príncipe Alberto se encerró en su alcoba. Poco después, llegó Victoria y
tocó.

“¿Quién es?”, preguntó Alberto.

“¡La reina de Inglaterra!” respondió ella.

La puerta permaneció cerrada y la joven mujer tocó de nuevo.

“¿Quién es?”

“¡La reina de Inglaterra!”.

Silencio. Y así varias veces seguidas.

Finalmente:
“¿Quién es?”

“¡Tu mujer, Alberto!”, respondió Victoria.

Inmediatamente se abrió la puerta de par en par. 

Muchas veces Dios había tocado a la puerta de los hombres.

“¿Quién eres?”

“Soy tu Dios”.

La puerta permanecía inexorablemente cerrada. Finalmente:

“¿Quién eres?”

“Soy tu Padre”.

La puerta se abrió. 

4.11. EL BOSQUE 

Durante las vacaciones un hombre había salido a paseo en un bosque que se extendía a
las orillas del pueblo donde se encontraba. Anduvo por un par de horas y se perdió.
Caminó largamente tratando de encontrar el poblado, probó todos los senderos, pero
ninguno lo llevaba fuera del bosque.

De improviso sintió que había otra persona que caminaba como él en el bosque y gritó:
“Gracias a Dios hay otro ser humano. Me puede indicar el camino para volver al
poblado?”.

El otro le respondió: “Lo lamento, pero también yo estoy perdido. Pero hay un modo
para poder ayudarnos: es que nos digamos cuáles senderos hemos probado ya sin
resultado. Esto nos ayudará a encontrar el que nos llevará afuera”. 

Un día, en un bosque muy frecuentado estalló un incendio. Todos huyeron, presa del
pánico. Solamente se quedaron un ciego y un cojo. Llenos de temor, el ciego caminaba
precisamente hacia el frente del incendio.

“¡Por allá no!”, le gritó el cojo. “¡Acabarás en la candela!”.

“¿Entonces por dónde?” preguntó el ciego.

“Yo puedo indicarte el camino”, respondió el cojo, “pero no puedo correr. Si tú me


llevas en tus espaldas, podremos escapar los dos mucho más rápido y ponernos a buen
recaudo”.

Si supiéramos poner en común nuestras experiencias, nuestras esperanzas y nuestras


desilusiones, nuestras heridas y nuestras conquistas, podríamos salvarnos todos mucho
más fácilmente. 
 

4.12. LA ESCALERA 

Un niño estaba jugando a hacer de sacerdote con un compañerito de la misma edad en lo


alto de las escalas de su casa. Todo iba bien hasta que su pequeño amigo cansado de
hacer sólo de acólito, subió una grada más arriba y comenzó a predicar.

El niño naturalmente lo reprochó bruscamente: “¡Solamente yo puedo predicar! ¡Tú no


puedes predicar! Dañaste el juego. ¡Eres malo!”.

Atraída por los gritos intervino la madre y explicó al niño que por deber de hospitalidad
debía permitir al otro predicar.

Entonces el niño se disgustó por un momento. Luego se le iluminó el rostro y subió una
grada más arriba y respondió: “Está bien, que siga predicando, entonces yo haré de
Dios”. 

Si piensas que el mundo está hecho en escalas, pasarás el tiempo subiendo gradas,
tratando de subir siempre un poco más. 
 

4.13. LA ANCIANA CON ESCORBUTO 

Sobre el nochero de una anciana en un hospicio para ancianos, un día después de su


muerte, se encontró esta carta. Estaba dirigida a la joven enfermera de la sección.

“¿Qué ves tú que me cuidas? ¿A quién ves cuando me miras? ¿Qué piensas cuando me
dejas? ¿Y qué dices cuando hablas de mí?

Las más de las veces ves una vieja escorbútica, medio loca, con la mirada perdida, que
ya no está completamente lúcida, que babea cuando come y nunca responde cuando
debería hacerlo.

Y no deja de envolatar las chancletas y calzados, que dócil o no, te deja hacer lo que
quieras, el baño y los alimentos para ocupar la prolongada jornada gris.

¡Esto es lo que ves!

Ahora abre los ojos. Esta no soy yo.

Te diré quién soy.

Soy la última de diez hijos con un padre y una madre. Hermanos y hermanas que se
amaban.

Una joven de dieciséis años con las alas en los pies, que soñaba que pronto encontraría
un novio. Casada ya a los veinte años.
Mi corazón palpita de gozo cuando recuerdo los propósitos que me hice ese año.

Tengo veinticinco años ahora y un hijo mío que necesita de mí para construirse una
casa.

Una mujer de treinta años, mi hijo crece rápidamente, estamos unidos el uno a la otra
por vínculos duraderos.

Cuarenta años, alrededor de mí juegan unos niños.

Nuevamente con mis niños, yo y mi amado.

Después, los días oscuros, muere mi esposo. Miro hacia el futuro temblando de miedo,
pues mis hijos están enteramente ocupados en levantar sus propios hijos.

Y pienso en los años y en el amor que conocí. Ahora estoy vieja. La naturaleza es cruel,
se divierte haciendo pasar la vejez por locura. Mi cuerpo me deja, la fascinación y la
fuerza me abandonan. Y con la edad avanzada, donde antes tenía un corazón, ahora
tengo una piedra.

Pero en esta vieja carcasa sigue existiendo la muchacha cuyo viejo corazón se infla sin
cesar. Me acuerdo de las alegrías, recuerdo los dolores, y siento toda mi vida y amo.

Pienso nuevamente en los años demasiado cortos que han pasado demasiado rápido. Y
acepto la implacable realidad de que “nada en el mundo es eterno”.

Entonces abre los ojos, tú que me cuidas, y mira no a la vieja escorbútica… Mira mejor
y me verás a mí”. 

Cuántos rostros, cuántos ojos, cuántas manos cruzamos cada día. ¿Qué miramos? Las
arrugas, las hostilidades, las dudas, las durezas. Si aprendiéramos en cambio a mirar
los sueños, las palpitaciones, los amores a menudo guardados tan celosamente? 
 

4.14. LA CARAVANA EN EL DESIERTO 

Un poderoso soberano viajaba en el desierto seguido de una larga caravana que


transportaba su fabuloso tesoro de oro y piedras preciosas.

A mitad del camino, agotado del reverberar ardiente de la arena, un camello de la


caravana cayó boqueando y no se levantó más.

El arcón que llevaba rodó por la falda de la duna, se abrió y esparció en la arena todo su
contenido de perlas y piedras preciosas.

El príncipe no quería demorar la marcha, inclusive porque no tenía más arcones y los
camellos ya estaban sobrecargados. Con un gesto ambiguo entre desagrado y
generosidad, invitó a sus pajes y escuderos a quedarse con las piedras preciosas que
lograran recoger y llevar consigo.
Mientras los jóvenes se lanzaban ávidamente sobre el rico botín y hurgaban
afanosamente en la arena, el príncipe continuó su viaje en el desierto.

Pero se dio cuenta de que alguien seguía caminando detrás de él. Se volvió y vio que era
uno de sus pajes, que lo seguía anhelante y sudando.

“Y tú”, le preguntó el príncipe, “¿no te detuviste a recoger nada?”.

El joven le dio una respuesta llena de dignidad y de orgullo: “Yo sigo a mi rey”. 

“Muchos discípulos de Jesús se echaron atrás y no iban ya con él. Entonces Jesús
preguntó a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”.

Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida
eterna. Y nosotros creemos y sabemos que tú eres aquel a quien Dios ha enviado”. (Jn
6,66-69). 

4.15. EL REY 

Un día, hace mucho tiempo, un oso grande y gordo oyó decir que el tordillo era el rey
de las aves.

Pero el tordillo es un pajarito tan pequeño que el oso no quería creer que fuera Rey. Por
tanto decidió meter su nariz en el palacio del soberano.

“Puah!”, gruñó en alta voz. “Puede ser esto un palacio?. El tordillo es sólo el rey de los
desarrapados!”.

Pero en el nido estaban los pichoncitos del tordillo, tan pequeños que eran casi
invisibles. Al oír las palabras del oso saltaron ofendidos y sin miedo se pusieron a
gritar: “¡Pídanos excusas cuanto antes, maleducado!”.

El oso se fue murmurando.

Poco después regresaron el Rey y la Reina Tordillo. Los pequeños les contaron
inmediatamente lo sucedido.

“Pues que nunca más se pueda decir que mis pequeños han sido ofendidos”, dijo el Rey.
“Inmediatamente declararé la guerra al oso”. Y así lo hizo.

Cuando el embajador pequeñito muy pequeñito del Rey tordillo fue a declarar la guerra,
el oso gigantesco rió todavía más fuertemente;  su risotada hizo volar al embajador, que
era un pájaro mosca.

Entretanto el ejército del Rey Tordillo se reunía. Eran todos los animalitos alados:
pajarillos, mariposas, moscas, etc.

También el oso reunió su ejército. Eran todos los más grandes animales cuadrúpedos:
lobos, caballos, elefantes. El mando supremo lo tenía la zorra, porque era la más astuta.
Antes de partir para la batalla, la zorra explicó su plan a los soldados:

“Síganme y los llevaré a la victoria! Mi cola será la señal. Mientras esté en alto, avancen
y maten con seguridad. Solamente si me ven bajar la cola, querrá decir que las cosas van
mal y debemos escapar, pero esta es una eventualidad que ni siquiera hay que tener en
cuenta...”.

Escondida en el matorral vecino había una libélula haciendo contraespionaje. De


inmediato voló a donde el Rey a contarle lo que había oído.

“Muy bien”, dijo el Rey. “¡Cuando la zorra avance adelante, el zancudo vaya a picarla
debajo de la cola!”.

Los dos ejércitos se enfrentaron. La zorra tenía la cola bien en alto y comenzó el
zancudo a picarla y picarla hasta que la obligó a bajar la cola por el dolor.

Viendo a la zorra con la cola baja, los soldados el oso pensaron: “¡Perdimos!”. Y
huyeron en desbandada.

Esta vez se rieron el Rey Tordillo y sus valerosos pequeñines. 

“Entonces Jesús se llenó de gozo por obra del Espíritu Santo y dijo: ‘Te agradezco,
Padre, Señor del cielo y de la tierra. Te agradezco porque has escondido estas cosas a
los grandes y a los sabios y las has dado a conocer a los pequeñuelos. Sí, Padre,
porque así te ha parecido bien’ ”. (Lc 10,21).

Si todos los “pequeños” del mundo… 


 
 

4.16. UN EXTRAÑO JOVEN 

El propietario de una gran hacienda necesitaba un ayudante que se encargara de los


establos y de los depósitos de heno. Como lo quería la tradición, el día de la fiesta de la
región, comenzó a buscar. Encontró un muchacho de unos 16-17 años que daba vueltas
por las toldas. Era tan alto y flaco, que no parecía demasiado fuerte.

“¿Cómo te llamas, muchacho?”.

“Me llamo Alfredo, señor”.

“Busco a alguien que quiera trabajar en mi hacienda. ¿Entiendes de trabajos agrícolas?”.

“Sí, señor. ¡Sé dormir en una noche de mucho viento!”.

“¿Cómo así?”, preguntó el campesino sorprendido.

“Sé dormir en una noche de mucho viento”.

El campesino sacudió la cabeza y se fue.


En la tarde nuevamente se encontró con Alfredo y le hizo nuevamente la propuesta. La
respuesta de Alfredo fue la misma: “¡Sé dormir en una noche de mucho viento!”.

Al campesino le servía un ayudante, no un jovencito  que se preciara de dormir en las


noches de mucho viento.

Trató de buscar todavía, pero no encontró ninguno dispuesto a trabajar en su hacienda.


Así que decidió tomar a Alfredo, quien le repitió: “Esté tranquilo patrón, que yo sé
dormir en una noche de mucho viento”.

“De acuerdo. Veremos qué es lo que sabes hacer”.

Alfredo trabajó en la hacienda varias semanas. El patrón andaba muy ocupado y no


ponía mucha atención a lo que hacía el joven.

Una noche fue despertado por el viento. El viento ululaba entre los árboles, rugía por los
caminos, golpeaba las ventanas. El campesino saltó del lecho. La tempestad podría abrir
las puertas del establo, espantar caballos y vacas, dispersar el heno y la paja, producir
diversos contratiempos.

Corrió a toca r ala puerta de Alfredo pero no tuvo respuesta. Tocó más fuerte.

“¡Alfredo, levántate!. Ven a darme una mano antes de que el viento destruya todo!”.

Pero Alfredo continuó durmiendo.

El campesino no tenía tempo que perder. Se precipitó abajo por las escalas, atravesó
corriendo la era y llegó a la lechería.

Y tuvo una grata sorpresa.

Las puertas de los establos estaban firmemente cerradas y las ventanas estaban
bloqueadas. El heno y la paja estaban cubiertos y atados de modo que no se podían
dispersar. Los caballos estaban seguros, y los cerdos y las gallinas estaban tranquilos.
Dentro de la lechería, los animales estaban calmados y todo estaba seguro.

De repente el campesino estalló en una sonora carcajada. Había entendido  lo que le


había oído decir a Alfredo cuando afirmaba que sabía dormir en una noche de mucho
viento.

El joven hacía bien su trabajo cada día. Se aseguraba de que todo estuviera a punto.
Cerraba cuidadosamente puertas y ventanas y ponía cuidado a los animales. Se
preparaba para la tempestad cada día. Por eso ya no la temía. 

Tú logras dormir en esta larga noche de ventisca que es tu vida? 

4.17. EL NOMBRE DE DIOS 


Era el día de la Confirmación. Los confirmandos estaban alineados en la nave central de
la iglesia. El obispo se sentó y, como sucede a menudo, comenzó a dialogar con los
muchachos. Llamó a una niña que se acercó.

“¿Cómo te llamas?”, preguntó el obispo.

“Manuela”, respondió la niña, muy emocionada.

“Dime, Manuela, ¿qué decimos al hacer la señal de la cruz?”

“…”

“Decimos”, le ayudó el obispo, sonriendo: “En el nombre del Padre, del Hijo y…”

“… de la Mamá!” concluyó la niña. 

Es una bellísima definición del Espíritu Santo. Por lo demás, Jesús lo llama
Consolador y Paráclito, es decir, el que está siempre presente para asumir la defensa
de sus discípulos y sacarlos de apuros. Es el que recuerda, cura y anima… 
 

4.18. CRÓNICA FAMILIAR 

Una noticia brevísima, poco más de una línea en la crónica local de un diario. Un padre
y su hijo de trece años, en el patio de su casa. Estaban arreglando una bicicleta. Como
buen adolescente, el hijo era un poco distraído. De pronto el muchacho con un gesto
mal controlado, derramó en el piso una caja de tuercas y tornillos.

Al padre le vinieron los clásicos “cinco minutos”. Se echó sobre el muchacho como una
furia y lo golpeó en forma cruel e insensata.

El pobre muchacho unas horas después fue encontrado agonizante escondido en un


matorral. Un puño le había dañado gravemente el hígado. El padre, denunciado por los
vecinos, fue arrestado.

En el hospital el hijo permaneció en coma algunos días.

¿Cuáles fueron sus primeras palabras cuando despertó?

Miró a la madre y luego dijo: “Que no le vayan a hacer ningún daño a mi papá”.

Casi lo había matado a golpes. Pero aquel hombre era “su papá”.  

Paola es buena y mansa, entiende todo. Papá y mamá están llenos de ira y se dan la
espalda. Papá rompió un vaso dando un puño sobre la mesa y mamá dio una bofetada
a Paola porque aún no se atreve a dar una bofetada al papá. Paola va del uno a la
otra, y dice palabras agradables para hacerlos reír, intenta reconciliarlos. Un día en
que las cosas se agravaron, fingió envenenarse para que hicieran las paces en su
cabecera. Tres meses después, todo volvió a comenzar. Paola sigue su trabajo de
hormiga. No pierde la esperanza.
Cuando llega un extraño y observa los ojos hinchados de la madre, y el papá afónico
de tanto gritar, Paola previene las críticas y dice: “Ve, es culpa de las cebollas”. O:
“¿No conoce una medicina para papá, que está enfermo de la garganta y ya no puede
hablar?” Pero yo con las ideas que me giran en la cabeza, pienso que algún día papá y
mamá en un exceso de cólera matarán a Paola.

Los padres de mi pequeño vecino pelean continuamente y se dicen vulgaridades. Se ha


hablado de su divorcio. Nosotros consolamos a Felipe. Ayer vino a buscarme. Felipe se
va.

“¿A dónde vas? ¿de vacaciones?”.

No Felipe se va para siempre, a donde la abuela, con Rik, su perrito, su pequeño perro,
tan pequeño que parece una nada.

“Entonces Felipe, ¿qué es lo que no anda bien?”.

Alzó los hombros, abrió las palmas de las manos: “Ya no tengo padre ni madre”.

“Hermano, ¿me puedes decir el por qué del dolor del inocente?”. (Dostoyevski). 
 

4.19. Y DIOS CREÓ AL PADRE 

Cuando el buen Dios decidió crear al padre, comenzó con una estructura más bien alta y
robusta.

Entonces un ángel que estaba por ahí cerca le preguntó: “¿Qué clase de padre es esa? Si
a los niños los vas a hacer tan pequeñitos, por qué has hecho al padre tan grande? No
podrá jugar a las canicas sin ponerse de rodillas, cubrir a los niños con las cobijas sin
inclinarse y ni siquiera besarlos sin casi doblarse en dos!”.

Dios sonrió, y dijo: “Es verdad, pero si lo hago pequeño como un niño, los niños no
tendrán a nadie hacia quién levantar la mirada”.

Luego, cuando hizo las manos del padre, Dios las modeló bastante grandes y
musculosas.

El ángel sacudió la cabeza y dijo: “Pero… esas manos tan grandes no pueden abrir y
cerrar los ganchos de nodriza, abotonar y desabotonar botoncillos y mucho menos atar
los cordones de los zapatitos o quitar una astilla de un dedo”.

Dios sonrió y dijo: “lo sé, pero son bastante grandes para contener todo lo que hay en
los bolsillos de un niño y bastante pequeñas para poder estrechar en sus manos su
carita”.

Dios estaba creando los dos pies más grandes que nunca se hubieran visto, cuando el
ángel irrumpió: “No es justo. Crees de veras que estas dos barcazas lograrán saltar fuera
del lecho por la mañana temprano cuando llore el bebé? ¿O pasar por entre un montón
de muchachitos jugando, sin pisotear por lo menos a dos?”.
Dios sonrió y respondió: “Tranquilo, andarán muy bien. Verás: servirán para tener en
alto un niño que quiere jugar al caballito o espantar a los ratones en la casa de campo o
a lucir unos zapatos que nadie más pudo usar”.

Dios trabajó toda la noche, dando al padre pocas palabras pero una voz firme y
autoritaria: ojos que veían todo, y seguían tranquilos y tolerantes. En fin, después de
quedar un poco pensativo, le dio un último toque: las lágrimas. Luego se volvió al ángel
y le preguntó: “¿Y ahora quedas convencido de que el padre puede amar lo mismo que
la madre?”.

(Erma Bombeck). 

Hubo estudiantes universitarios que tuvieron como tarea para el fin de semana un
largo  caluroso abrazo a su papá.

“No puedo hacerlo”, protestó uno, “mi padre se moriría”.

“Pero si mi papá sabe que lo quiero”, dijo otro.

“Entonces es fácil. ¿Por qué no lo haces?”, respondió el profesor.

El lunes siguiente todos hablaban, sorprendidos de cuán satisfactoria había resultado


la experiencia.

“¡Mi padre se puso a llorar!” decía uno. Y otro: “Extraño. Mi padre me agradeció”. 
 
 

4.20. ¿POR QUÉ TIENEN MIEDO? 

Era una pequeña familia feliz y vivía en una casita de periferia. Pero una noche estalló
en la cocina un terrible incendio.

Mientras las llamas avanzaban, padres e hijos corrieron fuera. En aquel momento se
dieron cuenta con un horror infinito, que faltaba el más pequeño, un niño de cinco años.
En el momento de salir, aterrado del rugir de las llamas y del humo acre, se había vuelto
atrás y había subido al piso superior.

¿Qué hacer? El papá y la mamá se miraron desesperados, las dos hermanitas


comenzaron a gritar. Aventurarse en aquel horno era ya imposible… Y los bomberos
tardaban.

Pero he aquí que allá arriba, en lo alto, se abrió la ventana de la buhardilla y el niño se
asomó gritando desesperadamente: “¡Papá!. ¡Papá!”.

El padre lo vio y gritó: “¡Salta abajo!”.

Desde arriba el niño sólo veía fuego y humo negro, pero oyó la voz y respondió: “Papá,
no te veo…”.
“Yo sí te veo y eso basta. ¡Salta abajo!”. Gritó el hombre.

El niño saltó y se encontró sano y salvo en los robustos brazos de su padre, que lo había
agarrado al vuelo. 

No ves a Dios, pero Él te ve a ti. ¡Lánzate!. 


 

4.21. LA PARTIDA DEL SOLDADO 

Durante la primera guerra mundial fueron llamados al frene también jovencitos de sólo
dieciocho años. El adiós a las familias de estos soldaditos era desgarrador.

En la estación de una gran ciudad, padres y amigos se apretujaban en torno a un grupo


de soldados que partían. Todos se abrazaban llorando: muchos se veían por última vez.

Un hombre apretaba la mano de su muchacho y en vano trataba de decirle adiós. Sus


ojos estaban llenos de lágrimas. Las manos le temblaban y no lograba hablar. Ese era su
único hijo, lo amaba con todas sus fuerzas. Pero ¿qué podía decirle? ¿Quién podría
devolvérselo a casa?

El tren chirrió. Los soldados debían apresurarse y subir a los vagones. El hombre
deseaba recomendar algo a su hijo. Lo apretó contra su pecho y murmuró: “¡Mi Juanito,
mi Juanito! No te hagas matar!”.

Los soldados estaban en el tren que estaba a punto de partir. La turba aplaudía y agitaba
los brazos en señal de saludo.

El hombre, destrozado, miraba fijamente a su Juan que lo saludaba desde al ventanilla.


Quería todavía decirle algo. El tren comenzó a moverse. El padre agitó el brazo. Luego
se abrió espacio entre la turba, se acercó al tren y gritó: “¡Juanito, mantente junto al
general!”. 

Donde están los generales no llegan los golpes del enemigo. El padre lo sabía. Es este
el don que te da la Iglesia: la garantía de estar siempre vecino al General.

“Yo soy la vid, ustedes son los sarmientos. Si uno permanece unido a mí y yo a él, él
produce mucho fruto; sin mí ustedes no pueden hacer nada” (Juan 15,5).

“¡Muchacho mío, mantente cerca del General!”. 


 

4.22. A LA ENTRADA DEL PUEBLO 

Hace tiempos un hombre desde años atrás buscaba el secreto de la vida. Un día, un
sabio ermitaño le indicó un pozo que poseía la respuesta que el hombre buscaba tan
ardientemente.

El hombre corrió al pozo y planteó la pregunta: “¿Hay un secreto de la vida?”.


Desde lo profundo del pozo salió la respuesta: “Ve a la entrada del poblado: allí
encontrarás lo que buscas”.

Lleno de esperanza el hombre obedeció, pero en el lugar indicado encontró solamente


tres bodegas: una bodega vendía alambres, otra madera y la otra pedazos de metal. Nada
ni nadie en aquellos parajes parecía tener que ver con la revelación del secreto de la
vida.

Desilusionado, el hombre volvió al pozo a pedir una explicación. Pero el pozo le


respondió: “En el futuro lo entenderás”. El hombre protestó, pero el eco de sus protestas
fue la única respuesta que obtuvo.

Creyendo haber sido burlado, el hombre prosiguió sus peregrinaciones.

Con el paso del tiempo, el recuerdo de esta experiencia se desvaneció, hasta que una
noche, mientras iba de camino a la luz de la luna, el sonido de un sitar (instrumento
musical del oriente)atrajo su atención.

Era una música maravillosa, tocada con gran maestría e inspiración.

Fascinado, el hombre se dirigió hacia el que tocaba, vio sus manos que tocaban
hábilmente; vio el sitar: y gritó de alegría, porque había entendido. El sitar estaba
compuesto de alambres, de pedazos de metal y de madera como los que había visto en
las tres bodegas a la entrada del poblado y que había juzgado sin un significado
particular. 

La vida es un viaje. Se llega paso a paso. Y si cada paso es maravilloso, si cada paso es
mágico, lo será también la vida. Y nunca serás de los que llegan a la muerte sin haber
vivido. No dejen que se les escape nada. No miren por encima de los hombros de los
demás. Mírenlos a los ojos. No hablen “a” sus hijos. Tomen sus rostros entre las
manos y hablen “con” ellos. No abracen un cuerpo, abracen a una persona. Y háganlo
ahora. Sensaciones, impulsos, deseos, emociones, ideas, encuentros, no desperdicien
nada. Un día descubrirán cuán grandes e insustituibles eran.

Cada día aprendan algo nuevo sobre ustedes mismos  sobre los demás.

Cada día traten de ser conscientes de las cosas bellísimas que hay en nuestro mundo. Y
no dejen que los convenzan de lo  contrario.

Miren las flores. Miren los pajaritos. Escuchen la brisa. Coman bien y aprécienlo. Y
compartan todo con los demás.

Uno de los cumplimientos más grandes es decir a alguien: “Mira qué hermoso
atardecer!”. 

4.23. ¿RESIGNARSE? 

Mi tío Carlos me dijo: “En la carta al Niño Dios escribiste que deseas la paz en el
mundo, ¿por qué no te contentas con una bicicleta todo terreno?” (Luis, 7 años). 
Un halcón había sido capturado por un campesino y vivía atado por una pata en la era
de una granja. No se había resignado a vivir como cualquier pollo. Había comenzado a
dar tirones y más tirones a la cuerda que lo tenía atado a un grueso tronco del
gallinero. Miraba el cielo azul y partía con todas sus fuerzas. Inexorable, al cuerda lo
echaba a tierra. Intentó una y otra vez por semanas enteras, hasta que la piel de la pata
le quedó en carne viva y sus bellas alas destrozadas.

Al final se había habituado. Después de algunos meses hasta le gustaba el alimento de


los pollos. Se contentó con escarbar la tierra.

Así que no se dio cuenta de que las lluvias de otoño y la nieve del invierno habían
hecho podrir la cuerda que lo ligaba a tierra.

Habría bastado un último y moderado tirón y el halcón habría vuelto a la libertad, amo
del cielo. Pero ya no dio ese tirón.

Nuestro cuerpo se cansa con sólo subir unas escalas. Pero nuestra alma tiene las alas.
Y el cielo es nuestro. 

4.24. EL AVESTRUZ OLIVER 

Un avestruz austero y de autoridad, daba lecciones a los jóvenes avestruces sobre la


superioridad de su especie sobre todas las demás. “Somos las aves más grandes y por
tanto las mejores”.

Todos los presentes exclamaron: “¡Cierto! ¡Cierto!”, menos un avestruz pensativo, un


cierto Oliver: “Nosotros no volamos hacia atrás como el colibrí”, dijo en voz alta. “El
colibrí pierde terreno”, replicó el avestruz anciano. “Nosotros progresamos, vahamos
hacia adelante”. “¡Cierto! ¡Cierto!” exclamaron todos los demás avestruces, menos
Oliver.

“Producimos los huevos más grandes y por eso los mejores”, continuó el anciano
maestro. “Los huevos del petirrojo son más bellos”, dijo Oliver. “De los huevos del
petirrojo sólo salen petirrojos” replicó el anciano avestruz. “Los petirrojos se dedican
sólo a comer los gusanos de los prados y basta!”.

“¡Cierto! ¡Cierto!”, exclamaron todos, menos Oliver.

“Nosotros caminamos con sólo cuatro dedos mientras el hombre necesita diez para
caminar”, añadió el anciano avestruz a sus alumnos.

“Pero el hombre puede volar estando sentado y nosotros no volamos nada”, comentó
Oliver.

El anciano avestruz lo miró severamente. “El hombre vuela demasiado afanado por un
mundo que es redondo. Pronto se alcanzará a sí mismo con un gran golpe detrás, y el
hombre nunca sabrá que lo que lo ha golpeado por detrás ha sido el hombre mismo”.

“¡Cierto!. ¡Cierto!”, exclamaron todos los demás avestruces, menos Oliver.


“Además, en momentos de peligro podemos hacernos invisibles escondiendo la cabeza
en la arena”, pregonó el maestro. “Nadie más lo sabe hacer”.

“¿Cómo hacemos para saber que no nos ven si no vemos?”, preguntó Oliver.

“¡Cavilaciones tuyas!”, exclamó el anciano avestruz, y todos los demás avestruces


menos Oliver, exclamaron: “¡Estás cavilando!” sin saber qué significaban esas palabra.

Precisamente en aquel momento maestro y alumnos sintieron un extraño y amenazador


ruido atronador que se acercaba cada vez más. No era un trueno del cielo, sino el ruido
de una inmensa horda de elefantes rojos en plena carrera, que, asustados sin saberse por
qué, huían ciegamente. El anciano avestruz y todos los demás, menos Oliver, hundieron
inmediatamente la cabeza en la arena. Oliver en cambio corrió a esconderse detrás de
una gran roca cercana y permaneció allí hasta que pasó aquella tempestad de animales.
Cuando salió, vio delante de sí regados por la arena huesos y plumas: todo lo que
quedaba del anciano maestro y de sus alumnos. Para quedar completamente seguro, 
Oliver llamó a lista, pero no hubo respuesta hasta su propio nombre.

“Oliver”, llamó. “Presente” se respondió. Fue el único sonido en el desierto. 

Una nave chocó contra los escollos. Los pasajeros fueron embarcados en una gran
chalupa de salvamento. Con ellos también se embarcaron algunos oficiales y el piloto
de la nave. Antes de que la chalupa abandonara el costado de la nave encallada, el
comandante les dio una última recomendación: “¡Hagan caso al piloto; él sabe cómo
maniobrar una chalupa!”.

Una ancianita murmuró: “No sé,… pero lo que ha hecho él es arrojarnos contra los
escollos!”.

A nadie le empeñen su cerebro. No siempre la mucha “audiencia” garantiza que una


idea sea inteligente. 

4.25. EL ANILLO MÁGICO 

Un rey convocó a su corte a todos los magos del reino y les dijo: “Yo quiero ser siempre
de ejemplo para mis súbditos. Aparecer fuerte y firme, tranquilo e impasible en las
vicisitudes de la vida. A veces sucede que me encuentro triste y deprimido por un
acontecimiento infausto o una mala suerte. Otras veces una alegría imprevista o un gran
éxito me ponen en un estado de excitación anormal. Todo esto no me gusta. Me hace
sentir como una pajilla movida en todas direcciones por el viento de la suerte. Háganme
un amuleto que me mantenga libre de estos estados de ánimo y vaivenes de humor,
tanto tristes como alegres”.

Uno tras otro, los magos se negaron. Sabían hacer amuletos de toda clase para los
pobres que se dirigían a ellos, pero no era fácil engatusar a un rey, que quería un
amuleto de efectos tan difíciles.

La ira del rey estaba a punto de explotar, cuando se adelantó un viejo sabio que dijo:
“Majestad, mañana le traeré un anillo, y cada vez que usted lo mire, si está triste, se
sentirá alegre y si está excitado podrá calmarse. Bastará que usted lea la frase mágica
que estará grabada en el anillo”.

Al día siguiente el viejo sabio volvió, y en el silencio general, pues todos estaban
curiosos de saber la mágica frase, le entregó al rey el anillo.

El rey lo miró y leyó la frase grabada en el anillo de oro: “También esto pasará”. 

En la vida del hombre,

para cada cosa hay un momento apropiado,

para todo hay una ocasión oportuna.

Tiempo de nacer, tiempo de morir,

tiempo de plantar, tiempo  de arrancar,

tiempo de matar, tiempo de curar,

tiempo de demoler, tiempo de construir,

tiempo de llorar tiempo de reír,

tiempo de luto, tiempo de jolgorio,

tiempo de tirar las piedras,

tiempo de abrazar, tiempo de separarse,

tiempo de buscar, tiempo de perder,

tiempo de conservar, tiempo de botar,

tiempo de arrancar, tiempo de coser,

tiempo de callar, tiempo de hablar,

tiempo de amar, tiempo de odiar,

tiempo de guerra, tiempo de paz.

Dios ha dado un sentido a todo,

puso cada cosa en su puesto.

En los hombres Dios ha puesto el deseo de conocer el misterio del mundo.

También esto he entendido:


todo lo que Dios hace durará para siempre;

Cada cosa sigue en su puesto.

Dios quiere que nosotros lo respetemos.

Lo que ha sucedido en el pasado, también hoy sucede;

lo que sucederá en el futuro ya ha sucedido en el pasado.

Todo pasa,, pero a Dios no se le escapa nada (Qohelet 3,1-15). 


 

4.26. VOY HACIA ADELANTE COMO UN ASNO 

Sigo adelante como un asno.

Sí, exactamente como ese animal que un diccionario bíblico describe así: “El asno de la
Palestina es muy vigoroso, soporta el calor, se alimenta de cardos, tiene una forma de
cascos que hace muy seguro su caminar, cuesta poco mantenerlo. Sus únicos defectos
son la terquedad y la pereza”.

Sigo adelante como ese asno de Jerusalén, que en el día de la fiesta de lso olivos se
volvió cabalgadura regia y pacífica del Mesías.

No soy sabio, pero sé una cosa: sé llevar a Cristo sobre mis hombros y la cosa me hace
más orgulloso que ser borgoñón o vasco.

Lo llevo, pero él es quien me guía: creo en él, él me guía hacia su reino.

Quién sabe que tan sacudido se siente mi Señor cuando tropiezo con una piedra!

Pero él no me echa en cara nada.

Es tan bello darse cuenta de cuán bueno y generoso es conmigo: me deja el tiempo para
saludar a la encantadora burra de Balaam, de soñar frente a un campo de espigas, de
hasta olvidarme de llevarlo.

Voy adelante en silencio.

Es maravilloso cómo nos entiende aun sin hablar.

Su sola palabra, que he escuchado bien, parece dicha a propósito para mí:

“Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,30).

Fe de animal, como cuando, una noche de Navidad, alegremente llevaba a su madre


hacia Belén.

Yo voy adelante gozoso.


Cuando quiero cantar sus alabanzas, hago fracasar al diablo, canto desentonado.

Él entonces ríe, ríe de corazón y su risa transforma las estrecheces de mi viejo camino
en una pista de baile y mis pesados cascos en sandalias aladas.

Voy adelante como un asno que lleva a Cristo sobre sus espaldas.

(Mons. Etchegaray). 

Dios pesa igual que la felicidad. 


 

4.27. TODOS TIENEN QUE TRABAJAR 

La maestra de la escuela materna explica pacientemente a sus pequeños alumnos que en


este mndo todos deben trabajar.

“¿Todos todos?”, preguntó Evelina de 4 años.

“¡Bueno, casi todos” responde la maestra.

“Entonces yo cuando sea grande haré el “casi!” ”, concluyó la niña. 

Cuántas personas en este mundo se contentan con ser “casi”.

“Toda mi vida he vivido dentro una nuez de coco. ¿No es un lugar maravilloso para
vivir allí?

Había poco espacio y era oscuro, sobre todo por la mañana cuando debía afeitarme.
Pero lo que más me molestaba era que yo no tenía cómo ponerme en contacto con el
mundo exterior. Si nadie hubiera encontrado el coco y no lo hubiera abierto, yo habría
quedado condenado a pasar toda mi vida allí dentro. Quizás a morir allí.

Murió en esa nuez de coco. Después de un par de años la encontraron y la abrieron;


den-tro me encontraron pequeñito y resquebrajado.

“Qué pecado”, dijeron. “Si lo hubiéramos encontrado antes, quizás habríamos podido
salvarlo. Quizás hay otros encerrados dentro como él”.

Y recorrieron y abrieron todos los demás cocos que encontraron. Pero fue inútil..
Tiempo perdido. Personas que deciden vivir en una nuez de coco hay una entre un
millón. No podría decirles que tengo un cuñado que vive en una bellota”. 

4.28. VESTIDOS PARA LOS POBRES 

El párroco de una de las extensas periferias de París, encargó un día a la escritora


Madeleine Delbrel, su buena parroquiana, que llevara un paquete de vestidos a una
pobrísima familia de no creyentes.
Madeleine tomó el paquete y se fue a la dirección que le había dado el párroco. Subió
los cinco pisos del frío caserón de cemento y entregó el paquete a la mujer de apariencia
debilitada con un niño a su lado, la cual había salido a abrir la puerta. La mujer
agradeció y Madeleine se volvió hacia las escalas. Apenas llegaba al primer piso cuando
sintió que la llamaban de nuevo.

Era la mujer del quinto piso que gritaba: “Venga por su paquete! Son andrajos sucios!
Somos pobres, pero no vivimos de desechos!”.

Madeleine volvió a subir. Vio que la mujer tenía razón: el paquete contenía interiores
sucios. Había habido algún error. Se excusó y bajó de nuevo, dolorida. No sabía qué
hacer.

Pasó frente a un negocio de flores y vio un cesto de magníficas rosas rojas. Las compró,
volvió sobre sus pasos, encontró al niño de la mujer y le dio las flores, diciéndole:
“Llévalas a tu mamá”.

Ese niño fue el primer bautizado del barrio.

Un anciano ateo, no creyente, fue a donde un conocido sacerdote. Esperaba ser


ayudado a resolver sus problemas de fe. No lograba convencerse de que Jesús de
Nazaret hubiera resucitado verdaderamente. Quería signos de esta afirmada
resurrección…

Cuando entró en la casa parroquial, vivienda del sacerdote, ya había alguien en el


despacho.

El sacerdote entrevió al anciano de pies en el corredor, y de inmediato, sonriendo, fue


a ofrecerle una silla.

Cuando el otro se despidió, el sacerdote hizo entrar al anciano. Conocido el problema,


le  habló largamente y después de un extenso diálogo, el anciano de ateo se volvió
creyente, deseando regresar a la palabra de Dios, a los sacramentos y a la confianza
en la Madre de Dios.

El sacerdote satisfecho pero también un poco admirado, le preguntó: “Dígame, del


largo coloquio ¿cuál fue el argumento que lo convenció de que Cristo resucitó
verdaderamente y que Dios existe?”.

“El gesto con que usted me puso la silla para que no me cansara de esperar”,
respondió el anciano. (Danilo Zanella). 

4.29. EL PERDÓN 

Un feligrés bueno pero un poco débil, se confesaba ordinariamente con el párroco. Pero
sus confesiones parecían un disco rayado: siempre las mismas faltas, y sobre todo
siempre el mismo grave pecado.

“¡Basta!” le dijo un día en tono severo el párroco. “No debes burlarte del Señor. Es la
última vez que te absuelvo de este pecado. Recuérdalo!”.
Pero quince días después el feligrés estaba nuevamente confesando su acostumbrado
pecado.

El confesor perdió realmente la paciencia: “Te lo había advertido: no te doy la


absolución. Así aprenderás…”.

Humillado y en el colmo de la vergüenza, el pobre hombre se levantó.

Precisamente sobre el confesionario, pegado al muro, había un gran crucifijo de yeso. El


hombre lo miró.

En aquel instante, el Jesús de yeso del crucifijo se animó, levantó un brazo de su secular
posición y trazó el signo de la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados…”. 

Cada uno de nosotros está unido a Dios por un hilo. Cuando cometemos un pecado, el
hilo se rompe. Pero cuando nos arrepentimos de nuestra culpa, Dios hace un nudo en
el hilo, que se vuelve más corto que antes. De perdón en perdón nos acercamos a Dios.

“Les aseguro que en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte, que por
noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. (Lc 15,7). 
 

4.30. ¿Y NADIE HA VENIDO? 

El niño llegó a la casa llorando. El abuelo corrió a su encuentro y lo estrechó en sus


brazos. El niño siguió sollozando. El abuelo lo acarició, tratando de calmarlo.

“¿Te golpearon?”, le preguntó.

El niño negó moviendo la cabeza.

“¿Te robaron algo?”,

“No”, sollozó el niño.

“¿Entonces qué te pasó?”, dijo el abuelo preocupado.

El niño aspiró con la nariz, luego contó: “Estábamos jugando al escondite, y yo me


había escondido muy bien. Estaba allí esperando, pero pasaba el tiempo… En un cierto
momento salí a fuera y … me di cuenta de que habían dejado de jugar y se habían ido
todos a casa, y ninguno había venido a buscarme”. Los sollozos le sacudían el pechito.
“¿Entiendes? Nadie vino a buscarme”.

“Hacia la tarde el hombre y la mujer oyeron que Dios, el Señor, paseaba por el jardín.
Entonces, para no encontrarse con él se escondieron entre los árboles del jardín.

Pero Dios, el Señor, llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?”.

El hombre respondió: “Oí tus pasos en el jardín. Tuve miedo porque estoy desnudo y
me escondí” (Gn 3,8-10).
El episodio se refiere a todos los hombres de todos los tiempos. Sobre todo a los
hombres de nuestra generación.

“¿Dónde estás?”.

Quizás te has escondido. Por temor. Por bellaquería. Por pereza..

Pero Dios sigue buscándote.

Después de haber escuchado en el catecismo la parábola del tesoro escondido en el


campo, un niño dijo: “¡Dios, para ti yo soy un tesoro!”.

No era precisamente este el sentido de la parábola, pero le niño tenía razón. 


 

4.31. LA PUERTA 

Hay un cuadro famoso que representa a Jesús en un jardín oscuro. Con la mano
izquierda tiene una lámpara que ilumina la escena, con la derecha toca una pesada y
gruesa puerta.

Cuando el cuadro fue presentado por primera vez en una muestra, un visitante hizo
notar al pintor un detalle curioso.

“En su cuadro hay un error: La puerta no tiene manilla”.

“No es un error: ‘Aquella es la puerta del corazón humano. Sólo se abre desde dentro’
”. 

El aeropuerto de una ciudad del extremo oriente fue atacado por un furioso temporal.
Los pasajeros atravesaron corriendo la pista para subir al DC3 listo para decolar para
un vuelo interno.

Un misionero, bañado por la lluvia, logró encontrar un puesto cómodo junto a una
ventanilla. Una graciosa azafata ayudaba a los demás pasajeros a acomodarse.

El decolaje estaba próximo y un hombre del equipaje cerró la pesada puerta del avión.

De improviso se vio a un hombre que corría hacia el avión, protegiéndose como podía
co un impermeable. El retrasado tocó enérgicamente en la puerta del avión pidiendo
entrar. La azafata le explico con señales que era demasiado tarde. El hombre redobló
sus golpes contra la puerta del avión. La azafata trató de convencerlo de desistir. “No
se puede… es tarde… Debemos partir”, trataba de hacerse entender del retrasado por
señas.

Nada que hacer: el hombre insistía y pedía entrar. Al fin la azafata cedió y abrió la
puerta. Extendió la mano y ayudó al retrasado a subir dentro. Y se quedó con la boca
abierta. Aquel hombre era el piloto del avión.
¡Atención! No vayas a dejar en tierra al piloto de tu vida. 
 

4.32. EL ENCUENTRO 

“Yo tenía para mi solo todo el compartimiento del tren. Luego subió una muchacha”,
contaba un joven hindú ciego. “El hombre y la mujer que llegaron acompañándola
debían ser sus padres. Le hicieron muchas recomendaciones. Dado que yo ya entonces
era ciego, no podía saber qué aspecto tenía la muchacha, pero me agradaba el sonido de
su voz”.

“Va a Dehra Dun?”, le pregunté mientras el tren salía de la estación. Yo me preguntaba


si habría sido capaz de impedir que se diera cuenta de que yo no veía. Pensé: si me
quedo sentado en mi puesto, no sería demasiado difícil.

“Voy a Saharanpur”, dijo la muchacha. “Allá sale a recibirme mi tía. Y usted a dónde
va?”.

“A Dehra Dun, y luego a Mussoorie”, respondí.

“Ah, ¡feliz usted! Yo quisiera tanto ir a Mussoorie. Adoro la montaña. Especialmente en


octubre”.

“Sí, es la mejor estación”, dije, acudiendo a mis recuerdos del tiempo en que podía ver.
“Las colinas están revestidas de dalias silvestres, el sol es delicioso, y por la tarde puede
uno sentarse al pie del fuego a saborear un brandy. La mayor parte de los habitantes se
han ido y las calles están silenciosas, casi desiertas”.

Ella callaba, y me pregunté si mis palabras  la habrían impresionado, o si me


consideraba sólo un sentimental. Luego cometí un error. “¿Cómo está afuera?”,
pregunté.

Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Ya se habría dado cuenta
de que yo no veía? Pero las palabras que dijo de inmediato me quitaron toda duda.
“¿Por qué no mira por la ventanilla?”, me dijo con toda naturalidad.

Me deslicé en la banca y busqué con el tacto la ventanilla. Estaba abierta, y yo me volví


a esa dirección fingiendo estudiar el panorama. Con los ojos de la fantasía veía los
postes telegráficos correr velozmente. Me arriesgué a decirle: “¿Se ha dado cuenta de
que los árboles parecen moverse mientras nosotros parecemos estar quietos’”.

“Siempre pasa así”, me dijo ella.

Me volví hacia la muchacha, y por un momento permanecimos sentados en silencio.


“Usted tiene un rostro interesante”, le dije luego. Ella rió graciosamente, una risa clara y
aguda. “Es bonito oír que se lo digan a uno”, dijo. “Me molesto mucho con los que me
dicen que tengo un bello rostro!”.

“De veras, tiene un bello rostro”, pensé, y continué en voz alta:


“Un rostro interesante también puede ser muy bello”.

“Usted es muy galante”, me dijo. “¿Pero por qué es tan serio?”.

“Dentro de poco habrá llegado usted” le dije en un tono un poco brusco.

“Gracias al cielo. No soporto los viajes largos en tren”.

En cambio yo estaría dispuesto a permanecer sentado allí hasta el infinito, sólo para
oírla hablar. Su voz tenía un timbre argentino de un torrente de montaña. En cuanto bajó
del tren, olvidaría nuestro breve encuentro; pero yo conservaría su recuerdo por el resto
del viaje y mucho después.

El tren entró en la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí
sólo el perfume.

Un hombre entró en el compartimiento, farfullando algo. El tren volvió a partir.


Encontré a ciegas la ventanilla y me senté delante, mirando la luz del día, que para mí
era tinieblas. Una vez más podía hacer mi juego con el nuevo compañero de viaje.

“Lamento no ser un compañero tan atractivo como la que acaba de salir”, me dijo él,
tratando de entablar charla.

“Era una muchacha interesante”, dije yo. “Podría decirme… ¿tenía los cabellos largos o
cortos?”.

“No recuerdo”, respondió en tono perplejo. “Sus ojos fueron los que se me quedaron
impresos, no los cabellos. ¡Tenía unos ojos tan bellos! Lástima que no le servían para
nada… era completamente ciega. ¿No se había dado cuenta?”. 

Como dos ciegos que fingen ver. Cuántos encuentros entre seres humanos son lo
mismo. Por miedo a poner al descubierto lo que se es. Y así se pierden los encuentros
decisivos de la vida. Algunos encuentros se dan solamente una vez. 
 

4.33. ESCRITO EN LA ARENA 

Los maestros de la ley llevaron ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio y a
empujones la pusieron en medio del grupo. “Maestro, esta mujer fue sorprendida en
flagrante adulterio, mientras traicionaba a su marido. La ley de Moisés nos manda
matarla apedreándola. ¿Tú qué dices?”.

Querían pretextos para acusarlo. Pero Jesús miraba a tierra, y escribía con el dedo en la
arena.

¡Un tribunal bien extraño! El juez escribe en la arena, y no quedará nada. Bastará el
viento de la tarde y todo será borrado. Ningún expediente o voluminosos códigos. Jesús
no sabe qué es eso.
Como insistían levantó la cabeza y dijo: “El que de entre ustedes esté sin pecado, que
tire la primera piedra”. Y siguió escribiendo en la arena. Muy pronto la plaza quedó
vacía.

La mujer quedó sola, en pie. Jesús se enderezó. Una simple mirada. Una simple palabra.
“¿Nadie te ha condenado?” “Nadie, Señor”. “Yo tampoco te condeno. ¡Vete en paz,
pero en adelante no vuelvas a pecar!”. 

Siempre encontraremos gente que tratará de hacernos creer que Dios es sólo un policía
o un espía que nos vigila y nos echa ojo día y noche por encima de las gafas. Como si
Dios escribiera día y noche y anotase todo en un gran libro: nuestros errores y
nuestros pecados, nuestros lados buenos y malos…

Pero ¿por qué Dios tiene que ser severo con nosotros o contra nosotros? ¿Por qué
Dios ha de ser nuestro enemigo? ¿Y por qué hay quienes quieren transformar a Dios en
una especie de computador que cuenta y recuenta? ¡Dios no es una máquina! ¿Quieren
una prueba? El único libro de cuentas de Jesús es la arena… ¿Se les ha perdido alguna
cosa en la arena? Traten de encontrarla…

La arena devora todo, la arena olvida todo, la arena borra todo… No queda nada en la
arena y todo desaparece en la arena. Jesús escribe sobre la arena. La mujer acusada
de pecado está delante de él. Jesús escribe en la arena porque para Jesús el pecado ya
está perdonado. Para Jesús el pecado se borra como todo lo que se escribe en la
arena. 
 

4.34. DOS AMIGOS 

Ha muchos años en China vivían dos amigos. Uno era muy bueno para tocar el arpa. El
otro estaba muy bien dotado para el raro arte de saber escuchar.

Cuando el primero tocaba o cantaba acerca de una montaña, el segundo decía: “Veo la
montaña como si la tuviéramos delante”.

Cuando el primero tocaba acerca de un arroyo, el que lo escuchaba prorrumpía: “Oigo


correr el agua por entre  las piedras”.

Pero un mal día el que escuchaba se enfermó y murió.

El primer amigo rompió las cuerdas de su arpa y nunca más la volvió a tocar. 

Existimos verdaderamente si alguien nos escucha. El don más grande que podemos
hacer a una persona es escucharla “verdaderamente”.

Una muchacha muy sensible habló con un maestro sobre un problema suyo muy
sentido. El docente le sugirió que hablara con sus padres. La muchacha lo intentó, pero
aun frente a su angustia y confusión, los suyos minimizaron y cambiaron de tema,
asegurándole que “estaba exagerando”, que el problema “se superaría”, etc.
Rehusaron la discusión como si ignorándolo el problema pudiera resolverse solo.
Sólo después de un intento de suicidio de la hija, los padres reaccionaron: “¿Por qué
no nos dijiste que tenías problemas?”, le dijeron.

“Y ustedes ¿por qué no me escucharon cuando yo se lo manifestaba?”.

Una niña escribió: “Por la noche, cuando estoy en el lecho, me vuelvo hacia la pared y
me hablo, porque yo me escucho”. 
 

4.35. LA DIETA DE LA BELLEZA 

Una vez, en un país oriental, había dos bellísimas hermanas.

La primera se casó con el rey, la segunda con un comerciante. Con el paso del tiempo,
sin embargo, la mujer del rey se iba volviendo cada vez más flaca, gastada y triste.

Su hermana, que vivía con el comerciante cerca del palacio real, parecía volverse más
bella cada día que pasaba.

El Sultán convocó al comerciante a su palacio y le preguntó:

“¿Cómo haces?”.

“Muy sencillo: alimento a mi mujer con lengua”.

El Sultán dio orden de preparar quintales de lengua de oveja, de camello, de canario


para la dieta de su mujer. Pero no pasó nada. La mujer cada vez seguía peor, delgada,
débil y melancólica.

Furioso el rey decidió cambiar. Mandó a la reina donde el comerciante y tomó por
mujer a su hermana.

Pero en el palacio la mujer del comerciante hecha reina, desmejoró rápidamente.


Mientras su hermana en casa del comerciante en poco tiempo volvió a ser bella y
radiante.

¿El secreto? Cada tarde el comerciante y su mujer hablaban, se contaban historias y


cantaban juntos. 

Creo que lo que todos debemos entender es que el amor comienza por la familia. Cada
día nos damos más cuenta de que en nuestro tiempo los sufrimientos mayores tienen
origen en la familia misma.

No tenemos ya tiempo para mirarnos a la cara, para intercambiar un saludo, para


compartir un momento de alegría, y menos todavía para ser lo que nuestros hijos
esperan de nosotros, lo que el marido espera de su mujer y la mujer de su marido.

Y así pertenecemos cada  día menos a nuestras familias y nuestros contactos de


intercambio disminuyen cada vez más.
Un recuerdo personal. Hace un tiempo llegó un grupo numeroso de profesores de los
Estados Unidos.

Me preguntaron: “Díganos algo que pueda sernos útil”.

Les dije: “Sonríanse mutuamente”.

Creo que lo dije con demasiada seriedad. Uno de ellos me preguntó: “¿Usted es
casada?”.

Le respondí: “Sí, y a veces me resulta difícil sonreír a Jesús; porque se vuelve


demasiado exigente”.

Creo que el amor comienza precisamente aquí: en la familia.        (Madre Teresa) 

4.36. EL JUICIO UNIVERSAL 

Después de una vida simple y serena, una mujer murió y se encontró de improviso en
una larga y ordenadísima procesión de personas que avanzaban lentamente hacia el Juez
Supremo. A medida que avanzaba, oía  cada vez más claramente las palabras del señor.

Oyó por ejemplo que el Señor decía a uno: “Tú me socorriste cuando estaba herido en la
carretera y me llevaste al hospital, entra en mi Paraíso”. Luego a otro: “Tú hiciste un
préstamo sin intereses a una viuda, ven a recibir el premio eterno”. Y también: “Tú
hiciste gratuitamente operaciones quirúrgicas muy difíciles, ayudándome a devolver al
esperanza a muchos, entra en mi Reino”. Y así por el estilo.

La pobre mujer llegó presa de la preocupación porque por más que se esforzaba no
recordaba haber hecho en su vida nada excepcional. Trató de dejar la fila para tener
tiempo de pensar, pero no le fue posible en absoluto: un ángel sonriente pero decidido
no le permitió abandonar la larga fila.

Con el corazón que le palpitaba fuertemente, y mucho temor, llegó ante el Señor.
Súbitamente se sintió envuelta por su sonrisa.

“Tú planchaste todas mis camisas.. Entra en mi felicidad”. 

A veces es tan difícil imaginar cuán extraordinario es lo ordinario. 


 

4.37. EL ÚLTIMO DE LA CLASE 

Cuando era seminarista, Juan María Vianney, el futuro santo cura de Ars, tenía enormes
dificultades con la escuela. No lograba entender ni las más simples nociones. Los
superiores del seminario lo habían mandado a casa varias veces. Pero él insistía
tercamente. Ya tenía veintiún años y estaba sentado en la clase con muchachos que
tenían diez años menos que él.

Uno de estos, de once años, comenzó a ayudarle en el estudio.


Juan María Vianney estaba muy  agradecido con su pequeño maestro, pero las
dificultades persistían: no entendía, se perdía, no recordaba, balbucía.

El muchachito se lamento de esto con los compañeros de clase. Juan María Vianney lo
oyó. Se levantó de su banco, se arrodilló ante el muchachito y le dijo: “Perdóname
porque soy tan estúpido”. 

En un campo de trigo, casi todas las espigas estaban encorvadas hacia tierra. Sólo
algunas se mantenían muy derechas y miraban con orgullo al cielo, a los transeúntes o
a sus compañeros.

“¡Somos las mejores!” gritaban orgullosas a sus compañeras. “¡No vivimos doblando
la espiga como esclavas, realmente puede decirse que dominamos los eventos y la
situación!”. Pero el viento, que conoce la vida mejor que todos, susurró: “Están bien
derechas… ¡Porque están vacías!”.

V. CÍRCULOS EN EL AGUA 

5.1. SÓLO UNA BAYA 

El pequeño estanque dormía perfectamente inmóvil en el calor estival. Perezosamente


sentado sobre una hoja de nenúfar una ranita vigilaba a un insecto de largas patas que
patinaba entretenido en el agua: pronto estaría a su alcance y la ranita lo engulliría de un
bocado, sin mucho esfuerzo.  Un poco más allá, otro minúsculo insecto acuático, un
flotador, miraba ardientemente a una graciosa flotadora: no tenía el valor de declararle
su amor y se contentaba con admirarla de lejos.

A la orilla, a pocos milímetros del agua, una flor pequeñísima casi invisible, estaba a
punto de morir de sed. No alcanzaba a llegar al agua que estaba tan cerca. Sus raíces se
habían agotado en el esfuerzo.

En cambio un mosquito tierno estaba a punto de ahogarse. Sus pequeñas alas mojadas
se habían hecho pesadas y no lograba volver a levantar vuelo. Y el agua se lo estaba
tragando.

Un ciruelo silvestre  alargaba sus ramas por sobre el estanque. En el extremo de la rama
más larga, que caía casi en el centro del estanque, una baya oscura y rugosa, llegada a su
plena madurez, se desprendió y cayó en el estanque.

Se oyó un “pluf!” sordo, casi imperceptible, en medio del gran rumor de los insectos.

Pero desde el  punto en que cayó la baya al agua, solemne e imperioso, como una flor
que revienta, se extendió el primer círculo en el agua. Lo siguió el segundo, el tercero,
el cuarto…

El insecto de largas patas fue alcanzado por la pequeña ola y puesto fuera de combate
por la rana.
El flotador fue arrojado hacia la flotadora y la golpeó: se pidieron excusas y al punto se
enamoraron.

El primer círculo se desbordó sobre la orilla y un poco de agua alcanzó a la pequeña flor
que volvió a vivir.

El segundo círculo levantó al mosquito que se ahogaba y lo depositó sobre la hierba de


la orilla, donde sus alas se pudieron secar.

Cuántas vidas cambiaron por un insignificante círculo en el agua. 

De igual manera las historias de este libro son sólo pequeños círculos en el agua, pero
quizás… 

5.2. EL TALLER DEL EBANISTA 

Una vez hace tiempos, en un pueblecito, el taller de un ebanista. Un día durante la


ausencia del patrón, todos sus instrumentos de trabajo tuvieron un gran consejo.

La sesión fue larga y animada, quizás inclusive vehemente. Se trataba de excluir de la


honorable comunidad de los utensilios cierto número de miembros.

Uno tomó la palabra: “Debemos expulsar a nuestra hermana la Sierra, porque muerde y
hace crujir los dientes. Tiene el carácter más mordaz de la tierra”.

Intervino otro: “No podemos tener entre nosotros a la hermana Garlopa: tiene un
carácter cortante y despellejador. Despelleja todo lo que toca”.

“El hermano Martillo – protestó otro – tiene un carácter pesado y violento. Yo lo


definiría como un golpeador. Da golpes de tal modo que hace temblar continuamente e
irrita los nervios de todos. Excluyámoslo”.

“¿Y los Clavos? ¿Se puede vivir con gente tan punzante? ¡Que se vayan!  Y también la
Lima y la Lija. Vivir con ellas es una continua tortura. ¡Expulsemos también al
Cortavidrios, cuya única razón de existir parece ser el herir a los demás!”.

Así discutían cada vez más animosamente los instrumentos del ebanista. Hablaban todos
al mismo tiempo. El martillo quería expulsar a la lima y a la garlopa, éstas querían a su
vez  expulsar a los clavos y al martillo y así por el estilo.

La reunión fue interrumpida bruscamente por la llegada del ebanista. Todos los
utensilios callaron cuando lo vieron acercarse al banco de trabajo. El hombre tomó un
listón, lo aserró con la sierra mordaz, lo alisó con la garlopa que pela todo lo que toca.
La hermana Hacha que hiere cruelmente, la hermana Lija de lengua escabrosa, el
hermano Cortavidrios, que raya y corta, todos entraron en acción de inmediato.

El ebanista tomó luego los hermanos Clavos de carácter punzante y el Martillo que
golpea y maltrata.
Se sirvió de todos sus instrumentos de mal carácter para fabricar una cuna. Una
bellísima cuna para acoger a un niño que estaba a punto de nacer.

Para acoger la Vida. 

Dios nos mira con el ojo del ebanista. 


 

5.3. LA MANO 

Un niño había hecho el mercado para su mamá. Había estado muy atento y cuidadoso.
El vendedor, para premiarlo, tomó de uno de los estantes una gran bolsa de caramelos,
la abrió y la presentó al niño

“¡Toma, muchacho!”

El niño tomó un caramelo, pero el vendedor lo animó:

“Toma todos los que te caben en la mano”.

El niño lo miró con sus grandes ojos.

“¡Oh… entonces, cójalos usted por mí!”.

“¿Por qué?”

“Porque usted tiene más grande la mano”. 

Cuando oramos, no midamos nuestras peticiones con la pequeñez de nuestra fe.


Recordemos simplemente que la mano de Dios es más grande. 

5.4. VE TÚ EN MI LUGAR 

Un hombre tenía la costumbre de decir todas las mañanas a su mujer:

“Ve a la iglesia y ora por los dos”.

A los amigos les decía:

“No es necesario que yo vaya a la iglesia, mi mujer va por los dos”.

Una noche este hombre tuvo un sueño. Se encontraba con su mujer ante la puerta del
Paraíso y esperaba para entrar.

Lentamente se abrió la puerta y oyó una voz que le decía a su mujer:

“¡Tú puedes entrar por los dos!”.

La mujer entró y se cerró la puerta.


El hombre se sintió tan mal que se despertó.

Al domingo siguiente, la más sorprendida fue su mujer, cuando a la hora de la Misa se


encontró junto al marido que le dijo: “Hoy voy a la iglesia contigo”. 

Soy yo, soy yo, soy yo, Señor,

soy yo quien necesito orar,

soy yo, soy yo, soy yo, Señor,

quien necesito orar;

No es mi madre, no es mi padre,

sino yo, Señor, soy yo

quien necesito orar.

No es mi madre, no es mi padre,

sino yo, Señor, soy yo quien necesito orar

No es el diácono o mi jefe,

sino yo, Señor, yo necesito orar,

no es el diácono, no es mi jefe,

sino yo, Señor, quien necesito orar.

Soy yo, soy yo, soy yo, Señor,

quien necesita orar,

soy yo, soy yo, soy yo, Señor,

quien necesito orar.

                                   (Espirituales negros) 

5.5. LA MADRE ESPECIAL 

¿No se te ha ocurrido pensar cómo son escogidas las madres de hijos especiales?

De alguna manera me atrevo a imaginarme a Dios que da instrucciones a los ángeles,


los cuales toman nota en un gigantesco registro.

“Armstrong, Beth, hijo. Santo patrono: Mateo”.


“Forest, Marjorie, hija. Santa patrona: Cecilia”.

“Rutledge, Carrie, gemelos. Santo patrono: Gerardo. Está acostumbrado a la escasa


religiosidad”.

Finalmente, pasa un nombre a un ángel y sonríe: “A esta, démosle un hijo especial”.

El ángel queda curioso. “¿Dios, por qué a esta? Es tan feliz…”.

“Exactamente”, responde Dios sonriendo. “¿Podría yo dar un hijo especial a una mujer
que no conozca la alegría? Sería una crueldad”.

“¿Pero tiene paciencia?”, pregunta el ángel.

“No quiero que tenga demasiada paciencia, pues de lo contrario se ahogará en un mar de
autocompasión y pena. Una vez superados el shock y el resentimiento, seguramente
tendrá éxito”.

“Pero, Señor, me parece que esa mujer ni siquiera cree en Ti”.

Dios sonríe. “No importa. Puedo proveer. Esa mujer es perfecta. Está dotada del
egoísmo necesario”.

El ángel se queda pasmado. “¿Egoísmo? ¿Es una virtud?”.

Dios asiente. “Si no es capaz de separarse de cuando en cuando de su hijo, no logrará


sobrevivir. Sí, esa es la mujer a la que le daré la bendición de un hijo menos que
perfecto. Todavía no se da cuenta, pero será envidiable.

Nunca dará por cierta una palabra. No considerará nunca que un suceso es cosa
ordinaria. Cuando el niño diga “mamá” por primera vez, ella será testigo de un milagro
y será consciente de ello. Cuando describa un árbol o un atardecer a su niño ciego, lo
verá como pocas personas saben ver mi creación.

Le permitiré ver claramente las cosas que yo veo –ignorancia, crueldad, prejuicios-, y le
concederé elevarse por encima de esas cosas. Nunca estará sola. Yo estaré a su lado
cada minuto de cada día de su vida, pues estará haciendo mi trabajo infaliblemente
como si estuviera a mi lado”.

“¿Y para Santo patrono?”, pregunta el ángel, con la pluma levantada en mitad de
camino.

Dios sonríe: “Bastará un espejo”.

(Erma Bombeck) 

5.6. EL CLAVO 

Un comerciante había hecho óptimos negocios en la feria: había vendido toda la


mercancía y su bolsa estaba llena de piezas de oro y plata.
Por prudencia quería volver a casa antes del caer de la tarde y decidió ponerse
prontamente en camino. Aseguró bien su bolsa a la silla de su caballo y luego lo apuró y
partió al galope.

Hacia medio día hizo una etapa en una ciudad. El palafrenero que había revisado el
caballo entregándole las riendas le advirtió un detalle:

“Señor, al caballo le falta un clavo de hierro en la pata posterior izquierda”.

“No importa - respondió el comerciante- para las seis leguas que me faltan no hace falta.
Tengo afán”.

A media tarde, el comerciante paró en una tienda e hizo dar una ración de avena a su
cabalgadura. El hombre encargado vino a decirle:

“Señor, falta un clavo a la pata posterior izquierda de su caballo. Si quiere se lo pongo”.

“No, -dijo el comerciante- , tengo mucho afán y la bestia soportará bien las dos leguas
que me faltan por recorrer”.

Volvió a montar y siguió su camino, pero poco después el caballo comenzó a cojear. No
cojeó mucho antes de comenzar a vacilar. No vaciló mucho antes de caer y partirse una
pata. Así el comerciante debió abandonarlo. Se echó la bolsa a la espalda, lo sorprendió
la noche cuando el camino se internaba en un bosque peligroso, dos malandrines lo
despojaron de todo y llegó a casa a la mañana siguiente, apaleado y malhumorado.

“¿Y todo por culpa de un maldito clavo!”, concluyó. 

Al matrimonio no lo  mantienen unido las cadenas. Son los hilos, centenares de hilitos,
que hay que tejer juntamente a lo largo de los años. Muchos hilitos “sin fuerza”. Pero
siempre estamos de afán y a menudo rompemos algunos.

Y después nos sorprendemos por el desastre… 

5.7. ¿POR QUÉ CORRES’ 

Desde su ventana que daba a la plaza de mercado, el Maestro vio a uno de sus alumnos,
un cierto Haikel, que caminaba de afán, todo preocupado.

Lo llamó y lo invitó a ir a donde él.

“¿Haikel, has mirado el cielo esta mañana?”

“No, Maestro”.

“Y el camino, Haikel? ¿Has visto esta mañana el camino?”

“Sí, Maestro”.

“Y ahora, ¿lo ves todavía?”.


“Sí, Maestro, lo veo”.

“Dime qué ves”.

“Gente, caballos, carretas, comerciantes que se agitan, campesinos que se calientan al


sol, hombres y mujeres que van y vienen, eso es lo que veo”.

“Haikel, Haikel – lo amonestó benévolo el Maestro-, dentro de cincuenta años, dentro


de dos veces cincuenta años habrá todavía un camino como este y otro mercado
parecido a este. Otros vehículos transportarán a otros comerciantes para comprar y
vender otros caballos. Pero yo ya no estaré, y tú tampoco estarás ya. Entonces te
pregunto, Haikel, ¿por qué corres tanto que no tienes ni siquiera el tiempo para mirar el
cielo?”. 

¿Has visto el cielo esta mañana? 


 
 
 

5.8. LA DEUDA 

Un hombre muy rico tenía muchos deudores. Cuando ya tuvo muchos años de edad,
llamó un día a algunos de los que más dinero le debían y dijo: “Si no me pueden pagar
hoy todo lo que me deben y juran solemnemente que me pagarán sus deudas en la vida
futura, quemaré las letras de cambio que ustedes me han firmado”.

El primer deudor le debía una pequeña suma. Juró que en la vida futura aceptaría ser el
caballo del acreedor y lo llevaría en la grupa a donde quisiera ir.

El viejo aceptó la oferta y quemó los papeles de la deuda.

El segundo deudor  debía una suma más grande y prometió: “Yo estoy dispuesto a ser
en la otra vida tu buey. Tiraré el arado para arar los campos y tus carros de hierro y así
pagaré mi deuda”.

El viejo aceptó y quemó las letras de cambio.

Por último llegó un hombre que tenía una deuda enorme: “Para pagarte mi deuda –dijo-
seré tu padre”.

El viejo se enfureció, cogió una vara y estaba a punto de golpear al deudor irreverente.

El otro lo hizo detenerse y dijo: “Déjame explicarte antes de golpearme. Mi deuda es


enorme, no puedo ciertamente pagarla convirtiéndome solamente en tu buey o tu
caballo. Estoy dispuesto a ser tu padre. Así trabajaré día y noche para ti, te protegeré
cuando seas pequeño y velaré por ti hasta que hayas crecido. Enfrentaré cualquier
sacrificio e inclusive arriesgaré mi vida para que no te falte nada, y a mi muerte te
dejaré todas las riquezas que haya acumulado. ¿No es mucho más que hacerte de buey o
de caballo? ¿No es una buena propuesta para pagar mi deuda? 
Una hija se volvió hacia su madre con aire viperino y exclamó: “¿Si te doy tanto
fastidio por qué me trajiste al mundo?”

La madre se sintió mal, pero la hija tenía razón.

Decidir tener un hijo es contraer con esa persona la deuda más grande que pueda
imaginar la mente humana.

¿Hay algo más grande que decir a alguien que no existe: ‘De ahora en adelante
existirás, porque yo así lo quiero’? ”. 
 

5.9. EL PROGRESO 

Un explorador recorría las inmensas selvas del Amazonas en América del Sur.

Buscaba eventuales yacimientos de petróleo y tenía mucho afán. Los dos primeros días
los indígenas que había contratado como portadores se adaptaron al paso rápido y
ansioso que el blanco pretendía imponer a todos.

Pero a la mañana del tercer día se quedaron quietos, inmóviles, totalmente


ensimismados, ausentes.

Era claro que no tenían intención alguna de volver a emprender la marcha.

Impaciente, el explorador, señalando su reloj, con amplios gestos trató de hacer


entender al jefe de los portadores que necesitaba moverse, porque el tiempo apremiaba.

“Imposible”, repuso aquél, tranquilo. “Estos hombres han caminado con demasiado
afán, y ahora deben esperar a que sus almas los alcancen”. 

Los hombres de nuestra época siempre andan más apurados. Y están inquietos,
trastornados y descontentos. Porque su alma se les ha quedado atrás y ya no logra 
alcanzarlos. 
 

5.10. LA ORACIÓN 

“Querido Niño Jesús: Gracias por el hermanito que me mandaste… Pero lo que yo te
había pedido era un perro. Tuyo, Fabricio”.  

Andrés tenía un solo gran deseo: una bicicleta. La bicicleta amarilla con todos los
accesorios que había visto en una vitrina de la ciudad. No podía quitársela de la
cabeza. Veía la bicicleta amarilla en los sueños, en el café en leche, en la figura de
Carlomagno que había en su libro de historia.

Pero la mamá de Andrés tenía que pagar muchas cosas y los gastos aumentaban cada
día. Cierto que no podía comprar una bicicleta costosa como la que se soñaba Andrés.
Andrés conocía las dificultades de su madre y por tanto decidió pedir la bicicleta
directamente a Dios. Por Navidad. Todas las tardes Andrés comenzó a añadir una
frase a sus oraciones: “Acuérdate de proporcionarme la bicicleta amarilla para
Navidad. Amén.”

Cada tarde la madre oía a Andrés orar para obtener la bicicleta amarilla y cada tarde
sacudía tristemente la cabeza. La madre sabía que Navidad sería un día muy triste
para Andrés. No estaría la bicicleta y el niño quedaría mortalmente desilusionado.

Llegó el día de <navidad y naturalmente, Andrés no recibió ninguna bicicleta.

Por la tarde, el niños e arrodilló como de costumbre junto a su camita para hacer sus
oraciones.

“Andrés, - le dijo dulcemente la madre – creo que estarás descontento porque no


recibiste la bicicleta por Navidad. Espero que no te hayas disgustado con Dios, porque
no ha respondido a tus oraciones”.

Andrés miró a la madre.

“Oh, no, mamá. Yo no estoy bravo con Dios. Él respondió a mis oraciones. Dios dijo:
“¡No!”. 

5.11. EL PROBLEMA 

Un buen hebreo llegó corriendo a donde su rabino y exclamó: “Rabí, sucede una cosa
terrible. ¡Mi hijo quiere casarse con una cristiana!”.

“¿Tu hijo?” – respondió el rabino. – Mírame a mí y a mi hijo.  Yo soy el jefe de la


comunidad, ellos me miran a mí y a mi familia, ven en mí un ejemplo. Y mi hijo
también quiere casarse con una cristiana y hacerse bautizar”.

El buen hebreo calló por un momento, confuso, pero luego dijo: “Todos vienen a ti con
sus problemas, pero tú qué haces cuando tienes un problema tan grande? ¿A quién te
diriges?”.

“¿Qué quieres que haga? Me he dirigido a Dios”.

“Y… qué te ha dicho Dios?”.

“Dios me ha dicho: ¿Tu hijo? … Espera un poco: ¡el mío!”. 

El misterio de la encarnación está todo aquí. Dios que dice: “¡También yo!”. 
 

5.12. LEYENDA 

Aki Gahuk había sido un poderoso jefe, envejeció, como todos, y cuando comienza esta
historia se había vuelto gruñón, canoso, vacilante y tembloroso.
Sus hijos eran adultos, casados, y habían abandonado a su padre Lo alimentaban de muy
mala gana. El viejo ya no podía moverse y los hijos le llevaban cada día las sobras de su
mesa. Y estaban contrariados porque seguía envejeciendo y no se decidía a morir.

Pero Aki Gahuk se apegaba obstinadamente a la vida. Pasaba sus días a la orilla del río,
sentado en una piedra ancha y plana. Meditaba, y su cabeza venerable ondeaba bajo los
reflejos del sol. La frescura del agua le hacía olvidar los dolores y su debilidad.

El tiempo pasaba. El viejo ya se quedaba siempre en la orilla del río. Sus hijos ya no
venían a buscarlo y sus sietecitos, cuando corrían al río para jugara la sombra de los
grandes árboles, le tiraban piedras.

Aki Gahuk los miraba sin lamentarse. Su cuerpo se endureció. Lentamente,


insensiblemente, se transformó. Sus arrugas se volvieron escamas, su piel se engrosó y
se volvió brillante. Sus brazos y sus piernas entumecidas, aun permaneciendo
aplastadas, recobraron músculos y fuerza. Su cabeza, a fuerza de permanecer extendida
sobre la piedra, se aplanó. Sus ojos a fuerza de esperar la venida de sus hijos, casi se
salieron de sus órbitas. Sus mandíbulas se ensancharon, sus dientes de volvieron
nuevamente agudos.

Los hijos de Aki Gahuk se alarmaron al ver a su padre transformado y lo invitaron a


volver a casa.

“Demasiado tarde –respondió el viejo-. Ustedes no tuvieron compasión de mí cuando


era un pobre viejo tembloroso. Por eso me he vuelto una nueva criatura. Ya no soy de la
familia de ustedes. Habitaré en el río y mis descendientes serán voraces y sus
mandíbulas podrán triturar a los seres humanos y yo les permitiré que los devoren a
ustedes, a sus hijos y a los hijos de sus hijos”.

Así habló Aki Gahuk sobre la asoleada orilla del río. Aki Gahuk el viejo no amado que
se hizo una coraza para no tener que sufrir más la sequedad del corazón de sus hijos y se
volvió feroz, porque no lo consideraban un hombre.   Así nació el cocodrilo. 

“La dureza de los viejos aguza los dientes de los jóvenes, la dureza de los jóvenes
vuelve cocodrilos a los viejos” (Proverbio de Borneo). 
 

5.13. EL JURAMENTO 

Un día un antiguo emperador chino hizo un solemne juramento: “Conquistaré y haré


desaparecer de mi reino a todos mis enemigos”.

Algún tiempo después, los súbditos sorprendidos vieron al emperador que paseaba por
los jardines imperiales con su peores enemigos, riendo y charlando.

“Y entonces… - le dijo sorprendido un cortesano – ¿no habías jurado acabar en tu reino


con todos tus enemigos?”.

Claro que he acabado con ellos, -respondió el emperador-. ¡A todos los he hecho
volverse mis amigos!”. 
Un hombre había decidido cuidar el pedacito de tierra frente a su casita, para hacer de
él un perfecto tapiz verde “al estilo inglés”. Dedicaba a su prado todos los ratos libres.
Casi había logrado su intento, cuando, una primavera, descubrió que en su prado
habían crecido unas matas de diente de león con brillantes flores amarillas.

Se precipitó a arrancarlas. Pero al día siguiente aparecieron otras dos flores amarillas
sobre el verde prado.

Desde aquel momento su vida se volvió una lucha contra las tenaces flores amarillas,
que cada primavera eran más numerosas.

“¿Y ahora qué voy a hacer?”, le confió desalentado a su mujer.

“¿Y por qué no haces el ensayo de amarlas?”, le respondió tranquila su mujer.

El hombre hizo el ensayo. Después de un tiempo, las brillantes flores amarillas le


parecieron un toque artístico en el verde esmeralda de su prado.

Desde entonces vive feliz.

Muchas personas te irritan. ¿Por qué no haces el ensayo de amarlas?. 


 

5.14. MANOS LIMPIAS 

Después de su muerte un hombre se presentó al Señor. Con mucho orgullo le mostró las
manos. “Señor, ¡mira cómo están de limpias mis manos!”.

El Señor le sonrió, pero con un dejo de tristeza le dijo: “Cierto, pero también están
vacías”. 

El escritor ruso Dostoievskij cuenta la  historia de una señora rica pero muy avara
que, apenas muerta, se encontró delante un diablo que la arrojó en el mar de fuego del
infierno. Su ángel custodio comenzó desesperadamente a pensar a ver si no existía
algún motivo que pudiera salvarla. Finalmente se acordó de un lejano acontecimiento y
dijo a Dios: “Una vez la señora regaló una cebolla de su huerto a un pobre”.

Dios sonrió al ángel: “Muy bien, gracias a esa cebolla se podrá salvar. Toma la
cebolla y ízala sobre el mar de fuego de modo que la señora pueda agarrarla, y luego
tira hacia arriba. Si tu señora permanece firmemente agarrada a su única obra buena,
podrá ser sacada hasta el paraíso”.

El ángel se alargó cuanto pudo sobre el mar de fuego y gritó a la señora: “¡Pronto!
Agárrate de la cebolla”.

Así lo hizo la señora y de inmediato comenzó a subir hacia el cielo.

Pero uno de los condenados se aferró a la orla de su vestido y fue elevado en alto con
ella; otro pecador se pegó del pie del primero y también él subió. Pronto se formó una 
larga cola de personas que subían hacia el paraíso aferradas a la señora que subía
agarrada de la cebolla sostenida por el ángel.

La larguísima fila llegó a las puertas del paraíso. Pero como la señora era una avara
incorregible y en ese momento se dio cuenta de la fila de pecadores aferrados a su
vestido, gritó irritada: “¡La cebolla es mía! Sólo mía. Déjenme…”. En ese preciso
instante la cebolla se rompió y la señora, con todo su séquito, se precipitó de nuevo en
el mar de fuego.

Desconsolado el ángel custodio frente a las puertas del paraíso, quedó solo.

Llena tus manos de otras manos. Y apriétalas fuertemente.

Nos salvaremos juntos. O no nos salvaremos. 


 

5.15. EL ESTANQUE Y LAS OCAS 

Una vez en un rincón campesino verde e incontaminado, había un laguito de agua


limpidísima. Era un laguito minúsculo, pero el cielo se reflejaba dentro de su agua pura
y lo transformaba en una joyita engastado en un suave tapiz de verdes prados.

El sol de día, la luna y las estrellas en la noche se daban cita en el límpido espejo del
agua. Los sauces de la orilla, las margaritas y la hierba de las colinas temblaban de gozo
por aquel reflejo del cielo caído en la tierra, que transformaba aquel remoto rincón del
mundo en un pequeño paraíso.

Pero un día, graznando y aleteando, llegó a las orillas del estanque una bandada de
gordas y prepotentes ocas. Sus imperiosos “cua, cua” y sus robustos picos
revolucionaron el silencio y la paz del espejo del cielo.

Las ocas eran criaturas pragmáticas, no les interesaba el susurro del viento ni los
reflejos del agua limpia. Se lanzaron por decenas en el estanque y comenzaron a arar
con sus picos el fondo en busca de alimento. “Comer y engordar” era su eslogan.
Alborotaban, ensuciaban, hacían estrépito.

Plumas y chorros de agua volaban por todas partes. Cangrejitos, pececitos y todos los
animalillos que vivían en el laguito desaparecieron como por encanto en el voraz buche
de las insaciables ocas. El finísimo polvo depositado en el fondo,  revolcado y removido
invadió el agua. Ramitas, hojas y algas que filtraban y retenían el agua en el laguito
fueron dispersadas.

Por la tarde, cuando el silencio volvió entre las colinas, la primera estrella buscó en
vano su casa en la tierra y la luna no pudo reflejar su rostro de plata sobre la tierra. El
estanque era sólo una extensión de fango maloliente y sin vida. El estanque había
muerto.

El viento llevó la noticia a las nubes y las nubes a las estrellas, a la luna y al sol. Entre
las hojas de los sauces lloraban los petirrojos y las alondras. En aquel rincón del campo
ya no volvería a reflejarse el cielo. 
Una tarde, después de una cena a la cual fueron invitados algunos amigos, una madre
dice a su niña que recite la oración y se vaya a la cama. La pequeña obedece, de
rodillas junto al lecho trata de orar. Vuelve a decir las buenas noches. La madre:

“¿Dijiste bien la oración?”.

“No, no puedo”.

“¿Cómo que no puedes? ¡Vuelve pronto a decir al oración!”.

La niña vuelve a la habitación. Al minuto vuelve.

“¿Ahora sí has dicho la oración?”

“¡No, mamá, no puedo!”.

“¿Cómo? ¡Explícame por qué no puedes!”.

“No puedo hacer silencio. No puedo oírlo. Todos ustedes hacen demasiado ruido”.

Todos hacemos demasiado ruido. 


 

5.16. PERO NOSOTROS SOBREAGUAMOS 

El poderoso rey Milindas dijo al viejo sacerdote:

“Tú dices que el hombre que ha hecho todo el mal posible por cien años y antes de
morir pide perdón a Dios, obtendrá el renacer en el cielo. Si en cambio uno comete un
solo delito y no se arrepiente, terminará en el infierno. ¿Es justo eso? ¿Cien delitos
pesan menos que uno solo?”.

El viejo sacerdote respondió al rey:

“Si tomo una piedrecilla así de grande, y la pongo en la superficie del lago, ¿se irá al
fondo o sobreaguará?”.

“Irá al fondo”, respondió el rey.

“¿Y si cojo cien piedras grandes, las pongo en una barca en medio del lago, se irán al
fondo o sobreaguarán?”.

“Sobreaguarán”.

“¿Entonces cien piedras y una barca son más livianas que una piedrecilla?”.

El rey no sabía qué responder. Y el viejo le explicó:

“Así, oh rey, sucede a los hombres. Un hombre puede haber pecado mucho pero se
apoya en Dios, no caerá en el infierno. En cambio el hombre que hace el mal así sea una
sola vez, y no recurre a la misericordia de Dios, se perderá”. 
 

5.17. EN EL PATÍBULO 

El día de las bodas, un príncipe hizo su entrada en la capital de su reino junto a su nueva
esposa.

Los dos esposos avanzaban en una espléndida carroza, mientras a los lados de la calle
dos alas de turba aplaudían.

Pero en la plaza frente al castillo, todos se quedaron mudos.

En un alto patíbulo un malhechor estaba a punto de ser ejecutado. El condenado ya


había introducido la cabeza en el nudo.

La princesa estalló en lágrimas.

El príncipe preguntó al juez si era posible anular la ejecución, como regalo de bodas a
su esposa.

La respuesta fue un seco “no”.

“¿Entonces hay delitos que no pueden obtener perdón?”, preguntó la princesa con un
hilo de voz.

Uno de los consejeros del príncipe hizo notar que, según una antigua costumbre de la
ciudad, cualquier condenado podía rescatarse pagando la suma de mil ducados.

Una suma enorme. ¿Dónde podía conseguirse tanto dinero?

El príncipe abrió su bolsa, la vació y se reunieron ochocientos ducados. La princesa,


hurgando en su elegante bolso, encontró otros cincuenta.

“¿No podrían bastar ochocientos cincuenta ducados?”, preguntó.

“¡La ley exige mil!”, repusieron.

La princesa bajó e hizo una colecta entre pajes, caballeros y transeúntes. Hizo la cuenta
final: novecientos noventa y nueve ducados. Y nadie tenía un ducado más.

“¿Entonces por un ducado será ejecutado este hombre?”, exclamó la princesa.

“Es la ley”, respondió impasible el juez e hizo señas al verdugo para que comenzara la
ejecución.

En aquel instante la princesa gritó: “Busquen en los bolsillos del condenado, quizás él
también tenga alguna cosa”.
El verdugo obedeció y de uno de los bolsillos del condenado saltó fuera un ducado de
oro. Exactamente el que faltaba para salvarle la vida. 

En el corazón de cada uno se encuentra lo que basta para salvarle la vida. La bondad,
el amor, la felicidad en muchos son como pabilos apagados. Basta un pequeño fósforo
para encenderlos. 

5.18. ¿POR QUÉ? 

“Ni siquiera Dios es justo. ¿Porqué hace morir a los Armenios bajo las ruinas, por el
terremoto?” ¿Por qué hace morir de hambre a los niños en el Sudán? ¿Por qué se queda
mirando mientras talan las selvas tropicales? ¿Por qué? ¿Por qué?”. Lorenzo, 15 años 

¿Por qué el mal y el sufrimiento en un mundo creado por un Dios justo y


todopoderoso? ¿Por qué el sufrimiento de los inocentes?¿Por qué estos sentimientos de
abandono, por qué estos desiertos interiores, por qué estas noches lívidas en que muere
la esperanza?

Después tuve un sueño.

Caminaba por la playa al lado del Señor. Nuestros pasos se imprimían en la arena,
dejando una doble serie de pisadas: las mías y las del Señor.

Me vino la idea – era un sueño – de que cada uno de aquellos pasos representaba un
día de mi vida. Entonces me detuve  me volví para mirar todas aquellas huellas que se
perdían a lo lejos. Y noté que por trechos, en vez de las dos series de huellas, había
solamente una.

Volví a mirar así todo el camino de mi vida. ¡Y oh sorpresa! Los trechos con una sola
serie de huellas correspondían a los días más tristes de mi existencia.

Entonces me dirigí al Señor con tono de reproche:

“Tú nos has prometido estar con nosotros todos los días. ¿Por qué no has cumplido tu
promesa? ¿Por qué me dejaste solo en los peores momentos de mi vida, en los días en
que tenía más necesidad de tu presencia?”.

El Señor sonrió:

“Hijo mío, mi pequeñín, no he dejado de amarte un solo momento. Las huellas que ves
solas en los días más duros de tu vida son las mías… ¡En aquellos días yo te llevaba en
mis brazos!”. 

5.19. LA INVITACIÓN 

El señor de un castillo dio una gran fiesta a la cual invitó a todos los habitantes del
poblado que estaba alrededor del castillo. Pero las cantinas del noble hombre, aunque
generosas, no habrían podido satisfacer la previsible y fuerte sed de un número tan
grande de invitados.
El señor pidió un favor a los habitantes del poblado: “Pondremos en el centro del patio
donde se tendrá el banquete un barril bien capaz. Cada uno traiga el vino que pueda y lo
echará en el barril. Todos luego podrán sacar y habrá bebida para todos”.

Un hombre del poblado antes de partir para el castillo se consiguió un odre y lo llenó de
agua, pensando: “¡Un poco de agua en el barril pasará desapercibida… nadie se dará
cuenta!”.

Llegados a la fiesta, echó el contenido de su odre en el barril común y se sentó a la


mesa.

Cuando los primeros fueron a sacar del barril sólo salió agua.

Todos habían pensado de la misma manera. Y habían llevado sólo agua. 

Si estamos descontentos del mundo, es porque son demasiados los que llevan sólo
agua.

Y con esto sufre toda la Creación. 

5.20. LA DIFERENCIA 

Un día un príncipe llamó a la corte a un comerciante en caballos, que llevó dos


magníficos ejemplares y los ofreció en venta. Los dos animales eran semejantes:
jóvenes, fuertes y bien conformados, pero el comerciante pedía por uno un precio doble
del precio del otro. El príncipe llamó a sus cortesanos y dijo: “Regalaré estos dos
magníficos caballos al que me sepa explicar por qué uno vale el doble del otro”.

Los cortesanos se  pusieron alrededor de los dos caballos observándolos bien, pero no
descubrieron ninguna diferencia entre los dos animales que justificara un precio tan
diferente.

“Puesto que no comprenden ustedes la diferencia entre los dos caballos, será mejor
probarlos, de modo que ustedes puedan ver más claramente por qué tienen un valor tan
distinto el uno del otro”.

Los hizo montar de dos jinetes y los hizo dar algunas vueltas alrededor del patio del
palacio. Tampoco después de esta prueba lograron los cortesanos comprender la
diferencia de valor entre los dos caballos. Entonces el príncipe explicó:

“Ustedes habrán notado cómo mientras corrían, uno de los dos casi no dejaba rastro de
polvo tras de sí, mientras detrás del otro el polvo se elevaba abundante, como nubes. Por
esto es por lo que el primero tiene un valor doble al del otro, porque cumple su deber sin
levantar mucho polvo”. 

En nuestra sociedad sin embargo hace carrera el que más polvareda levanta … 
 

5.21. EL ESPANTAPÁJAROS 
Una vez un jilguero fue herido por un cazador en un ala. Logró sobrevivir algún tiempo
con lo que encontraba por tierra. Luego, terrible y helado, llegó el inverno.

Una fría mañana, buscando algo para tomar con su pico, el jilguero se posó en un
espantapájaros. Era un espantapájaros muy distinto, gran amigo de urracas, cornejos y
volátiles varios.

Tenía el cuerpo de paja envuelto en un viejo traje de ceremonia; la cabeza era una
gruesa calabaza amarillenta; los dientes eran de granos de maíz; por nariz tenía una
zanahoria y dos nueces por ojos.

“¿Qué te pasa, jilguerito?”, preguntó el espantapájaros, gentil como siempre.

“Estoy mal, suspiró el jilguero. El frío me está matando y no tengo refugio. Para no
hablar de la comida. Creo que no veré la primavera”.

“No temas. Refúgiate  aquí bajo el saco. La paja está seca y tibia”.

Así el jilguero encontró una casa en el corazón de paja del espantapájaros. Quedaba el
problema del alimento. Cada vez era más difícil para el jilguero encontrar bayas o
semillas. Un día en que todo tiritaba bajo el velo de la brisa, el espantapájaros dijo
tiernamente al jilguero:

“Jilguerito, cómete mis dientes: son óptimos granos de maíz”.

“Pero te quedarás sin boca”.

“Pareceré más sabio”.

El espantapájaros quedó sin boca, pero estaba contento de que su pequeño amigo
viviera. Y le sonreía con los ojos de nuez.

Después de unos días tocó el turno a la nariz de zanahoria.

“Cómetela. Es rica en vitaminas”, decía el espantapájaros al jilguero.

Luego siguieron las nueces que le servían de ojos. “Me bastarán tus cuentos”, decía.

Por fin el espantapájaros ofreció al jilguero la calabaza que le servía de cabeza.

Cuando llegó la primavera, el espantapájaros ya no existía. En cambio el jilguerito


estaba vivo y alzó el vuelo en el cielo azul. 

“Mientras cenaban, Jesús tomó el pan, y pronunciando la bendición, lo partió y se lo


dio a los discípulos diciendo: Tomen y coman; esto es mi cuerpo” (Mt 26,26). 

5.22. EL ARCO 
Un día el santo abad Antonio conversaba con algunos de los jóvenes que habían optado
por vivir como él en el desierto. Un cazador que estaba persiguiendo una presa se acercó
con deferencia.

Pero vio que el santo abad y los jóvenes que lo rodeaban reían alegres y sacudiendo la
cabeza los desaprobó con palabras ásperas.

“Coloca una flecha en tu arco y lánzala”.

El cazador lo hizo.

“Ahora lanza otra, luego otra, luego otra más…” continuó el santo varón.

El cazador protestó: “¡Si templo mi arco muchas veces así, se romperá!”.

El abad Antonio lo miró sonriendo: “Así pasa también en la vida espiritual. El camino
de Dios exige esfuerzo. Pero si nos esforzamos por encima de la medida, pronto
desfalleceremos. Por eso de cuando en cuando es justo recordar que también el Señor
descansó el séptimo día”. 

Hoy acuérdate del arco. Y sobre todo, acuérdate del séptimo día.  
 

5.23. LOS DOS HOMBRES QUE VIERON A DIOS 

En una aldea polinesia vivían dos hombres continuamente en guerra el uno contra el
otro. Al más pequeño pretexto estallaba una batalla. La vida se había vuelto
insoportable para el uno como para el otro. Pero también para toda la aldea.

Un día algunos ancianos dijeron a uno de los dos: “Después de haber probado todas las
soluciones, sólo queda una, y es que tú vayas a ver a Dios”.

“De acuerdo, pero ¿dónde?”

“Nada más sencillo. Basta que subas allá arriba, sobre la montaña, y allí verás a Dios”.

El hombre partió sin vacilar para ir al encuentro de Dios.

Después de algunos días de fatigosa marcha llegó a la cima de la montaña. Dios lo


estaba esperando allí. El hombre se estregó en vano los ojos; no quedaba duda alguna:
Dios tenía el rostro de su vecino peleador y antipático.

Lo que Dios le dijo, nadie lo sabe. En todo caso, al regresar a la aldea ya no era el
mismo hombre.

Pero a pesar de su gentileza y su voluntad de reconciliación con el vecino, todo seguía


yendo mal, porque el otro inventaba nuevos pretextos para la pelea.

Los ancianos dijeron: “Es mejor que también él vaya a ver a Dios”.
A pesar de su reticencia, lograron persuadirlo. Y también él partió para la alta montaña.

Y allá arriba, también él descubrió que Dios tenía el rostro de su vecino…

Desde aquel día todo cambió y la paz reina en la aldea. 

“¡No te harás ídolos esculpidos!”, repite continuamente la Biblia, enseguida del


decálogo dado por Dios en el Sinaí. Así que ninguna representación de Dios es
tolerada en el pueblo hebreo: sería idolatría.

Excepto una sola: el hombre mismo. Porque el hombre ha sido creado a imagen de
Dios.

Por tanto: “Si quieres ver a Dios, mira a tu hermano”. 


 

5.24. LA SOMBRA 

El primer día de clases, en un lugar campesino, un niño caminaba hacia la escuela muy
temprano, acompañado de su madre.

El niño iba completamente absorto en los largos pasos de su enorme sombra proyectada
por el sol de la mañana, que lo hacía parecer y sentirse un gigante de treinta metros de
alto.

De  improviso la madre se detuvo.

Miró al hijo fijamente a los ojos  le dijo: “Hijo mío, no mires tu sombra por la mañana.
Mírala al medio día”. 

Una zorra contemplando su sombra al salir el sol dijo: “Hoy al almuerzo me comeré
un camello”. Toda la mañana la pasó buscando camellos. Pero al medio día, volviendo
a ver su sombra, dijo: “Me dará lo mismo si me como un ratón”. (K. Gibran). 

Júzgate a ti mismo bajo el sol ardiente del medio día. 

5.25. EL HOBBY DE DIOS 

Una vez una princesa romana preguntó al rabino Jossi ben Chalafta: “¿Qué hace Dios
todo el día?”.

El buen rabino respondió: “Junta las parejas. Decide quién debe casarse con quién. Este
hombre para aquella mujer, esta mujer para aquel hombre, y así sucesivamente”.

“No es gran cosa – repuso la princesa. –Esto lo puedo hacer también yo. Puedo ajustar
miles de parejas en un solo día”.

El rabino Jossi se quedó callado.


¿Qué hizo la princesa? Se fue a su palacio, tomó mil esclavos y mil esclavas y los
desposó entre ellos.

Dijo: “¡Este debe desposarse con aquella, aquella debe ser la esposa de este!”.

Por la noche casi todas las parejas pelearon y se hirieron hasta sacarse sangre. Por la
mañana fueron a donde la princesa.

Uno tenía la cabeza rota, la otra un ojo morado, otro la nariz aplastada…

La princesa mandó a llamar al rabino Jossi y le contó toda la historia. Y concluyó:


“Tenías razón. Caigo en la cuenta de que sólo Dios puede juntar hombres y mujeres”.

Entonces se oyó una voz del Cielo: “Tampoco para mí es cosa fácil”. 

¡Nadie lo duda! 

5.26. LA CIUDAD OLVIDADIZA 

Una vez, en una aldea igual a muchas otras, comenzaron a suceder acontecimientos
extraños.

Los niños se olvidaban de hacer las tareas, los grandes olvidaban quitarse los zapatos
antes de ir a dormir, ya nadie saludaba a nadie.

Las puertas de la iglesia permanecían cerradas. Ya no sonaban las campanas. Ya nadie


sabía las oraciones.

Pero un lunes de mañana preguntó un maestro a sus alumnos: “¿Por qué no vinieron a
clases ayer?”.

“¡Ayer era domingo!” - respondieron los muchachos - . “Los domingos no hay clases”.

“¿Por qué?”, dijo el maestro.

Los alumnos no supieron qué responder.

Se acercaba la Navidad.

“¿Por qué suena esa música tan suave?”.

“¿Por qué en el árbol hay luces?”.

Nadie lo sabía.

Dos amigos habían peleado: se habían insultado, hasta quedar roncos. “Ya no tengo
ningún amigo”, pensaba tristemente uno de ellos al día siguiente. Y no sabía qué hacer.

La aldea se volvía cada vez más gris y triste. La gente cada día se volvía más egoísta y
peleadora.
“Tengo la impresión de haber olvidado algo”, repetían todos.

Un día soplaba un fuerte viento por los techos, tan fuerte que movía las campanas de la
iglesia. La campana más pequeña sonó.

De improviso la gente se detuvo y miró a lo alto. Y un hombre gritó por todos: “¡Ya sé
qué es lo que hemos olvidado!. ¡Hemos olvidado a Dios!”. 

Si hay todavía alguna esperanza en este mundo es solamente porque todavía resuena el
nombre de Dios. Millones y millones de personas depositan en este nombre los gozos y
los temores de su propia existencia. Es el único nombre que lleva sobre sí el peso de la
humanidad y que da un sentido a todo.

Por esto mismo no podemos renunciar a pronunciarlo con respeto y confianza. 


 

5.27. COMENZAR POR EL FIN 

Al saber la noticia de la muerte de un amigo común, más bien acomodado, un hombre


preguntó a otro: “¿Cuánto dejó?”. El otro respondió: “Todo”. 

En una tierra lejana reinaba un príncipe que gustaba de hacer alarde de sus fabulosas
riquezas. Cada día se vestía de ropas recamadas de oro y raudales de piedras
preciosas. Después, pero siempre sólo por la mañana, cuando el sol le daba de frente,
en el rostro, y hacía brillar con mil resplandores iridiscentes sus vestidos, salía del
palacio real para recibir el homenaje de sus súbditos.

Era una cosa que lo llenaba de gozo.

Pero un día el príncipe hizo su cabalgata a media tarde. Tenía el sol sobre las espaldas
y el joven soberano vio por primera vez su sombra. Era como una nube negra que no lo
abandonaba ni un instante.

Con un grito de rabia el príncipe acicateó al caballo.

No podía reinar donde estaba su sombra. Iría en busca de un país donde no hubiera
sombra alguna.

Para esto emprendió el viaje a caballo.

Todavía hoy está cabalgando…

Debemos aprender a vivir con la sombra de la muerte al lado. 


 

5.28. EL CAMPO 

Un padre dejó en herencia a sus dos hijos un campo de trigo. Los dos hermanos
dividieron por igual el campo. Uno era rico y soltero, el otro pobre y con muchos hijos.
Una vez, al tiempo de la cosecha, el hermano rico daba vueltas en la cama de noche y
decía dentro de sí: Yo soy rico, ¿de qué me sirven todos esos silos? Mi hermano es
pobre, y necesita mucho trigo para su familia”.

Se levantó del lecho y fue a su parte de campo, tomó una gran cantidad de gavillas de
grano y las llevó al campo de su hermano.

Esa misma noche, su hermano pensó: “Mi hermano no tiene mujer ni  hijos. Lo único en
que puede encontrar alegría es en sus riquezas. Se las voy a acrecentar”.

Se levantó, fue a su parte de campo y llevó una gran cantidad de gavillas al campo de su
hermano.

Cuando ambos por la mañana fueron a sus respectivos campos, se maravillaron de que
no había disminuido el trigo.

A las noches siguientes hicieron la misma cosa. Cada uno llevaba de su propio trigo al
campo del otro. Y cada mañana descubrían que el trigo no desminuía.

Pero una noche los dos hermanos con gran cantidad de trigo en los brazos, se
encontraron en el límite de los campos. Riendo cayeron en la cuenta de lo que estaba
sucediendo y se abrazaron.

Entonces oyeron una voz del cielo: “Este lugar en que se ha manifestado tanto amor
fraterno, merece ser escogido para que en él se edifique mi templo: el templo del amor
fraterno”.

Y en efecto, el rey Salomón escogió aquel lugar para la construcción del templo. 

¿Hoy el rey Salomón lograría todavía encontrar un lugar para el templo? 


 

5.29. SEMEJANZAS 

Una hermana misionera estaba curando cuidadosamente las llagas repugnantes de un


leproso. Hacía su trabajo sonriendo y charlando con el enfermo, como si fuera la cosa
más natural del mundo.

En cierto momento preguntó al enfermo:

“¿Crees en Dios?”

El pobre hombre la miró largamente y luego respondió: “Sí, ahora creo en Dios”. 

Un misionero viajaba en un veloz tren japonés y ocupaba el tiempo rezando con el


breviario abierto. Un sacudón le hizo caer al suelo una imagencita de nuestra Señora.

Un niño sentado frente al misionero se inclinó y recogió la imagen. Curioso como


todos los niños, antes de devolvérsela la miró.
“¿Quién es esta bella señora?”, preguntó al misionero.

“Es… mi madre” respondió el sacerdote después de un momento de vacilación.

El niño lo miró, luego volvió a mirar la imagen.

“No te pareces mucho a ella”, dijo.

El misionero sonrió: “Sin embargo, te aseguro que toda la vida he tratado de


asemejarme a ella por lo menos un poco”.

Tú, ¿a quién te pareces? 

5.30. RAZÓN DE ESTADO 

El hijo de un rey se enamoró, como sucede en las fábulas, de la hija del panadero, que
era pobre y bella. Y se casó con ella.

Por algunos años los dos esposos vivieron en plena armonía y felicidad. Pero a la
muerte de su padre, el príncipe subió al trono.

Los ministros y consejeros se apresuraron a hacerle entender que para la salvación del
reino debía repudiar a la mujer de pueblo y en cambio tomar por esposa a la hija del
poderoso rey vecino, asegurándose con este matrimonio paz y prosperidad.

“Repúdiala, señor, al fin es la hija de un panadero”.

“La seguridad del trono y de tus súbditos está antes que todo”.

Las insistencias de los ministros le hicieron cada vez más presión y al fin el joven rey
cedió.

“Te debo repudiar – dijo a su mujer -, mañana regresarás a donde tu padre. Podrás
llevarte lo que más quieres”.

Esa tarde cenaron juntos por última vez en silencio. La mujer, aparentemente tranquila,
seguía echando vino en la copa del rey.

Al final de la cena, el rey cayó en un pesado sueño. La mujer lo envolvió en una cobija
y se lo echó a sus espaldas.

A la mañana siguiente, el rey se despertó en la casa del panadero.

“¿Pero qué pasó?”, dijo admirado.

Y la mujer le respondió sonriendo: “Me dijiste que podía traerme lo que yo tenía como
más querido. Pues bien, lo que yo más quiero en el mundo eres tú”. 

Y tú, ¿qué te llevarías? 


5.31. EL BARCO DE GUERRA 

Un barco de guerra patrullaba un sector especialmente peligroso del Mediterráneo.


Había tensión en el área. La visibilidad era escasa, con bancos de niebla, de modo que el
capitán había permanecido en el puente para supervisar las diferentes actividades de la
tropa.

Poco después de oscurecer, el vigía desde el puente anunció:

“¡Luz a estribor!”.

“¿Está quieta o se aleja?”, gritó el capitán.

“Está quieta, capitán”, respondió el vigía. Esto significa que el barco de guerra estaba en
vía peligrosa de choque con aquel barco.

El capitán ordenó al encargado de las comunicaciones: “Da señales a ese barco: estamos
en vía de colisión, te sugiero corregir la ruta veinte grados”.

Llegó como respuesta esta sugerencia: “Es aconsejable que sean ustedes quienes
corrijan el rumbo 20 grados”.

El capitán dijo: “Transmite: ‘Yo soy un capitán, corrijan la ruta 20 grados”.

“Yo soy un marinero de segunda clase – fue la respuesta-. Más vale que ustedes corrijan
la ruta veinte grados”.

Entonces el capitán furioso. “Transmita: -gritó -: soy un barco de guerra: corrijan la ruta
veinte grados”.

La respuesta fue simple: “Yo soy un faro”.

El barco de guerra tuvo que cambiar de rumbo. 

“Jesús dijo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).

No podemos irnos en contra de la Iglesia. Podemos resquebrajarnos contra la Iglesia. 


 

5.32. LA LIMOSNA 

Hace mucho tiempo en Inglaterra una mujercita envuelta en un vestido áspero recorría
las callejas de una aldea, tocando a las puertas de las casas y pidiendo limosna.

No tenía gran éxito. Muchos le dirigían palabras ofensivas, otros le echaban el perro
para hacerla huir. Alguien le echó en el regazo trozos de pan mohoso y papas marchitas.

Sólo dos viejecitos que vivían en una casita en las afueras del pueblo hicieron entrar en
la casa a la pobre mujer.
“Siéntese un poco y caliéntese”, dijo el anciano mientras la mujer preparaba una
escudilla de leche caliente y una gran tajada de pan. Mientras la mujer comía, los dos
ancianos le regalaron unas palabras y un poco de consuelo.

Al día siguiente, en aquella aldea, tuvo lugar un acontecimiento extraordinario. Un


mensajero real llevó a todas las casas una tarjeta de invitación a todas las familias al
castillo del rey.

La invitación inesperada y repentina provocó gran movimiento en el poblado, y en la


tarde todas las familias engalanadas con las mejores prendas de fiesta llegaron al
castillo.

Fueron introducidos en un imponente comedor y a cada uno se le asignó un puesto.

Cuando todos estuvieron sentados, los camareros uniformados comenzaron a servir la


comida.

Inmediatamente se levantaron voces de descontento y de cólera mal disimulada. Los


diligentes camareros en efecto, echaban en los platos cáscaras de papas, piedras, trozos
de pan mohoso. Sólo en los platos de los dos ancianos, sentados en un rincón, eran
colocados cuidadosamente alimentos refinados y exquisitos.

De improviso entró en la sala la mujercita de los vestidos rasgados. Todos


enmudecieron.

“Hoy –dijo la mujer – ustedes han recibido exactamente lo que ustedes me ofrecieron
ayer”.

Se quitó los vestidos rasgados que la cubrían. Debajo de ellos llevaba un vestido dorado,
atiborrado de piedras deslumbrantes.

Era la Reina. 

Un rico llegó al Paraíso. Lo primero que hizo fue dar una vuelta por el mercado y con
sorpresa vio que las mercaderías eran vendidas a precios muy bajos.

Inmediatamente puso mano al portafolio y comenzó a ordenar las cosas más bellas 
que veía.

En el momento de pagar entregó al ángel que hacía de vendedor, unos billetes de alta
denominación.

El ángel sonrió y dijo: “Lo  siento, este dinero no tiene ningún valor”.

“¿Cómo?” dijo confuso el rico.

“Aquí vale solamente el dinero que fue regalado en la tierra”, repuso el ángel.

Hoy no olvides tu capital para el Paraíso. 


5.33. EL VERBO 

Una vez un ministro estaba sentado al borde de una fuente de ciudad. Por distracción se
resbaló y cayó dentro de la fuente. Algunos transeúntes se adelantaron y le ofrecieron la
mano diciendo:

“Déme  la mano”.

Pero el político no quería y no le tendía la mano a nadie.

En ese momento llegó un hombre y se abrió paso entre la turba y exclamó:

“Amigos, nuestro ministro desde que nació sólo aprendió el verbo tomar, no conoce el
verbo dar”.

Diciendo esto le extendió la mano diciéndole:

“Buenos días, Excelencia, tome mi mano”.

Inmediatamente el ministro agarró la mano del hombre y salió del apuro. 

Los hombres a menudo confunden los verbos. Dios solamente conoce el verbo dar. 
 

5.34. EL GRAN PRECIPICIO 

Un hombre siempre descontento de sí mismo y de los demás continuamente renegaba


contra Dios porque decía: “¿Pero quién dijo que cada uno debe llevar su cruz? ¿No será
posible que no haya un medio de evitarla? ¡Estoy realmente harto de mis cargas de cada
día!”.

El buen Dios le respondió con un sueño.

Vio que la vida de los hombres sobre la Tierra era una interminable procesión. Cada
cual caminaba con su cruz a cuestas. Lenta, pero inexorablemente, un paso tras otro.

También él mismo iba en el interminable cortejo y avanzaba fatigosamente  con su cruz


personal. Después de un poco se dio cuenta de que su cruz era demasiado larga: por eso
tenía tanta dificultad para avanzar.

Se sentó en un paradero y de un tajo acortó un buen trecho su cruz. Cuando volvió a


partir, se dio cuenta de que ahora podía caminar más rápido y ligero. Y sin tanta fatiga
llegó a lo que parecía ser la meta de la procesión de los hombres.

Era  un abismo: una ancha herida en el terreno, más allá de la cual comenzaba la “tierra
de la felicidad eterna”. Era una visión encantadora la que se veía más allá del abismo.

Pero no había puentes ni pasarelas para atravesar. Y los hombres pasaban sin dificultad.
Cada cual se quitaba su cruz de las espaldas, la apoyaba sobre los bordes del abismo y
luego pasaba por encima.

Las cruces parecían hechas sobre medidas: unían exactamente las dos orillas del
precipicio.

Pasaban todos. Pero él no. Había acortado su cruz y ahora le resultaba demasiado corta
y no alcanzaba a la otra orilla del abismo. Entonces se puso a llorar y a desesperarse:
“Ah, si yo hubiera sabido…”.

Pero ya era demasiado tarde y el lamentarse no le servía para nada… 

Santa Teresa de Ávila precisamente en un momento de graves preocupaciones, fue


atacada por un terrible dolor de piernas.

Se lamentó de ello a Dios: “¡Señor, después de tantos problemas era esto lo que me
faltaba!”.

Dios le respondió: “Teresa, así trato yo a mis amigos”.

Y ella: “¡Ya entiendo por qué tienes tan pocos amigos!”. 

5.35. LA FÁBULA DEL PECECITO DE ORO 

Había una vez un pececito de oro que un buen día tomó sus siete talentos y se fue a
aguas lejanas a buscar fortuna. No había llegado muy lejos cuando se encontró una
anguila, que le dijo: “¡Hm!, Ven acá. ¿A dónde vas?

“Me voy en busca de fortuna”, repuso orgullosamente el pececito de oro.

“Llegaste al punto preciso”, dijo la anguila. “Por sólo cuatro talentos te puedes comprar
esta magnífica y velocísima aleta, gracias a la cual viajarás a doble velocidad”.

“Ah, ¡qué negociazo!”, dijo extasiado el pececito de oro. Pagó, tomó la aleta y nadó más
velozmente que antes.

Pronto llegó al territorio de una gran jibia, que lo llamó.

“¡Ei!, ven acá. ¿A dónde vas?”

“Me vine en busca de fortuna”, repuso el pececito de oro.

“La has encontrado, hijito”, le dijo la jibia. “Por un precio ridículo te vendo esta hélice.
Así viajarás todavía más rápido”.

El pececito de oro compró la hélice con el dinero que le quedaba y volvió a partir a
velocidad doble. Pronto llegó ante un gran tiburón, que lo saludó.

“¡Ven acá!, ¿a dónde vas?”.


“voy en busca de fortuna” respondió el pececito de oro.

“La has encontrado. Toma este cómodo atajo”, le dijo el escualo indicándole su boca
abierta. “Así ganarás muchísimo tiempo”.

“Oh, ¡mil gracias!”, exclamó el pececito de oro y entró por las amplias fauces del
tiburón, donde fue digerido cómodamente. 

El que no sabe bien lo que quiere, muy fácilmente acaba donde no habría querido
estar. 
 

5.36. LAS MANOS DE DIOS 

Un maestro viajaba con un discípulo encargado de conducir el camello. Una noche,


llegados a una posada, el discípulo estaba tan sumamente cansado, que no ató el animal.

“Dios mío, oró al acostarse, encárgate del camello: te lo recomiendo.

A la mañana siguiente, había desaparecido el camello.

“¿Dónde está el camello?”, preguntó el maestro.

“No sé”, respondió el discípulo. “¡Debes peguntárselo a Dios! Ayer tarde yo estaba tan
cansado que le encomendé a él nuestro camello. Ciertamente no es culpa mía si escapó
o se lo robaron. Explícitamente le pedí a Dios que lo cuidara. Él es el responsable. Tú
me exhortas  siempre a tener la máxima confianza en Dios, ¿no es verdad?”.

“Ten la más grande confianza en Dios, pero antes ata tu camello”, repuso el maestro.
“Porque Dios no tiene más manos que las tuyas”. 

Sólo Dios puede dar la fe; pero tú puedes dar su testimonio.

Sólo Dios puede dar la esperanza; pero tú puedes infundir confianza en tus hermanos.

Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar al otro a amar.

Sólo Dios puede dar la paz, pero tú puedes sembrar la unión.

Sólo Dios puede dar la fuerza; pero tú puedes dar sostén a un desalentado.

Solo Dios es el camino; pero tú puedes indicarlo a los demás.

Sólo Dios es la luz pero tú puedes hacerla brillar a los ojos de todos.

Sólo Dios es la vida; pero tú puedes hacer renacer en los demás el deseo de vivir.

Sólo Dios puede hacer lo que parece imposible; pero tú podrás hacer lo posible.

Sólo Dios se basta a sí mismo; pero él prefiere contar contigo.


                                                                                    (Canto brasileño). 

5.37. LA MANZANA 

Cada mañana el poderoso y riquísimo rey de Bengodi recibía el homenaje de sus


súbditos. Había conquistado todo lo conquistable y estaba un poco aburrido.

En medio e los demás, muy puntual cada mañana, llegaba también un silencioso
mendigo que traía al rey una manzana. Luego, siempre en silencio, se retiraba.

El rey, habituado a recibir otros diversos regalos, con un gesto un poco fastidiado,
aceptaba el regalo, pero en cuanto el mendigo volteaba la espalda comenzaba a burlarse
de él, imitado por toda la corte.

El mendigo no se desalentaba.

Volvía cada mañana a poner en manos del re su regalo.

El rey lo tomaba y lo ponía mecánicamente en una cesta puesta junto al trono.

La cesta contenía todas las manzanas llevadas por el mendigo con gentileza y paciencia.
Y ya estaba que se derramaba.

Un día, el mico preferido del rey tomó una de aquellas frutas y le dio un mordisco, y de
inmediato la arrojó escupiendo a los pies del rey. El rey, sorprendido, vio aparecer en el
corazón de la manzana una perla iridiscente.

Inmediatamente hizo abrir todas las manzanas y encontró dentro de cada manzana una
perla.

Admirado, el rey hizo llamar al extraño mendigo y lo interrogó.

“Te he traído estos regalos, señor, respondió el hombre, para hacerte comprender que la
vida te ofrece cada mañana un regalo extraordinario, que tú olvidas y botas, porque
estás rodeado de demasiadas riquezas. Este regalo es el nuevo día que comienza”. 

Desde mañana estaré triste, desde mañana.

Pero hoy estaré contento;

¿qué sacas con estar triste?, ¿de qué te sirve?

¿Porque sopla un mal viento?

¿Por qué tengo que dolerme hoy por el mañana?

Quizás el mañana será bueno, quizás el mañana será claro.

Quizás mañana también brillará el sol


Y no habrá razón para estar triste.

Desde mañana estaré triste, desde mañana.

Pero por hoy, por hoy estaré contento;

Y cada día amargo diré:

Desde mañana estaré triste.

Hoy no. 

     (Poesía de un muchacho encontrada en un Ghetto, 1941).

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JEAN-FRANÇOIS MALHERBE 
 

HOMICIDIO Y COMPASIÓN.

LA EUTANASIA EN ÉTICA

CLÍNICA 

Título original: HOMICIDE ET COMPASSION: l’euthanasie en éthique clinique.

Mediaspaul, Montreal, 1996.

Traducción del francés: Fr. José Guillermo Ramírez G. OFM 

      Datos de catálgo antes de publicación 

Malherbe, Jean-François, 1950-

      Homicidio y compasión: la eutanasia en ética clínica. 

      (Collection Interpellations; 8)

      Comprende referencias bibliográfics 

      ISBN 2-89420-335-7 

      1. Eutanasia - Aspecto moral . 2. Etica médica. 3.Moral. 4. Coma - Aspecto moral. I.
Título. II. Colección 
      R726,M36 1996   179’.7   C96-940312-7 
 

________________________________________________________________ 
 

A la memoria de  

Georges Malherbe

1 noviembre 1923 - 2 noviembre 1995 

y de 
 

Aline Malherbe-Mathieu

16  agosto 1926 - 16 noviembre 1995

mis padres,

ambos fallecidos

en el momento en que

yo daba la última mano a la composición de este libro

emprendido sin ningún presentimiento de que

su redacción nos daría las palabras para abandonarnos

ni que su publicación daría testimonio a su ejemplar dignidad. 

Sherbrooke (Quebec), 16 de diciembre de 1995

J.-F.M. 
 

 
 

INTRODUCCIÓN 
 

Este libro es el resultado de un trabajo a la vez personal y colectivo. Trabajo personal


emprendido hace más de doce años cuando comencé a enseñar la ética a futuros
médicos y proseguido sin interrupción mediante seminarios, conferencias, consultas de
ética, comités de ética, conversaciones privadas, que he vivido desde entonces. Pero es
también el fruto de un trabajo colectivo porque sin esta Inter.-subjetividad crítica1 con
el personal sanitario y a veces también con los pacientes y sus allegados, es imposible
lograr una tal maduración. 

La composición de este libro obedece a una finalidad pedagógica en la medida en que


comienza con un bosquejo de mis posiciones sobre las cuestiones estudiadas:
encarnizamiento terapéutico, eutanasia, cuidados paliativos, suicidio asistido. Así
mismo, en la medida en que se apoya en casos concretos cuyos relatos esquematizados
van seguidos de preguntas didácticas cuya discusión continúa de un capítulo a otro. Pero
es una obra didáctica exigente porque rehuso dar soluciones hechas, o recetas. Mi
objetivo es hacer aparecer toda la complejidad de las cuestiones y cultivar la autonomía
moral de los lectores, y no el de proponerles el sentido predefinido de una especie de
mal catecismo. 

El método de lectura debería pues corresponder al método de composición en cuanto


que sería necesario que el lector se dé cuenta de que será sumergido desde el capítulo
segundo en una perplejidad muy grande. Si lo que busca el lector es un libro de recetas,
puede devolver este volumen al librero y cambiarlo por otro, aún es tiempo... Si lo que
quiere es un libro que lo invite a una autodisciplina de reflexión exigente con miras a
adquirir un mayor poder de decisión moral legitimado en su propia existencia, entonces
probablemente es el buen lector que se inclina sobre un buen libro. 

Este libro no solamente trata de la soledad, la incertidumbre y la finitud, sino que invita
a aceptarlas como dimensiones  normales de la vida moral. La incertidumbre es, por lo
demás, otro nombre de la libertad. Por tanto está íntimamente ligada a la ética. Puesto
que toda ética está compuesta de un intento del espíritu humano por tratar de conjurar la
incertidumbre y limitar la parte de ésta que necesariamente marca nuestra existencia, se
llegará, a medida que avanza el libro, a reducir el sentimiento que tenemos de estar
invadidos por la incertidumbre. Ella será, por así decir, “puesta en su sitio” y se
disminuirá su importancia. 

Sin embargo, al final del libro, todavía estará ella presente. Y esta presencia aparecerá
invencible al mismo tiempo que más localizada, mejor identificada. La zona de
incertidumbre en la toma de decisiones humanas, se estrechará a partir de una reflexión
sistemática sobre nuestro compromiso personal en el razonamiento ético y en la forma
de resolver éticamente situaciones difíciles. Pero siempre quedará un resto con el cual
deberemos aprender a vivir. Y esta ausencia de certeza aparecerá finalmente como uno
de los lugares privilegiados en donde cada una y cada uno se sentirá llamado a la
compasión. De esta última, se dirá poco en el cuerpo del texto. Simplemente espero que
el lector percibirá su presencia en el cuidado que impregna la sucesión de los diferentes
capítulos.  Sin embargo al final intentaré reunir en un breve cuadro sus rasgos más
característicos. 

A los principiantes les parecerá a ratos difícil este libro. La reducción progresiva de la
incertidumbre en la decisión moral a la que tiende el libro, requiere el empleo de
herramientas teóricas cuya complejidad y carácter abstracto se acrecientan a medida que
avanzan los capítulos. En principio, todo lector que se dé el trabajo de pensar por sí
mismo lo que se le propone a lo largo de estas páginas, debe poder recorrer paso a paso
todos los capítulos y llegar metódicamente al final del libro. 
Por el contrario, algunos lectores más avezados en las disciplinas filosóficas encontrarán
quizás un poco simplistas los primeros capítulos sobre las éticas de convicción y de
responsabilidad. Que nos perdonen el haber querido hacer la obra accesible a todos los
lectores motivados, sea cual sea su nivel inicial de cultura. Piensen que a todos
conciernen la muerte y la compasión. Quizás los dos últimos capítulos les darán algo
más sustancial para alimentar su reflexión. 

* * * 

Los casos narrados en el capítulo segundo todos están inspirados en situaciones reales.
No son ficciones inventadas “para las necesidades de la causa”. Soy testigo de casos
análogos o me han sido contados por interlocutores que estuvieron implicados
personalmente en tales casos. Sin embargo, para proteger el anonimato de las personas
implicadas, y al mismo tiempo permitir la publicación de estos casos con un objetivo
pedagógico, los elementos secundarios han sido maquillados, transformados o alterados.
Es probable que cada lector reconozca, a lo largo de tal o cual de los casos narrados, una
situación vivida o conocida por él. Las coincidencias, si se dan, serán el signo de que
estos diez casos esquemáticos escogidos entre centenares, son, creo yo, representativos
de lo que sucede en nuestra sociedad. 

Así “maquillados”, los casos no pueden pretender servir de base a un trabajo inductivo.
Por tanto se ruega tomarlos por lo que son: herramientas pedagógicas destinadas a
ilustrar una finalidad esencialmente filosófica y no un material empírico que puede
servir de base a una investigación científica. Sin embargo sigo persuadido de que las
consideraciones de ética clínica que se desarrollan en esta obra forman una hipótesis de
conjunto muy plausible para comprender lo que está en juego en las prácticas del
cuidado y final de la vida. Y es precisamente esa la ambición de este libro, la de
proponer una tal hipótesis a la discusión crítica tanto de los filósofos como de los
servidores de salud. 

Por lo demás, las preguntas que siguen a cada narración de casos no son mías.
Provienen de discusiones reales que se han tenido sobre estos casos con los agentes de
salud. Es decir que expresan probablemente mejor las preguntas del lector que las del
especialista de la ética. Se verá en los comentarios expuestos en los capítulos siguientes
cómo estos cuestionamientos se transforman cuando se emplean las herramientas de la
ética. No necesariamente se encontrará la respuesta detallada a cada una de estas
preguntas. El lector podrá al respecto ejercitar su propio sentido crítico e intentar
responderlas por sí mismo. 

* * * 

El esfuerzo de este libro  consiste en tratar de desenredar las relaciones complejas entre
homicidio y compasión. Es una cuestión evidentemente compleja. Hay respuestas
hechas, que se pueden encontrar en ciertas obras partidistas. Pero si se quiere una
reflexión un poco en profundidad y llegar por sí mismo a fundamentar su propia actitud
respecto a este tipo de preguntas, es necesario recorrer un camino que exige cierto
trabajo sobre sí mismo, un esfuerzo. No solamente un esfuerzo intelectual para
comprender nuevas herramientas de reflexión -ciertamente hay una parte de esto- pero
sobre todo un esfuerzo de trabajo sobre sí mismo, es decir, un esfuerzo de
autotransformación a medida que se lee el libro. 
El primer capítulo anuncia en cierta manera, bajo la forma de bosquejo, las tesis que se
defenderán a lo largo del libro.  Se hará su lectura como un primer sobrevuelo del
paisaje antes de descender al terreno. Lo redacté sin ninguna pretensión de
argumentación, sino más bien con el interés de familiarizar al lector con los grandes ejes
de mi modo de pensar “en dirección hacia el final de la vida”. 

El capítulo segundo expone casos mostrando toda su complejidad e incertidumbre, en


tanto que cada uno de los capítulos siguientes intenta aportar aclaraciones más teóricas a
fin de reducir esta complejidad -reducir aunque sin poder esperar llegar definitivamente
al término. Estas aclaraciones o iluminaciones son tomadas de diferentes maneras de
“hacer ética” articuladas a una investigación sobre las raíces de la incertidumbre
(capítulo 4). 

Tomo de Eugenio Enríquez su distinción de cuatro estadios de la ética en las


organizaciones modernas: ética de convicción y ética de responsabilidad (capítulo 3),
que distinguía Max Weber desde 1918 en su célebre conferencia Politik las Beruf, ética
de discusión, apreciada por Jürgen Haber más y Karl-Otto Apel (capítulo 5) y ética de
finitud, que integra las tres primeras formas de ética (capítulo 6). “Cuando el sujeto se
sitúa a la vez como portador de vida y de muerte, como egoísta y altruista, como ser de
razón y de pasión es cuando puede tener convicciones fuertes pero ser capaz de
cambiarlas si en el intercambio llega a  transformarse,  por lo tanto a saber pensar solo
con los demás, a concebirse como responsable sin ser frenado por el miedo a las
responsabilidades, a hacer pasar sus ideas (o las de otro que él ha aceptado),
interrogándose sobre la deformación posible de las mismas por la elección de ciertos
medios, consciente de que las consecuencias imprevistas se presentarán más fácilmente
que las consecuencias previstas. Un tal sujeto es capaz de sublimación, es decir, de
encontrarse a sí mismo en los demás, y a los demás en sí mismo en una búsqueda
permanente de la verdad2.” 

La obra se termina con una discusión sobre los “cuerpos deshabitados”, expresión
metafórica con la cual designo metafísicamente lo que los médicos acostumbran llamar
los “estados vegetativos crónicos”. 

* * * 

Me es imposible precisar la parte que corresponde a cada uno de mis interlocutores, a


todas las personas que, uno u otro día, me han confiado sus reflexiones o me han hecho
la confidencia de situaciones en las cuales se encontraba implícita la pregunta sobre la
eutanasia. En cuanto a las colaboraciones más decisivas que he aprovechado de parte de
enfermeros y enfermeras, que debería subrayar nominalmente, la discreción me obliga a
agradecerles colectivamente. Sin su generosidad y su confianza, sin su consagración a
sus pacientes y su competencia, sin su ética espontánea y su deseo de encontrar las
palabras para expresarla, este libro nunca habría podido ver la luz. Y no es que hasta mi
modo de expresarme no se haya modificado considerablemente a raíz de los
intercambios a los cuales he tenido el privilegio de estar asociado. 

Si la deontología me impone la más grande discreción para con los agentes de salud que
han participado en la elaboración de este libro, igual cosa sucede para con otras
colaboraciones igualmente preciosas. Igual gratitud va dirigida explícitamente: 
a Liliane Rocray, quien redactó con un cuidado ejemplar las múltiples notas que han
servido de base para la escritura del libro; 

a los miembros del Comité de ética del Carrefour des Chrétiens du Québec pour la
Santé, Huguette Chartrand, Michel Copti, Jean Desclos, Cécile Lambert et Louise
Pronovost, que han participado en la crítica y en la preparación del manuscrito; 

a Loretta Rocchetti, médica en Trento, doctora en salud pública (bioética), cuya amistad
e inagotable experiencia en medicina familiar y su benevolencia crítica me han abierto
los ojos sobre muchos aspectos insospechados del sufrimiento de los agentes de la
salud; 

a Anne-Marie-Boire-Lavigne, médica en el Centro hospitalario Côte-des-Neiges en


Montreal, a punto de doctorarse en ética clínica, cuyas investigaciones inventivas y
críticas me confrontan con la realidad práctica de los cuidados prodigados en las
hospitalizaciones de larga duración; 

a Pierre Boitte, filósofo  y sociólogo, doctor en salud pública (bioética), consejero de


ética clínica, que me ha ayudado a lo largo de muchos meses de colaboración, a precisar
muchos de los numerosos conceptos que forman el tejido de fondo del libro; 

a Gilles Voyer, médico y filósofo, director de los servicios profesionales del Hospital de
Youville de Sherbrooke, quien espulgó el manuscrito y me permitió enriquecerlo a
partir de sus numerosas y preciosas sugerencias; 

a Noël Beaupré, interventor en toxicomanía, estudiante investigador en ética de la


Facultad de teología de la Universidad de Sherbrooke (quien, además, me asistió en la
concepción y redacción del texto), Yves Bietlot, médico ginecólogo en Wavre, Bruno
Cadoré, médico y teólogo, profesor de ética en la Facultad de medicina de la
Universidad Católica de Lille, Guy Durand, profesor de ética en la Universidad de
Montreal, Raymond Lemieux, profesor de ciencias humanas de las religiones en la
Universidad Laval de Quebec y Lorraine Massé, mi esposa que, con las prevenciones
discretas de su amistad y su incomparable finura analítica, me han permitido más de una
vez desenredar los hilos de mi propia implicación en las discusiones de ética que más
involucran en las que he tenido el privilegio de participar. 

Quisiera finalmente expresar mi reconocimiento a la Universidad de Cherbrooke, en la


persona de su rector, el profesor Pierre Reid, que sostiene mis investigaciones con
confianza y generosidad, lo mismo que al Carrefour des Chrétiens du Québec pour la
Santé, en la persona de su presidente, Robert Filiatrault, M.D. que hizo posible la
redacción de este libro con una generosa subvención y alentó a su Comité de ética a
participar en la preparación del manuscrito. 

* * * 

Hago votos por que este trabajo contribuya a la lucidez y libertad de pensamiento de
cada uno de los lectores. E invito a entrar en contacto conmigo a todos los que sientan
este deseo. Sus reacciones, advertencias, críticas, y comentarios contribuirán
ciertamente a cultivar mi propia lucidez como también mi propia libertad de
pensamiento. 
 
 

CAPITULO 1 
 

PEQUEÑA FILOSOFÍA DE LA CLÍNICA EN EL FINAL DE LA VIDA 


 

Contrariamente a una idea muy comúnmente aceptada, no pienso que la medicina tenga
por finalidad luchar contra la muerte. Sostengo esta negación observando que todos los
pacientes terminan por morir, por lo demás, al igual que los médicos! ¿La medicina
entonces será un perpetuo fracaso? No lo creo en manera alguna. Simplemente porque
el objetivo de la medicina es mucho más que ayudarnos a vivir a pesar de las vicisitudes
de nuestros cuerpos y no pretender ayudarnos a evitar lo inevitable. Pero en la cercanía
de la muerte, cómo puede esta finalidad de vivir bien, inscribirse en la práctica de los
cuidados de la salud? La búsqueda de una respuesta es el destino de esta “Pequeña
filosofía de la clínica en el final de la vida”. 
 

Los agentes de la salud y la muerte 

Se constata entre muchos agentes de salud de hoy y muy particularmente entre los
médicos, una especie de afán por evitar el encuentro concreto con la muerte.
Personalmente comprendo bien esta actitud aunque la juzgo injustificada. Comprendo
que los médicos eviten la confrontación con lo que ellos perciben como un fracaso. La
muerte de un paciente suyo despierta siempre en un médico sensible a lo humano
(¿?)una pregunta, un escrúpulo, una duda: “¿Habré hecho lo más posible? No es mi
competencia, mi percepción del paciente, mi estilo de trabajo lo que se pone en tela de
juicio con esta muerte?”. 

Detrás de este sentimiento de fracaso se perfila la verdadera amenaza de que es síntoma:


“También yo, lo mismo que este paciente, algún día voy a morir”. Estos sentimientos
son tanto más difíciles de soportar cuanto que son recurrentes, pues todos los pacientes
y también todos los médicos terminan por morir. La relación de la medicina con la
muerte es en extremo compleja y, para ilustrarlo, es bueno preguntarse sobre los lazos
sutiles que unen la eutanasia con el encarnizamiento terapéutico. 
 

Evitar la hora de la muerte 

La eutanasia y el empeño terapéutico aparecen como excesos simétricos de una misma


tendencia. Se trata por tanto de captar primero esta tendencia misma. En los casos en
que los cuidados intensivos fracasan, hay riesgo de producirse un deslizamiento, que
consiste en no aceptar la muerte. El empeño terapéutico es uno de los caminos por los
cuales se puede intentar evitar la confrontación con la muerte. La eutanasia es otro de
los caminos, que se ha desarrollado como reacción al encarnizamiento terapéutico. 
El proyecto eutanásico procede en un principio de una intención que se podría expresar
como esta: puesto que el encarnizamiento terapéutico degrada la dignidad del ser
humano imponiéndole vivir después de la hora de su muerte, no esperemos que sea
demasiado tarde y ayudemos a los moribundos a bien morir evitándoles el sufrimiento y
la angustia de la agonía. Se trata en cierta forma de apresurar ligeramente la hora de la
muerte en vez de empeñarse en retardarla. 

Habría así dos maneras de evitar la hora de la muerte: intentar más o menos
obstinadamente retardarla, o resignarse y adelantarla. Por esto decía yo que el
encarnizamiento terapéutico y la eutanasia son tentativas simétricas para evitar la
confrontación con la hora de la muerte. 

Pero hay una tercera forma de evitar esta hora. Es la más trivial, infortunadamente. Es la
conjura del engaño, el juego de la comedia, la estrategia de la negación, los ardides de la
hipocresía. Sin embargo, el engaño no aparece como tal desde el principio. Sucede a
menudo que son buenas intenciones las que conducen a situaciones de bloqueo
comunicacional. En ciertos casos inclusive sucede que todo el mundo está al corriente,
salvo el mismo interesado. 

Pero al cabo de cierto tiempo, el interesado se siente desfallecer, se plantea y replantea


preguntas a las cuales no recibe respuesta, observa cambios de actitud en relación con él
mismo de parte de sus allegados y lee en ellas, a menudo de mala gana, el signo de su
condenación. Esto lo deprime profundamente y de ordinario no tiene la energía
necesaria para vencer el mutismo obstinado de su entorno. Participar en la comedia se
vuelve para él una actitud más cómoda que luchar por hablar de lo que sucede
realmente; entre tanto a través de este juego puede siempre deslizarse la duda a
propósito de lo inevitable, o la esperanza de una salida favorable. Se necesita de una y
otra parte mucha fuerza para romper la conjura del silencio. Y, para el moribundo
mismo, participar en esta conjura es una forma de hacer las paces con su entorno. 
 

El encarnizamiento terapéutico 

Pero dejar venir la muerte a su hora no quiere decir bajar los brazos en todas las
situaciones difíciles. El desarrollo de los cuidados intensivos a partir de los años
cincuenta muestra magníficamente la contribución de la medicina a la preservación de
la vida cuando todavía no ha llegado la hora de morir, y sin embargo la vida está
profundamente fragilizada. Los cuidados intensivos son útiles, es cierto. Pero la cosa no
siempre es visible a primera vista, porque si manifiesta su utilidad en un gran número de
casos, termina en fracasos, en otros siempre más numerosos de lo que quisiéramos.  La
dificultad es que es raro que se pueda saber antes de ponerlos por obra si serán o no
útiles los cuidados intensivos en un caso dado! 

Pero distingamos: ¿útiles para quién? ¿Para tal paciente en particular? ¿Para el conjunto
de los pacientes admitidos en cuidados intensivos? Para el conjunto de los pacientes, sí,
pues esto ha permitido ayudar a un cierto número a salir de ellos. Para el paciente
mismo, aparentemente no, en ciertos casos de fracaso frente a los cuales uno se
pregunta: “¿Valía la pena “perseguirlo” así?”. Aparentemente no, pues el paciente se
murió, pero en realidad sí, pues se le ha dado el máximo de oportunidades de salir
adelante. Se ha beneficiado, si no de una salida, por lo menos se le ha abierto una puerta
hacia una salida. No se le ha dejado caer. Se le abrió la puerta. El no pasó la puerta.
Pero si no se le hubiera abierto, evidentemente no habría podido pasarla. Finalmente, se
le ha preparado una posibilidad que él no pudo aprovechar. Pero su incapacidad (o su
capacidad) para aprovechar su oportunidad no podía ponerse en evidencia sino
ofreciéndosela. Rehusársela hubiera sido condenarlo. 

Desde el punto de vista colectivo, la utilidad de los cuidados intensivos  es muy


manifiesta. En efecto, o bien se cierran todas las unidades de cuidados intensivos
declarando que su productividad es insuficiente y, en este caso, nadie saldrá de allí
restablecido. O bien no se los cierra, y en este caso, hay que trabajar allí en la forma
debida, es decir, dar iguales oportunidades o tan buenas como sea posible a todas las
personas que son admitidas en ellos. Y entonces se tiene la alegría de ver un cierto
número que salen positivamente. Y quizás un día cercano, con el perfeccionamiento de
los medios de acción y, quizás, la creación de actitudes más atentas en el plano humano,
este número podrá acrecentarse. 

Comprendo bien que después de un fracaso los allegados, los agentes de salud y la
familia, se pregunten si esto valía o no la pena. Esta pregunta expresa una emoción muy
legítima, evidentemente. Sin embargo, pasada la emoción más viva, viene una cierta
calma y se percibe con más facilidad que había que darle su oportunidad, aunque él no
haya podido aprovecharla. 

Nada es absoluto y las fronteras no están cerradas. Es un problema a la vez clínico y


ético. Clínico, porque es con base en su experiencia clínica como el médico, en
definitiva, podrá evaluar las oportunidades de tal paciente para salir adelante. Etica,
porque la medicina no es competente para decidir si vale la pena cuidar a cien pacientes
en cuidados intensivos para que sólo uno salga bien después de un año. 

Inclusive los moralistas más severos sobre este punto admiten que hay una proporción
por evaluar entre el beneficio potencial de cuidados excepcionales y la inversión
requerida para que la probabilidad del éxito no sea anulada inmediatamente. Se trata de
costos financieros, afectivos, sociales, etc., incluido el costo de las “persecuciones”
soportadas por los 99 pacientes que no saldrán de allí ni en un año. Mientras más
mejoran los resultados aritméticamente, más se acrecientan los costos
exponencialmente. Existe un punto en que hay que tener el valor de parar los gastos,
sobre todo los costos humanos, entre los agentes de la salud como entre los pacientes. 
Actuar de otra forma sería sucumbir a la tentación cientista de la medicina, perder de
vista que ella es un medio empleado para un fin distinto de ella misma, perder de vista
que está en juego una persona y no solamente una máquina cibernética. 
 

El cientismo médico y la supresión del sufrimiento 

Los cuidados paliativos proceden de una filosofía de la comunicación humanizante que


el paradigma cientista de la medicina actual pone entre paréntesis para concentrarse casi
exclusivamente en el cuerpo que tenemos. Por “cientismo” entiendo la actitud y la
eventual doctrina correspondiente que consisten en ver en la ciencia la detentadora de la
última palabra sobre todas las cosas. 
Para explicar esta constatación, es necesario interrogarse sobre las relaciones de la
medicina con el sufrimiento.Por mi parte pienso que esta relación toma la forma que los
psicoanalistas llaman una supresión. Por “supresión” entiendo, siguiendo a Jacques
Lacan, la operación del inconsciente por la cual un individuo o una colectividad se
impiden eficazmente alcanzar el fin que ellos buscan sinceramente. Pienso que la
medicina de hoy pretende luchar contra el sufrimiento de la gente y al mismo tiempo se
organiza, a menudo inconscientemente, para hacerlos sufrir. Esto, según mi entender, es
una consecuencia de su cientismo. 

Muchos médicos comienzan a comprender esto desde el interior y buscan caminos para
desprenderse del cientismo de que su formación universitaria las más de las veces los ha
atiborrado. El único camino que conozco para alcanzar este fin es resolverse a
emprender un trabajo sobre sí mismos a fin de desenredar sus propias relaciones con el
sufrimiento y con la muerte. Esto rara vez se logra aisladamente. Cuando se ha hecho un
recorrido en esta dirección, se comienza a comprender desde el interior lo que
representa una enfermedad como vivida para uno mismo y por tanto también para el
paciente, y se enfoca de una manera diferente el papel del agente de salud. Así se pasa
de una concepción de la medicina como dueña técnica de la vida enferma, a una
concepción de la terapia que, cada vez que sea necesario, tomará a su servicio los
notables medios de la técnica biomédica. De ingeniero cibernética se pasa a ser
terapeuta. 
 

De la estadística médica

y de la enfermedad como crisis subjetiva 


 

Para un sujeto humano, en efecto, la enfermedad que lo afecta, por poca gravedad que
tenga, se presenta muy a menudo, así sea inconscientemente,  como anunciadora de la
muerte y de los sufrimientos que la preceden. Es decir que toda enfermedad grave está
unida a una crisis. Este lazo puede o bien ser de consecuencia como de causalidad. La
enfermedad puede llevar al enfermo a una crisis existencial. Pero la crisis existencial de
un individuo cuando es negada, reprimida, reducida al silencio, termina las más de las
veces por exteriorizarse en la forma de enfermedad. Vivida como crisis o respuesta a
una crisis, la enfermedad es siempre un acontecimiento dramático que plantea la
pregunta sobre el sentido y el sin-sentido de la existencia. 

Pero, descrita en una facultad de medicina, la enfermedad toma la forma de una


distribución estadística de síntomas que se intenta unir entre sí por medio de relaciones
etimológicas. 

Esta divergencia en la aproximación a la enfermedad constituye una de las fuentes de


malentendidos entre la medicina y el público. En medicina, las enfermedades son
descritas estadísticamente, las decisiones terapéuticas se toman caso por caso, en la
incertidumbre, y los resultados de estas decisiones se miden también ellas
estadísticamente. Mientras que para el público, las decisiones están fundadas en la
ciencia médica y los resultados son se evalúan únicamente a partir de casos singulares. 
Es este un punto de reflexión que debería integrarse en la formación de los agentes de
salud a fin de que después de haber reflexionado esto, estén más capacitados para
dialogar con el público sobre el tema. Por una parte se puede lamentar con una vecina
que su esposo haya muerto, a pesar de los cuidados muy difíciles de proporcionar, y, por
otra parte, explicarle que el deber de los agentes de salud era darle las mejores
oportunidades. 
 

Cuidados paliativos 

Entre el empecinamiento terapéutico y la eutanasia, los cuidados paliativos aparecen


como una solución en cierto modo intermedia, que yo definiría como el arte de dejar
que la muerte llegue a su hora mientras se acompaña lo más posible al que o a la que
parte, sobre todo velando por mitigarle los sufrimientos casi siempre  ligados a la
agonía. ¿Pero por qué pensamos espontáneamente que el actuar médicamente al final de
la vida es necesariamente escoger entre eutanasia y empecinamiento terapéutico? ¿Por
qué se tiene la sensación de no estar haciendo nada cuando se proporcionan cuidados
paliativos? ¿Será que se considera a estos últimos como una forma de acción indigna del
médico? No creo que esta sea la razón profunda de esta negligencia. Veo esta razón más
bien en la formación cientista de los médicos orientada hacia la acción curativa aplicada
a los cuerpos que tenemos más que a tener en cuenta los cuerpos que somos. 

Ciertamente la dignidad del humano no se acomoda al empecinamiento terapéutico, es


decir, a la administración de cuidados considerados curativos, inclusive cuando han
llegado a ser manifiestamente inútiles o desproporcionados. Pero la eutanasia no es la
única solución de recambio frente al empecinamiento terapéutico. Y creer que es así me
parece decididamente demasiado reductor de lo humano. Los progresos de las ciencias
farmacológicas y de las técnicas de cuidados hospitalarios ponen hoy a la disposición de
los agentes sanitarios medios de acción que estaban fuera del alcance hace apenas unos
años. En adelante disponemos de medios que nos permiten, en casi la totalidad de los
casos, no ahorrar ningún cuidado para ayudar a los agonizantes a salir de este mundo
con más suavidad y facilidad (F. Bacon). 

Hoy disponemos de medios para atenuar e inclusive suprimir el sufrimiento del


agonizante y la parte de su angustia unida a su dolor. La abstención de cuidados
paliativos por tanto se vuelve una cobardía cada vez que están indicados y es posible
prodigarlos. 
 

Del fracaso de los cuidados paliativos 

Evidentemente quedan los casos poco frecuentes, pero más numerosos de lo deseado (2
a 3%  según las fuentes más confiables), en los cuales los cuidados paliativos y las
terapias del dolor son ineficaces. ¿Qué hacer en estos casos límites? 

En principio la respuesta es clara: frente a una situación en que, cualquier cosa que se
haga, incluida la abstención de actuar, se llega a un resultado éticamente inaceptable,
hay que tener el valor de provocar deliberadamente la salida menos indeseable. Es la
llamada regla del mal menor. ¿Es ella apropiada para el final de la vida? No veo cómo
podría rehusarse la aplicación si se acepta por otra parte la guerra justa y la legítima
defensa. “No es que el moribundo deba ser considerado como un agresor. No lo es; sin
embargo, no deja de amenazar, puesto que lo que le sucede subraya el hecho de que
también nosotros vamos a morir. Por esta analogía entre el estado desesperado del
enfermo por una parte y por otra, la guerra justa o la legítima defensa. Se sabe por lo
demás que estas últimas no son lícitas sino cuando son salidas consideradas como el mal
menor. El mismo juicio crítico debería por consiguiente aplicarse en los dos casos.”  

Si, pues, en caso de fracaso flagrante de los cuidados paliativos, la conciencia moral se
persuade, con toda la lucidez crítica, de que no hay otra salida positiva a la situación y
que la salida menos negativa es una eutanasia, aunque ella implique un homicidio, me
parece que nadie va a condenar la transgresión así cometida. Sin embargo se observará
que las dos condiciones que definen las situaciones sin salida moral son en extremo
restrictivas: ausencia de salida positiva y demostración de que la salida que se intenta es
la menos desfavorable. Es raro, a mi modo de ver, que estas dos condiciones se llenen,
pero no puedo excluir que esto pueda suceder. 

La línea de conducta que propongo en tales situaciones consiste en reconocer con


humildad la total impotencia de la medicina tecno-científica, a saber, de restituir al
paciente la muerte que en vano se ha intentado alejarle. Esto puede querer decir,
administrarle un “cocktail lítico”.  Y este gesto, realizado en situación de fracaso
patente de los cuidados paliativos, no debe interpretarse desde el punto de vista de la
ética como un gesto asesino, sino más bien como un gesto de humildad que consiste en
no expropiar indebidamente al moribundo de su propia muerte.  ¿Cómo ser al mismo
tiempo ambicioso para el paciente y humildes frente a lo ineluctable? Esta es la
cuestión más difícil que se presenta a los prácticos de los cuidados de final de la vida. 
 

“La vida es el más grande de los bienes” 

La vida es el mayor de los bienes, se dice a menudo para oponerse a la transgresión de


la prohibición del homicidio. El enunciado contiene una verdad esencial, pero conviene
comprenderlo bien, y no considerarlo como la justificación última de una sacralización
absoluta de la vida.  La vida no es sagrada! O si no, ¿cómo justificaríamos el que se
pueda sacrificar al servicio de una gran causa? Si la vida es el mayor de todos los
bienes, es simplemente porque por la vida nos llegan todos los otros bienes. Por tanto si
se llega a la conclusión de que la vida en el estado en que se encuentra, no puede ya
traernos ningún otro bien que ella misma, e inclusive grandes males, estaríamos  en el
derecho de considerar que ella ya no vale la pena de ser vivida y sacar de allí las
consecuencias prácticas. 

Pero por otra parte, declarar que la vida no es sagrada no es entregarla a la arbitrariedad.
Todo lo contrario, la vida debe ser respetada por el hecho de que por ella nos vienen
todos los otros bienes. Me opongo pues a toda trivialización de la eutanasia. Pienso que
no hay que cambiar la Ley para poder expresar nuestra compasión de manera
responsable, inclusive frente a un grave fracaso de los cuidados paliativos. Por lo
demás, temo que una liberalización de la eutanasia a la holandesa ejerza una presión
inconfesada sobre personas ancianas o impedidas, que, sabiendo lo que le cuestan a la
sociedad o a la familia, terminarían por pensar que su deber cívico o familiar sería pedir
la eutanasia. Mientras la Ley lo prohiba, esta presión no es posible. Otra cosa es que
alguien que así lo ha decidido, pida que se le ayude. Para responder a una tal petición de
ayuda, no es necesario cambiar la Ley. Más bien se asumirá el riesgo, como lo
demostraré en los próximos capítulos, de empeñarse sometiendo su intención de actuar
a la discusión inter-subjetiva. 
 

Del “suicidio asistido” 

El concepto de “suicidio asistido”, es un saco vacío, polvo arrojado a los ojos del
público, lanzado por los que quieren legalizar la eutanasia sin decirlo. A mi juicio, no
debería plantearse la modificación de la prohibición del homicidio en su forma jurídica
porque es uno de los tres pilares de la humanización de lo humano. Más bien se debería
tratar de reconocer otros dos puntos: por una parte, que no toda eutanasia es
necesariamente un homicidio (en el caso de una re-sincronización de los muertos
biológica y metafísica), y por otra, que ciertos homicidios, en casos muy particulares,
pueden eventualmente ser legitimados a título de mal menor. Si se aceptan estos tres
puntos, aparece con evidencia que los argumentos sobre el “suicido asistido” son a la
vez sofismas y superfluos. 

Sofismas porque el acto que ha producido la muerte es, o bien un acto del mismo
muerto, caso en el cual se trata de un suicidio (sin asistencia), o el acto de otra persona,
caso en el cual se trata de un homicidio (por petición eventual del “beneficiario”).  O
bien es el individuo mismo quien realiza el gesto en su propio beneficio, y entonces es
suicidio, o bien es el otro quien lo realiza y entonces es homicidio, eventualmente no
criminal, eventualmente con circunstancias atenuantes, etc. Pero es homicidio. La
cuestión de saber si este homicidio es justificable o no, es otro asunto. El otro no tiene el
derecho de instrumentalizarme en su propio suicidio, y yo tengo el derecho e inclusive
el deber de resistir a esta instrumentalización. Yo no podría ayudarle a realizar su
proyecto a no ser que yo mismo esté convencido, como él intenta persuadirme, de que
esta es para él la mejor (o la menos mala) solución. Pero en este caso, ayudarle a
realizar su proyecto sería cometer un homicidio reflexionado y no necesariamente
inmoral. Esto sería lo que me quedaría por demostrar en el tribunal que, dado el caso,
me pidiera cuentas. 

Superfluos, porque no es necesario en absoluto inventar esta categoría para poder


asumir la responsabilidad de ayudar a un semejante nuestro  a morir en paz. Es una
prerrogativa esencial de nuestra conciencia moral personal, el poder decidir infringir la
ley, transgredir la prohibición. Y una tal infracción, una tal trasgresión serán aceptables
si se verifica que con seguridad es un mal menor. 

Sin embargo, como recientemente lo he subrayado en una conferencia sobre “La


incertidumbre en ética”, el riesgo que corre una conciencia moral que decide una
trasgresión es verdaderamente mayor. Es el riesgo de la desmesura que los griegos
llamaban la ybris y los Evangelistas pecado contra el Espíritu: atribuirse una
competencia y un juicio éticos ciertos sin haberse dado el trabajo de cultivarlos durante
su vida3.” 
 

Decidir en la incertidumbre 
Creo que no hay nunca solución integralmente positiva en tales casos. Las decisiones de
este tipo se toman siempre poniendo en balance lo positivo y lo negativo. Es lo propio
de la decisión en las situaciones sin salida moral: siempre existe lo negativo; inclusive
cuando se tiene un cuidado extremo para adoptar la mejor opción, ésta a menudo no es
sino la menos mala. 

Aquí se presenta un trabajo por realizar entre los agentes de salud para distinguir
claramente el hecho de que siempre habrá aspectos negativos en el oficio. La ética no
nos pide rehusar lo negativo; nos invita a reducir al mínimo lo negativo y llevar al
máximo lo positivo. Estas decisiones siempre se toman con base en conocimientos
relativamente inciertos y evolutivos: los pacientes evolucionan rápidamente a veces y
también las técnicas. 

Por tanto siempre aparece  un margen de incertidumbre en estas decisiones, y este


margen de incertidumbre es inevitable, imposible de eliminar. Es inherente a la tecno-
ciencia biomédica que es de parte a parte estadística, es decir, más probable que cierta.
Además, los agentes de salud no lo pueden todo; cada cual tiene sus limitaciones. Hay
cuando menos tres razones para no llegar a dominarlo todo: la naturaleza estadística de
la ciencia médica, la vulnerabilidad afectiva de los mismos agentes de salud y la
inestabilidad radical de los pacientes, que en definitiva es la de la vida misma. La
muerte es más estable que la vida. 

De estas incertidumbres no hay razón alguna que se pueda sacar para justificar nuestras
culpabilidades. Se las puede sentir ciertamente, mas no justificar. No podemos sino
aceptar esta incertidumbre y no tenemos por qué sentirnos culpables de ella. Por el
contrario, si no hemos hecho todo lo posible para reducir al mínimo lo negativo, por
reducir las incertidumbres, entre ellas por intentar saber algo un poco menos incierto, o
por trabajarnos a nosotros mismos a fin de aceptar nuestra incertidumbre y nuestra
finitud, entonces quizás se deberá asumir una culpabilidad justificada. Nuestra falta
ética puede estar en nuestra falta de trabajo sobre nosotros mismos para aprender a
vivir con nuestra incertidumbre, pero no en nuestra incertidumbre misma, la cual está
radicalmente ligada a nuestra condición humana. La ética puede ayudarnos a situar
correctamente nuestras eventuales culpabilidades. Por lo demás es esto lo que subraya la
distinción clásica en ética médica entre obligación de medios y obligación de
resultados. Jamás un médico está obligado a alcanzar lo imposible. Pero siempre está
obligado a poner en obra toda la competencia que su posición profesional hace creer que
él posee. Las falsas representaciones en este aspecto son las culpables, y no los fracasos
cuando son inevitables. 

Es verdad que nos da miedo explorar nuestras culpabilidades para tratar de discernir las
fundadas y las que no lo son. La razón de este miedo sin duda se ha de buscar en otro
temor: el de tener que aceptar lo que no puede cambiarse, lo que no depende de
nosotros, como también el de tener que reformar lo que debe cambiarse y que depende
de nosotros. 

El problema es identificar los bloqueos de la reflexión y tomar iniciativas sobre los


puntos en que se estima que existen buenas oportunidades de reabrir la reflexión. 
 

Afectividad y racionalidad 
La afectividad no es necesariamente parásita de nuestras decisiones. Lo que nos pone en
movimiento, en definitiva, son más nuestras emociones que nuestras teorías. Pero a
menudo existen en las   discusiones sobre la vida y la muerte aspectos no
desembrollados que interfieren y a propósito de los cuales cada uno y cada una maneja
su propio vocabulario, matiza sus emociones y finalmente no entra en discusión con los
demás. Esta no es una buena manera de tomar una decisión. Nunca podemos poner entre
paréntesis la historia de la persona que somos nosotros mismos. Si mi abuela murió en
condiciones muy dolorosas para ella y su entorno y yo mismo he vivido mal su muerte,
nadie jamás podrá impedirme revivir este malestar frente a una dama de la  misma edad
que está a punto de morir. 

Solamente por medio de un trabajo sobre mí mismo llegaré a reconocer que estas
experiencias pasadas siempre están presentes, y que yo siempre tengo la tendencia a
proyectarlas en las nuevas situaciones que se presentan. El saber que es así, puede
ayudarme a no reducir la señora que está allí delante de mí al recuerdo que tengo de la
muerte de mi abuela. Puedo asumir mis emociones de hace tiempo, hacerlas mías para
en adelante no ser su víctima ni hacer a otros víctimas de ella. Podré entonces apoyarme
en la fuerza de esta emoción que retorna por analogía, para encontrar la energía para
resolver en forma feliz el caso que tengo delante. Se trata de un trabajo sobre sí mismo
que busca integrar positivamente la afectividad en la toma de una decisión racional.
También existen otras formas de afectividad, como las relaciones entre los miembros de
los equipos de servidores de salud. 

Cada persona tiene sus percepciones y su vocabulario para expresarlas y quiere


inconscientemente imponerlos a los demás. Así por ejemplo, el ético puede muy bien
hablar de cadáver biológico y de cadáver metafísico sin ser comprendido en absoluto
por una persona a quien escapan estas expresiones. Si no se toma uno el trabajo de
hablar de ellas calmadamente, la afectividad no será integrada como una fuerza positiva
en el trabajo de discernimiento moral propuesto en equipo. Ha sucedido en pediatría que
unas enfermeras me dicen: “Yo jamás sería capaz de hacer esto a mi hijo”.  Y sin
embargo había que hacerlo. Pero el hacerlo no correspondía a la madre del niño. Son
fuerzas normales, que pueden llegar a ser positivas si son aceptadas en su realidad.
Cuando nosotros las negamos, cuando fingimos ignorarlas, es cuando estas fuerzas se
vuelven negativas. 
 

Cultivar un ethos de equipo 

Evidentemente no es posible pasar la propia vida sin hacer más que hablar de los
pacientes. Pero en un equipo que tuviera el hábito de dialogar cada vez que esto no es
imposible, o, en el caso contrario, proceder al análisis retrospectivo de los casos
registrados en las urgencias, me parece que se llegaría a crear una especie de costumbre
de equipo, una cultura compartida, un hábito, una visión común de las cosas. En este
caso, ya no sería necesario reunir el equipo cada vez para tomar una decisión. La visión
de base estaría suficientemente bien establecida y compartida para alimentar relaciones
de confianza y de colaboración positiva entre los miembros del equipo. 

Precisamente es lo que los filósofos llaman un ethos, una manera de habitar juntos
armoniosamente en la casa. Un tal ethos puede constituirse  a base de discusiones a lo
largo de las cuales un equipo trata de discernir a quién se corre el peligro de matar, a
quién de instrumentalizar  y en qué hay riesgo de mentir en tal o cual situación; y esto
esforzándose por imaginar cómo respetar estas tres prohibiciones de manera creativa en
el trabajo del equipo. Así mismo cómo superar los conflictos de valores cuando
parecería por ejemplo necesario mentir para no matar. 

Una vez establecido el ethos, bastaría reunir el equipo cuando se trate de tomar una
decisión fuera de lo ordinario, una decisión que se saliera de la tradición del equipo.
Pero una tradición, es decir, lo que es transmitido en un grupo a través del tiempo, es
una cultura viviente que conoce una especie de metabolismo. Hay que alimentar una
tradición para que ella no muera. Es preciso que ella digiera las novedades, que asimile
lo que le conviene y rechace lo que podría envenenarle la vida. En pocas palabras,
reuniones de diálogo y de puesta al día son necesarias a intervalos regulares para que el
ethos del equipo permanezca viviente y fecundo, que permanezca en perpetua
adaptación a los nuevos pacientes, a los nuevos agentes de salud, a las nuevas técnicas,
a las nuevas enfermedades, etc. 

Un ethos siempre puede ser cuestionado. No hay nada perfecto. Pero por lo menos
cuando se esta presionado, cuando hay urgencia, se dispone de un sistema de balizas
ratificado por el equipo, sistema que puede guiar la decisión y garantizar la
colaboración. 

Puede suceder que entre la sala de cirugía y la acogida de la familia en la oficina, no


haya sino cuatro minutos para tomar una decisión. Esto no debería ser problema
habiendo un trasfondo de un ethos de equipo. La ausencia de este consenso sobre los
procedimientos habituales es lo que crea el problema. Nos corresponde a nosotros el ver
cómo desarrollar un tal ethos en el seno del equipo. 
 

De la instrumentalización del otro 

Existe una ilustración especialmente impactante de lo que puede incluir el ethos de un


equipo: la actitud del equipo respecto a las relaciones de instrumentalización entre las
personas que lo componen. La instrumentalización por ejemplo, como es el caso
corriente, la de la enfermera por el médico o por el equipo.  Es fácil decir a alguien,
“hazlo”, para librarse del sentimiento de culpabilidad. Esto es cierto sobre todo cuando
falta el diálogo del equipo, con el paciente y eventualmente con la familia. Mientras
que, cuando se instaura el diálogo y todo el mundo llega a la conclusión de que para este
paciente es claro que la solución menos mala es administrar tal medicación de tal
manera que, sin importar mucho cuál sea, el agente de salud que pone los gestos
técnicos, esa persona no se sentirá culpable porque no lo será y lo sabrá. Es de desear
que quien ejecute estos pasos sea la más hábil, la que lo hará mejor, o la que está de
guardia. En este momento, la responsabilidad es compartida. No diluida, como sucede
cuando se está en la espesa neblina de lo no dicho pero compartido, es decir, asumido
por todos los miembros del equipo y por cada uno. Entonces cada uno podría poner los
gestos técnicos diciéndose: “Yo estoy convencido de que hay que hacerlo, que es menos
mala esta línea de conducta”. Cada una pondría el gesto sin culpabilidad si este es su
papel en la distribución del trabajo. Cuando predomina este sentimiento de actuar en
conjunto, es la señal de que ha habido un diálogo crítico a lo largo del cual cada uno y
cada una ha podido confrontar sus percepciones y sus experiencias con las de los demás.
En este momento, la decisión tomada es mejor aceptada y mejor ejecutada aunque en
definitiva haya sido tomada en última instancia por el médico  y concretizada por una
enfermera. 
 

Verdad y mentira 

La cuestión de la verdad y la mentira es también muy reveladora del estado de un ethos


de equipo. No hay que revelar jamás a su familia informaciones que se ocultaría a un
paciente capaz de entenderlas, porque esto daría a la familia una especie de poder sobre
su enfermo que podría cortar toda posibilidad de comunicación verdadera entre ellos.
Esto es, jamás mentir no es lo mismo que decir la verdad a tontas y a locas. Lo que debe
guiarnos es la prohibición de la mentira. La prohibición de la mentira es constitutivo de
la relación más verdaderamente humana, lo mismo que la prohibición del homicidio y la
prohibición de la instrumentalización. En efecto, se puede preguntar cómo podríamos
pretender cultivar la humanidad de un semejante, no solamente si nos autorizáramos a
liquidarlo o a servirnos de él como de un simple instrumento, sino también si lo
despreciáramos hasta el punto de considerar que no vale la pena decirle la verdad. 

Para ayudarles a respetar la prohibición de la mentira en la relación tratante/paciente,


invito a los agentes de salud a meditar las siguientes sugerencias prácticas: 

- cuando un paciente hace preguntas, tomarse el tiempo para escucharlo;

- luego, responder a sus preguntas;

- al responder, nunca mentir porque esto sería deshumanizar al paciente (pero no mentir
no quiere decir necesariamente abrumar al paciente con una verdad insoportable);

- tratar de terminar cada una de las respuestas (eventualmente parcial) con una
invitación discreta dirigida al paciente, a hacer la pregunta siguiente. En efecto, nadie
sabe mejor que el paciente mismo lo que él es capaz de soportar. 

Por tanto, a mi modo de ver, es al paciente mismo a quien corresponde conducir el


diálogo y no al agente de salud. En la medida en que la verdad no es en ningún caso un
contenido que el agente puede vaciar en forma más o menos completa de su recipiente
cerebral al del paciente. 

En la práctica de los cuidados, la verdad es siempre múltiple. Existe la verdad


estadística, que está las más de las veces bien establecida, pero que no interesa casi al
paciente focalizado sobre su destino personal. Existe la verdad diagnóstica que puede
ser en ciertos casos relativamente segura. Existe la verdad pronóstica, que la mayor
parte del tiempo es muy insegura; ¿qué decir absolutamente seguro y cierto a un
paciente a propósito de su futuro? Nada preciso: la probabilidad de desarrollar tal
afección es elevada pero no ineluctable, etc. Y sin embargo, lo que en realidad interesa a
un paciente, es su pronóstico mucho más que su diagnóstico. Cuántos grandes errores
humanos podrían evitarse distinguiendo claramente una verdad biomédica relativa al
cuerpo que yo tengo, de una verdad terapéutica concerniente al cuerpo que yo soy! 
Hablar a alguien de la obscuridad, disipa a menudo por lo menos una parte de las
tinieblas o por lo menos le permite hacer frente a su miedo a la obscuridad. 
 

Dominio y compasión 

Pienso que hay que tener el valor de ir hasta el final en el buen uso de las ciencias y de
las técnicas biomédicas y reconocer que cuando no se puede más nada proporcionado
para un paciente, nos resta evitarle el perseguirlo más de lo justo. Nos queda no
proseguir cuidados que ya no tendrían otro sentido sino el de consolarnos de nuestra
propia impotencia, pero que ya no son de ninguna utilidad para estos semejantes
nuestros irrecuperables. Conviene suspender los cuidados con dignidad, es decir,
permitirles detener su ciclo biológico de la manera más apacible que se pueda. Yo
aceptaría que esto se llame eutanasia puesto que se trata de ayudar a morir
apaciblemente. Pero no considero esto como homicidio puesto que la persona ya está
muerta. No todas las eutanasias son homicidios. Es una eutanasia porque se administra a
esta persona un cocktail lítico. Es un gesto de humildad que consiste en no privar de su
muerte biológica a un cuerpo que ya no está habitado por una persona. Se trata de
ayudar a la muerte biológica para que siga a la muerte metafísica, como lo mostraré en
el último capítulo. 

Pero pienso también que no se puede dominarlo todo. Si se puede hacer algo para llegar
a este equilibrio y a esta armonía que todos deseamos, parece negligencia o
incompetencia el no hacerlo. Pero sin duda también hay que poder aceptar que la
realidad nos escapa en parte. Debemos hacer lo que es razonable para humanizar la
muerte, pero no culpabilizarnos si la muerte se nos escapa. Nuestra condición es no
poder controlar la muerte en todos sus aspectos. Conviene no perder de vista esta
expresión de nuestra finitud. Por mi parte, de ninguna manera se trata de desconocer los
esfuerzos emprendidos para humanizar la muerte. Pero la ética nos desliga de nuestras
misiones imposibles, especialmente respecto a la muerte. 

Es un deber humanizar la muerte, pero a fuerza de querer llevar hasta el extremo su


humanización, la deshumanizaremos. Es que la voluntad de poder es mortífera cuando
niega la imposibilidad de realizar su propio deseo, por lo demás legítimo. “A lo
imposible nadie está obligado”, dice la sabiduría popular. Yo comentaría gustoso: El
que se cree obligado a lo imposible se deshumaniza. Hay que saber aceptar que no
podemos dominarlo todo. Esto es lo que se llama la compasión desprendida. 
 

Cualidades del terapeuta4 

Pero una tal filosofía de los cuidados exige de los y las que pretenden ponerla en
práctica cualidades particulares que vale la pena evocar brevemente. Enumero tres
principales de entre ellas: 

1. Aceptar que uno mismo sufre de la insuperable diferencia entre el cuerpo que
se tiene y el cuerpo que se es. Esto quiere decir aceptar la angustia inherente a
toda existencia humana, nombrarla, domesticarla, e inclusive servirse de ella
como una energía cuya fuerza considerable puede llegar a ser creadora en vez de
ser destructora. Esto significa igualmente, por lo menos para los ejecutores de
los cuidados intensivos, aceptar de antemano un doble fracaso del combate
contra el sufrimiento y la muerte: el fracaso de la muerte del paciente y el
fracaso de la muerte del agente de salud. Para decirlo en términos más positivos,
se trata de hacer su duelo de una concepción cientista de la medicina según la
cual ella tendría por finalidad vencer el sufrimiento y la muerte. Una tal tarea
está tan fuera del alcance, que más vale volverla a derrumbar y considerar más
modestamente la finalidad de su oficio de clínico como el de ayudar a sus
pacientes a vivir con placer el cuerpo que ellos son a pesar de las vicisitudes del
cuerpo que ellos tienen. 

2. Reconocer que uno tiene necesidad de sus pacientes para vivir, para llegar a
ser uno mismo. Y no solamente para “ganarse la vida y conseguir una posición
social de valía. Hay un verdadero placer en atender enfermos que puede ser muy
profundo y perfectamente legítimo: el placer de una resonancia entre la
búsqueda del equilibrio personal guiado por el clínico y la que él trata de
acompañar en su paciente. En un sentido, el paciente es una especie de
mediación en el trabajo interior del clínico. Saber testimoniar discretamente a
sus pacientes el reconocimiento por la confianza que ellos le depositan, es una
cualidad apreciable para un clínico. 

3. Haberse dejado educar el oído para captar la crisis existencial del paciente a
través de las palabras que expresan su pregunta. Pero al mismo tiempo, haberse
dejado educar la boca para no hablar nunca demasiado pronto, para nunca forzar
ni la puerta ni el ritmo del paciente. Aceptar que no se es ante todo
científicamente eficaz a cualquier precio. Saber esperar el momento oportuno
evitando al paciente catástrofes previsibles y evitables. Es un gran arte el de
dejar la iniciativa al otro. 

Evidentemente, estas no son cosas que se puedan aprender en los libros. Vivir su oficio,
su vida de familia y tratar de vivir plenamente la vida de una vez, no obsta para dejarse
ayudar en los momentos más difíciles por otros más avezados en este camino, he ahí
cómo se pueden cultivar en uno mismo cualidades eminentes. 
 
 

CAPITULO 2 

COMPLEJIDADES Y PERPLEJIDADES: 10 SITUACIONES PROBLEMÁTICAS 

Primer caso - Teresa, o el temor de perder el control (Experiencia personal del autor) 

Una señora anciana, a quien llamaremos Teresa, tenía 93-94 años; estaba agotada; 
postrada en cama, en su casa en un pequeño poblado de la provincia italiana de
Toscana. Su hija habitaba en el mismo inmueble; por tanto no estaba sola. 

Teresa era una sabia mujer profesional que conocía muy bien el ambiente médico
italiano. Sabía que era el final. Gozaba de todas sus facultades mentales, plenamente
lúcida. Esta mujer me había enseñado mucho acerca de la ética médica, al contarme
situaciones que ella había vivido en el tiempo en que los alumbramientos se realizaban
en la casa. Era una mujer muy voluntariosa que había educado por años a una hija
impedida mental. Como nunca había querido estar separada de ésta, se había ocupado
de ella con mucha consagración a lo largo de toda su vida. 

Se moría de debilidad: no tenía ninguna enfermedad, estaba en el extremo del


agotamiento. Ciertamente padecía dolores de cabeza de cuando en cuando, pero esto era
prácticamente lo único de que se quejaba.  Ya no podía moverse. No era paralítica:
simplemente ya no tenía fuerzas. 

Yo iba regularmente a visitarla y un día me preguntó si no me daba cuenta de que ella


no tenía la fuerza necesaria para tomar lo que le hacía falta para partir. Le dije que me
daba cuenta plenamente pues ella estaba muy lejos y no podía levantarse fácilmente, y
de todos modos no lo podría sin ayuda. Me dijo: “Escucha: tengo en el cajón de la mesa
de noche una orden médica; ¿me quieres ayudar?”. 

Tomo la orden y miro: era un tranquilizante que yo conocía algo: tomado en altas dosis
podía tranquilizar sólidamente e inclusive en forma definitiva. Me pregunta si quiero ir
a la farmacia a buscar el producto en cuestión; como existía una orden firmada por un
médico, todo estaba en orden. Yo le respondí: “Sí, claro”. 

Fui a la farmacia. El farmacéutico estaba visiblemente al corriente de la situación;


conocía al médico que había firmado la prescripción y conocía también a la anciana, y
me preguntó noticias acerca de ella. Le respondí que las cosas no iban muy bien.
Entonces fue cuando él me hizo un guiño diciéndome: “Ella debe poner cuidado, porque
si toma demasiada cantidad, podría terminar más pronto de lo previsto”. Le respondí :
“Pienso que ella lo sabe”. 

Entré nuevamente donde ella con el frasco del medicamento. Ella me dijo en son de
chiste: “No las irás a colocar ahora encima del armario; si no, no podré servirme de
ellas!”. Le respondí: “No, se las dejaré al alcance de la mano; también voy a traerle una
botella de agua y un vaso. Si quiere, voy a llenárselo, pero no me pida más”. Esto fue  lo
que yo hice. 
 

Preguntas 

1.¿ Se trata de un suicidio asistido?

2. ¿Tiene uno el derecho de proporcionar a un enfermo un producto con el cual él


podría suicidarse?

3. ¿Qué otra cosa habría podido hacer además de ir a la farmacia a buscar un


producto que podría ser fatal?

4. ¿Qué decir de la autonomía de Teresa? 


 

Segundo caso - Antonio o el neuro-sida

(Experiencia personal del autor) 


Antonio estaba enfermo de SIDA. Cerca a su final, estaba hospitalizado en
inmunología. Era un hombre extraordinario, de alrededor de cuarenta años; intelectual,
profesor de universidad y escritor conocido en París; no célebre, pero conocido. Un
señor hipersensible, muy exigente consigo mismo, también muy valiente, y bien
interesante: tan riguroso consigo mismo como abierto y amable con las personas que lo
atendían. En realidad era un paciente agradable, que sabía ser discreto y no acosaba a
los demás todo el día. Las enfermeras del servicio lo amaban mucho. Era un hombre
seductor casi hasta el extremo; pero al acercarse el final, estaba muy disminuido. Tenía
una bella personalidad, conocía muchas cosas, había viajado mucho y contaba muchas
cosas. Además tenía el sentido del humor.  

Había todo un manejo alrededor de este personaje, pues se había puesto en marcha un
juego de tape y tape un tanto extraño entre su amante y su hermana, que lo visitaban
alternadamente. Mantenía con su hermana una bella relación de confianza y ésta sabía
muy bien en qué iba él en su enfermedad, porque hablaban entre sí de la misma. Ella lo
sostenía y venía a menudo a verlo. Ella sabía evidentemente que él era homosexual,
pero no le conocía a su amante, ni éste la conocía a ella. 

El vivía en la capital, también su amigo, pero su hermana vivía muy lejos en provincia.
Eran gente de buenos recursos económicos y su hermana había decidido alquilar una
pieza cerca del hospital el tiempo que fuera necesario para estar cerca de su hermano. 

Sobre la existencia del amante jamás se habían comentado hermano y hermana; pero el
equipo había terminado por comprender que no convenía que la hermana y el amante se
encontraran. Había algo no resuelto en la vida de este señor: su homosexualidad no era
conocida públicamente. No había sido tenido en la ciudad como homosexual sino más
bien como celibatario. Además tenía muchas amigas y gozaba de una vida social muy
activa. Pero una vez que alguien tiene SIDA, los amigos ya no van a visitarlo; por tanto
estaba muy aislado, excepto de su hermana y su amigo. 

Al cabo de un tiempo -lo cual por lo demás estaba previsto por el equipo médico, dado
su estado y los diferentes síntomas- su SIDA evolucionó en forma significativa
principalmente sobre el plano neurológico, y sus facultades intelectuales comenzaron a
deteriorarse. El se dio cuenta, pues era  lúcido y no se hacía falsas ilusiones,  de que sus
facultades intelectuales de lucidez y de sentido crítico  tenían eclipses. 

Luego fue notando que estos eclipses eran cada vez más largos y más frecuentes. El
mismo llegó a medir en gran parte, intuitivamente y con su reloj, que no se acordaba de
lo que había sucedido en las últimas cuatro horas, por ejemplo. Pero por lo demás tenía
momentos de lucidez crítica muy fuertes durante los cuales podía tener una agradable
conversación con quienes lo atendían a su alrededor, mientras en otros momentos estaba
completamente ido, no a causa de los medicamentos, sino más bien a causa de la
evolución de la enfermedad que atacaba su cerebro, el cual comenzaba a desconectarse
parte por parte. 

Un día dijo a las enfermeras: “Esto es espantoso, mis facultades mentales tienen eclipses
cada vez más largos y más frecuentes y ya no lo soporto”  Como llevaba el diario de su
enfermedad, sufría más al verse degenerar en esa forma. En verdad no  sufría grandes
dolores, sino un gran sufrimiento moral al verse como el espectador de su propio
derrumbamiento. Y espectador impotente. Entonces fue cuando dijo a las enfermeras:
“Ya no puedo soportar esto, ya no puedo soportar este espectáculo; y puesto que los
eclipses se hacen cada vez más largos y más frecuentes, yo preferiría que el eclipse
fuera total. ¿Pueden ustedes hacer algo en esto? Pedía que se le librara de este
espectáculo; había dicho claramente: “no les pido que me maten” o “háganme dormir”.
La pregunta que se planteaba entonces al equipo sanitario era muy clara: ¿se iba a
aceptar hacerlo deslizarse en un sueño del cual no volvería a salir? 

En este hospital el equipo sanitario se reunía semanalmente para discutir casos; a esta
reunión asistía yo en calidad de ético. Así pues, se vino a discutir el caso de Antonio,
que provocó un enorme debate en el equipo. Unos decían: “No se puede hacer nada,
porque, si se hace algo, es matarlo, y aquí estamos para cuidar; no para matar”. Otros
decían: “Sí, de acuerdo, no estamos para matar, pero, por otra parte, estamos para
mitigar el sufrimiento, y en realidad más bien estamos mitigando el dolor, lo cual no es
igual”. 

Al punto esto suscitó un gran debate entre farmacólogos y psicólogos para saber la
diferencia entre dolor y sufrimiento, y ver si existe en realidad distinción entre los dos.
Intervine  desde un punto de vista filosófico en este debate y al final se quedó de
acuerdo en que el dolor es más un fenómeno físico que responde a un medicamento de
la familia antálgica, en tanto que el sufrimiento es más existencial que físico y responde
a ansiolíticos en  parte o también a la desconexión. El sufrimiento no se trata con
antálgicos, mientras que el dolor sí. Se pueden discutir estas distinciones; pero de todos
modos esta fue la distinción que se hizo en el momento de la discusión. Todo el equipo
estuvo de acuerdo para decir que si este señor sufriera grandes dolores, en buena ética
médica se estaría autorizado para administrarle medicamentos contra el dolor en dosis
suficientes para que no sintiera más su dolor, aunque la consecuencia indirecta tuviera
que ser el abreviación de la vida. Pero, ¿cómo ayudarle frente a su sufrimiento? 
 

Preguntas 

1. ¿En relación con el sufrimiento moral, se puede sostener  un razonamiento análogo


al que se tiene sobre el dolor?

2. ¿Hacer “deslizar” a alguien en un sueño del cual no se despertará es una


eutanasia?

3. ¿La petición del paciente debe servir de criterio para la acción del agente de salud?

4. Si, en lugar de ser simpático  y seductor, este señor hubiera sido tan insoportable
como Hubert cuya historia se narra en el caso 10, ¿esto habría hecho cambiar en algo
la decisión? 
 

Tercer caso - Isolda o el cáncer de la cara

(Narrado al autor por el médico). 

Isolda era una mujer muy hermosa, suiza-alemana a quien un día se le declaró un
cáncer en la cara (de la piel).  Este cáncer fue tratado primero por largos años con
gran precisión, con la mejor medicina que se podía encontrar en Europa.  Se había
logrado exitosamente dominar durante largos años la evolución del mal y nadie se
había dado cuenta de nada. Isolda conocía su estado, pero nadie de su alrededor
estaba al corriente del asunto. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, la enfermedad
comenzó a invadir el rostro: primero fue una quijada, luego alrededor de la boca,
después una parte de la nariz, y ahora las deformaciones tumorales se acercaban a los
ojos. Ya no quedaba nada por intentar pues se había hecho todo. Los tratamientos
habían logrado retardar los efectos visibles durante 7 años, lo cual ya era enorme, e
Isolda había apreciado mucho estas remisiones que le habían procurado alegrías para
su vida. Pero frente a la enfermedad que ahora le deformaba el rostro esta mujer ya no
soportó más. 

Según el médico que la había tratado durante todos estos años, y que me contó el caso
después de su  muerte, ella no era vanidosa ni superficial. Era una persona muy
reflexiva, muy organizada, y orgullosa de su belleza. Ya no podía serlo, pues no
soportaba elmirarse en un espejo. Ya nadie venía a verla, comenzaba a sentir su propio
hedor de descomposición; ya no se atrevía a tocarse, no se atrevía a mirarse ni
sentirse. Esto es demasiado impresionante... Entonces fue cuando ella pidió al médico
la eutanasia. 

El médico le respondió: “¿Pero por qué no se suicida Usted? Pues yo  como médico
estoy para cuidarla, no para matarla; comprendo su situación, que es absolutamente
insoportable, pero ¿por qué quiere Usted que sea el médico quien la mate? En la
posición social que Usted ocupa cualquiera de sus familiares o amigos podría
ayudarle. Usted tiene muchos amigos médicos que no se relacionan con Usted en
cuanto médicos; pídales que le proporcionen lo necesario y desembarácese Usted
misma. ¿Por qué quiere que sea yo quien actúe y no Usted? 

Ella le respondió que precisamente ella quería que fuera él, porque quería que la
medicina reconociera su impotencia; que esto le parecía mucho más justo. Ella había
reflexionado mucho en el asunto y no era precisamente que ella tuviera ansias de
morir... Ella hubiera querido tener una medicina todopoderosa, y puesto que la
medicina no lo era, no le correspondía a ella pagar el castigo. En cierto modo, la
medicina tenía que reconocer su impotencia y a ella el aceptar ser la víctima de una
impotencia médica; pero ella no le quedaba más que cargar con las consecuencias. 

Visiblemente, este argumento había conmovido mucho al médico, el cual había vuelto
en repetidas ocasiones a donde ella para conversar de nuevo sobre todo esto. Un día el
médico le propuso un compromiso que Isolda aceptó. En acuerdo con ella convocó a la
prensa y la televisión delante de las cuales ella explicó que pedía al médico la
eutanasia. Se armó un gran ruido alrededor de este acontecimiento y, finalmente, el
médico aceptó practicarle la eutanasia. Un día, a una fecha y hora convenidas, vino a
presencia de la prensa; habló con ella. Le expresó nuevamente toda su admiración por
su valor y por su determinación. Le recordó que ella había sido una gran Dama.
Luego, la paciente transmitió dos o tres mensajes para la familia y los amigos antes de
decirle: “Ya es hora, doctor, si Usted tiene el valor de hacer lo que dijo”. El médico la
inyectó y veinte minutos después ella estaba muerta. 

Preguntas
1. ¿Qué papel viene a hacer la prensa en este asunto?

2. ¿Se trata de una eutanasia o de un suicidio asistido?

3. ¿Actuó correctamente el médico?

4. ¿Qué otra posibilidad había de responder a la petición de la paciente?

5. ¿Si se hubiera tratado de una anciana desagradable se habría tomado la misma


decisión?

6. ¿Isolda no manipuló a su médico al culpabilizarlo?

7. ¿El médico manipuló a Isolda frente a la prensa?

8. ¿Manipuló el médico a la prensa frente a Isolda?

9.¿ La petición de un paciente o de una paciente autoriza al médico a realizar un acto


que él no había pensado espontáneamente? 
 
 

Cuarto caso - Roberto o diálisis y psiquiatría

(Experiencia personal del autor) 

Se trata de un señor de unos 65 o 66 años, que sufre de deficiencia del sistema renal y al
cual se trata con diálisis; lo cual quiere decir que tres veces por semana acude al servicio
para enfermedades renales para una purificación de la sangre. Al mismo tiempo
Roberto  ha sufrido ciertos problemas de orden psiquiátrico aunque no del todo
peligrosos, como confusión, etc. Es rechazado por su familia, a la cual no ha visto desde
hace mucho tiempo. Hace años que vive solo. Desde hace 2 años está residiendo en el
servicio de psiquiatría del hospital. No está internado; tendría el derecho de salir, pero
ya no tiene mucha facilidad de movimientos y nadie viene a buscarlo para salir. 

Se siente bien en el hospital. Conoce a las enfermeras; en síntesis se considera que él


vive allí, y él afirma que esta es su casa. Tres veces por semana baja algunos pisos
desde su habitación en el mismo edificio, para recibir la diálisis; luego vuelve a subir. 

A Roberto le gusta leer por pequeñas dosis; abandona y vuelve a empezar


interminablemente sus lecturas. No es mentiroso, es cortés y amable. Con ocasión de
una reunión de ética organizada por el equipo de diálisis, me doy cuenta de que el
equipo se pregunta si en verdad vale la pena continuar el tratamiento de diálisis: el
estado general empeora y se tiene la impresión de que la diálisis ya no le es muy útil.
Roberto no está en tan buena forma como para esperar recibir un trasplante de riñón.
Además, muchas veces no se ha presentado a su tratamiento. También tiene una
dificultad cada vez más grande para comunicarse y habla cada vez menos con las
enfermeras. 
No siendo urgente el caso, los médicos y las enfermeras se han tomado el tiempo
necesario para reflexionar juntos sobre la mejor decisión. 

No se podía suspender el tratamiento sin su consentimiento y por tanto se necesitaba por


lo menos preguntarle si se continuaba  o no. Mientras el grupo estaba ocupado en
reflexionar sobre este aspecto de la situación, el enfermo arrancó una o dos veces el
material de diálisis antes de subir de nuevo a su cuarto. 

Entonces propuse que el equipo de diálisis se pusiera en contacto con el equipo de


psiquiatría puesto que Roberto era atendido por dos equipos diferentes en el mismo
hospital. Entonces se cayó en cuenta de que era un paciente trivial, no especialmente
molesto, y que efectivamente se comunicaba menos, tenía tendencia a encerrarse en sí
mismo, y decía de tiempo en tiempo que ya no quería bajar más a la diálisis. Cuando se
le decía que era su día de diálisis, bajaba a duras penas, pero tenía un aire indeciso. La
situación continuó degradándose hasta el día en que rehusó ir a la diálisis. El equipo
entonces decidió que si él continuaba presentándose en forma irregular, no lo cuidarían
más, porque esto no serviría ya para nada, dado que él saboteaba su propia terapia
(aunque esto no fuera lo que él realmente quería). 

En este momento el equipo de psiquiatría intentó tener un diálogo con él para saber si
efectivamente él quería todavía ir a diálisis o no; pero entonces él ya no podía hablar.
Todavía comprendía, al parecer. SE le escribía entonces en un papel: “diálisis?” y él
respondía a veces: “sí”, y a veces “no”. Su estado empeoraba, pero él estaba aún
consciente. Al cabo de un tiempo, los dos equipos reunidos en discusión estimaron que,
a menos que él quisiera absolutamente ir a ella, caso en el cual no había derecho a
rehusársela, era mejor  no someterlo a la diálisis. 

Entonces  un  practicante de psiquiatría llamó la atención del equipo sobre un hecho
nuevo:  ¿”Este señor no estará empezando  el mal de Alzheimer, pues me parece que
tiene reacciones que hacen pensar algo así”. Se le hicieron exámenes cerebrales que
demostraron que efectivamente padecía comienzos de Alzheimer que progresaba
lentamente.  Se concluyó que se podía juzgar razonablemente que ya no era capaz ni de
consentir ni de oponerse. Como ningún familiar se ocupaba de él, no había razón para
consultar a sus allegados. La decisión, pues, quedaba en manos de los dos equipos que
decidieron no continuar la diálisis. 

Todos estaban de acuerdo, pero había una gran resistencia en el equipo de enfermeras
de psiquiatría: cuando ellas se ponían en el lugar del paciente, decían que para Roberto
era mejor suspenderla, pero cuando volvían a su papel de enfermeras,  se sentían muy
mal con la idea de tener que acompañar a alguien a la muerte. Como para este señor se
trataba de su última vivienda, era inimaginable hacerlo salir de la psiquiatría. La
cuestión (para las enfermeras) se planteaba pues sobre saber cómo acompañar a este
hombre hasta la muerte. “Nosotras no hemos sido formadas para esto; al contrario,
hemos sido formadas hasta para recuperar a los suicidas. La finalidad de nuestro equipo
de servicio es tratar de revivir en todo paciente las más mínimas energías que todavía
queden en él y convertirlas en un punto de apoyo para tratar de revertir el vapor, las
fuerzas suicidas, las fuerzas  destructoras. Y en este caso nosotras aquí deberíamos
hacer lo contrario de lo que hacemos habitualmente....”. 
Se formó todo un debate en el equipo de psiquiatría para saber si entraba o no en la 
misión de un equipo acompañar a alguien hasta su muerte, y por tanto darle cuidados
paliativos. Finalmente, tras una larga discusión, les dije que, cuando se ocupaban de un
suicida, se ocupaban de una mala distribución de las pulsiones de vida y de muerte, y
que en el acompañamiento de un moribundo también se trataba de una redistribución de
las pulsiones de vida y de muerte.  Añadí que había una analogía por estudiar, que ellas
no estaban tan poco equipadas como aquí para hacer lo que ellas sin duda deberían
hacer; simplemente ellas tenían que darse cuenta de que la finalidad era diferente: no se
trataba ya de recuperar, redinamizar la energía de un paciente, sino de aceptar que ya no
hay nada por recuperar, y que hay es que tratar de que suceda lo menos mal posible.
Esta toma de posición fue entonces objeto de una discusión apasionada. 

Después de esta discusión, el médico jefe de servicio, que es un psiquiatra para quien
trabajar en psiquiatría es estar en un perpetuo trabajo de auto-transformación personal,
propuso al equipo todo un trabajo de encaminamiento sobre sí mismo (el equipo) para
redistribuir las posiciones de cada uno de los miembros respecto a la muerte, y
particularmente de la muerte de un paciente. 
 

Una vez realizado todo el trabajo, quedó claro para todos que este paciente iba a
terminar sus días en el ala psiquiátrica y que los agentes de salud serían “su familia” y
lo acompañarían hasta la muerte. 

El cuadro clínico de un paciente de insuficiencia renal a quien no se hace más diálisis es


la intoxicación, evidentemente. Un tal paciente se envenena desde dentro, es alguien
que ya no evacúa mucho, lo que quiere decir que hay que darle a beber lo menos
posible. 

Ahora bien, había un problema, que el último placer que parecía quedarle en la vida a
este señor era el beber un trago -no necesariamente de alcohol, de agua, simplemente- le
gustaba el gesto físico de beber. Y bebía más agua de la que necesitaba orgánicamente,
simplemente porque le gustaba. Por tanto se podía prever que se iba a inflar y que
probablemente se asfixiaría. Ahora bien, la muerte por asfixia es una muerte en extremo
dolorosa, y los agentes de salud se dijeron: “No se puede permitir que Roberto se asfixie
así! No se puede ya ponerlo bajo asistencia respiratoria, sería absurdo; entonces qué
vamos a hacer?” La única manera es inyectarle morfina de modo que finalmente se le
remedien todos los sufrimientos. Pero es seguro que va a ser necesario aumentarle la
dosis, que, en un momento dado, resultará letal y por tanto lo matará. 

Esto fue lo que se hizo pocos momentos antes de que muriera de asfixia. 

Preguntas 

1. ¿La inyección de la última dosis de morfina consistió en la eutanasia de este


paciente?

2. ¿Qué otra línea de conducta habría podido adoptar el equipo?

3. ¿El equipo no sobrepasó sus derechos al no consultar a la familia considerando que


ellos mismos eran “los allegados” del paciente?
4. ¿Si la familia hubiera intervenido, qué habría sucedido?

5. ¿Tenía el equipo intención de matar al paciente?

6. ¿Era sabio esperar que el paciente estuviera a punto de morir de asfixia?  ¿No
habría sido preferible actuar más pronto? 
 

Quinto caso  - Adela, o “no hay más camas  en neuro”

(Experiencia contada al autor por una enfermera indignada5) 


 

Adela era una dama de unos 70 años que tapizaba en su casa. Había resuelto cambiar
el papel de los muros de su sala, pero cayó de la escalera y se fracturó el cráneo. Ella
fue recogida inmediatamente, pues no estaba sola en la casa. En cuanto la sintieron
caer, llamaron una ambulancia y fue llevada muy pronto al hospital. Ella tenía un
traumatismo craneano muy severo y, una vez llegada a urgencias, se le hizo una
escanografía rápida que reveló una fuerte hemorragia en los ventrículos cerebrales;
hemorragia que no era operable. El balance neurológico de Adela establecía que se
había presentado un coma irreversible. 

La paciente se encontraba pues en cuidados intensivos, pero sin ninguna asistencia


respiratoria, ni renal, ni cardíaca. Adela normalmente habría debido ser transferida a
neurología.  No tenía nada que hacer en cuidados intensivos pues no estaba en una
situación critica. Su situación era grave pero no crítica. 

El problema era que no había una sola cama disponible en neurología en ese momento.
Uno de los médicos del servicio de guardia decidió administrarle una  mezcla de
medicamentos que desconecta, juzgando que la paciente de todos modos iba a tener
una vida atroz si no se intervenía.  Esto fue lo que dijo a las enfermeras y lo que
probablemente pensaba él muy sinceramente por demás. Por tanto previno a la
enfermera jefe, le explicó la situación, le dijo que era una paciente por la cual no se
podía hacer ya nada y que era necesario que el asistente de guardia le administrara la
prescripción que él mismo había redactado. 

Se administró efectivamente la prescripción a Adela, y en ese momento el médico


ordenó a la enfermera llamar por teléfono a la familia para decirle que el estado de la
paciente se había agravado y que no se podía hacer nada. La familia llegó a la
cabecera de Adela moribunda. La enfermera se ocupaba de los visitantes mientras
administraba la medicación a la paciente mientras a la familia se le había dicho: “Hay
que venir, pues ella va muy mal, va a morir por sí misma”.  La familia nunca sospechó
nada y 4 horas más tarde murió la paciente. 

Preguntas 

1.¿Se trata de una eutanasia? Se debe considerar que Adela ya estaba muerta cuando
el médico le hizo inyectar la medicación? 

2. ¿Qué otra posibilidad de actuar habría podido adoptar el médico? 


3. ¿La apretura económica es un factor aceptable en la toma de una decisión clínica? 

4. ¿Aquellos de nuestros semejantes que están en estado de coma prolongado o de


coma vegetativo comprobado están aún vivos o son ya cadáveres? 

5. ¿Cuáles son las mentiras que, según la narración de la enfermera, marcan esta
situación hasta el punto de hacerla insoluble? 
 

Sexto caso  - Willy o la insistencia terapéutica difícil

(Experiencia contada al autor por una enfermera) 

Se anunció al equipo de cuidados intensivos de un hospital bruselés que un señor -lo


llamaremos Willy- podría llegar al servicio, de regreso de la sala de operaciones
después de la resección de un tumor abdominal. Si no salía demasiado mal, se le
enviaría a los cuidados intensivos. Si estaba demasiado invadido por el tumor, se le
enviaría a medicina interna con una bomba de morfina. 

El paciente llegó a cuidados intensivos. El equipo concluyó que había esperanzas. En


realidad, sufría de un linfoma muy avanzado y  sin embargo había sido operado “para
intentar lo imposible”.  Después de dos semanas de tratamiento, el paciente fue
desentubado. Y se decidió administrarle una quimioterapia (su pronóstico de vida era
de dos a seis meses). Recibió su primera quimioterapia y tuvo una fuerte reacción:
temperatura, escalofrío y caída de la tensión. A pesar de todo se continuó dándole
cuidados intensivos y las transfusiones para poder transferirle lo más pronto posible a
medicina interna. 

Las enfermeras protestaron a menudo contra estos tratamientos, preguntándose para


qué hacer todo eso. 

Finalmente, al mejorar su estado, Willy fue trasladado a medicina interna e inclusive


poco más tarde pudo volver a su casa. Vivió en casa más o menos un mes en un estado
de fatiga y enflaquecimiento crecientes. Pero estaba feliz de poder todavía ir y venir  a
su antojo. 

Fue readmitido a cuidados intensivos por una obstrucción bronquial. Todos los que lo
conocían notaron que él había cambiado: estaba muy débil y prácticamente ya no
podía hablar. Después de dos días, su obstrucción bronquial se hizo tan fuerte que el
médico decidió entubarlo sin haberlo discutido previamente con el equipo. El explicó
que el paciente pedía que se hiciera todo lo posible para que pudiera volver a su casa.
Después de algunos días el paciente fue desenlutado y agradeció al médico por su
decisión. 

Infortunadamente tuvo una complicación y el médico lo envió de nuevo a la sala de


operaciones. Su cáncer había invadido todo el abdomen. El médico decidió no
despertarlo y darle opiáceos para abreviar sus sufrimientos. El paciente murió en la
noche rodeado de los suyos 

Preguntas 
1.¿ El encarnizamiento terapéutico es inmoral? 

2. ¿Se debe hacer una distinción entre encarnizamiento terapéutico e insistencia


terapéutica? 

3. ¿La voluntad del paciente es el único o el principal criterio de decisión clínica? 

4. ¿La calidad de la comunicación entre enfermera y médico debe garantizarse antes


de toda toma de decisiones? 
 

Séptimo caso - Lidia, o “mueres con una muerte fina”

(Experiencia discutida en reunión de agentes de salud en presencia del autor) 

Lidia es una niña de 7 años. Esta es su tercera estadía en el hospital. Las enfermeras del
servicio de pediatría la conocen bien. Lidia sufre de un cáncer incurable y parece
saberlo. Ella mira a su alrededor con grandes ojos marrones interrogadores y una carita
impresionantemente madura y confiada. Sus padres la acompañan siempre y nunca la
dejan sola más de algunas horas. Están tristes, profundamente, pero enfrentan la
adversidad con valor y lucidez. 

Algunas noches Lidia se queja de “sentir dolores por todas partes”. Las enfermeras lo
han indicado en su reporte y han sugerido que se le administren medicamentos
apropiados, ya que los anti-dolores habituales ya no son suficientes. Frente a la
perspectiva de darle productos derivados de la morfina, la doctora responsable duda y
da largas. Ella teme los efectos secundarios. Algunas enfermeras también están en
duda. 

En esta situación de desacuerdo entre los agentes de salud, ciertas enfermeras desean
una discusión abierta entre los médicos, las enfermeras y la familia. Pero nadie toma la
iniciativa porque cada cual está desbordado por el trabajo. Sin embargo, después de una
noche especialmente dolorosa, revive la discusión más insistente: 

- No se puede dejarla sufrir así, sería demasiado cruel! 

-Quizás, pero no hay derecho a acortarle la vida! 

La enfermera jefe decide entonces hacer al medio día una pequeña reunión a la cual
invita a los médicos pediatras, las enfermeras de día y de noche disponibles, lo mismo
que al consejero de ética del hospital. Los parientes no son invitados por cuanto no es
costumbre del hospital, y su presencia se sentiría como demasiado impresionante por el
equipo. Es claro sin embargo que ninguna medida concreta se tomará respecto a Lidia
sin un diálogo con ellos, diálogo que cada uno desea lo más transparente posible. 

Se entabla una animada discusión sobre la conducta que se ha de seguir: 

- Dar morfina a la niña no es aceptable; es matarla. Yo no la quisiera para mi propio


hijo. Sería aceptable en geriatría, pero en pediatría, no! 
- Por lo demás, la morfina es sinónimo de muerte fina. Es fina pero mata. Y además:
tumor = tú mueres. 

-Yo preferiría perder mi embarazo y que Lidia viva! 

- Todos nos sentimos impotentes y ella está realmente mal. 

Después de una primera ronda a lo largo de la cual cada quien expresa su percepción del
asunto debatido, se proponen diferentes elementos de reflexión tanto en el plano clínico
como en el ético. Un médico anestesista expone brevemente las posibilidades de la
farmacopea en materia de terapéutica del dolor. El ético subraya los efectos primarios y
los efectos secundarios de un acto, y propone que no se juzgue la decisión que se ha de
tomar sin poner en contrapeso las dos clases de efectos. El distingue también la
intención de aliviar el dolor y las consecuencias no queridas del acto puesto para
realizar esta intención. 

Luego de estas clarificaciones más técnicas, se decantan las emociones y cada agente de
salud conviene en que sería bueno comenzar una nueva etapa con los padres sobre la
base siguiente: 

- Lidia sufre, es cosa clara. 

- Lidia vive sus últimas semanas. Es cosa dramática, pero no se puede impedir que ella
muera pronto. 

- Existe una posibilidad  de aliviarle su dolor, por una parte. Pero la medicación que
convendría administrarle en esta perspectiva conlleva un riesgo, reducido pero real, de
abreviar sus días. 

- Pensamos que sería bueno darle este tipo de medicación para que viva sus últimos días
de una manera más distensionada. Se le ahorrará así sufrimientos que nos parecen
inútiles. 

Los padres de Lidia acogieron con alivio esta perspectiva que ellos deseaban sin haber
tenido la posibilidad de decirla explícitamente.  No es que no haya habido diálogo con
ellos anteriormente, sino que estos deseos son difíciles de clarificar cuando las personas
están solas para enfrentar el sufrimiento de una criatura a quien se ama. 

Once días más tarde murió Lidia en los brazos de su madre y al lado de su padre. Ella
estaba rodeada de las enfermeras disponibles y de la pediatra que velaba atentamente
para evitarle los sufrimientos evitables. Los episodios de dificultad respiratoria que
sobrevienen frecuentemente en tales casos pudieron serle ahorrados grandemente. 

Preguntas 

1. ¿Estamos frente a un caso de eutanasia? 

2. ¿Lidia no fue “instrumentalizada” para  tranquilizar a sus padres y a las


enfermeras? 
3. ¿Los padres tienen el derecho de decidir por su hijo?  ¿O este derecho compete al
equipo de agentes de salud? 

4. ¿Hay que hacer una distinción entre el uso de la morfina en pediatría y en geriatría? 
 

Octavo caso - Luisa o la anorexia hemorrágica

(Experiencia contada al autor  por una enfermera) 


 

Es la historia de una anoréxica. Luisa era la menor de una familia de Quebec,


compuesta de nueve hijos. Siempre había tenido desórdenes psicológicos desde su
infancia y nunca se había casado. Hace dos años perdió a su padre, a consecuencia de
lo cual quedó muy perturbada. 

Un día ella confió a su hermana que la próxima que moriría en la familia sería ella. Su
estado anoréxico se agravó y fue necesario colocarla en un establecimiento
especializado para desórdenes mentales.. 

Tiempo después, fue trasladada a cuidados intensivos por un grave problema de


degradación general e igualmente una insuficiencia respiratoria. No pesaba sino 31
kilos. Fue entubada, pero muy pronto su estado general se degradó hasta el punto de
que fue necesario instalarle un casete de hemofiltración. Los cuidados prodigados eran
muy complejos. Su estado a duras penas mejoraba. Muchas veces pensábamos: ¿pero
esto de qué sirve? 

Después de muchos días de incertidumbre, ella mejoró. Se creía en una curación. Los
aparatos que la rodeaban disminuían día a día. Pero ella no pesaba sino 23 kilos. 

Un día se descubrió que Luisa perdía sangre por vía enteral. Esto era una indicación
de gastroscopia y colonoscopia; pero en una mujer de 23 kilos hubiera sido infligirle
una tortura prácticamente inútil. 

El médico reunió al equipo y le preguntó su opinión. El equipo pensó unánimemente


que no se debía encarnizar más; que se debía evitar a Luisa eventuales sufrimientos y
administrarle morfina más bien que un cocktail lítico cuya fuerza parecía
desproporcionada a su debilidad. Ella resistió todavía un día entero, lo que es
admirable para una mujer de tal peso. 

Así que nosotros le ayudamos a partir en vez de  esperar que muriera por hemorragia
lenta. 

Había un malestar en el equipo, una especie de culpabilidad que se acrecentó cuando


el médico jefe de servicio, que no había participado en la discusión, desaprobó
claramente la decisión tomada. 
 

Preguntas 
1. ¿Hay alguna diferencia moral entre eutanasia y suspender los cuidados y dejar
morir? 

2. ¿Se puede considerar la trayectoria de la vida de la paciente como un signo seguro


de su deseo de vivir o de morir? 

3. ¿De dónde procedía el malestar sentido aun desde antes que el médico jefe
expresara su desaprobación? Era el sentimiento de haber practicado una eutanasia
injustificable? 

4. ¿Hay derecho de prodigar a alguien cuidados que contradicen sus hábitos de vida?
Ejemplos: alimentar a un anoréxico, hacer un injerto de hígado a un alcohólico o de un
pulmón a un fumador? 
 

Noveno caso - Laura, o la resistencia a la morfina

(Experiencia contada al autor por una enfermera) 

Una dama de unos sesenta años -a quien llamaremos Laura - había sufrido una
intervención para remediar una oclusión intestinal. Había sido necesario extirparle un
trozo de intestino. Pero no había nada de canceroso.  No había nada inquietante. El
pronóstico era muy favorable. De pronto Laura comenzó a  quejarse de muchos
dolores abdominales. Como, en principio, no había nada qué temer y la auscultación
no manifestaba nada de particular, se la “etiquetó” de floja. 

Al cabo de algunos días, el médico, al examinarla nuevamente, observó que su vientre


había cambiado de aspecto en relación con la víspera.  Decidió enviarla de nuevo a la
sala de cirugía. Al abrirla se comprobó la catástrofe: Laura había sufrido un infarto
mesentérico, es decir, que un coágulo había obstruido una arteria en el nivel del
intestino delgado y había provocado la necrosis del órgano por falta de oxígeno y de
aporte energético. Era algo muy doloroso. Todo su intestino delgado se había asfixiado
y se había podrido. Ya no había nada qué hacer, porque no le quedaban ni unos
centímetros. Sin intestino no se puede vivir. Los cirujanos cerraron de nuevo el
abdomen y devolvieron la paciente a cuidados intensivos con la misión para el equipo,
de prodigarle cuidados paliativos. 

Ahora bien, Laura, antes de ir la segunda vez a la sala de cirugía, me había confiado el
afecto que tenía para con sus pequeñas hijas y su deseo de gozar aún de su presencia.
Era demasiado joven para morir. Yo se lo había asegurado, pensando realmente que su
caso no era grave. De hecho ella se sentía morir y yo había hablado demasiado
pronto. 

Cuando Laura volvió de la sala de cirugía, se le colocó una bomba de morfina. Con los
medicamentos morfínicos habituales, sólo pasan algunas horas antes de que los
pacientes se duerman y mueran apaciblemente. En el caso de Laura, el médico decidió
actuar de otra manera, por razones que son sin duda excelentes, pero que nosotros
ignoramos. Laura estaba resistiendo a la morfina. Se resistía a morir.  Estaba con
respirador y no abría ya los ojos, pero no moría. Su tensión arterial no bajaba. 
Sus hijas estaban a su alrededor, desoladas. Yo les expliqué que su madre estaba bajo
morfina para mitigarle el dolor y que esta medicación tenía el inconveniente de
acortarle la vida. Pero ella no moría. Las hijas habían aceptado bien lo que les
expliqué y habían manifestado su acuerdo para que se le mitigara el dolor a la madre
aunque el procedimiento debía tener el efecto de apresurar su muerte. Pero las tres nos
dábamos cuenta de que la situación se prolongaba demasiado. Por la noche, en mi
casa, soñé que Laura estaba todavía viva y a la mañana al llegar al hospital supe que
estaba en lo  cierto. Y de hecho ella estaba siempre viva. 

Finalmente, propuse a las hijas de la señora que le hablaran y le dijeran que podía
dejar de luchar y dejarse morir, con todo el afecto de la familia y de sus hijitas. Las
hijas aceptaron. Nos sentamos todas tres sobre la cama y hablamos en este sentido a la
enferma. Le dijimos que nadie le exigía luchar contra todo, que comprendíamos bien
que ella estuviera triste, que también estábamos tristes, que todos los suyos la amaban.
“Puedes irte, Mamá, puedes partir en paz, has hecho todo lo que debías, estamos muy
cerca de ti, contigo”.  Laura murió apaciblemente poco después de que le hablamos
así. Las tres también estábamos tranquilas de haberla podido liberar de sus últimos
esfuerzos por aferrarse a una vida que se había vuelto imposible. 

Luego nos preguntamos si habíamos hecho un acompañamiento correcto.  ¿No


habíamos sido un tanto avaras en las dosis de morfina?  ¿No habría sido mejor que
procediéramos de otra manera y así le hubiéramos evitado luchar en vano durante
cuarenta y ocho horas? 

Preguntas 

1. ¿Se trata de un caso de eutanasia o de un caso de acompañamiento sostenido con


cuidados paliativos? 

2. ¿La medicación administrada a Laura tiene por efecto desencadenar su muerte? 

3. ¿Qué papel conviene reconocer a la palabra en esta experiencia? 

4. ¿Toda muerte no debería ser acompañada con una “palabra que desliga” como
aquella de la cual se benefició Laura? 
 

Décimo caso - Hubert, el insoportable o la lección de humildad

(Experiencia de tres enfermeras cuya narración resumió el autor). 

En realidad  estas tres enfermeras de un hospital universitario me hablaron más de ellas


que de su paciente. Al contarme la historia de este último, ellas tuvieron en cuenta la
evolución de su actitud respecto a él con el correr del tiempo. Y este aspecto de la
narración es el que quiero subrayar principalmente. 

Se trata de un paciente de 53 años a quien se había diagnosticado un cáncer de huesos


con múltiples fracturas. Primero, Hubert había estado hospitalizado en otra región
donde él había estado en la unidad de cuidados intensivos y donde le habían
diagnosticado su cáncer.  Cuando llegó al hospital universitario, a raíz de una mudanza
debida a un cambio de empleo, estaba en período de remisión desde hacía más o menos
un año. Llegó al hospital en ambulancia con unos dolores atroces, hasta el punto de que
se le debió colocar primero bajo morfina intravenosa. 

Su familia esperaba que sucediera lo mismo que en su primera hospitalización; una fase
aguda, seguida de un período de remisión suficientemente largo. Sin embargo, contra lo
esperado, el estado de Hubert continuó deteriorándose. 

Siempre bajo morfina, fue sometido repetidas veces a radioterapia. Inclusive se pensó
en enviarlo a exámenes de resonancia magnética para estar plenamente seguros de
localizar bien el dolor. Pero su estado general representaba una contraindicación a esta
investigación diagnóstica complementaria. 

Hubert rehusaba reconocer el recrudecimiento de su enfermedad. Había sufrido un


divorcio seis años antes y había hablado muy poco  de ello. Las enfermeras se
preguntaban si él había hecho realmente su duelo de esta primera unión. Cuando ellas
hablaban de esto con el hijo de él, quedaban con la impresión de que Hubert había dado
vuelta a la página sobre este acontecimiento. 

Se había casado de nuevo dos meses antes de su primera hospitalización. Tenia tres
hijos de su primer matrimonio, uno de los cuales vivía con él. Este había venido a vivir
en la región a fin de estar cerca de su padre. Ahora bien, había un diferendo entre el hijo
y la nueva cónyuge de su padre. El se había hecho a la idea de que su padre estaba al
final de su vida, pero su madrastra se rehusaba a capitular. Había mucho que hacer: iba
al colegio, trabajaba y pasaba noches a la cabecera de su padre sin dormir gran cosa,
pues cuando Hubert despertaba quería siempre tener a alguien a su lado. Su madrastra
hubiera querido que él estuviera aun más. El muchacho terminó por dejar la habitación
de su padre antes que dejar el colegio. 

Igualmente hay que señalar que la primera esposa de Hubert trabajaba en el hospital
universitario. Ella por tanto conocía el potencial médico disponible en esta institución
para atender a su ex-marido, y preguntaba regularmente a las enfermeras para
asegurarse de que el equipo médico ponía todos los medios para salvarlo. Las
enfermeras tenían la impresión de que la nueva mujer, a diferencia de la ex-cónyuge, no
comprendía lo que pasaba: ellos eran muy exigentes respecto a los cuidados de
enfermeras y médicos. 

Hubert era difícil de cuidar. Por desconfianza y temor más o menos inconsciente a la
eutanasia, rehusaba a menudo las medicaciones y decía  las enfermeras: “Es cosa mía, la
hora en que voy a morir la decido yo. No eres tú quien me la va a decidir”. Antes de
llegar allí, él siempre había tenido la esperanza de que se podría hacer alguna cosa;
nunca había comprendido que era el final. 

Su familia estaba con él veinticuatro horas sobre veinticuatro hasta que vino la
discordia, pues las personas ya no podían vivir esta situación que había durado de
noviembre a febrero. Se había vuelto en extremo difícil cuidarlo, porque Hubert
rehusaba todo cuidado sospechoso de acelerar su muerte negando envalentonado que
ésta se estuviera acercando. 
Para complicar las cosas, el hermano de Hubert era hemato-oncólogo. Por tanto estaba
muy consciente de la evolución del paciente, pero se comportaba como si la situación
debiera mejorar de un día para otro. Se desplazaba a menudo para ver al enfermo; el
equipo médico parecía fiarse implícitamente de él para que sensibilizara a Hubert sobre
su estado. Pero el hermano médico no decía nada, parecía suponer que era asunto del
equipo médico hablarle. El enfermo era en extremo refractario a toda información.
Cuando se intentaba hacerlo reflexionar sobre la gravedad de su estado, se cerraba
mucho. 

Brevemente, se le cultivaba  la esperanza a Hubert, sabiendo suficientemente que esta


esperanza era infundada. El enfermo hacía preguntas, pero no quería escuchar
respuestas. 

Era un hombre inteligente, dinámico, que tenía mucha personalidad, de carácter, y que
había tomado sus decisiones durante toda su vida, y ahora ya no podía tomarlas. 

Fue sometido a medicación. Se le administraba decadrón para atenuar su dolor, pero


este medicamento podía provocar perturbaciones psíquicas. Hubert estaba agitado,
alucinado, presentaba algunos elementos de paranoia. Llamaba a su nueva mujer y le
decía que lo que sucedía era culpa de ella, que ella lo abandonaba, que él estaba
abandonado lo mismo que por su primera mujer. En este momento se le dio un remedio
un poco más fuerte. Al final de cuentas, lo único positivo, pero esencial que Hubert
alcanzó a decir a su esposa, fue que la amaba. Al día siguiente murió.  Ella estaba a su
cabecera. 

Las enfermeras que habían vivido esta situación contaban al mismo tiempo su
enfrentamiento con su  propia impotencia frente al conjunto de órdenes paradójicas que
ellas recibían de las diferentes personas que intervenían en esta situación. Mientras más
se afanaban ellas por mitigar al paciente, más torturado se sentía él y rehusaba sus
cuidados, por lo demás indispensables. Ellas terminaron por impacientarse y volverse
agresivas para con este hombre que les impedía literalmente cumplir correctamente su
oficio y, además, las culpabilizaba, dándoles la impresión de que cumplían mal su deber
haciéndole mal. 

Ellas terminaron sin embargo por comprender a pesar de su  propio rechazo a una
situación que ellas vivían intensamente como injusta, tanto para con ellas mismas como
para con el paciente, que a reaccionar así en el sentido de una culpabilidad injustificada,
ellas envenenaban más aún la situación en lugar de apaciguarla. Ellas entonces
resolvieron  dejar pasar, como decía una de ellas, y no querer más para este paciente,
sino sólo estar ahí, presentes y disponibles, pero sin ninguna voluntad determinada de
hacer esto o aquello. Ellas renunciaron a todo proyecto distinto de su sola presencia. Y
cuando murió su paciente, tuvieron el sentimiento de haberle regalado una relativa paz
que ellas no habían podido instaurar sino renunciando a aliviarlo y contentándose con
prodigarle algunos cuidados de bienestar. 

Preguntas 

1. ¿Es aceptable renunciar a actuar por irritación? 


2.¿ Es aceptable renunciar a actuar cuando una mirada lúcida sobre la situación
descubre que proseguir una acción sería perjudicial no solamente para los agentes de
salud sino, de rebote, también para el paciente? 

3. ¿No debería decirse que en esta situación hay varias relaciones


instrumentalizadoras? ¿Cuáles? ¿Cómo se las habría podido solucionar? 

4. ¿Hay mentira en esta experiencia?  Podría sentirse la tentación de responder


afirmativamente dado que el paciente ignora su verdadero estado. Pero por otra parte,
él rehusa saberlo!  ¿Es tan fácil determinar quién miente a quién? 

5. ¿No convendría que en una situación tan compleja alguien esté encargado de
verificar que  la información circule correctamente entre todas las personas
interesadas? ¿En caso afirmativo cómo debería proceder la persona que  recibiera este
mandato?

CAPITULO 3 

ÉTICA DE CONVICCIÓN Y ÉTICA DE RESPONSABILIDAD 

En la cultura de hoy, muchas grandes escuelas de ética fundan sus enseñanzas en


convicciones. En una primera aproximación podemos contentarnos con distinguir dos
grandes: una ética de la sacralidad de la vida y  una ética de la libre disposición de sí.
La primera se apoya en la convicción de que la vida es sagrada.  Se entiende que se dan
toda clase de ramificaciones: para unos es sagrada toda forma de vida, como en el
hinduismo o en ciertas formas de budismo y, más cerca de la realidad occidental, el
“ecologismo” radical. Para otros, solamente es sagrada la vida humana, no la vida
animal o vegetal. Es el caso de ciertas versiones del judaísmo, del cristianismo y del
Islam, por ejemplo. 
 

“Sacralidad de la vida” y  “derecho a disponer de sí mismo” 

Como aquí tratamos de la eutanasia en humanos, hablaremos esencialmente del carácter


sagrado de la vida humana. Ciertas personas sostienen por convicción profunda que es
Dios quien ha creado la vida, el universo, el ser humano, y que es Dios quien decide
cuándo va una mujer a concebir un hijo, y que por tanto es Dios quien da la vida y él
quien la retoma. A sus ojos, la vida es sagrada porque es un don de Dios y nosotros no
tenemos derecho de disponer de nuestra propia vida, ni, con mayor razón, de la de los
demás. 

En esta ética de convicción, el homicidio no solamente es criminal sino también


sacrílego.  Es criminal porque nadie tiene derecho de matar a su semejante, y es
sacrílego porque al matar a un semejante, el hombre ataca la obra de Dios, se
contrapone a Dios. 

La otra gran ética de convicción que encontramos en nuestra cultura en materia de


eutanasia es la ética de la libre disposición de sí. Esta visión de las cosas se apoya en la
convicción de que nada es más precioso que la libertad humana, el derecho de hacer lo
que uno quiere, cuando lo quiere, como lo quiere, con la única limitación de no
perjudicar a otro. 

Evidentemente estas dos éticas de convicción toman posiciones radicalmente diferentes


frente a una misma situación. Por ejemplo, en una ética de la libre disposición de sí, no
se plantea la cuestión de la guerra exactamente de la misma manera que en una ética de
la sacralidad de la vida. Lo mismo para el tema del aborto. Una ética de la libre
disposición de sí afirma que es la mujer quien debe decidir, o que puede decidir, si
guarda o no una vida que ella lleva en sí. En la ética de la sacralidad de la vida, la mujer
no puede decidir; nadie puede decidir: esta vida existe y debe seguir existiendo.
Nosotros somos los instrumentos de la vida que se propaga. 

En materia de eutanasia es igual: en la ética de la sacralidad de la vida, se dice que no se


tiene el derecho de proporcionar la eutanasia a nadie, que no hay derecho de intervenir
en este proceso, que se debe cuidar a las personas normalmente, con las reglas de este
arte. Se dice además, que si se pueden evitar sufrimientos demasiado grandes a alguien,
está bien hacerlo, pero que nunca se puede hacerlo sin el consentimiento de la persona,
porque el sufrimiento puede ser purificador, quizás un camino de crecimiento personal
en la historia íntima de cada uno; pero se precisa que tampoco se tiene el derecho de
imponer a alguien un camino hacia la perfección. 

En el fondo estas éticas de convicción conllevan algo de arbitrario, es decir, un


elemento injustificable, un elemento de creencia, de adhesión afectiva a un principio.
Este principio puede ser muy noble en sí mismo, pero también conducir a callejones sin
salida imposibles para quienes adhieren a ellos radicalmente. Sea como fuere, una parte
no tendrá el mismo respeto por la vida que la otra. 

Esto presenta un cuadro muy rápido de dos grandes orientaciones morales y de las
consecuencias que de ellas nacen en materia de respeto a la vida. Estas dos morales
tienen posiciones muy diferentes sobre el homicidio. Quisiera subrayar que la eutanasia
no presenta problema moral en una y otra perspectiva sino en la medida en que ella
implica la supresión de un ser humano, lo cual es un homicidio. 
 
 

El homicidio 

Por tanto hay que definir lo que es un homicidio. El Diccionario Petit Robert  lo define
como “la acción de matar a un ser humano”,  en otros términos, quitarle la vida. El
homicidio puede ser deliberado, accidental, premeditado, puramente indecente, o
legitimo, como en la legítima defensa. Por tanto hay muchas clases de homicidios, pero
la eutanasia, si no es homicidio, no plantea ningún problema. En este libro nosotros
hablamos de la eutanasia en el sentido actual, vehiculado por los medios de
comunicación; y no en el sentido dado a esta palabra por algunos filósofos de los siglos
XVI y XVII, que hablaban de la muerte dulce, lo que hoy se llama “cuidados
paliativos”. 

El vocabulario ha cambiado a lo largo del camino. Lo que nosotros llamamos hoy


cuidados paliativos, autores como Francis Bacon y otros lo llamaban antiguamente
muerte dulce, es decir, eutanasia, en el sentido etimológico y estricto del diccionario.
Mientras que lo que hoy llamamos eutanasia es un homicidio por compasión; hay que
especificarlo muy claramente. ¿ Puede cometerse un homicidio por compasión?  Este es
el tema de este libro. 

¿Pero de dónde proviene la idea de que no se puede matar a un semejante? 

La primera reacción del lector frente a esta cuestión es sin duda que la respuesta brota
de una evidencia. Podría decirse que esto es evidente. ¿Pero es realmente así? Para la
mayoría de los humanos que viven en las sociedades llamadas civilizadas, es evidente
que no se puede matar a los semejantes. Es el axioma fundamental de la vida social. La
prohibición del homicidio se incorpora al concepto de sociedad para darle su estructura
esencial, tan seguramente como el maderamen determina la forma y la solidez de una
casa. Si una vez más nos referimos al Petit Robert, se verá que la palabra sociedad se
aplica a “relaciones entre personas que tienen o ponen algo en común”. La vida human
es la base común de todos los humanos sin excepción y todos juntos forman lo que se
llama genéricamente la sociedad humana. Quitar la vida a alguien es sustraerlo de la
comunidad humana y, por lo mismo, comprometer la integridad del todo. Todos los
humanos dignos de este nombre deberían reconocer que ellos mismos, lo mismo que
todos los demás humanos, pertenecen intrínsecamente a la sociedad humana y que, por
el mismo hecho, todos gozan del derecho inalienable a la vida. En este nivel, todos los
humanos son equivalentes. 

La prohibición del homicidio parece generalmente reconocida. En este punto no hay


diferencia entre las éticas de la sacralidad de la vida y  las éticas de la libre disposición
de sí mismo. Todas reconocen la validez de esta prohibición fundamental: “No matarás
a tu semejante”. Sin embargo, ellas no definen de la  misma manera el círculo de los
semejantes. 

Para los ciudadanos de la democracia ateniense en tiempo de Pericles, los semejantes


eran los varones ciudadanos de la Ciudad; las mujeres no eran semejantes, ni los
esclavos, ni a fortiori los bárbaros. Había derecho de vida y muerte sobre los esclavos
siempre, sobre los bárbaros en caso de guerra e inclusive sobre las mujeres en ciertos
casos; y los hijos, aun varones, no eran semejantes. Para los atenienses del siglo V antes
de Cristo, sólo la vida de los ciudadanos era sagrada. Para los sostenedores de la
sacralidad de la vida en el siglo XX, el círculo de los semejantes se extiende desde el
ovocito fecundado hasta el moribundo cuyo electroencefalograma presenta un trazo
plano. Todo lo que está dentro de estos límites es el círculo de los semejantes. Para los
sostenedores de la libre disposición de sí, un semejante es aquel que es capaz de
autodeterminarse. Un limitado mental profundo arriesga mucho a no ser considerado
como un semejante. Las dos escuelas de pensamiento cuyas posiciones esquematizo
aquí, reconocen la prohibición del homicidio, pero no marcan de la misma manera el
círculo de los semejantes; este círculo no incluye y no excluye los mismos seres según
las dos escuelas. 

Ls éticas de convicción encuentran muy pronto sus propios límites, en razón de su


multiplicidad y de  la diversidad de las interpretaciones que hacen de los mismos. 
Nuestras convicciones más profundas conllevan inevitablemente una parte innegable de
arbitrariedad. La razón es que estas convicciones se arraigan en nuestra primera
infancia, en nuestra herencia cultural, en nuestra lengua materna, en la manera de
denominar la experiencia vivida o transmitida. Nuestras creencias mas íntimas, de cada
una y de cada uno, son como una configuración cultural heredada, a la cual está ligada
nuestra identidad cultural. 

El criterio de “causalidad” 

A partir de nuestras convicciones más profundas es de donde nos ponemos en


movimiento en la existencia; a partir de éstas nos indignamos, nos encolerizamos
porque la realidad no es la que debería ser, porque hay injusticias, abominaciones. Si no
tuviéramos convicciones, o tendríamos ninguna capacidad de protestar, de reaccionar,
de resistir, de querer transformar las cosas. Además, conviene observar  que las éticas
de convicción contribuyen, a pesar de sus límites radicales, a plantear el problema de la
eutanasia al concordar en prohibir el homicidio voluntario.  Yo fijaría un primer criterio
para distinguir lo aceptable de lo inaceptable en materia de respeto a la vida en la
proximidad de la muerte. 
 

Primer criterio: 

Es aceptable una acción que no provoca la muerte de un semejante; es inaceptable una


acción que de por sí provoca la muerte de un semejante. 

Es lo que llamaré más adelante criterio de causalidad. Este criterio, por importante que
sea, exige complementos que se pueden actualizar deteniéndose a dilucidar el concepto
de responsabilidad. 

Sin embargo, en el contexto multicultural de hoy, las éticas de convicción son una
fuente desarmonías más que de concordia. Para convencerse, basta pensar en la
extraordinaria floración de los fundamentalismos de toda clase. Hoy, pues, no basta
invocar los principios de una ética de convicción, sea cual fuere, para resolver la
cuestión de la legitimidad del homicidio por compasión. Como lo ha sugerido el
sociólogo y filósofo alemán Max Weber, es necesario pasar de una ética de convicción a
una ética de responsabilidad6 ¿Qué quiere decir esto? 
 

“Ética de convicción” y “ética de responsabilidad” 

“Toda actividad orientada según la ética puede estar subordinada a dos máximas
totalmente diferentes e irreductiblemente opuestas. Puede orientarse según la ética de la
responsabilidad o según la ética de la convicción. Esto no quiere decir que la ética de
convicción sea idéntica a la ausencia de responsabilidad y la ética de responsabilidad a
la ausencia de convicción. Evidentemente esto no está en discusión. Sin embargo, hay
una oposición abismal entre la actitud de quien actúa según las máximas de la ética de
convicción -en un lenguaje religioso diríamos: “El cristiano cumple su deber, y en lo
que tiene que ver con el resultado de la acción, se remite a Dios”- y la actitud de quien
actúa según una ética de la responsabilidad que dice: “Debemos responder de las
consecuencias previsibles de nuestros actos7”. Un poco más adelante, en su célebre
conferencia, Max Weber precisaba que la diferencia esencial entre las éticas de
convicción y las éticas de responsabilidad consisten en que las primeras rehúsan la
justificación de los medios por el fin y afirman como única conducta el empleo de
medios intrínsecamente buenos por estar conformes con el deber. “El partidario de la
ética de convicción no se sentirá “responsable” sino de la necesidad de velar por la
llama de la pura doctrina a fin de que no se apague”. Descuidando el hecho de que “para
obtener fines buenos, la mayor parte del tiempo nos vemos obligados a valernos de una
buena parte de medios moralmente malos o por lo menos peligrosos, y por otra, la
posibilidad o la eventualidad de consecuencias malas8.” 

El tema de la responsabilidad es muy antiguo. La Biblia lo mismo que el teatro griego


de Esquilo, Sófocles y Eurípides plantean la cuestión de la responsabilidad de la acción
del sujeto humano. Caín es responsable de Abel, lo mismo que Adán y Eva de la
creación. En cuanto a Edipo, que termina por matar a su padre y casarse con su madre,
¿era responsable? No, pues en últimas él no sabía que ellos eran sus padres. El fue sólo
un juguete de los dioses. La cuestión de saber si el hombre es responsable de sus actos y
de sus gestos, si se le puede imputar la responsabilidad de sus propias decisiones o por
lo menos de las consecuencias de las decisiones que ha tomado, se inscribe muy
temprano en los archivos de nuestra cultura. 

Muy pronto se ha cayó en la cuenta de que la ética -es decir, la manera de intentar
responder a la pregunta “¿Qué hacer para actuar bien?”-  no puede contentarse con
responder:  “Obra de acuerdo con tus convicciones.” Sin repudiar nunca las
convicciones, la ética se ha hecho progresivamente sensible a las responsabilidades:
“Sigue actuando en conformidad con tus convicciones, pero cuida también de asumir
tus responsabilidades.”  Hay una especie de segundo nivel, un segundo grado que viene
a completar el primero sin suprimirlo.  En suma, viene a enriquecerlo. Max Weber
mismo lo reconocía al concluir su conferencia sobre el papel y la vocación del hombre
político:  “La ética de la convicción y la ética de la responsabilidad no son
contradictorias, sino que se completan mutuamente y constituyen juntas al hombre
auténtico, es decir, un hombre que puede aspirar a la “vocación política9”  En esta
misma perspectiva tendida hacia el “hombre auténtico” es donde se inscribe Eugène
Enríquez cuando propone completar la distinción weberiana añadiéndole los conceptos
de ética de discusión y ética de la finitud que evoqué en la introducción y que serán
desarrollados en próximos capítulos10 . 

La idea de responsabilidad es muy compleja. Se puede considerarla desde tres ángulos.


La responsabilidad del sujeto, individual o colectivo, en relación con las consecuencias
del acto o de la decisión. Igualmente la responsabilidad que proviene de las
competencias -uno es responsable de haber actuado en forma competente o no-,
finalmente una mirada responsable que se ha de echar sobre las intenciones de la
decisión o de la acción. Responsabilidad quiere decir que uno puede ser llamado a
responder  de las consecuencias de su acto, de la competencia con que se tomó la
decisión, y de la intención que orientó esta misma decisión. Este punto es en extremo
importante para toda discusión ética. 
 

La responsabilidad en cuanto a las consecuencias 

Comencemos por lo que puede parecer más fácil: las consecuencias. Es claro que si
colocamos fuego al rancho, esta noche tendremos que dormir en otra parte. El ejemplo
es radical, pero innegable.  Es obvio que si nos alimentamos mal, si no distinguimos el
veneno de los productos benéficos, probablemente nos vamos a enfermar. Hay
elecciones que se hacen o situaciones que se aceptan y terminan por provocar
consecuencias. Un individuo que lleva una vida sexual desordenada, sin precauciones,
en una metrópolis como París o Montreal hoy, no se protege de los riesgos...  Si en
otoño un automovilista va a 130 km. por hora en una pequeña carretera rural que él sabe
que se encuentra en buen estado, de por sí no hay mucho peligro. Pero si se atraviesa de
repente un  corzo, o lo mata o irá a caer en el barranco. El peligro de accidente es
mucho más grande que si fuera a 80 o 70 km. por hora, como lo recomienda el código
de vías. Hay consecuencias directas, indirectas y potenciales para las decisiones que
tomamos. 

Es un tema asaz claro para muchos, que nuestras decisiones conllevan consecuencias. El
problema es saber si se pueden prever las consecuencias. En efecto, ser responsable de
las consecuencias, está bien; pero ¿somos siempre responsables de todas las
consecuencias de lo que hacemos?  Pueden colarse injusticias si se miden las
responsabilidades por solas las consecuencias. Por ejemplo: un educador está en
relación de ayuda con un adolescente juzgado verdaderamente inaceptable. El educador 
rehúsa verlo durante cuarenta y ocho horas a fin de que reflexione sobre sus
actuaciones. El joven se suicida. ¿El educador es responsable de su suicidio? Frente a
este tipo de situaciones, los humanos se ponen a reflexionar y dicen: “Indudablemente
existe una parte de responsabilidad en las consecuencias de los actos que uno realiza,
pero uno nunca actúa solo”. Hay coparticipación en las responsabilidades. Además
existen las consecuencias previsibles y las consecuencias imprevisibles. La conclusión
esquemática de esta discusión se resume en decir que uno es responsable de las
consecuencias previsibles de los actos que ejecuta. 
 

La responsabilidad en cuanto a las competencias 

Ahora pasemos a la competencia.  Se pregunta qué es una consecuencia previsible, y si


una consecuencia puede ser previsible. Se dirá que una consecuencia es  previsible
cuando la gente razonablemente bien formada e informada,  la juzga  tal. Aún habrá
zonas oscuras, pero los conceptos son cada vez más precisos. Es lo que hacía decir a
algunos moralistas que no se puede hacer responsable a un individuo o a un grupo  de
un error cometido de buena fe. Por el contrario, si la condición profesional de un
individuo en la sociedad hace que, normalmente, se pueda deber esperar de él que haya
adquirido  razonablemente la competencia o la experiencia que le hubieran permitido
identificar el error, entonces el no es culpable del error cometido de buena fe, pero sí es
culpable de su ignorancia. 

Por ejemplo un ingeniero civil, comprometido a detectar los vicios de concepción de un


plano, puede ser tenido como responsable de la seguridad futura de la construcción.  Si
él aprueba el plano, la construcción debe mantenerse en pie. Si se derrumba,  él no
podrá alegar ignorancia. Lo que él no conoce tiene el deber de aprenderlo, o bien hace
un acto de humildad y acude a alguien más competente que él. 

Por esto un médico general hará confirmar por un especialista un diagnóstico inseguro. 
De un médico se espera que tenga suficiente competencia para ser capaz de ver si un
coma es reversible o no. Si se equivoca sobre un electroencefalograma, es inaceptable
aunque se haya equivocado de buena fe. No se le reprochará que haya interpretado mal
el electroencefalograma; se le reprochará  el que no haya hecho el esfuerzo de
actualizarse suficientemente para ser capaz de utilizar las buenas técnicas en el
momento oportuno. Así se ve que a la vez hay competencia, consecuencias e
intenciones. 

No hay que confinar el concepto de competencia al solo ejercicio de una profesión o de


un oficico especializado. Todo ser humano tiene el deber de desarrollar una
competencia para vivir en sociedad, preferiblemente en forma autónoma. Si es menor,
sus padres son responsables de él y tal vez tendrán que pagar los platos rotos. Ante la
justicia, un ciudadano no puede alegar ignorancia de la ley. Algunas circunstancias
pueden justificar su ignorancia; será entonces declarado culpable con circunstancias
atenuantes. Las herramientas y los conceptos de la ética de la responsabilidad son
susceptibles de desarrollos muy matizados. 
 

La responsabilidad en cuanto a las intenciones 

Terminemos por las intenciones. Somos responsables de nuestras intenciones, es decir


que debe uno poder responder de sus intenciones. Se puede cometer una falta con una
buena intención, puede ser. Por ejemplo, unos padres tienen la intención de proteger a
sus hijos; pero en realidad, sin darse cuenta, ellos los super-protegen y, finalmente, los
debilitan. En definitiva ellos caen en el abuso de poder y en el exceso de control. 

No se puede juzgar el valor moral de un acto únicamente a partir de sus consecuencias.


Algunas teorías morales se confinan en esta dimensión. Otras dicen que son solamente
las intenciones las que cuentan, lo cual no es más realista, porque se puede tener buenas
intenciones y hacer más mal que bien en torno suyo. ¿No se dice a menudo que “el
infierno está lleno de buenas intenciones?” Un sujeto moral responsable está movido
por buenas intenciones, cultiva su competencia y trata de prever las consecuencias de
sus actos y de tenerlas en cuenta en sus decisiones.  Pretender tener buenas intenciones
porque uno cree que las tiene se vuelve difícil después del psicoanálisis. En efecto, las
intenciones que uno tiene de hacer algo son a menudo historias que uno echa sobre lo
que uno quisiera que sucediera. Pero en realidad, ¿es  eso lo que realmente queremos, o
es que nos echamos cuentos a nosotros mismos? Dicho de otra manera, ¿uno se está
engañando a sí mismo o realmente es transparente?  Jamás es uno completamente
transparente, pero un sujeto moral responsable se empeñará en practicar una disciplina
de transparencia, es decir, de eliminar las partes opacas, las falsas apariencias, las
mentiras a medias  las verdades a medias, tratando de ponerse en condiciones de
clarificar sus intenciones más profundas, su movimiento existencial más profundo, en
las decisiones que toma. Es una disciplina que no pasa necesariamente por el
psicoanálisis o por prolongadas psicoterapias; puede ser una disciplina moral y
espiritual -que ya casi no se enseña en nuestros días. Y sin embargo esta disciplina está
en el centro del problema que discutimos aquí. 

No se trata simplemente de afirmar que uno tiene buenas intenciones y cultivar su


propia ingenuidad.  Hay que ponerse en un camino de autotransformación, de
autoprofundización a fin de llegar a ser el sujeto verdadero de nuestra propia historia,
de habitar nuestra propia historia y no solamente nuestro cuerpo. 

La psicología nos enseña que las palabras que utilizamos saben y dicen a menudo más
que lo que creemos decir al utiizarlas; que llevan más sentido que el que nosotros
creemos ponerles. Así, por ejemplo, me ha sucedido una cantidad increíble de veces que
al releer un texto que yo mismo escribí, yo me diga que nunca quise decir tal cosa; y sin
embargo es lo que dice el texto. Para ilustrar esta afirmación que puede parecer
desorientadora, contaré un mal  rato que me sucedió. 

Estaba en un restaurante con unos amigos. La atmósfera jocosa y desconcentrada se


presta para el humor. La joven que nos sirve comete una torpeza que podría haber
terminado en catástrofe, pero con mano rápida y diestra evita el desastre. Mientras ella
se excusa, inútilmente por cierto, le digo sin pensarlo:  “No lo hizo mal, yo quisiera
tener su adresse (adresse = agilidad y dirección)...” Y la joven se indigna. Se queja al
gerente, quien viene a hacerme reclamos, Ella tomó mi cumplido por una agresión.
Confieso que yo estaba muy consciente. Mi intención explícita era manifestarle que ella
era hábil y tenía destreza. Pero si yo hubiera pensado para mis adentros que la
consideraba preciosa, nunca le hubiera dicho cosa semejante. Si yo hubiera sido
consciente del movimiento de mi ser profundo, hubiera reconocido que ella me daba
buena impresión, y, para evitar toda confusión, habría utilizado el término habilidad
para subrayar su destreza (adresse), y no hubiera parecido querer averiguar el lugar de
su residencia. Esta joven pescó  mi inconsciente y éste me había traicionado. 

Por tanto una moral de intenciones no se limita simplemente a las buenas intenciones
que se ponen en escena, que se expresan.  Es preciso esforzarse también por tener la
conciencia más clara posible del movimiento del ser profundo que nos impulsa. 

Cuando decimos que hay que tener en consideración la responsabilidad en cuanto a las
intenciones, no es simplemente la “puesta en escena ornamental” de nuestras decisiones
lo que hay que poder nombrar. Es preciso también estar suficientemente conscientes de
nosotros mismos para no ser traicionados por los juegos de nuestro inconsciente. Es
preciso que los móviles que nos empujan a actuar estén en consonancia con nuestras
intenciones. 

Pero, hay una hipocresía posible  en cuanto a la intención, no en cuanto al móvil. El


móvil, es lo que nos empuja a actuar, sepámoslo o no; la intención, son las razones que
reconocemos para explicar nuestro actuar. Alguien puede ser sincero y equivocarse
sobre sus intenciones.  Todo el trabajo de disciplina moral de un individuo va a ser el
buscar ser sincero en sus intenciones sin echarse cuentos. Y para no echarse cuentos
sobre nuestras verdaderas intenciones al actuar, hay que tener el valor de  tomar todos
los medios disponibles para conocer los juegos (aparentemente?) contradictorios, de
nuestro inconsciente. 
 

El criterio de “intencionalidad” 

Brevemente, en el nivel de las intenciones hay que prestarse a un ejercicio perpetuo de


lucidez crítica; pero aun a pesar de los mayores esfuerzos, siempre subsistirá una duda.
¿Las intenciones que declaramos para explicar lo que hacemos corresponden
verdaderamente a lo que nos mueve a actuar? El responder a esta pregunta es un trabajo
que nunca termina, porque siempre hay incertidumbre residual en tal nivel. 
 

Segundo criterio: 
Es aceptable un acto que no procede en manera alguna de la intención de matar. Es
inaceptable todo acto realizado con la intención de matar. 
 

Las raíces antropológicas de la responsabilidad 

Antes de emprender la discusión de los casos presentados en el primer capítulo,


volvamos a la cuestión de la responsabilidad y precisemos que una ética de la
responsabilidad viene a enriquecer a una ética de convicción, al tomar más en cuenta
las consecuencias previsibles de la decisión, lo mismo que de la competencia que yo
cultivo en mí para ser lúcido sobre las consecuencias y sobre las intenciones. La
búsqueda perpetua que hago para clarificar mis intenciones a fin de que ellas sean
realistas, es decir, que ellas correspondan al movimiento de ser que me mueve a actuar
de tal manera más bien que de tal otra, es resultado de la disciplina moral individual. 

En otro orden de ideas, la palabra responsabilidad quiere decir estar puesto en situación
de responder de... Por eso existe la palabra respuesta aquí. Si afirmamos que una ética
de convicción se enriquece con una ética de responsabilidad, es que este
enriquecimiento está profundamente arraigado en la estructura antropológica del ser
humano. Porque el ser humano es un ser que está estructurado de entrada por su
“responsabilidad”... en el hecho de que está llamado a responder. 

Ilustremos esto de una manera sencilla: en la escuela nos enseñan las conjugaciones, yo,
tú, él. En efecto, si miramos a un bebé desarrollarse y llegar a ser un niño, nos damos
cuenta de que primero, se habla de él antes de su nacimiento, inclusive se le da un
nombre, según que sea niño o niña. Se le da ya un nombre, pues se le habla de él
mismo, y luego se le habla a él. Y finalmente él mismo habla. Entonces él es primero 
un “él” o una “ella”, después “él” es un “tú”, y solamente mucho más tarde viene a ser
un  “yo”. En el crecimiento de un ser humano, en su psicogénesis como se dice en
lenguaje sabio, primero uno es un “él” o una “ella” para los demás; solamente después
se es un “tú”, y sólo mucho más tarde se llega a ser un  “yo”. 

Dicho de otra manera, ya se está presente en el discurso de los demás como objeto de
que se habla. Más tarde  nuestros padres, o quienes se ocupan de nosotros y nos enseñan
a hablar nos dicen “tú”. Pero obsérvese que al principio las jóvenes madres que se
ocupan de su bebé les dicen “él” o “ella”:  “Pedro va a comer, Pedro tiene hambre?”, en
lugar de decir simplemente al niño: “Tienes hambre?”. Se le dice así cuando ya está más
grandecito. Es como si se creyera que el niño se considera él mismo como un objeto.
Deduzco de estas consideraciones elementales que en realidad nosotros al comienzo
existimos brutalmente en la materia biológica y que por este hecho somos designados
como “él” o como  “ella” en el discurso de los demás. Primero somos un objeto en el
discurso ajeno. 

Solamente después nos volvemos interlocutores, es decir, un “tú” a quien se dirige un


“yo” a propósito de otro “él” o “ella”.  Esto significa que estamos convocados a la
palabra: el ser humano es un ser convocado a la palabra. Un ser que, de entrada, desde
que existe, debe responder. Y la responsabilidad se arraiga allí: quien dice humanidad
dice responsabilidad. En este sentido no existe ningún humano irresponsable. Decir que
alguien es un ser humano, es decir que está obligado a responder. 
Esta responsabilidad que percibimos aquí en el plano antropológico se despliega en el
plano ético. Ante todo uno está obligado a responder: “sí o no, tienes hambre o no tienes
hambre?” Es la estructura fundamental de las relaciones entre humanos lo que configura
la humanidad; es una estructura de “responsabilidad”. La estructura antropológica del
ser humano es ser objeto de una convocación a la cual él está obligado a responder. Por
tanto la categoría “ética de la responsabilidad”, que acabamos de definir, adentra sus
raíces hasta esta estructura antropológica. 

En la etapa más elemental no se nos exige responder de nuestros actos, de las


consecuencias de ellos, sino que estamos obligados a responder sí o no según nuestras
necesidades. Sólo después es cuando un niño va a decir  “yo”, hacia los 3-4 años. El
comienza a hablar de sí mismo llamándose en tercera persona. Es importante ver que en
esta convocación a la palabra, que estructura antropológicamente al humano, ya está, en
germen, la exigencia transgeneracional, puesto que es la generación mayor la que
convoca a la palabra a la generación menor. Existe pues ya la idea de una
responsabilidad de generaciones a generaciones, de allí un filósofo como Hans Jonas va
a sacar el tema central de su famoso libro tan citado por los ecologistas, que en francés
tiene por título Le principe responsabilité, y en el cual muestra que en el fondo hay que
repensar, en el tiempo de la aldea global, todo el concepto de responsabilidad en una
perspectiva transgeneracional11. 

No es casual que sea un filósofo judío quien vuelve con el concepto puesto que esta idea
ya está presente en la literatura bíblica en los siglos VI y V antes de Jesucristo. El
pueblo judío es extremadamente sensible a la dimensión ética de la existencia desde
muy antiguo como pueblo, es decir, de generación en generación. Se sabe que los actos
puestos por una generación repercuten, para mal o para bien, en las generaciones
siguientes. Hans Jonas simplemente retomó esta idea en forma notable al tener en
cuenta las características particulares del mundo contemporáneo, profundamente
marcado por el desarrollo industrial y el crecimiento correlativo de las poluciones de
toda clase. Las decisiones que tomamos hoy en materia de medio ambiente, por
ejemplo, van a recaer sobre las generaciones venideras cuando nosotros ya no
existiremos, y en esto nosotros tenemos una responsabilidad. 

Recordemos que la ética de la responsabilidad no es una ética que viene a abolir la ética
de la convicción, al contrario, viene a civilizarla, a hacerla más civil, más política. Ella
abre la preocupación ética a la dimensión de la ciudad, y del futuro de la ciudad.
Mientras que la ética de la convicción la mayor parte del tiempo es una ética
estrictamente individual, -debo trabajar por mi salvación, o si no hay vida más allá de la
vida, es preciso que yo goce lo más plenamente de la de aquí abajo... 

No todas las éticas de convicción son éticas individualistas en este sentido: por ejemplo
algunos militantes marxistas del siglo XX, probablemente tuvieron una ética de
convicción que quería ser colectiva. 

Afirmamos que la ética de convicción no es abolida por la ética de responsabilidad, la


cual civiliza las convicciones;  la ennoblece con la dimensión de la ciudad. 

CAPITULO 4 
LA INCERTIDUMBRE Y SUS RAÍCES 
 

Si retomamos los diez casos del principio aplicando los dos criterios mayores estudiados
en el capítulo tercero, a saber, la causalidad y la intencionalidad, estaremos en
condiciones de resolver algunos de ellos. 

Recordemos los dos criterios: el primero es, que hay un vínculo de causalidad entre el
acto que se va a evaluar moralmente y la muerte de la persona. Una de dos: o el acto
realizado acarreó de por sí la muerte, o bien el acto realizado tuvo consecuencias, pero
la muerte no figura entre las consecuencias inevitables de este acto realizado, aunque
haya acaecido la muerte. Por tanto se dirá: 

Una eutanasia es un homicidio culpable si y solamente si se cumplen dos condiciones:


la condición de causalidad y la condición de intencionalidad. 

Se trata de evaluar un acto concreto realizado. Este acto puede ser firmar una orden, si
después una tercera persona  recibe el encargo de ejecutarla sin discusión. Puede  ser
aplicar una inyección o desconectar una máquina, o quizás simplemente firmar el
informe de una discusión crítica en equipo donde se decidió la realización del acto. Es el
acto el que va a producir una serie de consecuencias, y entonces, o bien figura la
muerte  entre las consecuencias inevitables del acto, o bien no figura entre las
consecuencias inevitables y previsibles del acto. Si se da la muerte, es posible que se
trate de una eutanasia en el sentido de un homicidio criminal; si no, no se trata de una
eutanasia. Puede tratarse de cuidados paliativos, de actos de compasión o de alivio del
dolor, o de acompañamiento, o  de alguna otra cosa, pero no de homicidio, porque el
acto no tiene relación directa con la causa.  Esto en cuanto al primer criterio: la
causalidad. 

El segundo criterio es la intención; se necesita que la intención que ha presidido el


cumplimiento del acto sea explícitamente procurar la muerte, como solo y único medio
de evitar el sufrimiento.  Mantengamos en el Espíritu sin desarrollarlo, lo expuesto en el
capítulo precedente sobre la intención que exigía que seamos lúcidos sobre nuestras
intenciones. 

Por tanto se requiere que las dos condiciones, la causalidad  y la intención, estén unidas,
para que haya eutanasia en el sentido de homicidio culpable desde el punto de vista de
la ética. Si no hay causalidad, aunque haya intención no hay eutanasia en el sentido de
homicidio criminal. Si hay intención pero no causalidad -esto se daría en el caso de
incompetencia-, tampoco hay homicidio. Por tanto se requieren las dos12. 

Ahora dispongámonos al examen de nuestros diez casos. Vamos a poder repartirlos en


cuatro categorías diferentes: 

1. los casos en que se responde no a las dos preguntas; 

2. los casos en que se responde no a una de las dos preguntas por lo menos; 

3. los casos en que se responde sí a las dos preguntas; 


4. los casos en que no son posibles respuestas claras y definidas. 
 

Primer caso:  Teresa 

Teresa está cercana a la muerte, postrada en cama, y me pide ir a la farmacia a


comprarle un medicamento potencialmente mortal. Yo le presto este servicio e inclusive
llego a colocarle un vaso de agua al alcance de la mano para que ella pueda tomar el
medicamento si lo desea. Pero yo no voy más allá. 

Si Teresa se suicida, yo no seré responsable de este acto. Yo nunca tuve la intención de


matarla. Tenía compasión por el desamparo de esta mujer a quien yo amaba y respetaba.
Ella reclamaba su autonomía y yo no me hice cómplice sino de paliar una pérdida de
autonomía. Allí no hay ninguna forma de homicidio directo o indirecto. Inclusive ni
siquiera hay asistencia a un suicido, pues yo habría rehusado absolutamente colocar el
acto fatal. En los hechos, Teresa murió naturalmente cuando llegó su hora. Siendo el
medicamento en cuestión un calmante, ella lo utilizó prudentemente para mitigar sus
dolores de cabeza, pero no consumió la dosis letal. Sin embargo, el hecho de tener al
alcance de la mano este medio de acabar con su vida, la confirmó en su autonomía. Para
ella esto era la garantía de que moría según su propia visión de la dignidad. 
 

Segundo caso: Antonio 

Antonio padece un SIDA cuya mayor complicación es una degeneración progresiva de


sus facultades intelectuales. No sufre grandes dolores, pero manifiesta un inmenso
sufrimiento moral frente a su degradación intelectual. Pide que se le alivie
definitivamente de su propio espectáculo, que se le adormezca su conciencia. Todo el
equipo está de acuerdo  en decir que, si Antonio sufriera grandes dolores, se estaría
autorizado, en buena ética médica, para aplicarle analgésicos en dosis suficientes para
que no los sintiera más, aunque la consecuencia indirecta debiera ser que esto acortase
su vida. Pero no está decidido a hacer el mismo razonamiento respecto al sufrimiento;
quiere tenerlo sobre el dolor, porque este razonamiento le es familiar, no así respecto al
sufrimiento. Por esto le propongo reflexionar más y considerar que no se puede cortar
como con cuchillo el dolor y el sufrimiento. Entonces cuento el siguiente episodio. 

Estoy en La Paz, donde me encuentro con una amiga que vive en Bolivia y a quien no
había visto hacía varios años. La noto muy descompuesta, cuando de ordinario era una
mujer muy hermosa.  Vamos a tomarnos un café y le pregunto si algo va mal, si está
enferma. Entonces se pone a llorar y me cuenta que sufrió un  aborto. Ella intentó
hablarle de ello a su marido, y éste le dijo: “Sí, lástima, pero qué quieres? Son asuntos
de mujeres; yo no puedo hacer nada. Habrá que volver a empezar”.  Ella intentó
igualmente hablar por teléfono con su madre, y ella le dijo: “Oh, tú sabes que tuve tres
abortos,  sé lo que se siente, no te quejes, ya tienes dos hijos...” Todavía intentó hablarlo
con una vecina y ésta le respondió que de eso no se hablaba. Finalmente se dirigió a su
médico, el cual le dijo, después de examinarla, que todo había vuelto a quedar en orden.
En pocas palabras, ella no había podido expresar a nadie el sufrimiento que le había
causado el esperar la llegada de un hijo y haber visto frustrada su espera; entonces
comenzó a somatizar su sufrimiento, tenía dolores de espalda y de estómago. El médico
le dice que todo está bien, que ella no tiene nada. 
Nos encontramos frente a un sufrimiento que se somatiza en el dolor.  Puede suceder a
la inversa: por ejemplo, alguien que tiene continuos dolores de muelas, que terminan
por doblegar su moral. No se puede hacer una distinción muy clara entre sufrimiento y
dolor en la vida concreta  de un individuo, aunque los dos conceptos puedan distinguirse
claramente; estos dos ejemplos lo ilustran muy bien. Evidentemente es posible
distinguir los conceptos, porque uno responde a los analgésicos, y se sabe lo que es un
analgésico, y el otro responde a un ansiolítico, y se sabe qué es un ansiolítico. Pero
también se sabe que ciertos ansiolíticos usados en exceso se convierten en
desconectantes, y que los analgésicos tomados en exceso, por ejemplo la morfina,
pueden también acortar la vida. 

En la realidad de la vida, dolor y sufrimiento están muy ligados. Están de tal manera
imbricados el uno en el otro, que yo pienso que se puede hacer a propósito del
sufrimiento un razonamiento análogo al ya bien admitido en los cuidados paliativos a
propósito del dolor. Por consiguiente, puesto que Antonio lo pedía, no me parecía que
fuera contrario a la ética médica darle tales medicaciones, como lo explicaba él con sus
propios términos, “que el eclipse se haga permanente”,  y que él no tenga que sufrir con
el espectáculo de su propio derrumbamiento. Porque finalmente, este ultimo
representaba la ruina de toda su existencia, puesto que toda su obra literaria era
justamente un esfuerzo de lucidez para expresar la vida, y a partir del momento en que
este esfuerzo ya no era posible para él, él mismo ya no se consideraba vivo. 

Finalmente, frente a la incertidumbre, el equipo ha debido buscar un consenso13. Con


base en este último, que consistía en considerar el sufrimiento como algo que se debía
aliviar por el mismo título  que el dolor, fuimos nuevamente a ver a Antonio y le
preguntamos, después de discutirlo, si su deseo no había cambiado y si siempre quería
fijar él mismo el término. El respondió que el momento le importaba poco; y una de las
enfermeras le preguntó: “¿Quieres que esté cerca de ti tu hermana o prefieres a tu
amigo?”  El estaba en un desconcierto total antes de responder: “Los dos”. Le
respondieron: “Ellos han estado como jugando al escondite; podemos llamarlos a los
dos al tiempo?” El dijo: “Sí, eso quisiera yo”. La hermana y el amigo se encontraron
entonces. El paciente los presentó el uno al otro, y se veía como reconciliado consigo
mismo, como si al fin admitiera su homosexualidad frente a su familia; y finalmente, y a
través de la familia, me imagino que frente a todo su entorno para el cual esta
homosexualidad había permanecido oculta, secreta. 

Se le administró esta medicación durante el “eclipse” que siguió algunas horas después
de su reconciliación; y él se durmió, después murió un día y medio más tarde. Pero la
medicación no se le inyectó para que muriera. Desde un punto de vista ético es bien
claro: se le inyectó un desconectante, pero no para que muriera. Es una distinción sutil,
pero no está desprovista de fundamento. Y corresponde a lo que algunos éticos llaman
“una acción de doble efecto”. El medicamento probablemente causó tanto la
desconexión (primer efecto) y la muerte de este paciente (segundo efecto). Pero la
intención no era matarlo. No se quería sino aliviarle su sufrimiento.  Está la causa pero
falta la intención. Si se considera como dignos de una consideración equivalente el
sufrimiento moral y el dolor, no se puede concluir que hubo un homicidio.  Pienso en
los cuidados paliativos en sentido estricto, llevados valientemente hasta el final. 
 

Tercer caso:  Isolda 


Isolda está afectada de un cáncer de la piel, que la desfigura. Ya no se soporta a sí
misma. Pide a su médico reconocer su impotencia y asumir su fracaso. Ella reivindica la
eutanasia. El médico va a hacer el gesto públicamente. Será llevado a la justicia y será
condenado a una pena simbólica. En este caso, existe la intención y la causa. Por tanto
es un homicidio. Pero éste es motivado por la compasión. El tribunal por tanto concluyó
sus deliberaciones con un veredicto de culpabilidad, pero consideró que la compasión
frente a la situación de Isolda atenuaba la falta y optó en consecuencia por la clemencia
al escoger la sentencia. Observo sin embargo que este caso está afectado por otra forma
de falta moral, que consiste en haber “instrumentalizado” a la paciente frente a los
medios de comunicación en la perspectiva de ejercer una presión sobre la opinión
pública en la dirección de una modificación de la ley que prohíbe la eutanasia.  Volveré
más adelante sobre el concepto de “instrumentalización”. 
 

Cuarto caso: Roberto 

Roberto reside en el departamento de psiquiatría en un hospital. Sufre igualmente de


una insuficiencia renal que se le está tratando con diálisis. Este tratamiento lo incomoda,
a veces rehúsa ir a él, y cuando va se desquita arrancando los tubos que lo conectan con
el aparato. No se puede forzar a alguien a sufrir un tratamiento que no quiere. Por tanto
se deberá interrumpir la diálisis y sobrevendrá una intoxicación del metabolismo que
ocasionará sufrimientos crecientes y la muerte del paciente. Para prevenir sus
sufrimientos, se le va a administrar morfina y ésta será la que pondrá fin a su vida. 

Por tanto también aquí se da un “acto de doble efecto”.  La medicación utilizada para
aliviarlo del dolor (primer efecto), también le acorta sus días (segundo efecto). El
primer efecto corresponde a la intención de los agentes de salud, el segundo no. Y por lo
demás, si ellos hubieran podido disociar los dos efectos, provocar el primero evitando el
segundo, ellos lo habrían hecho. Pero técnicamente esto no era posible. Su intención no
era la de matar. Por tanto no hay homicidio. La interrupción del tratamiento, si el
beneficiario rehusa recibirlo, no se considera como un homicidio. 
 
 

Quinto caso:  Adela 

Adela entra a cuidados intensivos con un coma irreversible. El médico de guardia, no


pudiendo enviarla a neurología pues allí no hay cama disponible, decide prescribir una
medicación mortal.  

Adela no sufre. En el plano biológico, puede continuar viviendo mucho tiempo; pero
jamás será consciente. Su coma es irreversible. El médico decide interrumpir su vida
biológica y no informar de ello a la familia. Estamos, según la narración de la
enfermera, frente a un homicidio. La intención y la causa se han reunido. El gesto
aparece como probablemente motivado en parte por la compasión, pero la falta de cama
en neurología acelera el proceso de decisión y la hace ambivalente. Se hubiera podido
conservar a Adela en cuidados intensivos por algunos días, consultar a la familia y
tomar una decisión con ella. 
La enfermera que vino a contarme este caso, se sentía atrapada entre dos papeles
imposibles. La familia nunca sospechó nada y cuatro horas después la paciente había
muerto. La enfermera en cuestión había obedecido las órdenes con el sentimiento de que
habría obrado mejor no obedeciendo. Se sentía destrozada: reconocía que no había nada
más qué hacer por esta paciente, pero ¿qué decir a la familia...? 

Para mí el asunto no es hacer un proceso de intención al médico, pues los éticos no


están para lanzar piedras y condenar a las personas. 

Sin embargo no es razón suficiente (¿puede haberla alguna vez?) para suspender la
reflexión crítica. Supongamos que hubiera habido diez camas disponibles en neurología
y no se hubiera presentado este problema. ¿Qué habría cambiado para nuestra reflexión?
Adela está en un coma irreversible, es cosa clara, el balance neurológico es formal, tiene
una enorme hemorragia cerebral en los dos ventrículos. Es inoperable. De todos modos
es alguien que va a seguir viviendo como un vegetal, es cosa clara. Admitamos que hay
espacio en neurología: se coloca a la paciente en neurología. Esta situación dura algunas
semanas, algunos meses o algunos años, todo depende del estado general de la enferma.
¿En provecho de quién se va a hacer todo esto? ¿De ella? ¿De la familia? ¿Del hospital?
Poco importa. El problema de las camas choca. Nuestra primera impresión es que este
aspecto de la situación fue el que influyó en la decisión del médico y que este factor no
ha debido intervenir en ella; y en caso de intervenir, se ha debido reconocerlo.
Actualmente no se dice que se hace intervenir el factor económico pero de hecho sí
juega; no ciertamente en el discurso, donde se lo oculta. Se está frente  a una
normatividad no expresada, implícita. La norma expresada, o explícita, es que el factor
económico no influye en las decisiones médicas, pero de hecho, las cuestiones de dinero
ejercen presiones implícitas sobre los procesos de decisión en los hospitales. 

Yo habría sugerido la actitud siguiente: si no hay lugar en neurología, lo hay en


cuidados intensivos, por tanto no se está a veinticuatro ni a cuarenta y ocho horas de
distancia. Adela está en un coma irreversible y no volverá a la comunicación con los
suyos ni volverá a su casa jamás, es cosa clara. Esto dicho, ella no se está muriendo,
lamentablemente! Se habría podido prevenir a la familia diciéndole que ella estaba muy
grave, que según todos los indicios ella no se recuperaría jamás, pero que no estaba
muerta y que se la cuidaría lo mejor posible para que no sufriera. Así se dejaría tiempo
para que viniera la familia, aceptara el drama y dialogando con ella, se habría podido
enfocar la mejor solución. 

Aquí es donde conviene plantear la pregunta a la cual yo intentaré responder en el


capítulo 7.: ¿Cuál es el rango ético de estos seres muertos a la intersubjetividad aunque
vivos biológicamente? Son como pre-cadáveres, cuerpos vivientes pero sin habitante.
No dudo un instante que el papel de la medicina sea luchar contra la enfermedad, contra
la muerte y el sufrimiento todo el tiempo que haya medios. Pero una vez que lo
inevitable está allí, el papel de la medicina es quizás también el de re-sincronizar la
muerte biológica con la muerte espiritual. Tenemos un argumento valedero para
proponer administrar a la paciente una medicación que  permitirá a la muerte biológica
alcanzar a la muerte interrelacional? El capítulo 7 está consagrado a esta pregunta.
Simplemente quisiera anticipar aquí y subrayar que este sería, de parte de la medicina,
un signo de humildad que muchos contemporáneos apreciarían. La humildad de
reconocer que ya no podemos nada más por un semejante que de todas maneras ya no
está allí, y a quien jamás se podrá hacer volver. 
Gustosos nos orientaríamos en este sentido. Así se resolvería el problema de los comas
vegetativos, pero muchos se oponen porque la familia viene a donde el paciente, le toma
la mano, y por momentos el enfermo tiene reflejos del vago, espasmos físicos que no
tienen relación con la conciencia. Entonces el pariente se aferra: “Sí, me dijo algo con
las manos, se le aferra a uno!”. Estos cuerpos deshabitados, llamémoslos así, a veces
tienen manifestaciones que los allegados interpretan como comunicaciones. Se sabe
bien que  no lo son -en todo caso los neurofisiólogos dicen saber que esto no lo son. 

Si se  pudieran proporcionar criterios de deshabitación definitiva de un cuerpo humano,


nos inclinaríamos a decir que en tales casos, tendríamos el deber de “poner en
sincronización” la partida del espíritu y la muerte del cuerpo; y esto porque, en muchos
casos, la producción de cuerpos deshabitados es un efecto segundo del desarrollo de la
medicina que, por lo demás, permite evitar la muerte a numerosas otras personas (efecto
primero). 

Estos cuerpos deshabitados representan una consecuencia desafortunada que la


medicina no deseaba provocar en manera alguna, pero que no puede evitar en el estado
actual de su desarrollo. El desarrollo de las técnicas de cuidados intensivos tiene por
efecto primero el recuperar a un buen número de pacientes y por efecto segundo el
producir cuerpos deshabitados. Si fuera posible reconocer lo bien fundado de esta lógica
como creo yo, tendríamos la clave que permitiría resolver el difícil problema de los
estados vegetativos crónicos. Suspender la vida biológica de los pacientes llegados a
este estado consistiría no en matar a un semejante, sino en corregir un efecto negativo
no querido del desarrollo de los cuidados intensivos, al ayudar a un cuerpo deshabitado
a no morir mucho más tarde que la persona que él albergó durante la vida. ¿No sería
esto lo que pensó el médico sin decirlo? 
 

Sexto caso: Willy 

Willy entra al hospital para hacerse extirpar un tumor canceroso en el estómago. La


espera de un restablecimiento siquiera temporal, es mínima. Se decide intentar lo
imposible. Se le somete a una quimioterapia que le ocasiona muy grandes sufrimientos.
Volverá a su casa apenas por un mes, será nuevamente hospitalizado luego de una
complicación bronquial que se agrava, de modo que hay necesidad de entubarlo. Su
caso no tiene remisión y todos los esfuerzos hechos a petición del paciente resultan
vanos. Una parte del personal de salud se queja de encarnizamiento terapéutico... Nueva
complicación abdominal, el médico opera y descubre que el cáncer ha invadido todo el
abdomen. Entonces solamente es cuando él capitula, y para evitar al paciente nuevos
sufrimientos, decide no despertarlo y administrarle opiáceos. 

La pregunta que entonces se planteaba era saber si no se había tenido encarnizamiento


sobre este paciente. De hecho se invirtió mucha energía en vano. Pero el paciente pidió
este esfuerzo y apreció los cortos momentos de descanso que resultaron de allí. En
realidad fue el paciente quien se aferró a la vida. El médico cedió a sus peticiones. Ante
lo inevitable, tomó la decisión de mitigarle los dolores para suavizar sus últimas horas.
Al no despertarlo, no dio al paciente la oportunidad de encarnizarse nuevamente sobre sí
mismo. Estamos ante una abreviación de la vida como efecto segundo de una acción
cuyo primer efecto es el alivio, pero no ante un homicidio, porque la intención primera
de la administración de opiáceos no fue la de matar. Sin embargo, el paciente ya no fue
invitado a decidir por sí mismo. ¿Cedió el médico a una presión del ambiente? ¿Habría
sido preferible despertar al paciente para pedirle su opinión? En este nivel creemos que
los puntos de vista estarán divididos de parte y parte, según las convicciones que se
enfrenten en el momento.  De allí resulta la incertidumbre que nosotros calificaremos
como “residual”. Volveremos sobre este punto. 
 

Séptimo caso:  Lidia 

Lidia es una niña de siete años atacada por un cáncer incurable. Sufre enormemente y
los únicos medicamentos que podrían calmar su dolor tendrían por efecto acortarle la
vida. El equipo médico, después de haberse reunido en presencia de los padres y del
ético, opta por la medicación de “doble efecto”, por compasión para con la niña. Aquí
también la intención no es hacer morir a la niña, sino evitarle un sufrimiento demasiado
grande. Entre dos maneras de morir, solamente se habrá escogido la más suave. Por
tanto no hay homicidio si las intenciones son transparentes. Pero como ya lo subrayé,
siempre puede quedar una incertidumbre a este respecto. 
 

Octavo caso: Luisa 

Luisa es anoréxica desde hace algunos años. Sufre graves desórdenes psíquicos y está
internada en psiquiatría. Intervención que visiblemente no producirá efecto, pues la
paciente entra algunas semanas más tarde a cuidados intensivos. En el momento en que
se la cree fuera de peligro, se declara una hemorragia gástrica. Ante su estado de
debilidad generalizada, el equipo decide no encarnizarse y evitarle el morir desangrada
hasta la última gota después de grandes sufrimientos. Se le administrará pues morfina, y
morirá al día siguiente. 

En este caso tampoco hay homicidio porque la intención explícita no era matar a la
paciente. Pero en este caso la interrupción de los cuidados es reprobada por el médico
jefe de servicio, lo que subraya en forma particular la divergencia de los puntos de vista
y la incertidumbre que genera.

Noveno caso: Laura 

Laura es una mujer de unos 60 años que acaba de sufrir una operación para extirparle un
trozo de intestino. Aunque el pronóstico es favorable, la paciente sigue sufriendo, y se
diagnostica demasiado tarde la causa del mal. Su intestino está definitivamente muerto,
y ella ya no tiene esperanza de vida. De acuerdo con la familia, se decide entonces darle
morfina para mitigar sus dolores. Las dosis deberían normalmente haber sido
suficientes, pero ella no muere. Se necesitará la intervención de sus hijas para que la
paciente deje de resistir. 

Aquí ciertamente no hay homicidio, porque no ha existido la intención de matar; pero


parece que además tampoco haya estado presente la causa. 

Décimo caso: Hubert 


Hubert es el paciente insoportable, afectado de un cáncer incurable. Rehúsa reconocer
su estado y obstruye la mayor parte de las intervenciones médicas. Las enfermeras que
lo atienden se sienten impotentes frente a esta situación. La comunicación entre el
enfermo y el equipo que lo atiende es tan mala que no se logra prodigarle los cuidados 
que necesitaría su estado. Hubert vivirá una agonía dolorosa tanto para él como para los
y las que lo rodean. En ningún caso se le administra algún medicamento que pueda
acortarle la vida. Por tanto la causa de la muerte es su enfermedad. Tampoco se tiene la
intención de ponerle fin a sus días. Por tanto no hay eutanasia. 

Sin embargo la situación es tan embrollada en el nivel de la comunicación, que el


equipo médico abandona el plan de tratamiento previsto. Por tanto tenemos la
abstención de cuidados por imposibilidad psíquica para proporcionarlos  por parte de
los que lo atienden. El enfermo es el primer responsable de esta situación, porque es él
quien obstaculiza el tratamiento: permanece sordo a los mensajes que describen su
estado real. Pero las enfermeras que nos relataron este caso describen una situación
donde nadie recibió (por lo demás, ¿de quién se habría podido recibir?) ni se dio el 
mandato de armonizar las relaciones entre el paciente y el equipo médico.
Implícitamente se delegó al hermano de Hubert, médico él mismo, la tarea delicada de
informar bien al enfermo. Pero a él no le correspondía. Parece que, por diferentes
razones, se hubo miedo de poner en claro ciertas verdades, y que una mentira difusa
enturbió las comunicaciones. Estamos frente a una falta ética que proviene de la
prohibición de la mentira. Esta mentira mató el discernimiento del enfermo y paralizó el
ejercicio normal de la solicitud que era manifiesta de parte de las enfermeras NO había
ninguna intención mala de parte de nadie. Pero la tolerancia frente a la mentira o a la
ausencia de verdad hizo que todos y cada uno se hayan hecho sufrir mutuamente en esta
historia. Una práctica lúcida de la ética de la discusión probablemente hubiera resuelto
esta situación. Es lo que veremos en el capítulo 5. 
 

Recapitulación de los diez casos 

En este punto de la exposición, la situación del juicio ético respecto a los diez casos
narrados atrás puede recapitularse en el cuadro siguiente en donde he distinguido las
causalidades primeras y las causalidades segundas. 
 

No. Nombre ¿Hay causalidad? ¿Intención? ¿Eutanasia?


1 Teresa No No Con seguridad no
2 Antonio Sí, segunda No Probablemente no
3 Isolda Sí, primera Sí Sí, ver cap. 6
4 Roberto Sí, segunda No Probablemente no
5 Adela Sí, primera Sí? Sí?
6 Willy Sí, segunda No Probablemente no
7 Lidia Sí, segunda No Probablemente no
8 Luisa Sí, segunda No Probablemente no
9 Laura No No Con seguridad no
10 Hubert No No Con seguridad no
         
 
Después de este examen de los casos enunciados antes, y ateniéndonos a las narraciones
que he presentado, la evaluación ética de varios de ellos ya no plantea problema: los
casos 1, 9 y 10 ciertamente no son eutanasias mientras que el número 3 lo es
ciertamente y debe ser denunciado como tal. En el capítulo 6 es donde volveré, a
propósito del caso de Isolda, a la cuestión de la instrumentalización. En cuanto al caso
5, el de Adela, plantea preguntas muy difíciles, sobre las cuales trataré en el capítulo 7. 

Paras los demás casos (2, 4,6, 7 y 8), la respuesta a una de las dos preguntas queda
dudosa. Responder claramente a la pregunta “¿Hubo intención de matar?” supone, en
efecto, una verificación de la pureza de intenciones de quienes deciden, verificación
cuyo método se basa esencialmente en la inter-subjetividad crítica y será expuesta en el
capítulo 5.  La apreciación de una causa como primera o segunda es un asunto muy
delicado  que no se resuelve con la ayuda de un simple razonamiento lógico. Las
convicciones de cada uno juegan un importante papel en este tipo de apreciación. Lo
mismo en cuanto a la capacidad de cada uno para ilusionarse sobre lo que cree que son
sus intenciones reales. Este tipo de apreciación conlleva pues un gran riesgo de
arbitrariedad que es preciso contener dentro de los límites más estrechos posibles. 

Evidentemente, haber resuelto ya claramente cuatro casos de diez, no está mal. Falta
que la ética tiene por tarea iluminarnos no solamente sobre los casos fáciles de resolver,
sino sobre todo en los casos más espinosos. Por tanto es necesario continuar nuestra
búsqueda.  Pero antes, me parece útil que exploremos más la noción misma de
incertidumbre cuyo margen queremos reducir mediante nuestra investigación, lo mismo
que su vinculación con la noción de soledad que expresa nuestra situación existencial
frente a una decisión difícil de  tomar.  
 

Vivir en la incertidumbre 

La primera parte de este capítulo nos permite constatar que subsiste una incertidumbre
residual después de recurrir a las categorías de causalidad y de  intencionalidad. Frente a
esta situación, una mentalidad de tipo científico corriente se persuadirá de que el recurso
a nuevas herramientas apropiadas permitirá que toda incertidumbre desaparezca. La
posición del filósofo, o del ético, es diferente. Se basa en la hipótesis de que siempre
existe en ciertas situaciones, una forma de incertidumbre remanente, que hace fracasar
las herramientas de reflexión más sofisticadas. Esta incertidumbre parece inherente a
nuestra existencia, como una segunda piel. Es inherente al fenómeno del pensamiento
humano. Mi posición frente a esta cuestión será finalmente de tipo filosófico. Sin
embargo conviene no abandonar prematuramente la sugerencia del espíritu científico, y
buscar si se pueden elaborar  nuevas herramientas éticas. Tales herramientas serán
puestas en su sitio en el próximo capítulo. Pero antes es bueno profundizar sobre lo que
entiendo por incertidumbre14 
 

La incertidumbre que tengo en mente aquí, está intrínsecamente ligada a la vida


humana. El hombre se inventa leyes, códigos de ética, deontologías, convenciones de
toda clase para reducirla y hacer coherente su vida social. El mismo se da convicciones
o adhiere a algunas otras para hacer coherente su vida personal. A pesar de todo,
persiste la incertidumbre. Por tanto hay que encontrar otra manera de relacionarse con
ella. Hay que instaurar para con ella otra relación diferente de la instrumentalidad, es
decir, una relación mediatizada por un instrumento. Habrá que aprender a convivir con
el fenómeno de la incertidumbre, a aceptar el malestar que provoca, porque ella está
ligada al fundamento de la existencia. Es cierto que uno se siente mejor cuando todo
está claro, y nunca se debe suspender el esfuerzo de clarificación. Pero tarde o temprano
y más particularmente cuando se trata de la muerte o del sentido de la vida, nos
encontraremos frente a la incertidumbre y es preciso vivir con ella. 

Para explicar lo que entiendo por “incertidumbre intrínsecamente ligada a la existencia


humana” me propongo reflexionar sobre las relaciones entre el lenguaje y la
experiencia. Y puesto que estamos en cuestiones de ética como la eutanasia y el suicidio
asistido, continuemos con estas cuestiones de ética y tratemos de comprender lo que es
la experiencia moral. ¿Dónde está el vínculo entre la experiencia moral y las palabras
que pronuncian las personas que intentan reflexionar sobre esta experiencia; aunque
éstos sean éticos o sujetos morales sin formación técnica en el campo de la ética? 
 

El lenguaje y la experiencia éticos 

Nuestras experiencias morales, las contamos, las discutimos, las analizamos, las
deshacemos, las reconstruimos, y todo esto se hace por medio del lenguaje. ¿Pero qué es
una experiencia moral? Es, por ejemplo, la intuición de que tal comportamiento es
indignante o injusto; que determinado despido es abusivo; que tal relación sexual
procede de un abuso de poder; que tal maniobra financiera es sucia o un robo
disimulado, etc. 

La experiencia  moral es a menudo una experiencia negativa que entra en nuestra


historia personal, una experiencia de rebeldía, de resistencia, de protesta, de indignación
respecto a algo que no está a la altura de la idea que nos formamos de lo humano.
Evidentemente hay otra forma de experiencia moral, que puede ser la admiración frente
a alguien o a un grupo que acaba de resolver brillantemente un problema. Se considera
entonces que este individuo o estas personas, por su decisión y su comportamiento,
ilustran como por anticipado lo que debería ser la humanidad, si estuviera
verdaderamente a la altura de su propio concepto. Por tanto la experiencia  moral puede
ser negativa -protesta, indignación-  o positiva -admiración y orgullo. 

Pero si nos contentamos con vivir la experiencia moral, si no la hacemos convertirse en


lenguaje, es decir, si no la contamos a otros, si no la escribimos en nuestro diario, si no
la compartimos con nadie, esta experiencia, como todas las experiencias humanas, se
debilitará, se esfumará, se atrofiará y finalmente desaparecerá en el olvido. 

Tomemos otro tipo de experiencia, por ejemplo una experiencia estética. Por ejemplo
escuchaste una música extraordinaria. Si te contentas con haberla escuchado una vez
conservándola en la memoria, con el tiempo el recuerdo se volverá cada vez más
impreciso, más y más aproximado. Tendrás dudas en el ritmo, los matices, y tarde o
temprano, la experiencia se borrará. Si eres un músico de genio, la copiarás. Entonces la
harás volverse lenguaje y podrás reproducir la experiencia. Si tú mismo tocas esta
música, no será la misma experiencia, pues le añadirás, muy a pesar tuyo, tu propia
interpretación a partir de tus sentimientos personales, de tu subjetividad. Lo mismo
sucederá con una experiencia erótica. Podrás tener de ella un recuerdo  deslumbrante
durante algunas semanas, durante algunos meses, a veces años, pero después de algún
tiempo, desaparecerá, se borrará y como que se disolverá en el tiempo que pasa.  De
nuestra resistencia a esta erosión de los recuerdos es de donde nos viene el impulso, el
movimiento que nos lleva a convertir en lenguaje estas experiencias, es decir, a
contarlas. 

Cuando se cuenta una experiencia, sea estética o moral, necesariamente, para expresarla
se debe recurrir a palabras que existen independientemente de nosotros,
independientemente de la experiencia. No se pueden inventar nuevas palabras para cada
nueva experiencia. Por tanto es preciso tomar las palabras usuales, comunes o conocidas
de aquellos a quienes te diriges, para decir algo nuevo. Dicho de otra manera, se
recurrirá a los diccionarios que existen. Para expresar lo que hemos vivido, forzaremos
la experiencia a entrar en las palabras del léxico disponible. Estas no siempre serán
apropiadas de por sí para traducir la experiencia. Entonces se forzará un poco la
experiencia, se la va a obligar a entrar en las palabras como en pequeños recipientes ya
hechos. Pero, si tenemos habilidad con el lenguaje y podemos hacer jugar las palabras
unas con otras, llegamos a hacer decir otra cosa distinta de lo que ellas decían antes. Les
damos entonces un sentido figurado, metafórico. Es esto precisamente lo que hacen os
poetas que llegan a obrar transformaciones sobre el lenguaje de manera que exprese la
experiencia en un registro inédito. 

Lo que quiero subrayar es que la experiencia, si no se la convierte en lenguaje, se diluye


y desaparece;  se pierde en las arenas movedizas del tiempo que pasa. Si, por el
contrario, se la hace convertirse en lenguaje, esta experiencia se esquematiza, aunque
pierde un poco de su brillo. Es como si los colores se diluyeran un tanto, pero por lo
menos siempre tienen la ventaja de quedar fijados. Nunca es exactamente la realidad del
momento de la experiencia, pero por lo menos la experiencia se fija y se conserva. 

Si has puesto en verso tal experiencia amorosa, por ejemplo, tu poema no es


evidentemente tu experiencia; pero aún cien años después, alguien podrá releerla y tener
una muy buena idea de la experiencia que viviste, y podrá apreciarla. 

Dicho de otra manera, el paso de la experiencia al lenguaje estabiliza la experiencia


esquematizándola es decir, empobreciéndola cuando menos levemente; se paga la
estabilidad al precio del empobrecimiento, pero por lo menos se logra la estabilidad.
Una vez que ha llegado a ser lenguaje, la experiencia puede ser relanzada por alguien
que, leyendo el texto, o escuchando la narración, o leyendo el diario, o escuchando el
poema, se dice: “Esta experiencia podría vivirla yo, o una parecida, o intentar ponerme
en condiciones o en situación de conocerla”.  

Las iniciaciones a experiencias nuevas se logran por medio del lenguaje, o por la
imitación; pero éstas proceden también del lenguaje. No hay, entre humanos, verdadera
imitación exenta de todo lenguaje. Lo que quiere decir que, para los hombres, para los
seres parlantes, existe lo que llamaríamos en lenguaje filosófico, una dialéctica de la
experiencia y del lenguaje: la experiencia sin lenguaje se pierde, y el lenguaje sin
experiencia es vacío. 

Dicho de otro modo, el lenguaje sirve de relevo entre la experiencia pasada y la


experiencia nueva, y la experiencia actual sirve de relevo entre el lenguaje pasado y el
lenguaje futuro. Lenguaje y experiencia son como dos momentos que se siguen
perpetuamente el uno al otro y mutuamente se enriquecen. 
 

Lenguaje e incertidumbre 

Hay que comprender bien que cuando hacemos un trabajo sobre  la eutanasia, nos
situamos en el nivel del lenguaje, y hablamos de experiencia. Pero jamás hay
adecuación entre el lenguaje y la experiencia. Una incertidumbre se ha deslizado entre
la experiencia y el lenguaje. Jamás se está completamente cierto de que el lenguaje en el
cual se expresa la experiencia la reproduce exactamente. Las palabras no pueden darnos
sino una aproximación de la realidad que describen, y esta aproximación está sujeta a la
interpretación. Si uno relee un poema que ha escrito diez años antes, descubrirá cosas
que uno creía no haber colocado allí. El lenguaje esquematiza la experiencia, pero al
mismo tiempo la desborda, va mucho más allá de la experiencia singular que uno había
intentado expresar, y lo invita a uno a nuevas experiencias. 

El lenguaje a la vez reduce y transporta, suscita nuevas experiencias. Pero no hay un


teleguía mecánico seguro; existe la incertidumbre. Sea en el sentido de la experiencia-
lenguaje o en el sentido lenguaje-experiencia, estamos ciertos de que se instala la
incertidumbre. Sin embargo, un cierto número de espíritus científicos, entre ellos
ciertos  médicos positivistas, que son más ingenieros biomédicos que terapeutas, niegan
esta incertidumbre. Ahora bien, nosotros precisamente acabamos de demostrar que ella
está intrínsecamente ligada a nuestra vida, porque la existencia humana es una
experiencia que se dice en el lenguaje y que perpetuamente se relanza ella misma a
través del lenguaje de su propia experiencia que se cuenta a sí misma. 

Creemos pues, que existe una incertidumbre residual insuperable, que será quizás en
ciertos casos tan pequeña como se quiera, porque se emplean hábilmente palabras para
llegar a repetir la experiencia en la forma más cercana posible a la realidad. Pero las
palabras nos llevan a menudo más lejos que allí donde creíamos estar cuando las hemos
utilizado -recordemos la anécdota a propósito de “la dirección” de la muchacha-, ¿pero
a donde nos llevan? No se sabe. Por tanto uno vuelve a encontrarse en la incertidumbre.
En consecuencia, la existencia misma está, respecto a sí misma y a su futuro, en una
relación de incertidumbre. 

En el campo médico, y en el campo más general de la salud, esta incertidumbre es


multiplicada por otra forma de incertidumbre: las estadísticas. En efecto, todos los
conocimientos médicos son conocimientos estadísticos, es decir, conocimientos que son
válidos en poblaciones, en grandes series de casos. Entonces puede decirse
razonablemente que, en mil casos, hay alrededor de novecientos que van a evoucioanr
de tal manera, cincuenta de tal otra, treinta de tal otra y veinte de tal otra.  Pero cuando
uno se encuentra ante un paciente singular, no sabe si va a estar en el grupo de los
novecientos, de los cincuenta, de los treinta o de los veinte. Sin embargo, la decisión
que se deberá tomar con este paciente debería ser tomada en función justamente de este
paciente, y no en función de las estadísticas. 

Dicho de otra forma, todo conocimiento médico es un conocimiento incierto en su


esencia misma; incierto en lo que concierne al individuo, y muy bien apoyado
estadísticamente en lo que concierne a la población o al grupo de individuos. Ahora
bien, las decisiones que debemos tomar no son decisiones ligadas a series de individuos,
salvo en epidemiología, en profilaxis o en salud pública, sino que son decisiones que se
toman singularmente frente a pacientes singulares. 

Esto quiere decir que nos encontramos no solamente ante la incertidumbre ligada
intrínsecamente a la existencia humana, sino en los casos de ética biomédica, nos
encontramos ante una incertidumbre que es el producto de la multiplicación de la
incertidumbre intrínsecamente ligada a la existencia humana y de la incertidumbre
ligada epistemológicamente a la constitución misma del saber médico. Nos
encontramos, pues, ante una incertidumbre al cuadrado, ante una incertidumbre
multiplicada por la incertidumbre. 

En consecuencia, cuando un ser humano se compromete, como estamos todos nosotros


llamados a hacerlo, si  queremos estar a la altura del concepto de humanidad en la lucha
contra la mentira, las certezas que se creían verdaderas se funden como nieve al sol de
primavera. Y son muchas las incertidumbres que las reemplazan, porque muchas de
nuestras certezas son en realidad incertidumbres camufladas, es decir, falsas certezas. Si
nos proponemos extirpar la mentira, muchas cosas que nos parecían ciertas, en adelante
nos parece que deben cambiar de estatuto. Y esta incertidumbre que se cruza ante
nosotros nos deja bien solos. 

Hemos observado que las éticas de convicciones están a menudo construidas de certezas
basadas en datos relativos, que no son objetivables. Por tanto, cuando se establece el
diálogo  entre los sostenedores de puntos de vista éticos opuestos, muchos datos
considerados antes como ciertos se vuelven inciertos. Y los portadores de cada uno de
los discursos se encuentran en una situación de malestar. Sin embargo, esta situación de
malestar es simplemente la situación normal de la humanidad. Los individuos,
encerrados en sistemas de convicciones ciegas, se encuentra a menudo en situación
mentirosa. Allí encuentran una falsa tranquilidad, que en sí es una situación perversa. 
 

La incertidumbre, otro nombre de la libertad 

La mayor parte de los lectores percibirán sin duda la incertidumbre como un fenómeno
negativo. Por lo demás, la palabra comienza con un prefijo negativo. Reflexionemos
muy lúcidamente en la pregunta siguiente: ¿Seríamos libres si no estuviéramos
inciertos? ¿Qué elección haríamos si todo estuviera decidido de antemano por un
sistema de certezas? ¿Dónde estaría el  lugar para la diversidad y la novedad en un
mundo de certezas? 

La incertidumbre está intrínsecamente ligada a la existencia y designa de otra manera,


pero muy exactamente, la misma realidad que la palabra libertad. Si esta incertidumbre
intrínseca no existiera, estaríamos programados de parte a parte; no habría ningún
margen abierto para la iniciativa, para la creatividad. Es cierto que cuando se realiza un
acto, se sigue toda una serie de consecuencias que, en el fondo, repercuten hasta el
infinito. Pero lo que permite comenzar una cadena de causalidades es la libertad. Porque
el ser humano está profundamente marcado por la incertidumbre en su estructura
misma, estructura de la experiencia y estructura del lenguaje, por eso se puede decir que
es un ser con lagunas, un ser lleno de intersticios. Ahora bien, es en el interior de estos
intersticios donde puede colarse la voluntad de crear algo nuevo. Si no hubiera esta
incertidumbre, si no tuviéramos que constatar estas fallas en nuestro ser, estos
intersticios, estas grietas en nuestros muros, no tendríamos ninguna posibilidad de
libertad. 

Si tenemos posibilidades de libertad, es porque estamos en situación de incertidumbre.


Inclusive se puede ir más lejos y decir que las personas que niegan estar en al
incertidumbre, no son libres. Ellas obedecen a mandamientos que ellas creen
indispensables y necesarios. Es un sistema cerrado sobre sí mismo, un sistema ilusorio
de auto-convicción que viene a llenar las incertidumbres para dar seguridad a los
miedosos diciéndoles solamente lo que ellos quieren escuchar. 
 
 

CAPITULO 5 

ÉTICA DE LA DISCUSIÓN 
 

Antes de abordar el tema de este capítulo, recapitulemos brevemente lo que hemos


logrado desde el principio del libro. En el capítulo 1 expuse una síntesis muy compacta
de mi visión filosófica de la clínica al final de la vida. En el capítulo 2 presenté un
número de casos y constaté toda la perplejidad e incertidumbre que ellos provocan en
nosotros. El capítulo 3, consagrado a una exposición muy esquemática de las éticas de
convicción y de responsabilidad, me permitió reducir el margen de incertidumbre en la
evaluación ética de estos actos eventualmente “eutanásicos”. En efecto, los criterios de
causalidad y de intencionalidad ilustran suficientemente cuatro de los diez casos, para
que se los pueda considerar como resueltos, y plantean a propósito de los otros cinco
casos la pregunta sobre la causalidad segunda cuya respuesta depende de la pureza de
las intenciones de los que deciden. Cuando este problema haya sido resuelto, lo cual
intentaré hacer en el presente capítulo, quedará todavía por discutir el caso de Adela,
que  despierta la pregunta sobre los cuerpos deshabitados y se discutirá en el capítulo 7. 
 

Ética de convicción y sociedades multiculturales 

Como ya lo mencioné subrayando los límites de las éticas de convicción, éstas valen
sobre todo para sujetos que se encuentran en grupos relativamente restringidos que
comparten la misma concepción de la vida y el bien. Pensamos por ejemplo en ciertos
grupos religiosos o culturales relativamente cerrados en sí mismos, que tienen una
misma visión del mundo, que hablan el mismo lenguaje, que están influenciados
-conscientemente o no- por las mismas autoridades de tipo carismático; en estos casos
se pueden resolver los problemas en el marco de una ética de la convicción porque la
mayor parte de  las personas, si no todas, comparten en lo esencial las mismas
convicciones. 

Pero hoy esta situación ya no es la nuestra en la sociedad actual; sobre todo en las
grandes ciudades, donde coexisten, chocan entre sí e inclusive a veces se enfrentan
violentamente múltiples culturas, múltiples sistemas de convicciones.  Por lo tanto ha
sido preciso tener en consideración lo que ya hacían los griegos hace 2.500 años, al
igual que los antiguos hebreos hace quizás más tiempo aún -Salomón vivió unos 600
años antes de Cristo- : la idea de que los actos que realizamos, la decisión que tomamos,
deben serlo no solamente en función de nuestras convicciones, sino con un ojo puesto
sobre las consecuencias de nuestras decisiones, de nuestras tomas de posición.
Evidentemente es un enriquecimiento de la primera perspectiva, en el cual un filósofo
como Hans Jonas se interesó en su libro Le principe responsabilité.  El desarrolla allí
una ética de la responsabilidad en una perspectiva transgeneracional, es decir, teniendo
en cuenta que lo que hacemos ahora tendrá consecuencias sobre lo que van a vivir las
generaciones siguientes15. 
 

Ética de responsabilidad e imprevisibilidad de las consecuencias 

Pero nos hemos dado cuenta de que no podíamos prever siempre las consecuencias de
nuestras acciones, de nuestras decisiones, y por tanto, que nosotros estamos frente a un
nuevo tipo de incertidumbre.  Allí nos encontramos en nuestras discusiones sobre el
problema de la eutanasia. En este campo no siempre se pueden prever las consecuencias
de sus propias decisiones, aun las más puras, inclusive las más lúcidas, inclusive las más
críticas. Queda un margen considerable de  incertidumbre, como se ve en por lo menos
cinco de los casos que hemos evocado. 

Desde hace unos dos siglos, pero principalmente desde los años 60-70 de este siglo, un
cierto número de pensadores comenzaron a decir que, en una sociedad pluralista,
deberíamos dar cuenta de nuestras convicciones, dar cuenta de la manera como
estimamos prever las consecuencias de nuestras acciones. Antes de decidir, hay que
producir un cierto número de enunciados que tenderían a validar una decisión. Validar
una decisión es mostrar a los demás y a uno mismo, en el ejercicio de la conversación
social, que no nos hemos contentado con las primeras impresiones, que hemos buscado
más allá con verdadera honestidad, que nos hemos esforzado por penetrar más allá de
las apariencias, que hemos intentado captar la complejidad misma de los fenómenos en
el interior de los cuales debe tomarse una decisión, que a través de todas estas
operaciones críticas, la decisión que se quiere tomar ha resistido y así manifiesta toda su
plausibilidad. 
 

Los orígenes de la ética de la discusión 

Esta validación a menudo toma la apariencia de una universalización, con la  ayuda de
una discusión racional. Dos filósofos alemanes, Carl Otto Appel y Jürgen Habermas,
desarrollaron en los últimos años lo que en alemán se llama la “Diskursethik” o ética de
la discusión racional. Algunos lo han traducido, abusivamente a mi modo de ver, por
“ética de la comunicación”. Lo cual no es totalmente falso, pues para discutir hay que
comunicar. Pero la ética de la comunicación debe incluir el tomar en cuenta las
comunicaciones de masa, lo cual evidentemente plantea otras cuestiones éticas. Para
evitar toda confusión, hablamos de la ética de la discusión. 
¿De dónde viene la idea de la ética de la discusión? En su base, está tomada a la vez de
Kant y de Hegel. Toma de Kant, el gran pensador alemán del siglo XVIIII, la idea de
que en la ética hay una exigencia de universalidad, y de Hegel la idea de que la razón
humana es un fenómeno dinámico, es decir, que se transforma a medida que se ejercita.
Al juntar las dos ideas, se ve que se puede superar la preocupación individual del agente
moral, que se pregunta si la decisión que pretende tomar es universalizable. Dicho de
otra manera, ¿si todos mis semejantes que se encontraran en una situación análoga a la
mía actualmente, tomaran la misma decisión que yo, el mundo sería siempre viable y
vivible? Como decía Kant, ¿la máxima de mi acción es universalizable? Si lo es, mi
acción es buena; si no, no es buena. Este era uno de los criterios de Kant. 

En el siglo siguiente, Hegel desarrolló una Fenomenología del espíritu, es decir, que da
una descripción de la historia espiritual de la humanidad, de la evolución espiritual de la
humanidad o de las civilizaciones. Hegel habla también de la universalización. Ve él
que el espíritu de las civilizaciones está en marcha hacia una especie de
perfeccionamiento sin fin que hará que un día todas las grandes religiones, los grandes
pensamientos, las grandes visiones del mundo podrán en gran parte concordar en una
especie de síntesis global, de sistema universal, que pasará por un pensamiento
dialéctico: tesis, antítesis, síntesis. Esta síntesis global será la virtud del espíritu
absoluto. Este punto ha sido muy criticado. 
 

El principio de “universalización” 

Un filósofo judío del siglo XX, Eric Weil, propuso retomar la idea kantiana de la
universalización en un esquema hegeliano. No será solamente la verificación del
principio (máxima) de la acción individual cuya universalización se intentará, o la
“universabilización”, sino que también se someterá a este ejercicio toda moral de
convicción16.  Eric Weil propone considerar que estamos en un proceso histórico
gigantesco al cual contribuyen todos los pueblos. Añade que cada pueblo, cada etnia o
cada grupo humano tiene su  moral de convicción, que el llama “la” moral, y que en una
sociedad pluralista, estas morales tradicionales se comparan entre sí,  a veces chocan
entre sí, e inclusive a veces se combaten mutuamente. Sus partidarios se dan cuenta de
que algunos comportamientos reprimidos entre ellos, son considerados como positivos
entre otros, o a la inversa. Se sigue de allí una especie de relativización que contraría el
apego de los ciudadanos a sus orígenes, a sus raíces.  Todas las reivindicaciones de
identidad que se ven hoy, más particularmente en el antiguo bloque del Este, lo
demuestran claramente. Por tanto hay en la humanidad una tendencia a conservar una
identidad singular al mismo tiempo que se inscribe en un concierto universal. 

¿Cómo llegar a esto? Weil decía: “Hay que intentar universalizar las tradiciones
morales.” Frente a la pregunta: ¿Qué hacer para actuar bien en una situación dada?”, el
filósofo responde: “Haz lo que la tradición de que eres heredero(a) te sugiere hacer,
salvo si la máxima de la acción que te es sugerida así no es universalizable.” En este
caso, añade el filósofo, hay que reformar  tu tradición, porque ella todavía no es tan
universal, suficientemente humana. A los ojos de Weil, ninguna tradición de hoy es
todavía suficientemente humana. Todas las tradiciones conllevan todavía puntos de
barbarie, puntos no civilizados, puntos que todavía no están en la escala de una ciudad
universal, mundial. Estos puntos hay que reformarlos, universalizarlos, es decir, que hay
que transformar  la moral tradicional dirigiéndola en el sentido de una moral universal. 
Por tanto en Eric Weil hay una respuesta a esta pregunta trágica, que un buen número de
cristianos se han planteado y se plantean todavía: “¿Se puede cambiar la moral?”. No
solamente se puede, sino que se debe; si no, no se llega a una visión suficientemente
universal que permita la articulación de una ética para lo que se  llama hoy “la aldea
global”. 

Se entiende que en las grandes tradiciones morales se encuentran siempre intelectuales,


profetas y personas muy instruidas para pretender que su tradición es universal. Así, por
ejemplo, la tradición católica se dice universal -católico por lo demás es una palabra
compuesta de raíces griegas que significa universal: cat’holos, que concierne a la
totalidad-. Perfecto. Tomemos en serio sus pretensiones y pidámosle  que demuestre su
universalidad. Hay muchos puntos en los cuales se puede mostrar que la tradición
católica ya no es universal. Los problemas de aculturación que encuentra ella en Africa,
en Asia e inclusive en América Latina, aunque fuera sólo en sus prescripciones rituales,
lo demuestran bien. Ella no es universal en su realidad actual; es universal en el sentido
de que la fe que ella enseña es propuesta a todos. Pero su figura actual no es todavía
universal. Sin embargo muchos teólogos consideran que ella posee en sí misma
fermentos de universalización aptos para promover su propia reforma. 

Dicho esto, nos queda por precisar el medio por el cual se puede trabajar en
universalizar las morales tradicionales heredadas de las generaciones que nos han
precedido en nuestra cultura; morales que nos aportan hoy nuestras convicciones en la
existencia. La técnica con la cual se espera progresar en el sentido de la
universalización es precisamente la discusión racional. 
 

Esquema de discusión racional 

He aquí un ejemplo. Frente a una situación intolerable, la propuesta de decisión de un


individuo o de un grupo  es (A), y la proposición de decisión del otro grupo o individuo
es (B). El individuo que propone (A) deberá explicarse ampliamente sobre el
fundamento de su propuesta de decisión. El individuo que propone la solución (B)
deberá hacer igual cosa. Luego, uno y otro estarán obligados por la dinámica misma de
la discusión, a dar razón, lo más amplia que se pueda, de la posición que proponen. Para
llegar a ella darán argumentos. Se puede apostar que en una búsqueda leal de los
argumentos pertinentes, terminarán por ponerse de acuerdo, por lo menos en un punto.
Este punto de acuerdo podrá siempre ser cuestionado, pero mientras tanto, puede servir
de punto de apoyo para una negociación. 
 

Límites de la discusión racional 

Entre estos puntos de vista, acabará por presentarse una posición no argumentable
racionalmente. A menudo se intenta apoyarla en argumentos que no lo son. Estos son de
diversos tipos. Pienso sobre todo en el argumento de autoridad En la discusión racional,
el individuo a menudo acaba apoyándose en la voz del profeta, del pensador, del
filósofo que está en el origen de su sistema de convicciones. Cuando se está por fuera de
una tradición, uno puede considerar que el argumento de autoridad no es valedero. Pero
en el interior de una tradición, donde cada uno se encuentra marcado por autoridades
morales significativas para él, este argumento tiene mucho  peso. No se pueden
ridiculizar estas actitudes, son mecanismos humanos absolutamente fundamentales. 

Entonces, cuando un cristiano dice:  “En el Evangelio se ve que Jesús actúa de tal
manera  en situaciones análogas; entonces, lo mejor que puedo hacer como cristiano, es
seguir el ejemplo que él me da y que los Evangelistas me han contado”, en cierto modo
lo que invoca es un argumento de autoridad. Pero al mismo tiempo es un argumento de
tradición muy importante, que puede tener mucho peso, tanto más cuanto que inclusive
fuera de la religión cristiana, muchas personas consideran a Jesús como uno de los más
grandes profetas de la humanidad. 

Ahora bien, existe una multitud de otros Maestros tanto en el catolicismo como en otras
religiones, como los santos, Gandhi, Martín Luther King, Buda, el profeta del Islam.
Existen también los sabios de hoy: Christian Bobin, Khalil Gibran, Graf Dürckheim y
muchos otros. Por tanto hay profetas, autoridades, personas de quienes se tiene la
impresión de que van más adelante de nosotros en el camino de la humanización. Estas
personas nos impresionan por su calidad de ser, y nosotros somos llevados por nuestra
educación a confiar en ellos. Porque en nuestra juventud, se nos los ha presentado como
modelos a seguir; por lo demás, con justo título, pues son casi siempre personas íntegras
y eminentes. Su notoriedad no es el efecto del azar o el producto de una maniobra
publicitaria. Las personas adhieren a sus discursos, porque encuentran en ellos la
sustancia moral que necesitan para dar un sentido a su vida. Por eso en situación de
dilema moral, uno se pregunta qué habrían hecho Jesús, Buda, Gandhi, Mahoma u otros.
En el caso de Jesús, por ejemplo, quien es el autor de una práctica social muy precisa, la
pregunta parece justa: ¿Qué habría hecho Jesús en una situación análoga?  Para un
cristiano es una buena pregunta para plantearse antes de decidir. 

Existen otras limitaciones a la argumentación racional. Especialmente las que hacen


intervenir juicios de valor, forzosamente relativos, por más que sean compartidos por un
gran número de personas. Con ocasión de una petición de transplante renal, por
ejemplo, se podría tropezar con una objeción parecida a esta: “No podemos satisfacer
todas las peticiones porque las listas de espera son demasiado largas. Faltan donantes, la
cirugía es costosa”, etc. ¿Entonces quién se va a beneficiar del riñón disponible? Uno
dirá que hay que darlo al primero inscrito en la lista; otro dirá que es absurdo, porque el
primer inscrito de la lista quizás es un anciano, mientras que el segundo es una joven
madre de familia,  sus niños la necesitan. Un tercero privilegiará la utilidad social, una
cuarta persona dirá que esto no tiene sentido, porque la utilidad social no se puede
medir, etc. 

Se argumentará finalmente sobre el concepto de la persona humana y sobre el valor que


se da a diferentes tipos de personas humanas; lo cual no es sencillo. A menudo sucede
en el curso de estas discusiones, cuando se llevan con honestidad y exigencia al mismo
tiempo, es decir, sin compromisos, que la visión de los interlocutores se modifica y a
veces, que se puede llegar a formular un consenso, o por lo menos puntos de acuerdo.
Pero estos acuerdos, cuando son verdaderos, se pagan al precio de una transformación
interior de los interlocutores a lo largo de la discusión. Y sin duda lo que hace difícil
esta discusión es la resistencia a tal autotransformación. 
 

¿Una ética de procedimiento? 


Los aspectos formales de tales discusiones racionales han hecho decir a algunos que la
ética de la discusión es en realidad una ética procedimental. Poco importaría entonces la
conclusión de la discusión siempre que se haya seguido bien el procedimiento para
producir esta conclusión.  Viéndolo bien, la ética de la discusión aparece muy a menudo
como una ética procedimental; es decir, una ética que nos propone seguir cierto número
de etapas en un proceso, para garantizar que todos estén de acuerdo, que todos hayan
dado su parecer, que cada uno haya reflexionado bien sobre su opinión, y que cada uno
haya comprendido bien  la opinión de los demás, en fin, que cada uno haya podido
criticar bien las opiniones de los demás si las juzgaba criticables. Muchos bioéticos
profesionales opinan hoy así.  En consecuencia se produce, sobre todo en los países de
América del Norte, un poco menos en Europa, una amplia confusión entre el derecho y
la ética, precisamente en razón del desarrollo de la ética de la discusión que toma un
rumbo muy procedimental. 

Utilicemos una comparación y tomemos el tribunal de asistencia como la figura


paradigmática del buen tomador(?) de decisiones éticas. Se reúne a un grupo de
ciudadanos honestos, a quienes se va a exponer un problema. Se les va a encargar de
formular un consenso, ojalá unánime, y si este consenso es ratificado por todos, se
considerará que es una buena decisión moral.  Es muy procedimental y muy útil, pero al
mismo tiempo muy limitante. 

Estas anotaciones son justificadas, pero de ninguna manera hacen justicia a la ética de la
discusión, que posee muy buenas cualidades la mejor de las cuales es que ella pone en
movimiento en el individuo lo que hay de más humano en él: la aptitud para el diálogo,
la aptitud para la palabra y para la escucha, la aptitud para entender el punto de vista del
otro, para intentar comprenderlo, en cierto modo, para aprender su norma. También
hace resaltar ella la aptitud del ser humano para expresarse, hablar, dar razón de sus
convicciones. Así se encuentra en confrontación pacífica con el otro con la finalidad
explícita de inventar, encontrar soluciones nuevas para problemas inéditos.. Uno de los
grandes méritos de la ética de la discusión es que ella moviliza una parte de lo que hay
de más humano en el ser humano. Para llegar a este resultado, es necesario que se den
procedimientos. Estos son, pues, secundarios en relación con la calidad intrínseca del
diálogo que garantiza  en cierta medida la eticidad de la conclusión. 
 

Los tres principios del diálogo 

Para que haya un verdadero diálogo, conviene en efecto que se respeten ciertos
principios. Hay tres principios esenciales, sin  los cuales es enteramente imposible
dialogar: 

- En primer lugar es evidente que no se debe utilizar la fuerza. La intimidación,


no importa la forma que tome, y con mayor razón la fuerza física, nunca deben
intervenir. Sólo se deben emplear la razón y la argumentación. Hay una versión
de la prohibición del homicidio de la cual hablaremos: “No matarás.” Se debe
llegar a una discusión racional lo más exenta posible de relaciones de fuerza. 

- Igualmente hay que evitar la seducción. No se trata de envolver a las personas


con la demagogia, la ideología, o simplemente poner en juego la cuerda sensible
para obtener votos. Hay que explicar el punto de vista que se defiende, con todas
sus dificultad

es, limitándose a la argumentación racional. Es una versión de la prohibición de


la instrumentalización, sobre la cual se volverá nuevamente. 

Finalmente, jamás se mentirá. No hay que ceder a la tentación de la traición.


Uno debe proponerse firmemente esta exigencia. En ocasiones uno puede
callarse cuando el decir algunas verdades podría ser nocivo para otros. Pero
nunca se puede mentir. Es la prohibición de la mentira, que se encontrará más
adelante. 

Intimidación, seducción, traición. Las condiciones mismas del procedimiento de la ética


de la discusión., son las tres prohibiciones fundamentales que he citado en otras obras, y
sobre las cuales fundamentaba yo toda ética humana. Este punto es en verdad muy
importante. En efecto, cualquiera que no respete la regla de la verdad ha de ser excluido
de la discusión, porque llegará el tiempo en que no se le creerá más. Por ejemplo, si
alguien miente por interés, al cabo de algún tiempo sus interlocutores acabarán cayendo
en la cuenta, y lo confundirán en su mentira. Si esta persona reconoce que ha mentido,
que pida perdón o muestre una digna enmienda, es posible que sus interlocutores le
perdonen, a condición de que no vuelva a mentir. Solamente entonces podrá volver a
participar en la discusión. Lo mismo para una persona que practica el chantaje perpetuo
para manipular. Si se llega a hacerle comprender que esta no es una buena forma de
discutir, también ella puede enmendarse. Alguien puede sentirse tentado a utilizar la
fuerza o la intimidación, cuando siente que queda mal porque no comprende lo que los
otros han comprendido o bien porque sus argumentos no tienen peso. Entonces se
intentará hacerlo entrar en el sentido común, en el sentido del diálogo o se le impedirá
hacer daño. 
 

Estos principios son universales 

Pero no emplear ni la intimidación, ni la seducción, ni la traición, es una exigencia


considerable que ya en sí misma es toda una ética. Por lo demás, es la única ética
humana universal que se puede obtener de un análisis antropológico serio, es decir, de
una antropología de la palabra17. La riqueza de esta ética de la discusión es que su
práctica misma supone la puesta en práctica de las tres condiciones fundamentales que
definen lo humano, y que son al mismo tiempo las tres prohibiciones fundamentales en
la base de toda ética: las prohibiciones del homicidio, de la instrumentalización y de la
mentira:

“No matarás (a tu semejante)”;

“No considerarás jamás a tu semejante como un medio, sino siempre como un fin”;

“No darás falso testimonio”. 


 

Arbitrariedad y subjetividad 
Otra ventaja muy grande de la ética de la discusión es que ella permite a cada uno
asumir su subjetividad evitando lo arbitrario. La distinción que hacemos entre
subjetividad y arbitrario debe ser iluminada. Cada uno de nosotros es subjetivo porque
cada uno de nosotros es él mismo, él no es el otro. Un día una estudiante vino a
decirme, a la salida de un curso de filosofía, que yo era uno de los raros profesores que
ella conocía que no había intentado hacer creer a sus estudiantes que había tenido otra 
lengua materna, otro sexo, y que había nacido en otra ciudad en otra época, había
cultivado la misma filosofía... He creído comprender que ella había percibido que yo
siempre me esfuerzo por hablar de dónde soy, por asumir mi subjetividad. 

Nosotros estamos marcados por nuestro nacimiento, su lugar, su fecha, y no solamente


en razón de temas astrológicos eventuales. Estamos marcados por la lengua materna que
hablamos, por los mayores que nos han introducido en la vida social, por la red de
amistades o de intimidades que se ha tejido alrededor nuestro, por nuestra educación y
por cada una de nuestras experiencias personales. Inclusive nuestro patrimonio genético
es singular, puesto que su huella sirve ahora para identificar, fuera de toda duda, a los
criminales. Los mellizos también son seres singulares. Puesto que hay uno que nació
antes que el otro, tomará una actitud de mayor, mientras el otro tomará una actitud de
segundo. Cada uno de nosotros es subjetivo, es decir es un ser único que debe ser
preservado, que inclusive debe ser cultivado. Es el fundamento de nuestra identidad
personal. 

Pero hay una dificultad: los otros también tienen una identidad personal. Son más o
menos diferentes de nosotros, según su origen y su historia. En un primer momento, uno
se siente tentado a creer que el entorno es como nosotros lo percibimos, y tomamos
nuestra percepción subjetiva del mundo, de las cosas, de la historia, de los demás y de
nosotros mismos como si fuera la verdad pura y simple, es decir, como una objetividad.
Erigir en objetividad su propia percepción subjetiva, es lo que se llama arbitrario. Y lo
arbitrario está evidentemente en el origen de muchos malentendidos. Loa arbitrario es la
disposición que nos hace querer imponer a los demás nuestra propia subjetividad como
objetividad. 

La ética de la discusión ostenta el mérito de revelar el carácter subjetivo de cada uno de


nosotros. Ella lo hace brillar grandemente, respetándolo. Sin embargo, la ética de la
discusión da a la subjetividad, por medio del diálogo, puntos de referencia críticos que
permiten excluir de ella lo arbitrario. Dicho de otra manera, la discusión crítica, la
discusión racional, permite eliminar el riesgo de arbitrariedad protegiendo la
subjetividad de los interlocutores. 

Es lo que el filósofo austriaco  hecho ciudadano británico Karl Popper, recientemente


desaparecido, llama “la intersubjetividad crítica18”. La palabra “intersubjetividad” indica
que hay varios sujetos en diálogo;  y la palabra “crítica” debe entenderse en el sentido
de discernimiento. Criticar viene de un verbo griego que quiere decir discernir, colocar
las cosas por separado. Se podría decir: Intersubjetividad discerniente. 

Pero,  concretamente, ¿qué es la intersubjetividad crítica? Es la característica de una


operación social que consiste en reunirse entre varios para poner aparte las cosas, frente
a un problema difícil. Para intentar  descartar lo arbitrario, y para ver más claramente
los motivos profundos que cada cual alega a fin de tomar una decisión y evaluar mejor
las consecuencias posibles del acto que se intenta realizar, se discute, se trata de
universalizar el principio (máxima) de la acción que se propone. 
 

La validez de la ética de la discusión 

La ética de la discusión permite reducir nuestro margen de incertidumbre porque tiene


dos grandes virtudes. La primera, es que ella pone en práctica en su mismo trabajo la
“eticidad” fundamental del ser humano definida por el respeto a las tres prohibiciones
fundamentales de la ética. Puesto que el medio mismo es ético, hay grandes
posibilidades de que el resultado de su puesta en práctica pueda pretender una cierta
eticidad. No se puede tomar una decisión ética si no se es ético; y probablemente el que,
siendo ético en la forma de tomar una decisión, se da buenas oportunidades de tomar
una decisión ética. No es una certeza, pero el pronóstico de eticidad es favorable. Es un
primer mérito.  

El segundo mérito de la ética de la discusión es que ella permite eliminar los riesgos de
lo arbitrario permitiendo asumir las subjetividades presentes. Esta técnica es muy
interesante, porque es argumentativa y democrática. Pero no se trata del simple ejercicio
de la mayoría, sino de una democracia más profunda, constantemente en búsqueda de
un consenso que pone a los interlocutores al abrigo de una eventual dictadura de la
mayoría. 

Evidentemente hay límites en la ética de la discusión, como en todos los demás tipos de
ética considerados hasta aquí. Estos límites no la descalifican. Una exposición crítica
minuciosa no lograría de ninguna manera desacreditarla o invalidarla. Ella es
invulnerable en el nivel del fundamento y de los principios. Pero no hay que pedirle lo
que ella no puede dar. Al operar según este método, se obtiene las más de las veces muy
buenos resultados. Pero se ilusionaría quien creyera que es una fórmula mágica que
abre  todos los cerrojos. Nos podemos servir de ella para desenredar muchas madejas,
pero a veces sucede que quedan muchos nudos que deberán deshacerse con otros
métodos. 
 

Los límites de la ética de la discusión 

Lo que no puede darnos la ética de la discusión es la certeza absoluta. ¿Por qué? Porque
siempre su ejercicio, cuando mucho, no es sino una sinfonía intersubjetiva. 

1. La parte de pasión que nos habita 

Por otra parte, la ética de la discusión se basa en la discusión racional; ahora bien,
sabemos muy bien que dar razón de lo que queremos, de lo que pensamos, tiene sus
límites. Pascal acaso no dijo: “El corazón tiene sus razones que la razón no conoce”?
Otros antes de él pensaban igual, pero hoy, en un mundo dominado por la racionalidad
científica, tenemos la tendencia a olvidarlo. Sin embargo, hay momentos en que un ser
humano puede llegar a decir: “Yo sé, yo siento, yo digo que esta acción es incorrecta,
pero no puedo explicar por qué. Y paradójicamente, las explicaciones que yo podría
intentar dar irían en sentido contrario;  aquí me bloqueo radicalmente.” ¿Quién es
víctima , pues, de quien está dentro? ¿Cómo esta persona, este agente moral, mantiene
su relación con la parte inconsciente de sí mismo, con la imagen que él mismo se ha
hecho de sí mismo en la discusión con los demás?  Todo parece darse en el interior,
sobre la faz oculta de nuestro espíritu; y el sentimiento que surge entonces hace fracasar
la razón. Es muy difícil, para no decir imposible, ser racional de parte a parte. Hay
situaciones en que nuestros sentimientos se adelantan a la lógica, y esto sucede a
menudo sin nuestro conocimiento. Hay personas inconscientes, aunque muy
inteligentes, que sobresalen en el arte de construir sistemas sofisticados de
argumentación para darse apariencias de racionalidad. Se les califica de sofistas, y en el
lenguaje de la calle se dice que patinan. En el fondo siempre queda una parte de
convicción injustificable, imposible de legitimar, que nunca se llega a avalar con
argumentos. Hay que tener la humildad de concederse este límite a sí mismo y también
a los demás. En el fondo, la discusión racional no suprime la convicción: permite
encauzarla, construir lúcidamente sobre convicciones sin hacerlas a un lado. 
 

2. La desigualdad entre las habilidades de lenguaje y los riesgos de exclusión de la


discusión 

La segunda gran limitación es que para participar en la discusión hay que saber hablar y
saber escuchar. En principio, todos los seres humanos tienen la capacidad de hablar y de
escuchar. Idealmente deberíamos estar en un pie de igualdad en el nivel de estas dos
facultades. Pero como en otros campos, el talento no está repartido por igual. Hay que
reconocer que hay virtuosos del lenguaje. Unos son honrados filósofos, otros son
deshonestos sofistas. Por tanto existe el peligro de elitismo en la ética de la discusión.
No todo ciudadano es capaz de ir al Senado y explicar por qué no está de acuerdo con
un proyecto de ley. 

En principio, todos deberían participar en la discusión, pero en realidad siempre hay


excluidos. Porque no todos tienen iguales herramientas en el plano intelectual para
hacer valer sus ideas. Hay una disparidad, pero ella está frenada por el principio de
igualdad. Para que la discusión sea ética, es preciso que los más dotados sean honrados,
y que ellos tengan en cuenta esta disparidad. 

La pregunta que un ético debería llegar a plantearse cuando se pone en marcha un


proceso de ética de la discusión, es ver quién está excluido de la discusión. Este es el
mejor comienzo. Por ejemplo, cuando en un hospital se le dice que se va a instaurar un
lugar de discusión para tratar de esclarecer un caso, la primera pregunta que en el
momento se impone, es: ¿Quién participa ene esta discusión y quién es excluido?  ¿Está
excluida la familia? ¿Está excluido el paciente mismo? ¿Están excluidas las enfermeras?
¿Están excluidos los médicos practicantes? ¿Están excluidas las enfermeras auxiliares?
¿Finalmente a quién se ha omitido implicar en la discusión? No es que obligatoriamente
se deba invitar a todo el mundo, sin excepción. Este ciertamente no es nuestro punto de
vista. Pero hay que ver cuidadosamente si no se está descartando a personas que serán
afectadas por las consecuencias previsibles de los actos que se decidirán.  A veces habrá
imposibilidad técnica de reunir a las personas afectadas. La falta de tiempo y de
disponibilidad de las personas afectadas será obstáculo para lo que se emprende. Es el
caso en la mayoría de las situaciones de extrema urgencia. A veces puede haber buenas
razones para excluir a alguien de la discusión. 

A menudo es sabio excluir de la discusión a un mentiroso impenitente, por ejemplo.


Pero se pueden presentar otros casos en que nacen especialmente del conflicto de
intereses. Así, por ejemplo, en el tiempo de Pericles, cuando el Senado ateniense decidía
llevar la guerra a una de sus fronteras, las poblaciones limítrofes no tenían derecho a
voto. ¿Por qué? Porque se sabía evidentemente que no aceptarían la guerra; pero como
el interés superior de la Ciudad lo justificaba, se pasaba adelante. No se vaya a entender
que si se quiere instalar una central nuclear en un sitio determinado, se puede permitir
impedir a las personas de la región expresarse sobre la cuestión. Se puede excluir de la
discusión a alguien, o a un grupo porque está demasiado parcializado o porque tiene
demasiado poder. Si la discusión es para saber si hay que matar o no al tirano, es mejor
que el tirano no participe en la discusión; este es ciertamente un ejemplo extremo. Pero
si se quiere determinar un orden de prioridad entre los receptores de órganos, quizás
será preferible no consultar a todos los pacientes de la lista de espera y asumir las
consecuencias posibles de la decisión que se tomará. Pero insistimos en el hecho de  que
siempre es muy importante e instructivo identificar a los excluidos y comprender las
razones que justifican eventualmente esta exclusión. 

Mi intención no es en manera alguna hacer de la no exclusión un dogma. Pero cuando la


situación nos obliga a descartar a alguien, hagámoslo de manera responsable, y no a
ciegas, o a escondidas, sin que se sepa. La ética ordena que se haga de manera clara,
sobre la base de argumentos valederos. Sucede que se excluye al principal interesado, o
a su familia. A veces se discute con la familia y no se hace intervenir al interesado, lo
cual plantea problemas mayores.  
 

3. Las situaciones imposibles de decidir 

Se pueden discernir otras dos dificultades en la ética de la discusión. Primero existen


situaciones imposibles de decidir, donde ninguna discusión podrá acabar con la
dificultad. Supongamos que nos encontramos ante un acontecimiento potencialmente
catastrófico cuya probabilidad es lo más cercana a cero. Algunos dirán entones: “Puesto
que la probabilidad es casi igual a cero, hagámoslo de todos modos; el accidente no
sucederá”. Pero otros dirán: “Sí, pero si sucede el accidente, ahí quedamos todos;
entonces no lo hagamos.” Es imposible zanjar esta querella mediante la discusión
racional, porque las dos proposiciones son estrictamente equivalentes en términos de
riesgo. 

Tomemos el caso que nos ha presentado el filósofo y matemático Jean Landrière. El


participaba en un coloquio, en Suiza, donde se trataba de determinar si se iban o no a
instalar unas centrales nucleares. Con la base en el mismo expediente de documentos,
del mismo análisis de riesgos, de los mismos expedientes científicos, geográficos,
económicos, sociológicos, etc., el grupo de expertos internacionales reunidos a
instancias de la confederación Suiza, estaba profundamente dividido, porque unos
decían: “Se puede construir centrales nucleares sin ningún temor; ciertamente se
reconoce que si se produjera un accidente, sería gravísimo. Pero los procedimientos de
control son rigurosos y por tanto la probabilidad de que se produzca el accidente es
cercana a cero, hasta el punto de poderse considerar que en la práctica es cero.”
Mientras los otros expertos, con base en el mismo conjunto de documentos decían: “No,
no hay que construir centrales porque la probabilidad de un accidente mayor en una
central no es matemáticamente igual a cero, aunque es muy pequeña, lo cual
reconocemos. Pero, por el contrario, las consecuencias son terribles, y no podemos
soportar la idea de estas consecuencias; por tanto no hay que hacer centrales nucleares.”
¿Quién tiene la razón en estos debates? En los dos casos se está en el límite de un acto
de fe. Un acto de fe pro-ciencia y un acto de fe anti-ciencia, pro-técnica y anti-técnica,
pro-medio ambiente o pro-desarrollo económico. Por una parte, se escoge la comodidad
y la posibilidad de desarrollo que proporciona la ciencia. Por otra parte se escoge
preservar la tranquilidad de un ambiente seguro, a costa de privarse de la comodidad y
de las ventajas económicas. Es una convicción que va finalmente a vencer, no un
argumento19. Hay, pues, situaciones en las cuales de hecho los argumentos no permiten
avanzar. Los argumentos son todos muy válidos. Son situaciones demasiado complejas. 
 

4. La existencia de disensos profundos y duraderos 

La cuarta limitación de la ética de la discusión es que ella a veces llega a disensos


profundos. Este peligro jamás debería impedirnos emprender el diálogo cada vez que él
es posible. Normalmente se debería llegar a consensos. Ciertas situaciones son muy
complejas y el desacuerdo es tan profundo que los interlocutores se encuentran en una
encrucijada moral. El mejor ejemplo sería juntar dos grupos de personas enteramente
honestas, abiertas, pero que tienen convicciones diferentes sobre una cuestión
fundamental. 

Figurémonos que estos grupos deben determinar si es aceptable una interrupción


voluntaria de un embarazo que implica a un embrión de diez semanas. Es más que
probable que se llegue a un disenso absolutamente radical. No versará tanto sobre la
eticidad del acto mismo. Más bien existe el peligro de no entenderse sobre la
concepción que se tiene del ser humano.  ¿Es un embrión? ¿Es un feto? ¿En qué
momento se convierte en un ser humano? La respuesta está fundamentalmente ligada a
nuestras convicciones, a nuestras representaciones, a nuestras esperanzas. En definitiva
la cuestión concierne a la concepción metafísica, explícita o implícita que tenemos de la
vida humana. Ella está ligada a posiciones que no se pueden probar por una discusión
racional. 

Sin embargo, aun en situación de disenso, es posible que el ejercicio de la discusión


permita avanzar. Especialmente en la forma de circunscribir el desacuerdo, de
nombrarlo y de comprenderse mutuamente. Si no se llega a crear un consenso sobre el
aspecto fundamental del problema, se puede llegar a una comprensión unánime y lúcida
del disenso. Si cada una de las facciones enfrentadas es capaz de comprender y de
respetar el punto de vista del otro, la tensión y la emotividad se desactivarán. Los dos
bandos no sentirán ya necesidad de intercambiar injurias o de mandarse golpes a la cara.
Las convicciones presentes impiden llegar a un acuerdo, pero el conflicto o el cisma
puede evitarse y las personas podrán continuar trabajando juntas.  

Cuando se llega a vivir en paz a pesar del desacuerdo, se ha dado un paso excepcional
sobre el plano humano. Esta es a menudo la primera etapa, la que va a preceder al
compromiso. Porque si el consenso no es posible, esto no impedirá que se pueda tratar
de establecer un compromiso. 
 

Una lógica del compromiso 


Un compromiso es una solución que va a permitir a todos encontrarse en un punto, no
completamente, pero sí lo suficiente para poder aceptarlo. El compromiso será para cada
una de las partes, más rico que la adopción del punto de vista del otro. Con seguridad
será más pobre que la adopción de nuestro propio punto de vista, que no podemos
imponer porque los otros no están de acuerdo. Ellos tampoco pueden imponernos su
punto de vista, porque no estamos de acuerdo. Por tanto hay que encontrar el mejor
compromiso. Deberá ser más rico para nosotros que lo que sucedería si adoptáramos
simplemente el punto de vista del otro, y viceversa. En una amistad, en una pareja, en
una familia, en un grupo de trabajo, dondequiera que se codeen los seres humanos, si las
personas presentes están en profundo desacuerdo pero pueden ponerse de acuerdo para
identificar la naturaleza, el punto de tropiezo, el objeto de su desacuerdo, podrán
comenzar a vivir con este desacuerdo.  Lo cual jamás sería posible si ellos no lo
identificaran. Comprender el desacuerdo y profundizar en sus razones es aprender a
vivir con la incomodidad que él significa. Y también puede ser en definitiva  darse
cuenta de que el desacuerdo tiende a una falsa representación de sí y de los demás.  Es
aceptar ponerse en un proceso de transformación, de evolución. Es el modelo del
compromiso político o diplomático, que jamás regula del todos los problemas, pero que
tiene la ventaja de hacer posible la cohabitación o la vecindad pacífica. Es posible hacer
igual cosa en ética. 

Para llegar a esto, hay que aceptar vivir cierto malestar, aceptar vivir cierta
incertidumbre. La gran  dificultad que impide ponerse de acuerdo sobre los puntos de
desacuerdo está ligada al hecho de que tenemos muchas dificultades para poner en
palabras claras nuestras objeciones, para dar nombre en forma conveniente a las razones
que nos hacen resistir, y a menudo para asumirlas.  Buscamos espontáneamente
deshacer los argumentos del otro y no siempre exploramos minuciosamente nuestras
motivaciones profundas. Nuestro primer reflejo es a menudo hacer caer el peso del
desacuerdo sobre las espaldas del otro. Es muy natural,  muy humano intentar ganar
primero. Para llegar al compromiso, hay que aceptar perder y vivir la incertidumbre y el
malestar que acompañan a la derrota. Pero quizás allí logramos una victoria sobre
nosotros mismos. Hay que escoger entre dos clases de malestar, el causado por la
tensión del conflicto y el causado por la aparente derrota. Porque una derrota nunca es
total si se llega a un compromiso. Pero para llegar a ello quizás hay que vencerse un
poco a sí mismo. El sabio chino Lao Tse decía: “El hombre que logra vencerse a sí
mismo es más poderoso que el que ha conquistado un imperio”. 

Todo lo que hemos escrito en los capítulos precedentes sobre la intención, el lenguaje y
la  experiencia moral debería inspirarnos la actitud esencial que conviene tener para
establecer compromisos. Es difícil vivir cuando no estamos de acuerdo con nosotros
mismos, cuando estamos divididos dentro de nosotros mismos. Podemos ser
destrozados interiormente cuando nuestro trabajo nos obliga a dejar de lado  nuestras
convicciones. Pero todavía es más doloroso no estar de acuerdo con alguien. En la
medida en que se debe andar al lado de este otro, todavía es más difícil, porque cada
mención de un punto de desacuerdo puede ser un instrumento de tortura. ¿Y a quién le
gusta torturarse, torturar al otro o ser torturado por el otro? A nadie, a menos que sea un
psicópata. 

El compromiso exige una gran confianza en el otro, en su benevolencia y en su


integridad, para poder expresar los puntos de desacuerdo. Para practicar esta disciplina
del compromiso, se debe tener confianza mutuamente. Si el otro pone el dedo en el
punto de desacuerdo, intentemos ver allí la benevolencia y no la agresividad. 
 

Retorno sobre las condiciones del diálogo 

La actitud fundamental que desencadena el diálogo comprende tres disposiciones


esenciales. La más elemental es reconocer y aceptar la presencia del otro. No buscar
excluirlo, en manera alguna, a menos que esté en una u otra de estas situaciones de
excepción que hemos evocado arriba. En segundo lugar, es indispensable reconocer y
aceptar la diferencia del otro, que tiene derecho, como nosotros, a su subjetividad, e
idealmente, se debería intentar conocerlo mejor, para llegar a comprenderlo bien.
Entonces será más fácil respetarlo. En contrapartida, con seguridad, hay que aceptar
hacerse conocer del otro. Los movimientos de apertura deben ser recíprocos y
simétricos en la medida de lo posible. Al emplear la palabra simetría nos referimos
principalmente al nivel de relación. No debe haber un ayudante y un ayudado. No hay
que confundir diálogo y relación de ayuda. Si la simetría no es posible en el nivel de las
competencias o del estatus, quien está en ventaja, debe dejar de lado su estatus, y prestar
su competencia al otro en forma honesta y desinteresada. 

La lucidez de los interlocutores es esencial y exige un profundo conocimiento de sí


mismo. El diálogo no es un juego de niños. Reconocer y aceptar la diferencia implica un
esfuerzo de apertura que no es natural. Es más fácil estar en relación con personas que
se parecen a nosotros; esto da mayor seguridad. Pero quizás hay más qué aprender
cuando uno se arriesga a hacerse conocer y a conocer a personas diferentes. Muy a
menudo se termina por apreciar la diferencia del otro, y a veces uno se sorprende
amando lo que antes nos amenazaba. Decíamos antes que el diálogo no era un juego de
niños; pero paradójicamente, los niños parecen más a gusto que los adultos a la hora de
entrar en relación con personas diferentes a ellos. Si ellos no fueran abiertos  y curiosos,
los niños no crecerían psicológicamente. Porque en definitiva, son mucho más
diferentes de sus padres que de los demás niños de su edad. 

Para dialogar hay que asociar la lucidez que nos da la madurez a la curiosidad y a la
apertura de la infancia. La tercera disposición es reconocer la equivalencia moral del
otro. Antropológicamente, en el plano humano, tenemos el mismo valor. Si entramos en
diálogo con el otro, es que estamos listos para incluirlo en el círculo de nuestros
semejantes. 
 

Retorno a los casos no resueltos 

Volvamos ahora a los casos del primer capítulo que no han podido ser resueltos del todo
en el tercero. 
 

1. Antonio 

El segundo caso, el de Antonio, aquejado por un neuro-sida, nos da un ejemplo muy


apropiado de situación en la cual la ética de la discusión ha permitido hacer progresar la
reflexión hasta un consenso. La petición del paciente se salía de los hábitos de cuidados
del servicio de inmunología.  Por medio de la discusión es como se pudo hacer
comprender a una parte del personal que el sufrimiento moral merecía igual
consideración que el dolor físico, y que exigía una solicitud análoga. El diálogo
permitió hacer desaparecer el desacuerdo y se llegó a un consenso. 

2. Roberto 

La discusión ética permitió encontrar soluciones al caso de Roberto (número 4), que no
quería volver a la diálisis. En esta situación se habría podido ir inclusive más allá de
este simple consenso. El equipo de psiquiatría dio un paso más al aceptar prodigar al
paciente los cuidados paliativos que necesitaba su estado, y para los cuales el mismo
equipo no estaba preparado. Profundizando la reflexión a propósito de su propia
práctica, aceptó ver su papel de otra manera, y con toda paz espiritual, realizó actos que,
a primera vista, iban en contra de su lógica tradicional de intervención. El equipo y sus
miembros evolucionaron.  
 

3. Lidia 

El caso número 7, de la niña Lidia,  a quien se dudaba si prescribirle morfina, es otro


ejemplo apropiado en donde las personas presentes fueron guiadas a cuestionarse para
llegar a un consenso. 
 

4. Luisa 

El caso número 8. Ha habido una discusión a propósito del caso de esta mujer
anoréxica, inclusive hubo consenso. Pero faltó un excluido importante: el médico jefe
de servicio. No creemos que el equipo tenía la intención de excluirlo de la discusión,
pero si se hubiera planteado la cuestión de la exclusión, alguien habría podido pensar
quizás en telefonear al médico jefe, que habría hecho valer su punto de vista. Esta
llamada le habría reconocido el poder de echar atrás la decisión, y entonces habría
asumido las consecuencias de su propia decisión. Nadie habría sido censurado. 
 

5. Hubert 

El décimo caso, el de Hubert, fue muy doloroso para el paciente, su mujer, su hijo, y
sobre todo para el equipo de las enfermeras, que ya no sabía cómo intervenir con este
paciente. Si se hubiera asumido el riesgo de reunirse para discutir con todas las personas
afectadas, probablemente se habrían evitado numerosas dificultades y sufrimientos. 

Brevemente, la ética de la discusión es de una gran ayuda para reducir el margen de


incertidumbre que es el bloque de todos los que intentan tomar buenas decisiones. Pero
no se puede pedirle más de lo que puede dar, y hay que saber que ella no elimina la
responsabilidad; muy al contrario, ella permite examinarla en detalle y asumirla. No
elimina ciertamente nuestras convicciones. Permite tematizarlas mejor, conocerlas
mejor, y vivir mejor asumiéndolas. 
 

La incertidumbre remanente en la ética de la discusión: el caso de Adela 


¿Es decir que la ética de la discusión permite resolver toda incertidumbre? Ciertamente
no. Ella permite circunscribirla mejor, y en ciertos casos favorables, reducirla mediante
el consenso. Pero un consenso no es en definitiva sino una visión subjetiva de las cosas
compartida por las personas afectadas. Esta subjetividad sigue, sea cual sea la calidad de
la discusión que ha permitido asumirla. Esto significa que todavía queda incertidumbre
en el horizonte; es una realidad innegable.  Sin embargo, la angustia o la inquietud,
unidas las más de las veces al sentimiento de soledad que siente aquel o aquella que
debe decidir asumiendo explícitamente su propia subjetividad, quedan atenuadas si no
superadas por la discusión crítica que ha llevado al consenso. 

Así pues, la ética de la discusión complementa felizmente la ética de convicción y la


ética de la responsabilidad, en la caja de herramientas conceptuales del ético. Sin
embargo, aun combinadas entre sí estas tres herramientas todavía dejan un margen de
incertidumbre más amplio que la incertidumbre esencial ligada a nuestra condición
humana. El trabajo de reducción que hemos emprendido desde el capítulo 2 todavía no
se ha terminado. Nos falta, sin olvidar el caso de Adela, al cual está reservado el
capítulo 7,  mirar por una parte las situaciones en las cuales no es posible, por razones
empíricas o por razones teóricas, lograr un consenso y por otra parte aquellas en las
cuales nuestra subjetividad se rebela contra la aplicación de una ley que juzga
inadecuada. 

CAPITULO 6 
 

ETICA DE LA FINITUD 
 
 

¿Qué es una ética de la finitud?  Es una ética que se caracteriza por tres rasgos
esenciales que yo quisiera subrayar a lo largo de este capítulo. Ante todo, una ética de la
finitud acepta la existencia de incertidumbres irreductibles que afectan la profundidad
de la vida moral de los seres humanos y son, de alguna manera el reverso de su libertad
de actuar.  En segundo lugar, una ética de la finitud asume radicalmente los valores de
la ética de la discusión en cuanto constituyen las condiciones de posibilidad pragmáticas
del ser humano considerado como ser de reciprocidad dialogal, y ella propone sus pistas
inter-subjetivas para limitar la arbitrariedad de las decisiones. Finalmente, una ética de
la finitud asume la paradoja de la conciencia moral autónoma que no puede dejar de
someterse a la norma que ella descubre actuante en su propio ejercicio, sin poder
pretender evitar, en caso de encrucijada moral, transgredir la letra de esta misma
norma. 
 

Finitud e incertidumbre 

Una ética de la finitud acepta la existencia de las incertidumbres irreductibles, que


hacen imposible el hecho de tomar racionalmente ciertas decisiones. Retomemos en la
memoria el ejemplo muy evocador de la instalación de una central nuclear. ¿Hay o no
hay que instalar una central nuclear? El peligro de accidente es muy débil, pero si éste
sobreviene, las consecuencias son absolutamente espantosas. Frente a esta cuestión,
probablemente se van a formar dos clanes. El clan de los optimistas admitirá que las
consecuencias son espantosas si se produce un accidente, pero al mismo tiempo
subrayará que la probabilidad de este evento es prácticamente nula. No es igual a cero,
pero seamos optimistas, tengamos confianza. Por el contrario, el clan de los pesimistas
dirá: “No, seamos prudentes, no juguemos con el fuego, si sucede algo, todos
sucumbiremos. Eso no  lo queremos”. 

Optimista o pesimista, debe tomarse una decisión: construir o no construir una central
nuclear. Hay obligación de escoger y no hay ningún medio de dar un argumento
racional que produzca la adhesión de todos, porque la situación, como se dice en
filosofía, es aporética20. Frente a esta decisión, tendremos la tarea de desarrollar un
conjunto de instrumentos éticos realmente válidos para intentar hacer frente a la
incertidumbre de nuestras decisiones, y reducir esta incertidumbre, aunque queda el
residuo insuperable, irreducible, que hace que en definitiva nos veamos obligados a
tomar una decisión en el límite de lo arbitrario, es decir, a partir de una apuesta sobre la
validez de nuestras convicciones. Por tanto hay casos donde no hay medios para actuar
de otra manera si no es volviendo a la ética de la convicción. 

Aquí, pues, nos encontramos frente a una ética que subraya la soledad moral de cada
uno de los seres humanos, porque cuando se toma una decisión, en definitiva quien la
toma es uno solo. Esta ética está igualmente ligada a la finitud de cada ser humano. Del
hecho de que no siempre se tienen las informaciones suficientes para tomar una
decisión, ésta quedará imperfecta en el plano de la argumentación racional. En otras
palabras, estamos condenados a  la incertidumbre, sufrimos de frustración y nos
encontramos solos para asumir estos casos límite. Brevemente, en mi opinión, la
combinación finitud-soledad-incertidumbre describe bien el modo de existencia del ser
humano lúcido enfrentado a su propia voluntad de ver claro allí. 

La ética de la finitud supone por tanto que aceptemos nuestra falta de capacidad para
controlar los acontecimientos, que renunciemos a querer dominarlo todo. A nadie le
gusta sentirse incapaz frente a una situación. Hay fallas en el cimiento de nuestras vidas,
virus en la programación de nuestras existencias. Debemos por tanto aceptar la
frustración que sentimos porque somos incompletos. A riesgo de chocar, afirmo que el
ser humano está intrínsecamente frustrado. No es él quien tiene la última palabra sobre
la realidad, o es que él se ilusiona, si no es ya completamente esquizofrénico. ¿Quién
tiene la última palabra? Para algunos, es Dios; para otros, es el juego complejo del azar
y de la necesidad. Hay mil y una respuestas metafísicas, que son otras tantas estrategias
que adoptamos para comprender nuestra finitud y soportar la incertidumbre que de allí
resulta.  

Con seguridad, nuestro actuar determina una gran parte de los acontecimientos que nos
suceden. Nosotros conocemos personas tenaces, organizadas, disciplinadas y creativas
que llegan a determinar lo esencial de su vida. Pero nadie jamás ha llegado a ponerse al
abrigo de los imprevistos, digan lo que digan los  agentes de seguros. Siempre habrá
situaciones en las cuales no tendremos la última palabra.  Entonces es normal sentirse
frustrado. Esto no quiere decir que toda frustración sea justificada; hay frustraciones que
es posible superar. Pero siempre habrá alguna parte de frustración en el ser humano; y la
ética de la finitud consiste en aceptarla y vivir con esta frustración. 
 
Finitud y autonomía 

Pero esta ética no es solamente una ética que describe la existencia humana en términos
negativos; es también una ética que propone valores. Ella propone tres grandes valores
que corresponden a las prohibiciones expuestas en el capítulo 4. Hay un valor de
solidaridad, que corresponde a la prohibición del homicidio. Yo utilizo el concepto de
solidaridad más que el de respeto a la vida, para no dificultar el paso
incondicionalmente a la ética de la sacralidad de la vida, porque pienso que puede haber
verdaderas y auténticas formas de solidaridad que no respetan incondicionalmente toda
forma de vida. 

En la ética de la finitud, se nota también un valor de dignidad, que está evidentemente


ligado a la instrumentalización. No tenemos el derecho de instrumentalizar al otro, de
utilizarlo según nuestra propia voluntad, sin tener en cuenta los intereses propios de él o
de ella. Arriesgamos a reducir al otro al nivel de objeto, de instrumento para llenar
nuestras necesidades. Si uno se sirve de alguien con detrimento de éste, uno está
atentando contra su dignidad. Al colocarlo en el nivel de instrumento, lo privamos de
ser el sujeto de su propia existencia, porque lo sometemos más o menos a la nuestra.
Todos los seres humanos deberían ser los sujetos irreductibles de su propia existencia;
cuando lo son, viven dignamente. Por tanto hay que buscar proteger nuestra dignidad
permaneciendo sujetos de nuestra propia vida. Uno puede consagrar su vida a una
causa, o simplemente a los demás, a sus hijos, a sus amigos; esto es noble y digno
porque se ha hecho una elección libremente. 
 

1. Regreso al caso de Isolda 

Recordamos aquí el número 3, donde Isolda exige de su médico que le realice eutanasia.
Esta situación se caracteriza por una mutua instrumentalización del médico y de la
paciente. Ella tomó un viso un tanto amargo, porque se ha realizado un intercambio
dudoso. La paciente instrumentalizó al médico al hacerle llevar sobre sus espaldas la
impotencia de la medicina para curar su enfermedad. Ella manipuló sus sentimientos.
Por su parte el médico instrumentalizó a la paciente al mediatizar su caso. Su intención
era hacer progresar las leyes sobre la eutanasia. No hubo discusión ética antes de llegar
a esta decisión. Si ellos se hubieran arriesgado a una discusión, por ejemplo con un
ético, este último probablemente habría hecho ver el vicio de la comunicación que los
separaba bajo las apariencias de un acercamiento. Y, en efecto, el médico luego confió
al ético su arrepentimiento de haber apelado a los medios de comunicación, no en razón
de los pocos días que había debido pasar en prisión, sino a causa de la falta de respeto
que había manifestado él para con Isolda al tomarla, por así decir, como rehén de su
propio combate político. 

El tercer gran valor, la libertad, está ligado a la prohibición de la mentira porque esta
prohibición prescribe hacer la guerra a las falsas certezas, para abrirse espacios de
libertad, abrirse intersticios en los cuales se podrá poner en marcha nuevas cadenas de
causalidad. La libertad es una disposición psicológica y moral que hace posible la
creatividad. Y la creatividad permite una verdadera autonomía. Si un individuo
permanece toda su vida en caminos predeterminados por la norma social, estará
limitado a tomar experiencias ya hechas. El desarrollo de su potencial humano estará
limitado a estas experiencias, y será excluida la novedad. Si el ser humano no hubiera
conquistado su libertad, no tendría la facultad de vivir creativamente; todavía estaría en
la edad de piedra. 

La ética de la finitud es, pues, una ética basada a la vez en tres prohibiciones
fundamentales (el homicidio, la instrumentalización y la mentira) y sobre la lucidez, que
permite ver que en definitiva nuestra existencia está intrínsecamente tejida de soledad,
de frustración y de incertidumbre. Pero la ética de la finitud también es una ética de la
solicitud, porque es una ética que nos indica cómo comportarnos con los demás. Llamo
solicitud esta forma de compasión, esta actitud de apertura al otro y de interés por el
otro, que hace que uno se preocupe por su bienestar. 

El lector aquí se da cuenta claramente de que yo no me inscribo ni en la línea de una


ética de la sacralidad de la vida, ni en la línea de una ética de la libre disposición de sí.
Mis convicciones son diferentes. Creo que el ser humano está construido de
reciprocidad y que cada uno de mis semejantes me llama a la autonomía en el momento
mismo en que me invita a dirigirle el mismo llamamiento. Estas convicciones que son
las mías exigen ser razonadas. Ya he desarrollado mis argumentos en publicaciones
anteriores que no puedo retomar aquí21. 

Con toda evidencia, la autonomía perfecta es un mito. Toda autonomía es progresiva y


jamás acabada; ella choca con la limitación de la finitud intrínseca del ser humano. Pero
si cada ser humano buscara perfeccionar su autonomía cultivando la del otro, la
sociedad sería muy fácil de gobernar. El individuo que, por alguna razón, cualquiera que
sea, no ha podido aún dejar que el trabajo de la autonomía se  afiance en él, se encuentra
en situación de dependencia, tanto para con el otro, como para con la sociedad. Tiene
poco margen de maniobra para asumir su bienestar. Lamentablemente, se conocen
personas muy autónomas, para no decir autárquicas, que han desarrollado el arte de
aprovecharse de la dependencia de los demás; los llamamos explotadores. Su autonomía
es ficticia, porque se apoya en la dependencia del otro. Estas personas no tienen interés
en que  los demás desarrollen su autonomía. Todo lo contrario, la verdadera compasión,
o la solicitud, se manifiesta cuando un individuo se propone cultivar la autonomía del
otro; y esto no es posible sino protegiendo y cultivando nosotros mismos nuestra propia
autonomía. 

Así nos encontramos frente a una ética de la solicitud o de la compasión, que es de


hecho una ética de la autonomía. Para recapitular el conjunto de las condiciones que
permiten la autonomía, podríamos construir un cuadro-síntesis en cuatro columnas y
tres líneas. Cuatro columnas: la columna relacional, la columna de las prohibiciones, la
columna de la existencia humana y la columna de los valores. Comenzamos por la
columna relacional porque previamente a la solicitud, evidentemente tenemos la
relación con el otro. Las tres condiciones esenciales para que exista relación son:
reconocer y aceptar la presencia, la diferencia y la equivalencia del otro. Ellas implican
tres prohibiciones fundamentales: el homicidio, la instrumentalización y la mentira.
Viene luego la columna de la condición humana marcada por la soledad, la finitud y la
incertidumbre. Completamos finalmente el cuadro proponiendo tres valores
fundamentales para el desarrollo de la existencia humana: la solidaridad, la dignidad y
la libertad. Entonces tenemos ante nosotros un cuadro sintético de la ética de la
autonomía. 

Relación  Prohibiciones   Existencia   Valores 


Presencia  Homicidio   Soledad  Solidaridad

Diferencia Instrumentalización Finitud  Dignidad

Equivalencia Mentira   Incertidumbre Libertad 
 

Este cuadro-síntesis es evidentemente muy abstracto. Para hacerlo más expresivo,


volvamos a la relación típica del agente de salud con el moribundo. Ante un enfermo
que llega al final de su vida debemos establecer una relación con él, que implica que
reconozcamos su presencia, su diferencia y su equivalencia moral. No tenemos derecho
a matarlo, a instrumentalizarlo, ni a mentirle. Debemos ayudarle a vivir la soledad, su
finitud y su incertidumbre. Para llegar a esto debemos establecer un clima de solidaridad
con él, a fin de proteger su dignidad y su libertad. 
 

Una ética del “ser” y no del “hacer” 

Se trata de reconocer que no estamos en una ética del “hacer” sino en una ética del
“ser”, del  “estar ahí, del “estar presente al otro”. El ser humano se abre en la medida en
que asume diariamente, y siempre más, su soledad, su finitud y su incertidumbre; en la
medida en que respete cada día más las tres prohibiciones, en que él cultive cada día
más los tres valores de solidaridad, de dignidad y de libertad; en la medida en que él se
compromete sobre el camino de la compasión y el camino del ser más que en el del
hacer o del tener; y en la medida en que él se vuelve presente al otro en la diferencia y la
equivalencia. 

Es una ética de la solicitud, es decir donde no se toma por Dios al Padre Todopoderoso.
Sabemos que no vamos a cambiar el mundo, pero que se puede estar ahí simplemente.
Y estar ahí puede cambiar la mirada que el otro echa sobre el mundo, y así provocarlo a
transformarse a sí mismo. La autonomía de un ser humano, no es una cuestión de todo o
nada, sino siempre una cuestión de más o menos; dicho de otra manera, se puede
retroceder en la dependencia como también se puede progresar en la autonomía. Y la
autonomía de un ser humano, es el equilibrio entre solidaridad, dignidad  y libertad.
Este equilibrio es esencial. Ciertos individuos, militantes, llámeselos también apóstoles
o misioneros, son personas que deben absolutamente cambiar el mundo, que llevan el
peso de la tierra a sus espaldas y son tan solidarios de todos, que terminan por perder su
dignidad y su libertad. Otras personas están tan revestidas de su dignidad que se vuelven
impermeables a toda solidaridad. Otras también están tan orgullosas de su libertad, que
en el límite, pierden toda dignidad porque se apartan del otro y, por consiguiente, de
toda capacidad de solidaridad. 

A mi modo de ver, la autonomía de un ser humano es un equilibrio dinámico, y siempre


inestable, entre libertad, dignidad y solidaridad. Es la ética de la solicitud, el ser con el
otro. Es también el ser consigo mismo, porque nada puede estar presente a otro si no
está presente a sí mismo. 

Resumimos esta ética recordando un principio fundamental del ser humano, que
formulamos de la manera siguiente: “Cultiva la autonomía del otro, y por añadidura te
será dada tu propia autonomía”.  Trabajando, estando presente en el desarrollo del otro,
en el crecimiento del ser del otro, es como se consolida nuestra propia autonomía. 

Volvamos a la ética del “ser”.  Ella no excluye en manera alguna el actuar, ella lo
orienta, determina el espacio y la amplitud de la acción. En la ética de la solicitud, la
dignidad del ser humano es más  importante que el protocolo de acción. Ella propone
que la calidad de la presencia sea más importante que la eficacia de mil y una prácticas.
En un mundo técnico como el nuestro, se necesita una gran fuerza interior, una gran
lucidez, para resistir al “hacer”. Los médicos no llegan habitualmente sino demasiado
poco; quizás dicho sea de paso, porque en el hospital siempre vale más hacer algo que 
nada?. 
 

Autonomía y transgresión 

La autonomía que acabamos de definir es profundamente paradójica, ya que consiste en


darse a sí mismo la ley que uno descubre que ya está actuando en uno. La paradoja es la
siguiente: nuestra autonomía supone que respetemos la prohibición del homicidio, la
prohibición de la instrumentalización y la prohibición de la mentira. Por tanto nuestra
autonomía está limitada desde que se la comienza a ejercer; es paradójico. La paradoja
quizás es solamente aparente porque en realidad el ser humano que se pregunta sobre sí
mismo termina por descubrir uno u otro día, que él es un ser parlante/hablado, que es un
ser escuchante/escuchado -por lo menos escuchante y deseoso de ser escuchado,
parlante y deseoso de que se le hable. Descubre entonces esta condición mínima de su
humanidad: para poder proseguir la conversación con otro, es necesario que no liquide
al otro, que no lo instrumentalice, y que no le mienta. Este descubrimiento no es posible
a menos que uno intente comprender quién es uno mismo filosóficamente como sujeto
en la existencia. 

Allí donde sí hay una verdadera paradoja que se encadena a la primera (que es sólo
aparente), es que en una sociedad humana concreta no hay autonomía posible para un
ciudadano si no  existe un mínimum de leyes que protejan el ejercicio de la autonomía.
Si se deja al fuerte explotar al débil, al mentiroso engañar al ingenuo, y al manipulador
teleguiar a los crédulos, ya no habrá autonomía recíproca posible. Por tanto se necesita
que haya un mínimum de leyes civiles que protejan a los débiles contra los fuertes, a los
ingenuos contra los mentirosos, a los crédulos contra los manipuladores. Si no existe
este mínimum de leyes, se regresará a una especie de selva donde reinará la ley del más
fuerte. Y esto será el caos. 

Para que la autonomía de cada uno pueda desarrollarse y ejercitarse se necesita un


mínimum de normatividad proveniente del exterior, es decir, de heteronomía. Pero es
interesante anotar que esta heteronomía, que, de hecho se nos impone desde el exterior,
corresponde a la ley más fundamentalmente inscrita en nosotros, y cuya existencia y
realidad podemos descubrir por el análisis filosófico de lo que somos como sujetos
parlantes/hablados. Entonces realmente la coerción no es sino educativa: no somos
todavía capaces de reapropiarnos por nosotros mismos de esta ley que nos es impuesta
desde el exterior. Pero, una vez que hemos adquirido la madurez y la competencia
suficientes para poder llevar esta reflexión filosófica sobre nosotros mismos, sobre lo
que nosotros somos como seres en una red de lenguaje, nos damos cuenta de que lo que
nosotros habíamos percibido como una coerción extrínseca durante nuestra infancia y
nuestra adolescencia por ejemplo, nos aparece de pronto como una necesidad interior. 
A partir de este momento, la ley ya no es heterónoma, ya no se nos impone desde el
exterior. Ella nos parecía tal mientras estábamos en un proceso de educación. Una vez
adquirido el nivel de educación suficiente, comprendemos y utilizamos la norma, ella se
vuelve activa en nuestra vida: no solamente porque nuestra educación nos ha
persuadido, sino porque nuestra propia investigación sobre nosotros mismos nos ha
hecho descubrir su valor. Esta normatividad que parecía heterónoma es de hecho
autónoma; ella es condición de autonomía. 

Estas consideraciones justifican la existencia de un mínimum de marcos jurídicos


porque mientras todos los ciudadanos no hayan adquirido el nivel ideal de educación y
de autonomía, la sociedad impone esta coerción para que por lo menos se pueda cultivar
la autonomía de los unos y de los otros. Ahora bien, como probablemente jamás se
llegará al ideal, se hace necesario un mínimum de leyes. 

Por el contrario, lo que acabamos de describir sirve de punto de apoyo radical y decisivo
para toda  crítica de la inflación jurídica que se conoce en la sociedad de hoy. En efecto,
basta un mínimum de leyes para que sea posible la autonomía de cada uno. La inflación
jurídica, que conocen hoy las sociedades que tratan de protegerse contra todos los
riesgos, es un exceso que debería reprimirse duramente, porque la obediencia rígida a la
ley tiende entonces a reemplazar la exigencia lúcida de la conciencia moral cuyo
ejercicio atento constituye el más seguro camino hacia la autonomía. 

Se encontrarán casos en la existencia humana concreta en que no es clara la aplicación


de estas tres prohibiciones que hemos explicitado -la prohibición del homicidio, la
prohibición de la instrumentalización y la prohibición de la mentira-. Por tanto nada
permite afirmar que están formuladas de manera absolutamente definitiva y válida.
Deben servir de puntos de referencia en la mayoría de las situaciones. Pero no se puede
excluir a priori que se pueda presentar un buen día una situación en la cual vendrá de
nuevo la incertidumbre a golpearnos la cara como una fuerte bofetada de la existencia. 

Aquí tocamos con la delicada cuestión de la superioridad de la conciencia sobre la ley.


La conciencia es superior a la ley en el sentido de que la ley es un instrumento, y que
ningún instrumento es perfecto. Pertenece a la conciencia moral individual juzgar,
discernir en qué circunstancia(s), en qué condición(es) la aplicación de la esta de la ley
se muestra más mortífera que una transgresión que sería más vivificante. El ejercicio de
la conciencia moral es el arte de reconocer que hay una le, que ella es necesaria para la
educación de la conciencia, para la vida en sociedad; pero también saber que las leyes
son imperfectas, y que toca a la conciencia humana bien formada e informada el juzgar
si hay o no lugar para hacer una excepción en tal caso particular. Es lo que Aristóteles
llama la prudencia: es la sabiduría para discernir cómo aplicar la ley con oportunidad,
cómo discernir las excepciones justificables, las excepciones que, si no se les diera
lugar, nos harían cómplices de un mal mayor. 

Dicho de otra manera, puede suceder que matar, instrumentalizar y mentir sean más
humanizantes que no hacerlo. Por ejemplo, quizás es más humano matar a Isolda que no
matarla, dadas las circunstancias. Quizás es preferible mentir que entregar a un amigo a
quien se quería proteger y que es buscado injustamente por una fuerza de policía
totalitaria. Y quizás es preferible instrumentalizar, con su consentimiento, a algunos
pacientes, a fin de experimentar la calidad de un medicamento de doble efecto, que no
poder contribuir al progreso eventual de la medicina. 

Por tanto hay situaciones en las cuales finalmente la letra de la ley debe ser transgredida
en nombre del espíritu de la ley. Estas transgresiones siempre son muy arriesgadas. Es
preciso que se las asuma en la soledad, la finitud y la incertidumbre. Y ellas están
siempre amenazadas de ser arbitrarias. Con seguridad se puede tomar la precaución de
un diálogo intersubjetivo para tratar de poner de su parte todas las oportunidades para
no ser demasiado arbitrario. Si uno es denunciado por haber cometido esta trasgresión,
es posible que deba explicarse ante un tribunal. Es posible que el conjunto del jurado
diga que ellos no habrían hecho lo mismo que nosotros en la misma situación, y
concluyan que hemos actuado en forma arbitraria, y por tanto actuado mal. Aunque
hayamos tomado precauciones y puesto todas las oportunidades de nuestra parte para no
actuar en forma arbitraria, es posible que actuemos en forma arbitraria. Fuera de un
jurado, nadie tiene el derecho de decir qué es arbitrario y qué no lo es. Hay relaciones
de fuerza en la sociedad, que perduran... Hay situaciones ambiguas en que estamos
obligados a correr riesgos, o a renunciar. Y pienso que en ciertos casos, uno de los
cuales puede ser el de Isolda, la eutanasia podría mirarse como la solución menos mala. 

Así, a veces nos encontramos ante un riesgo mayor que se ha de asumir. La persona que
toma este riesgo lo hace a partir de sus convicciones, asumiendo sus responsabilidades.
Ella quizás deberá responder, si es denunciada al tribunal. Ella asume también el riesgo,
en una ética de la discusión, de intentar convencer y dar razón de su acción. Finalmente
no podrá sino reconocerse culpable diciendo que esta era su forma de asumir su finitud.
Si el jurado es capaz de comprender lo que esto significa, sin duda lo tendrá en cuenta. 

Pero inclusive si es condenada, sabrá que ella ha obrado bien. No es fácil vivir, pero
quizás sea honroso para la humanidad el ser capaz de un tal gesto. 
 

1. Ilustración: el avión de Kigali 

Un piloto de línea, muy experimentado y muy estimado por todos sus colegas, jamás ha
tenido un accidente. Ha sido monitor de formación, y pertenece, a juicio de sus
empleadores, a la élite de los pilotos civiles. Este hombre es un viejo navegante del
África, que trabaja en la SABENA;  un día debe aterrizar en Kigali, donde en ese
momento no hay ninguna guerra. Parece que el aeropuerto de Kigali es muy peligroso
porque pueden sobrevenir de manera totalmente imprevisible, golpes de viento
extremadamente fuertes. Por tanto siempre hay que estar alerta mientras el aparato no ha
tocado tierra. Porque en el momento crucial de la desaceleración, cuando el avión ya no
tiene la fuerza para volver a arrancar, si el aparato es alcanzado por un golpe de viento,
hay que reaccionar inmediatamente, si no, hay el peligro de ser tirado contra el suelo. 

Así pues, el avión está en la fase de descenso; y en el momento crítico en cuestión, no es


un golpe de viento lo que llega, sino un bus escolar! Avanza por la izquierda y
claramente se ve que va a tomar la pista. Es enteramente evidente que el conductor no
ve el avión. Imposible para el avión volver a tomar altura, ya ha perdido demasiada
velocidad y no puede volver a poner en marcha los motores para saltar por encima del
bus, dar una vuelta y volver a aterrizar. Lo que el piloto escogió fue dar un giro hacia la
izquierda en la dirección de donde viene el bus, pensando: “Si él coge la pista a esa
velocidad, es que no me ha visto.  si no me ha visto, va a continuar avanzando igual; por
tanto la mejor forma de evitar la colisión es pasar por detrás”. El bus, efectivamente, no
lo había visto y continuó. El avión, saliendo de la pista para evitar el bus, da un pequeño
bandazo, no muy grave y pierde una parte del tren de aterrizaje, pero eso es todo. No
hubo ninguna víctima. 

Pero al hacer esto, el piloto transgredió una regla muy importante del reglamento de las
vías aéreas, que estipula que se debe aterrizar entre los sistemas de señales; no se puede
aterrizar al lado de las señales, no se puede abandonar la pista. Entonces fue denunciado
y citado al tribunal como medida administrativa. Si él hubiera seguido derecho y
hubiera matado a algunos niños del bus y a algunos otros pasajeros, se habría dicho que
era un error humano del conductor del bus, y jamás habría sido denunciado ante el
tribunal...  Fue citado al tribunal. El rehusó conseguir un abogado y fue personalmente a
defenderse explicando evidentemente que él reconocía la culpa, que había transgredido
la reglamentación, pero que en conciencia estaba íntimamente persuadido de que era
menos grave haber hecho así.  Añadió que si el tribunal lo condenaba a pesar de todo, se
sentía feliz y orgulloso de haber evitado este accidente. Fue  absuelto, claro, pero de
todos modos fue citado al tribunal. 

Está en las reglas. Un jefe de aeropuerto no podía decidir arbitrariamente si él había


tenido razón o no; había hundido el tren rodante de su avión porque había abandonado
la pista. 

La ética que he propuesto a lo largo de estos capítulos jamás es un sistema de señales


para encajonar nuestras incertidumbres. Podría ser que esta ética haya que transgredirla
de tiempo en tiempo. Dicho de otro modo, las señales propuestas, no las lanzo como
seguras, absolutas, ciertas y definitivas, sino como simplemente provisionales,
probablemente muy razonables, muy justificables y seguramente no libres de toda
crítica. 

La idea de que una ética pueda incluir una teoría de su propia trasgresión no es común.
Y sin embargo no soy el primero, lejos de ello, en establecer un vínculo positivo entre
ética y trasgresión. Por lo menos tengo dos predecesores ilustres. En su Antígona,
Sófocles dio un testimonio excepcional en favor de la autonomía de la conciencia
humana, al no aceptar que “las leyes imprescriptibles y no escritas” de los dioses
prevalezcan sobre las de la Ciudad. Este testimonio es excepcional, pero no único. No
solamente del lado griego de los archivos de nuestra cultura, en efecto, se e ve que
ciertas transgresiones son calificadas como justas, porque también es igual desde el lado
hebreo. ¿Los Evangelios no nos cuentan acaso que Jesús cometió deliberadamente
varias transgresiones de la Ley? 22. 

Estas dos referencias a las fuentes griegas y hebreas de nuestra cultura están
simplemente destinadas a subrayar el hecho de que mi posición sobre la prerrogativa de
la conciencia moral de elevarse por encima de la ley que la ha formado, para juzgar en
última instancia sobre una eventual transgresión de esta ley, no tiene nada de
particularmente innovador y revolucionario. Es una posición clásica, aunque la mayoría
de las autoridades morales de nuestra sociedad no sean amigas de subrayarla23. 
 

Retorno sobre los casos 

Los casos que han quedado sin solución son aquellos en los cuales la causalidad se
desdobla. Por lo  menos la conciencia de los que deciden distingue una causalidad
primera y una causalidad segunda. Distinción introducida para justificar la rectitud  de
la decisión que consiste en poner el gesto que ha de producir las dos consecuencias,
aunque no se quiera producir expresamente sino la primera con exclusión de la segunda,
con la cual se resigna ya que no hay medio de actuar de otra manera. Esta pretensión de
la conciencia moral tiene el deber de someterse a la discusión intersubjetiva y crítica
que tiene por función rechazarla o exonerarla de la sospecha de arbitrariedad. El
consenso eventualmente establecido así, permite a la conciencia individual salir de la
soledad, pero la remite a otra pregunta: ¿Debe ella en última instancia ratificar este
consenso o distanciarse de él? En últimas, ella es el único juez en la materia, sea que se
trate de una ley, o de un principio, de una regla o de un consenso. Y ella sabe que corre
el riesgo de equivocarse, en un sentido como en el otro. Pero también sabe que (dejarse)
hacer violencia es ciertamente una falta moral más grave que equivocarse de buena fe. 

A la luz de estas consideraciones es como personalmente me inclino a considerar que


los casos números 2, 4, 6, 7 y 8 no son eutanasias. Ni siquiera el caso tan difícil de
Adela, al cual hemos consagrado desde aspectos externos más generales el último
capítulo. 
 

Conciencia y trasgresión 

La ética de la autonomía que propongo culmina, pues, en esta prerrogativa última de la


conciencia moral individual de poder transgredir el principio mismo sobre el cual ella se
apoya y que ella reconoce como actuante en la fundamentación de su propio ejercicio.
En realidad, sé muy bien que se podría objetar que esta ética no expresa sino mis
convicciones personales. Acepto la objeción de buena gana. Pero me hago responsable
de mis convicciones. Todo el desarrollo de este capítulo ha sido compuesto para mostrar
cómo se puede responder con esta convicción. Ahora bien, a partir del momento en que
se puede responder de una convicción profunda de manera convincente, racional y
argumentada, ya no se está en el nivel de una ética de convicción simple; se está
comprometido en una ética de la discusión, una discusión abierta a la objeción y a la
crítica. Ofrezco pues esta proposición de ética a la discusión. Porque creo que es un
buen camino para avanzar en la discusión ética de la eutanasia.

CAPITULO 7 
 
LA CUESTIÓN DE LOS “CUERPOS DESHABITADOS” 
 
 

El caso de Adela es el único de nuestros diez casos presentados que todavía no ha


recibido,, por lo menos a mi juicio, la iluminación suficiente para una decisión
fundamentada en la razón. Este caso nos impone, en efecto, una discusión de la
ubicación antropológica y ética de lo que he llamado “cuerpos deshabitados”. 
 

Conciencia y comunicación 

Afirmo tranquilamente que está muerta una persona cuyas capacidades de conciencia y
de comunicación han desaparecido definitivamente o irreversiblemente. Pero veámoslo
más de cerca.  Yo quería definir el cadáver metafísico, y decía que si se encontrara  un
caso en que toda capacidad de conciencia y de comunicación hubiera desaparecido
irreversiblemente en uno de nuestros semejantes, con seguridad nos encontraríamos en
presencia de un cadáver metafísico. Todo el problema es saber  si se cumplen estas
condiciones. Si examinamos una por una estas condiciones, nos damos cuenta de que
ninguna puede cumplirse en forma absolutamente cierta. Esto no quita nada a lo
pertinente del enunciado, porque, como todo enunciado general, indica una orientación
del pensamiento, más que enunciar una certeza absoluta. Pero en la apreciación que voy
a formular,  según la cual este semejante en tal servicio de cuidados intensivos se ha 
convertido, desde el punto de vista metafísico24, en un cadáver, subsiste un riesgo de
error, también lejano que este enunciado haya sido sometido a la crítica intersubjetiva.
Es evidente. Pero también es evidente que este mismo riesgo de error existe si yo
formulo el enunciado inverso diciendo que tal semejante no es todavía un cadáver
metafísico. Esta es la razón por la cual pienso que en un contexto tecnocientífico, no se
constata la muerte metafísica de un semejante, se decide que este semejante está muerto.
Sólo pueden ser “constatados”(sin olvidar que los hechos siguen siendo construidos por
nuestros modos de hablar, inclusive en la ciencia). Pero erigir estos hechos en criterio de
vida y de muerte es el fruto de una decisión en el sentido pleno del término. Yo podría
admitir que se puede constatar físicamente la muerte del cuerpo que yo he tenido, pero
la muerte del cuerpo que yo he sido25 es juzgada por una decisión metafísica. La
dificultad reside en el hecho de que se procede a un juicio metafísico sobre la base de
criterios físicos. Allí hay un salto epistemológico que, no por pasar ampliamente
desapercibido de la mayoría de los agentes de salud, es menos atrevida. 
 

Persona y máquina cibernética 

Hay que dar su oportunidad al asegurador y no abandonar prematuramente los cuidados


curativos, pero es inútil e injurioso entretener el cuerpo que ha tenido un semejante
nuestro, cuando el cuerpo ha quedado deshabitado. Por esto es por lo que, en tal caso,
hablo de eutanasia sin homicidio.  Se juzga que una persona está muerta cuando la
máquina cibernética que le ha servido de soporte y de expresión en la existencia, se ha
deteriorado hasta el punto de no funcionar más y de no ser reparable.  Pero así se mezcla
en un mismo “razonamiento”  lo metafísico (¿el concepto de persona no es acaso
metafísico?) y lo físico (el concepto de máquina cibernética). Se pretende constatar un
hecho metafísico con la ayuda de instrumentos físicos; hablando estrictamente, es una
operación imposible. La cuestión que se plantea, por tanto, es saber cuáles serían los
instrumentos metafísicos de que se podría disponer para resolver la querella. A mi modo
de ver, no existen otros sino la palabra intercambiada en el tejido de la
intersubjetividad. 

Si se pudiera probar que tal cuerpo humano está definitivamente deshabitado 26 por el
sujeto del cual ha sido soporte cibernético, se habría resuelto el problema. Pero  en
términos absolutos, esta prueba es imposible de establecer. Por esto es por lo que
quedamos reducidos a apreciaciones subjetivas. Por lo demás esto no tiene nada de
escandaloso, ya que el concepto mismo de persona es un  concepto que designa una
realidad eminentemente subjetiva. Como lo he subrayado repetidamente, la subjetividad
no tiene nada de deshonroso. Lo que nos descalificaría moralmente no es ser subjetivos
sino pretender erigir en objetividad nuestros juicios subjetivos. Esto es lo que hay que
llamar arbitrario. Y, en cuanto tal, todo lo arbitrario debe ser llevado a plena luz y
denunciado. La sola protección de que disponíamos contra lo arbitrario es la discusión
intersubjetiva. Esta, por lo demás, no sirve para fundamentar una nueva objetividad,
sino para subrayar que tenemos conciencia de nuestra falibilidad y que intentamos
asumirla en la mejor forma, sin encerrarnos en nuestra soledad. 

Toda apreciación en este  campo es arriesgada, y no podemos escapar a este peligro. Si


la conciencia ética está convocada por la cuestión del final de la vida, es porque la
respuesta a esta pregunta escapa por definición a las tecno-ciencias biomédicas.
Evidentemente, las tecno-ciencias biomédicas dominan las condiciones necesarias de la
vida humana. Pero ellas no pueden sino quedar mudas acerca de sus condiciones
suficientes, a no ser que se salgan indebidamente de sus límites.  Y en este sentido, pero
solamente en este sentido, las tecno-ciencias biomédicas pueden decir que una máquina
cibernética está desestructurada hasta el punto de no ser utilizable ni poderse reparar,
que está (físicamente) muerta. Pero es posible que la persona (metafísica) esté muerta
antes que la máquina cibernética, que es la mediación concreta de su presencia en el
mundo y ante los demás. En este punto preciso es donde surge la pregunta ética más
aguda: cuando la condición física se ha realizado y faltan ciertas condiciones
metafísicas para que se pueda atestiguar la presencia de una persona, ¿está ésta muerta o
no? 

Para responder a esta pregunta, es indispensable precisar cuáles son estas otras
condiciones. Se podría sugerir que es el alma la que está todavía “en” el cuerpo. Pero
prefiero no traer las categorías contrapuestas de cuerpo y alma para expresar mi visión
sobre este punto, porque  desembocan en una concepción dualista del ser humano que
no comparto. Soy demasiado sensible a las múltiples interrelaciones entre el “cuerpo” y
el “alma”, interrelaciones que manifiestan en forma particularmente clara los fenómenos
psicosomáticos y somato-psíquicos, lo mismo que nuestra relación con una dimensión
inconsciente a la vez individual  y colectiva, para oponer, como Platón, un alma que
sería el verdadero sujeto y un cuerpo que no sería sino la cárcel provisional o, como
Descartes, una cosa pensante y una cosa entendida. 
 

Lo biológico, lo verbal (comunicacional) y la óntica 


Mi visión de nosotros es más bien como seres que surgen en la conjunción de tres
órdenes:  un orden biológico, un orden de lenguaje (o comunicacional) y un orden
óntico27. 

Juntos, los órdenes comunicacional y óntico forman la dimensión metafísica, invisible,


del ser humano. Mientras que los órdenes biológico y comunicacional forman la
dimensión física, visible del ser humano. Conviene sin  embargo no identificar la
dimensión física con el cuerpo biológico, porque el cuerpo biológico es también
lenguaje, y esta inherencia al lenguaje es lo que lo une a su propia dimensión óntica. Mi
cuerpo es lenguaje: expresa un patrimonio genético y las peripecias de mi historia se
inscriben allí en rasgos somáticos legibles para los ojos experimentados. Y cuando la
dimensión propiamente física del ser humano se deteriora hasta un punto tal que ya no
puede encarnar el orden del lenguaje, el cuerpo pierde base en el orden biológico y se
vuelve cadáver. Pero este lenguaje, que da a nuestro cuerpo su significancia, puede
encerrarnos en su rigidez y  hacernos prisioneros de una historia que es la nuestra,
aunque esté escrita por otros y no por nosotros mismos, prisioneros de un destino que se
nos ha impuesto desde el exterior y no recibido del interior. Somos seres tensionales
cuyo polo visible es a la vez de orden biológico y de orden verbal (comunicacional).
Nuestra calidad de sujetos, nuestra subjetividad, surge de este equilibrio inestable en
nosotros de lo biológico y del comunicacional (verbal). Si uno de los polos impone su
único orden, nos perdemos en el desequilibrio de la enfermedad somato-psíquica o, en
sentido inverso, psico-somática. Cuando el orden biológico se vuelve demasiado
restrictivo, provoca desórdenes del lenguaje; y a la inversa, un orden comunicacional
(lenguajero) demasiado rígido, provoca el desorden de lo biológico en nosotros. 
 

La cuestión de la trascendencia 

Cada uno de nosotros se enfrenta un día u otro, quiéralo o no, a la cuestión de la


trascendencia. La presencia en nosotros de esta pregunta inextinguible es el signo de
que el ser humano jamás es reducible al concepto que él se forma de sí mismo. Algunos
ven allí el punto de apoyo de una filosofía atea; otros, de una teología. Los primeros
comprenden que todo lo que sobrepasa al ser humano es un llamamiento dirigido al ser
humano para que se supere. Los segundos leen esta pregunta como un rasgo de lo divino
en lo humano. Estos últimos ven a cada uno de nosotros como una centella de divinidad,
singular, no igual a ninguna otra, que habita un cuerpo sumergido en un lenguaje
encarnado biológicamente que le confiere su significancia particular. Esta centella es
evidentemente una metáfora que intenta señalar hacia lo invisible. Es claro que son
posibles muchas interpretaciones ateas del ser humano, que niegan toda existencia a
cualquier realidad trascendente. No estoy en desacuerdo en absoluto, y pienso inclusive
que el ateísmo como la fe religiosa, propiamente hablando, son posiciones irrefutables.
Sin embargo, se me dan a leer demasiados signos de lo invisible para que yo pueda con
toda buena fe encajar el paso en estas interpretaciones antropológicas que me parecen
reducir el ser humano a lo solo visible. También me permitiré hablar de la presencia de
lo invisible en lo visible. 
 

Las condiciones del estado cadavérico 


Las condiciones que deben llenarse para que podamos juzgar que un ser que está ahí
junto a nosotros es una persona viviente, y no un cadáver, son por tanto de dos órdenes:
físico y metafísico. Las condiciones físicas son biológico-comunicacionales (verbales).
Fundamentan la posibilidad de la vida psíquica. Las condiciones metafísicas son óntico-
verbales. Atestiguan la apertura del ser humano a la trascendencia. 
 

1. Condición biológica 

En el orden físico, evidentemente es preciso que la máquina cibernética no haya llegado


a un punto de no retorno en su eventual deterioro.

2. Condición verbalizante 

Es preciso por otra parte que esta máquina tampoco se haya vuelto definitivamente
impermeable al orden del lenguaje, es decir, que esté disponible para la expresión de
una eventual presencia, que permanezca utilizable por la intencionalidad de su
“habitante”. Dicho de otra manera, es preciso que ella siga siendo la posible mediación
visible de una presencia invisible. 
 

3. Condición óntica 

La tercera condición, que nace del orden metafísico, es evidentemente la más difícil de
“verificar”: es que un tal habitante esté siempre presente; que este cuerpo sea el signo
visible de la presencia invisible de su habitante. Un cuerpo humano es viviente y no
cadáver por la única condición de ser el signo visible de una presencia invisible, la
mediación inmanente de una relación con la trascendencia. 

Cada una de estas tres condiciones (biológica, comunicacional (verbalizante) y óntica)


es necesaria y, en conjunto, ellas forman las condiciones suficientes para que sea
reconocida la presencia viviente de un semejante. 

Pero conviene subrayar que es precisamente en este punto de la tercera condición donde
la competencia de los médicos en cuanto médicos, ya no es garante del peritazgo
necesario para dar una certificación fundada.  En este punto es donde los criterios
técnicos más sofisticados llegan a su límite. La primera condición necesaria puede  ser
verificada por un balance médico profundo del estado anatómico y fisiológico del
cuerpo en cuestión. La segunda puede verificarse por medio de una exploración
neurológica de los centros cerebrales del lenguaje. La tercera escapa a las
investigaciones tecno-científicas y nace del juicio metafísico, del juicio hecho acerca de
una persona, sobre su relación con su propio ser esencial. Este último punto necesita ser
desarrollado. 
 

¿La ausencia de respuesta es la muerte? 


Se me impone una comparación para ilustrar mi propósito. Una tarde en París después
de cenar, dejo a uno e mis amigos en los muelles del Sena. Entra a su casa, ronco, y un
poco tensionado con la perspectiva de la exposición que debe hacer al día siguiente
temprano en el Senado de la República.  Al regresar a mi hotel, me doy cuenta de que
mi amigo olvidó en mi carro una papelera. Me intereso por su contenido y me doy
cuenta de que este amigo me ha dejado por inadvertencia documentos con el
encabezamiento del Senado. Al llegar a mi alcoba, lo llamo. El teléfono suena dos
veces, alguien levanta la bocina, y... silencio. No escucho ninguna voz al otro lado de la
línea, como se dice. Entonces hablo y le digo: “Miguel, olvidaste en mi carro tus
documentos para tu exposición de mañana en la mañana. ¿Quieres que te los lleve?”.
Ninguna respuesta. Sin embargo la línea está conectada.  Alertado por la ronquera que
manifiesta Miguel y el acto malogrado a propósito de los documentos, atribuyo  la
extinción de la voz al deseo de escapar al ejercicio peligroso que debe llevar a cabo al
día siguiente. Afinando el oído, escucho débilmente pero con nitidez una respiración y
el tictac del gran reloj que se encuentra junto al teléfono en su apartamento. Así recibo
la confirmación de que no me he equivocado de número y que, según toda
verosimilitud, Miguel me oye, aunque no me pueda hablar. Entonces le digo: “No te
inquietes, todo saldrá bien mañana en la mañana. Yo te esperaré con tus documentos a
la entrada del Senado a las ocho  y media. Tómate un buen trago y acuéstate. Buena
noche. Hasta mañana”. Y corto la comunicación. Al día siguiente a las ocho y media
estaba él en la cita!. 

Contrariamente a las apariencias, un tal desarrollo no nos libra de nuestra pregunta


central. En efecto, ésta consiste especialmente en preguntarnos sobre la equivalencia
habitualmente admitida entre muerte y ausencia de respuesta del  interlocutor. La
ausencia de respuesta no es signo infalible de muerte, si bien la muerte provoca
inevitablemente una ausencia de respuesta. ¿Cómo hacer entonces para juzgar si el otro
“en el extremo de la línea” está presente o definitivamente ausente?  Y,
correlativamente, debemos preguntarnos seriamente si podemos continuar identificando
eutanasia y homicidio. Si esta equivalencia es habitualmente aceptada como natural, es
porque no tenemos en consideración sino las dos primeras condiciones. 
 

¿Ayudar a morir a un cuerpo deshabitado? 

¿Pero se puede excluir que puedan producirse situaciones en las cuales la tercera
condición falte antes de las dos primeras? Si hubiera que responder positivamente a esta
pregunta, nos hallaríamos ante una situación en la cual ayudar a morir al cuerpo que yo
he tenido no sería un asesinato, por cuanto el cuerpo que yo he sido ya estaría
deshabitado. En este tipo de casos, la eutanasia no sería un asesinato. Inmediatamente se
piensa en los casos de los comas vegetativos. Estos cuerpos, si no me equivoco, nos
plantean la pregunta de saber si todavía están habitados a pesar de su relativa integridad
biológica y neurológica. ¿Un coma vegetativo puede ser interpretado como el signo
visible de un acontecimiento invisible; o sea aquí la deshabitación del cuerpo, la
ausencia de su habitante, su desaparición? Es esta la cuestión que quisiera plantear
subrayando tan rigurosamente como sea posible su carácter metafísico. 

En el trasfondo de este cuestionamiento es donde yo me he arriesgado a enunciar que no


se comprueba la muerte de un semejante, sino que se decide. Y desde el punto de vista
ético, el desafío es que no sea arbitrario. El homicidio no puede ser descartado por la
discusión crítica intersubjetiva. Este procedimiento no ofrece ninguna garantía de
objetividad; sirve simplemente -pero esto es esencial- para atestiguar que ninguno de los
que deciden acepta erigir en pseudo-objetividad su  propia subjetividad. Por mi parte,
considero que sería imprudente y por tanto no ético, no darse el máximum de
oportunidades para no equivocarse. 

Por esto es por lo que propongo que tomemos la posición siguiente: considerar que un
cuerpo se ha vuelto cadáver solamente si es seguro y cierto que una de las condiciones
necesarias está definitivamente ausente. Como este caso es muy poco frecuente, mi
primera proposición debe ser completada por una segunda: si tenemos dudas fundadas y
ninguna certeza sobre una de las condiciones, abstengámonos resueltamente de toda
tentativa de oponer un deterioro de una de las otras dos condiciones. Esta segunda
proposición vale evidentemente con mayor razón si tenemos dudas fundadas sobre dos
de las tres condiciones. 
 

Nuevamente el cientismo 

Para terminar, quisiera subrayar por última vez que el verdadero cientismo consiste, no
en dar a una discusión su columna vertebral con la ayuda de enunciados universales
aceptados provisionalmente como verdaderos, sino en creer que una cuestión metafísica
cuya solución llega a la apreciación ética intersubjetiva, puede encontrar una respuesta
objetiva a partir de criterios puramente físicos. 

Hoy en las sociedades postindustriales, se considera como obvio que debe considerarse
muerta una persona cuyo electroencefalograma es plano. Sin embargo puede
preguntarse de dónde viene esta convicción, o por quién ha sido tomada la decisión de
ver así las cosas. A mi modo de ver, esta decisión ha sido tomada por la corporación
médica internacional a la cual hemos investido implícitamente de este poder. Y la
responsabilidad de esta corporación es tener al día su criteriología. Por lo demás no es
imposible que ésta sea modificada en el futuro en función de nuevos progresos tecno-
científicos. La discusión sobre este asunto por lo demás no está cerrada. Ella siempre
está en camino, y existe un debate importante entre un grupo mayoritario y un grupo
minoritario. Este último está formado principalmente por médicos japoneses, quienes,
por razones antropológicas -que aquí he llamado metafísicas-, no aceptan los criterios
neurológicos, y  sostienen una criteriología de tipo cardiológico. Algunos piensan  que
los criterios neurológicos fueron adoptados para facilitar los transplantes de órganos.
Otros se apoyan más bien en los descubrimientos recientes de la psicología
experimental para sostener los criterios neurológicos. Yo no tengo la competencia para
tomar posición en este debate, pero quiero subrayar que se trata de un debate abierto. 

Quiero subrayar igualmente que confiando (así sea implícitamente) a la corporación


médica el encargo de definir los criterios de la muerte, dejamos el cuidado de resolver
una cuestión metafísica a un grupo de expertos en cuestiones “físicas”, a quienes su
profesión no habilita en nada para tomar una tal decisión. Es posible que entre los
médicos haya notables metafísicos como en cualquier otra corporación, pero no es su
formación médica la que puede constituirse en garante de esta calidad. Además, no es
en cuanto metafísicos como se les ha confiado esta decisión. Se ha dejado esta decisión
metafísica a expertos físicos. Esta afirmación encuentra una ilustración particularmente
impresionante en la práctica del certificado de defunción. 
¿Qué es en efecto un certificado de defunción? Es la notificación administrativa de que
uno de nuestros semejantes ha muerto. Es el enunciado de una decisión metafísica Esta
decisión en nuestra cultura está firmada por un representante debidamente autorizado de
la corporación médica. La corporación ha definido reglas canónicas para interpretar en
términos físicos (y más particularmente neurológicos: el electroencefalograma, entre
otros) una situación metafísica. Aceptamos esto porque nuestra cultura confía este tipo
de peritazgos a la corporación médica. Pero hablando estrictamente, esto es resolver una
cuestión metafísica con la ayuda de criterios físicos. Por mi parte no tengo ninguna
razón para denigrar en manera alguna de los criterios neurológicos de la muerte física.
Son más precisos que los viejos criterios utilizados antiguamente como la condensación
en un espejo o en una lámina de cuchillo, o pinchando un dedo meñique por el
enterrador. Los criterios neurológicos son más fiables; aplicados rigurosamente, evitan
muchos más errores que los que utilizaban nuestros abuelos. Sin embargo, es posible
que un día u otro  sean reemplazados por otros todavía más precisos. Pero por muy
precisos que sean estos criterios técnicos actuales o venideros, siempre son criterios
físicos y no metafísicos. 

Estas anotaciones podrían inducir a los lectores a pensar que estamos confinados en un
espacio cerrado de incertidumbres. Pero no pienso que sea este el caso. Nuestra
condición humana está marcada radicalmente por la incertidumbre; ciertamente, cada
día hacemos esta difícil experiencia. Criterios físicos los tenemos, como el
electroencefalograma. Criterios metafísicos también los tenemos, pero parecen menos
seguros cuando uno está bañado en una cultura cientista. Ahora bien, precisamente una
cultura cientista es una cultura que tiene verdadero odio a la incertidumbre y a la
subjetividad, y prefiere muy a menudo darse falsas certezas que verse frente a su propia
incertidumbre congénita. Pero esta incertidumbre es relativa en el sentido de que nos es
posible progresar en nuestras certezas relativas.  El progreso del saber es posible aunque
el saber absoluto sea imposible. El hecho de que el camino hacia el sol sea inaccesible
no impide que mil y mil rayos suyos nos iluminen. 
 

Lo visible y lo invisible 

Dicho esto, queda por clarificar la naturaleza de la relación que he evocado entre lo
visible y lo invisible, porque queda oscura. no se ven sus referencias y se podría temer
que se tratara de un retorno a una especie de misticismo. Me inscribo en falso contra
este sentimiento. He aquí mis razones. 

El cuerpo metafísico es el cuerpo que yo soy por oposición al cuerpo que tengo. Soy yo,
en mi dimensión que trasciende lo físico, quien jamás se deja reducir a lo físico. Como
lo he precisado al principio de este capítulo, entiendo aquí físico en el sentido griego,
que designa los procesos que conocen generación. Pero esta coquetería etimológica
podría inducir a error. El uso que hago de la palabra metafísica no implica ninguna
reintroducción subrepticia de un misticismo cualquiera. “Metafísica” designa lo que no
es reducible a los procesos de generación en el orden biológico. 

¿Cómo puede un filósofo aferrarse a esto par ilustrar lo que del ser humano trasciende
lo biológico y lo psíquico en el sentido en que no sería susceptible de alguna ciencia
experimental? ¿Estamos forzados a defender una filosofía materialista radical, sí o no?
Yo distinguiría aquí el materialismo como postulado metodológico necesario para las
investigaciones experimentales, del materialismo como posición ontológica. El
postulado metodológico se podría formular como sigue: todo lo que es observable debe
poder explicarse por una causa observable. Este postulado es indispensable en las
ciencias para eliminar las explicaciones metafísicas de los discursos científicos: no se
explica lo visible por lo invisible. Pero demasiado a menudo se transforma
indebidamente este postulado metodológico en afirmación ontología y se dice que lo
invisible no existe. Este es un grave error lógico. 

Pero más allá de este error, se plantea la cuestión de la posibilidad de un saber acerca de
lo invisible. Es la pregunta sobre la ubicación epistémica de la teología, de la metafísica,
del psicoanálisis y de la hermenéutica, principalmente.  Atengámonos a esta última que
yo definiría como la ciencia de las interpretaciones. La hermenéutica postula que
existen significaciones que hay que comprender independientemente de sus soportes
materiales. Es un postulado metodológico de la misma naturaleza que el que sirve de
soporte a las ciencias experimentales aunque expresa un postulado diferente. El primer
postulado es el de los Naturwissenschaften, las ciencias de la naturaleza; el segundo, el
de las Geisteswissenschaften, las ciencias del espíritu. La hermenéutica es una ciencia
del espíritu que intenta captar los procesos de significación. 
 

Las Variaciones Goldberg de Bach 

¿Qué son las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach? ¿Una partit4ra? No. ¿Un
disco compacto? No. ¿Un disco de vinilo? Tampoco. ¿La interpretación de Glen Gould
o la de Charles Rosen? Ni una ni otra. ¿Es un código neuronal en la memoria de un
pianista? No. ¿Pero entonces qué es? Las Variaciones Goldberg, es algo que no es
reducible a ninguno de los soportes materiales que nos permiten entrar en interacción
con ellas y que, sin embargo, no puede salirse de tal soporte, sea el que sea. Si además
algún papel, algún disco, alguna neurona no los inscribe en la materialidad, se hacen
invisibles, inaudibles por siempre, a menos que se encuentre una tal inscripción de ellas
momentáneamente perdida de vista. Se encuentra aquí la daléctica de las condiciones
necesarias y suficientes. La hermenéutica no es la ciencia de los discos ni del papel, ni
de las neuronas. Es la ciencia de las significaciones que ya no existiría si no hubiera
ningún papel, disco  o neurona les sirviera de soporte, pero que trascienden su
inscripción en la materialidad, porque pueden ser transcritas indefinidamente de un
soporte a otro, sin que sin embargo se modifiquen, salvo error de trascripción. 

Podemos ilustrar por analogía la condición del ser humano? Cada ser humano es el
compositor de una sonata interior que expresa su búsqueda de sentido en la vida. Esta
sonata es la parte de lo humano irreducible a la máquina cibernética que le sirve de
soporte material en la existencia. Lo que yo llamo un cadáver metafísico, es un ser
humano cuya sonata ha terminado o ha sido interrumpida por un accidente. 
 

La intencionalidad de la carne 

La parte irreductible  del cuerpo que yo soy al cuerpo que yo tengo es precisamente esta
intencionalidad organizadora de las cosas que, aunque ellas existan independientemente
de mí, están “incrustadas en mi carne” y “hacen parte del tejido de mi cuerpo”, como
decía Maurice Merleau-Ponty28. La materialidad bruta de las cosas (comprendido el
cuerpo que yo tengo) es interpretada por el cuerpo que yo soy, el cual se las incorpora
con la ayuda de la red de significados en que él las incrusta. Y es precisamente esta red
semántica la que es el objeto de la hermenéutica. Y las ciencias empíricas mismas, por
más materialistas que sean sus postulados metodológicos, se insertan en la red que ellas
niegan cuando erigen indebidamente su postulado metodológico como posición
ontológica. 

Evidentemente podría objetarse que una tal posición me lleva a una especie de
relativismo que hace ilusorio todo esfuerzo de búsqueda de la verdad. No lo creo,
porque si escucho música y me digo: “Es el Printemps de Antonio Vivaldi”, puedo al
mismo tiempo darme cuenta de que los músicos que tocan este trozo no son muy
hábiles, que no respetan la partitura. Este podría ser el caso de músicos inexpertos que
tocaran “notas falsas” o no respetaran el tempo. 

Aquí la cuestión de la verdad no consiste en pretender que tal interpretación es más


verdadera que tal otra. En cierto nivel de calidad técnica, todas  las interpretaciones son
verdaderas, en el sentido de que ninguna hace mentir la partitura. Lo que no me impide
preferir tal interpretación a tal otra. Hay mil y una interpretaciones que no mienten, pero
algunas pueden mentir. No por el hecho de que hay muchas interpretaciones verdaderas
van a ser verdaderas todas. Hay falsificaciones. 

Si volvemos a la sonata interior de cada uno de nosotros, podríamos tener un


razonamiento análogo. Hay mil y una formas de acabar una sonata. Y sin embargo, se
entiende fácilmente si un trozo ha sido acabado o ha sido interrumpido antes del final.
El esfuerzo por la verdad se presenta, pues, en dos puntos por lo menos. Por una parte,
en la finalización por cada uno de nosotros de su propia sonata interior. Es una
exigencia ética de la lucidez y de la responsabilidad personales no mentirse a sí mismo.
Por otra parte, en el esfuerzo de interpretación de la sonata interior de los demás: no
hacer mentir a la partitura. Es la exigencia ética de las tres prohibiciones constitutivas
del ser humano en cuanto tal29. 
 

La sonata interior 

La identidad metafísica de cada uno, es su sonata interior; su identidad física es su


patrimonio genético. ¿Es decir que el cuerpo que yo soy es la encarnación de una
conciencia en el cuerpo que yo tengo? Todo depende evidentemente de lo que se llama
la conciencia. Si esta palabra designa un cogito, en el sentido cartesiano del término,
una capacidad lúcida y crítica de ser sujeto de su propia historia, yo diría que no. Si, por
el contrario, se entiende por conciencia el polo reflexivo de una dialéctica con el
inconsciente constitutivo del yo, yo aceptaría la sugerencia. El cuerpo que yo soy es la
encarnación en el cuerpo que yo tengo de una dialéctica parcialmente consciente entre
mí y mi inconsciente. Y, como brillantemente lo ha mostrado Carl-Gustav Jung, este
inconsciente es a la vez personal y colectivo. Me parece que en esto no hay una
restauración oscura del alma como cosa pensante, frente a un cuerpo como cosa extensa.
No es ciertamente hipotecarse a algún misticismo cualquiera. Simplemente es el
enunciado de que la tarea de la hermenéutica en cuanto ciencia de los tejidos de
significaciones está lejos de estar  acabada, y que no le es posible evitar el tener en
cuenta las raíces inconscientes individuales y colectivas de las tomas de perspectiva
cuyos centros son los cuerpos que nosotros somos, en medio de las cosas entre las
cuales se encuentran los cuerpos que nosotros tenemos. 

Queda todavía por saber si el cuerpo que yo tengo es causa o manifestación de esta
dialéctica del yo y del inconsciente, de donde emerge la conciencia. Yo diría que el
cuerpo es a la vez causa y manifestación de esta dialéctica de la conciencia. Nosotros
estamos, de entrada, en curvas de retroacción en los dos sentidos, en círculos
hermenéuticos. El cuerpo es el lugar de emergencia de la dialéctica del yo y del
inconsciente. ¿Es él su causa? Esta es otra pregunta. Causalidad y emergencia no son sin
duda una sola y misma cosa. Por otra parte, el cuerpo es también expresión de esta
dialéctica; las enfermedades psicosomáticas lo muestran bien. Las dos relaciones son
pertinentes y convendría articularlas entre sí. 

Pero entonces, en definitiva, ¿cuáles son los criterios que permiten determinar que este
cuerpo que tenemos ante nosotros es un cadáver metafísico, aunque todavía no sea un
cadáver físico? 

Henos aquí de regreso a nuestra discusión anterior, pero la cuestión se plantea en forma
más precisa. Tratemos de aportarle una respuesta igualmente más precisa. 

Un cadáver metafísico es un cuerpo humano que ya no está habitado por la vida


intencional, que ya no es centro de perspectiva cosmogónica, que ya no es iniciativa de
incrustación de las cosas en su propia carne. Es un cuerpo cuya interioridad ya no abriga
la melodía  de ninguna sonata. Es un cuerpo  cuya creatividad semántica está agotada.
Yo retomaría a este respecto las condiciones de que he hablado antes. 

Para que un cuerpo no sea cadáver se requiere que: 

-la máquina cibernética no haya llegado al punto de no retorno en su eventual deterioro; 

- esta máquina no se haya vuelto definitivamente impermeable al orden del lenguaje; 

- esta máquina siga siendo signo visible de una presencia invisible, de una relación con
la trascendencia. 

La verificación de las dos primeras de estas tres condiciones no plantea problemas


mayores, puesto que la medicina dispone de criterios apropiados: la reparabilidad
anatomo-fisiológica del cuerpo y la no destrucción de los centros cerebrales del
lenguaje. La tercera condición es la más difícil de verificar en el plano científico. Yo
diría que inclusive que no es verificable en el plano físico puesto que, precisamente se
sitúa en el metafísico. Aquí estamos invitados a encontrar signos visibles de lo invisible.
Precisamente en esto consiste la actividad simbólica, la actividad de “ir juntos a partir
de un signo de reconocimiento” (sum-ballein). Aquí, más que en las dos primeras
condiciones, estamos frente a la necesidad de una decisión más que de una constatación.
Cuando ya no se da el “ir juntos a partir de un signo de reconocimiento”, es cuando
sabemos que ya no se cumple la tercera  condición.  A falta del compositor mismo, los
oyentes de la sonata interior de un ser humano son los que mejor pueden juzgar si la
sonata se ha terminado. 
 
 
 

La intersubjetividad crítica 

Pero aquí nos enfrentamos a una dificultad nueva. Para decirlo familiarmente, es que la
ausencia de mensaje de un desaparecido no prueba su muerte,  sino simplemente su
desaparición. Pensamos en las mujeres que creían a sus maridos muertos en la guerra y
los vieron reaparecer unos años después de que la administración hubo admitido con
base en fuertes presunciones, que ellas podían ser consideradas viudas! 

Pero precisamente, la formulación misma de la dificultad nos indica su solución: es una


comisión con el debido mandato para examinar estos casos la que ha concluido,
decidido, con base en presunciones estimadas muy fuertes, que estos soldados estaban
muertos, aunque no se hubiera podido tener una prueba formal. Mi proposición va en el
mismo sentido, cuando estimo razonable que sea declarado muerto uno de nuestros
semejantes si existen presunciones suficientes de que “ya no iremos juntos a partir de un
signo de reconocimiento”.  Estas decisiones son inciertas siempre, -a menos que una de
las otras dos condiciones también falte-, pero no son arbitrarias si han sido tomadas
como resultado de una discusión crítica intersubjetiva. En su esencia, un tal
procedimiento no es diferente de aquel que consiste en establecer, para la segunda
condición, que el electroencefalograma de la persona es plano. Se trata, allí también,
como lo he subrayado ya, de un criterio cuya validez depende del acuerdo intersubjetivo
de las competencias en el seno de la corporación médica. 

En términos más prosaicos, se dirá que, cuando un ser humano es abandonado por los
otros seres humanos, cae. Es verdad en la vida diaria. Es verdad en política. Es verdad
en las relaciones afectivas. Decidir no volver a hablar a alguien es condenarlo a muerte;
porque si todos hacen como yo, él morirá. Nos encontramos allí frente a un hecho
masivo cuya consideración podría chocar a más de uno; pero querámoslo o no,
ejercemos un poder de vida y muerte sobre nuestros semejantes, y ellos sobre nosotros.
Esto no significa que este poder sea un derecho. No tenemos este derecho, pero lo
ejercemos. Conviene pues que nos demos criterios para que su ejercicio no sea
arbitrario. 
 
 

CONCLUSIÓN 
 

Homicidio y compasión 
 

La compasión es la cualidad de una presencia personal e incondicional junto al otro en


un momento particularmente crucial de su existencia. La compasión es la vibración
común de dos personas en resonancia.. La compasión es la fuerza inspiradora de los
gestos justos que tocan a su beneficiario porque su autor se ha dejado tocar. 
En la introducción, yo anunciaba que la incertidumbre que hemos intentado reducir a lo
largo de los capítulos, estaría aún presente al final del libro. La zona de incertidumbre
en la toma de una decisión humana se ha estrechado a partir de una reflexión sistemática
sobre nuestro compromiso personal en el razonamiento ético y en la manera de resolver
éticamente situaciones difíciles. Pero queda un residuo de incertidumbre con el cual
tenemos que aprender a vivir. Y esta incertidumbre aparece como uno de los lugares
privilegiados de la compasión. 

¿Puede la compasión acceder a la petición de homicidio, o quizás inspirarlo?  ¿Podemos


poner fin a la vida de un semejante para evitarle sufrimientos juzgados inhumanos por él
y por nosotros?  

La pregunta es a la vez simple y terrible. No tenemos ningún derecho de vida y muerte


sobre nuestros semejantes Y arrogarnos un tal derecho sería renegar de lo humano en
nosotros. Pero, como creo haberlo demostrado, ejercemos realmente un tal poder,
lúcidamente o sin darnos cuenta, especialmente en la práctica de los cuidados
intensivos. Conviene, pues, que nos demos criterios para que su ejercicio no sea
arbitrario, y que jamás cedamos al “riesgo de la desmesura que los Griegos llamaban
ùbris y los Evangelistas pecado contra el Espíritu Santo y que consiste en atribuirse una
competencia y un juicio éticos ciertos sin haberse tomado el trabajo de cultivarlos
durante su vida30”. Ahora bien, este es el riesgo que corre toda conciencia moral que
decide transgredir una de las tres prohibiciones fundamentales características, de la ética
de la finitud como de la ética de la discusión. 

Estos criterios son, como a menudo lo he subrayado, los de la intersubjetividad crítica.


La eutanasia no es aceptable. Pero ciertas formas de cuidados paliativos que acompañan
al paciente hasta la muerte inevitable me parecen enteramente legítimos, especialmente
cuando se trata de “re-sincronizar” la muerte física con la muerte metafísica de una
persona. Por lo demás ellas son una bella expresión de compasión. 

Nos resta decir que estas decisiones las tomamos en función de tradiciones morales
múltiples. Cuando mi código moral me sugiere una tal decisión, y la enfermera frente a
mí se refiere por su parte a un código moral que le sugiere otra decisión, ¿qué hacer? 
Mi posición sobre esto podría parecer ambivalente. A veces digo que nuestras
decisiones deben estar guiadas por las tradiciones que nosotros ratificamos, y otras
veces, afirmo que deben solamente respetar las tres prohibiciones universales que
fundamentan toda vida en sociedad. ¿Qué decir de esto? 

Nuestras decisiones jamás deberían, salvo impasse moral comprobado, conducirnos a


transgredir una de las tres prohibiciones universales. Pero esto no basta para sugerirnos
qué decidir. El respeto de las tres prohibiciones es como una forma disponible que viene
a llenar nuestra compasión a través de tradiciones de cuidados y los usos y costumbres
que le dan su forma social y que nos toca universalizar en la discusión crítica. 

Sobre este tema yo subrayo una vez más que la discusión crítica no garantiza de
ninguna manera la objetividad de una decisión. La discusión crítica intersubjetiva
garantiza solamente que la decisión ha sido tomada correctamente, o en la mejor forma
posible, que no es arbitraria, que es más lúcida y más responsable. Inspirándome en una
proposición de Eric Weil31, yo diría que debemos dejarnos guiar en nuestras decisiones
por las tradiciones de que somos herederos y que nosotros ratificamos, a menos que la
máxima (el principio) de la acción así sugerida no sea universalizable. El principio
kantiano de la universalización de la máxima de la acción toma aquí una forma
particular. No es tanto la moralidad espontánea de los ciudadanos individuales la que
debe ser universalizada, sino sus representaciones culturales comunes de lo que deben
hacer. Y por cultura se puede entender toda la reflexión de los moralistas desde la Biblia
y los antiguos Griegos. 

A la pregunta “¿Qué hacer para obrar bien?”, yo propongo por mi parte responder: “Haz
lo que te sugiere la compasión en las formas que te ha legado la tradición moral de la
comunidad a la cual perteneces, y procura respetar las tres prohibiciones
fundamentales”. Estas tres prohibiciones aparecen así como un principio crítico respecto
a las tradiciones de las comunidades culturales. Y esto es bien normal, porque expresan
las condiciones de posibilidad de lo humano en su diferencia específica: la capacidad de
dialogar32. Por otra parte, sin estas tradiciones, la compasión quedaría puramente formal,
y no nos daría ninguna indicación concreta sobre el próximo paso que hemos de cumplir
en nuestra existencia. Las tradiciones aportan un contenido vivo a una forma universal. 

En definitiva es dentro de la decisión singular tomada por una conciencia moral en


diálogo intersubjetivo y crítico con otras conciencias morales, donde se actualiza con la
mayor claridad la relación ontológica de la subjetividad individual con la universalidad
de la humanidad. Y es precisamente esta relación ontológica lo que yo llamo
“compasión”, cuando es vivida en la lucidez, la solidaridad y la creatividad. 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 

HOMICIDIO Y COMPASION:

LA EUTANASIA EN ETICA CLINICA 

JEAN-FRANÇOIS MALHERBE 
 

¿Cuándo un ser humano estará autorizado, desde el punto de vista de la ética, para matar
a otro ser humano por compasión?  Es una pregunta en extremo compleja. Si uno quiere
llegar por sí mismo a fundamentar su propia actitud respecto a esta pregunta, es
necesario recorrer un camino que pasa por cuatro figuras de la ética: la convicción, la
responsabilidad, la discusión, la finitud. El recorrido exige un cierto esfuerzo
intelectual, pero sobre todo un trabajo sobre sí mismo para aceptar el cuestionamiento
de nuestras certezas. 

La finalidad de este libro es hacer aparecer toda la complejidad de las preguntas


suscitadas de manera que se cultive la autonomía de los lectores. Los casos narrados
todos están inspirados en situaciones reales. Las preguntas que siguen a la narración de
cada caso provienen de las discusiones tenidas con los agentes de salud. Las reflexiones
no solamente tratan de la soledad, de la incertidumbre y de la finitud, sino que invitan a
aceptarlas como dimensiones normales de la ida moral. Por lo demás, la incertidumbre
es otro nombre para la libertad. 
 

Autor de varios libros de ética, Jean-François Malherbe nació en Bruselas en 1950.


Es doctor en filosofía (Lovaina) y en teología (París). Por largo tiempo profesor de
ética en la Facultad de medicina de la Universidad de Lovaina y consejero en ética
clínica en diferentes hospitales de los dos lados del Atlántico, es hoy decano de la
facultad de teología de la Universidad de Sheerbrooke y profesor asociado en la
Universidad de Montreal y en la Universidad Laval de Quebec.

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