Tomado de: Educar las Emociones, Educar para la Vida ( Edición
Actualizada) A. Céspedes Ediciones B. 2017
“Mamá, ¿puedo contarte algo?”, pregunta Héctor, de 11 años de edad, a
su madre mientras esta prepara la cena. La madre no aparta la mirada de las cacerolas mientras responde: “Está bien, pero apúrate… Siempre eliges el peor momento… ¿Acaso no ves que estoy ocupada?”. Héctor se encoge de hombros y se va sin continuar la conversación. La mamá lo llama a viva voz: “Ya pues, habla… ¿Qué te pasa, qué quieres contarme?”. “Nada”, responde Héctor mientras sale al patio a jugar con el perro.
Si entendemos Educación de las Emociones como el proceso de
acompañar al niño en la actualización de un potencial que está en su interior al servicio de insertarse en el mundo social, debemos aceptar que es un acompañamiento con un propósito: lograr transitar por la vida con sentido y confianza. Podemos visualizar a ese adulto como un facilitador en un proceso que exige tiempo, disposición, respeto y convicción. Es clave entonces que se den ciertas condiciones para que los resultados sean exitosos. Una de estas condiciones se relaciona con la forma de comunicación que el adulto establece con el niño.
La comunicación es una interacción, un puente de significados que se
establece entre adulto y niño y como tal acontece en un espacio definido que tiene sus leyes. En primer lugar, ocurre en un espacio. La mamá podría haber optado por dirigir su mirada hacia Héctor, quien se había sentado en una silla de la cocina. Ese espacio es personal. O podría haber dejado los cucharones, acercado otra silla hacia el chico y haberse colocado muy cerca, mirándolo a los ojos. Ese es el espacio íntimo, el de las confidencias.
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Una vez definido el espacio es preciso que se cree un vínculo que exprese interés por parte del adulto y genere confianza en el niño. El vínculo se manifiesta a través de la mirada, de la voz y del contacto físico afectuoso, cuando está legitimado por los lazos entre adulto y niño. La mamá de Héctor no aparta la mirada de sus cacerolas y su voz denota impaciencia, irritación porque el chico interrumpe su labor doméstica.
Establecido el vínculo, el adulto deja fuera del momento todos sus
prejuicios, disponiéndose a escuchar para luego emplear el lenguaje verbal en una “conversación iluminadora”, una especie de danza del hablar y escuchar que define la interacción entre adulto y niño en el marco del respeto y del amor. Planeando sobre todos estos factores está la atención plena, que consiste en una amalgama del pensar, evaluar, sentir, intentar comprender y acoger colocando toda la mente en el momento presente, sin dejar entrar otras disquisiciones.
Son enemigos de la comunicación efectiva la prisa, el prejuicio, enjuiciar,
reprender, culpar y, sin duda alguna, estimar que la aplicación de disciplina o de autoridad por poder es el método óptimo de educación emocional.
COMUNICACIÓN AFECTIVA
La comunicación afectiva es el recurso más preciso y valioso para practicar
el respeto hacia los niños, por cuanto puede ocurrir que el adulto deba reconocer que se ha equivocado y por lo tanto tenga que pedir disculpas al niño, poniendo en jaque su concepción de autoridad. Por otra parte, la comunicación afectiva produce en los niños una poderosa confianza en el adulto, a partir de la cual se desarrolla un sentimiento igualmente poderoso: la gratitud. Este sentimiento genera en los niños una espontánea inclinación a crecer emocionalmente, a ser más objetivos, ecuánimes, flexibles, tolerantes y autocríticos. En la comunicación afectiva, el adulto debe ser capaz de:
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• Escuchar al niño que está en una situación difícil. La escucha debe ser activa y emotivamente sintónica. Es una escucha con el corazón, en la cual el adulto se dispone a capturar y entender tanto la información verbal que el niño transmite, como las emociones y sentimientos involucrados, reformulando la situación para confirmar que la ha comprendido objetivamente. La actitud de escucha exige una postura de comunicación efectiva, vale decir la creación de un espacio físico de acogida, enviando señales no verbales de respeto y de atención genuina y comprometida. El adulto debe evitar cuestionar, debatir o ejercer poder, tanto como emitir juicios de valor, es decir, opiniones en las cuales se interpreta apresuradamente la situación y se adjetivan las actitudes y conductas del niño.
• Acoger y respetar sus emociones, las que son indudablemente negativas:
rabia, miedo, decepción.
• Ofrecer ayuda al niño para encontrar alternativas de solución,
encuadrando el problema de modo objetivo y neutral, y permitirle ver las posibles soluciones.
Los niños necesitan que el adulto preste atención interesada y respetuosa
a sus conflictos, dudas, temores e incertidumbres. Lo más dañino para la autoestima de un niño es minimizar esos temores y conflictos, o bien:
La negligencia en comunicarse afectivamente con un niño que espera ser escuchado y confortado por un adulto significativo, es el arma más mortífera a la hora de destruir su autoestima. El niño se siente abandonado afectivamente, desamparado, y concluye que la actitud del adulto es un mensaje despectivo: “Tú no me importas”. Por el contrario, la escucha efectiva y afectiva es una semilla que germinará en el corazón del niño quien, al crecer y convertirse en adulto, sabrá escuchar con la oreja del corazón a otros niños, sean estos hijos o alumnos, porque recordará que más de alguna vez él fue acogido, confortado y que recibió ayuda en la búsqueda de una solución cuando estaba confundido, asustado, paralizado por la incertidumbre. La autoestima infantil es inmensamente frágil, y es muy difícil de reparar cuando ha sido dañada por largo tiempo y/o por adultos de gran significación.
La comunicación afectiva al interior de la familia es una condición esencial
que debe darse en forma permanente, espontánea, y debe ser practicada por cada integrante. Sus requisitos son simples pero muy difíciles de llevar a cabo en forma sistemática y comprometida. Esta habilidad de educación emocional adquiere un carácter de urgencia cuando los chicos atraviesan por momentos particularmente complejos. Es decir:
• Cuando sienten miedo, incertidumbre, confusión y dolor.
• Cuando temen a las consecuencias de una determinada acción en la que han participado directa o indirectamente. • Cuando se sienten amenazados. • Cuando sienten que se rompen inexorablemente sus baluartes de seguridad. • Cuando deben decidir y están confundidos.
La comunicación afectiva requiere de ciertas condiciones esenciales, de
ciertas pericias y de una actitud permanente de apertura a su perfeccionamiento. En otras palabras, comunicarse afectivamente con un niño es una ciencia y un arte, ambos en constante mejora.
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Los siguientes son los requisitos que debe cumplir un adulto significativo a la hora de comunicarse afectivamente con un niño o adolescente:
• Debe ser empático. La empatía es la habilidad para ponerse en el lugar del
otro; a los adultos no les resulta difícil cuando se trata de otro adulto, pero una gran mayoría muestra dificultad para ser empático con un niño pequeño. El adulto tiende a mostrar una solicitud condescendiente que muchas veces es solo aparente, y los chicos la perciben y se sienten desamparados.
• Debe ser capaz de “retroceder” en forma rápida a su propia infancia en
términos emotivos, recurso que ayuda enormemente a la sintonía co- emotiva y a la empatía emocional.
• Debe ser capaz de regirse por el principio de la buena fe en la honradez y
veracidad de un niño.
¿Por qué es tan difícil comunicarse
afectivamente con un niño?
• Porque la mayoría de los adultos no conoce a cabalidad a los niños
pequeños. Muchos adultos –especialmente las mujeres, por el mayor desarrollo de la intuición y los abuelos por su sabiduría– tienen un conocimiento bastante adecuado, sustentado en su sentido común, el asombro, la ternura, pero no en principios científicos.
De hecho, cuando los padres deciden informarse acerca de los procesos
psicológicos de su hijo, lo hacen tardíamente, cuando el chico o chica
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comienza la preadolescencia, momento en que la mayoría de los papás entra en pánico. Muchas madres poseen excelentes pericias en el abordaje de las características socioemocionales de sus hijos pequeños, pero los padres se muestran absolutamente ignorantes de dichos rasgos, de modo que descalifican a la mamá, emitiendo juicios de valor y enfatizando las bondades de sus medidas de control y dominio.
• La mayoría de los adultos tiene un enorme miedo a perder autoridad.
Estiman que ser acogedor es mostrar el flanco débil, lo cual va a confundir al niño y a favorecer la mala conducta al perder respeto por la autoridad.
• En los adultos está demasiado arraigada la desconfianza, ese atávico
temor a la mala intención, y actúa frente a los niños aplicando el principio de la mala fe. Se establece así un círculo vicioso muy común: los chicos no se sienten acogidos, escuchados ni contenidos emocionalmente por el adulto, de modo que desarrollan conductas de aislamiento, negativismo o franca rebeldía. Estas provocan en el adulto una inmediata reacción de desconfianza y recelo, por lo que refuerzan el control, empeorando en los niños la emocionalidad negativa. Así muere todo intento de comunicación y va creciendo la brecha entre chicos y grandes.