Una de las acusaciones más antiguas contra Sócrates lo presenta como uno más entre los sofistas: Sócrates, según dice Aristófanes, enseña a «sostener ideas contrarias a las justas, [y hace] capaz de vencer a todos los que en su camino se crucen, aunque argumente con bellaquerías» [Las Nubes 1315-20]. Años después, Sócrates comenzará su Apología señalando que le había producido extrañeza que el discurso de acusación hubiese precavido a los miembros del tribunal del peligro de ser engañados por la habilidad retórica de Sócrates, e indicando que una de las acusaciones contra él, que no estaba presente en la formulación oficial, era que enseña a «hacer más fuerte el argumento más débil» [Apología 18b]. Tantos años después de Las Nubes, muchos seguían confundiendo a Sócrates con los sofistas.
Es verdad que, como ellos, también Sócrates daba gran importancia al
conocimiento de las grandes capacidades del lenguaje; y que también por fuera se parecían: conversaba frecuentemente con algunos de ellos, tocaba temas similares (la virtud, la ley) y reunía en torno a sí muchos jóvenes, de cuya formación se preocupaba. Pero quien se fijaba bien podía entrever la radical diferencia que había entre ellos. Una señal, que Sócrates hace presente en su defensa, es que él no cobraba dinero a cambio de las enseñanzas [Apología 31b-c].
La sofística es ciertamente un movimiento muy amplio, que resulta difícil
caracterizar en pocos rasgos. Pero cuando se habla de ella en contraposición a Sócrates, se pueden considerar como rasgos propios el relativismo y escepticismo, y una desmesuraba preocupación por aprender a engañar o a convencer. Lo que intentaba Sócrates con sus conversaciones era algo bien diverso.
Por lo que sabemos, Sócrates era una persona de gran inteligencia y de
extraordinaria capacidad de reflexión (son paradigmáticos al respecto los dos episodios narrados por Platón en el Banquete, 175a-b y 220c-d); y era también grande su amor al diálogo, como el mismo Platón nos cuenta: no le gustaba dejar a mitad sus conversaciones [Protágoras 314c], hacía todo lo posible por intentar hablar con interlocutores interesantes; no le gustaba salir de la ciudad, porque más que de los campos y de los árboles, era de los hombres de quienes creía poder aprender [Fedro 230d]. El Sócrates platónico llega incluso a definirse como un «maniático de escuchar discursos» [Fedro 228b].
El diálogo no es considerado por él simplemente como el mejor modo
de convencer a otros: como veremos, es a través de él como desarrolla su tarea educativa; y, asimismo, considerar las respuestas a todas las posibles objeciones (cosa que en cierta medida puede hacerse también en la soledad, sin necesidad de un interlocutor) es para Sócrates el mejor modo de pensar.
La forma de las conversaciones en las que participaba era bastante
peculiar, a juzgar por las que recogen (sin pretender ser transcripciones literales) sus discípulos Platón y Jenofonte, que reflejan la forma de conversar del propio Sócrates. En ellas no pretende enseñar, pues Sócrates no se considera alguien a quien los demás hayan de creer, fuente de un conocimiento definitivo sobre cómo se debe actuar. Él puede sólo ayudar a otros a descubrir por sí mismos la racionalidad o irracionalidad de un determinado modo de actuar. No podemos ciertamente negar que Sócrates tuviese previamente una cierta opinión acerca de las cuestiones tratadas (a pesar de su declaración de no saber nada). Pero está claro que Sócrates cree que manifestar su opinión no es el mejor modo de ayudar a los demás: es más eficaz que lo descubran por sí mismos, con su colaboración. No quiere simplemente dar soluciones, prefiere ayudar a encontrarlas.
El diálogo es para ello el método ideal. A través de las preguntas y
respuestas se juzgan las propias opiniones, se plantean dudas, aparecen nuevas cuestiones todavía no tenidas en cuenta, se resuelven objeciones.
Pero no hay que olvidar que el contexto en el que aparece el diálogo es
el vivir filosofando, es decir, examinar la propia alma y las almas de los demás, para ver si poseen las virtudes. Para ello, será necesario saber qué son éstas, y, por tanto, el objetivo de muchos diálogos será la búsqueda de la definición de una virtud. El testimonio de Aristóteles es a este respecto muy claro, cuando afirma [Met 1078b 17-32] que Sócrates, interesándose por las virtudes éticas, buscó sus definiciones para conocer sus esencias, y que el método socrático para formular tales definiciones consistía en examinar primero los casos particulares, decidiendo cuándo se puede aplicar la expresión de la que se busca la definición, y posteriormente discernir cuáles son las propiedades presentes en cada uno de los casos: ése será el modo de dejar de lado las propiedades accidentales y centrarse sólo en las esenciales [Guthrie 1971: 112-13].
Otro testimonio coherente con el de Aristóteles es Jenofonte. En algunos
de sus escritos encontramos a Sócrates tratando de dar definiciones de virtudes. También subraya la importancia que tenía para Sócrates el «examinar el concepto de cada cosa» [Recuerdos IV, 6, 1], y pone después algunos ejemplos de cómo con sus diálogos trataba de formular definiciones.
El testimonio de Platón, por el contrario, parece ser opuesto. Es cierto
que el Sócrates de los primeros diálogos platónicos discute definiciones de algunas virtudes, como el valor (Laques), la piedad (Eutifrón), la amistad (Lisis), la sensatez (Cármides) o, en general, de la propia virtud (Protágoras). Pero leyendo esos diálogos platónicos tenemos la sensación de que ninguno «llega al resultado de definir realmente el concepto moral que en él se investiga» [Jaeger 1990: 444], pues intentan sólo rebatir las definiciones propuestas por los interlocutores, enseñándoles así que están todavía llenos de ignorancia.
A causa de ello, han sido muchos los estudiosos que han negado las opiniones de Jenofonte y Aristóteles, que afirman que Sócrates intentaba encontrar definiciones de las virtudes.
Es ciertamente verdad que el método socrático tiene sobre todo una
intención ética y pedagógica, y que no puede sostenerse que Sócrates haya sido el descubridor de la doctrina del concepto (y de la teoría del conocimiento que exige) o de la teoría lógica de la definición: no tenía los instrumentos gnoseológicos y lógicos necesarios para formularlas con precisión. Pero es imposible que quien vivió del modo como él lo hizo no tuviese un cierto conocimiento de qué es vivir una vida moralmente buena y de qué son las virtudes. Por tanto, a pesar de que su objetivo era más práctico que especulativo [Guthrie 1971: 111], no podemos dudar que de algún modo intentaba dar una justificación racional, y fundar en la naturaleza humana, las virtudes que estaban en la base de la convivencia cívica (justicia, fortaleza, valor, templanza, etc.), y que habían perdido buena parte de su credibilidad como consecuencia de la sofística, que las consideraba meras convenciones.