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La Era Positiva

(De Schelling a Conrad)

Por JORGE HERNÁN TORO ACOSTA

❃Texto para el curso de Teoría del Arte❃

ESCUELA DE ARTES PLÁSTICAS


UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

AGOSTO DE 2020
«¡Que maravillosa invención es el hombre! Puede
soplar en sus manos para calentarlas y soplar en su
sopa para enfriarla. Puede coger con delicadeza, si no
le da demasiado asco, cualquier coleóptero entre el
pulgar y el índice. Puede cultivar vegetales y hacer
con ellos sus alimentos, sus prendas de vestir,
algunas drogas, o incluso los perfumes que servirán
para disimular su olor desagradable. Puede forjar los
metales y hacer cacerolas (cosa que no sabría hacer
un mono).

Georges Perec. Un
hombre que duerme
ÍNDICE

Breve guía del parque jurásico


(A modo de prólogo). /4/

Capítulo 1: El siglo velociferino. /11/

Capítulo 2: Delineando el futuro.


(El final de la teología lógica de Hegel). /18/

Apéndice 1: La lección preliminar de Schelling sobre la Filosofía de la


revelación de P. Leroux. /47/

Capítulo 3: El hombre positivo de Auguste Comte. /66/

Capítulo 4: La estética positivista de Hipólito Taine. /85/

Capítulo 5: Aburrimiento y trivialidad. /110/


(Flaubert y la decadencia)

Capítulo 6: Locura y anarquismo. /120/


BREVE GUÍA DEL PARQUE JURÁSICO

(A modo de prólogo)

El siglo XIX ofreció a muchas inteligencias (Goethe,

Comte, Bakunin, Marx y Jules Verne) una imagen veloz,

centrífuga, revolucionaria y fantástica, el edén de la

utopía o el horrido orbe del Apocalipsis y la decadencia

(Carlyle, Flaubert, Dostoyevski, Burkhardt), o bien, lejos

de ser así o pese a ello, parecía ser la dorada aurora del

género humano, el momento de revisar a fondo las

formas de pensar y representar (Schelling, Comte,

Emerson y Taine). Estos últimos tuvieron la consciencia

de un nuevo comienzo, que desplegaba velas a los vientos

de una feliz alianza entre el espíritu liberal y un inédito

modo de aproximarse a la realidad de lo real llamado

positivismo.
Este ensayo dibuja una sinopsis de las motivaciones,

caracteres y metodologías que avían al espíritu positivo

y a la época que inaugura. Ha sido escrito para enmarcar

la obra de Flaubert. La Educación Sentimental y Bouvard

y Pécuchet registran la nueva situación sociológica

dominada por un sentimiento de decadencia moral. Bajo

este ascendiente, la reflexión de Hipólito Taine, cercana

a la estética naturalista, es un ejercicio crítico hecho

bajo la advocación de la doctrina positivista. Los tópicos

desarrollados aquí dan idea de la manera como un fino

espíritu contemporáneo de Flaubert entendía el arte y la

literatura en sus particularidades. Comte, por su parte,

creó una nueva religión y una ciencia (la Sociología) para

encarar la decadencia y ofrecer un sentido a la vida.

Schelling cuestionó la visión intelectualista del mundo,

abrió las compuertas del historicismo y dio pábulo a la

filosofía de la existencia, con su aproximación a lo

original de la vida: el presente, la espontaneidad y la

vivencia libre de la fluidez del mundo. En este sentido,

Schelling es el antihéroe de la filosofía moderna, el

primer gran epicentro del vitalismo. Schelling, en una


palabra, tiene la paternidad de la antropología

existencial de la era positiva.

Parafraseando las inolvidables palabras de El

sobrino de Rameau de Diderot citadas por Hegel en la

Fenomenología del Espíritu, este texto es un revoltijo de

sabiduría, frustración y desaliento. Contiene treinta

cosas sabias, mil ciento siete insensateces y numerosas

fe de erratas (digno título para una autobiografía), que

el lector podrá recopilar a su gusto. Se cita a Bouvard y

Pecouchet en el capítulo 5 y de buen grado el autor los

invoca en estos renglones para representarse la suerte

expedita de su ensayo e imaginar, sin el menor adarme

de zozobra (pero sí con mucho vértigo), su destino.

También le gustaría invocar a Bartleby, el escribiente,

quien escribe ante una sólida pared de ladrillo. La pared

es el siglo XIX y toda la cultura y todo lo que uno tendría

que saber si quiere decir algo con sentido sobre la mas

mínima fracción de ella. Ya por la época de Georg Simmel

se acuñó una expresión que tiene un dejo irónico, una

implícita claudicación: «artefacto cultural«. Simmel y

Weber a una constataron el crecimiento hipertrofiado de

la «masa del saber«. Una objetividad ímproba,


indomable, inabarcable. Documentos, teorías, autores.

Uno recuerda a Kien, en Auto de fe, la inolvidable novela

de Elias Canetti. Kien, vástago del Expresionismo de

Kafka, muere aplastado por los anaqueles de su

biblioteca (en realidad, combustiona con todos sus

volúmenes). La cultura se ha convertido en un Parque

Jurásico. Esto no es larvado pesimismo. Es una confesión

de pesimismo. Tanto más cuanto menos se siente uno en

la vena de la paleontología cultural. Apenas un visitante

dominical de la Cultura a riesgo de ser insumido por una

creatura poco amistosa dentro de la cual se oculta un

especialista de gustos poco herbívoros. El espécimen

pide datos, precisión, coherencia, cuando el visitante,

asomándose por aquellos pagos, en realidad solo quería

tomar una instantánea para su álbum familiar. Solo una

instantánea… O dos (cf. Capítulo 1).

Cicerón, el padre del pensamiento liberal,

contrarrestaría este desaliento, o la desesperación —a la

cual Kierkegaard nos condenó infaustamente— que

entraña escribir (sea lo que sea). Cuando se implora este

punto de mira, las cosas cambian y prometen ser

mejores, y uno disfruta la visita dominical al zoo


cultural. La hace mas cómoda el liberal tratamiento de

puntos de vista humanos. ¡y que las ideas, las

compulsivas ideas, se vayan al diablo con todas las notas

a pie de página! Pobres ideas, pobres notas: especie en

extinción; también las verás en su solario (¡fotografíalas

si gustas!). El deleite por los hombres, los temas, sus

ideas. Ideas humanas, no un sistema de ideas que a su

paso incorporan a los hombres: Emerson y Schelling

(cap. 2). La intermitente alegría de escribir al socaire de

un punto liberal y no, digamos, weberiano (aunque

Weber se tenía por liberal… en política, por supuesto).

Vista así, la temática permite una exploración más

amigable, más agradable, menos rutinaria y domestica.

La temática aquí tratada se aventura por una senda de la

historia cultural del siglo XIX y triangula una

constelación de ideas. En resumen, traza la derrota hacia

La Era Positiva, esa edad turbulenta, crítica y

revolucionaría, liberal y utópica, grandiosa, mediocre,

mezquina, aterradora, como quiera uno juzgar a un siglo

—en palabras de Heidegger: «el más oscuro de todos«—

que fue un momentum en el tiempo y la geografía

intelectual de la humanidad. Allí, las cosas dieron un


giro, la razón quedó quasi atonita (anonadada, saltó al

absurdo), mudó de piel, sufrió una cruel dentición; la

humanidad se vio libre vertiginosamente, arrostró su

turbulencia, se hizo utilitaria, cínica (en palabras de

Joseph Conrad: cap. 6), positiva, y religiosa, revisó su

curso (lo que es apenas una metáfora), recusó viejas

ilusiones, viejos ideales, y administró al examine cuerpo

de sus ideales una solución intravenosa de filosofía

positiva (Schelling) y filosofía positivista (Comte: cfr.

Cap. 3). Evolucionismo en lugar de idealismo. Zoología

social (la expresión es de Hipólito Taine) a cambio de

providencialismo. Estética positivista y explicación

completa del arte (cap. 4) a cambio de una teoría estética

unitaria (cap. 4).

En la era positiva, el hombre sustituyó la imagen de sí

mismo y el cambio fue tan drástico, que aun hoy no

puede reconocerse en el nuevo espejo. Quizá no sea

espejo alguno, y ahí reside lo más antagónico de la

cuestión. Desorientación es la palabra que acuña aquella

prosaica Überwendung, el verdadero tiro de gracia al

mundo moderno hecho por la Modernidad, y comienzo

del reino del desierto (Nietzsche): Verdún, Auschwitz,


Hiroshima, Pol Pot, Chernóbil, el comienzo de lo

irrepresentable…

Desorientación no es una palabra grata y merece

mayor justificación; pero fueron muchos quienes

quedaron perplejos y bebieron el amargo pócima de la

decadencia, la quiebra moral del hombre, el nacimiento

de la violencia sistemática, sistemáticamente fundada

sin otra ulterior justificación que el sistema de la

violencia (Sorel por caso). El hecho —¡y que hecho!— en

virtud del cual a un hombre se le da muerte en función de

un cálculo racional, no en virtud de las heroicas

convicciones de antaño y hogaño apuntaladas por una

laboriosa y perfecta Ontología, sino fríamente, con la

frialdad de un Verjovenskii; un hombre a quien se

extermina o aniquila no ya como hombre —criatura sui

generis, pináculo de la creación- sino como masa y con

empeñado rigor estadístico— en virtud de una evidencia

racional: el hombre no es humano ni inhumano (ni

siquiera un animal): cuanto mucho un organismo, una

bóveda craneana bien medida, un dato biológico-social —

el dato hombre—, una ínfima variable de una función


histórica, cuya posición axiomática en el Gran Libro de

la Libertad (cap.2) determina con evidencia geométrica

su reducción a la nada en el anónimo teorema de la

destrucción que encabeza el triste capítulo de las utopías

(cf. Cap. 6). Un hombre que es aniquilado con el claro

rigor lógico-filosófico con el que Kiríllov deduce la

necesidad del suicidio; un hombre convertido en una

ecuación sociológica cuyo resultado es igual a cero: tal

es el implacable apodíctico, acerbo resultado de esa

humanidad «Goethe-hegeliana« que, después de

mitificarse a si misma (cf. Cap. 3), no tiene otro curso

que auto inmolarse (cap. 6), conforme a la queja de

Kierkegaard.

La era positiva es también, y no solo en el campo de la

termodinámica, que por entonces prosperaba

proféticamente, la era de la entropía humana (cap. 5).

Nihilismo y gases. Masas y carne enlatada. El manifiesto

del partido comunista y el cambio tecnológico acelerado.

Frenología y racismo. Cráneos bien medidos y locura. Un

mundo hecho de impresiones, velociferino al decir de

Goethe; estúpido y tedioso, al tenor de Flaubert (cap. 1).

Dostoievski, Kierkegaard, Burkhardt. En una carta


fechada en 1872, Burkhardt escribió: «Se comienza

demasiado pronto a educar a la juventud con vistas a

acostumbrarla a las grandes aglomeraciones. De ello va

a resultar que las gentes no se pondrán a llorar cuando

no sean, por lo menos, un centenar«. Se vive en masa y

se muere en masa; se siente en masa; se llora en masa,

en silencio, a oscuras, y también se olvida en masa.

Burkhardt otra vez: «El estado militar debe convertirse

en un gran industrial. Esas aglomeraciones de hombres

en las grades fabricas no debe permanecer eternamente

en su miseria y en su avidez«. La Era Positiva nos

conduce a Metrópolis, la pesadilla cinematográfica del

expresionista Fritz Lang y a Los Tiempos Modernos de

Chaplin: «A un grado de miseria seguro y vigilado, donde

cada uno tendrá su sueldo garantizado y llevará

uniforme, donde la jornada comenzará y concluirá a

toque de tambor, esto es lo que lógicamente ha de llegar«

(Burkhardt). Lo que en efecto advino: el imperio de Big

Brother, Hitler Stalin, Mao, Nixon, Pol Pot. El hombre

hizo su Apuesta en la ruleta de la técnica, y la técnica

absorbió la comprensión humana. Tocqueville y la

tiranía de las masas. La disolución de la cultura. La


desesperación de Heidegger y el optimismo de

Wittgenstein. La nueva era. El Jurassic Park.

¡Bienvenidos!
1

EL SIGLO VELOCIFERINO

Todo libro es una cita [...] y todo


hombre es una cita extraída de sus
antepasados.

Emerson

El mundo, esa vieja tortuga, emprendió la carrera tras

Aquiles. En una carta fechada el 7 de junio de 1825,

Goethe escribía a Zelter: “Ahora ... todo es ultra, todo

trasciende sin cesar, tanto en el ámbito del pensar como

en el del actuar. Ya nadie se conoce, nadie comprende el

elemento en que flota y actúa, nadie entiende la materia

que trabaja... Los jóvenes son excitados de manera

demasiado prematura y arrastrados por los torbellinos

de la época. El mundo admira y aspira a la riqueza y a la

velocidad. Los ferrocarriles, los vapores y todas las

facilidades posibles para la comunicación son lo que

busca el mundo culto para cultivarse en exceso y


mantenerse por lo tanto en la mediocridad. Ésa es, de

hecho, la consecuencia de lo general: que una cultura se

convierta en vulgar. Es, en efecto, el siglo... de las

personas prácticas que captan las cosas con facilidad y

que, dotados de cierta destreza, perciben su superioridad

sobre la multitud aunque no tengan talento para lo más

alto”. 13

En La educación sentimental, Flaubert se refiere a un

cuadro que llama la atención de Fréderic Moreau. El

cuadro «representaba la República, o el Progreso o la

civilización bajo la figura de Jesucristo conduciendo una

locomotora que atravesaba una selva virgen.” (Tercera

parte, cap. I, p. 387 de la edición castellana). En Bouvard

y Pécuchet, Pécuchet “ve negro el provenir de la

humanidad: el hombre moderno se rebaja y se convierte

en una máquina. Anarquía final del género humano.

Barbarie por los excesos del individualismo y el delirio

de la ciencia... América habrá conquistado la tierra.

Palurdismo universal. Todo será una vasta francachela

13
Cf. Karl Löwith. El hombre en el centro de la Historia, balance
filosófico del siglo XX. Herder, Barcelona, 1998. Cfr. «La fatalidad
del progreso«, p. 344.
de obreros. Fin del mundo por cesación del principio

calórico”. Bouvard, en cambio, “ve embellecido el

provenir de la humanidad. El hombre moderno está en

continuo progreso”. Europa “será regenerada por Asia”,

el hombre viajará en “submarinos con vidrios, en una

calma constante”; verá pasar “los peces y los paisajes en

el fondo del océano... París se convertirá en un jardín de

invierno; frutales en el bulevar. El Sena filtrado y

caliente, abundancia de falsas piedras preciosas,

prodigalidad del dorado, iluminaciones de las casas; se

almacenará la luz, pues hay cuerpos que tienen esta

propiedad... Será obligatorio hacer blanquear las

paredes con la sustancia fosforescente, y su radiación

iluminará las calles”. El mal desaparecerá “por

desaparición de la pobreza. La filosofía será una

religión”. Por último, “...cuando la Tierra esté gastada,

la humanidad se mudará a las estrellas”.

Pécuchet comparte la misma visión catastrófica que

trazó Dostoievski en Los Demonios: “Obediencia sin

límites, despersonalización absoluta, tales son los

principios claves del “chigaliovismo”, sistema elaborado

por el “teórico” del grupo Verjovenski... Presentado


como un creador de sistemas al estilo de Fourier, pero

más “audaz” y más “fuerte que el inventor del

falansterio”, Chigaliov tiene como punto de partida

teórica la libertad ilimitada del individuo. Si su sistema

conduce como culminación al despotismo más total, lo

hace de alguna manera involuntaria y sin que tal sistema

de concentración deje de actualizar el sueño obsesivo del

“paraíso terrestre”. (“Lo que yo propongo [es] el paraíso,

el paraíso terrestre –repite Chigaliov–, y no puede haber

otro que ése.”) Una décima parte de los hombres que

vivirán en la nueva sociedad edénica disfrutará de una

libertad sin límites; los otros nueve décimos

descenderán a la categoría de rebaño: “Mantenidos en

una sumisión sin límites, pero pasando por una serie de

transformaciones, alcanzarán el estado de inocencia

primitiva, algo así como el Edén primitivo, pero sujetos

al trabajo”. 14

En Los demonios, la sátira contra los nuevos redentores

del género humano, los nihilistas, esa versión rusa del

anarquismo, son, a juicio de Dostoievski, encarnación de

14
Reszler, André. Mitos políticos modernos. Fondo de cultura
económica, México, 1984. P. 121, infra.
la trivialidad humana; también Kierkegaard,

contemporáneo suyo, percibió en la trivialidad humana

inautenticidad. Presentándose a través de la ironía, la

trivialidad expresa el espíritu del mal, y está vinculada a

esa otra especie “luciferina”, de menor jerarquía pero no

menos siniestra y deplorable, que es la mediocridad de

los funcionarios burocráticos. Los nihilistas de la “banda

de Sergio Verjovenski”, exhiben rasgos tan triviales

como el absurdo fanatismo que secunda las

investigaciones que emprenden Bouvard y Pécuchet,

víctimas del inevitable mito que a su paso meteórico dejó

tras de sí el espíritu positivo.

Testigo excepcional del siglo “velociferino” al decir de

Goethe15, Augusto Comte, que en el curso de su vida vio

el ocaso de un imperio, dos monarquías y una república,

meditó sobre el papel de la velocidad en el cambio social

en una “era revolucionaria”. Dado que el “fenómeno

social tiene lugar por definición en el tiempo y, en

consecuencia, la sociedad está en cada instante a punto

15
“[...] Goethe previó que el siglo XIX representaba el inicio
de una época en que el objetivo era progresar hacia cotas cada vez
más altas de poder, de riqueza y de velocidad, que él denominó lo
“velociferino”: Cf. Löwith, Karl. Obra citada. P. 342.
de hacerse o deshacerse” 16, y puesto que “la civilización

está sujeta a una evolución progresiva, todas las partes

de la cual se hallan rigurosamente encadenadas unas a

otras de acuerdo con leyes naturales que puede poner de

manifiesto la observación filosófica del pasado” 17, la

velocidad y la aceleración histórica es un fenómeno

sociológico eminente de la dinámica social moderna, de

su evolución y de su decadencia; “pero... en el fondo –

advierte Comte– la marcha de la sociedad es siempre la

misma necesariamente, con más o menos velocidad,

porque depende de la permanente naturaleza de la

constitución humana” 18... una conclusión, empero, de

talante escéptico.

La frase de Marx – “todo lo sólido se disuelve en el

aire”– brilla en esta taracea, engastando el recamado

16
Arnaud, Pierre. La sociología de Comte. Ediciones
Península, Barcelona, 1969. P. 84. El texto de Arnaud, que vale la
pena citar por entero, discurre así: “Así, pues, la modificabilidad
no es un misterio; es la característica contraria lo que haría
misteriosa la posibilidad misma de la existencia social, que supone
fluidez, plasticidad e incluso efervescencia desordenada, hasta el
punto de que podemos preguntarnos, como hacía Comte en 1825,
si no hay incompatibilidad entre la “extrema solidez de un sistema
social y su perfectibilidad”, lo cual parece confirmarlo por el hecho
de que “los pueblos más fuertemente organizados han acabado por
ser casi estacionarios”.
17
Curso de Filosofía Positiva, IV, p. 522; citado por Arnaud,
cf. supra.
18
Véase Plan de trabajos para reorganizar la sociedad.
“velociferino” del capitalismo a todo vapor: “El

constante proceso de cambio de la producción

económica, el ininterrumpido desorden de todas las

condiciones sociales, la incertidumbre y agitación

eternas distingue a la época burguesa de todas las

anteriores. Todas las relaciones fijadas, inmutables, con

su cortejo de opiniones y prejuicios antiguos y

venerados, son eliminadas radicalmente... Todo lo que es

sólido se disuelve en el aire; todo lo que es sagrado es

profanado, y el hombre se ve obligado a enfrentarse

desapasionadamente con las verdaderas condiciones de

la vida y con las relaciones con sus semejantes”. 19

A través de pensadores como Schelling, Marx y Comte,

el siglo XIX introduce la química en la historia, escancia

la idea de un proceso histórico que puede catalizarse

infernalmente y que posee el poder de crear un hombre

nuevo, un hombre original y una no menos originaria

antropología, que proclama la libertad del hombre para

auto-crearse, tal y como pensaban los nihilistas de

Dostoievski. Puesto que la sociedad burguesa constituye

19
Cf. Löwith, Karl. El sentido de la historia. Implicaciones
teológicas de la filosofía de la historia. Aguilar, Madrid, 1958, p. 62.
“el capítulo final del estadio prehistórico de la sociedad

humana” 20, le sucederá una sociedad inédita. Si Comte

es el creador de una ingeniería social, Marx es el autor

de una ingeniería humana, el creador de un nuevo tipo

de Humanidad.21 Como Comte, Marx encuentra en el

proletario el medio de “la Historia del mundo para

alcanzar el fin escatológico de toda la historia mediante

la revolución mundial”. En este punto, el visión científica

cede ante el profetismo. La velocidad lanzó al siglo XIX

al control irracional del futuro. 22

20
Cf. Löwith, Karl. Obra citada, p. 56.
21
“Podemos preguntarnos con extrañeza –observa Löwith– si Marx
se ha percatado siquiera de las implicaciones humanas, morales y
religiosas de su postulado: el crear un mundo nuevo mediante la
creación de hombres nuevos. Parece como si Marx estuviera
completamente ciego acerca del requisito previo de una
regeneración posible, habiéndose satisfecho, de una forma
dogmática, con la fórmula abstracta de que el hombre nuevo es el
Comunista, el productor para la comunidad, el zoo político o “ser
colectivo” de la Cosmópolis moderna”: Cf. Löwith, Karl. El sentido
de la historia. Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia.
Aguilar, Madrid, 1958. P. 58. Y como Comte, ve en el proletario el medio
de “la Historia del mundo para alcanzar el fin escatológico de toda la
historia mediante la revolución mundial”.

22
“La crítica del capitalismo tiene como telón de fondo una crítica
fundamental del fenómeno de la civilización. Por consiguiente, su
previsto final debe permitir la recuperación de un modo de vida
ahistórico, arcaico y necesariamente... mítico. En la figura del
hombre nuevo, el hombre moderno reactualizará al del pasado
profundo, preservando ciertos aspectos de la experiencia histórica”
(Rezler, André. Mitos políticos modernos. Fondo de cultura
económica, México, 1984. P. 136, infra)
A la idea del hombre nuevo, otro episodio del mito del

superhombre que ha prohijado el siglo XIX, puede

agregarse un detalle que Reszler considera significativo:

“En su biografía de Marx, el escritor estadounidense

Robert Payne relata un episodio que arroja nueva luz

sobre la creación del sistema marxista. Cuando pasaba

una temporada en casa de su amigo Kugelmann en

Hannover, en 1867, Marx sintió una extraña pasión por

la copia de un busto de Zeus encontrado en las

excavaciones iniciadas tiempo antes en la ciudad italiana

de Otricoli. Marx cree parecerse al legislador de la Grecia

antigua. Para acentuar este parecido, percibido tanto por

Kugelmann como por su huésped, Marx se deja crecer a

partir de esta fecha su barba y su cabellera. Desde la

Navidad del mismo año, una copia del busto adorna el

estudio de su departamento londinense de Maitland Park

Road. E invita a sus visitantes a descubrir en el dueño de

23
casa al legislador de los tiempos modernos”.

23
Cf. Reszler, André. Obra citada, p 143.
El autor prosigue: “Marx acaba de corregir las pruebas del primer
volumen de El Capital, único concluido y publicado en vida del autor.
La tentación olímpica borra en el revolucionario envejecido, que cree
haber establecido los fundamentos científicos de su voluntad de
rebeldía, la tentación mefistofélica de su juventud. Él encarna el
La ruptura con la edad metafísica acunó una imagen

individualista del mundo, introdujo de una filosofía de lo

originario (ella misma una filosofía positiva) y Schelling,

antes que Nietzsche, llevó los sistemas dogmáticos a la

bancarrota.

principio de un orden nuevo, más allá del espíritu de rebeldía que


debe perecer con la destrucción del Antiguo Régimen.”
2

DELINEANDO EL FUTURO

(El final de teología lógica de Hegel)

“La fe y la historia se hallan en característica

interacción. A lo largo del tiempo aparecieron

incesantemente movimientos de fe que influían y

modificaban el curso de la historia. Figuras destacadas

arrebataban, con su convicción de fe, a personas y pueblos

para que les siguieran en su camino. De la historia se alza

una fe, y esa fe influye a su vez históricamente. Las

repercusiones no solo se dejan sentir en el ámbito personal,

en la conducta de los individuos, sino que se extienden

también a las relaciones culturales, sociales y políticas.

Asimismo, los dirigentes políticos se hallan bajo la


influencia de las concepciones del mundo y de la vida.

Todos los monarcas y los caudillos, los propagandistas y los

anunciadores de un programa para transformar el mundo

están dominados por las ideas que brotan de una

determinada manera de pensar. Pero ninguna de esas

influyentes ideas penetra tan hondo como el mensaje

religioso, por el cual las personas se sienten

conmocionadas en lo más íntimo e impulsadas hacia una

nueva visión del mundo y a plasmar de manera nueva su

propia existencia. La filosofía y la religión son los

manantiales de los que fluyen las reflexiones y el afán de

búsqueda de los hombres, las ocultas fuerzas propulsoras

de los acontecimientos externos del mundo”: Estas

palabras de un eminente teólogo 24 dan la signatura de la

problemática que vincula a Pierre Leroux –disidente del

sansimonismo y “discípulo renegado” de Schelling— con las

ideas del “venerable padre” de la nueva filosofía alemana:

Schelling.

La actuación de Dios en la historia, el arrastre de las

convicciones religiosas cristianas, sus repercusiones en

24
Rudolf Schnackenburg. La personalidad de Jesucristo. Reflejada
en los cuatro evangelios (Herder 1994), p. 15.
las concepciones de mundo y formaciones sociales desde

el origen de la cristiandad, su efervescente incidencia en

los espíritus, el irresistible dinamismo espiritual del

cristianismo evangélico de san Juan – foco de una inédita

teología de la historia y fuente de una nueva visión

moderna del mundo— y la alianza final de la religión y

la filosofía: He aquí las etapas del itinerario del espíritu

de la Cristiandad meditado por Schelling durante el

último decenio de su vida y sometido a plena discusión

por Leroux en un artículo aparecido el año 1842 bajo el

título de Las lección preliminar de Schelling sobre la

Filosofía de la revelación, cuya traducción a la lengua

castellana presentamos al final de este capítulo. (Ver

Apéndice A).

La filosofía de la revelación

La relevación es la acción de un Dios que ha roto la

gnóstica inmanencia, su altura y su ensimismamiento

monoteísta para trascender la distancia entre el hombre

y aquella divinidad innombrable, una distancia

experimentada con angustia, temor y temblor. Desde

1828, Schelling está urdiendo en el telar de su espíritu y


en el espíritu del mundo una teodicea evolutiva y

progresiva de la revelación divina de acuerdo con un

esquema trinitario, dividido en tres períodos de

revelación progresiva: las religiones politeístas, las

religiones monoteístas (árabe y judía) y las religiones

cristianas de la razón y de la voluntad que, naciendo en

Pedro y Pablo, rematan en esa religión filosófica que

Schelling proclamó desde su cátedra berlinesa, el

púlpito de un nuevo Kerigma de Juan: la hora del reino

de la filosofía positiva.

Las lecciones de Schelling sobre la filosofía de la

mitología, la revelación y la filosofía racional pura,

demostraban que la revelación era un proceso de

desarrollo gradual del espíritu a la busca de su libertad.

Cuando el espíritu ha logrado aclarar su posición en las

dimensiones naturales del espacio y el tiempo, entonces

un hecho de tal envergadura recibe con propiedad el

nombre de Historia.

La Historia –escrita con mayúscula gótica— es la

emergencia de una actividad espiritual humana, por

cuyo medio el hombre comprende el sentido de su

relación con el universo y puede actuar con toda su


voluntad fijando una posición libre ante la caótica

corriente cósmica. La libertad espiritual producida por

la claridad de la conciencia interior luterana, que es una

fuerza dinámica, otorga un señorío al hombre sobre las

dimensiones impersonales y ciegas de la naturaleza. Por

tanto, el hecho de hondo calado es éste: la historia

humana y la revelación religiosa van al compás (aún en

el siglo XIX); el espíritu tiene una clave religiosa y la

religión, en el ábside del monoteísmo, exhibe una pauta

humana y personal gracias al Evangelio anunciado por

Jesús de Nazaret. El hombre ha buscado una libertad

espiritual interrogando lo divino y ha recibido de lo

divino una respuesta humana. Este diálogo –afirma

Schelling— ha configurado el sentido de la historia; el

hombre se pregunta y Dios responde positivamente en la

preclara era del positivismo proclamado por Schelling y

su discípulo Auguste Comte.

Dios respondía en el siglo XIX por la voz de su enviado

a Berlín, la nueva Jerusalén que un siglo más tarde el

fuego vomitado desde el cielo y la roja Estrella de la

nueva Trinidad reduciría a algo menos que un desierto:

La historia es, precisa, luctuosamente, hecho, facticidad,


existencia; no hay historia salvo dentro de la contingente

frontera de la libertad humana, que un querer a Dios y

quererse dentro de Él. Reino de evidencias más positivas

que conceptuales, la historia no es el desarrollo del

Concepto ni un sistema axiomático de acontecimientos.

Paso a paso, ascendiendo desde los caóticos

inframundos mitológicos, el espíritu abandona las

tinieblas prehistóricas, edifica una comprensión de sí

mismo y progresa hacia autonomía. La autonomía

espiritual consiste en la vida interior y es el ámbito del

señorío del espíritu. El espíritu es auto-comprensión

porque logra esa autonomía entrando en la verdad del

hombre interior y responsable de Dios de la teología de

Martín Lutero. Conquistando la interioridad, rompe la

ceguera primordial y la incapacidad de comprender el

sentido interior del ser. Consigue entender los dos

mundos del hombre, el interno y el externo, los dos

sentidos de su mundo, y sabe también en dónde trazar el

meridiano de sus fronteras. Al hombre interior pertenece

la región del acontecer espiritual llamado Historia, que

es su dominio original y singular creación de los

espíritus. En la religión filosófica positiva de Schelling,


la comprensión de la historia crea una comprensión

original y una dimensión inédita de la historia.

En la fase final y más alta de la revelación, cuando ésta

ha tomado sabia distancia de las religiones no

espirituales (las religiones pre-históricas, que viven en

el presentimiento de la personalidad), «la revelación

pone a la conciencia en libertad frente a esta religiones

sin contenido espiritual«, originando una religión libre,

una religión que «solo puede realizarse perfectamente

en calidad de religión filosófica« 25. En pocas palabras, la

religión históricamente revelada –representada en las

apostólicas figuras de Pedro, Pablo y Juan— allana el

camino de la religión filosófica, cuya revelación

inaugural es el sentido religioso (y no racional-

filosófico) de la historia. La historia no es la realización

de la razón lógica, según suponía Hegel; por el contrario,

es la realización de la humanidad dentro de Dios. O la

realización de Dios dentro de la Humanidad, como

proclamará Pierre Leroux, jesuita renegado.

25
Schelling. Introducción filosófica a la filosofía de la mitología.
Libro II. II/1, 255.
Dos fuentes de la religión filosófica.

La religión filosófica de Schelling bebe en los

manantiales de la tradición evangélica, en Juan y Lutero

de manera preferente. De Lutero quiere continuar su

Reforma, quiere dar fulcro científico a ese espíritu

religioso y moral que la motivó y –dato importante—

quiere con la más vehemente voluntad realizarla para

siempre, con el fin de salvar el destino de Alemania y la

elevada ciencia alemana de la escolástica hegeliana.

La religión filosófica desciende hacia el cuarto

evangelio en busca de unos principios filosóficos acordes

con una teología personalista de la historia. Asumirá la

doctrina gnóstica del Logos encarnado siguiendo menos

el viacrucis del Logos que el camino de la humanidad de

Jesús. El cuarto evangelio es un antecedente crucial de la

concepción que Schelling tuvo de la revelación y de la

filosofía positiva, su soporte; y no será dispendio

exponer las ideas rectoras, aunque sea a vuelo de pájaro.

El sentido primordial del evangelio de Juan es su

personalismo, su existencialismo, su humanismo; en

todo caso, expone una doctrina religiosa sobre el vínculo


humano. La imagen de Dios, la imagen de la relación del

Enviado con Padre bueno y digno de confianza, resalta

destacando sobre los evangelios sinópticos. En lugar del

Dios todopoderoso y abstracto del antiguo testamento,

cuyo nombre era vitando; en lugar de su legislador y

lugarteniente (aquel a quien IAH entregó las pesadas

tablas de la ley), Juan predica al hijo del Hombre, un hijo

que es la encarnación del poder redentor, del perdón y

de la bondad del Padre, por quien ha venido a dar

testimonio de su amor por la humanidad.

El Hijo es el Logos encarnado. Pero no es solo un Logos

preexistente o la imagen de una Sabiduría eterna: Es el

Verbo divino, vivo, vital, viviente; es “agua de vida”,

“pan de vida”, “fuente de vida”. No es un Logos abstracto

o la Idea altitronante en lo recóndito de abstractas

alturas: es un Verbo y por ello ya desde el principio era

humano por naturaleza. A diferencia de un Pablo que

pretender sintetizar el Evangelio con la sinagoga de

Yahvé, Juan anuncia un Verbo humanizado, el el

abajamiento de Dios y la humildad del Hijo.

El segundo rasgo es la humildad de la sabiduría. En

contraste con los Evangelios Sinópticos, el de Juan es un


evangelio de docencia teologal. El hijo, según un teólogo

contemporáneo, «hace la exégesis de Dios« 26. A través de

su Unigénito, Dios busca al hombre para enseñarle una

sabiduría superior, una doctrina de la comunión perfecta

con la divinidad del Padre celestial. Busca la visión o

comprensión del hombre, busca sus oídos. En lugar de

buscarlo a la manera antigua –para argüir, acusar y

castigar—, Dios envía el hijo para despertar el consenso

de los hombres. La doctrina que el hijo enseña quiere

liberar a la humanidad de la servidumbre del mundo y el

pecado. Su Palabra es una sabiduría de la libertad

brindada por la fe en el Hijo de Dios, una fe simple y sin

condiciones.

Deponiendo el rigor de su omnipotencia, Dios ha

decidido –decisión gratuita y, por ende, hecho histórico

por excelencia— ir al encuentro del ser humano para

comunicar por su amado hijo una enseñanza primordial

(¡una Doctrina de la Ciencia del Padre!): Dios está vivo y

vive en la comprensión interior, y la fe basta para

encender la luz de esa comprensión. Y nada más sería

26
Pierre Schlosser. El Dios de Jesús (Sígueme, Salamanca, 1995,
traducción de Alfonso Ortiz García), p. 12.
necesario. La única vía –la única y suficiente— es oír la

Palabra con fe, acercar el corazón a su Hijo y creer.

Todas estas razones muestran por qué el evangelio de

Juan es el evangelio de la luz: quiere alcanzar la claridad

completa sobre un nuevo principio religioso asentado en

los principios de la identidad, la igualdad, la unidad y la

participación del Hijo con el Padre por medio del vínculo

del amor y la fe. La relación filial de amor resulta ser la

relación esencial por ser la más comprensible y,

viceversa, es la más comprensible por ser la más esencial

entre los seres humanos.

Viviendo el hombre en el amor y la fe según han sido

comunicados por su Enviado podrá comprender y vivir el

amor de Dios, podrá unirse con Él y participar de los

dones de su espíritu: «En esto creemos que has salido de

Dios«, dicen los discípulos a Jesús, «porque entendemos

que sabes todas las cosas, y no necesitas que nadie te

pregunte« (J,17, 30). Jesús, afirman los discípulos,

«habla claramente« porque «ningún proverbio dices«

(J,16, 29).

Jesús se muestra a sí mismo rompiendo el misterio del

«secreto mesiánico« que reluce en el evangelio de


Marcos. Deja claro, por tanto, que el mesías es el Hijo de

Dios. Saliendo del anonimato sectario (Jesús había

prohibido hacer públicos sus milagros) y abandonando el

secreto de su mesianismo, Jesús no teme proclamar que

si hay un Mesías –el salvador enviado a Israel y esperado

por generaciones— éste solo será un mesías en la calidad

de hijo de Dios, de modo que el lazo entre el ser divino y

el ser humano ya no es de poder y lucha, dominación y

triunfo, sino de amor, comunidad, comunión, palabra,

entendimiento y paz. Considerado así, el mesías es un

Cristo 27 (ungido en el amor más íntimo) y solo quien ama

–como el pastor a la oveja perdida de su rebaño— es hijo

de Dios.

Por último, el cuarto evangelio declara la radical

actualidad del futuro. Jesús convirtió el futuro en la

primera dimensión del tiempo humano, desatando una

revolución dentro de la temporalidad religiosa del

27
En la obra arriba citada, Schnackenburg explica (p. 12) el título
de Cristo de la siguiente manera: “Jesús no permaneció en la
muerte, sino que fue un viviente, una persona que sigue viviendo
junto a Dios a favor de los hombres. Desde entonces obtuvo el
título de honor de “Jesús el Cristo”(Jesucristo). El nombre
compuesto fue en sus orígenes una confesión de fe: Jesús de
Nazaret es el “ungido”, el Cristo, el Mesías. Acerca de este Cristo
confiesa así una antigua fórmula de fe: “Cristo murió por
nuestros pecados conforme a las Escrituras… y se apareció a
Cefas y después a los doce”(1 Cor 15, 3-5).
monoteísmo. Jesús es la presencia del bien esperado,

dice Orígenes; Jesús hace visible en su persona la

presencia de la gloria divina; Jesús, en pocas palabras,

es la actualidad viva del reino de Dios. La actualidad del

futuro es el Jesús viviente porque la vida eterna está ya

presente en quien cree en Él; Dios-padre le ha dado el

poder y el señorío para testificar el poder de la vida en

su nombre.

Las promesas que revela Jesús, quien hablaba en

arameo, en el docto griego de Juan –llegar a ser hijo de

Dios, el nacer de lo alto y el ser colmado por el espíritu

santo— intensifican la continuidad del futuro. El futuro

está en progreso y la edad del Espíritu Santo es el auge

del futuro 28. La Luz traerá más claridad, más

entendimiento y, entre todos los bienes, traerá el

Progreso, y los hombres tendrán franco el camino a la

salvación por el libre ejercicio de sus luces intelectuales.

Ascenderán en gradientes de perfección para mayor

28
Cf. Schlosser: “Jesús… ponía fuertemente el acento en el obrar
futuro de Dios”; tenía “poco interés por la acción pasada de Dios”;
insistía “en el presente y el futuro”(p. 74); “la obra divina no será
plena más que en el futuro”(p. 78); “Jesús habla de Dios… sin
necesidad de salvaguardar la trascendencia divina”(p. 210); “la
inmediatez con que se sitúa respecto a Dios”; Jesús percibe a Dios
“como muy cercano, directamente accesible” (p. 211).
gloria de su Creador y podrán comprenderle con mayor

libertad sin «el auxilio de la autoridad y del dogma«. Tal

es el caso de Lutero y su Reforma realizada en nombre

de Pablo y su ferviente discípulo, Agustín de Hipona.

Lutero y la Reforma

El principal antecedente de la religión filosófica es la

teología del doctor Martín Lutero. Ella está compendiada

en la siguiente afirmación: Agnoscendus et

apprahendemus est Deus, non intra se manes, sed ab extra

veniens ad nos, ut videlicet statuamus eum nobis esse

Deum: «Dios es conocido y aprehendido no en cuanto

estuvo permaneciendo dentro de sí mismo, sino en

cuanto decidió venir a nosotros para que por Él mismo

nos decidamos a ser de Él”

El elemento positivo atañe a Dios que ab extra veniens,

que deja sus lejanías, revelándose en la humanidad de su

Hijo para liberarnos de la esclavitud del pecado. El

elemento negativo, cuya crítica emprende Schelling, es

aquel Dios intra se manes, el objeto de la especulación

escolástica, particularmente, de Dionisio Areopagita. De

este Dios, un Dios sometido a los escrutinios de la razón,


Lutero nada quiso saber. Lo rechazó porque era una

Entidad de los filósofos (escolásticos) y porque éste no

era un Dios vivo, un Dios real.

La alternativa radical entre o creer en Dios o tener un

sumo saber de él, es decidida en contra de la escolástica

realista y refleja la actitud de Lutero. La filosofía

positiva, no hay duda, es legataria de esta alternativa y

la revive. En donde Lutero pone ‘creer’, la filosofía

positiva de Schelling pone el vehemente anhelo de un

Dios realmente existente; en donde parecía reinar el

Dios filosófico de los discípulos de Voltaire, Hegel entre

ellos, inicia el reino de un Dios-persona prefigurado en

san Juan.

La teología que Lutero vivió, conoció, aprendió y

arrojó por encima de las murallas escolásticas de su

tiempo era una teología técnica, silogística, racional y

abstracta. No daba la más mínima certeza a su alma

mordida por la inquietud. Lutero llegó a la misma

conclusión que más tarde Chateubriand expresaría en

palabras inolvidables en El genio del Cristianismo: «La

razón jamás ha secado una lágrimas«.


Educado en el pensamiento agustiniano, Lutero

continuó el proceso entablado por Agustín contra la

razón natural de los filósofos de la Antigüedad, quienes

teniendo ante oculos las obras del Creador, no lo

reconocieron. Los cegaba el artefacto de la Creación, el

orden de la naturaleza, el movimiento de los astros, la

perfección de los números y la sucesión de las cosas. «La

ciega y loca razón oculta a los hombres las verdades de

la fe, y ellos mismos nunca han desvariado ni han estado

más extraviados que cuando decidieron convertir a la

razón en el ídolo y el instrumento de la religión

imaginando alcanzar la salvación razonando a Dios«,

leemos en los Comentarios al evangelio de Juan, cap. 11.

La razón no puede guiar al hombre a la religión

cristiana. La razón construye edificios doctrinales y

abruma la mente humana con copiosas e inútiles

cuestiones. El año 1515 un Lutero en la yema de la

juventud, ensayó una explicación aristotélica del

misterio de la Trinidad al hilo de la esencia, el

movimiento y el reposo. La razón puede pensar y hablar

de Dios; pero este Dios, sin la fe en el Hijo, es una entidad

impersonal. Polemizando contra los anabaptistas,


Lutero declaró: «Es Juan, no el espíritu, el que lo hace

todo... El hombre no está bajo el poder de entidades

pneumátológicas; el Espíritu tampoco está a la espera de

la fe del hombre. Antes bien, el espíritu vive por la fe y

gracias a ella«.

Si hay fe, hay espíritu. La actividad de la fe presupone

la vida del espíritu y viceversa. Pensar lo contrario

distorsiona el sentido de la religión. Ella nace de la

fuerza de la fe y vive en la fuerza de la fe viva; los

bautistas, en cambio, negaban que «la palabra y el

testimonio de Juan Bautista hacían nacer la fe«. Lutero

cita a Pablo para argumentar: «La fe viene del oír y el oír

por la Palabra de Dios (Rom. 10:17); recibimos el espíritu

por el oír con fe y no por las obras de la ley; es decir, lo

recibimos por la necesidad de vida que siente el hombre

interior (Gál. 3:2). “... Por esta razón se llama palabra de

gracia, de vida y de salvación«. Y añade: «No podemos

atrevernos a despreciar la Palabra oral, sino que

debemos amarla y tenerla en alta estima” (Comentario

1:7).

La razón, tal y como la describe Lutero, está en liza

con el poder de la fe en Cristo, es una falsa autoridad y


no es signo de la luz interior: «La razón puede elevar su

luz hasta el mismo firmamento, una luz que,

admitámoslo, puede ser ingeniosa en temas materiales y

temporales, pero bajo ninguna circunstancia puede

pretender entrar en el cielo. Ni en cuestiones relativas a

la salvación puede conferirse ni consultarse con la razón.

Pero en ésta área el mundo y la razón son completamente

ciegos, siempre están sumidos en la oscuridad y nunca

verán el menor atisbo de luz durante toda la eternidad.

Cristo es la única Luz, solo Él puede consolar y auxiliar«

(Comentarios al Evangelio de Juan, 11:8).

Si la razón es aquella razón dogmática de las

autoridades de la Iglesia papal, entonces no tiene ni el

valor ni la fuerza vital espiritual de la convicción: «Este

es el principal artículo del credo cristiano. Se encuentra

solo entre cristianos y es su máximo honor, consuelo y

alegría, a saber, que el mismo Hijo de Dios asumió la

naturaleza humana, se hizo carne y sangre y como

hombre está sentado a la derecha de Dios Padre

Todopoderoso, igual en majestad y poder, como Abogado

e Intercesor del hombre. Esto no lo admiten los judíos,

los tártaros y los turcos, así como tampoco los epicúreos


que llenan el mundo actual. De hecho, ridiculizan y se

burlan de nosotros los cristianos porque somos tan

estúpidos de persuadirnos que el creador de los cielos y

la tierra se convirtió en hombre y fue crucificado por

nosotros« (Comentarios, 1:10).

Cuanto más, la razón llega solo al monoteísmo, pero

no a ese Dios (positivo, real, histórico) que busca y

quiere al hombre: «Creen y predican lo que aprueba la

razón; la ciega y loca razón es capaz de comprender que

hay un solo Dios, los paganos y los mahometanos

también lo creen, pero cuando declaramos la existencia

de tres Personas distintas en una sola esencia divina, y

que la Segunda persona, el Hijo, se encarnó, aplastó la

cabeza de la serpiente (Gen 3:15), vino a ser una

bendición para la raza humana, esto es, que la libró del

pecado y de la muerte, la locura se apodera de ellos,

porque resulta incomprensible para la razón. Sin

embargo, nosotros, cristianos, creemos en Dios Padre,

Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; aceptamos que es un

artículo sublime de fe más allá del alcance de la razón,

pero sabemos que nada es demasiado sublime o

imposible para la fe. Porque la fe confía en la palabra de


Dios y es guiada por ella, no por la razón. La fe está

firmemente convencida de que la divina verdad es

inamovible y eterna; porque Dios lo ha dicho y su Verbo

lo testifica. Esta doctrina no se deriva de la razón, sino

del espíritu santo y, por tanto, imagino, permanecerá

incomprensible para la razón sin la ayuda del Espíritu

Santo« (1:10).

La querella de Leroux contra Hegel

El artículo de Pierre Leroux está divido en cuatro

partes: apologética, crítica, polémica y doctrinal. Los

cuatro aspectos van de la mano, pero la polémica marca

el paso a sus compañeros de marcha. La médula de todo

es la teología de la historia y su resultado escatológico:

El poder mesiánico del futuro. Aunque puede apreciarse

apenas una ligera discrepancia sobre la cuestión

teológica, el desacuerdo sobre el resultado escatológico

es insalvable: El progreso de la Humanidad, escrito con

las mayúsculas de 1789.

El mundo y la sociedad seculares de Leroux difiere del

mundo barroco y la sociedad feudal de Schelling; Leroux

lleva las cicatrices de la gran Revolución y su ambiente


convulsiona bajo la epilepsia de las corrientes utópicas,

positivistas, restauradoras, cristianas, socialistas,

democráticas y ateas, que forman un Niagara en el gran

raudal del XIXème siècle. En el horizonte relampaguean

los rayos del conde Saint-Simon, los plácidos falansterios

de Fourier, los desvelos sociológicos de Comte y la

insomne agitación del movimiento obrero en estado

naciente. Algo así es impensable en el mundo alemán,

dominado por unas relaciones filosóficas morganáticas.

Y en tal grado, que los alemanes, al decir de Schelling,

han caído en un estado de autismo filosófico y apenas

logran entenderse entre ellos mismos. La filosofía

alemana, dirá Schelling en la lección inaugural, está de

capa caída en Alemania. Y es cierto: en 1842 las nuevas

generaciones dan la espalda a dos siglos de idealismo

alemán. A Leroux, quien conoció a través de la prensa

alemana el revuelo causado por la lección de Schelling,

se le escapa quizá la parte más jugosa de esta saga.

Las argumentaciones de Leroux, puestas bajo la

advocación de la filosofía positiva de Schelling,

cuestionan la «teología de la lógica« hegeliana. Ésta

arrastra inexorablemente a negar a Dios y a endiosar al


hombre. El ateísmo y la idolatría son el resultado de las

premisas gnósticas y panteístas asumidas por Hegel.

Según el lado gnóstico de su planteamiento, la

naturaleza y el mundo están alienados y existen lejos de

la luz de la Idea redentora; en consecuencia, la idea debe

recuperar a los dos, haciéndolos ascender a su verdadero

origen –el Logos— por medio de un devenir espiritual a

través del cual quedan revelados en la exposición lógica.

Ésta contiene la clave filosófica del mundo natural,

religioso e histórico. La religión y la historia quedan

desveladas en calidad de etapas previas del concepto

absoluto.

Una Fenomenología del espíritu comprende la

evolución de la conciencia desde la más incipiente

certeza del aquí y ahora hasta «el supremo cáliz de todos

los espíritus«. Pero, a partir de esta altura, solo una

ciencia de la lógica puede dar cuenta del ingreso de

espíritu en la etapa superior del saber absoluto –un saber

sobre las estructuras racionales, las silenciosas

compañeras de la conciencia en progreso al Logos. La

Ciencia de la Lógica desarrolla la evolución completa del

concepto lógico a la Idea, aquilatada y postrera


expresión de la absolutidad del concepto. Por último, una

Enciclopedia de las ciencias filosóficas muestra el devenir

real de las estructuras lógicas en su correspondiente

expedición por las regiones de la naturaleza, el arte, la

historia, el derecho, la religión y la filosofía. La filosofía

es el Logos de la Idea.

Según el lado panteísta del sistema de Hegel, el mundo

espiritual —una vez recuperado de la alienación en la

exterioridad por el concepto absoluto— participa de la

absolutidad esencial y llega a ser la realidad absoluta

porque es la expresión del concepto. El de Hegel es un

panteísmo lógico, se entiende, no un panteísmo natural,

porque la idea lógica no tiene el menor interés en la

naturaleza, que acaba convertida en una lejana,

inoperante y alegórica etapa del concepto. La idea

redime a la naturaleza exterior del hombre exterior.

Pero no sobrevive nada de los dos. Todo es la Idea y la

Idea es todo; todo se vuelve lógico, incluso el Dios de la

tradición monoteísta, que nada tenía de lógico. Leroux

pasa al banquillo dos proposiciones del «evangelio de

Hegel« convictas de fomentar el ateísmo racional justo

por su sentido panteísta y anticristiano: 1) Dios es


consciente de sí mismo solo dentro del hombre; 2) Cristo

es, finalmente, la personalidad de Dios.

El panteísmo de la teología negativa corroe los pilares

de la cristiandad sobre todo cuando esta teología carga

las tintas en la inmanencia de Dios. Basada solo en la

dimensión lógica, la cristología hegeliana diviniza a

Cristo, distorsionando la revelación de la humanidad de

Jesús. En términos de Hegel, la idea hace la apoteosis del

hombre y expresa el apogeo del hombre divinizado. Sin

embargo, observa Leroux, la inmanencia de Dios en el

hombre no es el problema ni el contenido del cuarto

evangelio; la apoteosis del hombre era, por lo demás,

una cuestión conocida de siglos por las religiones pre-

cristianas. Jesús, por su parte, nunca se proclamó dios ni

Dios; antes bien, su misión fue gloriar a Dios, siendo su

obediente hijo y sin perder nunca su relación de

respetuoso amor por su padre. Leroux esgrime contra

Hegel un pasaje de Juan que los herejes socinianos —que

fatigaron la pluma de Agustín— en su época esgrimieron

contra la dogmática eclesiástica: «Mas esta es la vida

eterna, que ellos te conozcan a ti, que conozcan que solo


tú eres el Dios verdadero y al que tú has enviado, Jesús

Cristo” (J, 17, 23).

La cuestión puesta en juego por Juan no es la auto

proclamación mesiánica de Jesús ni la Encarnación.

Conforme a Leroux, «Jesús jamás enseñó la filosofía que

Hegel le atribuye, es decir, que todos nosotros seríamos

dioses«. Por tanto, Jesús no era hegeliano ni san Juan

predicaba un principios dialécticos. El espíritu del

Evangelio es «llegar a saber de Dios« en una perspectiva

humana y personal. Dicho sin rebozo, este evangelio

habla un lenguaje humano y está escrito para la

humanidad de buena voluntad que quiere llegar a saber

de Dios. No quiere un saber lógico de él. En realidad, no

quiere un saber racional de Dios: quiere un Dios

realmente existente, tal cual afirmará Schelling en el

curso de esas lecciones y había afirmado en las Lecciones

privadas de Stuttgart (1810). Un Dios realmente

existente es un Dios positivo, querido por la voluntad y

buscado y hallado con libertad por el hombre más allá de

la razón que ha quedado quasi atonita.

El Dios realmente existente es un Dios positivo, el de

la revelación. Dista de ser aquel Uno cuya manifestación


está dictada por una necesidad lógica y un movimiento

dialéctico de la Idea, movimiento que va de la infinitud a

la finitud y desde ésta regresa a lo infinito por una auto-

mediación. Casi citando literalmente a Schelling, Leroux

afirma: “El cristianismo no es una concepción intelectual

pura, sino un hecho cuyo origen está dentro de Dios”.

En efecto, es un hecho porque la originalidad de la

revelación del cristianismo excede toda reflexión previa

en torno a sus condiciones de posibilidad; es un hecho,

además, porque no puede llegar a ser comprendido el

racionalismo, la vía habitual del pensamiento desde

Descartes para establecer verdades definitivas sobre la

revelación, un área en donde resultan superfluas las

demostraciones racionales de la existencia de Dios.

Schelling: Apología pro causa sua.

Dios ha inspirado a Schelling, el «venerable padre de

la (nueva) filosofía alemana«, de tal manera que

«Schelling en este momento aclara más diáfanamente

que los demás hombres la frase evangélica: La palabra...

ilumina a cada hombre que llega a este mundo«. Pues

Schelling tenía la convicción de «una necesaria irrupción


de un nuevo cristianismo« capaz de curar las heridas

infligidas al espíritu por el racionalismo crítico, la banda

sonora del largometraje de la sociedad moderna. Era

intención suya devolver el alma a la filosofía –que

andaba extraviada por las «absurdas« trinidades de la

lógica dialéctica— y con el alma restituir su vinculación

divina y el camino de la humanidad hacia Dios, porque

«si el cristianismo es la religión absoluta, entonces el

último desarrollo del espíritu no sería la filosofía«.

Schelling, en consecuencia, «está alineado en la falange

de aquellos grandes espíritus que anuncian a todos una

nueva religión con formulaciones precisas«.

El nuevo cristianismo anunciado por Schelling

explicaba el monoteísmo en la línea de la sólida teología

tridentina acerca de la divinidad de las tres personas.

Vista a través del ojo de Juan, el problema de la historia

(de la revelación) no era tanto la substancia o la

naturaleza de Dios, cuanto el paso a la persona

representada en Cristo29 y luego por Espíritu encarnado

29
Cristo es un concepto teológico de Pablo, que excogitó una
versión cristológica de Jesús crucificado y vencedor de la muerte
en forma de Cruz: precisamente, el Cristo, el Ungido y, por ende,
el Mesías, dicho todo esto en lenguaje sincrético de Pablo. Hay
que mantener a la vista que Leroux fue sacerdote jesuita.
en la nueva comunidad orgánica llamada Iglesia

universal (católica).

Sin embargo, la evolución de la consciencia hacia la

autonomía moral y hacia el saber del entendimiento,

cuya última etapa crítica es la Ilustración y

especialmente la Yoidad fichteana (de la cual la lógica

hegeliana es una versión sin Yoidad), tuvo un efecto

desintegrador sobre la comunidad orgánica. Al hilo de

estas ideas, Leroux ve en la filosofía de la revelación de

Schelling “un aporte en punto a suministrar la religión

de la Humanidad”. Después del golpe de mano de la

Bastilla y la filosofía hegeliana, la humanidad clama por

un vínculo espiritual auténtico.

Pero como suele suceder (y en particular a los

filósofos) Schelling se equivocó.

La polémica Leroux vs Schelling

Si el cristianismo ya ha culminado sus tres etapas, el

tiempo de Pedro, Pablo y Juan se ha cumplido. Por lo

tanto, Schelling se equivoca hablando de un tiempo


actual Juanico. El cristianismo de Juan, muy al contrario

de la convicción de Schelling, ha dejado de estar vigente.

Ya en el siglo XII, Amaury, profesor de la universidad

de París y quien estaba familiarizado con las ideas

pneumáticas de Fiori, predijo el final del cristianismo

petrino y a una voz con de Fiori, un milenarista

perseguido por la Santa Inquisición proclamó la era del

espíritu santo. Schelling, viviendo en “los últimos días

del cristianismo”, creía aun en el florecimiento de éste y

consideraba posible importar la doctrina Juanica para

asimilarla a la nueva filosofía.

Aunque la revelación tiene un carácter divino, su

ejecución es la obra de la Humanidad, la segunda parte

de la Revolución Francesa, sin duda, porque Leroux era,

como Chateubriand, un restauracioncita. Schelling a la

postre no dio en la tecla pues atribuyó a la revelación un

carácter exclusivamente cristiano.

Schelling no distinguió con nitidez entre revelación

divina y los sujetos de esta misma, «a quienes la

Palabra« –hablando en puridad— “ha sido

encomendada”. En realidad, la “revelación ha concluido”

y ha llegado el tiempo en que hablan los «iluminados«. A


Schelling, que efectivamente era monárquico, falta

aquella radicalidad que (en palabras del maestro) llevó

a la Reforma “a tomar posición en un conocimiento

totalmente libre allanado mediante la razón”. Pero a

decir verdad, la intención de Schelling era «explicar el

cristianismo sin aniquilar su contenido divino«. Y justo

por eso, Leroux acusa a Schelling de idolatría.

Schelling, por último, no cree en el progreso. Si bien

es cierto que él había seguido una religión del futuro,

«superior a todas las religiones del pasado”, el

desencanto de Schelling ante el progreso fue arma de

doble filo. Permitió desmontar la idolatría hegeliana del

fin de la historia y demoler «el espíritu de falso

sistema«, en el que la filosofía absorbía a la religión.

Ahora bien, el espíritu de progreso «se impondría contra

Schelling aun sobre las ruinas de este falso sistema. En

conclusión, para Schelling es menester recuperar la

unidad humana con Dios por la vía de Juan. Para Leroux,

en cambio, este camino es inútil.

Leroux pertenecía a una generación que caminaba por

las ruinas de la Edad media católica; conocía los efectos

devastadores del pensamiento crítico de la Ilustración;


pero había decidido ser fiel al ideal progresista de la

humanidad. La misión espiritual de esa generación era

«lanzarse más adentro en una busca concienzuda de

estos grandes problemas: Dios y la Humanidad«, tal y

como como escribiera Charton, un contemporáneo, en

1831. Sobre esa generación hacían sentir sus efectos

ideológicos, espirituales —¡y sociológicos!— cuatro

revoluciones: la revolución cristiana, la Reforma, la

Revolución Francesa, heredera del racionalismo, y la

revolución romántica, nada menos. Era necesario, pues,

dar respuestas a los dos grandes problemas: Dios y la

Humanidad. La respuesta de Leroux fue la doctrina

humanitaria, una versión actualizada de los ideales del

catolicismo universal en la tónica de la filosofía

trinitaria de Agustín.

La única manera de reconstruir una sociedad

zarandeada por el escepticismo y el materialismo

filosóficos y minada por el liberalismo, era la fe. Ésta

promovería la unidad de los hombres «en una sociedad

reducida a polvo, de hombres disociados a quienes

ningún lazo une porque ahora el hombre es extraño al

hombre « (Leroux, 1831, Aux philosophes). De esta guisa,


y en el fondo de un horizonte ensombrecido por una

patológica inestabilidad política, Leroux acogió la nueva

filosofía «que nos vuelve hoy de Alemania convertida en

positiva de negativa, convertida en organizadora y

religiosa en lugar de ser lo contrario«. La nueva filosofía

traería la fe.

Sirviéndose de la ley de la continuidad y el

organicismo de Schelling, Leroux salvó la distancia entre

el pasado y el presente, tendiendo un arco entre el siglo

XVIII y el porvenir de su siglo. Aunque el XVIII fue el

Olimpo de la crítica y el deísmo, de todos modos portaba

consigo un germen orgánico, unos valiosos vestigios de

tradición. Si el conde Saint-Simon había dividido la

historia en la sucesión y en el conflicto entre las épocas

orgánicas, como el mundo griego y el medieval, y las

épocas críticas, como las siguientes a la Reforma hasta

el golpe de mano de la Bastilla, Leroux discute ese

trazado alentado por las ideas evolucionistas de

Schelling y destaca la necesidad de una autoridad

colectiva capaz asimismo de acoger en su seno la

novedad, idea que Comte, en la lección 48º de Física


social, consideró era en sí misma una redomada

aberración.

Leroux acuñó el concepto de tradición progresiva, que

encontró en la teología de la revelación de Schelling,

quien por su parte empeño su fuerza especulativa en

demostrar que el factor positivo de la progresividad está

implicite en la eternidad de Dios. Pensar un Dios

exclusivamente eterno es limitarlo en su poder-ser.

Puesto que Dios es Dios y, por tanto, un sujeto libre, Él

es más que su eternidad; por ende, tiene el tiempo, el

futuro y el progreso a su disposición en la calidad de

esencia viviente libre. Éste es el principio filosófico, que

Leroux hace valer contra los sansimonianos, le da

terreno para construir un historicismo tradicionalista de

cuño neocatólico para «templar en la vida pasada de la

humanidad« y “recuperar en ella la poesía y la fe”

venidas a menos en la fase industrial y positiva de la

historia. La utopía humanitaria de Leroux busca el

refugio de la tradición católica manteniendo el tono

organicista. Aunque no abandona el espíritu del

cristianismo, Leroux quiere dar a éste un sentido nuevo,


tanto más cuanto que aspira a conservar en aliento

religioso de la Revolución, en lugar de arrumarlo.

Leroux, por lo tanto, hace una reformulación del

cristianismo. Examinándolo con la lente de su

historicismo orgánico-tradicionalista, plantea que el

sentido del catolicismo es evolucionar hasta la igualdad,

la humanidad y la Trinidad:

«La filosofía tiene desde ahora verdadera

correspondencia con los tres conceptos basales de los

esquemas psicológicos del hombre. A partir de la

Trinidad de las determinaciones del espíritu humano en

la forma de sensación-sentimiento-conocimiento,

síguese que la filosofía o religión consta

indivisiblemente de manera precisa de política-moral-

metafísica.

Pues la filosofía moderna, en cuanto política, es la

doctrina de la igualdad; en cuanto moral, ella es la

doctrina de la humanidad, de la solidaridad de todos los

hombres dentro de aquel ser colectivo, que nos exhorta

a vivir dentro de Dios; en calidad de ciencia o metafísica,

ella es por último la doctrina de la Trinidad, pues desde


hace dos siglos es éste el esquema psicológico que ha

estado actuando sobre todo esfuerzo filosófico.

Si fuera menester de un nombre diferente de la

religión o filosofía para expresar esta unidad, entonces

nosotros llegaríamos de buen grado a lo común de ambas

con aquello que nosotros hemos llamado arriba la

doctrina de la perfectibilidad.

Y en orden a explicar esta caracterización que nos

permitimos dar de la filosofía o de la nueva religión,

nosotros añadimos: Nos parece que la escuela francesa,

que dentro de esta fórmula ha concebido en conjunto el

gran movimiento de destrucción de la Edad Media

religiosa y política, ha ganado a partir de dos razones

aquel árbol del futuro, que ella misma en cierto modo ha

plantado con sus propias manos; que la escuela francesa

ha de llegar a ser contada como tronco, si bien ella tuvo

la ventaja principal en esta destrucción del pasado y la

grandiosa renovación del espíritu humano que está

resultando de ahí, y que ella ha conocido y captado con

el sentimiento correcto el punto decisivo del problema

planteado dentro de todos sus aspectos, es decir, la


perspectiva futura de cada cosa; que ella, en lugar de

quedar atada al pasado, dio impulso progresivo.

Por tanto, corresponde a ella que nosotros

conservemos llenos de respeto su esquema y

mantengamos su bandera cada vez más alto: In hoc signo

vinces. Pero cualquiera que sea siempre el nombre que el

futuro diere a esta unidad de ciencia, sentimiento y

actividad humana, esteramos seguros de una cosa: Estos

tres conceptos –Trinidad, Humanidad e Igualdad—

constituyen esta unidad.

En efecto, parece ser que Hegel, después de su lectura

de Fausto, se representara a Fausto, el doctor, el Fausto

filósofo que en vano anda a la busca de la verdad, como

si éste pudiere transformarse en Mefistófeles, su

contrincante, para decir luego de la culminación de esta

operación digna de observar: “Mira ahí, Fausto logro por

fin la solución de su problema«.30

Jesús fue la plataforma de lanzamiento de esta fórmula

trinitaria, que parece haber quedado ya arrumada en el atelier

de la historia y de la teología tal y como ocurrio con el éter y

30
Cf. infra: La Lección preliminar de Schelling sobre la Filosofía
de la Revelación.
el flogisto en la química y la física. Jesús resolvió el enigma

del hombre y su revelación puso el primer ladrillo de la

historia de la misión divina de la humanidad. Piedra miliar del

desarrollo humano, Jesús fue un revelador inspirado por Dios,

cierto, pero por intermedio de la humanidad, que en él se

expresó. Él fue, por lo tanto, el portador del «dogma de la

humanidad«. A partir de Jesús, la humanidad será la fuente de

toda certidumbre y la sustancia de la historia. Y de esto no

quedó sino un sinsabor.

Leroux propone una versión humanitaria de la

Trinidad cristiana. Entre Padre e Hijo está el Espíritu en

calidad de factor progresivo. La humanidad y el reino de

Dios son conceptos complementarios. El pueblo y la

comunidad contienen los destinos de los individuos, la

cosecha amarga que recogería el futuro, pues «la razón

colectiva de la humanidad viva« que impera sobre los

hombres vendría a convertir la humanidad en el

subconjunto de los infra hombres. Tal razón

supraindividual actúa sobre los hombres y es fuente de

nuevas leyes. En relación simétrica con ella, los

principios sociales, como la igualdad, «levantan y

moldean el mundo« y contienen toda “la fuerza, el poder


y el porvenir«, tres ideas que a la postre cavaron esa fosa

de una fosa común que fue el siglo XX. Todos los

principios están afinados por la ley del desarrollo

orgánico y rigen la conciencia colectiva, espacio en

donde residen a modo de reliquias de la devastación que

procrearon.

También Leroux terminó anunciando el final del

cristianismo. Rechazó la vigencia de la teología y el valor

de la autoridad eclesiástica. La teología y las

instituciones católicas son etapas pasadas «en la larga

carrera de las relaciones de la humanidad con Dios«.

Leroux, por último, desbanca a Dios en nombre de una

humanidad, que es trasunto de una entidad impersonal:

Lo colectivo. Por tanto, la fuerza colectiva de la

humanidad reemplazará a la cristiandad así como la

solidaridad tomara el lugar de la caridad.

Notas

1. La filosofía positiva de Schelling vista por Johannes


Hirschberger-. “Schelling, que ha chocado con el factor libertad
y con el factor historia, advierte con evidencia que el empeño de
la dialéctica en uso de racionalizarlo todo, fracasa; que tiene un
límite, por tanto, el método racionalista a ultranza, inaugurado
por Descartes y seguido por Spinoza, Leibniz, Wolff, Kant y
Fichte. Quedará también condenado al fracaso el intento de
Hegel de elevar aquel método a un sistema universal del saber y
del ser. Justamente en ello ponemos la gran significación de la
filosofía posterior de Schelling. No quiere dormirse en la
confiada seguridad de la dialéctica. Como Kierkegaard, ve
también Schelling apuntar en ella el peligro de la charlatanería
ingeniosa, pero vacía. Ya en su tiempo tuvo buena ocasión el
mismo Schelling de polemizar desde su cátedra de Múnich contra
Hegel, y no pudo menos de hacerlo desde su punto de vista; al
igual que hoy la filosofía de la existencia, y todo pensamiento
vuelto a lo histórico, ha de tomar posición contra Descartes.
“Lo que necesitaba ahora Schelling eran hechos; sin ellos no
podía estudiarse la voluntad y la historia. Y así desarrolla ahora
su “filosofía positiva”. Rebusca para ello en la mitología, en las
grandes religiones, en su revelación y en la mística, porque la
verdadera esencia de lo humano y lo divino se hace patente en su
entrelazamiento con la voluntad, la libertad, el pecado, la culpa,
la salvación, en su positividad empírica.
“Una comparación de la exégesis de Schelling del prólogo al
Evangelio de san Juan con la de Fichte (éste en la
Exhortación...1806; aquél en la Filosofía de la revelación,
lección. 28), daría una idea exacta de la filosofía positiva. Fichte
dice allí que admitir una creación de las cosas finitas
subsistentes fuera de Dios equivaldría a introducir en Dios el
capricho absoluto, lo que sería una deformación del concepto de
Dios y de razón. Para Fichte el: Omnia per ipsum facta sum se
traduce a su lenguaje así: “Tan originaria como la esencia misma
de Dios es su existencia; ésta es inseparable de aquélla e igual a
ella y esta existencia divina en su propia materia es
necesariamente saber, y solo en este saber se han hecho realidad
el mundo y todas las cosas que en el mundo son”.
“Esto se traduce ahora en Schelling así: “Todo está
comprendido simplemente en el saber”, y como el saber mismo
es ya la existencia divina, nada es y nada se hace de Dios; y como
aquello de lo que nada se hace es ello mismo nada, el Dios de
Fichte no existe (Filosofía de la revelación, lección 28).
“El último Schelling no se contenta con esto. Quiere
justamente lo que rechaza Fichte. Por ello termina Schelling su
interpretación del texto evangélico caracterizando la
Encarnación como un hecho histórico, positivo y libre. “Hemos
visto su gloria”, cita él y afirma expresamente que en este
“hemos visto” está toda la fuerza.
“Ésta es su filosofía positiva, que deja a salvo de nuevo lo
empírico y la historicidad, irreductibles. Es su filosofía de la
existencia; más exactamente, para no mentar el “empirismo”
inglés, su filosofía de la libertad, pues la creación sale ahora de
la libre voluntad de Dios, y libertad significa único, opaco,
impenetrable, dialécticamente irreductible.
“Habrá de sacarse de ahí finalmente la consecuencia de que es
necesaria una filosofía enteramente distinta de la aclimatada por
Kant para poder comprender este hecho (l. c. 496). Y saber esta
historia, esta historia de salvación (el Schelling de la última
época se acercará más y más al cristianismo), es de más valor
que todo otro saber. Pero, ¿cómo quiere Schelling saber estos
“hechos”? Tropieza con la misma problemática que atormenta
hoy a aquellos teólogos que creen más en Kant que en la Escritura
y ahora se preguntan sobre el valor de predicación del lenguaje
religioso.
“Kant habría negado que hubiera allí algo que “saber”.
Schelling no es suficientemente histórico para caer en la cuenta
de los presupuestos empíricos de la filosofía moderna creados
por los ingleses, igual en esto que Kant y Fichte, que tampoco lo
advirtieron. Tan solo capta la incapacidad de la filosofía
negativa, pero no se puede librar de ella y clava sus dientes en la
propia carne. Y se salva, como hoy Heidegger, con el recurso a
una suerte de mística. Quiere ir por un camino más alto que el
del pensar, mas a pesar de sus esfuerzos, queda prisionero en él.
Ha ocurrido siempre lo mismo en toda serte de gnosis y mística,
desde la “sabiduría celestial e incontaminada de Filón”[Johannes
Hirschberger, Historia de la filosofía (Edad moderna y
contemporánea), II, Herder, 1966. Traducción de Luis Martínez
Gómez. Páginas 246-249).

2. Schelling y el esquema tripartito aplicado a la religión


cristiana.− “Para exponer el desarrollo del absoluto en el mundo,
Schelling echa mano de la acostumbrada triple etapa dialéctica
adoptada por el idealismo alemán. En la Evolución del
cristianismo, por ejemplo, distingue él, también aquí influido por
Oetinger, tres fases escalonadas: el cristianismo de Pedro o
catolicismo, donde domina la autoridad; el cristianismo paulino,
o protestantismo, del que es característica la libertad, y el
cristianismo de Juan, en el que se reconcilian la fe y el
saber”[Johannes Hirschberger, Historia de la filosofía (Edad
moderna y contemporánea), II, Herder, 1966. Traducción de Luis
Martínez Gómez. Página 249).
3. Las desalentadoras conclusiones de Hegel. “En su filosofía
de la religión, Hegel se expresa sobre la Trinidad y, en especial,
sobre el Hijo, así: Él sería sin duda el Hijo, sería, por tanto, un
otro <lo otro> desde el Padre, pero él no estaría en la potestad
de permanecer Hijo; pues si estuviese sin duda puesta ahí la
diferencia, de ese modo precisamente, sin embargo, estaría
superada eternamente de nuevo; lo cual sería “en cierta forma
un juego del amor consigo mismo (de hecho en un sentido
insólitamente piadoso), y de esta forma no se llegaría a la
seriedad del ser otro”; para tal fin –para llegar a ser en la
seriedad- sería necesario que el Hijo sustente y conserve la
determinación del ser-otro en la forma del ser-otro en cuanto un
real fuera de Dios (por ende como uno que empero ha surgido a
partir de Dios), y como un real sin Dios, es decir, que el Hijo
apareciera como mundo.
“Si aquí, según todos los conceptos filosóficos, el Hijo está
decidido a hacer la materia <Evangelio según san Juan, Prólogo>,
de tal modo pues que Él no es meramente lo otro, sino también
lo puesto en la forma de lo otro, entonces Él se convierte en
mundo. Conforme a esto, este Hijo, hasta tanto era aún en calidad
de hijo, es decir, en cuanto estaba explicado dentro de la
diferencia, se comporta solo primero en cuanto posibilidad, es
decir, precisamente como la materia del mundo futuro. Todo esto
es teosofía, como puede serlo cualquier cosa en Böhme, solo que
con la diferencia de que tal fantasear es en él algo original y
producto de una gran y profunda intuición; pero aquí está puesto
en conexión con una filosofía cuyo más palmario carácter
consiste en ser la más pura prosa y el prosaísmo perfecto por su
falta de intuición...” [Berliner Vorlessungen 1842/1843. Lección
Séptima: II/3, 122. Cursivas mías].
4. Hecho libre [freien That]. “La filosofía positiva no parte [...]
de cualquier ser dado dentro de la experiencia. Si ella no parte
[tampoco] de algo que está existiendo dentro del pensar; si ella,
por ende, no parte en suma del puro pensar, entonces ella partirá
de lo que está antes y fuera de todo pensar [vor und ausser allem
Denken]; parte, por tanto, del ser, pero no del ser empírico –a
éste también nosotros ya lo hemos excluido, además de que el ser
empírico solo es, sin embargo, muy relativo fuera del pensar, en
cuanto cada ser que está dándose dentro de la experiencia tiene
en sí determinaciones lógicas del entendimiento, sin las cuales
él no sería representable.
“Si la filosofía positiva parte de lo que está fuera de todo
pensar, entonces ella no puede partir de un ser meramente
relativo exterior al pensar, sino de un ser que se encuentra
absolutamente fuera del pensar. Este ser exterior a todo pensar
está ahora, sin embargo, de igual manera también sobre toda
experiencia, en cuanto que aquél está antecediendo y
anticipándose a todo pensar: Él es el ser sencillamente
trascendente, desde el cual parte la filosofía positiva, y que
tampoco puede ser más meramente un Prius relativo, como la
potencia, la cual fundamenta a la ciencia racional.
“Pues la ciencia racional tiene el Prius precisamente en la
forma de la potencia – ésta, en cuanto es aquello que no está
siendo, tiene la necesidad de transitar al ser y, en consecuencia,
denomino a la potencia el Prius meramente relativo. Si ahora
aquel ser del que parte la filosofía positiva fuera también solo un
ser relativo, entonces residiría dentro de su principio la
necesidad de transitar hacia el ser; si el pensar estuviera
sometido con este principio a un movimiento necesario, entonces
la filosofía positiva retrocedería hacia la negativa.
“Si, por tanto, el comienzo de la filosofía positiva no puede ser
el Prius relativo, entonces tiene que serlo el Prius absoluto, que
ninguna necesidad tiene de moverse hacia el ser. Si pasa hacia el
ser, entonces este pasar solo puede ser consecuencia de un hecho
libre, de un hecho que entonces puede ser incluso solo algo
puramente empírico, cognoscible solo a posteriori, tal y como
cada hecho no ha de ser captado a priori; antes bien, es
cognoscible solo a posteriori” [Introducción a la Filosofía de la
Revelación o fundamentación de la filosofía positiva. Berliner
Vorlessung. 1842/1843. II/3, 126-127].

5. Teología de la lógica: “Pero Dios, lo que se denomina Dios


real (y yo creo que también el filósofo en su uso del lenguaje se
ha orientado hacia el universal), solo es el que puede ser creador,
el que puede iniciar algo, el que existe antes de todo, es el Dios
que no es mera idea = razón. Un Dios no existente tampoco
podría ser llamado Dios: Si ahora, sin embargo, la existencia
nunca puede llegar a ser captada dentro del mero pensar,
entonces el Dios que es realmente, pertenece, según Hegel, a la
mera representación. Pero el mismo Hegel, dentro de su filosofía,
no pudo menos que permanecer fiel a este restringirse al puro
pensar, fiel a esta exclusión de todo lo que pertenece a la
representación; él mismo está detenido dentro del puro pensar
en tanto permaneció fijado dentro de la lógica, pero su contenido
son meras abstracciones, nada real; donde él, por el contrario
transita a la realidad, a la naturaleza real (y la filosofía natural
tiene validez para él aun empero en cuanto una parte de la
filosofía, y sin duda como una parte esencial), él está en la
necesidad de echar mano a explicaciones que, conforme a su
punto de mira, solo pueden pertenecer al modo de
representación, de manera que no se capta verdaderamente con
qué derecho determina él la religión como la forma, la cual forma
contendría la verdad solo en la forma de la representación. De
una decisión [EntschluB], de una acción o aun de un hecho nada
sabe el pensar, dentro del cual todo se desarrolla con necesidad.
También esta oposición entre representación y pensar, así como
muchas otras, no ha sido llevada a la claridad en Hegel” [II/3,
172-173].
APÉNDICE 1

La lección preliminar de Schelling


sobre
la Filosofía de la Revelación

Pierre Leroux (31)

Con la publicación de la lección inaugural de Schelling


dictada en Berlín (el 15 de noviembre de 1841)32 en el último
número de esta revista, deseábamos también familiarizar a
nuestros lectores con los acontecimientos provocados por
esta lección. Según nuestra opinión, no se produce nada
más importante para el progreso de las ciencias y de cada
una de las disciplinas especiales que este acontecimiento,
el cual causa también sensación en Alemania: ¡Schelling
está en Berlín, sentado en la cátedra de Hegel!33 Después de

32
Texto publicado en Revue Indépendante, 1842. La traducción
proviene de la traducción del original al alemán, publicada en:
Materialen zu Schellings philosophischen Anfangen (Surkamp,
1975). Herausgegeben von M. Frank und Gerhard Kurz.].
33
Véase al final de este texto la Nota 1: La filosofía positiva de
Schelling.
veinticinco años de silencio, el padre de la filosofía alemana
toma de nuevo la palabra; pues sus maestros, Kant y Fichte,
fueron claramente quienes allanaron el camino a aquel
movimiento del pensar que tomó inició propiamente con
Schelling y ha seguido obrando en Hegel, Krause, Oken,
Baader, los hermanos Schlegel y toda la ciencia y la
literatura alemanas. El punto temporal, por cierto, es
significativo. Alemania esfuérzase por la unidad política.
Enfrentada a la escisión entre católicos y protestantes,
quienes a su vez dividiéronse en veinte sectas distintas,
¿puede realizar esta unificación una cierta unidad
religiosa?34 El genio de Alemania reside en la región del
pensamiento. Si aún no posee ninguna vida política, si aún
representa en cada aspecto una peculiar conformación,
mezcla de feudalismo y modernismo, de libertad y
coacción, entonces es menester concluir que el
pensamiento, el cual está despertando a la verdadera vida,
todavía no está maduro. Alemania todavía cavila, tal y como
hace ya cincuenta años. Pero ahora, después de medio siglo,
Schelling, renovado, levántese para proclamar que él
estaría en posesión de la verdad.
¿Cumplirá Schelling su promesa? ¿Podrá sacar a la
filosofía de aquella encrucijada a la que Hegel la había
empujado? ¿En qué llegará a convertirse en Alemania ese

34
Leroux se refiriere a las reflexiones que Schelling solía
exponer, de una forma similar, al concluir su Historia de la nueva
filosofía, reflexiones que estaban entretejidas de manera regular
en su curso de lecciones sobre “filosofía positiva”. Por cierto, la
tesis de que sin “una cierta unidad religiosa”llegaría a ser
imposible una solidaridad política, concluyen en la exigencia del
joven Schelling de una “nueva mitología”, la cual “unifica”“la
mitología particular”con una “intuición comunitaria”y se
elevaría “dentro de la última configuración a la religión”(II, 73;
cf. 405f; VI, 571 y ss.). [N del editor alemán].
movimiento de la incredulidad que llevaba a la vez el sello
de la cientificidad y de Voltaire y que fermentaba en las
universidades? Schelling promete ahora una alianza de la
filosofía y la religión basada en principios indestructibles.
¿Cuenta él con lograr el tratado de paz? ¿Llegarán los
alemanes a realizar por medio de su propia fuerza aquello
que Börne ha denominado la determinación de su
nacionalidad: “En las obras estatales de la humanidad hay
dos pueblos a quienes la Providencia parece haber
encomendado la tarea de trasmitir a todos los demás los
trabajos necesarios para crecer y tomar un camino: el
pueblo francés y el pueblo alemán. Al primero se le ha
confiado la dirección de las labores prácticas y del arte; al
segundo la dirección de las tareas teóricas, de las ciencias
y de la especulación. La teoría es tímida y dilatoria, pero la
praxis es irreflexiva y rápida: en lo cual reside también su
discordia. Y toca también a la disimilitud entre la
concepción anímica e índole espiritual de ambas naciones
que se saben esencialmente muy separadas, aunque sus
fronteras se toquen. Es la tarea de los franceses destruir,
demoler el viejo y enmohecido edificio social y allanar un
nuevo camino; la tarea de los alemanes, por el contrario, es
la de fundar y erigir un nuevo edificio social. En las luchas
por la libertad Francia estaba colocada en la cumbre de los
otros países, pero en el futuro congreso de la paz, al que se
sumarán todos los pueblos de Europa, Alemania tomará
posesión de la presidencia... La Alemania espiritual anhela
un sublime paisaje alpino. Qué majestuosas son las coronas
de sus picos, cuyos eternos glaciares alimentan la tierra.
Dentro de Alemania es nativa la luz oscurecida; el cálido sol
irradia los otros países. Estas cumbres hostiles a la vida
han alimentado a las tierras que a su pie yacen. De ellas
brotan las amplias corrientes de la historia de las grandes
naciones y las grandes ideas. A los alemanes es connatural
el genio; a los franceses, el talento. A unos la fuerza
creativa; a los otros, la fuerza práctica del espíritu agudeza.
Sobre el suelo alemán han crecido todas las grandes ideas
que han revolucionado a las naciones refinadas,
emprendedoras o felices. Alemania es el origen de todas las
revoluciones europeas; es la madre de todos los
descubrimientos que han alterado a la tierra. A ella la
humanidad agradece la pólvora, la imprenta y la
Reforma”.35
Pues bien, ¡ojalá Alemania pariera de nuevo el gran
descubrimiento que culmine todos los restantes; ojala que
las corrientes que nacen en los macizos del espíritu alemán
fluyan hacia nosotros, de donde, según Börne, ya han
surgido la pólvora, el arte de la imprenta y la Reforma.
Ojalá que la Reforma, que después de tres siglos aspira aún
a la culminación, la alcance finalmente, y ojalá Alemania la
produzca! ¡Ojalá Schelling culmine la obra de Lutero! O
mejor (pues en esto radica el problema especial): ojalá la
concluya definitivamente para que nos saque finalmente de
la fase de la crítica, que desde estos tres siglos deja correr
el pensamiento humano de ruina en ruina. Nosotros, los
franceses, hemos jugado por tiempo suficiente el papel que
Börne nos ha atribuido: demoler hasta sus cimientos y
erradicar las antiguas construcciones, allanar y recorrer el
camino. Si la tarea de los alemanes es cimentar y edificar
una nueva construcción social, entonces ¡que así sea!

35
De una reseña escrita en francés “Sobre Alemania por Henri
Heine”aparecida en El Reformador el 30 de mayo de 1835.
Llegará, finalmente llegará, este futuro congreso de la paz,
que reunirá a todos los pueblos de Europa; y, por lo que a
nosotros, los franceses, atañe, dejaremos de todo corazón
en manos de los alemanes36.

La religión según Hegel


Toda religión consiste, según Hegel, en la encarnación de
Dios dentro del hombre. Dios no existe de manera inactiva,
pues la idea absoluta esfuérzase por la realización. El
resultado de este primer momento es la naturaleza. El
universo manifiesta todas las fases y todas las
constelaciones de la idea desplegada desde sí misma. La
idea, que se ha exteriorizado a sí misma, pugna por
alcanzar la autoconciencia, y este fenómeno, milagro o
esfuerzo postrero de la Creación, acontece dentro del
hombre. Pero este milagro no se limita a la creación del
hombre; prolongase dentro de la vida de la humanidad.
Las diversas religiones, que hasta el presente se han
manifestado sobre la tierra, podrían llegar a ser
consideradas una creación en progreso, pues ellas son la
expresión de este desarrollo, de este movimiento de la
esencia divina dentro del hombre; y sus fases corresponden
a este movimiento de la esencia. El cristianismo es la
última de estas fases. “Dentro del cristianismo”, dice Hegel,
“aparece el movimiento del espíritu casi descubierto. ¿No
representan Padre, Hijo, y Espíritu santo propiamente lo
finito, lo infinito y la mediación de ambos; primero la
unidad, luego la diferencia y por último el retorno a la
unidad? Pues ésta es la ley del desarrollo de la idea”.

36
Véase Leroux: “De Dios”, en: La revista Independiente (1842):
“Con frecuencia hemos dicho desde Francia lo que Schelling ha
dicho desde Alemania”.
Hegel creyó haber alcanzado con esto la esencia peculiar
de la religión, y sus discípulos lo creen aún mas; pero en
esto justamente Hegel se ha equivocado poderosamente, y
con él también sus discípulos. La esencia de la religión no
consiste únicamente, por ejemplo, en el principio: “El
hombre es una encarnación de Dios” o en aquel otro que
dice lo mismo solo que de otra forma, a saber: “Dios está
dentro de cada uno de nosotros”. Si la religión descansa
sobre esta verdad únicamente, su esencia entera residiría
sobre el siguiente versículo de la Biblia: Dios creó al
hombre a su imagen y semejanza”(Gen 1, 27) o también en
aquella sentencia de Virgilio: Est deus in nobis. Con
seguridad, Dios, quien es omnipresente, está también
dentro de cada uno de nosotros: “Dentro de Dios vivimos,
nos movemos, y somos”, dice san Pablo. Podríase preguntar
a Hegel por la explicación de cuál es la manera en que Dios,
pues, estaría dentro de nosotros, es decir, cómo fuimos
hechos a su imagen y cómo nosotros podemos hacernos
cada vez más semejantes a Él.
Evidentemente, Hegel ha tomado el problema por la
solución misma.
Aún más: El planteamiento de Hegel es contradictorio
desde su fundamento. Pues admite, por una parte, que toda
religión consiste en saberse como Dios, y pretende, por
otra, conforme a sus categorías de las religiones sucesivas,
que este saberse como Dios ha sido el carácter peculiar del
cristianismo y que Jesús, por esta razón, sería Dios, pues él
fue el primero que supo que él era Dios. Pero si ya el
Génesis mosaico expresa esta misma verdad o este mismo
saber, ¿¡cómo puede Hegel entonces hacer de esto un
criterio característico del cristianismo!? ¿No establece
asimismo el Génesis de igual modo esta semejanza de Dios
y el hombre?37 Este saber de que nosotros seríamos Dios, o
mejor, de que nosotros seríamos semejantes a Dios, ya se
manifestó por tanto dos mil años antes de Cristo. Y si se
añade a la Biblia judía todos aquellos monumentos
orientales, que ocultan dentro de sí este descubrimiento, y
si se piensa en la vida contemplativa de los hindúes, que se
funda justamente sobre esta concepción, ¿en qué se
convierte entonces la ley del desarrollo religioso de Hegel?

Schelling vs Hegel
En verdad, no se puede dejar de advertir que Hegel, con
su lógica entera y todos sus conceptos, no ha añadido nada
realmente fundamental a las concepciones que ha tomado
de Schelling. Hegel ha conducido por la amplia vía de una
creación en eterna progresión la aún poco nítida intuición
de Schelling de una identidad absoluta. Schelling, esto es
cierto, vio la naturaleza conforme al punto de vista del
poeta y el físico: Dentro del espacio antes que dentro del
tiempo; vio el tiempo dentro de la naturaleza antes que en
la historia. De un modo poco claro, Schelling había
advertido la identidad (para usar su expresión) entre eso
que en la piedra duerme, en el animal sueña y en el hombre
piensa. Descubrió el pensamiento dentro de la así llamada
materia. La luz, afirma, es una geometría perfecta; y la
cristalización es un pensar inconsciente. Esto: La identidad
dentro de la naturaleza, dentro las manifestaciones visibles

37
Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra (Gén. I, 26).
Y creó Dios el hombre a imagen suya; Dios creó todo a imagen
suya (Gén. V. 27); Y creó a imagen y similitud suya (Gén. V, 3);
a imagen de Dios el hombre fue hecho (Gén. IX, 6).
de la idea divina, era vulgarmente el pensamiento
fundamental de Schelling.
Hegel dio al pensamiento de Schelling el complemento
histórico; quiso verificar la identidad también dentro del
desarrollo de la historia y desde allí apuntalar también su
sistema de la religión. ¿Pero a cuál conclusión ha llegado?
Dios se encarna sucesivamente dentro de las diversas
religiones y se vuelve consciente de sí mismo dentro del
hombre. Esto es verdad38. Pero cuando se pregunta a Hegel
en qué consistiría entonces esta encarnación, solo sabe
respondernos una cosa: Para saberse como Dios. Pero para
saberse como Dios, puede replicársele, se tiene que saber
ya qué es Dios. Sócrates dijo al hombre de su tiempo:
“Conócete a ti mismo”. Hegel nos dice a nosotros:
Conocernos a nosotros quiere decir conocer que nosotros
somos Dios. Que nos enseñe primero un poco qué es Dios y
cómo somos Dios. Hegel nunca ha accedido
conscientemente a esta fórmula salvo con la formulación de
lo infinito, lo finito y la mediación de ambos. Pero ésta no
es respuesta en absoluto: Pues esta fórmula, conocida así
fatalmente desde el señor Cousin, no explica ni a Dios ni al
hombre.
El hecho concluyente de la filosofía hegeliana lo sintetiza
acertadamente una frase que pronunció un eminente
discípulo de Hegel después de una cena a la que asistimos
en Berlín: “Amigos, todos nosotros somos dioses que han
comido a gusto”.

38
Supuesto que bajo esto mismo no se entienda como en Hegel.
El lector advertirá en efecto por qué mantenemos esta reserva.
Rasgos centrales del Evangelio hegeliano
Yo busco conocer a Hegel en sus discípulos. ¿No hay
mejor elección que Michelet? El profesor Michelet
representa, como suelen decir los alemanes, el centro
izquierda de la filosofía hegeliana. Cito a continuación un
pasaje de su obra sobre la personalidad de Dios y la
inmortalidad del alma, que el profesor Michelet ha
publicado en Berlín el año 1841. El pasaje está tomado de
un libro francés, que trata sobre el mismo tema y fue
publicado en la misma ciudad39.
Examinemos brevemente lo fundado del evangelio
hegeliano:
1. Dios es consciente de sí mismo solo dentro del hombre.
Éste es, como hemos visto, el principio característico de
Hegel. La única fórmula de la vida, que tiene curso en
Hegel, es la de lo infinito, lo finito y la mediación de ambos;
Dios, quien en Hegel no conoce sino la infinitud, carece de
la autoconciencia dentro del estado de la infinitud, razón
por la que viene a encarnarse dentro de la naturaleza, sin
que tampoco aquí llegara de todos modos a ser consciente
de sí mismo. Primero cuando Él, avanzando de esquema en
esquema, ha dispuesto ya la creación del hombre, llega

39
Igual que C. L. Michelet (Historia del desarrollo de la filosofía
alemana más reciente), Leroux ha llamado la atención sobre el
hecho de que Schelling haya concluido no solo “las lecciones
muniquesas impartidas ya hace largo tiempo”, sino también las
lecciones de Berlin de 1841/1842 con el anuncio de la “religión de
Juan en cuanto la religión del nuevo cristianismo”. Compárese
con Filosofía de la Revelación (WW, XIV, 332): “Si tuviera yo que
edificar una Iglesia en nuestro tiempo, la dedicaría a san Juan.
Pero tarde o temprano llegará a construirse una, que unifique a
los tres apóstoles, pues la última potencia no supera o concluye a
las anteriores, sino que las asume dentro de sí aclarándolas. Esta
última llegaría a ser entonces el verdadero panteón de la historia
cristiana de la Iglesia”. [Nota del editor alemán].
entonces a la conciencia de sí y se sabe dentro del Hombre.
Michelet ha concebido acertadamente cómo este principio
podría equipararse a un ateísmo radical. Y él se apresura
también a añadir que la razón de esta personalidad asumida
por el hombre provendría no de él mismo, sino de Dios. Dios
no tiene autoconciencia alguna y no sabe de sí; y empero
logra el ser consciente y el saber de sí mismo en tanto que
llega a encarnarse en el hombre. Así ha logrado en cierto
modo una autoconciencia de modo eterno. Pero Michelet no
observa que así destruye también la validez entera de su
primera afirmación por obra de este comentario y que
también arruina la idea su maestro con esta interpretación.
Pues si Dios, el ser eterno, se sabe dentro del hombre, y si
incluso se sabe eterno dentro del hombre, entonces él
evidentemente se sabe eterno. Por tanto, aunque él no
creara el hombre o no se supiera dentro del hombre, Él, no
obstante, se sabe y posee autoconciencia. Él no requiere del
hombre en calidad de instrumento para saberse. Por el
contrario: Porque él se sabe, Él crea a su debido tiempo y
conforme el plan de su teodicea esta herramienta con la que
Él se sabe individualizado y significa el hombre. Por ende,
Dios tiene conciencia independientemente de la creación
del hombre. Esta conciencia eterna de Dios puede dar
respuesta el hombre y operar la creación del hombre; pero
es esencialmente distinta de su Creación. Si hay algo en
Dios que, eterno en la conciencia de Dios, corresponda al
hombre, entonces Dios tiene sin duda autoconciencia en
modo eterno. Por consiguiente, ¿qué queda de fuerza
persuasiva en el aforismo: Solo dentro del hombre Dios
tendría autoconciencia? Este aforismo solo tiene un sentido
y es éste: El hombre tiene una conciencia innata o un
conocimiento insuflado por Dios como todas las demás
creaturas.
2. En los tiempos precristianos buscábase aún la
personalidad de Dios; ésta se ha encontrado primero en
Cristo. Se trata siempre de la misma vía de pensamiento
que aquí es trasladada a las religiones. Según Hegel, el
cristianismo no es nada salvo el progreso de la idea divina,
que ha conseguido llegar hasta la autoconciencia. El
hombre, definitivamente, se ha conocido en cuanto Dios; el
hombre, por último, ha conocido la unidad esencial de lo
divino y lo humano, la Encarnación de lo infinito dentro de
lo finito. El cristianismo significa esta fase del progreso
divino.
Una observación a este respecto: No, la religión en
general no consiste solo en esto, es decir, en saberse como
Dios, sino también en llegar a saber de Dios. No, el
cristianismo en especial no consiste solo en la Encarnación.
Se cree soñar de veras cuando se ve a hombres como Hegel
y Michelet reconducir la religión a esta aseveración:
Nosotros somos dioses; sin considerar que esta cuestión se
toca inmediatamente con la siguiente pregunta: ¿Qué es
Dios? Créese además estar soñando cuando se los ve
afirmar, a pesar de su saber sobre las religiones
precristianas, que precisamente constituye lo
característico del cristianismo el que Jesús se llame Dios. Y
ellos aseguran todo esto seriamente, aunque ven que ya
antes de Jesús, Alejandro habíase llamado Hijo de Júpiter y
que todos los reyes romanos sin distinción fueron
considerados dioses. ¡Cómo entonces! ¿Acaso ignoran que
todos los hindúes renacidos se endiosen y que desde hace
seiscientos años de historia no habríase tenido noticia de
un solo faquir oriental que no se hubiera proclamado como
Dios? ¿No han oído o leído nunca sobre los Vedas y todas
las demás confesiones orientales? Incluso el Evangelio
tendría que poder indicarles que Jesús no es el primero en
contentarse con esta Encarnación de lo Infinito dentro de
lo Finito; ¿pues qué dice Jesús en el Evangelio de Juan
cuando los judíos le reprochan se autodenomine Hijo de
Dios? Él responde con una cita de las Escrituras que
anuncia de modo inequívoco la inmanencia de Dios dentro
de todos los hombres40. Ahora bien, este pasaje de las
sagradas Escrituras y otros muchos de la misma especie
provienen de cientos de siglos antes del tiempo de Jesús.
3. Las restantes aseveraciones del señor Michelet solo
son desarrollos posteriores del principio hegeliano según el
cual la religión en general y el cristianismo en particular
asientan en saber que nosotros somos dioses. Ante todo,
este ciego pujar de Dios para lograr la autoconciencia solo
manifestase oscuramente; pero definitivamente Dios
alcanza la autoconciencia dentro de un hombre. A pesar de
Hegel y el señor Michelet, este hombre, es decir, Jesús,
nunca dijo: Yo soy Dios, sino que él siempre glorificó a Dios.
Desde luego, él sentía a Dios dentro de sí; no obstante eso,
nunca dijo: Yo soy Dios. El nombre de: el Hijo de Dios, que
le confirieron sus discípulos, no tiene en absoluto este
sentido. Jesús siempre distinguió entre él mismo y Dios. Así
lo dejan claro diversos pasajes del Evangelio, evidentes y
dignos de crédito, como éste que los socinianos
consideraron definitivo: “Mas esta es la vida eterna, que
ellos te conozcan a ti, que conozcan que solo tú eres el Dios

40
Juan 10, 30-38.
verdadero, y al que tú has enviado, Jesús Cristo”41.
Requiérese ya, a nuestro leal saber y entender, de una
cierta ceguera para ver en el cristianismo solo esta
pretendida identificación de Dios y el hombre.
¿No tiene pues razón Schelling en lamentar ahora que
Hegel y su escuela han convertido a la religión y el
cristianismo en una vacía fantasmagoría?42 Schelling ha
emitido este juico con ocasión de sus exposiciones sobre la
explicación histórica del cristianismo realizada por la
escuela hegeliana. ¿Cuál explicación podría seguirse de una
filosofía que reduce en efecto la esencia de la religión a la
encarnación de lo infinito dentro de lo finito y cuyo punto
de partida es concebir a Dios como Idea, idea que en

41
Hegel y su escuela realmente ejercen de la manera más
paladina el abuso del culto de Dios, en que ha caído el
cristianismo, para concluir a partir de ahí justo en lo contrario,
la negación de Dios. Sin concebir el verdadero sentido de la
palabra, dice del culto de Dios practicado por los cristianos: Jesús
es de manera absoluta Dios. Hegel y su escuela conceden esto o,
mejor, parecen concederlo, para concluir: Dios, por tanto, no es
nadie más sino Jesús; y añaden: Dios, por tanto, no es nada más
que el hombre. Solo un adecuado entendimiento de Jesús y una
exacta valoración de su revelación podrían darnos la clave de esto
ante el culto de los unos y el público ateísmo de los otros o mejor
además del culto de estos otros: ¿Pues entonces a cuál culto
ascienden quienes nos explican todo sobre Dios, en cuanto ya no
dejan estar más a Dios sobre nosotros? Me precio felizmente de
haber trabajado conscientemente en esta dignificación de la
verdadera naturaleza de Jesús conforme a los propios testimonios
del cristianismo.
En el libro De la Humanidad, he manejado las siguientes tres
preguntas: 1. Cómo pensaba Jesús sobre la naturaleza de Dios; 2.
Cómo pensaba Jesús sobre su propia naturaleza; y 3. Qué
enseñaba originalmente Jesús. En este libro pongo ante los ojos
del lector que la conclusión lógica de Hegel con base en el punto
de vista corriente sobre Jesús en cuanto Hijo de Dios es
desalentadora. El lector llegará a encontrar allí que Jesús jamás
enseñó la filosofía que Hegel le atribuye, es decir, que todos
nosotros seríamos dioses.

42
Véase al final Nota 3: Las desalentadoras conclusiones de Hegel.
absoluto tiene autoconciencia, pero que –sin saberse
correctamente cómo− consigue esta autoconciencia dentro
del hombre? Todas las verdades divinas, que el cristianismo
comprende dentro de sus símbolos, tuvieron que ir al
encuentro de los discípulos de Hegel. Éstos vieron sobre
todo solo la Encarnación. Sus ojos quedaron cegados por la
ilusoria fórmula de lo infinito, lo finito y la mediación de
los dos.
Esto es lo que ha sucedido. La filosofía de Hegel
convierte a Dios mismo en producto de la creación.
¿Pudieron ahí sus discípulos evitar el siguiente juicio: El
cristianismo es un producto natural del espíritu humano?
¿Y con base en el mismo no tendrían que elevarse a esta
otra consecuencia: El cristianismo es un producto histórico
del espíritu humano? ¿No había precedido Hegel mismo,
según hemos visto, a sus discípulos en estas conclusiones?
¿No permiten sus categorías religiosas, en tanto dejan
seguirse de Dios la serie de las religiones, que el desarrollo
de éstas surja del espíritu humano? Pues a Dios
corresponde existencia y divinidad reales, si el hombre –
esta creación de lo inconsciente, este Dios que está
conociéndose a sí mismo- lo ha reconocido como Dios43.

43
Fenelón ha dicho: El hombre se mueve, pero Dios lo dirige hacia
él. Dentro del sistema hegeliano ocurre al revés: El hombre dirige
a Dios. Dios jamás habría existido sin el hombre, si bien éste no
existiría sin Él: Este es el principio fundamental del
hegelianismo. Nosotros no hemos descubierto esta proposición.
Precisamente cuando corregíamos las pruebas de este artículo,
un número de la Falange en torno a Schelling, nos trajo una carta
dirigida a nosotros por un inteligente hegeliano alemán. Esta
carta digna de nota, que demuestra un grande conocimiento
filosófico, concluye con la fórmula que arriba ha sido citada y
puesta en cursivas por nosotros, que puede ejemplificar el propio
descubrimiento de Hegel y la Palabra de su escuela. La Falange
anuncia una continuación de la carta del Doctor A. Weil. Nosotros
creemos hallar ahí una renovada confirmación de nuestro juicio
El sistema de Hegel no es sino una Crítica
La filosofía de Hegel es, como la de Voltaire, solo una
crítica, nada más. Ella es no una sólida construcción, sino
una destrucción. Pero los grandes destructores solo tienen
en consecuencia fuerza destructiva porque ellos ya poseen
embrionariamente algo de verdad, la cual manifiéstase
primero después de ellos.
Nosotros aceptamos la destrucción consumada por
Hegel, pero no aceptamos su sistema.
Apropiémonos de la verdad que Hegel abrió, a saber, la
de ser un poderoso destructor de la muralla dogmática;
pero no nos dejemos engañar demasiado sobre la nulidad
de esta muralla tan aparente como destacada.
El sistema de Hegel no volverá a revivir: Está muerto. La
sentencia condenatoria, que Schelling expresó
tempranamente sobre este sistema, es su último golpe
sobre el suelo alemán. El espíritu, que inspiró a este
sistema y dio a Hegel el aliento de construirlo, vivirá. Y este
espíritu es la divina idea del progreso dentro de la
naturaleza y la humanidad.
El mismo espíritu que animó a Condorcet y Saint-Simon
ha iluminado también a Hegel en la construcción de su
sistema. Esto configura el mérito (moralité) de la obra de
Hegel.
La doctrina de Enfantin está prestada de Hegel

sobre la filosofía alemana. Si nosotros debimos de engañarnos a


nosotros mismos, solicitamos solo por eso llegar a estar
justificados para llegar a estarlo. Los discípulos de Fourier, que
publican este periódico, nos conceden justificadamente que solo
nos dejemos guiar por el amor de la verdad; ningún lector de
estas hojas rehusaría a ellos este mismo testimonio.
Tarde o temprano la verdad tiene que salir a luz. Francia
conoce las ideas desarrolladas por Enfantin. Un Día se
sabrá con toda seguridad que la metafísica de Enfantin es
inequívocamente la de Hegel, y que la escuela
sansimoniana ha quedado a la vera del camino por causa de
aquélla.
La doctrina de los sansimonianos garantizó un núcleo
puramente divino expresado en su doctrina de la
perfectibilidad, que provenía directamente de la filosofía
del Siglo de las Luces y era su continuación; pero la
presentaba dentro de una metafísica análoga a como los
hegelianos de Berlín exponían la doctrina del maestro sobre
la Encarnación. Si en los fundamentos del hegelianismo,
según mostramos arriba, bajo la fórmula suprema de la
encarnación de lo infinito dentro de lo finito se ha
reencontrado la doctrina del progreso respecto de la
naturaleza y la religión, entonces es sencillo hallar una
conexión entre las dos doctrinas.
Los discípulos de Hegel han sido sansimonianos y los
sansimonianos han sido hegelianos. Las ideas racionales de
Turgot, Condorcet y aun Saint-Simon fueron vistas todavía
solo en la forma de un débil reflejo de la luz que irradiaba
de Alemania. La simultánea lección del señor Cousin, quien
enseñó con gran mérito este mismo panteísmo, multiplicó
aún más las ilusiones de tres o cuatro hombres, quienes en
aquel entonces formularon lo que anunciaron como dogma
mucho más tarde los catecúmenos y los periódicos.
Si fuera éste el lugar apropiado para entrar en detalles,
entonces nosotros podemos demostrar con facilidad que
quienes concibieron este dogma conocían al detalle la
filosofía de Hegel. Podemos demostrar que el primero de
ellos la hacía oír directamente de la boca del mismo
maestro, que el segundo tenía el más exacto conocimiento
de todos los intentos de la busca de lo absoluto en Alemania
y el norte y que el tercero, por último, conocía la teología y
la exégesis bíblica alemana. Fueron básicamente estos tres
hombres, todos tres de igual valor por lo que atañe al
conocimiento de los filósofos alemanes, quienes
contribuyeron a la ruptura de la doctrina hegeliana de la
Encarnación. Con su disposición natural para la metafísica,
su afinidad de espíritu y su inflexible voluntad de
aplicación, Enfantin era efectivamente en primer lugar el
editor de este trabajo de los hegelianos sansimonianos.
¿Por qué se convirtió a Saint-Simon en un Dios? Él mismo
nunca había pensando en esto. Con las claves que arriba he
aportado es fácil responder, pues la doctrina de Hegel sobre
la Encarnación explica la cuestión acertada y
convenientemente. Considerada en su esencia, la religión
se reduce a la encarnación. El contenido de la religión
consiste solo en esto: Nosotros nos sabemos como Dios.
Jesús, dice Hegel, se ha puesto como Dios; por ende, Él es
Dios; entonces cada obra divina y cada progreso religioso
consiste solo en esto: En saberse como Dios. La razón de
otros discípulos de Saint-Simon se enredó ante este
aforismo de los hegelianos, y el asombro frente a sus
maestros motivó que éstos viéronse como dioses y lo
exaltaron bajo este nombre.
Mas si ocurriera un nuevo progreso, entonces sus
representantes serían con igual derecho llamados Dios
como Saint-Simon. La metafísica hegeliana volvió a
germinar de nuevo también en la cabeza de Enfantin, quien
finalmente se puso a sí mismo en calidad de Dios; de modo
que también dentro de esta nueva fase, el sansimonismo
está por entero desencaminado y da palos de ciego.

Schelling cree en un nuevo cristianismo


La etapa que configura a la filosofía en nuestro siglo o
bien la juzga por su esterilidad, aunque ella no es aceptada
unívocamente, es la religión del progreso, la religión de la
igualdad humana y la religión del futuro.
Poderosa teoría del progreso, divino aliento de la
perfectibilidad, tú triunfas: ¡Qué significan los hombres!
¡Qué significan Schelling, Hegel, Enfantin o Cousin o qué
significamos todos nosotros, quienes aspiramos a
conocerte, pero que solo te conocemos
insatisfactoriamente! Nada son los hombres ante ti. Tú los
has escogido para destinarlos a tu glorificación, que es
todo. En cuanto inclinan su atención a tu ley, ellos han
desaparecido, mientras tú vences. Vences incluso en sus
errores. Dentro de sus sistemas solo tú eres lo grande y lo
verdadero. Sus sistemas yerran, pero ellos te sirven a ti, ¡oh
verdad!, para revelar y quitar los velos.
Nosotros ciertamente habíamos visto de buen grado que
Schelling, remitiéndose al falso sistema hegeliano, había
reconocido esta gran ley del progreso incontenible
expuesta desde Leibniz y Lessing: esta ley estaba actuando
desde el inicio dentro de la naturaleza y el hombre.
Schelling, por tanto, había seguido sin rodeos una religión
del futuro, religión que sería superior a todas las religiones
del pasado. Cuando Schelling ha negado el progreso,
entonces pudo destruir en Hegel lo que aquél denominó con
razón un falso sistema; pero el espíritu, que dio alas a Hegel
permitiéndole idear este falso sistema, se impondría
incluso contra Schelling sobre las ruinas de este sistema
falso.
Hegel había llamado al cristianismo la religión absoluta;
él la había caracterizado mediante el título de la última de
todas las religiones, pero solo para consolar a los iniciados,
para suprimir incluso su carácter en cuanto religión: Hegel
había concedido que el cristianismo sería la más suprema
elevación del espíritu a la esfera religiosa; de todos modos,
estaba presupuesto que uno le concediera a Hegel que el
último punto del desarrollo del espíritu no sería la religión
sino la filosofía. Se tenía que tratar a puntapiés esta
distinción, tal y como Schelling también lo hizo. Solo hay
una verdad; y si el cristianismo es la religión absoluta, no
puede haber nada por encima suyo.
Esta yuxtaposición de una filosofía independiente,
filosofía que explica la religión, y de una religión
independiente que, empero, no es filosofía, no solo es la
más grande absurdez pensable, sino también la mayor de
las mojigaterías. Sin embargo, era menester atreverse
todavía a más. Con la identificación de religión y filosofía
se tenía que renovar la religión y no solamente aferrar
obstinadamente el cristianismo. Se tenía que ir más lejos
de Hegel; tenía que romperse el círculo fatal dentro cual, al
menos aparentemente, Hegel se había encerrado cuando
caracterizó el cristianismo en términos de una religión
absoluta.
Cuando se desprecia el engaño, se tiene que buscar
salvarse de él mediante la osadía. O bien uno tiene que
seguir únicamente a la inspiración que habló por el
corazón, ¡gran y digno Schelling! Nosotros conocemos la
profundidad de tu pensar. No en vano la has encomendado
a tus amigos. Tú crees en un nuevo cristianismo, en el
cristianismo de san Juan. Tú crees que el cristianismo desde
Jesús hasta nuestros días ha realizado solo dos de sus tres
etapas de desarrollo. Tú crees que Pedro, Pablo y Juan
representan, dentro de la línea de sucesión, las tres caras
de su Señor; y que los dos primeros ya dominan sobre la
tierra o suministran el señorío a Jesús, mientras que la
tercera etapa todavía está por llegar. Razón por la cual
precisamente concluiste tus lecciones muniquesas, que
dictaste durante diez años, con estas descriptivas palabras:
“Si yo tuviera que edificar una Iglesia en nuestro tiempo, la
dedicaría a san Juan”. Hoy eriges tú de manera asombrosa
esta iglesia; y quizá podría halagar a tu discípulo real que
emplazara un día a las orillas del Spree el estandarte de
Cristo que portara san Juan, bandera que antes ondeara a
las orillas del Tíber bajo el dominio de Pedro.
Y solo por esa razón tomaste en consideración el Cristo
de Pedro, en cuyo medio quisieras erigir tu Iglesia. Tú
renuncias tanto a Lutero como al catolicismo, y en tu
corazón dices: “La Iglesia romana apelaba al Cristianismo
de Pedro; y según el cristianismo de Pablo se comprende a
Lutero y el protestantismo con sus cientos de sectas que
desde la razón pura se desarrollaron”. Mas cuando quieres
erigir tu nuevo cristianismo vacilas y tu voz se atasca en
lugar de decir con claridad: “Yo vengo en nombre de una
nueva fase del cristianismo”.
Sin embargo, Alemania no te entiende, y Europa entera
no te entiende mejor. ¿No ves la pléyade de sectas
protestantes anhelando tu símbolo? Tú no ves cómo el
catolicismo se levanta y te dice: Si la revelación es una
necesidad, entonces muéstranos, además de la Iglesia
romana, la continuación de la revelación que ha
transcurrido desde Jesús hasta nuestros días. ¿Qué
autoridad puede reclamar tu filosofía cuando las sectas
protestantes quieren anularla? ¿Y cuál de ellas posee
autoridad para guiar a los católicos desde Pedro a Pablo? Si
esta filosofía debe llegar a ser percibida como verdad, se
concibe empero que tú mismo estás inspirado, que ¡tú
mismo eres revelador! ¿A partir de qué, pues, has creado
esta filosofía, que tú no abandonaste y que asimismo te
permite creer en el cristianismo? Respóndenos a esto, tú,
discípulo de Spinoza y Bruno. ¡Cómo! Te declaras partidario
de Cristo y no te atreves a anunciar en tus primeras
palabras que tu cristianismo confiere de nuevo derecho al
Spinoza que te inspiró, y al Bruno que tú rehabilitaste en tu
juventud.

Las afirmaciones de Schelling sobre los tiempos de Jesús


Ningún dogma hasta la fecha intentaría reemplazar el
cristianismo. A partir de esto, Schelling concluye, en
oposición a nosotros, que este cristianismo no ha concluido
todavía su desarrollo completo. Es evidente que Schelling
está influido tanto por el protestantismo como por el siglo
XVIII y la Revolución francesa. En lo fundamental, dentro
de este conflicto está en juego, de una parte, el respectivo
valor de aquella pseudo negación llamada protestantismo;
y de aquella consumada negación que tomó su camino desde
Francia, por la otra.
Pero hay hechos –completamente independientes de
nosotros- que pueden proporcionarnos claridad; queremos
enfrentarlos a Schelling. Sostengo que el punto de vista de
Schelling sobre el tiempo transcurrido desde Jesús hasta
hoy es falso. El cristianismo no ha culminado solo dos de
sus tres etapas, sino todas tres. Pedro, Juan y Pablo ya han
hecho flamear sucesivamente el estandarte de Cristo
dentro de estas etapas.
¿Cómo puede explicar Schelling entonces que Pablo (a
quien corresponde, dentro de la trinidad humana, el pensar
[el razonamiento], la inteligencia) siguiera a Pedro (quien
encarna la sensación dentro de esta misma trinidad)? 44 ¿No
debería corresponderle más bien a Juan (quien encarna el
espíritu [el sentimiento]) en cuanto lazo entre ambos para
permitir el paso del mundo de Pedro hacia el mundo de
Pablo? Esta fase ha sido dada realmente. La Reforma en el
nombre ha precedido a la reforma hecha en el nombre de
Pablo.
Hay que sostener contra Schelling un hecho digno de
nota. En el siglo XIII los discípulos del evangelio eterno
exponían una concepción muy análoga a la suya, la cual, sin
embargo, fue exterminada ipso facto. Amaury, el profundo
pensador del siglo XIII, enseñó que “la religión tendría tres
etapas análogas a la regencia de las tres personas de la
Trinidad. Mientras la ley mosaica había garantizado el
período de regencia del Padre, la del Hijo, o mejor, la
religión cristiana, no podía durar siempre; las ceremonias
y sacramentos, con los cuales esta religión se rodeó, no
tendrían el derecho de ser eternos. Tendría que venir un
tiempo, puesto que estos misterios cesaron y, por tanto,
tendría que comenzar la religión del Espíritu santo, dentro
de la cual los hombres no requerían más de sacramento
alguno y consagrarían un culto puramente espiritual al ser

44
Véase al final del texto Nota 2: Schelling y el esquema tripartito
aplicado a la religión cristiana.
supremo”45. Amaury fundó su doctrina en el evangelio de
Juan. Él aclaró: “El señorío del Espíritu santo está
profetizado por san Juan, sucederá a la religión cristiana,
tal y como el cristianismo ha sucedido a la religión
mosaica”46.
Tanto en consideración a la doctrina cuanto a la práctica
de la religión expuesta, esta doctrina de un nuevo
Evangelio, de un cristianismo, no era en aquel entonces
propia de Amaury solo: Se expandió dentro de toda la
iglesia. Los discípulos de san Francisco predicaron el final
del cristianismo mediante el anuncio de una nueva religión
con la misma valentía y la misma confianza que los
discípulos de David de Dinants, quien era por su parte
discípulo de Amaury.
Desde el siglo XIII, los cristianos de san Juan anunciaron
el fin del cristianismo. ¿Cómo puede Schelling entonces
hablarnos hoy de un cristianismo de san Juan? ¡Qué notoria
oposición entre el profesor de filosofía de París en el siglo
XIII y el profesor de filosofía en Berlín el siglo XIX! Amaury
vivió todavía en el tiempo del florecimiento del
cristianismo; pero él predijo, entusiasmado por el
Evangelio de Juan, el final del cristianismo; mientras
Schelling, viviendo los últimos días del cristianismo, cree
en el florecimiento del mismo en tanto ve que la filosofía
puede adaptarse al Evangelio de Juan.
Amaury refuta a Schelling. Si Schelling sueña con una
tercera fase futura del cristianismo, puede decírsele
remitiéndolo a sus precursores filosóficos: Ahí tenéis ya
vuestra época de un cristianismo de Juan.

45
Pluquet, Diccionario de herejías.
46
Ver ahí.
Schelling tiene razón contra Hegel
Schelling no osó exponer abiertamente su pensamiento
esotérico sobre el cristianismo. Lo cual entrañaba que no
fuera entendido su aparente retorno al protestantismo.
Todas sus propuestas aparecen bajo una luz velada y han
recibido un retoque retrospectivo, algo que le reprocha el
autor del reportaje que citamos al comienzo. Pero nos
cuidamos desde luego de afirmar, como nuestro
corresponsal, que Schelling estaría dando marcha atrás y
culminará una obra que mira hacia el pasado, en tanto que
él combatió, o mejor, condenó a Hegel. Nosotros, pues,
creemos lo contrario. Schelling desea regalar a la filosofía
un alma por medio de la unificación de la filosofía con la
religión.
En Hegel, la filosofía carece de alma, ella es solo lógica.
Al sistema de Hegel se lo llamó la teología de la lógica. 47
Expresión conveniente, pues el Dios de Hegel solo es una
Idea.
La disputa entera entre Schelling y Hegel es la disputa
sobre si Dios existe o si es solo una palabra nula. Si Dios
existe y se manifiesta en el mundo, toda la disposición
universal del mundo es ella misma de carácter divino. Hay
una Providencia y se manifiesta dentro de la Humanidad.
Por consiguiente, el cristianismo no nació de no haber sido
por una disposición divina. El cristianismo no es una
concepción intelectual pura, sino, como dice Schelling, un
hecho48; tal hecho tiene su origen dentro de Dios, cuyo
medio es la persona de Cristo, según nos ha sido
transmitido esto por el Evangelio.

47
Véase al final Nota 4: Teología de la lógica.
48
Véase al final Nota 5: Hecho.
Aparentando incluso estar retrocediendo a la revelación
antigua, Schelling ofrece un grande servicio al espíritu
humano. La filosofía de Hegel es de tal modo tan poderoso
error, que era menester surgiera esta reacción. Un
hegeliano que regresó de Berlín, a quien nuestro amigo
Edgar Quinet interrogó sobre la impresión que le produjo
la lección introductoria de Schelling, respondió: “Él
destruyó mi confianza en la filosofía hegeliana; pero no
puso nada en su lugar”. Destruir la confianza de un
hegeliano en la filosofía hegeliana, ya quiere decir algo.

Conclusión
La doctrina de la perfectibilidad dentro de la filosofía se
apoderó de Francia, del siglo XVIII y la Revolución, y por
tanto vivíamos acostumbrados a considerarla un asunto
puramente francés. Hoy nosotros vemos jubilosos que
también Alemania, detrás de las fórmulas hegelianas, se
alimenta clandestinamente de esta fuente; vemos que esta
dieta –otros dirían: este veneno- es la que este sistema
produzca inclusive tal atracción para muchos espíritus
nobles. Nos alegra ver que la doctrina de la perfectibilidad
es un bien común de Alemania y Francia, y por ello damos
gracias a Dios.
Se acerca el tiempo en que ya no se conocerá más una o
varias filosofías, sea francesa sea alemana, sino una sola, y
ésta llegará a ser a la vez una religión.
Hace algunos años, nosotros escribíamos:
“La filosofía tiene desde ahora verdadera
correspondencia con los tres conceptos basales de los
esquemas psicológicos del hombre. A partir de la Trinidad
de las determinaciones del espíritu humano en la forma de
sensación- sentimiento-conocimiento, síguese que la
filosofía o religión consta indivisiblemente de manera
precisa de política-moral-metafísica. Pues la filosofía
moderna, en cuanto política, es la doctrina de la igualdad;
en cuanto moral, ella es la doctrina de la humanidad, de la
solidaridad de todos los hombres dentro de aquel ser
colectivo, que nos exhorta a vivir dentro de Dios; en calidad
de ciencia o metafísica, ella es por último la doctrina de la
Trinidad, pues desde hace dos siglos es éste el esquema
psicológico que ha estado actuando sobre todo esfuerzo
filosófico. Si fuera menester de un nombre diferente de la
religión o filosofía para expresar esta unidad, entonces
nosotros llegaríamos de buen grado a lo común de ambas
con aquello que nosotros hemos llamado arriba la doctrina
de la perfectibilidad.”49
Y en orden a explicar esta caracterización que nos
permitimos dar de la filosofía o de la nueva religión,
nosotros añadimos:
“Nos parece que la escuela francesa, que dentro de esta
fórmula ha concebido en conjunto el gran movimiento de
destrucción de la Edad Media religiosa y política, ha ganado
a partir de dos razones aquel árbol del futuro, que ella
misma en cierto modo ha plantado con sus propias manos;
que la escuela francesa ha de llegar a ser contada como
tronco, si bien ella tuvo la ventaja principal en esta
destrucción del pasado y la grandiosa renovación del
espíritu humano que está resultando de ahí, y que ella ha
conocido y captado con el sentimiento correcto el punto
decisivo del problema planteado dentro de todos sus
aspectos, es decir, la perspectiva futura de cada cosa; que

49
Refutación del eclecticismo.
ella, en lugar de quedar atada al pasado, dio impulso
progresivo. Por tanto, corresponde a ella que nosotros
conservemos llenos de respeto su esquema y mantengamos
su bandera cada vez más alto: In hoc signo vinces. Pero
cualquiera que sea siempre el nombre que el futuro diere a
esta unidad de ciencia, sentimiento y actividad humana,
esteramos seguros de una cosa: Estos tres conceptos –
Trinidad, Humanidad e Igualdad - constituyen esta unidad”.
En efecto, parece ser que Hegel, después de su lectura
del Fausto de Goethe, se representara a Fausto, el doctor,
el Fausto filósofo que en vano anda a la busca de la verdad,
como si éste pudiere transformarse en Mefistófeles, su
contrincante, para decir luego de la culminación de esta
operación digna de observar: “Mira ahí, Fausto logro por
fin la solución de su problema”.
Schelling destruyó de un manotazo esta concepción que
(como sabemos) ha repugnado a tantos discípulos de la
filosofía en Francia y Alemania. Por lo cual corresponde a
Schelling todo el honor; nosotros podríamos decidirnos a
caracterizar como paso atrás una obra tan necesaria. Pero
Schelling no se da por satisfecho con esto.
Schelling subrayaba el lado metafísico de la filosofía y
vindica de nuevo el pensamiento de Dios y de la divina
Trinidad ante el espíritu de la filosofía alemana extraviado
por la absurda Trinidad hegeliana. El informe del
Ausburger Allgemeinen Zeitung es muy poco detallado como
para poder suministrar un juicio sobre el sistema
metafísico expuesto por Schelling. Nosotros resaltamos
solo las siguientes afirmaciones: “Por medio de Schelling,
nosotros estamos dentro de una verdadera posesión de un
monoteísmo, que permite concebir la distinción de las
personas dentro de la unidad de Dios. Aquellos mismos de
nuestros lectores que pudieron llegar a leer nuestro ensayo
sobre Dios en nuestro último número, entenderán que el
problema principal de la filosofía reside aquí”.
Nosotros confesamos nuestra confusión: supuesto que
coincidiéramos con todas las proposiciones de Schelling
citadas por la fuente alemana, se las interpreta en nuestro
sentido. Decimos incluso: Nosotros hemos expuesto,
ampliado y verificado dichas afirmaciones; nuestros
trabajos pueden dar fe de esto.
Sí, el cristianismo es un hecho divino, como dice
Schelling. Nosotros solo añadimos: Es un hecho que llegaría
a seguir a otro no menos divino. La revelación existe, pero
ella es eterna y, sin embargo, se da a la vez
progresivamente. La revelación mosaica contiene la
simiente del cristianismo. El cristianismo, por su parte,
contendría la simiente de la nueva religión de la
humanidad; la filosofía de la revelación de Schelling es su
aporte para suministrarla.
El gran reproche dirigido contra Schelling es haber
reconocido la revelación como esencial; mientras tanto se
nos echa en cara que nos declaremos discípulos renegados
de Schelling. Nosotros estamos profundamente
convencidos de una revelación progresiva dentro de la
Humanidad, que no se realiza solamente, como creen los
racionalistas, mediante la razón humana.
Por tanto, concedemos a la revelación un carácter divino,
pero en su ejecución nosotros conocemos la obra de la
humanidad. Concedemos a la revelación un carácter divino
y, no obstante, no somos cristianos en modo alguno y
condenamos todo culto idolátrico. Cuando nosotros en
nuestras consideraciones sobre cómo el venerado padre de
la filosofía alemana determina su creencia en la revelación,
hemos evocado otra vez esta proposición de su primera
lección: “En aquel entonces, cuando el pueblo alemán
realizó el gran acto de liberación con la Reforma, él se
honró a sí mismo al no descansar hasta que todos los
supremos objetos, que hasta el momento fueron conocidos
ciegamente, hubieren tomado su posición dentro de un
conocimiento totalmente libre allanado mediante la razón;
dentro de uno tal habría encontrado su posición”50.
Si nosotros, digo, recordamos estas frases dignas de
subrayar, entonces nos parece que Schelling está en un
error si él cree entender la revelación de manera distinta a
la nuestra. Pues si él cree desvelarlo todo, nosotros
podemos replicar que esto evidentemente se da también
por inspiración de Dios; de tal modo que Schelling en este
momento aclara más diáfanamente que los otros hombres
la frase evangélica: La Palabra... ilumina a cada hombre que
llega al mundo.
Si nosotros creemos además que la convicción de una
necesaria irrupción de un nuevo cristianismo ha arraigado
en lo profundo del alma de Schelling después de treinta
años de reflexión, tanto más nos parece que Schelling yerra
pensando haber entendido la revelación de otra manera que
nosotros.
Schelling no sería capaz de lograr una clara separación
entre la revelación esencialmente divina y los sujetos de
esta revelación, a quienes la Palabra ha sido encomendada:
Esto es todo. Schelling dice revelación y se entiende

50
F.W.J. Schelling: Primera lección en Berlín (15 de noviembre de
1841), en: WW. XIV, 366.
iluminados; y los unos proclaman: “Mirad ahí su retorno al
protestantismo o al catolicismo”, mientras los hegelianos
lo tildan de apóstata.
Y nosotros mismos, que expresamos imparcialmente
nuestro juicio, hemos dicho después de la lectura de la
apología protestante de sus lecciones en el semanario
alemán: “El problema planteado por Schelling es explicar
el cristianismo sin aniquilar su contenido divino. Tememos
que no pudiera lograr esto sin caer en la idolatría”.
Pero nosotros esperaremos con respetuosa actitud sus
ulteriores elucidaciones. Si él debiera mantenerse
inconmoviblemente firme en su idea de una tercera fase del
cristianismo, nosotros, sin embargo, no cesaremos de
considerar su obra como la más grande que le fuera dado
culminar a un pensador de este siglo. Y si nuestra creencia
se aparta también de la suya, no obstante llegaremos a
concederle atención en parte por cuanto atañe a este creer.
Pues quién osaría juzgar los caminos y rodeos de su
pensar, que desde hace cincuenta años ganó a Francia y
penetró en nuestras almas, si bien nuestro alimento
espiritual no está preparado inmediatamente por él.
Quiera pues Alemania, cuya vitalidad desde hace medio
siglo se ha alimentado de su vida, le reconozca esto por un
instante: así parece que nosotros nos atreveríamos,
finalmente, a expresar nuestro pensar.
Se debería saber que Schelling no está caminando hacia
el pasado. El se ha alineado en la falange de aquellos
grandes espíritus que anuncian a todos una nueva religión
con formulaciones precisas.
Repito: llegará un tiempo en que no se dará más una o
muchas filosofías alemanas o francesas, sino una filosofía
única, que es a la vez una religión.

EL HOMBRE POSITIVO
DE
AUGUSTE COMTE

En efecto, se debe reconocer que, con la creación


de esta nueva rama esencial del método
comparativo, fundamental, la sociología
perfeccionará… el conjunto del método positivo,
en beneficio de toda la filosofía natural… Desde
ahora, podemos señalar que este método
histórico ofrece la verificación más natural y la
aplicación más extensa de este atributo
característico que hemos demostrado
anteriormente en la marcha habitual de la
ciencia sociológica, y que consiste en proceder
del conjunto a los detalles.

Auguste
Comte

Schelling y Comte parecen inspirarse en una similar

noción de ciencia. Ésta congloba la evolución orgánica,

el desarrollo gradual, continuo y sucesivo, la idea de


totalidad y el concepto de sistema auto-regulado. Tanto

en Schelling como en Comente predomina una visión

constructivista del conocimiento, concepción que,

considerada en sus líneas más amplias, deja entrever

hasta qué punto el uno y el otro dirigieron la vista hacia

la misma constelación de ideas.

Por lo que atañe a Schelling, hemos visto que el

sistema de la identidad hirma el pie en la idea de un

sujeto que progresa desde lo objetivo hacia lo subjetivo

para resultar cada vez más positivo o más libre. Con el

desarrollo gradual del sujeto, en sus rasgos generales, se

surten a la vez los principios constructivistas de fuerzas

potenciales, desarrollo, evolución y progreso. Tales

principios determinan el movimiento libre del sujeto y la

dinámica interna de su autonomía, su hacerse libre de

toda serie de condiciones y su devenir positivo.

El avance del sujeto, en virtud de sus propias

potencialidades, es un tópico constructivista cardinal

derivado del principio filosófico de la identidad. Visto a

fondo, éste consiste en convertir la idea de desarrollo

autónomo, que coincide en algunos respectos –pero no

completo– con las ideas de evolución y progressus, en el


corazón de la filosofía. Etimológicamente entendida, la

palabra identidad significa cambiar, variar, mutar.

Considerada filosóficamente, la identidad es el principio

genético y deductivo de la totalidad del universo según

la idea regulativa de la libertad. La categoría de

identidad representa así el postulado mediante el cual el

pensar puro deriva o construye gradualmente por

intususcepción el universo, postulando la autogénesis de

la libertad. Que el universo se deriva de un acto libre

quiere decir que las diferentes regiones del mundo

representan el continuum del sujeto infinito, la «libertad

eterna« que lo promociona proyectando en él sus

inúmeras posibilidades.

La identidad es un sistema de construcción de

conceptos según el esquema del desarrollo progresivo.

Este, en efecto, es el único que expresa el movimiento

real y natural conforme a la libertad del sujeto. Todos los

conceptos tienen, por lo tanto, un perfil pragmático

porque son categorías operacionales. Su sentido depende

de su potencialidad y eficacia para trascenderse a sí

mismos, generando nuevos ordenes categoriales que son,

a su vez y de manera natural reinos de efectivos de la


libertad, y destinados en virtud de su dinamismo original

a trascenderse en función de su potencialidad y

dinamismo en otros más comprensivos.

El principio filosófico de la identidad alienta una

epistemología constructivista, conforme al axioma de

Fichte: ser en el hacer y en el hacer, ser. Por ello, lejos de

tener realidad en sí mismos, los conceptos, que son

postulados prácticos, están llamados a construirse y

reconstruirse para disolverse en nuevos horizontes de

acción en razón de su tendencia a la acción. Con estas

postura constructivista, Schelling logra sortear las

dificultades epistemológicas que plantea la metafísica

espiritualista, en particular la de Hegel, y el empirismo.

La idea de un sujeto progresivo lanza a Schelling

remontar la consideración estática de la realidad y la

aneja problemática de la relación sujeto—objeto

(conciencia y realidad), toda vez que al apelar a un punto

de vista genético—progresivo gana una perspectiva

dinámica y comprehensiva al sentido del conocimiento,

sentido que desde la teoría crítica de Kant ya no podía

mantenerse en el plano del Logos puro ni de la razón

formal negativa, pasando, por consiguiente, a depender


de la historia como de la evolución. En una posición de

legítimo cuño pragmático y constructivista, ni el sujeto

y el objeto son dimensiones estáticas e invariables; antes

bien, estando en continuo proceso, constituyen una

relación crítica, esto es, una relación constructivista.

Con esto, la filosofía de la identidad vuelve la espalda a

la antigua metafísica, y conquista una visión real y

positiva del conocimiento.

El concepto de positivismo

Esgrimiendo un punto de vista constructivista similar,

Comte sorteó el escollo que planteaba la metafísica y el

empirismo a su fundamentación positiva del

conocimiento. Remontando las oposiciones entre

realismo natural y acción sobrenatural, que en cualquier

caso anulaban la acción humana, Comte encuentra que la

Humanidad es el auténtico sujeto del conocimiento.

Comte consideraba que la clave del mundo es el hombre,

así como a la inversa la clave del hombre es el mundo,

viendo una relación progresiva recíproca (=

constructivista) entre ambos polos. Éstos, en efecto,

forman un bucle.
Así concebida, esta relación constructivista sobre la

interacción dinámica entre sujeto y objeto, entre mundo

e intelecto, recibe el nombre de positivismo.

Positivismo es el nombre para una relación tríadica

de elementos, que definen una interacción sistemática o,

viceversa, una estructura en interacción. El termino se

refiere, por tanto, a un término medio integrado por el

hombre, de un lado, procesos orgánicos y ordenes de

sistemas físicos, biológicos, morales, intelectuales y

políticos, vinculados por una consideración estructural

—punto de vista de la sociología estática—y por una

consideración de sus tendencias, fluctuaciones y

procesos, todos ellos de índole progresiva, recogidos en

la sociología dinámica.

Negro sobre blanco, el positivismo de Comte viene

de la totalidad orgánica de Schelling y de la monadología

de Leibniz, de quien Comte reconoce una directa

influencia. Así, por ejemplo, podemos leer en la Lección

48 de Física social que «el verdadero espíritu general de

la sociología dinámica consiste en concebir cada uno de

[los] estados sociales consecutivos como el resultado

necesario del precedente y el motor indispensable del


siguiente, según el luminoso axioma del gran Leibniz: El

presente está preñado del porvenir. Desde este punto de

vista, la ciencia tiene entonces por objeto descubrir las

leyes constantes que rigen esta continuidad, cuyo

conjunto determina la marcha fundamental del

desarrollo humano. En pocas palabras, la dinámica social

estudia las leyes de la sucesión, mientras que la estática

social busca la coexistencia, de manera que la aplicación

general de la primera es propiamente proporcionar a la

política práctica la verdadera teoría del progreso, al

tiempo que la segunda da espontáneamente la teoría del

orden. Todo lo cual no debe dejar la más mínima duda

racional acerca de la necesaria aptitud de semejante

combinación filosófica para satisfacer

convenientemente la doble necesidad [de orden y

progreso] de las sociedades actuales« [Física social,

Lección 48º, Caracteres fundamentales del método

positivo en el estudio racional de los fenómenos sociales,

párrafo 25, pág. 307].

El positivismo de Comte contiene, por consiguiente,

una “síntesis subjetiva” denominada sociología, en la que

el Hombre es el centro de la historia natural y espiritual,


la unidad de la relación sujeto–objeto, esto es, el hombre

en calidad de sujeto y la naturaleza y la sociedad en

calidad de objeto. El sujeto positivo es, en efecto, una

unidad teleológica en torno al cual gira el mundo natural

de los hechos y el mundo mental de las teorías, las

hipótesis y las leyes. Como unidad de sentido, el hombre

controla el orden y la legalidad, disponiendo de la

naturaleza, pero sometiéndose asimismo a un orden

superior –el orden moral– por el cual se asume

fluctuante, diverso, dinámico y variable, impulsado al

futuro por la misma razón que no está causal o

mecánicamente determinado por ninguna estructura

interna o externa. El hombre es una mónada –una unidad

independiente– y puede construir representaciones

perfectas del mundo, siendo éstas representaciones

positivas por medio de las cuales se comprende en una

libre evolución e interacción con la naturaleza.

Todo ello quedará claro si analizamos a

continuación las categorías que definen “la doctrina

científica de la política”. Veremos en ellas la primacía del

dinamismo orgánico y social avanzando en series de

estados. En primer lugar, el estado social es la


consecuencia necesaria de la “organización” de la

especie humana. En segundo lugar, el estado social

involucra la categoría de finalidad. Por una parte, la

observación científica encuentra a “la especie humana”

en un estado social; por otra parte, no hay organización

social sin la consideración de un conjunto de fines. Ahora

bien, el fin del estado social está determinado, a su vez,

“por el rango que ocupa el hombre en el sistema natural,

tal y como ha sido fijado por los hechos y sin ser

considerado como susceptible de explicación”. El

examen de está relación manifiesta “la tendencia

constante del hombre a actuar sobre la naturaleza para

modificarla a su favor”. Aparece a continuación, el

estudio de la finalidad del orden social, cuyo objeto

último es “el desarrollar colectivamente esta tendencia

natural, el regularizarla y concertarla para que la acción

útil sea lo más grande posible”. Alcanzando este tramo,

repunta la idea de evolución, que es una síntesis

superior, pues recopila la finalidad de todas estas

finalidades. Aquí encontramos las leyes fundamentales

de la organización humana. Partiendo de observaciones

directas “sobre el desarrollo colectivo de la especie”,


tratamos de correlacionar las leyes de la organización

humana, su marcha y los “estados intermedios por los

cuales se ha visto obligada a pasar antes de alcanzar este

estado definitivo” [el positivo]. Esto da pábulo a una

nueva síntesis, ya que podemos proseguir el análisis

dirigiéndolo hacia “los perfeccionamientos reservados a

cada época como dictados, al abrigo de toda hipótesis,

por el punto de desarrollo a que ha llegado la especie

humana”. Esta progresión remata, por último, en un

nuevo análisis de correlaciones que compara “las

combinaciones políticas” correspondiente a “cada grado

de civilización”, la tarea de una política predictiva [Plan

de Trabajos Científicos. 23/23]

El sistema de consideración de Comte es tanto más

constructivista cuanto mejor se ajusta al concepto de

dinamismo progresivo que ha tomado de los análisis

físicos y matemáticos leibnizianos sobre el desarrollo

gradual de las cantidades y las tendencias que componen

el concepto de fuerza. En el Discurso sobre el Espíritu

Positivo, se ofrece un resumen de ello, anotando que “en

una cuestión cualquiera, el espíritu positivo conduce

siempre a establecer una exacta y elemental armonía


entre las ideas de existencias y las de movimiento, que

confirma, más especialmente para los cuerpos vivos, la

correlación permanente de la idea de la organización con

las nociones biológicas de los organismos, y luego, por

una última especialización, inseparable del organismo

social, la comunidad reiterada de la idea de orden y las

de progreso. Para la nueva filosofía, el orden constituye

siempre la condición fundamental del progreso, y,

recíprocamente, el progreso viene a ser la finalidad del

orden”. El concurso de estas ideas surte, además, las

premisas del método histórico de Comte.

El concepto de positivismo, por consiguiente, no es

fijo ni unívoco. Su sentido depende de su construcción y,

en el mejor de los casos, de su aplicación; y no es

separable de las circunstancias que verifican su filiación.

Tal y como sucede con las categorías positivas, la noción

de positivismo también está sometida a un principio de

fluctuación. Sustituyendo la noción metafísica de causa

por el análisis de las condiciones de posibilidad de los

hechos, el sentido positivista de los conceptos, lejos de

reflejar la estructura de un paradigma, es fluctuante en

contraste con el sentido invariable que les ha asignado la


filosofía teológica. La razón de ello es que, habiendo

destronado el reino de la metafísica, el positivismo de

Comte tiene un fundamento tanto más constructivista

cuanto que, lejos ya del período metafísico dominante

hasta el siglo XVI, sólo queda disponible el mundo

histórico y su protagonista, el hombre.

De esta manera, el dogma positivista y su

epistemología constructivista convierte al hombre en el

centro del conocimiento. Como observa Comte, “el

dogma de la humanidad suministra al conjunto de

nuestras concepciones reales la única unidad de que son

capaces y la única trabazón y enlace que nos es útil”

[Catecismo Positivista. Diálogo Sexto, pag.183]. La

metafísica occidental, en efecto, se había esforzado por

hallar una explicación integral del cosmos, buscando un

principio absoluto de inteligibilidad, el primer principio

o la causa suprema, evocado por todos los seres a través

del encadenamiento de las cinco causas aristotélicas.

Comte considera que este programa epistemológico no

rindió resultados. En vista a ello, sería mejor renunciar

“a toda pretensión de unidad absoluta, exterior, en una

palabra, objetiva”, porque, en último término, y de cara


a la innúmera variedad de los seres, no hay posibilidad

de obtener una explicación definitiva acorde a una causa

primaria y homogénea. “A tenor de mi convicción

personal, considero estos intentos de explicación

universal de todos los hechos mediante una ley única

como sombra quimérica, aun cuando sean intentados por

las inteligencias más competentes. Creo que los recursos

del espíritu humano son demasiado débiles y el universo

demasiado complicado para lograr semejante perfección

científica, nunca a nuestro alcance…” [Curso de Filosofía

Positiva, pag. 39].

Y si la hubiese, entrañaría riesgos onerosos como el

reduccionismo o el determinismo de los fenómenos por

la esencia general. “En efecto –anota Comte–, las leyes

son necesariamente múltiples, por la imposibilidad

notoria de subordinar jamás los dos elementos generales

de todas nuestras concepciones reales, a saber, el mundo

y el hombre. Aun cuando se llegase condensar cada uno

de estos dos grandes estudios en torno de una sola ley

natural, la unidad científica permanecerá imposible por

la inevitable separación de los dos elementos. Si bien el

mundo supone al hombre para ser conocido, bien pudiera


existir sin él, como ocurre en muchos astros

inhabitables. Así mismo, el hombre depende del mundo,

pero no resulta de él. Todos los esfuerzos de los

materialistas para anular la espontaneidad vital

exagerado la preponderancia de los medios inertes sobre

los seres orgánicos, no han logrado sino desacreditar

esta indagación…” [Catecismo Positivista. Diálogo Sexto,

pag. 183].

Las variedades y multiplicidades que ofrece el

mundo a la consideración humana, la diversidad de leyes

y disciplinas desanimaría el reduccionismo

epistemológico. Por ello, la única posibilidad de unidad

es subjetiva y tiene un carácter pragmático, regulativo y

moral: “Las diversas ramas esenciales del estudio del

mundo o del mundo del hombre nos descubren una

multitud creciente de leyes diferentes, que

permanecerán constantemente irreductibles entre sí…

Aunque sean en la mayor parte ignoradas aún, y muchas

deban serlo siempre, hemos de constar muchas de ellas

lo bastante para hacer inquebrantable el principio

fundamental del dogma positivo, la sujeción de todos los

fenómenos a relaciones invariables. El orden producido


por el conjunto de las leyes reales lleva el título general

de azar o destino, según nos son desconocidas. Esta

distinción conservará siempre gran importancia práctica

12
, puesto que la ignorancia de estas leyes equivale, para

nuestra conducta, a su no existencia, impidiéndonos toda

previsión racional y, desde luego, toda intervención

regular. Se puede, no obstante, esperar encontrar, para

cada caso esencial, reglas empíricas que, pese a su

insuficiencia teórica, nos preserven de una actividad

desordenada” [Idem]. La consideración de este

panorama afina el sentido práctico y, sobre todo, la

posición del hombre frente a la naturaleza.

El Positivismo no es un empirismo.

Comte reconoce que el positivismo, buscando el

estudio de las leyes, “camina sin cesar entre dos sendas

igualmente peligrosas, el misticismo, que quiere

penetrar hasta las causas, y el empirismo que se limita a

los hechos”. Encarando las dificultades que el empirismo

representa ante la unidad objetiva o estática, Comte

12
El subrayado es de mío.
distingue entre positivismo y empirismo. A diferencia

del último, el positivismo explica el mundo y los hechos

determinando “las condiciones fundamentales de cada

existencia antes apreciar sus diversos estados

sucesivos”. Tal es cometido de la sociología estática.

Ahora bien, para Comte, las “condiciones de existencia”

no se resuelven en modelos mecánicos ni fisiológicos.

Legatario de Leibniz, el análisis de las condiciones de

existencia registra series de interacciones dinámicas.

Comprendiendo un principio de epistemología

empirista, la ley estática consiste, en efecto, “en la

subordinación continua de nuestras construcciones

subjetivas a nuestros materiales objetivos”. En este

aspecto, Comte se declara aristotélico. El mundo real

ofrece la materia del conocimiento, el entendimiento y la

forma. Sin embargo, esta relación, realista en principio,

está regulada por una regla pragmática. En efecto, “esta

representación no implica ni exige una exactitud

absoluta. Su grado de aproximación está regulado por

nuestras necesidades prácticas, que miden la precisión

conveniente a nuestras previsiones teóricas” [Catecismo

Positivista. Diálogo Sexto, pag. 184].


La historia

En armonía con sus presupuestos, la metodología

positiva presenta una concepción de la histórica, toda

vez que “las leyes de la existencia se manifiestan sobre

todo durante el movimiento”. La preeminencia de la

visión histórica es consecuencia de las premisas

evolucionistas que esgrime el método positivista.

En el Plan, la historia está destinada a ser “la base

positiva” de la teoría política, habiendo de suministrar

observaciones sistemáticas sobre “la marcha general del

espíritu humano”. Presentándose con esta vestidura, el

concepto de evolución es inseparable de la idea de

positivismo. Estando ligada la concepción positiva a un

proyecto de reorganización de la sociedad, Comte

formuló en el Plan la necesidad de una “doctrina nueva

verdaderamente orgánica, la única capaz de determinar

con la crisis terrible que atormenta a la sociedad”. Esa

crisis era la inestabilidad política francesa tras la

Revolución de Julio.

Los conceptos de desarrollo y progreso orgánico son

los brazos de la noción de evolución. Así, pues, una


concepción orgánica, tal y como exigía Comte, aparejaba

una interpretación evolutiva del espíritu humano. Para

el padre del positivismo, es de cajón que el espíritu

humano está sometido a un patrón de desarrollo gradual

y progresivo. La meta de la evolución es la edad positiva,

época postrera en la que se verifica la armonía entre

orden y progreso. Alcanzada ésta, el hombre tiene una

representación real y correcta del mundo y la sociedad.

En tal representación, la teoría determina la práctica; el

conocimiento, la acción. La unidad de estos dos

eslabones es la auténtica unidad orgánica a realizar por

la ingeniería social positivista. Por tales razones, Comte

esta especialmente interesado en demostrar que la

humanidad está ordenada a una ley de evolución

intelectual, cuyo remate es el espíritu positivo, bajo cuya

autoridad pública la Humanidad, en pleno poder de sus

luces, deja a la sociología la gestión de su rumbo.

Los tres estadios de la Humanidad

Así las cosas, Comte plantea la ley histórica de los tres

estados de la humanidad; su exposición involucra los

mencionados supuestos evolutivos, todos ellos de estirpe


leibniziana: “Por la naturaleza misma del espíritu

humano, cada rama de nuestros conocimientos esta

obligada en su marcha a pasar sucesivamente por tres

estados teóricos distintos”. Religioso el primero;

abstracto o metafísico, el segundo; “científico o

positivo”, el tercero. Digna de nota es la subordinación

de la historia a una premisa evolutiva, cuya redoma es la

biología. La historia es el tipo de acontecer afín a los

organismos vivos, lo cual, dado el punto de mira de

Comte, no puede extrañarnos. La historia, en primer

término, es un acontecimiento geológico, un episodio de

la corteza terrestre, en donde surge la vida orgánica y

luego los proto organismos y después la vida animal y

humana.

Esta “marcha progresiva del espíritu humano” surte

el adecuado contexto para la comprensión de la filosofía

positiva, puesto que, como sostiene el Curso, “ninguna

concepción puede elaborase con acierto si no es por la

historia”. La ley de los tres estados expone, en síntesis,

“el desarrollo total de la inteligencia humana”. Esta se

halla sometida a esa progresión de estadios por una “ley

fundamental”. Comte la deduce de “pruebas racionales


suministradas por nuestro conocimiento de la

organización” de la anatomía de los vertebrados y su

fisiología y también por “verificaciones históricas

resultantes de un examen atento del pasado”. El fuste de

la argumentación de Comte a este respecto es el

principio leibniziano de continuidad. La transición de

una etapa a otra, y las diversas gradaciones de cada una

de ellas, está regulado: “Así se comprende, en efecto, que

nuestro entendimiento, obligado a avanzar por

gradaciones casi insensibles, no podía pasar,

bruscamente y sin intermediarios, de la filosofía

teológica a la filosofía positiva”.

Los problemas de continuidad surten una serie de

categorías de la física mecánica como, por ejemplo, la

noción de velocidad. Comte considera que “las diferentes

ramas de nuestros conocimientos no han realizado con la

misma velocidad las tres grandes fases de su desarrollo

mencionadas. Tampoco han llegado simultáneamente al

estado positivo. Tocante a ello existe un orden invariable

y necesario, que nuestros modos de consideración han

seguido de manera obligada en su progresión” [Curso, p.

36].
Sin duda, es original introducir la velocidad en la

consideración de la evolución y el desarrollo histórico.

En el Plan, Comte se había referido a la velocidad para

evocar el impacto del cambio social en una época de

intensa aceleración histórica: “Sin duda, la organización

total del sistema a establecer en la actualidad puede

hacerse con mucha más rapidez, a causa del progreso de

la inteligencia y de la esencia más natural y sencilla del

nuevo sistema. Pero como en el fondo la marcha de la

sociedad es siempre la misma necesariamente, con más

o menos velocidad, porque depende de la permanente

naturaleza de la constitución humana, esta gran

experiencia no deja de probarnos que es absurdo querer

improvisar el plan total de la reorganización social hasta

en el más insignificante detalle.” Esta conclusión es

menos práctica que escéptica. Al depender de la

“permanente naturaleza de la constitución humana”, la

marcha de la sociedad mantendría, pues, una velocidad

constante, y no habría apremio ni siquiera en una época

tan profundamente revolucionaria como la de Comte y

Flaubert.
El paradigma biológico de la historia

La biología ofrece a Comte el paradigma del método

histórico. Ciencia arquetípica, ella aporta un tipo de

método comparativo del que la ciencia histórica puede

nutrirse con provecho. Bajo esta especie, la historia tiene

réditos en la sociología, en particular en los fueros de la

dinámica social. El método histórico es en buena

proporción una aplicación del método comparativo, que

la ciencia de los organismos ha desarrollado motu propio

y con decisiva eficacia en la primera mitad del siglo XIX.

La lectura histórica de las sociedades humanas en

clave biológica abreva en el supuesto de ser ellas

organismos, seres vivos, colectividades organizadas,

hormigueros y termiteros humanos. “En la biología –

observa Comte– no es posible explicar una función o un

órgano si no se considera la totalidad del ser vivo. Lo

mismo es el caso de la sociología, ya que su objeto de

estudio, la sociedad, es un organismo” [Sistema de

Política Positiva, pagina 95]. El examen morfológico de

las organizaciones humanas, el estudio de sus formas

orgánicas, el detallamiento de las relaciones entre el

sistema y sus funciones, traza el perímetro de la


sociología estática, que hace el inventario de las

estructuras o de invariables como la familia, la división

del trabajo, las razas y la organización de los poderes,

entre otras. Con el auxilio de tal enfoque, la estática

social “corresponde a la doctrina positiva del orden, que

consiste en la armonía de las diversas condiciones de

existencia de las sociedades humanas”, según el Curso.

La inspección de la historia natural es, por supuesto,

un eslabón indispensable de este orden, pues el hombre,

desde un principio, es un organismo natural. Por razones

de este orden, “la determinación abstracta de las leyes

generales de la vida individual descansa

necesariamente… en hechos tomados de la historia

efectiva de los diferentes seres vivos…” Esta clase de

investigaciones naturales, explica Comte, son abstractas,

dando lugar a “una historia sin nombres de personas ni

aun de pueblos”, a una historia “estática”, a una historia

simplemente natural. Dentro de sus confines, “sería

imposible, por ejemplo, concebir la historia efectiva de

la humanidad separadamente de la historia real del

globo terrestre, teatro inevitable de su actividad

progresiva”. Recabando “la investigación abstracta de


las leyes fundamentales de la sociabilidad”, la estática

descubre las leyes de los fenómenos naturales de la

sociabilidad humana, con sus características

permanentes e inmodificables. Así planteada, la

investigación sobre la estática social practica la

anatomía de las sociedades, mostrando su sistema óseo.

Pero esta vía, advierte Comte, no debe confundirse “con

la historia concreta de las diversas sociedades humanas,

cuya explicación satisfactoria no puede resultar sino de

un conocimiento ya muy avanzado del conjunto de estas

leyes”.

Remontando la historia natural humana, está la

historia concreta, el objeto de la sociología dinámica, el

campo de la historia humana. En efecto, la visión e

investigación del pasado del hombre, de la continuidad

entre las épocas, las acciones y las generaciones

humanas —lo que en términos amplios es la historia— es,

para Comte, una “función indispensable” de la

sociología, debiendo titular “sus principales

especulaciones” de la sociología, alimentándola y

dirigiéndola. La historia es, en consecuencia, la figura

tutelar de la sociología.
La Sociología

A poco de profundizar en la idea comtiana de

historia, resalta el liderazgo sistemático de la sociología,

la ciencia encargada de completar el lazo enciclopédico

de los saberes. Ciencia última, en el sentido aristotélico,

la sociología encarna la meta del saber, cerrando el ciclo

progresivo de las ciencias, pues ellas cobran sentido

positivo por la historia, que las orienta en el sentido más

primordial de regular el orden humano y de armonizar el

destino de la Humanidad. En virtud de tal fin, “la historia

verdaderamente racional de los diferentes seres

existentes, individuales y colectivos, no comenzará, bajo

ningún aspecto, a ser regularmente posible sino cuando

el sistema entero de las ciencias fundamentales haya

sido previamente completado por la creación de la

sociología” [Curso de Filosofía positiva, página 60].

La historia “verdaderamente racional” no soslaya su

patrón evolutivo y teológico, su amplio telón de fondo;

exhibe una continuidad en los hechos tanto naturales

como culturales, y representa la progresión del genero

humano, paso a paso, generación tras generación,


estadio tras estadio, avanzando a través de una línea

continua. Siendo el cometido del conocimiento ordenar

hechos bajo leyes, la historia (conjugada según el

paradigma verbal del positivismo) es la ciencia llamada

certificar el orden de esa progresión sucesiva,

testimoniando una pauta funcional, es decir, un

desarrollo orgánico.

En suma: “Nuestra apreciación histórica del

conjunto del pasado humano constituye evidentemente

una verificación decisiva de la teoría fundamental de

evolución que he fundado y que –me atrevo a decir– está

tan plenamente demostrada como ninguna otra ley

esencial de la filosofía natural. Desde los comienzos de

la civilización hasta la situación presente de los pueblos

más adelantados, esta teoría nos ha explicado el

verdadero carácter de las grandes fases de la humanidad,

la participación propia de cada una de ellas en la eterna

elaboración común y su exacta filiación, poniendo en

unidad perfecta y rigurosa continuidad en ese inmenso

espectáculo donde se ve de ordinario tanta confusión e

incoherencia”.
Gracias a esta ley, se puede precisar entonces,

conforme a los intereses del espíritu positivo, “la

tendencia general de la civilización actual”. Acotando el

nivel de evolución ya alcanzado, ella da “la indicación

necesaria de la dirección que hay que imprimir al

movimiento sistemático para hacerle converger

exactamente con el movimiento espontáneo”. Siendo la

era positiva el tope evolutivo, esta ley prescribe la

reorganización social al tenor de los elementos positivos

“para construir un nuevo sistema social, más homogéneo

y estable que jamás pudo serlo el sistema teológico,

propio de la sociabilidad preliminar”. El conocimiento

positivo de la historia, por encima de esa “incoherente

complicación de hechos impropiamente llamada

historia”, redunda en la planificación racional de la

sociedad: “Toda tentativa que no se remonte hasta esta

fuente lógica, será impotente contra el desorden actual,

que sin duda alguna, es ante todo mental. Pero, bajo este

aspecto fundamental. El simple conocimiento de la ley de

evolución viene a ser principio general de tal solución,

estableciendo entera armonía en el sistema total de

nuestro entendimiento, por la universal preponderancia


así procurada al método positivo, tras su extensión

directa e irrevocable al estudio racional de los

fenómenos sociales, los únicos que hasta hoy no han sido

suficientemente interpretados por los espíritus más

avanzados«.
4

LA ESTÉTICA POSITIVISTA
DE
HIPÓLITO TAINE

Un libro no es más que una seria de frases


que el autor pronuncia o hace pronunciar
a sus personajes; los ojos y las orejas
corporales no perciben más, y todo lo que
el oído y la vista interiores verán en ellos
de más no les será revelado sino por la
intervención de esas mismas frases.

H. Taine.

La Filosofía del Arte de Hipólito Taine es una

aplicación ortodoxa de los principios del positivismo de

Comte a la estética. En esta obra de gran aliento, Taine


revisa las condiciones empíricas que acunaron los hitos

de la historia del arte. Sería imposible tener una idea de

ella y de los fines de su autor sin un examen sumario de

las reglas del método positivo.

Taine encuadra la filosofía dentro del «sistema

general de las concepciones humanas«, según la

definición que Comte propusiera en el Curso. Poseyendo

un papel regulador, las ideas son el oxígeno del sistema

cultural, y el mismo mundo social y político está imbuido

de ellas, pues las ideas son el cerebro de las sociedades 51

Como ha escrito un estudioso de la obra de Comte a

propósito de esta cuestión, «las ideas no deben ser

estudiadas solamente en relación con los demás

elementos de la civilización, sino como la expresión

misma de la tendencia más profunda de la sociedad en

que se manifiestan« [Arnaud, Pierre. Sociología de

Comte, p.153]. Coloreando la vida social, las ideas son

51
“Las ideas gobiernan o desarreglan al mundo, o, en otros términos,
el mecanismo social en general reposa en definitiva sobre
opiniones”, se lee en el Curso. Según Comte, la “idea” es el
“enunciado dogmático de un hecho histórico correspondiente”, p. 54
del Apéndice al t. IV del Sistema de Política Positiva: Cf. Arnaud. Op.
Cit. Pág. 142.
elementos vivos, versátiles, «sistemas que están siempre

en movimiento” y que «cimientan la unidad social«.

Al socaire de Comte, Taine considera que toda

concepción posible sólo puede elaborarse con acierto

escudriñando su historia efectiva. Haciendo un

asombroso acopio de detalles y de una exhaustiva

observación de todos los aspectos que modulan la

totalidad de una época, Taine elabora una sinopsis de

épocas, movimientos y escuelas, apuntaladas en

relaciones de sucesión y similitud, los dos vectores

estructurales del análisis positivista.

La filosofía del Arte, en efecto, se puede considerar

como un gran cuadro de morfología cultural, siendo

quizá la primera investigación en sociología del arte y un

grande antecedente de la sociología cultural. Examina

con exactitud las circunstancias que han producido y

acompañado a las obras y las escuelas, determina con

acuidad las relaciones y las divergencias entre las épocas

y los movimientos, levanta el plano de ciudades,

paisajes, caracteres y geografías; describe las

influencias del hábitat y el medio ambiente sobre los

espíritus y las sensibilidades, teniendo siempre a la vista


de variedad de circunstancias y fenómenos, tal y como

señalara Comte.

El estudio de Taine tiene la traza de una

investigación morfológica, pues asume la consideración

gradual y comparativa de una serie de casos análogos,

que son las épocas, las geografías, los momentos, las

culturas, las obras, los autores, los temperamentos y los

caracteres. El método histórico, fijando la dirección

lógica de la investigación, la convierte de hecho en una

exploración sociológica sobre las condiciones que hacen

posible la existencia del arte.

En su famoso Curso Comte declaró que la comparación

histórica era el método positivo en la sociología: «En

efecto, se debe reconocer que, con la creación de esta

nueva rama esencial del método comparativo,

fundamental, la sociología perfeccionará… el conjunto

del método positivo, en beneficio de toda la filosofía

natural… Desde ahora, podemos señalar que este método

histórico ofrece la verificación más natural y la

aplicación más extensa de ese atributo característico que

hemos demostrado anteriormente en la marcha habitual

de la ciencia sociológica, y que consiste en proceder del


conjunto a los detalles«. En la Filosofía del Arte, Taine

sigue al maestro al pie de la letra. Lo dicho ilustra de

manera satisfactoria el giro sociológico que toma el

concepto de filosofía en el pensamiento estético de

Taine. Es una articulación histórica y comparativa de

edades socioculturales ligadas a circunstancias

geográficas, económicas e ideológicas, yendo a la busca

de sus elementos constitutivos, siguiendo este método de

análisis con una fidelidad e idoneidad irreprochable.

El método: teoría de los conjuntos

El capítulo primero de la Filosofía del Arte expone

con detalle los rasgos más conspicuos del método

positivo respecto de la naturaleza de la obra de arte. De

ella obtendremos una comprensión tanto más exacta

cuanto la consideremos dividiéndola en cuatro conjuntos

básicos: 1] la obra total del artista; 2] la escuela a la que

pertenece; 3] la vida del artista y 4] la vida de sus

contemporáneos. Puesto que la obra no se encuentra

aislada del mundo, ella depende de estos conjuntos. A


modo de totalidades, son su marco y factores que la

explican.

Punto esencial del método de Taine, cada conjunto

presenta un carácter especifico de la obra,

individualizándola y realzando su naturaleza singular.

Enmarcadas en la obra total de un creador, «las

diferentes obras de un artista son parientes, como hijas

de un mismo padre, es decir, tienen entre sí semejanzas

marcadas«.52 La más importante es el estilo, que da

relieve e identidad tanto al autor como a su época. Así

como un pintor «tiene su colorido, rico o apagado«, un

escritor «tiene sus personajes, violentos o pacíficos; sus

tramas, complicadas o sencillas; sus desenlaces, trágicos

o cómicos; sus efectos de estilo, sus períodos y hasta su

vocabulario«. Por lo tanto, el hecho que representa una

obra de arte queda vinculado, con necesidad, a este

primer conjunto, donde aparece el primer principio de

52
Las frases entrecomilladas, mientras no se haga advertencia,
pertenecen a Filosofía del arte, de Hipólito Taine. Edición de
Biblioteca Nueva, Buenos Aires, 1949. Traducción de G. Castillejo.
su legalidad. El primer conjunto esta, pues, definido por

el concepto de estilo.

Si las obras de un mismo autor tienen un aire de

familia inconfundible, también no es menos cierto que el

autor, hombre de una época, comparte con otros de su

misma generación afinidades temáticas y estilísticas,

perteneciendo, por consiguiente, a «un conjunto en el

cual él está comprendido, conjunto más grande que él

mismo, y que es la escuela o familia de artistas del

mismo país y del mismo tiempo a la cual pertenece«.

Junto a Shakespeare, encontramos «una docena de

dramaturgos superiores«, como Webster, Marlow y Ben

Johnson; junto a Rubens, una pléyade de pintores de su

misma talla, «todos los cuales han concebido la pintura

con el mismo espíritu y que, entre diferencias propias,

conservan siempre un aire de familia«. Para

comprenderlos, observa Taine, vale el esfuerzo hacer el

retrato del grupo, donde ellos ese «haz de talentos«,

destacan. Por ende, el segundo conjunto es el grupo de

artistas.

El tercer conjunto está ligado a la sociología de la

cultura, integrada principalmente por los criterios de


gusto de una generación, de una sociedad y una época.

Corriente de ancho cause, la cultura irradia sobre los

artistas, sus maneras de sentir y apreciar el mundo. A la

vista tenemos «el estado de las costumbres y del

espíritu«. Este configura una identidad e imprime un

carácter de época a sus creaciones. Artistas y público lo

comparten. Lejos de hallarse aislado, el artista está

vinculado con la vida de la época, que le suministra

costumbres, intereses, ideas, creencias, lenguas, religión

y educación. Entre estos aspectos, Taine destaca la vida

con los semejantes, el trato con los demás. El artista

forma parte de una comunidad étnica, mezcla su voz a la

suya; y si bien la voz del artista es la única que llega a

ser audible a través de la brecha de los siglos, bajo esta

voz se percibe «la gran voz infinita y múltiple del pueblo

que cantaba al unísono«. Obras de arte y creadores

crecen en un mundo compartido, son los ecos de una

cultura, los portavoces de una visión social e histórica.

La evidencia incontestable de ello es la España del

siglo XVI. Allí están Velázquez, Murillo, Zurbarán,

Francisco de Herrera; Lope, Calderón, Molina y

Cervantes. La vida de cada uno de ellos presenta casi el


mismo perfil: luchan en las guerras imperiales,

defienden la monarquía, son católicos apasionados y la

mayoría de ellos entran en el claustro al final de sus días.

«Por todas partes encontraríamos ejemplos semejantes

de la alianza y la armonía íntima que se establece entre

el artista y sus contemporáneos, y podemos concluir con

seguridad que si se quiere comprender su gusto y su

talento, las razones que les han hecho escoger tal género

de pintura o de drama, preferir tal tipo y tal colorido,

representar tales sentimientos, hay que buscarlo en el

estado general de las costumbres y del espíritu público«.

La obra de arte se alimenta, por lo tanto, de los estilos

de comunicación, la simpatía, que nos enlaza a ellas, y

las reglas de comunicación que impregnan una forma de

vida.

La teoría de los conjuntos concreta el carácter

sistemático y sociológico del arte. Artista y obra son

elementos de una totalidad vasta e intrincada. El tercer

conjunto ofrece a Taine el encasillamiento más

importante. Teniéndolo a la vista, fija una regla

definitiva, que es el punto arquimédico de la teoría del

arte. «Para comprender una obra de arte, un artista, un


grupo de artistas, es preciso representarse con exactitud

el estado general del espíritu y de las costumbres del

tiempo a que pertenecen. Allí se encuentra la explicación

última; allí reside la causa primitiva que determina el

resto«. Se trata de una verdad acreditada por la

experiencia. Las obras de arte, los períodos artísticos,

«las épocas de la historia del Arte«, marchan al compás

de los estados del espíritu y las costumbres. Estos rasgos

determinan, por consiguiente, la aparición y los

caracteres de la obra de arte.

El aspecto sociológico de la investigación de Taine

repunta también cuando compara el estado del espíritu

y de las costumbres con el clima y el suelo propicio en

donde puede crecer y desarrollarse una especie

particular de plantas. Una cultura es comparable a una

zona climática, cuya temperatura resulta benigna para

las especies que habitan en ella. Si por filosofía del arte

entendemos el estudio de las condiciones de existencia

de los fenómenos artísticos, investigar estas condiciones

equivale a acotar «un cierto número de circunstancias

reinantes, análogas en su género a lo que nosotros


llamamos a toda hora el estado general del espíritu y de

las costumbres. «

Toda obra de arte, por consiguiente, tiene su medio

ambiente especifico, una región cultural y una

temperatura moral. Como dice Taine, «lo mismo que hay

una temperatura física que por sus variaciones

determina la aparición de tal o cual especie de plantas,

lo mismo hay una temperatura moral que por sus

variaciones determina la aparición de tal o cual especie

de arte. « En consecuencia, «es necesario estudiar la

temperatura moral para comprender la aparición de tal

especie de arte, la escultura pagana o la pintura

realista…«, pues «las producciones del espíritu humano,

como las de Naturaleza viviente, no se explican sino por

su medio«.

Acorde con esta teoría, Giotto y Fra Angelico son

productos de su medio místico; Miguel Ángel, Rafael y

Ticiano, provienen de un medio pagano, siglo y medio

más tarde. El misticismo y el paganismo es la atmósfera

que alienta sus creaciones. El nacimiento de la pintura

italiana es inseparable de ese clima espiritual, de esa

temperatura de los estados del espíritu. Preside su


desarrollo, determina su florecimiento, da cuenta de sus

variedades y prescribe su decadencia.

La unidad de todos estos aspectos –conjuntos,

condiciones de existencia, hábitat cultural y clima

espiritual– conforman una estética o una «Filosofía de

las Bellas Artes«. Proponiéndose la descripción de los

fenómenos artísticos con base en esta metodología,

Taine surte una explicación completa del arte en general.

La valía de este método, menos dogmático que histórico

y positivo, consiste en constatar leyes en lugar de

imponer preceptos. En efecto, «la antigua estética daba

primeramente la definición de lo bello, y decía, por

ejemplo, que lo bello es una expresión del ideal moral, o

bien que lo bello es la expresión de lo invisible, o bien

que lo bello es la expresión de las pasiones humanas;

después, partiendo de ahí como de un artículo del

Código, absolvía, condenaba, amonestaba y guiaba. «

Lejos de ser prescriptivo o normativo, el fin de la estética

es exponer hechos y su génesis. El método positivo es un

método tan histórico como constructivo.


Mencionando todos los rubros de la investigación

positivista, Taine arguye: «El método moderno que yo

trato de seguir, y que comienza a introducirse en todas

las ciencias morales, consiste en considerar las obras

humanas, y en particular las obras de arte, hechos y

productos de los que es preciso marcar los caracteres y

buscar las causas; nada más. Así comprendida, la ciencia

no proscribe ni perdona; constata y explica. No os dice:

«Despreciad el arte holandés, es muy grosero y no

gustéis más que del italiano. « No os dice tampoco:

«Despreciad el arte gótico, es enfermizo, y no gustéis

más que del arte griego. « Deja a cada uno libertad de

seguir sus particulares predilecciones, de preferir lo que

es conforme a su temperamento y de estudiar con el

cuidado más atento lo que corresponde mejor a su propio

espíritu. En cuanto a ella, tiene simpatías por todas las

formas del Arte y todas las escuelas, hasta por aquellas

que parecen las más opuestas; las acepta como otras

tantas manifestaciones del espíritu humano: juzga que

mientras más numerosas y contrarias son, muestran el

espíritu humano a través de fases más nuevas y

numerosas; hace como la botánica, que estudia con igual


interés ya el naranjo y el laurel, ya el pino y el abedul; es

una especie de botánica aplicada, no a las plantas, sino a

las obras humanas. A ese título sigue el movimiento

general que aproxima hoy las ciencias morales a las

ciencias naturales, y que dando a las primeras los

principios, las precauciones y las direcciones de las

segundas, les comunica la misma solidez y les asegura el

mismo progreso«.

La concepción de la literatura

El análisis de la literatura de Taine entronca con las

consideraciones anteriores, que tienen una escala

naturalista, metódica y analítica; y apunta a encontrar

una ley subyacente en el arte y las obras. Cuando se

pregunta por la naturaleza del arte, Taine ofrece una

respuesta de este orden: en lugar de fórmulas, hechos,

«hechos positivos y que pueden ser observados. «El arte

no es un fenómeno enigmático; se lo puede analizar

como el botánico analiza una planta o como el zoólogo

estudia la morfología animal. No es necesario salirse de

la experiencia «y toda la operación consiste en descubrir

por comparaciones numerosas y eliminaciones


progresivas los trazos comunes que pertenecen a todas

las obras de arte, al mismo tiempo que los rasgos

distintivos por los cuales las obras de arte se separan de

los demás productos del espíritu humano«.

La obra de arte revela un carácter esencial o

sobresaliente, «de una manera más completa y clara que

lo hacen los objetos reales«. En virtud de ello, la obra es

resultado de una idealización. El artista construye un

ideal cuando selecciona de la realidad una serie de

aspectos pertinentes, sometiendo el objeto real a una

transformación perceptiva: «Este objeto, así

transformado, se encuentra conforme a la idea; en otros

términos es ideal. Así, las cosas pasan de lo real a lo ideal

cuando el artista las produce modificándolas conforme a

su idea, y las modifica conforme a su idea cuando

recibiendo y haciendo sobresalir en ella algún carácter

notable, altera sistemáticamente las relaciones

naturales de sus partes para hacer ese carácter más

visible y más dominante« [Parte Quinta, Cap. I].

Razones lógicas e históricas conducen a Taine a

afirmar que todos los caracteres tienen idéntico valor,

no habiendo motivo para preferir unos sobre otros, de


modo que no hay un carácter que valga más que otros, ni

hay un patrón ideal estricto para cada objeto que dé la

escala de aproximación y apreciación correcta; tampoco

es posible dar un principio de subordinación que señale

rangos a las diversas obras de arte. Este orden de

razones muestra que «todas las obras de arte son del

mismo nivel y que el campo está abierto a lo arbitrario.

« Las especies y grados del ideal son subjetivas; el mismo

asunto se presta a ser tratado «de una manera, de la

manera opuesta y de todas las maneras intermedias«, sin

menoscabo para el arte. La historia rubrica estas

conclusiones cuando nos muestra la recurrencia

temática de tipos humanos como el avaro o como el

padre maltratado por sus hijos, en Edipo de Sófocles, El

rey Lear de Shakespeare y El padre Goriot de Balzac. En

la pintura, bastará recordar las Cenas de Cristo o las

mitologías de Rafael y Rubens.

El análisis concluye indicando el valor absoluto de

todos los caracteres notables, pues los grados del ideal,

y los caracteres desplegados, corresponden a «alguna

parte esencial de la naturaleza humana o a algún

momento esencial del desarrollo humano«, de suerte que


«todos los grandes asuntos resueltos con respecto a la

vida tienen un gran valor. Siglos y pueblos enteros se han

empleado en sacarlos a la luz; lo que ha manifestado la

historia, el Arte lo resume«.

La estática de los caracteres

Los aspectos de orden estructural o estático están

contemplados en un amplio, elaborado y bien ceñido

análisis sobre la importancia del carácter. Partiendo del

principio de la subordinación de los caracteres

descubierto por las ciencias naturales en el siglo XIX,

Taine establece un concepto de carácter, de esencial

importancia para la comprensión de la literatura y, en

general, de los aspectos relativos a la dinámica de ésta.

Si miramos sumariamente el rendimiento de la cuestión,

redunda en un método de comprensión basado en una

«regla de valuación« tomada de la genética para

construir una tipología de los caracteres morales.

Esa regla de valuación es el principio de la

subordinación de los caracteres, origen de todas las

clasificaciones de la botánica y de la zoología. Este

principio tiene grande cabida en un análisis estructural,


pues en un organismo se pueden reconocer que ciertos

rasgos son más importantes que otros por ser lo más

constantes o lo menos susceptibles de modificación. Los

rasgos tienen constancia, perduran, acompañando a la

entidad desde el principio hasta el fin. Esos rasgos son

los más vitales, los más fuertes, los más resistentes al

medio, que también puede atacar o alterar a los

organismos. «En otros términos, un carácter trae y lleva

consigo caracteres más invariables y más importantes

cuanto más invariable y más importante es él«.

Los caracteres se clasifican en permanentes y

modificables, en originales y derivados, en variables e

invariables: «La conclusión que legan las ciencias

naturales a las morales, es que los caracteres son más o

menos importantes según son las fuerzas más o menos

grandes; que la medida de sus fuerzas se encuentra en el

grado de su resistencia al ataque; que, por lo tanto, su

invariabilidad más o menos grande les asigna en la

jerarquía un puesto más o menos elevado; es, en fin, que

su invariabilidad es tanto mayor cuanto más profunda

capa constituyen en el ser y cuanto más pertenecen, no a

su constitución, sino a sus elementos. «


Estos principios se pueden aplicar a la literatura,

pues ella tiene por objeto al hombre moral. La historia

determina el orden de importancia de los caracteres y

muestra a la vez sus diversos grados de variabilidad,

ofreciendo el modo de inferir el orden de subordinación

de los caracteres en el hombre moral. Al actuar sobre el

hombre, los acontecimientos practican una selección,

manifestando «nuestra geología moral«.

Hay caracteres secundarios como los que delatan la

moda, esa capa movediza de costumbres, gustos e ideas

superficiales. La moda es «una modalidad del espíritu

que dura tres o cuatro años«. El segundo estrato tiene

una duración menos superficial; dura cuarenta años,

«alrededor de una mitad de un periodo histórico«, y

comprende los modos y actitudes de una generación

entera. El tercer orden está compuesto por caracteres

que duran un periodo histórico completo, como en la

Edad Media, el Renacimiento o la época clásica. En un

período histórico reina «una misma forma de espíritu

durante uno o varios siglos…« Por último, está la capa

granítica, ese «grupo de instintos y de aptitudes sobre

las que han pasado sin hacer presa las revoluciones, las
decadencias y la civilización« y es «el mismo fondo del

alma y del espíritu«. A partir de aquí podemos avanzar

hasta los caracteres comunes a los pueblos de la misma

cepa y a los caracteres comunes a toda la humanidad

superior.

El principio de la subordinación de los caracteres es

válido tanto para el reino animal como para el humano.

La jerarquía va de lo externo a lo interno, desde las capas

más aleatorias hasta tocar las más íntegras, las más

consistentes, las menos inamovibles. Las primeras son

transitorias, destellan en el tiempo con mayor o menor

brevedad; pero las últimas expresan el rango superior; y

si «pertenecen a los caracteres más estables, y si éstos

son más estables es que, siendo más elementales, están

presentes en una superficie más grande y no son

arrolladas más que por una revolución más grande«.

Correspondencia entre valores morales y literarios

Esta ley es válida también de la psicología del

individuo. En él se distinguen disposiciones y aptitudes

innatas y derivadas, pautas elementales y características

mudables. Taine aplica el mismo ordenamiento a la


escala de los valores literarios, habida cuenta de la

correspondencia entre valores morales y valores

estéticos. El valor de una obra está circunscrito a la

densidad, fuerza, potencia, estabilidad y duración del

carácter en ella expresado: «Siendo todas las demás

circunstancias iguales, según que el carácter puesto en

relieve por un libro es más o menos importante, es decir,

más o menos elemental y estable, ese libro es más o

menos hermoso. «

Sondas lanzadas a través de las capas geológicas

morales del hombre, las mejores obras literarias

expresan tanto mejor la densidad de esos mundos

elementales cuanto más éstos imprimen en ellas su

propio grado de potencia y de duración: «varios casos

muy notables demuestran con una perfecta evidencia

cómo el valor de la obra aumenta y disminuye con el

valor del carácter expresado. « Acorde con este

principio, hay una literatura de moda, obras del

momento; obras afincadas en caracteres un poco menos

efímeros; y obras clásicas, que sobrepasan los gustos de

una generación y a todas se imponen.


La ley de subordinación de los caracteres explica la

producción de un autor. Entre el conjunto de sus obras,

podemos discernir la misma escala geológica, encontrar

una simetría análoga de valores, personajes, caracteres,

tramas y estilos de perfección variable y de cuestionable

validez. Ninguno de los grandes –Cervantes,

Shakespeare, Defoe, Balzac– constituye una excepción.

Así como hay porciones inferiores en la obra de un

escritor superior, también hay obras superiores aisladas

entre las menores: «Se pueden citar escritores que entre

veinte obras secundarias han dejado una obra de primer

orden. En uno y otro caso, el talento, la educación, la

preparación, el esfuerzo, todo era semejante; sin

embargo, en el primero ha salido del crisol una obra

vulgar; en el segundo, ha visto la luz una obra maestra.

Es que en el primer caso, el escritor no había expresado

más que caracteres superficiales y efímeros, mientras

que en el segundo ha fijado caracteres profundos. «

La obra maestra expresa «un carácter profundo y

durable« y «su puesto es tanto más alto cuanto más

durable y profundo es este carácter«. Ella es la

fisionomía de un período histórico, resume los instintos,


facultades y disposiciones de una raza; representa tipos

profundamente humanos, abraza, como La Divina

Comedia y Fausto, épocas enteras, mostrando «esas

fuerzas psicológicas elementales que son las últimas

razones de los acontecimientos humanos«. En suma,

«van más allá de los límites ordinarios del tiempo y del

espacio; en todas partes en donde se encuentra un

espíritu que piense, son comprendidas; su popularidad

es indestructible y su duración indefinida. Última prueba

de la relación que liga los valores morales a los valores

literarios y del principio que ordena las obras de arte

debajo o encima unas de otras, según la importancia, la

estabilidad y la profundidad del carácter histórico o

psicológico que han expresado«. [Filosofía del Arte.

Quinta parte, cap. III].

La dinámica del carácter y la tipología de los

personajes

Desde el punto de vista positivista, el estudio del

carácter comprende dos aspectos. Su consideración

estática, según las condiciones de existencia, que tienen

un contorno biológico y geológico. Atravesando una


sucesión de capas, esta consideración, como hemos visto,

penetra la médula del carácter, encontrando sus

características más estables y elementales en donde

reside su valor. El segundo aspecto trata de los

elementos dinámicos del carácter, abarcando su

vitalidad y las leyes de su dinamismo.

Desde el ángulo de una consideración dinámica, el

carácter es una fuerza dotada de un impulso tanto

interno como externo. Las composiciones de esa fuerza,

la manera como ella forma una integral, da al carácter

un aspecto beneficioso, haciéndolo apto para contribuir

a la conservación y al desarrollo del individuo que lo

posee. De acuerdo con Taine, ambos aspectos son el

criterio de valor de los caracteres y los patrones para

valuar las obras de artes.

El punto de vista dinámico compara los caracteres

con fuerzas naturales. Los caracteres admiten una

consideración externa o mecánica, por una parte, y

consideración interna o moral, por la otra. En el primer

caso, la fuerza actúa dentro de un conjunto de fuerzas y

es superior cuando se resiste y se opone a las otras

anulándolas. En el segundo caso, la fuerza «considerada


por sí misma, es más grande cuando el curso de sus

resultados la conduce, no a anularse, sino a

acrecentarse. « [Quinta parte, cap. III, I]. O bien la fuerza

sufre el efecto de otras fuerzas o bien sufre su propio

efecto. Ambos respectos proveen dos tipos de valuación,

toda vez que el carácter está constituido por dos

diferentes clases de potencias.

El carácter moral consiste en una armonía o

equilibrio entre todas las fuerzas dominantes. «En la

corriente tempestuosa de la vida, los caracteres son o

pesos o flotadores, que tan pronto nos echan a pique

como nos mantienen en la superficie. Así se establece

una segunda escala; los caracteres se clasifican en ella,

según que nos sean más o menos perjudiciales o

saludables, por la grandeza de la dificultad o de la ayuda

que introducen en nuestra vida para destruirla o para

conservarla« [V, Cap. III, II].

El carácter tiene un valor vital y una posición dentro

de la vida. Las «dos direcciones principales de la vida«

son la inteligencia, el órgano del conocimiento, y la

voluntad, el instrumento de la acción. «De donde se

deduce que todos los caracteres de la voluntad y de la


inteligencia que ayudan al hombre en la acción del

conocimiento, son beneficiosos, y los contrarios

perjudiciales« [V, Cap. III, II]. Al hilo de estas premisas,

elabora Taine una tipología de los caracteres favorables

al sabio, al científico, al político y al artista. «En el

artista es la sensibilidad delicada, la simpatía vibrante,

la reproducción interior e involuntaria de las cosas, la

súbita y original comprensión de su carácter dominante

y de todas las armonías que le rodean. Encontraréis para

cada clase de obra intelectual un grupo de disposiciones

análogas y claras. Son éstas otras tantas fuerzas que

conducen al hombre a su objeto, y está claro que cada

una en su dominio es beneficiosa, puesto que su

alteración, su insuficiencia o su ausencia imponen a ese

dominio la aridez y la esterilidad« [V, Cap. III, II].

Esta teoría conduce a una escala de juicio moral de

los valores literarios. Habríamos de preferir las obras

que representan un carácter beneficioso a las que

expresan un carácter perjudicial. Los héroes tienen

preferencia sobre los «personajes adocenados,

chabacanos, tontos, egoístas, débiles y vulgares«. Vale

más la obra que presenta a un héroe que la que presenta


a un incapaz. A continuación, Taine presenta una

taxonomía que presenta, yendo de la menor a la mayor

excelencia, los tipos de la literatura realista o cómica, la

novela picaresca, el teatro y la novela realista [Balzac,

Fielding, Scott, Moliere].

El realismo sin idealización es el estigma que ha

condenado a los miembros de esta capa inferior a vivir

en el último círculo de la vulgaridad. «Habiéndose

propuesto esos escritores pintar a los hombres tal y

como son, se han visto obligados a pintarlos de un modo

incompleto, mezclados, inferiores la mayor parte de las

veces, abortados en su carácter o empequeñecidos por su

condición« [V, Cap. III, III]. Los grandes escritores, por

el contrario, atenúan este rasgo, usando de tales

personajes para resaltar a las figuras principales,

creando un contraste irónico, como es el caso de

Flaubert, el maestro de la intensificación de los efectos.

En el siguiente estrato se agita «una familia de tipos

poderosos, pero incompletos, y en general desprovistos

de equilibrio. Una pasión, una facultad, una disposición

cualquiera de espíritu y de carácter se ha desarrollado

en ellos con un acrecentamiento enorme, como un


órgano hipertrofiado, en detrimento de los demás, entre

todo género de estragos y dolores«. Es el tema trajinado

de las literaturas dramáticas o filosóficas. «Los hallaréis

en los trágicos griegos, españoles y franceses, en Lord

Byron, en Víctor Hugo, en la mayor parte de los grandes

novelistas, desde Don Quijote hasta Werther y Madame

Bovary«. Incluso Shakespeare y Balzac «Pintan siempre

con preferencia la fuerza gigantesca, pero malhechora

para los demás o para ella misma. De doce veces diez, en

ellos el principal personaje es un maniático o un

malvado; está dotado de las facultades más finas o más

fuertes, a veces de los sentimientos más generosos y más

delicados; pero por una falta de dirección superior, estas

fuerzas le conducen a su pérdida y se desencadenan a

costa del prójimo«. Sí, aunque son obras profundas,

aunque «manifiestan mejor que las demás los caracteres

importantes, las fuerzas elementales, las capas

profundas de la naturaleza humana«, aunque al leerlas

pulsamos «las leyes que gobiernan el alma, la sociedad y

la historia«, nos dejan una impresión penosa,

insatisfactoria, deslucida: nos han mostrado demasiadas

miserias y demasiados crímenes.


En el último peldaño aparecen los personajes

equilibrados, los héroes verdaderos, las figuras

armónicas y acabadas. Su centro es la nobleza espiritual

de la vida moral. «Shakespeare y sus contemporáneos

han multiplicado las imágenes perfectas de la inocencia,

de la bondad, de la virtud, de la delicadeza femenina«.

Tenemos las heroínas de Dickens, los caracteres nobles

y puros de Balzac, escritores que han puesto en escena

«los sentimientos hermosos y las almas superiores«. Sin

embargo, esta clase de obras superiores son raras. Los

astros del cielo ideal se han apagado en la edad positiva,

un signo de la perturbación espiritual de la época. A

juicio de Taine, «el ambiente de las civilizaciones

avanzadas no es bueno para ellas«.

Taine liga finalmente estos tipos morales a los estados

sociológicos correspondientes a las edades de una

civilización: «Hay una época para cada uno de los tres

grupos de tipos y para los tres grupos de literatura;

tienden a producirse, uno en la decadencia, otro en la

madurez, otro en la primera juventud de una

civilización. En las épocas muy cultivadas, muy

refinadas, en las naciones un poco envejecidas, en el


siglo de las hetairas en Grecia, en los salones de Luis XIV

y en los nuestros, aparecen los tipos más bajos y los más

verdaderos, las literaturas cómicas y realistas. En las

épocas adultas, cuando la sociedad está en su pleno

desarrollo, cuando el hombre está en la mitad de alguna

gran carrera, en Grecia en el siglo V, en España y en

Inglaterra a finales del siglo XVI, en Francia en el siglo

XVII y hoy, aparecen los tipos poderosos y dolientes, y

las literaturas dramáticas y filosóficas. En las épocas

intermedias, que de un lado son de madurez y del otro de

decadencia, hoy, por ejemplo, las dos edades se mezclan

por una usurpación recíproca, y cada una de ellas

concibe las creaciones de la otra al lado de las propias«

[V, Cap. III, III].

La ley de la convergencia de los efectos

La última parte de la Filosofía del Arte presenta la

albumina de la teoría literaria de Taine y epitomiza el

estudio del carácter «cuando se transporta a la obra de

arte« [Parte V, cap. IV, I]. Se precisan dos condiciones:

que los caracteres «tengan en ellos mismos el mayor


valor posible« y «que en la obra de arte los caracteres

dominen lo más que les sea posible«. Merced a tales

condiciones, los caracteres destacan sobre el anónimo

fondo natural, manifiestan todo su esplendor y todo su

relieve: «sólo de este modo serán más visibles que en la

Naturaleza«. Mas para ello, «es preciso evidentemente

que todas las partes de la obra contribuyan a su

manifestación. Ningún elemento debe permanecer

inactivo o llamar la atención por el otro lado; sería una

fuerza empleada en contrasentido. En otros términos, en

un cuadro, una estatua, un poema, un edificio, una

sinfonía, todos los efectos deben ser convergentes. El

grado de esta convergencia señala el puesto de la obra. «

En las secciones anteriores la lógica natural de los

caracteres tiene dos aspectos: «tan pronto el carácter es

una de esas potencias primitivas y mecánicas, que son la

esencia de las cosas, tan pronto es una de esas potencias

ulteriores y capaces de agrandarse, que señalan la

dirección del mundo«. Ambos aspectos explican «por qué

el Arte es superior cuando, tomando por objeto la

Naturaleza, manifiesta ya alguna parte profunda de su

fondo íntimo, ya algún momento superior de su


desarrollo« [Parte V, cap. III, VI]. El estudio de la

convergencia de los efectos trata de la inmanencia del

carácter, su despliegue y su autonomía.

La obra del arte es una intensificación del carácter. Lo

muestra idealmente, es decir, separado de la naturaleza,

de la cual forma parte y en la cual termina disolviéndose

sin dejar rastro. La regla de la convergencia de los

efectos explica por qué un carácter «puede en una obra

de arte manifestarse más claramente que en la

Naturaleza«, y cómo también «toma un relieve más

poderoso cuando el artista, empleando todos los

elementos de su obra, hace converger todos sus efectos«

en una sola alma, en un solo asunto. La regla de la

convergencia de los efectos surte una tercera y última

ley y una escala de valuación: «Las obras de arte son más

hermosas cuanto más se imprime y expresa en ellas el

carácter con ascendente más universalmente dominador.

La obra maestra es aquella en la cual la mayor potencia

recibe el mayor desarrollo« [Quinta parte, cap. IV, VI].

Tres elementos de la obra de arte


Los tres elementos de la obra de arte literaria son el

carácter, la acción y el estilo.

Los tres pertenecen al orden de la convergencia de los

efectos y catalogan respectivos grados de convergencia.

Los personajes se resuelven en «personajes dotados

todos de un carácter claro«, en el que además «se pueden

reconocer varias partes«. Una parte es el fondo innato

de facultades e instintos, su fuerza, dimensiones y

proporciones; otra, la manera como esos estratos están

ligados a un temperamento físico. La resultante del

conjunto de las partes es la influencia de la educación, el

aprendizaje, la socialización, los acontecimientos y el

destino, que van a completar o contrariar un carácter.

Un carácter, por lo tanto, es la integral de todas

aquellas variables: «Cuando estas fuerzas diferentes, en

vez de anularse unas a otras, se añaden unas a otras, su

convergencia imprime en el hombre una señal profunda

y veréis aparecer los caracteres sorprendentes o fuertes.

Esta convergencia, que con frecuencia se echa de menos

en la Naturaleza, no falla jamás en la obra de grandes

artistas: razón por la cual sus caracteres, compuestos de

los mismos elementos que los caracteres reales, son más


poderosos que estos caracteres. « [Quinta parte, cap. IV,

II].

Shakespeare es el más sabio artesano de los

caracteres: «En un gesto, en una fuga de la imaginación,

en una incoherencia de ideas, en un modo de frasear, en

una llamada« nos da un indicio de «todo el interior, todo

el pasado y todo el porvenir del personaje«, todo lo que

lo sostiene. Balzac «ha manejado los tesoros de la

naturaleza moral. Ninguno ha demostrado mejor la

estructura del hombre, el andamiaje sucesivo de sus

diversos niveles, los efectos superpuestos y

entrecruzados del parentesco, de las primeras

impresiones, de la conversación, de las lecturas, de las

amistades, de la profesión, de la habitación; las

innumerables huellas que de día en día vienen a

marcarse en nuestra alma para darle su consistencia y

su forma… Su talento consiste siempre en recoger una

cantidad enorme de elementos formativos y de

influencias morales en un solo haz y en una sola

pendiente, con otras tantas aguas que vendrán a henchir

y a precipitar la misma corriente« [Quinta parte, cap. IV,

II].
Las situaciones y los acontecimientos son «el segundo

grupo de elementos en la obra literaria«. Dependiendo

del carácter, tiene por función revelarlo. La relación

entre ambos aspectos es de concordancia; el artista debe

apropiar las situaciones a los caracteres: «Lo que… se

llama la intriga o la acción es justamente una serie de

acontecimientos y un orden de situaciones arreglado

para manifestar unos caracteres, para llegar hasta el

fondo de unas almas, para hacer aparecer a la superficie

los instintos profundos y las facultades ignoradas que el

flujo monótono de la costumbre impide que salgan a

flote…« [Quinta parte, cap. IV, II].

Las situaciones ponen a prueba los caracteres,

resaltan sus conflictos, presentan puntos nodales

decisivos de la historia del carácter, definen por último

un principio de composición: «Se agrupan las partes de

una escena, en vista de un efecto determinado; se

agrupan todos los efectos, con vista a un desenlace; se

construye la historia entera en relación con las almas

que se quiere poner en escena. La convergencia del

carácter total y de las situaciones sucesivas manifiesta

el carácter hasta el fondo y hasta el término,


conduciéndolo al triunfo definitivo o al derrumbamiento

final« [Quinta parte, cap. IV, III].

El estilo es el elemento sensible más importante de la

obra, en virtud del cual los otros elementos obtienen

eficacia. El estilo es la base de la representación

artística, puesto que «un libro no es más que una serie

de frases que el autor pronuncia o hace pronunciar a sus

personajes; los ojos y las orejas corporales no perciben

nada más, y todo lo que el oído y la vista interiores verán

en ellos de más no les será revelado sino por la

intervención de esas mismas frases«.

Los elementos del estilo son la palabra y la frase:

«una frase tomada en sí misma es capaz de diversas

formas y, por lo tanto, de diversos efectos«. La riqueza

de la sintaxis, el carácter de las palabras, el tacto con que

son sopesadas y elegidas, contribuyen a la concentración

de los efectos: «En resumen, una frase pronunciada es

un conjunto de potencias que mueve a la vez en el lector

el instinto lógico, las aptitudes musicales, las

adquisiciones de la memoria, los resortes de la

imaginación.« El estilo contribuye a la plenitud de la

idealización que garantiza la obra de arte: «Aquí también


el Arte es superior a la Naturaleza, pues por esta

elección, esta transformación y esta apropiación del

estilo, el personaje imaginario habla mejor y más

conforme a su carácter que el personaje real«.

En conclusión, «los caracteres que las situaciones

manifiestan al espíritu, no se manifiestan a los sentidos

más que por el lenguaje, y la convergencia de las tres

fuerzas da al carácter todo su relieve. Cuanto más haya

destacado y hecho converger el artista en su obra

elementos numerosos y capaces de efecto, más se

convierte en dominador el carácter que quiere sacar a la

luz; el arte entero cabe en dos palabras: manifestar

concentrado«.

Lo dicho sirve de marco para una clasificación, de

nuevo en términos de la sociología dinámica, de los

estilos, quedando correlacionados con las épocas de

florecimiento, madurez y decadencia de las

civilizaciones y las escuelas.


5

ABURRIMIENTO Y TRIVIALIDAD

(Flaubert y la decadencia)

La teoría sociológica positivista está basada en una

concepción orgánica y progresiva del desarrollo humano.

Por ello, es natural que preste atención a la decadencia

del hombre europeo y a su civilización, una temática

emblemática de la literatura y la filosofía del siglo XIX,

que impuso el Romanticismo ante el desencanto por la

Revolución Francesa.

La poesía de Baudelaire, las novelas de Flaubert, las

obras de Heine, À Rebours de Joris-Karl Huysmans, el

famoso escritor simbolista, y los cuentos de Chéjov son

testimonios de una sociología de la decadencia. Como

anotara Comte en la lección 48º de Física social, «no solo

la descripción directa de los acontecimientos, sino


también la consideración de las costumbres

aparentemente más insignificantes, la apreciación de las

diversas clases de monumentos... y una infinidad de

otras vías más o menos importantes, pueden ofrecer a la

sociología una serie de útiles y continuos medios de

exploración positiva« [ Física social, Lección 48º, p.

334].

Los personajes de las novelas de Flaubert ofrecen una

dinámica retrógrada: el suicidio, en Madame Bovary; el

fracaso, la frustración y la vulgaridad en La Educación

Sentimental; la bancarrota de las buenas intenciones, la

estupidez y la involución mental en Bouvard y Pécuchet.

En la era positiva, la naturalización de la psicología

a cuenta de la biología amplió en considerable escala la

idea del personaje, ofreciendo una perspectiva inédita a

los estratos primarios de la vida y a la comprensión de

los ritmos y pautas orgánicas de la consciencia humana;

los temas del tedium vitae, el horror vacui, el

aburrimiento, el hastío de un mundo en el que la hierba

siempre es verde, el estado de enervación de las

potencias vitales y el nerviosismo, encontraron amplia

aquiescencia entre los escritores de la época.


El naturalismo fue el movimiento más expuesto a la

influencia de la Filosofía del arte de Taine con su lectura

en clave biológica de los factores orgánicos que

determinan los estilos, las escuelas, las épocas y la

influencia arrolladora del medio ambiente en los

individuos. Después de Flaubert, Emilio Zola fue el

escritor más popular de Francia: Naná, la «mosca de

oro«, narra la vida de la prostituta más bella y lujosa en

la época del Segundo Imperio; la obra es un compendio

de lujo, lujuria y embrutecimiento póstumo. Zola dedicó

novelas a asesinos en serie (La bestia humana), obreros

embrutecidos por el alcohol (La taberna), la actividad

comercial en el primer gran almacén de modas de París

(El paraíso de la moda) y en La obra contó la historia de

su amistad con Cezanne. La obra de Zola, que abarca más

de cuarenta novelas, es, sin duda, sociología literaria,

pero de muy exiguos réditos.

Como constata Taine, un carácter librado a sí mismo

está en el predicamento de sucumbir a sus propias

fuerzas o de acrecerlas para triunfar en el grand monde.

Horquillado entre la naturaleza y la civilización, el

personaje de la novela de la era positiva es un coeficiente


de fuerzas morales que lo elevan sobre un mundo trivial

o bien lo convierten en una nulidad fagocitada por el

«medio ambiente«. Ese fue el caso como ✔︎Lucían

Rubempré, el héroe negativo de Ilusiones perdidas

(1836-1843), la primera novela importante de Balzac, o

los personajes de burdel retratados por Degas.

Si descendemos a la naturaleza, encontramos

potencias elementales; si ascendemos, llegamos a «esas

formas superiores que son el objetivo de la Naturaleza«,

como afirma Taine. Tales formas presentan la relación

del arte con la moral y el constitutivo de las fuerzas que

benefician un carácter moral. Contrastado con estas

ideas, el héroe de La Educación Sentimental de Flaubert

no tiene un destino heróico, sino «sociológico«: al decaer

su fuerza moral, Federico Morou declina hacia la

medianía; acaba adaptándose a la sociedad, renunciando

a las ambiciones de su juventud, degradando el amor

sublime hacia Madame Arnoux, la esposa de un «filisteo«

burgués que comercia con pinturas. La novela tiene un

irónico final en un lupanar de provincia.

El fracaso es la temática recurrente de la literatura en

períodos de «patología social« (Comte). En ella


predominan los antihéroes —una categoría que por cierto

no tiene curso en las reflexiones de Taine—, personajes

que acabaron trivializando sus ideales y asistiendo a la

ruina de los «sentimientos hermosos y nobles«, como

observa Taine. La Educación Sentimental ilustra la

fórmula de Taine sobre «la convergencia del carácter

total y de las situaciones sucesivas«, fuerza que

«manifiesta el carácter hasta el fondo y hasta el final,

conduciéndolo a l triunfo definitivo o al derrumbamiento

final« [Quinta parte, cap. IV, III].

En Bouvard y Pécuchet, Flaubert presenta la crisis

del período metafísico de la humanidad y el declive de su

educación asistemática (aunque en realidad parece ser

una parodia contra el dogma del positivismo). También

nos presenta una acerva crítica a la paradójica situación

sociológica del hombre dentro del programa positivista.

Comte llamó la atención sobre el peligro de la

especialización de los saberes y exigió la reforma de la

educación y el plan sistemático de formación. Comte

podría haber tomado la novela de Flaubert para

apostillar dicho peligro.


Bouvard y Pécuchet son representantes del viejo

tipo retrógrado de educación, especímenes del retraso

mental y la estupidez incubada por la especialización.

Para Comte la especialización es uno de los resultados de

la decadencia que atenaza a la sociedad occidental,

agudizando la «anarquía« en ella imperante. La

«anarquía occidental« escribe en el Catecismo

Positivista, está «principalmente caracterizada por el

trastorno intelectual« que afecta a las inteligencias. El

primer y principal síntoma de esta anarquía, anota, es la

descomposición de la cultura teórica, la descomposición

de la unidad del saber por la especialización, con la cual

se pierde el sentido de la totalidad: «Pero, debiendo cada

cual concebir todo, la cultura teórica debe, por el

contrario, permanecer siempre indivisible; su

descomposición es el signo primero de la anarquía«

[Catecismo Positivista. Segunda parte, pág. 153].

A ojos de Comte, Occidente, y «especialmente su

centro francés« se encuentra en un estado de

«enajenación mental«, que deja profundos estigmas

morales. Se trata de un «delirio crónico«, resultado de la

inteligencia crítica. El delirio crónico, en efecto, ha


corroído el fundamento de los lazos sociales, «puesto

que ninguna máxima social supera una discusión

corrosiva«. La crisis ha repercutido en los sentimientos,

que se hallan ya «muy alterados en virtud de las

reacciones sofisticas, siempre favorables a los instintos

personales que, por otra parte, carecen de energía«

[Catecismo Positivista. Prefacio. Pág. 131]. El egoísmo, el

utilitarismo y la crítica son, pues, los síntomas agudos

de un estado de patología social e individual.

Comte considera que el espíritu metafísico y su

correspondiente «anarquía intelectual« es la causa

directa de la descomposición y la decadencia social; él ha

inoculado el veneno del individualismo crítico. De

acuerdo con el diagnóstico de Comte, «la doctrina

metafísica sobre la pretendida libertad moral debe ser

históricamente considerada como un resultado pasajero

de la anarquía moderna. Porque está directamente

destinada a consagrar el individualismo absoluto, hacia

el cual tendió más y más el trastorno occidental que

debió suceder a la Edad Media [Catecismo Positivista,

pág. 210] «.
Derivando el estado de decadencia de premisas

espirituales, Comte reconoce que la sociedad es un

reflejo de la situación intelectual. «El malestar social«,

escribe, «depende hoy mucho más de la situación

intelectual« [Plan de trabajos para reorganizar la

sociedad, pág. 15]. Por eso el tipo de decadencia que

exhibe la época previa a la entronización del dogma

positivista es la «anarquía intelectual«. Las ideas

«gobiernan o desarreglan al mundo o, en otros términos,

el mecanismo social en general reposa en definitiva

sobre opiniones… La gran crisis política y moral de las

sociedades actuales se origina, en último análisis, en la

anarquía intelectual. Nuestro mayor daño consiste, en

efecto, en la profunda divergencia que existe ahora entre

todos los espíritus con respecto a todas las máximas

fundamentales, cuya fijeza es la primera condición de un

verdadero orden social. Mientras las inteligencias

individuales no reconozcan y acepten mediante un

sentimiento unánime, cierto número de ideas generales

capaces de constituir una doctrina social común, no es

posible ignorar que el estado de las naciones continuará

siendo, de modo inexorable, esencialmente


revolucionario, a pesar de todos los paliativos políticos,

que podrán adaptarse, y que, de hecho, sólo traerán

consigo modificaciones precarias« [Curso, pág. 35].

La explicación sociológica de la decadencia depende

de los principios básicos del orden y el progreso. La

oposición a estos dos axiomas de la filosofía positiva

«trae consigo el trastorno de las sociedades humanas«

[Curso, pág. 54. T. IV., lección 48].

Bouvard y Pécuchet: dos anarquistas intelectuales

Bouvard y Pécuchet se conocen en una tórrida tarde

de verano mientras daban un solitario paseo por el

bulevar Bourdon. La manera como Flaubert describe el

encuentro de los dos copistas recuerda el cine mudo de

Charles Chaplin:

«Uno venía de la Bastilla, el otro del Jardín de

Plantas. El más alto, con vestiduras de hilo, caminaba

con el sombrero echado hacia atrás, el chaleco

desabrochado y la corbata en la mano. El más pequeño,

cuyo cuerpo desaparecía en una levita de color castaño,

inclinaba la cabeza bajo una gorra de visera puntiaguda.


Cuando llegaron al medio del bulevar se sentaron, al

mismo tiempo, en el mismo banco.

Para enjugarse la frente, se quitaron los sombreros,

que cada uno puso a su lado, y el hombrecito vio escrito

en el de su vecino: Bouvard, mientras éste distinguía

fácilmente en la gorra de la levita la palabra Pécuchet. «

Al momento de conocerse, un domingo, ambos tienen

la misma edad: 47 años. «Les gustó esta coincidencia,

pero les sorprendió, pues cada uno había creído que el

otro era mucho menos joven. A continuación admiraron

a la Providencia, cuyas combinaciones a veces son

maravillosas«. Bouvard es amanuense de Descambos

Hnos., sucursal de una hilandería de Alsacia; Pécuchet lo

era en una firma similar. Pécuchet «era hijo de un

pequeño comerciante y no había conocido a su madre,

muerta muy joven«. «Después había ensayado muchas

ocupaciones: alumno de farmacia, pasante de colegio,

tenedor de libros en uno de los paquebotes del alto Sena.

Por fin, un jefe de división, seducido por su letra, lo

había contratado como escribiente; pero la conciencia de

una educación defectuosa y las necesidades espirituales

derivadas ella, irritaban su humor; vivía completamente


solo, sin parientes, sin amante. Su distracción era, el

domingo, inspeccionar las obras públicas. «

La amistad entre los dos hombres había prosperado

cuando Bouvard hereda la fortuna de un tío suyo. Dejan

sus oficios y se retiran a una ciudad de provincias, en

cuyas cercanías Bouvard ha decidido comprar una granja

de treinta y ocho hectáreas. Una vez instalados en ella,

emprenden el estudio de la horticultura, la meteorología,

la botánica, la arboricultura, la jardinería; hacen

gimnasia y coleccionan objetos absurdos; con el mismo

celo inútil se dedican luego a la geología, la

paleontología, la historia de las religiones, de las

ciencias, de la filosofía; aprovechando el ocio de su retiro

en la provincia discuten y practican la química, la

medicina, la puericultura; dan consejos de utilidad

pública, y se proponen la reforma moral de dos

huérfanos, aprovechando la ocasión para dedicarse al

estudio de la frenología, que fue la ideología racial más

importante de la segunda mitad del siglo. «Toda la obra,

escrita en el estilo de la haute comédie, se mueve por el

reino de la formación alienada, para acabar en la certeza

absoluta de que toda nuestra formación carece de


sentido. Doctrinas que se han mantenido durante siglos

se explican en unas cuantas líneas y se desechan al

compararse con otras que se exponen con igual vivacidad

y agudeza y luego se destruyen. Página a página, línea a

línea van apareciendo los conocimientos; se alza uno y al

cabo de un momento se levanta otro, tumba al primero y

cae después, alcanzado por su vecino«, anota K. Löwith.

Bouvard y Pécuchet no logran aprender nada ni son

capaces de considerar el sentido de sus estudios en una

perspectiva racional. Bouvard y Pécuchet son las formas

vacuas del espíritu absoluto. A tenor de Hegel, el espíritu

tenía a capacidad de interiorizar cada una de las fases de

su movimiento, acreciendo en la plenitud de su

experiencia negativa de lo objetivo que al menos servía

al Espíritu para hacerse cada vez más consciente del

desencanto del mundo empírico y de la futilidad de todo

ser real. El espíritu, en su devenir, acrisolaba su

escepticismo; Bouvard y Pécuchet, en cambio, no

devienen en nada, no robustecen su experiencia y

finalmente sienten nostalgia de su antiguo trabajo de

escribientes y vuelven decepcionados de todo al pupitre

de antaño.
A través de estas dos almas cándidas, burguesas y

filisteas, Flaubert ha trazado la parábola del ocaso de la

formación del sujeto, describiendo el hundimiento de un

paradigma cultural —el progreso del espíritu humano—

en la ciénaga de la sociedad de masas y de la

especialización científica, dos rasgos que pertenecen a la

fisionomía del nihilismo europeo, la atmósfera que

envuelve esta decadencia. El paradigma que reemplaza

el anterior es el sociológico, etapa por la que el espíritu

absoluto pasó de largo, para acabar encarnando en el

férreo y anacrónico estado burocrático de Bismark. En

este nuevo contexto, el individualismo heroico del sujeto

universalmente educado, la mejor expresión de la

libertad del espíritu subjetivo, cede el lugar al dominio

de la vulgaridad y el adocenamiento que trae consigo el

crecimiento demográfico del siglo XIX. La inteligencia, el

órgano del espíritu libre, sucumbe por incapacidad de

sistematizar el sentido de lo real. De esta manera,

Bouvard y Pécuchet representan el estado positivo de la

inteligencia. En la edad de la Sociología ha quedado rota

la gran cadena del ser, cuyo último exponente metafísico

fue el sistema de la razón absoluta de Hegel.


El exergo de Bouvard y Pécuchet es la estética del

absurdo, ofreciendo Flaubert en esta obra inconclusa la

decantada parodia de la novela de formación

[Bildungsroman], que había atraído por igual a los

escritores románticos y clásicos. Expresión de una

robusta visión del mundo, como quiere serlo la filosofía

del espíritu de Hegel, en la novela de formación la vida

está dotada de sentido; sus personajes, en efecto, sienten

dentro de sí los lazos que los unen con la totalidad y sus

vidas van a una meta. En Bouvard y Pécuchet, por el

contrario, la sociología de la decadencia se hace patente

por el hecho de no percibirse más la finalidad del todo:

no hay a la vista un principio unitario ni una meta común

hacia la cual dirigir todos los esfuerzos. En este sentido,

ella traza también un límite al programa enciclopédico

de Comte. El estado sociológico del espíritu que ella

reporta es el nihilismo, la ruptura de la totalidad en

saberes autónomos y atomizados, un estado plenamente

positivo de independencia, tal y como ésta se columbraba

en la filosofía del último Schelling.

Todos los lugares comunes del siglo XIX quedaron

expuestos al estigma en la pluma de Flaubert: la utopía,


la reforma social y política, el cientifismo, el

conocimiento del hombre por las protuberancias del

cráneo. Para Flaubert, todo eso era una redomada

estupidez. La estupidez era el precio a pagar en una

época que, acaso como ninguna otra, ofrecía cultura y

saber a espuertas, grandes almacenes y grandes

diccionarios. La razón había dejado de lado su buen

sentido y hasta la astucia que era su ardid, para

convertirse en algo siniestro. La palmaria conclusión de

Flaubert dice que la Humanidad, cuanto más saber

acumula, tanto más estúpida es. Regla de la ratio

directamente proporcional.
6

LOCURA Y ANARQUISMO

A la pregunta «¿Por qué habían cometido tantos


crímenes, escándalos y fechorías? «, con
acalorada prontitud respondió que «para la
sistemática destrucción de los cimientos, para la
sistemática descomposición de la sociedad y de
todos los principios; para amedrentarlos a todos
y hacer con todos unas gachas, y, confundida así
la sociedad, enferma y vacilante, cínica e
incrédula, pero con cierta ilimitada idea
directora de la propia conservación…, coger de
pronto y enarbolar la bandera de la
revolución…«

Fiódor Dostoyevski, Los Demonios.

La específica capacidad de desorientar toda


previsión, que es grande pero no más que con
respecto a las «fuerzas ciegas« de la naturaleza,
es privilegio del loco.

Max Weber
No era sino un hombre, y la imposibilidad de
lograr algo que sea absolutamente bueno o
absolutamente malo es inherente a nuestra
condición terrenal. La mediocridad es nuestra
enseña. Y tal vez sea mejor que mejor, ya que, al
menos la inmensa mayoría de las veces, no
podemos tener la menor certeza del efecto que
haya de desprenderse de nuestros actos.

Joseph Conrad

«Como no existen personas enteramente sanas, al

decir de los doctores, podría también decirse,

conociendo bien al hombre, que no existe uno solo exento

de desesperación, en cuyo fondo no habite una inquietud,

una perturbación, una desarmonía, un temor a algo

desconocido o a algo que no se atreve a conocer, un

temor a una eventualidad externa o un temor a sí mismo;

así como dicen los médicos de una enfermedad, el

hombre incuba en el espíritu un mal, cuya presencia

interna le revela, por relámpagos y en raras ocasiones,

un miedo inexplicable. Y en todos los casos, nadie ha

vivido nunca y no vive fuera de la cristiandad sin estar

desesperado, ni dentro de la cristiandad, si no es un

verdadero cristiano; pues si no lo es íntegramente, queda

siempre en él un grano de desesperación«.


Esta aguda observación de Kierkegaard es la

superficie fractal de la novela psicológica y política de la

era decadente del liberalismo [1870-1914] y contiene la

clave de la metafísica narrativa de Joseph Conrad. Junto

con Herman Melville y Fiódor Dostoyevski, Conrad

remolca mar adentro la temática existencialista: la

presión de las situaciones extremas, el trauma de la

extrañeza, el aislamiento psicológico, la soledad humana

y la erosión del sí mismo, la asfixiante inmovilidad de la

angustia, la paralizante irrupción de la locura y el mal,

la textura del tiempo, la existencia frustrada y la cruda

trama de la violencia totalitaria. Conrad es el novelista

de la utopía mesiánica, tal y como Dostoyevski es el

notario del nihilismo. En el diagnóstico de la

«enfermedad mortal« [la desesperación], Kierkegaard

consignó que «toda inocencia, no obstante su seguridad

y paz ilusorias, es angustia, y nunca la inocencia tiene

tanto miedo como cuando su angustia carece de objeto;

nunca la descripción de un horror espanta tanto a la

inocencia, como sabe hacerlo la reflexión con una hábil

palabra, casi caída al descuido pero sin embargo

calculada, sobre algún peligro vago. « Esta reflexión


parece más propia de un Henry James, cuyo arte consiste

en «dejar caer palabras« que desaten una soterrada ola

de estremecimiento. Mientras la obra de James,

admirada con fervor por Conrad, versa sobre la

inocencia destruida, la de Conrad encara las formas de

horror y no por cierto aquellas motivadas por «algún

peligro vano«, sino por peligros tangibles, de los cuales,

en el campo de la política, Hobbes levantó el acta. En

estado de naturaleza, el hombre vive una existencia

insegura, miserable y violenta. Conrad muestra cuán

cerca se halla el hombre civilizado del horror y cuán

prestas están sus modernas ideologías a catalizar la

ingénita insania humana.

Por lo tanto, Conrad y el tema de la barbarie

política, por un lado, y el antídoto en forma de

desencantada sabiduría, por el otro, contra las ideologías

totalitarias. Esa sabiduría, acaso convencional y

victoriana si no hubiese sido meditada en la dilatada

soledad de los mares, está confeccionada con los

materiales más nobles del realismo (guárdese uno de

pensar que sea una sabiduría de saldo) y pensada para

encarar la cuestión insoslayable de una humanidad cuya


«enfermedad mortal« consiste en desesperar de los

hechos y volverles la espalda: «El camino a la verdadera

sabiduría, tanto para los hombres como para los Estados,

consiste en tener en cuenta las cosas tal como son«. De

buen grado, recuerda uno a Tácito: «Mas nosotros no

escribimos otra cosa que mandatos crueles, acusaciones

continuas, amistades falsas, ruina de inocentes, y las

causas de esos efectos, siempre conformes en sus medios

y fines, con una semejanza de cosas bastante para cansar

a cualquiera« [Anales, L. IV, 33]. El albañal de historia

humana y la turbia riada de su Sabiduría. Sin disfraces

historicistas. Natural y elocuente. Con escaso lugar –o

con uno muy pequeño– para el yo y sus ínfimas

frecuencias interiores. Imperios bajo el polvo. Hombres

como granos de arena dispersados por la galerna. Lo que

murmura esa Sabiduría en el rasguear de la pluma de

Conrad: «Un ciudadano, un padre, un guerrero, una mota

en la nube de polvo compuesta por millones de pugnaces

partículas, una trivialidad ignorada por las mandíbulas

de la guerra, la humanidad de aquel individuo no dejó

impresión alguna por entonces en mi mente«. El terror

de los números, las multitudes, las inmensidades. El


llamado de la selva. Conrad es el Tácito del Imperio

Británico. De la civilización del hierro y el carbón. De la

sabiduría de las ratas. Las cosas, tal como son, conjuran

el terror. Conrad invoca el «crimen de la anarquía«. La

psicosis latente. La genealogía de la violencia civilizada.

La decadencia. La fibra moral de la autenticidad. Los

crípticos meandros del punto de vista. Las perspectivas

bifurcadas. Los tópicos de la ética existencialista, que

recuerdan a Wittgenstein, un descendiente de

Kierkegaard y Tolstoi.

Las novelas de Conrad sobre el tema político están

lejos de ser sus mejores obras. Comparadas con Los

Demonios (1870) de Dostoievski apenas dan la talla a

esta extraordinaria novela, por cuyas páginas se pasea la

grave sombra de aquel Bakunin que leía las obras

populares de Fichte. Conrad no creó ningún Stavroguin,

ningún Kirílov, mucho menos un Verjovenskii. No en sus

novelas sobre anarquistas. En contraste con su mejor

novela política, Nostromo, sus revolucionarios son, por

cuanto atañe a El Agente Secreto (1907), ese «sencillo

relato del siglo XIX«, meros Tartufos, excepto, tal vez,

Adolfo Verloc, en quien Conrad recrea –asunto digno de


nota– una rutina humana: una de esas caras apenas

perfiladas, sin rasgos ni contornos, como esos anodinos

rostros impresionistas –vagos, anónimos– de Renoir o

Degas, perdidos en el fondo urbano, lejanos: rostros

efímeros, caracteres fragmentados, presencias ausentes.

Mediocridades bien vestidas.

Los revolucionarios de Conrad son efigies de la

mediocridad, vástagos de la cultura de masas, monstruos

convencionales. Recuerdan a Crainquebille, un personaje

de Anatole France. Crainquebille «carece de todo. Es uno

de los desheredados. En rigor carece hasta de

existencia«. Mejor lograda, Bajo la mirada de Occidente

[1911] presenta personajes concentrados en una trama

fragmentada por el foco psicológico y la técnica de la

interioridad escindida. Caos psíquico, política y psicosis.

Sentado de espaldas a la estatua de Rousseau en un

pequeño parque de una aburrida ciudad europea

[Ginebra], Kyrilo Sidorovich Razumov, una mente

destruida por la autocracia zarista, medita sobre la

«perfección de la mediocridad«: «Encontraba odiosa –

opresivamente odiosa– aquella insípida nitidez: la

absoluta perfección de la mediocridad conseguida por fin


después de siglos de esfuerzo y cultura«. Así reluce el fin

du siècle bajo la mirada de Conrad. Entre el culto al

sentimiento –el mito del niño eterno, el legado del

«pequeño« Emilio– y la dinamita.

Radiografía del Revolucionario

En El Confidente, una de las mejores historias de

Conrad sobre los revolucionarios, aparece un

coleccionista. Los coleccionistas son individuos

excéntricos; el protagonista del cuento de Conrad lo es

aún más, pues se ha dedicado a la ímproba labor de

coleccionar hombres raros. Personalidades. Anarquistas

famosos, digamos: «Mi amigo de París es también

coleccionista… Colecciona amistades. Es una labor

delicada y él la lleva a cabo con paciencia, la pasión y la

determinación de un verdadero coleccionista de

curiosidades. Su colección no incluye personajes reales.

No creo que los considere suficientemente raros e

interesantes; pero, con esta sola excepción ha tratado o

conversado con todas las figuras dignas de ser conocidas

en todos los campos imaginables. Los observa, los

escucha, los cala, los mide y guarda el recuerdo en su


galería mental. Ha intrigado, conspirado y viajado por

toda Europa con el fin de añadir nuevos ejemplares a su

colección de amistades personales distinguidas. «

El anarquista de El Coleccionista es una incógnita. Se

llama X; X es «el mayor rebelde [révolté] de los tiempos

modernos«. X es un escritor revolucionario, «cuya ironía

brutal ha puesto al descubierto la podredumbre de las

instituciones más respetables. No ha dejado cabeza

venerada sin escapar y ha rechazado, con grave riesgo

para su salud mental, todas las opiniones admitidas y

todos los principios reconocidos de conducta…« X no es

otro que «el misterioso y desconocido Número Uno de

conspiraciones desesperadas, sospechadas e

insospechadas, maduras e inmaduras«.

Como la mayor parte de los revolucionarios que

surgieron de la pluma de Conrad, X es un tipo neutro, sin

rasgos humanos, sin ningún sesgo individual [«su voz

era áspera, fría y monótona«]. Solitario, sin familia, sin

relaciones sociales, X constata la alianza perturbadora

entre violencia y anomia urdida por Conrad, una

variante del tema del hombre desquiciado por su soledad

interna, que tanto preocupaba al autor de El corazón de


las tinieblas. X es un corazón en tinieblas, no menos

nefasto que otros de su laya. X sostiene que «sólo se

puede reformar a la humanidad mediante el terror y la

violencia«. Para consumar su vindicación quiere

«sembrar el terror en el corazón de esas bestias

satisfechas«. Esa bestia es la masa, la multitud errante

de las calles londinenses, seres desamparados que

consumen Sopa en Polvo Stone y carne enlatada BOS

[«Por supuesto, todos conocen a BOS, S.A. y sus

incomparables productos«] y es pasto de la publicidad

[«la prueba del absoluto predominio de esa forma de

degradación mental que se llama credulidad«].

A Conrad, los anarquistas le resultan «sencillamente

inconcebibles mental, moral, lógica, sentimental e

incluso físicamente«. Son un símbolo espurio de la

demencia humana, un emblema de la bancarrota moral

de la humanidad y un remanente de la mediocridad y

decadencia de la Europa en las postrimerías del siglo

XIX. El gente secreto, escrita en 1907, es un deplorable

digesto de los tipos de mediocridad anarquista. Uno de

ellos, Michaelis –«un sentimental humanitario, con ojos

de niño ingenuo y obesa sonrisa angélica«– sueña «con


un mundo convertido en un hospital bello y alegre. Una

inmensa institución benéfica para la curación del

débil…« Otro de ellos, Ossipon, es objeto del análisis

frenológico de Conrad: Ossipon tiene rasgos negroides;

según Conrad deja entrever, es un sujeto ¡racialmente

inferior!

Los anarquistas de Conrad son marionetas mecánicas,

figuras de cartón piedra, grotescas caricaturas.

Degradando su genio y maestría, Conrad no acierta sino

a caricaturizarlos, presentándolos deformes de cuerpo y

alma, gordos, fofos, brutales, estereotipados, estúpidos,

dueños de una inconmensurable capacidad de traición,

fanáticos y sentimentales, débiles de corazón y mente,

histriónicos, pobres psicóticos perdidos en la riada

humana, violentos y crueles como el colombiano cuyo

sadismo merece apenas dos renglones en Victoria. Son la

satánica escoria de la galopante sociedad de masas,

expresiones de una moral en ruinas, triviales

extrucciones de la malograda y ampulosa ironía estética

de un escritor que propaga en su último período los

prejuicios raciales del imperialismo británico. Sin

relieve moral, esos caracteres forman parte de la


«multitud porcina«, como denominó Burke a la masa de

indigentes del proletariado manufacturero. Personifican

la mediocridad y la trivialidad sentimental que campea

por sus fueros en los períodos de decadencia moral y

social. Como tipos literarios, carecen de dignidad.

Arteros y desleales, están prestos a la traición. Desde el

punto de vista intelectual, sus ideas son pusilánimes,

débiles, enfermizas, estereotipadas y están anquilosadas

por el cerebralismo. Adolecen de los atributos con los

que Conrad exorna a sus héroes positivos. Éstos, por el

contrario, no son «hombres y mujeres en absoluto

inteligentes ni divertidos«; tienen «una fe sincera en el

instinto y en el valor«, «una disposición nada elaborada

racionalmente… pero libre de fingimientos«, una

inapreciable «fuerza para resistir…, una bendita rigidez

no premeditada frente a los terrores externos y los

internos, frente al poder de la naturaleza y la seductora

corrupción de los hombres«. El baluarte de esta fuerza

es «una fe invulnerable en la fuerza de los hechos, en la

capacidad contagiosa del ejemplo, en las exigencias de

las ideas«. Esta clase de seres «no se ve turbada por los


caprichos de la inteligencia ni por las perversiones de…

digamos que de los nervios«.

En el lado contrario, están individuos como Kayerts y

Carlier en Una Avanzada del progreso, «dos individuos

perfectamente insignificantes e ineptos, de esos cuya

existencia sólo se hace posible en la fuerte organización

de las muchedumbres civilizadas. « Efigies de la barbarie

latente del «hombre civilizado« [una temática

desarrollada después en las novelas de William Golding],

Kayerts y Carlier son piezas del dominó social. Su

identidad es lábil y se desmorona apenas abandonan la

seguridad de su milieu civilizado. Enfrentados a la

inmensidad solitaria de la selva, se erosiona su precario

equilibrio psicológico y se hunden en la barbarie. La

selva los ha devorado porque carecen de aquella

«bendita rigidez«.

La debilidad de los instintos que apareja el

intelectualismo y «las perversiones de los nervios« son,

a tenor de Conrad, síntomas de una fisura profunda. Los

anarquistas tienen “el corazón ardiente y la mente débil:

esa es la clave del enigma”, dice el narrador de El

Anarquista. Son exaltados, mentes febriles, como Kirylo


Sidorovich Razumov en Bajo la mirada de Occidente o

paranoicos como El Profesor en El Agente Secreto.

El Profesor es, entre la deplorable excerta de

anarquistas compilada por Conrad, el más siniestro y

patéticamente heroico. Su mente desquiciada está

atrapada en la paranoia y la psicosis autodestructiva.

Prisionero de un delirio fanático, lleva consigo una carga

explosiva ceñida al cuerpo para hacerla detonar si acaso

la policía le echa mano. Es el símbolo de una humanidad

delirante, esa humanidad “siempre dispuesta a

destruirse a sí misma”.

Humana y socialmente, el Profesor es un miserable,

un paria, “un destechado, un criminal, un hombre que

carece de calor en el corazón”, como escribió Brecht en

un poema. Su única propiedad es un “único traje de

tweed barato”. Vive en un cuarto de alquiler “grande,

limpio, decente y pobre, con esa pobreza que sugiere la

supresión de toda necesidad más allá del simple pan”. En

su habitación, “no había nada en las paredes más que el

papel, una extensión de verde arsénico, sucio aquí y allá

con señales indelebles, y con manchas parecidas a mapas

descoloridos de continentes deshabitados.” Allí se lo ve


arrastrar “de aquí para allá, sobre los tablones desnudos,

un par de zapatillas en increíble deterioro”.

El Profesor es un “hombrecillo sucio”; “un enano”; un

individuo “pequeño, insignificante y enfermizo”; “la

miseria física de aquel ser tan evidentemente incapaz de

vivir, resultaba fatídica”. El Profesor es un infrahombre,

la encarnación del mal y la fealdad: “Sus grandes orejas

planas se separaban casi en ángulo de las paredes del

cráneo…; las mejillas hundidas, de una piel grasienta y

enfermiza, estaban sólo sombreadas por la raquítica

miseria de un estrecho bigote oscuro. La inferioridad de

toda su persona resultaba cómica por el aspecto

extraordinariamente confiado del sujeto.”

La descripción del ambiente, indumentaria y

fisionomía de El Profesor pertenece al cuadro clínico con

que la psicología profunda describe el fenómeno psíquico

de la muerte del alma, un estado de aridez interior que,

en la psicosis, es causa tanto de la pobreza de las ideas

[superficialidad] cuanto el origen de la patológica

exaltación maniaca [perversión vanidosa], aspectos

todos ellos recurrentes en los anarquistas de Conrad.


El mal tiene la andadura psicológica de un alma

deformada, aplastada por el poder de la soledad. La

soledad la ha vencido, arrojándola al insondable

horizonte de la extrañeza. Por fuera de la muralla

defensiva de la civilización, la identidad humana es

precaria y vulnerable, sobre todo en condiciones

extremas cuando se enfrenta a la inmensidad de la

naturaleza. Acechando en la visión de la inmensidad, ya

del mar, ya de la tierra, ya de la muchedumbre, la

soledad tiene un poder maléfico y destructivo. En El

corazón de las tinieblas, obra en la que Conrad indaga los

límites de la identidad psíquica sometida a la presión de

fuerzas telúricas y arcaicas, «los poderes de las

tinieblas«, Conrad pone en labios de Marlow esta

inquietante pregunta: “¿Cómo poder imaginar entonces

a qué determinada región de los primeros siglos pueden

conducir los pies de un hombre libre en el camino de la

soledad, de la soledad extrema donde no existe policía,

el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás

se oye la advertencia de un vecino generoso que hace eco

de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden

constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se


ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su

propia integridad. Por supuesto, uno puede ser

demasiado estúpido para desviarse… demasiado obtuso

para comprender que lo han asaltado los poderes de las

tinieblas.”

Conrad repudia el intelectualismo porque en la

dignidad humana cuenta más la fuerza interna, la fibra

instintiva, el valor innato, el primigenio caudal de la

naturaleza. Frente a la “propia fuerza innata”, “los

principios no bastan”. Son máscaras, “adquisiciones,

vestidos, bonitos harapos…, harapos que volarían a la

primera sacudida”. Las ideas “no son más que zánganos,

vagabundos que llaman a la puerta trasera de la mente

para irte quitando la esencia, para irse llevando, grano a

grano, la creencia en unas cuantas nociones a las que uno

de debe agarrar si quiere vivir decentemente y morir

tranquilo«… Así, pues, «¡que se hundan las ideas!«.

La civilización enmascara el fondo primigenio del

hombre; silencia que “la mente del hombre es capaz de

todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el

futuro”. En su descenso a las tinieblas, Marlow descubre

una verdad original: esa “verdad desnuda de la capa del


tiempo”. Esta verdad es terrible pero valiosa. Uno

descubre “la idea del remoto parentesco con aquellos

seres salvajes, apasionados y tumultuosos, la idea de su

humanidad, igual a la de uno”; “la sospecha que los

hombres no fueran inhumanos…, que aquello tenía un

sentido en el que uno –uno, tan distante de la noche de

los primeros tiempos– podía participar”.

El carácter esquizoide de El Profesor se acusa

también en esa “forma especialmente impresionante de

guardar silencio”. El silencio, una cualidad con la que la

pluma de Conrad honra a sus “protegidos”, es el aura de

la autenticidad. El Profesor es un solitario rabioso, con

toda la furia que esa soledad extrae del resentimiento,

del odio a la mediocridad de las masas, un odio que es un

mecanismo de defensa contra la invasión del extraño

exterior representado por la inmensidad de las

multitudes. Como paranoide, El Profesor presiente su

poder aplastante, la fuerza avasalladora de “su potencia

numérica”. Los siente pulular en torno suyo,

“innumerables como langostas, atareados como

hormigas, irrazonables como una fuerza de la

naturaleza, avanzando, ciegas, uniformes y abstractas,


insensibles al sentimiento, a la lógica, incluso, quizá, al

terror”.

La masa desencadena en él un terror “inasequible al

miedo”. Lo vemos arrastrarse como un caracol por las

calles multitudinarias, temiendo ser aplastado por la

muchedumbre, sintiendo “aquellos momentos de

desconfianza, espantosa y razonable, de la humanidad”.

Lo vemos preguntándose qué podría emocionar,

despertándola de su impenetrable insensibilidad, a la

anieblada muchedumbre. Vemos esa menguada figura

ganar estatura intelectual ennoblecida por ese

pensamiento, un pensamiento digno de “todos aquellos

cuya ambición es la comprensión directa de la

humanidad: artistas, políticos, pensadores,

reformadores o santos”. Y lo vemos, finalmente,

haciendo gala de la soledad heroica que el autor le

concede, añorando el refugio de su cuarto, “con su

armario bajo candado, perdido en un páramo de casas

miserables, la celda del perfecto anarquista” [cap. V].

Al Profesor lo obsede “el poder de resistencia del

número”, la anónima indiferencia de la gran multitud y

“su siniestra soledad”. Asediado por el miedo, El


Profesor se refugia en una pesadilla eugenésica y urde

un plan de exterminio masivo. Ve en sueños “el mundo

como un matadero en el que los débiles deberían ser

objeto de exterminio total”. Los débiles deben ser

exterminados porque son multitud. Son, dice, “nuestros

dueños siniestros”. Se trata de la multitud de “los

débiles, los blandos, los tontos, los cobardes, los de

corazón flaco y los de mente servil”. Ellos “tienen el

poder… Suyo es el reino de este mundo. Habría que

exterminarlos –”¡exterminarlos, exterminarlos,

exterminarlos!”– porque, afirma en el tono sui generis

de un utopista pseudo nietzscheano, “este es el único

camino del progreso. ¡El único!”.

El mito heroico de la originalidad anárquica

Psicóticos, solitarios, esquizoides, los anarquistas

llevan el estigma de una existencia inhumana. Sin

vínculos sociales, sin lazos familiares, sin pasado, hijos

de padres desconocidos, los anarquistas de Conrad son

entidades anómicas. Razumov a duras penas tiene

biografía porque “ninguna influencia familiar había

formado sus opiniones y sentimientos… El no tenía nada.


Ni siquiera un refugio moral, el refugio de la confianza”.

X en un doble de El Profesor. El profesor carece de

familia y domicilio conocido. Sin vecindario, sin

identidad social, el anarquista no es miembro de ninguna

comunidad humana: sólo existe para sí mismo. [Es una

entidad positiva porque es absolutamente original].

Calado más a fondo, el anarquista, en versión de

Conrad, se alimenta del mito de la soledad originaria, del

individuo puro, auténtico, sin origen. Es tan

radicalmente nuevo, que se ha creado a sí mismo.

Moderno por excelencia, ha surgido ex nihilo. Prototipo

del hombre positivo, encarna la novedad absoluta; es un

superhombre; profesa la espontaneidad fulminante. Se

alimenta de la crisis; su estrategia es la autocreación

solitaria. Se hunde por ello en el naufragio psicológico,

en la apología de la violencia, en el juego simétrico de la

autodestrucción regenerativa: es un auténtico

vanguardista. Su carácter esquizoide sustituye y

compensa un vínculo social y emocional malogrado. La

psicosis ha fijado su identidad, urdiendo un vínculo

ficticio consigo mismo, tanto más anómalo cuanto más

insano es configurar una identidad a partir de


polarizaciones: esta identidad es una bomba de tiempo;

la violencia, por el otro lado, es el símbolo del poder

sociopático de una identidad así de polarizada: destruir

el mundo confirma nuestra rareza excepcional.

Originalidad maniaca y violencia son el rostro de Juno de

la identidad frustrada.

Tal es el caso de Razumov, el personaje central de la

siguiente novela de Conrad sobre el tópico, Bajo la

mirada de Occidente. Razumov, sin embargo, no es un

revolucionario; victima de fuerzas políticas hostiles,

Razumov está atrapado entre las tenazas de la autocracia

rusa y el morboso misticismo utópico del anarquismo

revolucionario. Como todo tipo de héroe político,

Razumov es también el estandarte de una moralidad

existencial de visaje ambiguo, positiva y negativa a la

vez. Elige una vida aventada al riesgo para realizar su

propia autocreación. Aunque Razumov no es un nihilista,

su vida, sin embargo, está quebrada, destruida, anulada

por el nihilismo anarquista.

Bajo la mirada de Occidente es una novela de trama

policiaca, temática política y enturbiada atmósfera

psicopatológica. De cabo a cabo, “una historia muy


complicada”, “un juego diabólico”, “una historia rusa”,

con muchos rusos en ella, a excepción de un inglés, el

impertérrito ojo azul que mira desde Occidente el

desenlace. El palmarés revolucionario de la obra

contiene idealistas intoxicados por ideales mesiánicos

[Víctor Haldin], superestrellas del jet-set anarquistas

internacional [Pedro Ivanovich, “el Mazzini ruso”],

ocultistas que convocan el fantasma de la revolución en

lugares esotéricos, sucios, aislados y escatológicos

[Madame de S y el castillo Borel], revolucionarias de

cejas mefistofélicas [Sofía Ivanovna, “el verdadero

espíritu de la revolución destructiva”], anarquistas

microscópicos, rarezas de anticuario [Julius Laspara], un

bruto gigantesco [Nikita alias Necator: “sobrenombre

terriblemente apropiado como aliteración”], dos almas

auténticamente «rusas« [Natalia Victoriovna Haldin y su

madre] y un tránsfuga que “comió algo amargo en la

cuna”: el propio Razumov.

Pedro Ivanovich tiene uno de esos “barbudos rostros

rusos sin forma, un conjunto de carne y pelo cuyos

rasgos carecían de carácter”. Entre otras actividades

suyas —aparte de la seducción, el exhibicionismo, el


complot y la simulación—, Pedro Ivanovich es “el popular

expositor feminista del estado social”. Evangelista de la

decadencia sentimental, Pedro Ivanovich –se desconocen

sus apellidos– es una versión regresiva del mito del buen

salvaje. Pedro Ivanovich es una bestia civilizada, “un

peludo y obsceno bruto” que seduce a incautas con su

bafonería feminista. Manipulador de las doctrinas

anarquistas en beneficio de sus ansias vulpinas, “tiene

que dirigir, inspirar, influir. Esa es su vida. Nunca puede

tener demasiados discípulos. No puede resistir la idea de

que alguien se le escape. ¡Y menos una mujer! Sin las

mujeres no puede hacer nada, dice. Lo ha escrito Él”: así

lo presenta una de sus víctimas [y no la más reciente], la

dama de compañía de Madame S. En Ginebra, al lado de

su protège, Madame S, Pedro Ivanovich es “una

corpulenta celebridad” a la vez “profeta del fanatismo”

y “revolucionario feminista”.

Julius Laspara es el espécimen de un gnomo, un

trasgo, un liliputiense: es “un hombrecillo”. La mirada

paranoide de Razumov percibe, según debió haber

registrado en una entrada de su Diario, una figura

“pintoresca pero diminuta, como si la estuviera viendo


con unos prismáticos puestos al revés”. Laspara ostenta

todos los aspectos de la ilegitimidad ontológica que

Conrad no ceja de proyectar monocromamente sobre los

anarquistas: Laspara es políglota, escritor de pluma

fértil e insulsa, hijo de padres desconocidos, de

nacionalidad indefinida. Una de sus hijas ha tenido un

hijo de padre desconocido, de quien se abstuvo, por

cierto, “de pedirle detalles: no, ni siquiera el nombre del

padre, porque la maternidad debe ser una función

anarquista”. Y cuando Razumov, saliendo del Castillo

Borel, se encuentra con Sofía Antonovna experimenta

“una fuerte repugnancia al dejar pasar su nombre por

sus labios”.

Razumov es un estudiante de filosofía, “encogido en

su oscura soledad y amenazado por la complicidad que

se vio obligado a aceptar” cuando su compañero de

estudios, Víctor Haldin, quien acaba de arrojar una

bomba al coche de un burócrata del alto rango, busca

refugio en su habitación. Haldin es “el idealista criminal

que hizo añicos su existencia como un trueno en un cielo

claro”. De este modo, Razumov queda fatalmente liado

en una lucha contra el mal.


El mal es ahora el anarquismo revolucionario, una

extensión de la oscura inmensidad rusa, cuyo pesado

capote ha envuelto al desventurado Razumov. Lo demás

es un conflicto de tesitura existencial. El campo

magnético de la novela atrae restante escoria humana

que Conrad arroja sobre la historia: la delación, la culpa

y el cinismo; la manipulación del poder autocrático, la

trivialidad humana de los anarquistas, el candor de los

ideales nobles y su inherente ceguera; la soledad

extrema del desarraigo, la frustración de una vida que

habría podido ser provechosa; el delirio y la paranoia.

Razumov es un héroe existencialista. Sin pasado, sin

futuro, su exiguo presente es un compromiso auténtico

con el cinismo, que es el fondo taquigráfico de la novela.

Razumov es cínico por razones políticas. El cinismo,

acota el narrador, es el rasgo que informa “las

declaraciones de los estadistas [rusos], las teorías de los

revolucionarios y los místicos vaticinios de sus profetas

hasta hacer que la libertad parezca una forma de

perversión…” [Parte I, cap. 3].

Antes de que “la tiranía revolucionaria de Haldin” le

arrebatara la dirección de su vida, Razumov era un


hombre de hábitos reflexivos. Lleva la “tranquila,

sedentaria y laboriosa existencia” de un intelectual: “Era

uno de esos hombres –observa el narrador– que, al vivir

en un periodo de profundo desorden mental y político, se

aferra instintivamente a la vida cotidiana, normal y

práctica”. El joven Razumov deseaba “salir adelante,

proyectarse en un futuro hecho por sí mismo.” Quería

“ejercitar la inteligencia”, dedicarse “al sistemático

desarrollo de sus facultades” y “de todos sus planes de

trabajo”. Quería una línea de conducta trazada por “unas

razonables convicciones” [lealtad a una idea, servicio a

la patria, actividades progresistas y legales], quería la

grandeza de Rusia, pero entonces el “horror destructor”

–”los acontecimientos provocados por las insensateces

humanas”– lo buscó en su tabuco, lo privó de la

seguridad y destruyó el núcleo de su existencia “solitaria

y laboriosa”, “lo único que podía llamar suyo sobre la

tierra”, arrebatándole la dirección de su vida: “¿Con qué

derecho? ¿En nombre de qué?” Con toda razón, Razumov

quiere romperse la cabeza contra la pared.

Los acontecimientos son cargas de profundidad

lanzadas contra la quebradiza identidad de Razumov.


Antes de decidir delatar a Haldin a las autoridades,

Razumov padece un delirio paranoide. Lo anonada la

multitud, la vastedad, la soledad, los espacios infinitos,

los “incontables millones”. Razumov vaga por las calles

sumido en “una especie de inercia sagrada”. Siente que

entre ochenta millones de seres no puede encontrar “un

solo corazón en quien confiar”. Está solo ante su

decisión. En el fondo de su delirio, siente que ese nombre

–su nombre: Razumov– es una etiqueta que lleva encima,

que su cuerpo es “el organismo aquel” al que le han

puesto ese rótulo llamado Razumov: “La palabra

Razumov es la etiqueta puesta sobre un hombre

solitario”. En una crisis de despersonalización,

experimenta una “invasión de pensamientos”, se siente

elevado sobre los transeúntes: “Ninguno de ellos”,

piensa, “es capaz de sentir y pensar con la misma

profundidad que yo”. Entonces halla “la dignidad”

suficiente para llevar a cabo su acto de conciencia [la

delación] y extrae de sus sentimientos –la soledad, la

oscuridad, “la fuerza del número”– la fuerza necesaria

para afirmarse en su decisión. La soledad de Razumov es

terror del puro.


Razumov está atrapado en un espacio de horror

inconmutable. Es un desconocido, un extraño, un hijo

adúltero. Nunca –declara después a Natalia Victoriovna

Haldin, hermana del hombre que truncó su vida– he

conocido ninguna clase de amor. El diario que escribe

mientras espía al servicio de la autocracia en el nido de

víboras de los refugiados anarquistas en Ginebra, es el

recurso lastimoso de un solitario sin “ninguna persona

en quien confiar, ningún pariente a quien acudir…”

Razumov es un hombre inédito. Está tan solo en el

mundo como un hombre nadando a mar abierto. Pero

sabe que “aislarse de los demás es imposible”, que

“ningún ser humano puede resistir la continua visión de

la soledad moral sin volverse loco”. Por eso, su única

alternativa es aferrarse a una identidad colectiva. De esa

manera se asegura contra el desorden interno. Una

abstracción utópica le presta asidero a su yo. Razumov

elabora una identidad a través de la política. Necesita

creer en un conjunto de principios. En la lista que fija en

la pared con un puñal leemos:

Historia vs teoría
Patriotismo vs internacionalismo
Evolución vs revolución
Dirección vs destino
Unidad vs desorden

Es un credo político moderno, una declaración de

principios liberal y un dogma positivista. De esa manera,

Razumov aspira a ser el servidor de “la más poderosa

masa homogénea de la humanidad”.

Breve sociología del revolucionario

Conrad estigmatiza el revolucionario anarquista. El

revolucionario es un “fanático”, un “iluminado”. El

vicario de “fuerzas oscuras” e ideas sangrientas de

bastardo linaje metafísico. Una proyección del mal. Una

existencia frustrada. Personalidades psicopáticas como

El Profesor. Exaltados como Víctor Haldin o Razumov.

El Profesor espera satisfacer con el activismo

político y la violencia su resentimiento personal,

producto de la frustración de sus ambiciones. Se

considera una víctima de “la atroz injusticia de la

sociedad”. Desde sus humildes orígenes, y alentado por

sueños de grandeza, había deseado obtener una posición

de autoridad y fortuna dentro de la sociedad. En su perfil

psicológico, figuran una “exagerada, casi ascética,


pureza de pensamiento, combinada con una asombrosa

ignorancia de las realidades mundanas” y una fe

descomunal en el propio mérito y valía para alcanzar

metas de poder y prestigio “sin la intervención de

artificio, atractivos, tacto, dinero” y sólo por “el simple

impulso del mérito”. Por tanto, “se consideraba

merecedor de un éxito indiscutible.” El Profesor tipifica

“el desordenado puritanismo de la ambición. La

fomentaba como si poseyese una santidad profana”.

Debía acceder a la grandeza por el único mérito de la

inteligencia. Quedando sus ambiciones frustradas, cae

en el resentimiento y cobra desquite de la sociedad.

Encuentra en su indignación misma la “razón final que

la absolvía del pecado de acudir a la destrucción como

agente de su ambición. Destruir la fe general en el

imperio de la ley era la fórmula imperfecta de su pedante

fanatismo.”

El Profesor es un vengador carismático; esgrime el

derecho moral que le concede su inteligencia para

destruir la sociedad. En este sentido, él es una

ramificación del capítulo hegeliano de la conciencia

desgraciada. A falta de reconocimiento, ofrece


destrucción. Su respuesta, lejos de ser racional, es

fanática. Hijo de un oscuro predicador [“un hombre con

una fe absoluta en los privilegios de su rectitud”], la

actitud de El Profesor deriva de una “convicción

subconsciente”; merced a ella, le parecía “justo y

correcto” recurrir a la violencia [“alguna forma de

violencia, colectiva o individual”] para destruir la

estructura de un orden establecido. La fuerza de esta

convicción lo envestía con el poder de un agente moral

que le permitía desbridar su resentimiento y “adquirir

para sí las apariencias de poder y prestigio personal”.

Calando hasta la zona de la convicción

subconsciente, la penetración psicológica de Conrad es

quirúrgicamente nietzscheana: el carácter

revolucionario emboza motivos ocultos. Desfogando su

“vengativo resentimiento”, El Profesor aliviaba su

frustración; “y, a su manera, el más ferviente

revolucionario no hace quizá más que aspirar a la paz al

igual que el resto de la humanidad: la paz de la vanidad

halagada, de los apetitos satisfechos, o quizá de la

conciencia en calma”.
La perspectiva de juicio de Conrad es psicológica y

naturalista. Aunque pide contemplar “con enorme

tolerancia las ideas y prejuicios de los hombres, que en

absoluto representan el producto de la malevolencia sino

que dependen de su educación, de su rango social y hasta

de su profesión respectiva”, no hay el menor hálito de

piedad por este hombre.

Víctor Haldin, por su parte, representa el idealismo

místico del revolucionario ruso. Haldin cree “que tiene

que haber una necesidad superior a nuestra

comprensión”, que “los hombres sirven siempre a algo

mayor que ellos mismos: la idea” y que deben

sacrificarse a ella. Siervo de la Idea, Haldin tributa la

vida a la mítica santidad y pureza del pueblo ruso,

ejemplificando “la intoxicación soñadora del idealista

que no podía percibir la razón de las cosas y el verdadero

carácter de los hombres”.

Haldin es uno de esos “iluminados” llamados a

iniciar el progreso a título de revolución popular. Extrae

su carisma de la santidad de la soledad y la abnegación.

Haldin es una de esas “vidas inmaculadas, abnegadas,

solitarias”, uno de esos hombres que “se encuentran en


la oscuridad, desconocidos, preparándose”.

Oscuramente anónimo, labora subterráneamente en las

márgenes de la sociedad, desvinculado de la vida

cotidiana de la sociedad. Hipólito Taine trazó el perfil

sociológico del revolucionario carismático. El

revolucionaria se encuentra “…entre la población que se

sitúa entre los dos extremos de la escala social, entre la

baja burguesía y las capas altas del pueblo común.

Además, dentro de esos grupos yuxtapuestos, que se

interpretan entre sí, debemos excluir a aquellos hombres

que, arraigados en su profesión o comercio, no tienen

tiempo libre para los asuntos públicos; aquellos que han

alcanzado un buen rango en la jerarquía social; y

también a casi todos aquellos que están establecidos,

situados, casados, son maduros y poseen sentido

común… Por tanto, sólo queda una minoría, innovadora

e incansable; se compone, por una parte, de aquellos que

están débilmente atados a sus profesiones o tareas

porque ocupan un puesto subordinado o secundario, los

principiantes que aún no están integrados en ellas y

aquellos que aspiran a ingresar en ellas pero que aún no

lo han hecho; por otra parte, están los inestables por


temperamento y los que han sido desarraigados por el

cataclismo universal” [Hipólito Taine, Los Orígenes de la

Francia Contemporánea, vol. II, p. 35, 36]. Max Weber,

por otra parte, señaló que tal y como “puede verse sobre

todo en épocas extraordinarias, es decir,

revolucionarias, el idealismo político totalmente

desinteresado y exento de miras materiales es propio

principalmente, si no exclusivamente, de aquellos

sectores que, a consecuencia de su falta de bienes, no

tienen interés alguno en el mantenimiento del orden

económico de una determinada sociedad” [El Político, p.

98, 99].

El carisma sirve de contera a la irracionalidad del

revolucionario mesiánico. Sus ideas son la rotunda

taquigrafía de su fanatismo, la proyección de su

“misión”, de su “tarea” íntima, según Weber. De allí el

carácter virulento –ya como jacobinismo, ya como

anarquismo– de su violencia. El carisma, señala Weber,

“es la gran fuerza revolucionaria en las épocas

vinculadas a la tradición. A diferencia de la fuerza

igualmente revolucionaria de la ratio que, o bien opera

desde fuera por transformación de los problemas y


circunstancias de la vida –y, por tanto, de modo mediato,

cambiando la actitud ante ellos– o bien por

intelectualización, el carisma puede ser una renovación

desde adentro, que nacida de la indigencia o del

entusiasmo, significa una variación de la dirección de la

conciencia y de la acción, con reorientación completa de

todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores

o frente al “mundo” en general. En las épocas pre-

racionalistas tradición y carisma se dividen entre sí la

totalidad de las direcciones de orientación de la

conducta.” [Economía y Sociedad. Vol. I, p. 196].

Marginales, subterráneos, anónimos, los

revolucionarios poseen “la fuerza de los poderes

invisibles”, y sus acciones “lo único que traen a la tierra

es el mal eterno”. Están deshumanizados porque han

debido “machacar cada partícula de sus sentimientos”, y

porque tienen “la insensibilidad hacia las emociones

corrientes propia de un hombre dedicado a una idea

destructiva”. Para ellos, no cuentan “los conceptos de

honor y vergüenza”. “Nadie nace revolucionario activo”,

dice Sofía Antonovna. “El cambio llega con sus

alteraciones, con la fuerza de una vocación súbita,


provocando como secuela dudas agónicas, violencias

afirmativas, un inestable estado del alma, hasta la

reconciliación final del converso en la perfecta ferocidad

de la convicción”.

Revolución

Teniendo a la vista estos antecedentes, Conrad

considera que “el camino de las revoluciones, hasta el de

las más justificables, está abierto por impulsos

personales disfrazados de credos”. Las revoluciones,

afirma, son un acto “demente y criminal”. Sus utopías

“inspiran en la masa de mediocres rechazo a la realidad

y desprecio hacia la lógica secular del desarrollo

humano.”

En nombre de esa lógica secular [véase la observación

de Weber y la lista de principios de Razumov], Conrad

rechaza el movimiento revolucionario anarquista. Lo

juzga secuela de un trastorno oscurantista, una mezcla

de delirio y fanatismo religioso alentada por ideas

pestilentes. La revolución es una “religión furiosa y

dogmática, que pide frenéticos sacrificios”; “un trance

rojo democrático”, donde los “conversos” exhiben “la


perfecta ferocidad de la convicción”; el innoble triunfo

de la mediocridad, cuando un revolucionario como Pedro

Ivanovich “cambiará millones de vidas para que sea jefe

de estado”; y pone en labios del profesor de idiomas esta

visión estratificada de la revolución: “…En una

verdadera revolución –si no es simplemente un cambio

dinástico ni una simple reforma de las instituciones–, no

son los mejores los que toman el poder. Una revolución

violenta cae al principio en manos de los fanáticos

intolerantes y de los hipócritas despóticos. Después les

toca el turno a los pretenciosos intelectuales fracasados

del momento. Esos son los jefes y los dirigentes. Se habrá

dado cuenta que no he mencionado a los meros

sinvergüenzas. Los escrupulosos y los justos, las

naturalezas nobles, humanas y dedicadas; los altruistas

y los inteligentes pueden crear un movimiento, pero se

les irá de las manos. No son los dirigentes de la

revolución sino sus víctimas; víctimas del asco, del

desencanto, con frecuencia del remordimiento.

Esperanzas grotescamente traicionadas, ideales

ridiculizados: he ahí la definición del triunfo

revolucionario…”
La revolución, por tanto, está teñida de rojo

sangriento. Prometiendo la “redención universal de

todas las miserias que oprimen a la humanidad”, ella

está consagrada a “la sagrada tarea de aplastar la

infamia”. Incoa la barbarie. Es regresiva. Impulsa a los

hombres a sacrificarse por ideas espurias. Refiriéndose

a Haldin, Razumov dice: “Yo le creí un desdichado,

porque mantener viva una falsa idea es un crimen mayor

que matar a un hombre”. Frente a su ideal de

perfeccionar la condición humana, Conrad es pesimista:

“En este mundo de los hombres nada se puede cambiar,

ni la felicidad ni la miseria. Sólo se pueden desplazar a

costa de conciencias corrompidas y vidas rotas: un juego

fútil para filósofos arrogantes y frívolos sanguinarios”.

Bajo la mirada de Occidente está sintetizada en tres

frases de un artículo que Conrad escribiera tras la

derrota de la «armada invencible« del almirante

Rozshestvenski en la guerra ruso—japonesa. Primera:

“La maldición había llegado hasta el fondo mismo de su

alma [Rusia]; la autocracia y nada más ha moldeado sus

instituciones; y con el veneno de la esclavitud ha

ahogado el temperamento nacional llevándolo a la apatía


de un fatalismo sin esperanza”. Dos: “Ese veneno parece

haber llegado a la misma sangre, manchando todas y

cada una de las actividades mentales, ya de origen, con

una insensata, semi mística y fascinante afirmación de

pureza y santidad”. Tres: “El peor crimen contra la

humanidad cometido por ese sistema… es la destrucción

despiadada de innumerables mentes. El mayor error del

mundo, la locura, seguía fiel en su cortejo. Alguno de los

mejores intelectos de Rusia, tras pugnar en vano contra

esa maldición, cual hombre aturdido que se lanza al

abismo, acabaron por echarse a los pies de ese

despotismo sin esperanza”.

Violencia

La violencia surge de “las condiciones más

desmoralizadoras”; éstas anegan el ánimo en el

resentimiento. A ello se agrega “la horrorosa psicología

de la situación” y su efecto sobre la mente. Un hombre,

o un país [como Polonia, p. ej., que estaba entre el Escila

de “los métodos del barbarismo ruso, a la vez crudos y

corruptos” y la Caribdis de “la cultivada brutalidad

teñida de desprecio, de la superficial y demoledora


civilización alemana”], pueden encontrarse en una

situación tan desesperada como “hallarse en una casa en

llamas donde las salidas han quedado obstruidas”. La

desesperación paraliza el ánimo o impulsa a buscar una

salida. En una situación política oprobiosa se podía

aparentemente optar por la rebelión y la violencia, casos

ambas en que la impotencia –la parálisis del ánimo que

eclipsa la sabiduría– impele al hombre a afirmar su

existencia de un modo ciego. Ante tales circunstancias,

se dice, la pasividad es indigna y, por el contrario, los

hombres [o los ciudadanos] “deben actuar” sin más

arrequives. El activismo es la respuesta espontánea,

instintiva ante los apremios de una situación límite.

Conrad se pregunta si está justificado este imperioso

llamado a la acción. “Es difícil decir –observa– si este

consejo [nace] de la sabiduría”, pues, en efecto, “hay

crisis del alma que por su magnitud no dejan lugar a la

prudencia o a la razón. Cuando a los ojos de ésta no se

ofrece escape aparente, cabe que el sentimiento lo halle,

acaso en la salvación, o a la perdición total, nadie puede

decirlo, y el sentimiento no se plantea siquiera la

pregunta.” En este aspecto, una salida desesperada a una


situación desesperada es una respuesta emocional.

Conrad, sin embargo, no encubre sus reservas; actuar de

ese modo le parece un faux pas. Aunque la vida posee

valores por los que vale la pena luchar, no cree que morir

por ellos worth the pain. La vida no tiene valor de cambio

en la muerte. Ni en el crimen: “Jamás he creído en el

asesinato político como medio para lograr un fin, y

mucho menos aún en el asesinato contra un orden

dinástico. Ignoro cuánto puede aproximarse el crimen a

la perfección del Arte, pero considerado con la fría

mirada de la razón no parece sino un procedimiento

crudo, de esa esperanza impaciente o desespero

premioso. Pocos son los hombres cuya muerte prematura

pueda influir en los asuntos humanos más que a nivel

superficial. La corriente profunda de las causas no

depende de individuos que, como el resto de la

Humanidad, son portados por un destino que ningún

crimen ha sido jamás capaz de aplacar, desviar o

detener.”

Frente a las condiciones más desmoralizadoras, la

actitud correcta es la vitalidad y la fuerza de ánimo. Esta

tesitura moral templa el ánimo para arrostrar la


adversidad de la clase más cruel, política o humana. En

sus novelas, Conrad ha puesto a sus héroes – a Jim en

Lord Jim y al capitán Anthony en Azar– bajo el duro

apremio de la contingencia y en la ímproba tarea de

reparar sus destinos, y ellos han sobrevivido o han

muerto de la mejor forma, aceptando su suerte [pero no

resignados a ella], enfrentando y disputando, si su valor

y orgullo se lo concedían, aquel destino implacable y

aquella oscuridad que, como dice el verso homérico, es

la “domadora de animales y héroes”.

El destino de Polonia, la patria natal de Conrad, era

en aquel entonces vivir atenazada entre Alemania y

Rusia hasta el fin de los tiempos, siendo ésta la cuestión

dramática y fatal: “Hay que considerar los hechos y

especialmente esos tan significativos e intensos como

éste, al que no cabe remedio posible en la Tierra…” ¿Qué

alternativas eran viables entonces? Si se excluía la

amistad con aquellas potencias, la consecuencia sería un

ánimo vindicativo. Polonia, empero, “bajo una opresión

destructora de la que la Europa occidental no puede

tener noción”, conservó la cordura. No desmedró su

sentido moral. “La opresión, no sólo política, sino la que


incide en las relaciones sociales y en la fuente de los

afectos más profundos de la naturaleza humana... no nos

ha hecho vengativos. Digno es de observar que con cada

incentivo presente en nuestras reacciones emocionales

no vemos como recurso el asesinato político”. Polonia

mantuvo su entereza porque “el temperamento

nacional” está “absolutamente libre de agresividad y

venganza”, y en virtud, además, de las raíces cultas,

ilustradas, occidentales y democráticas que difluyen en

ella por tradición 15.

El asesinato político es secuela de “la justicia

salvaje”, el eco del tam-tam de la tribu primordial, idoli

fiori de la horda primitiva. Sus condiciones sociológicas

señalan una situación de atraso cultural y político; es

una anomalía de sociedades rezagadas, en particular, las

no occidentales, cuya opresión sobre los individuos –la

violencia moral que les inflige– fuerza a éstos a una

15
También Benedetto Croce surte el mismo punto de vista en su
Historia de Europa en el Siglo XIX, siendo también negativo su
veredicto sobre la situación cultural y política de Rusia. “Las
Potencias Occidentales”, anota Conrad, “deben reconocer la
semejanza moral e intelectual de ese vigía lejano que pertenece
a su propio tipo de civilización, base única de la cultura polaca”:
Cf. Conrad, J. “El Crimen de la Partición” [1919] en Notas de vida
y letras, Parsifal Ediciones, 1996, p. 113.
sumisión tan destructiva que termina por socavar en

ellos su talante moral y desatar una respuesta acorde.

La opresión es la fuente de la violencia. A ésta la

incuba un marco feudal y una religiosidad dogmática,

cuyo fondo espiritual es una tradición autoritaria de

sumisión y obediencia. Actuando de consuno, estos

factores generan el respeto servil a los rituales

ideológicos del sacrificio metafísico. Si en la Rusia

zarista lo común era “la extrañeza a toda ley [alimentada

por la corrupción de las virtudes]”, en la Alemania

prusiana de aquel entonces imperaba “la sumisión [por

idealista ésta que pueda ser]”. Aquí Conrad destaca el

mesianismo germánico: “los tonos hegelianos,

nietzscheanos, belicistas, píos, cínicos o inspirados que

habían anunciado, en efecto, lo que iban a hacer con las

razas inferiores de la Tierra, tan llenas de pecado y de

indignidad”, reiterando además –cosa digna de nota– su

semejanza con la violencia mística de los profetas de

antaño, “también grandes moralistas e invocadores de la

fuerza”. En aquellas geografías no ha habido vestigio de

libertad, individualismo, ilustración ni tampoco una

“sagrada tradición de libertad y su hereditario sentido


del respeto por los derechos de los individuos y los

Estados”. Conrad no sentía el menor adarme de simpatía

por la cultura alemana. Ni siquiera pequeñas simpatías:

en Victoria un hostelero teutón, el obeso y vulgar

Schomberg, un sujeto envidioso y resentido,

desencadena las fuerzas del odio contra Axel Heyst. En

1915, en lo más álgido de la masacre, Conrad asienta que

“el genio alemán posee poder hipnotizador sobre las

almas sempiternas y las mentes semi vigiles. Hay una

inmensa fuerza de sugestión en la mediocridad

altamente organizada. ¿No había hipnotizado a media

Europa?” Alemania es “esa tierra prometida del acero,

de los tintes químicos, del método y de la eficiencia, de

esa raza plantada en mitad de Europa que asume con

grotesca vanidad la actitud de europeos entre

decadentes asiáticos o bárbaros negros y que, con

conciencia de su superioridad que libra sus manos de

toda atadura moral«, está ansiosa por asumir… la “carga

del hombre perfecto”. Conrad, el conservador anglófilo.

Decadencia
La edad liberal [1871-1914] es una época de

decadencia. Ha sido señalada como la “edad prosaica” y,

al mismo tiempo, “escéptica e insatisfecha: juicio que

parece extraño e inexplicable si no se pone en relación

con la crisis espiritual que comenzó después de 1848 y

llegó a su pleno desarrollo después de 1870” [Croce, La

historia de Europa en el Siglo XIX. Cap. IX, pág. 238]. Los

signos de esa decadencia son múltiples y Nietzsche hizo

el inventario: amortiguamiento del valor, actividad

ensimismada, empobrecimiento intelectual, erudición

estéril, acopio de datos y culto a los hechos,

sentimentalismo, exceso de psicología y crecimiento

demográfico: “Por todas partes se observaba el cambio

de proporciones entre la población urbana y la población

rural”; en lo espiritual, “el vacío positivismo y

evolucionismo adormecía las mentes”, concluye Croce.

Genealogía de la Violencia

A la lista agreguemos la sombría visión que tiene

Conrad de la civilización. Él podría suscribir las palabras

de Hobhouse sobre la miseria masiva que acompaña a las

civilizaciones: “Elementos de idealismo, chispas de


justicia, fibras unificadoras de bondad humana”

anudadas al “egoísmo y la vanidad, el orgullo y la

crueldad, tanto corporativa y colectiva como individual”.

Todas estas cosas, sin la menor excepción, son un

testimonio de la fuerza bruta, “nada de lo que pueda uno

vanagloriarse –dice Marlow en El corazón de las

tinieblas– cuando se posee, ya que la fuerza no es sino

una casualidad nacida de la debilidad de los otros”. Ha

nacido de la obscuridad. El asentamiento de la burguesía

liberal en la fase colonialista, cabe la grandeza de la idea

que puede respaldar sus conquistas, ha traído

anarquismo, violencia estéril, el ocaso del individuo y la

aurora del imperio de la mediocridad, representado al

máximo por la “enfermedad” anarquista. Conrad podrá

acreditar las palabras con que Croce reseña el imperio

ascendente de la mediocridad en el período de la

reacción conservadora que anega a Europa después de

1870. En aquella atmósfera de entonces, llena de

“restricciones mentales, actitudes acomodaticias”,

arribismo, “audacia de los que tenían la audacia de

tomar por asalto la fortuna…; en resumen, todas

aquellas cosas que, a veces practicadas también por


hombres a quienes la sociedad no rehúsa su fortuna,

hicieron exclamar al novelista que describió aquellos

tiempos: «Las personas honestas, ¡qué canallas!«. “Y no

es que aquellas personas —prosigue Croce—no fuesen

luego, en su gran mayor parte y en otras relaciones,

honradas y provistas de virtudes; pero la humanidad, en

su condición media, está hecha de tal suerte que no hay

que someterla a pruebas demasiado difíciles ni pedirle

sacrificios demasiado duros, como sería el renunciar a la

vida sosegada y al cuidado de los asuntos propios de la

propia familia; y tampoco hay que ponerla en situación

de hacer mal papel: más aún, hay que ayudarla a no

hacerlo” [Croce, cap. VI].

Conrad ve al hombre rendido a los engranajes.

Inhibido y fracturado por la civilización. Subyugado por

ideologías hodiernas: el socialismo [“el verdadero

Socialismo de hoy es una religión y posee sus dogmas”].

El Feminismo. Arrojado a un nublado paisaje industrial

de acero y hollín. Carne enlatada. Palacios de Cristal

“atiborrados de esa variopinta basura que parece ser el

chocante destino de la Humanidad”. Industrialismo y

comercialismo. Weltpolitik. La tierra “repartida


conforme a nuestras conflictivas ambiciones”. Una

Prensa “que desprovee a los hombres del poder de

reflexionar y de la facultad del sentimiento genuino”. La

música epiléptica de las pianolas. Anarquistas.

Pornografía. Chatarra.

Conrad juzga que “los males son muchos y los

remedios pocos, que no hay panacea universal, que la

fatalidad es invencible, que acecha una implacable

amenaza de muerte en el triunfo de la idea humanitaria”.

Hace suya la declaración del veterano diplomático

francés que con ocasión de la guerra del setenta, afirmó:

¡Il n’y a plus d’Europe! [“En verdad, no hay Europa”].

Encuentra premonitoria la inscripción que Bismark hizo

grabar en su anillo: La Russie, c’est le néant [Rusia es la

Nada]; es más, Conrad estima que la frase deshonra la

nada. Escribe que “vivimos en tiempos difíciles, en

tiempos de quimeras monstruosas, de malos sueños y de

locuras criminales.” Tiempos en que la oscuridad yergue

su apocalíptico yelmo de acero. Las Tinieblas son el

acero de las factorías Krupp. Como “la negrura mental”

de la autocracia. Como “la mera fuerza bruta de los

números”. Como el fatalismo nihilista que engendra.


Como la locura que acecha al hombre en ella. Como “la

agobiante oscuridad de las contradicciones místicas de

las almas condenadas”. Como la oscuridad de Razumov.

Como la de la noche en la que el Titanic se fue a pique.

Como la oscuridad de Kurz. Como el largo reinado de los

hombres breves.

En Juventud, antes de abandonar el barco, las ratas

“subían por la barandilla y echaban una última mirada

por encima del hombro” a quienes quedaban en él:

Marlow y un cocinero llamado Mahon. “Llegamos a la

conclusión que se había exagerado la sabiduría de las

ratas; que, a la hora de la verdad, ésta no era mucho

mayor que la de los hombres”. “Pasará mucho tiempo

antes de que hayamos aprendido que en la gran

oscuridad que nos aguarda no hay nada que debamos

temer”. No, no hay nada que temer. Como escribió

Turgueniev, “lo terrible es que no hay nada de terrible,

ni una idea, ni una cosa, nada. Sólo hay una eterna

sucesión de seres estrafalarios, de sucesos

desesperadamente vulgares.”

Nos lo enseñó el siglo XIX: La Era Positiva.

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