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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 15 – LAS ÚLTIMAS

ÚLTIMAS MIRADAS – ENRIQUE ANDERSON


IMBERT 1

Enrique
Anderson
Imbert
Las últimas miradas y
otros cuentos

15
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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Las últimas miradas


y otros cuentos

Enrique Anderson Imbert

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Contenido
Las aventuras del gato de Cheshire / presentación 4
Arte y vida 7
Cuerno y marfil 7
El fantasma 8
El ganador 10
El leve Pedro 11
El pájaro azul 13
Correspondencia 13
Mi sombra 14
Alas 14
Luna 14
Por los clavos de Cristo 15
La fama 15
La montaña 16
Las estatuas 16
Casi 17
La foto 17
Una plaza en el cielo 17
Aleluya del moribundo 18
Espiral 20
El suicida 21
La muerte 21
La pierna dormida 22
Las últimas miradas 23
Licantropía 23
Tabú 26
Vudú 27
Sabor a pintura de labios 27
Yo, aéreo 30
Sadismo y masoquismo 31
Ida y vuelta 31
Enrique Anderson Imbert / biografía 36
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La astucia del gato de Cheshire


El humor y la irreverencia eran los recursos preferidos
por Enrique Anderson Imbert, el escritor argentino
recientemente fallecido, para quebrar la presunta
seguridad de la vida diaria y revelar lo que sucede del otro
lado del espejo.

Enrique Anderson Imbert fue el autor de una pionera Historia de


la Literatura Hispanoamericana que se convirtió en una obra
básica de consulta. Fue un brillante catedrático, practicó una
erudición que no excluía la amenidad ni la inteligencia, dejó escritos numerosos
volúmenes de ensayo y de teoría y crítica literarias. Sin embargo, prefiero
recordarlo como el tejedor de una vasta obra de ficción, y sobre todo, como el
que inscribió indeleblemente en el aire silencioso de la lectura, la sonrisa del
Gato de Cheshire.

Así, El Gato de Cheshire (1965), se llama uno de sus libros, en homenaje al


felino de Alice in Wonderland, que tenía la inquietante costumbre de
corporizarse y descorporizarse, pero hacía esto último al revés: empezaba por la
punta de la cola y dejaba flotando el fantasma de su sonrisa. Los textos de esta
obra -ni cuentos, ni poemas, ni ensayos, sino cruce deslumbrante de géneros en
una forma breve- son como esa sonrisa. Con lenguaje de la filosofía idealista
(Benedetto Croce) Anderson los considera aspiraciones a la "intuición pura".
Más allá de la terminología que se elija, estas "sonrisas sin gato" logran sin
duda, desde su gesto perturbador y subversivo, el máximo impacto poético:
"desautomatizar la percepción", como dijo Shklovski, dislocar los esquemas
rutinarios y utilitarios que nos instalan en lo que llamamos, confiadamente, la
realidad. Quizá en ninguna otra obra de Anderson esta voluntad de ruptura y
creativa transgresión es tan intensa, deliberada y sistemática, y abarca un
registro tan amplio: desde la erosión de las fronteras genéricas hasta la contra
escritura de los mitos, las filosofías y las teologías que han articulado el universo
imaginario y especulativo de nuestra cultura. Quizá por eso este libro de
irreverente originalidad puede ser entendido como summa o cifra de todos los
otros, como lugar privilegiado desde el cual leer la ficción andersoniana.

Una ficción traspasada por la quiebra del pacto realista, por negociaciones con
lo maravilloso y con lo fantástico que desacomodan continuamente las
presuntas seguridades de la vida ordinaria, y que fluctúa, por lo tanto, entre la
experiencia de la libertad y del horror. La "realidad en sí" -para Anderson o para
Kant- es incognoscible. Y las formas de la sensibilidad, las categorías de la
razón, no son sino ilusiones que en cualquier momento pueden rasgarse o
desvanecerse para dejarnos indefensos ante el incomprensible Caos: la otra cara
de un Orden que sólo nosotros hemos construido. La quiebra recurrente de las
supuestas leyes de la Naturaleza sume a sus personajes en el terror y el vértigo,
pero asimismo en la alegría ante esa desaparición de los límites que permite a
cada uno ser (como los duendes irlandeses que pueblan tantas de estas
ficciones) un árbitro o un mago en el gran juego del mundo, en la fantasmagoría
de los seres efímeros que -siguiendo las estrategias de la metáfora- se levantan,
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se intercambian, se transforman y se disipan sobre el Caos. Así, un olmo que
sueña volar se ve recompensado por el nacimiento de un ala, o un hombre
puede abrir el agua como se abren las páginas de un libro.

Juego arriesgado, audaz exploración de la Nada que acecha más allá, la


narrativa de Anderson corroe las certezas establecidas, no sólo mediante las
magias de la transformación, mediante el escándalo y el prodigio, sino por la
ironía y el humor. Un humor que puede ser metafísico y macabro y que no
instala otra vez sobre la tierra firme al hombre desplazado y sacudido. Lo
mantiene en el aire, como un acróbata sobre el abismo. Este humor agudo,
irónico y paradójico, ataca particularmente la figura de Dios. No con el afán de
negar (de una manera fácilmente ingeniosa) la trascendencia, sino con el fin de
situarla más allá del alcance de lo racional, y de someter a crítica los juicios y
dogmas acerca de ella, los arquetipos o hipóstasis de lo sagrado que las filosofías
y teologías han propuesto, y la arrogancia demasiado humana de pretender que
el patético Homo Sapiens pueda ser el objeto privilegiado o exclusivo de la
atención divina.

Anderson, poeta en prosa y escritor de relatos fantásticos, no ha desdeñado del


todo los cuentos "realistas" en el sentido más tradicional del término, o sea,
aquellos que parecen describir la relación cotidiana con el entorno social, sin
que aparezcan ingredientes sobrenaturales. Pero aún en ellos el narrador utiliza
la ironía para "desestabilizar" al lector, para advertirle sobre el artificio que
sustenta al relato. Con este fin, apela a observaciones sobre los mecanismos de
fabricación del cuento dentro del cuento mismo [("Un navajazo en Madrid", en
El estafador se jubila)], o imbrica la anécdota "real" en una situación tópica y
típica ya estructurada por un mito o un relato tradicional. O bien, en los cuentos
aparentemente más prosaicos, el desenlace es tan insólito que descoloca al
lector y rompe las expectativas verosímiles [("Dos pájaros de un tiro" en La
sandía y otros cuentos, "Sabor a pintura de labios" en El grimorio, y tantos
otros)].

Este cuestionamiento del realismo y en general, de todas las convenciones


estéticas, obedece a una medular preocupación por el estatuto de la ficción, que
se traduce muchas veces en práctica metaliteraria (literatura sobre la literatura)
dentro del propio discurso ficcional. Tal práctica se configura de diversas
maneras: observaciones sobre la problemática de la literatura, citas y alusiones
eruditas, cuentos sobre el acto mismo de escribir, reescritura de textos del
pasado, duplicaciones interiores del relato, cuentos circulares que narran su
propio proceso de composición, exhibiciones del procedimiento narrativo,
parodias de género que socavan hábilmente códigos como los de la novela
policial, la novela gótica, el cuento de fantasmas, el relato fantástico, el discurso
estructuralista, la anti-novela.

Pero su mayor hallazgo es acaso la imagen de un libro mágico que se escribe a sí


mismo en el momento de su lectura; un libro infinito y circular donde cada
lector lee también su propia historia. La escritura prodigiosa que constituye el
"grimorio" (esto es, el "libro mágico" que da título al cuento y al volumen de
relatos homónimo) es un símbolo del propio ejercicio literario. La literatura es
de algún modo ese libro incesante que a nadie le será dado comprender por
entero, ni concluir, que no proporcionará a su lector-autor el buscado saber
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total, sino más bien. como le ocurre al profesor Rabinovich, su incauto
adquirente, la extenuación en el deseo infinito.

La sonrisa del Gato de Cheshire seguirá recordándonos los límites de ese


conocimiento y a la vez, las aproximaciones radiantes de la poesía hacia aquello
que el texto no revela, hacia la intocada realidad que el lenguaje decepciona y
traiciona, que es misterio: "-Oye la canción del viento en las casuarinas: parece
la canción del mar.

-Sí. Esa canción la oigo. Pero quisiera oír la otra, la que las casuarinas se cantan
unas a otras y nosotros no podemos oír."

Quizá Enrique Anderson, poco amigo de Dios y de los dioses, pero íntimo de los
fantasmas y de los duendes, la esté escuchando ahora del otro lado del espejo.

Claves

Formación: Enrique Anderson Imbert nació en Córdoba en 1910. Se recibió de


doctor en filosofía y letras en la UBA y pronto tuvo una cátedra en la
Universidad Nacional de Tucumán.

Juventud: brillante profesor de literatura y escritor, Anderson Imbert, a los 24


años, ganó un premio municipal por su novela Vigilia

Exilio: en 1945, el gobierno de Perón le quitó la cátedra que dictaba en


Tucumán. El escritor se exilió en los Estados Unidos y enseñó en las
universidades de Michigan y de Harvard.

Obras: entre sus ensayos se destacan Historia de la literatura


hispanoamericana, ¿Qué es la prosa?, La originalidad de Rubén Darío, La crítica
literaria y sus métodos , Teoría y técnica del cuento. Sus libros de ficción
comprenden, entre otros, Vigilia, El grimorio, El mentir de las estrellas, En el
telar del tiempo, El gato de Cheshire, Victoria y El tamaño de las brujas.
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Arte y vida

Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el


reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de
Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de
Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna,
el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en
la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura
provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le
gritó a Stewart:

-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del
arte!

A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo


mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera
oportunidad. Un testigo describe la escena así:

El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa:
"Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con
toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor
representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos
entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se
abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate,
queda colgado de la horca.

Cuerno y marfil

Penélope le dice a Odiseo:

-Hay dos puertas para los sueños: una, construida de cuerno; otra, de marfil.
Los que vienen por la de marfil nos engañan; los que vienen por la de cuerno
nos anuncian verdades.

En Homero (Odisea, XIX) esas puertas eran alegóricas: no existían sino como
imágenes de ideas. Ahora sabemos que existieron de verdad. El periódico de hoy
trae la noticia de que el arqueólogo Michael Ventris, en las excavaciones de
Knossos, acaba de encontrar dos enormes puertas labradas, una sobre un solo
cuerno y la otra sobre un solo colmillo. Interrogado por un periodista, Ventris
ha dicho que su impresión, más que de asombro, es de horror, al pensar, en
vista de ese cuerno, de ese colmillo, en el tamaño que debieron de haber tenido
los rinocerontes y elefantes pre-homéricos.
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El fantasma
Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como
si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la
arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en
medio de la habitación.

¿Con que eso era la muerte?

¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y
resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la
misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el
techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos
que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la
percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara
al cielo raso.

Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué


avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! - Si yo pudiera alzarle los
párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo - pensó.

Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz
y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole
su aborrecida condición de mamífero.

-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi
humilde morada.

Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para
animarlo otra vez.

¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo
instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de
silla y cuerpo caídos.

-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.

Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.

-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz.

¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante
la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto,
definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!

Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con


la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas
irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco
a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él
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lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como
estar vivo, pero solo, muy solo.

Salió de la habitación, triste.

¿Adónde iría?

Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.

Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.

Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido


creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como
perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso
probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo
único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las
insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera;
simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los
canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a
sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él,
muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo
podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista.
¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como
cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a
retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su
cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las
distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a
su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.

Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus
amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando
los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.

Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa


a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de
viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer
como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.

Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le


bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la
pared.

A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera


para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas
partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él
deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella
vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible
para él como para las huérfanas.

Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se
consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado,
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contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él
estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!

Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación
de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y
si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos
olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?

Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de


gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas
encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que
respiraban sus hijas!

Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió


despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí
se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras
otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en
otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.

Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que


todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a
su cuñada como náufragos al último leño.

También murió su cuñada.

Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como
un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el
mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había
posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí,
entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas.
Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche
arriba.

El ganador
Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra
emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero
mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino.
A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha
saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las
ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros...
Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre
los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan
cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada
donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para
que les transportase el pesado botín.
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El leve Pedro

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la


enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no
sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había
perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso
era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se
sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece...
ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma
desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las


gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y
aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le
iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez
portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba
muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco,
coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado,


pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo,
convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre
la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa
mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía
que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa,
acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces,
rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la


altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de
cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de


muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!


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-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado


te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un


precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así
abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como
el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre,
déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras
echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y
ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del
periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue
elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se
trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a
agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó
los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el
momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y
empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe
le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó
con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el


techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me


hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un
bendito, con la cara pegada al techo.
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Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo
raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para
abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al
doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar
con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento
dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad
de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un
segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire
inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo
en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y
luego nada.

El pájaro azul
Atlas estaba sentado, con las piernas bien abiertas, cargando el mundo sobre los
hombros. Hiperión le preguntó:
—Supongo, Atlas, que te pesará más cada vez que cae un aerolito y se clava en la
tierra.
—Exactamente —contestó Atlas—. Y, por el contrario, a veces me siento aliviado
cuando un pájaro levanta el vuelo.

Correspondencia
18 de julio de 1931. Querido Juan: Ahora que te han metido en la cárcel supongo
que esperarás que yo me ponga a cavar la tierra y a plantar papas. María.
24 de julio de 1931. Querida María: Por lo más que quieras en el mundo, no
remuevas la tierra. ¿No te das cuenta, sonsa, que allí está escondido el
tesoro?Juan.
15 de agosto de 1931. Querido Juan: Alguien de la cárcel debe de haber leído tu
carta pues hoy han venido de la policía y han cavado todo el campo. ¿Qué hacer,
Dios mío, qué hacer? María.
21 de agosto de 1931. Querida María: Planta las papas. Juan.
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Mi sombra
No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo
cuando, por casualidad, nos encontramos en el parque. En esas tardes la veo
siempre delante de mí, vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se
detiene. Yo también la imito. Si me parece que ha entrelazado las manos por la
espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces ladea la cabeza, me mira por
encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan excesivo en
dimensiones, tan coloreado y pletórico. Mientras paseamos por el parque la voy
mirando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada, doy unos pasos
muy medidos –más allá, más acá, según-, hasta que consigo llevarla adonde le
conviene. Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco luna postura
incómoda para que mi sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco

Alas
Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño
descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para
revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el
niño pudo hablar le pregunté:
—¿Por qué no volaste, `m´hijo, al sentirte caer?
—¿Volar? —me dijo— ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

Luna
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.Esa
noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un
refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la
azotea.—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el
tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme
la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea
que alguien se la robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las
ventanas, con las persianas apestilladas.
—Y... alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas...
—Bueno: te diré un secreto. En noches como ésta bastaría que una persona
dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz
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y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se
fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del
dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después
de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por
un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó
aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

Por los clavos de Cristo


Puedo imaginar los sentimientos de la mujer que, en un ataque de locura
religiosa, fue a la iglesia y, compadecida ante un Cristo ensangrentado por las
espinas de la corona, se subió al altar y con unas tenazas se puso a arrancárselas
(en realidad son clavos hundidos en la frente de madera).En cambio me cuesta
imaginar qué sintió el cura cuando, a los gritos de “¡sacrilegio, sacrilegio!”,
detuvo a la mujer y después, a martillazos volvió a meter los clavos en la cabeza
de su Señor.

La fama
El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:
—¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a
mí cuándo?
La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó
sonriéndole mientras apresuraba la carrera:
—Exactamente dentro de dos años a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la
Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que
publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo
que allí estaré.
—¡Ah, te lo agradezco mucho!
—Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

Unicornio
Se le vino encima. Tenía dos cuernos. La embestida era de toro, el cuerpo no.
—Te conozco —dijo riéndose la muchacha—. ¿Crees que voy a cometer la
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tontería de cogerte por los cuernos? Uno de tus cuernos es postizo. Eres una
metáfora.
Entonces el Unicornio, al verse reconocido, se arrodilló ante la muchacha.

La montaña
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado
en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el
padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego
del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las
estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los
hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el
niño no vio a nadie.

-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería


caminar y no podía.

-¡Papá, papá!

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

Las estatuas
En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la
fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido-
una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el
suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos
pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de
los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por
adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán!
Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido
lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua
de la señorita fundadora.
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Casi
—Odio este caótico siglo XX en que nos toca vivir —exclamó Raimundo—. Ahora
mismo mando todo al diablo y me voy al católico siglo XIII.
—¡Ah, es que no me quieres! —se quejó Jacinta—¿Y yo, y yo que hago? ¿Me vas
a dejar aquí, sola?
Raimundo reflexionó un momento, y después contestó
—Si, es cierto. No puedo dejarte. Bueno, no llores más. ¡Uff! Basta. Me quedo.
No to digo que me quedo, sonsa?
Y se quedó.

La foto
Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se
moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para
conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba
plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la
maceta en la falda sonreía y...

¡Clic!

Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula
era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una


manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde:
¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que
dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en
miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si,
en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada
mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada
crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

Una plaza en el cielo


Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvina se
resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años
y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está
atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan las
campanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento.
(No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina
conserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la
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ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del
barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirse
porque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro la
resucita, vieja otra vez.

Aleluya del moribundo

Isaac Kornblit visitó a Rodrigo Alvarez, que acababa de salir del hospital. Lo
encontró demacrado pero muy contento de vivir otra vez en su casa.
-! No me diga! ¿ Así que usted pudo verlo y oírlo hasta el último momento? -le
preguntó-. ! Que privilegio, aunque triste, estar junto al insigne Jacobo Stein a la
hora de su muerte! ¿Qué decía, qué decía? Porque supongo que Stein conservó
su lucidez hasta el último momento.
-Sí, claro -contestó Alvarez-, pero no crea que comnigo fue muy profundo. Eso
sí, sabía contar.
-¿ Contar qué? ¿ La historia de Israel?
-No. Un cuento.
-¿ Cómo es eso?
-Y bueno... Ya le dije. Cuando me internaron en el hospital me pusieron en la
misma sala en que atendían a Stein. Una mesa de luz separaba nuestras camas.
El estaba mucho peor que yo pero yo estaba mucho más deprimido que él.
Probablemente él sabía que iba a morir y que yo no sufría de nada grave. Si es
así, su conducta fue de veras piadosa porque se sobrepuso a sus propias
dolencias y, para animarme, me daba conversación. Yo no tenía ganas de
conversar y para que me dejara tranquilo... (perdóneme, sé que para ustedes
Jacobo Stein es una gran figura del Sionismo pero para mí no era nadie; yo ni
recordaba que Stein había sido profesor de historia en Israel)... le avisé que si
quería hablar que hablase pero que yo no iba a contestarle porque me sentía mal
y además porque, igualito que Azorín cuando tengo algo que decir lo escribo y
no necesito hablar. Ahí no más Stein se pusó a filosofar sobre o oral y lo escrito.
Supongo que para un judío la Biblia ha de significar algo ¿no? Bueno, me
extranó que Stein, siendo judío, dijera que el Libro daña al hombre. Repetía el
argumento del egipcio Ammon en aquel cuentito que Platón, en el Fedro, puso
en boca de Sócrates: la escritura, a diferencia de la palabra viva, debilita la
memoria de los lectores y los hace mentalmente perezoso. Me limité a
contestarle, creo que de mal modo, que a mi los ojos me sirven más que las
orejas y que lo que me estaba afligiendo en ese hospital era que yo pudiera
cerrar los ojos pero no las orejas. No se dio por aludido y siguió provocándome
para obligarme a conversar. Por ahí se me escapó que yo había escrito uno que
otro cuento. Stein me preguntó si yo estaba seguro de que esos cuentos escritos
por mí no seguían una tradición oral. Porque, agregó, él había localizado la
fuente folklórica de muchos cuentos de hoy que pasan por ser de escritura
novísima. ! Bah! Ganas de hacerme dudar de la originalidad de mis propios
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cuentos... Sobre la mesa de luz había un libro. Stein me lo mostró. Estaba escrito
en caracteres hebreos. Lo hojeó. Yo sabía !tan ignorante no soy! que el hebreo se
lee al revés pero de todos modos se me anojó un poquito ridículo que un hombre
tan viejo hiciera pasar las páginas de atrás para adelante como un chico que no
sabe leer. "Es", me dijo con un retintín burlón, "una antología de cuentos
israelíes. Ya ve: están escritos; así que, según usted, deben ser buenos". Se
sonrió con picardía y me miró con ojitos irónicos.
"¿Por qué diablos se sonríe y me mira así"?, pensé. Agregó: "Si quiere le resumo
uno". Sin esperar respuesta empezó a resumirme un cuento que desde entonces
no puedo olvidar, por la vivacidad con que lo cont6. Cuando al día siguiente me
desperté, la cama de Stein estaba vacía. Me explicaron que Stein se había
descompuesto a medianoche y ya en la madrugada estaba muerto. De veras lo
sentí. Pensé en el cuento que me había contado, el, el moribundo, para aliviarme
a mí, que no sufría de nada grave, y eché una mirada sobre la mesa de luz. Sí.
Allí había quedado el libro en hebreo. Como nadie lo reclamó me lo traje. Esta
ahí. Komblit suspiró:
-! Pobre Stein! Y dígame ¿cómo era ese cuento que tanto lo impresionó?
-Era un cuento sobre dos soldados en la guerra de 1967 entre Israel y Egipto.
-A ver, cuéntemelo.
-En una sala del hospital militar hay dos camas: una al lado de la ventana y la
otra en un rincón. Cuando traen al soldado David ya la cama de la ventana está
ocupada por el soldado Samuel. Este, a pesar de la gravedad de sus heridas, es
un optimista. Saluda a su nuevo compañero en desgracia y, viéndolo decafdo,
procura aniamarlo y aun divertirlo. Como desde su cama puede mirar por la
ventana, Samuel le describe a David todo lo que ve: un capitán que resbala en
una cáscara de banana y se cae, un perro que no quiere devolverle la pelota a un
niño, enfermeras bonitas que atraviesan el jardín con las faldas levantadas por
el viento... David oye la relación del interminable desfite de escenas. Pasan días.
La salud de David mejora. Por lo contrario, Samuel empeora y muere. Esa noche
trasladan a David a la cama que ocupaba Samuel y en cambio la de David es
ocupada por un nuevo herido.
David espera con impaciencia toda la noche para que, a la mañana siguiente,
corran la persiana y pueda asomarse por la ventana, ver las cosas interesantes
que ocurren en el jardín y animar al nuevo soldado como Samuel lo animó a él.
La enfermera abre la ventana. David, ansioso, mira y ve que no hay tal jardín: a
dos metros de la ventana un gran muro oblitera toda la vista. ¿ Y cómo va a
animar ahora al nuevo herido si él, David, no tiene la imaginación de Samuel?
Hubo un largo silencio del que salió Komblit con un zumbido:
-!Humm! !Qué casualidad! Los dos soldados del cuento, heridos en un
hospital... Stein y usted, también en el hospital, enfermos... Bastante simétrico
¿no te parece? Discúlpeme que sea tan suspicaz pero ¿me deja ver el libro del
que Skin sacó ese cuento?
-Sí. Allí Lo tiene, sobre la cómoda. Komblit se levantó, fue a buscarlo, lo
examinó y soltó una carcajada.
-¿De qué se rie?
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-Este libro, querido Alvarez, no es una antología de cuenteos, es un tratado
arqueológico titulado El Tercer Muro de Jerusalén.
-¿ Quiere decir que ese cuento que Stein me contó no estaba ahí?
-Sospecho que ni ahí ni en ninguna parte. Posiblemente Stein quería
entretenerlo a usted. Y sabiendo que usted respeta más el libro que la
conversación fingió que el cuento que le contaba estaba escrito. ¿Se ha fijado en
la curiosa coincidencia? Samuel, el soldado que dice mirar por una ventana
tapada y alivia con mentiras a David, su camerada, es el "doble" del Jacobo
Stein que lo divirtió a usted mintiéndole que narraba un cuento de un
mamotreto arqueológico. Improvisó el cuento de los dos soldados especialmente
para que coincidiera con la situación de ustedes dos, tendidos en una sala de
hospital.
!Vaya a saberse con qué propósito!
Alvarez murmuró:
-Es posible...
Y en seguida, en voz alta -no fuera que Komblit lo creyese molesto porque lo
habían engañado- afirmó:
-Como quiera que sea, el cuento me gustó. Sigo gozando del jardín tal como
Samuel se lo describió a David. Puedo ver a las lindas enfermeras con las
piernas al viento como si me las estuvieran mostrando en este mismo instante.
Lástima que ese cuento oral no exista literalmente.
-¿Por qué lamentarse de que no exista? Si usted lo gozó, aunque sea una sola
vez, ya es suficiente ¿no? No existe como literatura... Bueno ¿y qué? Razón de
más para que usted lo haga existir. Escríbalo. En el juego de paralelas que Stein
estableció, él era Samuel y usted David. Escriba el cuento que le contó siquiera
para probar que usted no se ha quedado inhibido como David, tan poco
imaginativo que fue incapaz de consolar al prójimo como Samuel lo había
consolado a él. El cuento podría comenzar así: "Isaac Kormblit visitó a Rodrigo
Alvarez, que acababa de salir del hospital. Lo encontró demacrado pero muy
contento de vivir otra vez en su casa".
Komblit y Alvarez rompieron a reir como chicos.

Espiral
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro.
Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol
que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa
era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro
muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en
el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la
puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los
ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos
sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca:
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como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?»,
exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento
oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en
otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra
vez.

El suicida
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo
explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después
bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra
hora. No moría. Entonces disparó su revolver contra la sien. ¿Qué broma era
ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por
agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro
balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos
en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el
estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en
el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas.


La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las
carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de


hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las
llamas de la ciudad incendiada.

La muerte

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara
tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un
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relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas
para que parara. Paró.

-¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.

-Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino


que bordeaba la montaña.

-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes
miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte
daño. ¡Esto está tan desierto!

-No, no tengo miedo.

-¿Y si levantaras a alguien que te atraca?

-No tengo miedo.

-¿Y si te matan?

-No tengo miedo.

-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos
grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz
cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente.

En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre


las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.

La pierna dormida
Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y,
ya dispuesto a levantarse, se dijo: "y si dejara la izquierda aquí?" Meditó un
instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar
también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba."

Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna
izquierda siguió dormida sobre las sabanas.
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Las últimas miradas


El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón
huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca
la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la
puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una
camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está
empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas
desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero
más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos
pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante
el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es
una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben
de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros.
Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus
patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo.
Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un
rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas
enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras.
Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de
nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera
de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio
dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

Licantropía
Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué
pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí
un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y
dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí
que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al
banquero que vive en el departamento contiguo al mío.

Me sonrió ("¡qué dientes!", diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le


sonreí, aunque si lo hice fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se
reducía a saludarnos cuando por casualidad nos encontrábamos en la puerta del
edificio o tomábamos juntos el ascensor. Yo no podía ignorar que él se dedicaba
a los negocios porque una vez, después de felicitarme por el cuento fantástico
que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome una tarjeta:

Rómulo Genovesi, doctor en ciencias económicas

y me ofreció sus servicios en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.

-Usted -me dijo- vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a
palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil...
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En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos,
Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas,
bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el
genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el
asiento.

Yo hubiera querido olvidar mi pobreza, pero la sola presencia de ese


especulador me la recordaba. Me había dispuesto a descansar durante el resto
del viaje y de golpe me veía obligado a ser cortés. Si en la jaula del ascensor yo
respetaba el talento práctico de mi vecino, ahora, en el vagón de ferrocarril,
temía que ese talento, justamente por adaptarse a la realidad ordinaria -realidad
que rechazo cada vez que invento una historia- me resultara fastidioso. Mala
suerte. El viaje horizontal en tren más largo que el viaje vertical en ascensor, iba
a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito que Genovesi obtenía en sus
operaciones económicas no se reflejaba en un rostro satisfecho, feliz. Al
contrario, su aspecto era tétrico.

Teníamos la misma edad, pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más


viejo que yo. ¿Más viejo? No, no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso.
No sé explicarlo. Parecía ¡qué sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado,
hubiera sobrevivido a varias vidas. Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin
embargo, la suya era la flacura del gordo que ha perdido carnes. Más, más que
eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera recurrido varias veces y de tanto
engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes bajo la piel para luego sacarlas,
su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía mantenía erguidas las
orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo la demás se aflojaba
y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos, las bolsas de las ojeras...

Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia,
y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para
dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa
inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre
me aburre.

¡Ni que hubiera adivinado mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la


economía, y arrimó la conversación al tema mío: la literatura fantástica. Y del
mismo modo que en el ascensor me había dado consejos para ganar dinero,
ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para que yo escribiese sobre ellas "y
me hiciera famoso..."

¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda
una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de
viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo,
fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a
necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me
sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza
el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.

Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central,
exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente
de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco
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imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso
"rigurosamente verídico" de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que
fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de
ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a
un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo
dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.

Desde luego que semejante truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni


siquiera me asombré demasiado de que un doctor en ciencias económicas
recontara en serio la atrocidad que le oyó a la cuñada del primo de la enfermera
-después de todo la curación por acupuntura, hipnosis y parapsicología, aunque
no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos- pero sí me asombré
bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi dejó atrás a
curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas
pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres
extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de
brujos, chamanes, nigromantes y espiritistas.

Por rara coincidencia, a medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la


obscuridad del anochecer iba borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía
cuando, en otra expansión de su fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y
de la astrología a la metempsicosis. No paró allí. En las siguientes espiras de su
monólogo Genovesi se alejó hacia lo que está oculto en el más allá.

Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía
el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que
la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades
irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su
axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es
posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o
revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y
la levitación, el tabú y el vudú...

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido


en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era
un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los
sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo
que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a
una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el
arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando
se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada
sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios
no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy
hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones
conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico,
la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón.
Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana "la
razón es antivital", tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase
orteguiana: "El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a
bestializarse".
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Gracias a que todavía no habían encendido las luces del vagón, la noche del
campo, una noche sin Luna y sin estrellas, penetró por las ventanillas y reinó
adentro tanto como afuera. De no ser por la voz, yo no habría estado seguro de
que ese bulto enfrente de mí seguía siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó
a aquella ciudad perdida en la pampa y faroles a los lados de las vías empezaron
a perforar la obscuridad. Cada destello alumbraba a Genovesi por un instante.
Mientras el discurso continuaba desenvolviendo la espiral de supersticiones, su
rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía ya no era igual. Genovesi se
transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde los costados del tren en
marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos que la voz daba de una
creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban como en el
cine, y el filme era una pesadilla.

En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue
solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a
contarme que hay hombres que se convierten en lobos.

-Bah, el cuentito del licántropo -le dije-. Lo contó Petronio en el Satiricón.

-No, no -y su voz salió de la tiniebla misma-. Déjese de licántropos griegos. En la


provincia de Corrientes los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan
en las noches sin Luna, como ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia.
Créame. Matan...

Entonces sucedió algo espeluznante. Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de


punta cuando al salir del túnel y entrar en la estación, los focos iluminaron de
lleno la cara de Genovesi.

Espantado, noté que mientras repetía "créame, lo sé, el lobizón existe", se


metamorfoseaba. Y cuando terminó de metamorfosearse vi que allí, acurrucado
en su cubil, el genio de las finanzas se había convertido en un grandísimo tonto.

Tabú
El ángel de la guarde le susurra a Fabián, por detrás del hombro:

-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra


zangolotino.

-¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.

Y muere.
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Vudú
Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Sólo
ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber
conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo
hizo pasar a la habitación y le explicó:

-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra
mujer. Quiero que muera.

-¿Estas segura que anda lejos?

-Sí.

-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?

-Sí.

Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y


por el ojo le clavó un alfiler.

Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde


habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manos
sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

-¡Me dijiste que estaba lejos! -Protestó el Brujo; y mascullando un insulto


amargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida
había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían
murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto
que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un
árbol sonoro:

-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no
más estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier
negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A
lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una
legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que
representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.

Sabor a pintura de labios


Con el último beso -el más laxo de todos- aparté mi cabeza de la de Nora y la
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hundí en la almohada. Después me di vuelta, cara al techo, y entrelacé las
manos debajo de la nuca. La mirada -fototrópicamente- se me fue hacia las
persianas entornadas. Entornadas para que, desde la casa de enfrente, nadie
pudiese vernos en la cama, pero lo bastante abiertas para que la hora de la siesta
se parara allí, en la hendija, como un brillante estambre.
Imaginé la tarde, al otro lado de la ventana. Ni una nube debía de estar sobre
Buenos Aires, ni una nube que empañara la luz. Sería un cielo con inmovilidad
de cristal. ¡Lo imperturbable que estaría el azul!, pensé. En cambio, la brisa que
a ratos se me tumba sobre el cuerpo desnudo me hizo pensar en que una mujer,
cualquier mujer que anduviese en ese momento por las calles, tendría que
sujetar las faldas de su vestido de verano para que el viento no se las levantara.
Me miré. Caderas cuadradas, largas piernas. Cuerpo bastante fuerte, joven,
blanco, más o menos liso. Qué curioso. El cuerpo era mío. Desde siempre, desde
que yo podía recordar, el cuerpo estaba ahí, acompañándome. No ante mí, sino
conmigo. Más fiel a mí que al mundo. Pero, precisamente, el ser mío, el que
fuera yo quien lo tuviera, lo hacía distinto de mí. No era un objeto. Eso no. Mi
cuerpo no estaba al final de una perspectiva sino que era mi perspectiva., Sin
embargo, no era mi cuerpo la parte con la que mi yo empezaba a apropiarse de
todos los objetos del mundo (¿o quizá la parte por la que el mundo empezaba a
invadirme con sus objetos?). Miré y remiré mi cuerpo: entreveía las órbitas de
los ojos; si cerraba un ojo, la punta de la nariz; y a medida que la mirada iba
hacia las regiones más distanciadas de los ojos me vi como un ancla. El cuerpo
era mi anclaje en el mundo.
Un tranvía (un oxidado ruido de tranvía) venía de lejos. Al acercarse a la
esquina frenó la marcha con tantos ahogos que parecía que iba a morirse.
Entonces oí a mi lado otro ahogo y al mirar vi que Nora lloraba.
Con las piernas encogidas, con las manos en el rostro gacho, esa otra ancla
humana dibujaba un gran signo de interrogación. De espaldas no era tan
hermosa. Quise atraerla hacia mí y deshacer la trenza de sus brazos pero Nora
se encorvó aún más y siguió llorando hacia el lado de la pared.
-¿Qué te pasa* -le dije-¿Tienes vergüenza? -y le acaricié el pelo.
Habíamos bebido mucho coñac. Yo sentía todavía el mareo, un gran mareo que
me absolvía de toda culpa. Quizá a ella el coñac le produjera otro efecto.
-¿Tienes vergüenza? No seas tonta.,¿Vergüenza de qué?
Se reclinó en la cama. Así, de frente, era como me gustaba. Las ondas del pelo,
color de lino, se volcaban .sobre un solo hombro. Aunque ahora despeinadas,
seguían la dirección de su peinado habitual. (En la primera tarde en que nos
conocimos esa crencha que le rodeaba el cuello y caía sobre el seno derecho en
agresiva asimetría me perturbó tanto que tuve ganas, qué sé yo, de darle un
tirón, de soltarle el moño, de repartirle el pelo a los dos lados, de cortárselo, de
besárselo.) Pelo sedoso, no grueso como este mío. Sus padres eran alemanes.
También los míos. Pero ella, en el lado rubio de la raza; yo, en el oscuro. Tenía
una cara de bebé, con su piel tan tersa, con sus ojos de un azul tan inocente. Los
senos, enormes en su talle juvenil, parecían vivir por su propia cuenta.
Esperó un rato y después, sin mirarme, murmuró: -Hemos hecho mal. No puede
estar bien. Nunca. Está mal. Mal.
La voz se le encendía y apagaba, como en un vuelo de luciérnaga.
-No es cierto -respondí- ¿Qué tiene de malo? ¡Vamos! No seas tonta. Ya hemos
hablado sobre esto infinidad de veces. No seas tonta. Es perfectamente natural.
Una ráfaga de aire le hizo temblar una onda de pelo sobre la oreja. Tuve ganas
de que mis dedos entraran también allí como otra brisa pero me contuve.
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-No comprendes, Nora, que no hemos hecho nada malo? Si nos queremos...
Queriéndonos como nos queremos, ¿qué más? Es perfectamente natural.
-Esto no es cariño ni nada. ¡Qué sabés lo que es querer! Esto es feo, feo. Déjame
tranquila. No me molestes más. Déjame tranquila.
De nuevo ocultó la frente, los ojos, entre las manos.
La contemplé un rato en silencio. Los dientes, un poco echados hacia adelante,
le daban a sus labios carnezuelos el gesto de estar esperando un beso. ¡Qué piel
de niña, de criatura recién bañada! Sin embargo, las curvas eran poderosas
como si sus dos magnolias hubieran florecido de pronto, en el verano.
-No vas a volver con él, ¿verdad? No vas a volver con Arturo... después de esto...
de lo que somos... Esto es perfecto. Nora. No somos dos. Tú y yo, digo. No
somos dos. No vas a volver con ese hombre... con ese animal.
-¿Por qué no?
-¿Después de esto? ¿Cómo vas a volver?
-No. Es cierto. No podría volver. Aunque Arturo me llamara... No podría
volver... -y lloró.
-No seas tonta. Mírame, Nora. ¿No es mejor así? Conmigo no te faltará nada.
¿No te ha ido bien? ¿No te gusto? Claro que te gusto. Podremos seguir así. No
tendrás nada de que preocuparte. Nada. Esto -le dije sonriéndome- no tendrá
consecuencias... No soy como ese animal de Arturo. ¡El bruto! Capaz de hacerte
un hijo.
Nora seguía llorando.
Miré hacia la ventana.
El rumor de la ciudad atravesaba, sin tocarla, la cinta de luz de las persianas
entornadas. Sentí impaciencia. Arturo, el bruto... Con ese aire de matón. Lo
detestaba. Alto, musculoso, huesudo, con su bigote negro y su sonrisa de
suficiencia. Repelente. No. Nora no volvería con él. No después de lo que
acabábamos de hacer. Cuando ocurren estas cosas, ya se sabe, se descubre
nuestra verdadera naturaleza. Lo que somos. Arturo había poseído a Nora, diez,
veinte veces. La había hecho suya. No completamente, es cierto. Pero esa parte
de Nora que Arturo había poseído yo no se la podía arrebatar. Ah, Nora y yo nos
habíamos conocido demasiado tarde. En la oficina del Ministerio. Había
entrado, azorada. Empleada nueva. Una alemanita dulce, de voz perezosa. 92 x
56 x 92. Se encontraron nuestros ojos. Perturbadores. Su primera visita había
sido apenas una .semana atrás, cuando la invité a tomar el té en mi habitación.
La intimidad fue fácil. El hablar de esta o de aquella prenda. El roce de las
rodillas por debajo de la mesa. Una caricia suelta. Un beso como quien no
quiere la cosa. Una desnudez. Sólo ayer la había convencido para que pasara la
noche conmigo. Había sido de Arturo. ¡El animal! Ahora era mía. ¿Quién la
poseía más? Poseíamos partes de su ser pero ¿quién la poseía más? No, a Arturo
no volvería. Nora sería feliz conmigo. Eso corría de mi cuenta. Lo importante
era ser felices. El primer paso estaba dado. Había salido bien. Yo la mimaría, le
haría todos los gustos. No ¿por qué habría de volver a ese bruto?
-Querida, no seas así. No llores más -le dije. Y me sorprendí de oír mi propia
voz, tan suave, tan llena de ternura.-Qué linda estás. Te quiero. -Y la besé.
-Déjame tranquila. ¿Por qué no te vas y me dejas tranquila?
Estiró la mano hacia la mesa de luz y se sirvió otra copa de coñac.
La observé un rato. Era inútil insistir. Mejor sería esperar a que se serenase.
-Bueno, me voy-le dije-. Daré unas vueltas. Tengo que comprar algunas cosas.
Pero vendré a buscarte a eso de las seis. Iremos a cenar ¿quieres?
Me levanté de la cama y me di una ducha. Me vestí. Me arreglé rápidamente
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apenas mirándome al espejo. Nora estaba ahora echada .sobre un costado
cubierta con la sábana. Por su respiración pesada parecía dormir. Salí sin hacer
ruido.
Bajé las escaleras de la casa de departamentos.
En la puerta estaba el portero.
Tenía la sonrisa odiosa, abierta a cuchillo en la cara mal afeitada.
Me miró de arriba abajo, como desnudándome, y quiso entrar en conversación.
-¡Qué calor! ¿no? Y usted, con ese saco. ¡Y con las manos en los bolsillos del
saco! iSabe una cosa? Si usted dejara esos aires de jefe, y se vistiera con otro
traje más decente, sería bastante...
-¿Cuántas veces le he dicho que no quiero hablar con usted? ¿No se da cuenta de
que me molesta?-le dije casi chillando.
Me daba rabia su impertinencia.
Salí a la calle y empecé a alejarme, Bartolomé Mitre abajo.
De pronto oí que el portero me gritaba:
-¡Diga, señorita! ¿Su amiga se queda sola allá arriba?
De rabia me mordí los labios hasta que me sentí el sabor de la pintura de labios.
Y me fui taconeando, calle abajo.

Yo, aéreo
- Usted me mira como si yo estuviera loco. No estoy loco. Soy diferente, eso es
todo. Creo en la ciencia tanto como usted y lo que le he dicho es muy científico.
Estoy de acuerdo con usted y con su Darwin: la evolución de las especies es un
hecho. Sólo me permito añadir que es un hecho poético, porque poético es el
azar de las mutaciones... Déjeme hablar. Escúcheme.
Sé que algunos animales evolucionaron hasta desarrollar alas porque el vuelo
los beneficiaba. Reptiles aprendieron a volar. Los dinosaurios se extinguieron
pero de ellos quedan los pajaritos que revolotean en nuestros jardines. La gente
dice que venimos de mamíferos que no se hubieran beneficiado con alas; que la
selección natural no seleccionó alas para nosotros y por eso la levitación no está
entre las posibilidades humanas. La gente se equivoca. Yo, por lo menos soy
humano y terrestre pero también aéreo. No me mire así. Para mí no vale la vieja
definición de hombre: "animal bípedo implume". Bípedo, sí. ¡Qué maravilla, el
tener dos piernas! El 6 de enero los Reyes Magos ponen juguetes en las medias
de los niños pero a mí en las medias me pusieron dos piernas milagrosas.
Bípedo, pero cuando niño descubrí que mis dos piernas eran leves como plumas
y a veces las sentía vibrar como alas. Se estiraban hacia arriba sosteniendo y
alzando mi cuerpo. No solamente las piernas tiraban para arriba. En la mirada
se me juntaban todas las cosas que subían. Las paredes, el poste, la chimenea
con su columna de humo, el árbol que con una rama apuntaba a las nubes,
nubes que no eran un techo que me cubría sino un piso sobre el que se
levantaba un mundo sin hombres. Hasta veía que en las calles, mezclados con
los hombres, andaban ángeles extraviados, un poquito flotantes, con ganas de
irse por el aire.
Le voy a contar una experiencia más extraordinaria que la de ningún soñador.
La recuerdo bien porque está asociada con el recuerdo de mi madre. Mi madre
me había dicho que con fe uno puede mover montañas. Miré las sierras de mi
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Córdoba y comprendí que yo nunca tendría la fe suficiente para moverlas. Pensé
en cambio que quizá pudiera juntar la fe necesaria para moverme a mí mismo,
hacia arriba. Es decir, para volar. Yo había volado la noche anterior, en sueños,
pero la gracia estaría, pensé, en volar bien despierto a pleno sol y a la vista de los
vecinos. De pie como un árbol más en la loma de nuestra huerta, con los ojos
cerrados y la frente en alto, junté las fuerzas de la fe y recé como mamá me
había pedido que rezara: "Creo, creo, creo". Aun no creía pero tenía que creer.
Era necesario que creyese para poder volar. Y empecé a creer. Me convencí.
Creí. Ascendería sin sin necesidad de alas. La distancia entre mis pies y el suelo
aumentaría, seguiría aumentando, más, más, y me desterraría de la Tierra. De
un momento a otro con una flexión de piernas saltaría y volaría. Volaría por
encima de los techos de la ciudad y de las cumbres de la sierra. Por un instante,
con levedad de mariposa, me posaría en la aguja del capitel de la iglesia. Desde
arriba contaría en el bosque los huevitos en cada nido de gorriones y espiaría en
las calles los pasos pesados de los transeúntes. Atravesaría la nube que me diera
la gana... ¡y al cielo! Sí. creí firmemente, como mamá me dijo que había que
creer. Apreté los puños, apreté los párpados. Contaría hasta tres, listo para
arrojarme al espacio. La fe que había juntado en mi imaginación ahora la junté
en la boca y dije entre dientes: "uno, dos...".Al decir "¡tres!" me arrojé al espacio,
abrí los ojos y me reí, feliz, feliz, parado en la loma de la hueta. Feliz porque ¿se
dan cuenta? yo, sin moverme, ya había volado.

Sadismo y masoquismo
Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade y,
masoquísticamente, le ruega:
-¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y,
con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
-No.

Ida y vuelta
Los Académicos (no lo eran pero les gustaba que en el pueblo de Don Torcuato
los llamasen así) planearon ese viaje de ida y vuelta. Elegirían a un lector muy
calificado que se fuese al siglo XVII y volviera con la respuesta a la cuestión de
quién había sido el autor de La Estrella de Sevilla. Porque, ¡si lo sabía Foulché-
Delbose!, el hecho de que el nombre de Lope de Vega figurase en las primeras
ediciones no probaba nada. Puesto que no disponían de ninguna Máquina del
Tiempo discutieron sobre el modo de emprender el viaje. Albornoz, que era el
excéntrico del grupo, no ocultó su escepticismo:
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–Misión imposible –desahució–. Sin Máquina no hay viaje que valga.
El ceremonioso Figueiredo cerró los ojos y, aunque no los veía, con el ademán se
dirigió a Giraud, Brown y Moberg. La cabeza del oráculo empezó a hablar:
–La primera etapa del viaje será psíquica. Después...
–No creo –lo interrumpió Albornoz– en las facultades Psi-Gamma y Psi-Kappa.
No creo en telepatías, telekinesis, espiritismos y fantasmogénesis. No creo en...
–No se gaste –ahora Figueiredo abrió los ojos y fue él quien interrumpió–.
Nadie le pide que crea en la Parapsicología. Nos basta con que confíe en la
Mecánica del Quantum. A ver, Moberg, explíquele.
Y Moberg, muy científicamente, explicó al escéptico Albornoz que entre los
saltos de los electrones de órbita en órbita y los saltos de los hombres de siglo en
siglo había relaciones ya verificadas por la historia. Ahí estaban los casos de
hombres que habían asombrado a sus vecinos con ideas traídas del futuro o del
pasado. En el caso de Rivadavia y Rosas ("para referirse a dos argentinos de
idéntica inicial", se disculpó Moberg) ¿no era evidente que el primero saltó para
adelante y el segundo para atrás y luego retornaron tan cambiados por lo que
habían visto y oído en otras épocas que causaron un escándalo en su propia
época? Sin contar que, en la historia de la cultura, se daban afinidades
demasiado extraordinarias para que fuesen casuales: por ejemplo, Luciano y
Voltaire, tan afines, ¿no se habrían puesto de acuerdo al juntarse en algún viaje
por el tiempo? Es más –añadió el ocultista Brown con cierta timidez–, Heráclito
y Hegel ¿no serían una y la misma persona? Todo lo que había que hacer para
realizar el proyecto –concluyó Figueiredo– era preparar al viajero de tal manera
que el salto psíquico coincidiera con el salto físico. Fácil.
Sin prestar más atención a las objeciones de Albornoz los Académicos pusieron
manos a la obra. Comenzaron por construir un Simulador Seiscentista.
Simulaba una ciudad en miniatura que cabía en los fondos del Club de Don
Torcuato, si bien los simulacros de edificios y calles aparentaban tener el
tamaño natural. Con decorados, bastidores y trastos ese escenario creaba la
ilusión de un barrio del siglo XVII. Levantaron una casa, réplica de la de Lope
de Vega en Madrid, y la amueblaron como correspondía. Naturalmente, allí
estaba la colección más completa posible de comedias del Siglo de Oro. Los
únicos libros posteriores a 1617 –fecha probable de La Estrella de Sevilla– eran
de filología: gramáticas históricas, historias de la pronunciación... En esa casa
viviría el Viajero del Tiempo. Sería como vivir en una biblioteca, en un museo,
en un teatro, en un laboratorio.
De un concurso de lectores eligieron a un español que había llegado a la
Argentina hacía un par de años. Exageraba sus zetas para avisar que jamás
cedería al seseo porteño. No era universitario pero cuando fue examinado
desplegó una erudición en materias del Siglo de Oro más cabal aún que la de los
especialistas. Ante la mesa examinadora presidida por Figueiredo recitó de
memoria escenas enteras, precisó fechas, aportó anécdotas esclarecedoras.
Declaró que se había consagrado al teatro clásico desde muy joven, cuando
todavía estudiaba en el Seminario de Nuestra Señora. Por cierto que esa
devoción al teatro lo apartó del gusto por la teología. Renunció, pues, a ser fraile
y se sumó a una compañía de cómicos trashumantes. Para actor le faltaban
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condiciones físicas. Quizá el hecho de ser zurdo tenía algo que ver –por aquello
de los nervios entrecruzados de los hemisferios cerebrales– con su modo
tembleque de estirar ciertas sílabas. Sin embargo, tanto le atraía la farándula
que siguió pisando tablas aun a sabiendas de que estaba condenado a
representar papeles insignificantes. Desembarcó en Buenos Aires, perdió el
empleo, ganó la lotería y justamente entonces se enteró del concurso de
"lectores del Siglo de Oro".
Los Académicos quedaron bien impresionados porque Paco –que así quería el
concursante que lo llamaran– además de ser madrileño y dominar la literatura
dramática con la puntualidad de un maniático, era un histrión capaz de
interpretar a cualquier personaje. Como en una comedia de espionaje se
codearía con los contemporáneos de Lope, ¡con Lope mismo!, hasta averiguar la
autoría de La Estrella de Sevilla. En cuanto a las cualidades psíquicas para
dejarse raptar por un tiempo reversible ¡bueno!... Sus ojos, a pesar de que,
según observó Albornoz, destellaban de vez en cuando picardía, eran los de un
carácter débil, ingenuo y, mejor aún, sugestionable. Su boca, a pesar de que,
también según Albornoz, disimulaba a veces la sonrisa burlona, se abría como a
la espera de que un traspunte le soplase versos olvidados Justo lo que se
necesitaba para el experimentos: un médium hipnotizable, un alma sensitiva, un
buen conductor de espiritualidad. Por fin una noche, ya perfectamente
instruido, Paco se mudó a la simulada ciudad. Lo habían disfrazado con prendas
de galán seiscentista, así que, en el primer momento, impresionó como una
máscara rezagada del último carnaval, pero en cuanto se instaló en la casa no
hubo más anacronismos. Se enfrascó en la relectura de viejas comedias. A
trechos una cinta magnetofónica prorrumpía en ruidos del siglo XVII: sones de
vihuela, el rechinar de un carro, veces de pregoneros. SI se movía por la
habitación tocaba cosas del siglo XVII. Cuando se asomaba a la calle confirmaba
fachadas del siglo XVII. Aun olía y saboreaba al siglo XVII, pues manos
invisibles le dejaban en la cocina viandas aderezadas de acuerdo con un Tratado
de Glotonería impreso en 1610.
Habían convenido en que Paco izaría un banderín cada mañana y lo arriaría
cada noche. El no hacerlo indicaría que había partido en su viaje a retrotiempo.
Los Académicos, desde el Club, por riguroso turno vigilaban con un catalejo.
Una mañana el banderín no fue izado. Conmoción. ¡Paco, ausente! ¡Paco, ya en
el siglo XVII! Pero poco después el académico de guardia –Giraud, el de las
jaquecas con pérdidas de visión– apuntó el catalejo al Simulador Seiscentista y
divisó a alguien que, dentro de la casa, daba las espaldas a la ventana: ¡Paco, de
vuelta! Pasó la voz a los colegas y todos corrieron a interrogar al Viajero del
Tiempo.
Este debió de oír sus pasos porque se plantó en la vereda y los miró de arriba
abajo como si los desconociera. Para un noble alegremente vestido con calzas
verdes, jubón de estrías amarillas, rojas y azules y cuello de encajes debió de ser
una triste mascarada la de esos hombres embolsados en trajes obscuros.
–¿Y... Paco? –Inquirió Figueiredo–. ¿Viajó?
–¿Paco, habéis dicho? Yo, don Francisco Hurtado de Enciso soy.
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–Bueno, bueno... Como quiera, Don Francisco. A ver. Nos morimos de
impaciencia. ¿Fue Lope, nomás, quien escribió La Estrella de Sevilla?
–¿Qué Lope?
–¡Qué Lope va a ser! Lope de Vega.
–¿Qué decís? Yo, yo, yo a solas, como un gerifalte acabo de dar cima a La
Estrella de Sevilla. Lo que me turba es que preguntéis por esa obra. De Puño la
escribí en secreto, Y nadie sino yo puede estar enterado de su existencia.
Decidme: ¿quiénes sois? ¿Demonios?
Figueiredo hizo señas a los Académicos para que no replicaran: había que
escuchar en silencio lo que bien podría ser la primera del trasmundo, noticia
que sonaba con una pronunciación española de otra edad aunque con un seseo
semejante al de los argentinos.
–Demonios debéis de ser –prosiguió el hidalgo– porque os habéis percatado de
un título todavía inédito. Rasgueando el título La Estrella de Sevilla estaba
cuando al punto se me vino encima, más que un hombre, un relámpago de
hombre. Había aparecido por una grieta de aire, y tendía la mirada, y la mano
hacia mis papeles. Atiné a cogerlos y antes de que yo pudiera hacerme a un lado
el intruso topó conmigo. Perdí el sentido. Volví en mí con la sensación de
hallarme en el pellejo de otro. En tal éxtasis se me cayeron los papeles,
retrocedí, di con la espalda en la ventana y durante largo rato me quedé
aguantando a pie quedo con el temor de que algo se moviera en el espacio vacío.
En esto, llegasteis. Y ahora me preguntáis por La Estrella de Sevilla como si no
fuera mía... ¿Quiénes sois?
Se abrió paso entre los silenciosos Académicos y, desconcertado como si
descubriera que no estaba donde había creído estar, exclamó:
–¿Qué es esto? No es una casa, no es una calle, no es una ciudad. Esto no es
Madrid. Es un espacioso tablado para representar. ¿Qué pasa aquí? ¿En qué
comedia de teatro estoy? Válgame Dios ¿quién se vio jamás en tanta confusión?
Ah, claro, ya caigo. Queréis despojarme de La Estrella de Sevilla. ¿Conjuras a
mí? ¡Atrás, atrás!
Con la mano derecha desenvainó la espada y blandiéndola se precipitó en la
casa a los gritos:
–¡Mi manuscrito! ¡Muerte al que intente robarme el manuscrito!
–¡Eh! ¿Adónde va? –lo llamó Giraud pero inútilmente porque el otro ya había
atravesado los umbrales.
–Dejémoslo –propuso Figueiredo–. Volverá cuando se haya repuesto de los
efectos del viaje. Albornoz no aguantó más:
–¡No me van a decir ahora que de veras se han tragado que ese pobre tipo se
echó a volar desde aquí hasta la España de nuestros requetetatarabuelos!
–Por lo visto –terció Brown– usted no ha reparado en la gran novedad de ese
viaje redondo.
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–¡Qué! –Albornoz era todo sarcasmo–. ¿Paco se trajo algo del siglo XVII, como
aquel protagonista de The Time Machine de Wells, que del futuro se trajo una
flor desconocida?
–Paco no trajo esa flor pero ha traído un objeto también maravilloso: se ha
traído a sí mismo convertido en otra persona. Se fue humilde y ha vuelto
señorial. Se fue zurdo y ahora es diestro. Se fue con las zetas del castellano y ha
vuelto con las eses del andaluz. Dice que es el autor de La Estrella de Sevilla y
yo, por lo menos, lo creo.
–¡Genial! –soltó Albornoz–. Un castellano del siglo XX cae en el Madrid del
siglo XVII y tropieza con un andaluz que está escribiendo. ¡Pum!
Transvasamiento de almas. El castellano se queda allá habitando el cuerpo del
andaluz y el andaluz viene a parar acá en el cuerpo del castellano. ¡Fenómeno!
Como cuento fantástico no estaría mal si no fuera más bien un realista Cuento
del Tío. Nuestro hombre es un farsante. No olvidemos su profesión histriónica.
Por ser actor no le cuesta representar el papel más absurdo. Le bastó que en La
Estrella de Sevilla se rimase "alteza" con "empresa" y "venzas" con "ofensas"
para convencerse de que su autor seseaba como andaluz. No podía ser Lope de
Vega, pues éste ceceaba. Hacer las veces del sevillano autor de La Estrella de
Sevilla le fue fácil. Procedió como cualquier filólogo: leer el texto, agotar sus
significaciones, comprender la intención del autor, identificarse con el autor,
convertirse en el autor.
–No sé por qué discutimos tanto –se lamentó Giraud, ya con una de sus
jaquecas enceguecedoras–. Lo mejor será interrogar al sospechoso. Voy a
buscarlo.
Giraud se metió en la casa y al minuto escapó espantado:
–¡Increíble, increíble! Lo entreví en un rincón de la sala, con un montón de
papeles en la mano, contemplándose en el espejo. Parecía no reconocerse
porque gritó: "¡Me han robado la cara!". Y señalando a su propia imagen en el
espejo agregó: "¡Y fue ése quien me la robó!". Al oírme se dio vuelta, me clavó
una mirada terrible y ¡lo juro! se desvaneció en el aire como una pompa de
jabón. Don Francisco Hurtado de Enciso ha vuelto a su siglo XVII llevándose el
manuscrito.
La voz de Albornoz sonó alterada:
–¡No puede ser! Es que usted no ve bien. El pícaro debe de haberse escondido
detrás de algún mueble, probablemente detrás del espejo. Tengo que
encontrarlo. Si no, me vuelvo loco.
–Ah –reflexionó Brown al ver que Albornoz se disparaba hacia la casa–, es lo
que les pasa a los racionalistas. Al menor milagro pierden la razón.
Justo cuando Albornoz iba a entrar, el Viajero del Tiempo salía como un vértigo,
tambaleándose. Albornoz lo tomó del brazo y lo sacudió en tanto que
amenazaba:
–Usted es Paco, ¿me ha oído? Usted es Paco...
–Sí... supongo... Pero ¿y el otro?, ¿qué se hizo el otro?
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ÚLTIMAS MIRADAS – ENRIQUE ANDERSON
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Enrique Anderson Imbert / biografía


(Córdoba (Argentina), 12 de febrero de 1910 - Buenos
Aires, 6 de diciembre de 2000). Escritor, ensayista y
profesor universitario argentino.

Biografía

Nacido en Córdoba, desde los cuatro años de edad


vivió en Buenos Aires y desde los ocho en La Plata.
Estudió en el Colegio Nacional de esa ciudad, y luego
en la Universidad de Buenos Aires, a la que ingresó a
los 18 años. Fue alumno de Pedro Henríquez Ureña
en filología y de Alejandro Korn en filosofía. En 1930
comenzó a enseñar en la Universidad Nacional de
Cuyo, y posteriormente, hasta 1947, en la
Universidad Nacional de Tucumán. Al mismo tiempo, era editor de la sección
literaria del periódico socialista "La Vanguardia" de Buenos Aires. Destituido
de su cátedra en Tucumán con el advenimiento del gobierno de Juan Domingo
Perón, se dirigió a los Estados Unidos con una beca de la Universidad de
Columbia. El mismo año 1947 comenzó a enseñar en la Universidad de
Míchigan, donde permanecería hasta 1965. En ese año fue designado Victor S.
Thomas Professor de Literatura Hispánica en la Universidad de Harvard, cargo
que mantendría hasta su jubilación en 1980. Fue elegido miembro de la
Academia Argentina de Letras en 1979.

Ya retirado de la actividad docente, Anderson Imbert continuó con su pasión


por la escritura, incursionando en los géneros más diversos. Todos los años
regresaba durante unos meses a Buenos Aires, donde falleció a finales del año
2000. En su lecho de muerte bosquejó un cuento corto: la historia de un
violinista que, a punto de comenzar un concierto que definirá su carrera,
descubre que ha olvidado la partitura. Durante toda su vida reivindicó su
adhesión al socialismo.

Son reputados sus ensayos sobre la historia literaria hispanoamericana.


(Historia de la literatura hispanoamericana, 1954; Spanish American
Literature - A History, en 2 volúmenes, 1963; El realismo mágico y otros
ensayos, 1979; La crítica literaria y sus otros métodos, 1979; Mentiras y
mentirosos en el mundo de las letras, 1992), y sus estudios sobre Domingo
Faustino Sarmiento y Rubén Darío. Es también autor de novelas y de libros de
cuentos (El Grimorio, 1961; La locura juega al ajedrez, 1971; Los primeros
cuentos del mundo, 1978; Anti-Story: an anthology of experimental fiction,
1971; Imperial Messages, 1976).

Crítica literaria

• Historia de la literatura hispanoamericana, 1954, dos vols.


• Teoría del cuento (1978)
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• La crítica literaria y sus métodos (1979)
• El realismo mágico y otros ensayos, (1979)
• Mentiras y mentirosos en el mundo de las letras (1992)
• La prosa (1984)
• Nuevos estudios sobre letras hispanas (1986)

Narrativa

• Vigilia (1934)
• El gato de Cheshire (1965)
• El grimorio (1969)
• Victoria (1977)
• La botella de Klein (1978)
• La locura juega al ajedrez, 1971
• Los primeros cuentos del mundo, 1978
• Anti-Story: an anthology of experimental fiction, 1971
• Imperial Messages, 1976.

Tomado de Wikipedia
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ÚLTIMAS MIRADAS – ENRIQUE ANDERSON
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris
Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia
Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto
Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson
Imbert

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