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Enrique
Anderson
Imbert
Las últimas miradas y
otros cuentos
15
BIBLIOTECA
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AQUILES JULIÁN
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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 15 – LAS ÚLTIMAS
ÚLTIMAS MIRADAS – ENRIQUE ANDERSON
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Contenido
Las aventuras del gato de Cheshire / presentación 4
Arte y vida 7
Cuerno y marfil 7
El fantasma 8
El ganador 10
El leve Pedro 11
El pájaro azul 13
Correspondencia 13
Mi sombra 14
Alas 14
Luna 14
Por los clavos de Cristo 15
La fama 15
La montaña 16
Las estatuas 16
Casi 17
La foto 17
Una plaza en el cielo 17
Aleluya del moribundo 18
Espiral 20
El suicida 21
La muerte 21
La pierna dormida 22
Las últimas miradas 23
Licantropía 23
Tabú 26
Vudú 27
Sabor a pintura de labios 27
Yo, aéreo 30
Sadismo y masoquismo 31
Ida y vuelta 31
Enrique Anderson Imbert / biografía 36
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ÚLTIMAS MIRADAS – ENRIQUE ANDERSON
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Una ficción traspasada por la quiebra del pacto realista, por negociaciones con
lo maravilloso y con lo fantástico que desacomodan continuamente las
presuntas seguridades de la vida ordinaria, y que fluctúa, por lo tanto, entre la
experiencia de la libertad y del horror. La "realidad en sí" -para Anderson o para
Kant- es incognoscible. Y las formas de la sensibilidad, las categorías de la
razón, no son sino ilusiones que en cualquier momento pueden rasgarse o
desvanecerse para dejarnos indefensos ante el incomprensible Caos: la otra cara
de un Orden que sólo nosotros hemos construido. La quiebra recurrente de las
supuestas leyes de la Naturaleza sume a sus personajes en el terror y el vértigo,
pero asimismo en la alegría ante esa desaparición de los límites que permite a
cada uno ser (como los duendes irlandeses que pueblan tantas de estas
ficciones) un árbitro o un mago en el gran juego del mundo, en la fantasmagoría
de los seres efímeros que -siguiendo las estrategias de la metáfora- se levantan,
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se intercambian, se transforman y se disipan sobre el Caos. Así, un olmo que
sueña volar se ve recompensado por el nacimiento de un ala, o un hombre
puede abrir el agua como se abren las páginas de un libro.
-Sí. Esa canción la oigo. Pero quisiera oír la otra, la que las casuarinas se cantan
unas a otras y nosotros no podemos oír."
Quizá Enrique Anderson, poco amigo de Dios y de los dioses, pero íntimo de los
fantasmas y de los duendes, la esté escuchando ahora del otro lado del espejo.
Claves
Arte y vida
-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del
arte!
El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa:
"Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con
toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor
representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos
entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se
abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate,
queda colgado de la horca.
Cuerno y marfil
-Hay dos puertas para los sueños: una, construida de cuerno; otra, de marfil.
Los que vienen por la de marfil nos engañan; los que vienen por la de cuerno
nos anuncian verdades.
En Homero (Odisea, XIX) esas puertas eran alegóricas: no existían sino como
imágenes de ideas. Ahora sabemos que existieron de verdad. El periódico de hoy
trae la noticia de que el arqueólogo Michael Ventris, en las excavaciones de
Knossos, acaba de encontrar dos enormes puertas labradas, una sobre un solo
cuerno y la otra sobre un solo colmillo. Interrogado por un periodista, Ventris
ha dicho que su impresión, más que de asombro, es de horror, al pensar, en
vista de ese cuerno, de ese colmillo, en el tamaño que debieron de haber tenido
los rinocerontes y elefantes pre-homéricos.
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El fantasma
Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como
si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la
arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en
medio de la habitación.
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y
resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la
misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el
techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos
que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la
percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara
al cielo raso.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz
y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole
su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi
humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para
animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo
instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de
silla y cuerpo caídos.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante
la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto,
definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
¿Adónde iría?
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus
amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando
los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se
consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado,
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contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él
estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación
de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y
si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos
olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como
un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el
mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había
posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí,
entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas.
Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche
arriba.
El ganador
Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra
emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero
mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino.
A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha
saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las
ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros...
Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre
los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan
cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada
donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para
que les transportase el pesado botín.
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El leve Pedro
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece...
ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma
desnuda
-Tal vez.
Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le
iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez
portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba
muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco,
coger de un brinco la manzana alta.
-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía
que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa,
acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces,
rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así
abrazados volvieron a la casa.
-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como
el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre,
déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras
echarte a volar.
-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y
ya comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del
periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue
elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se
trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a
agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó
los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el
momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y
empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe
le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó
con los barrotes de la cama y le advirtió:
Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un
bendito, con la cara pegada al techo.
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Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo
raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para
abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al
doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar
con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento
dirigible.
Aterrizaba.
En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad
de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un
segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire
inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo
en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y
luego nada.
El pájaro azul
Atlas estaba sentado, con las piernas bien abiertas, cargando el mundo sobre los
hombros. Hiperión le preguntó:
—Supongo, Atlas, que te pesará más cada vez que cae un aerolito y se clava en la
tierra.
—Exactamente —contestó Atlas—. Y, por el contrario, a veces me siento aliviado
cuando un pájaro levanta el vuelo.
Correspondencia
18 de julio de 1931. Querido Juan: Ahora que te han metido en la cárcel supongo
que esperarás que yo me ponga a cavar la tierra y a plantar papas. María.
24 de julio de 1931. Querida María: Por lo más que quieras en el mundo, no
remuevas la tierra. ¿No te das cuenta, sonsa, que allí está escondido el
tesoro?Juan.
15 de agosto de 1931. Querido Juan: Alguien de la cárcel debe de haber leído tu
carta pues hoy han venido de la policía y han cavado todo el campo. ¿Qué hacer,
Dios mío, qué hacer? María.
21 de agosto de 1931. Querida María: Planta las papas. Juan.
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Mi sombra
No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo
cuando, por casualidad, nos encontramos en el parque. En esas tardes la veo
siempre delante de mí, vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se
detiene. Yo también la imito. Si me parece que ha entrelazado las manos por la
espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces ladea la cabeza, me mira por
encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan excesivo en
dimensiones, tan coloreado y pletórico. Mientras paseamos por el parque la voy
mirando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada, doy unos pasos
muy medidos –más allá, más acá, según-, hasta que consigo llevarla adonde le
conviene. Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco luna postura
incómoda para que mi sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco
Alas
Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño
descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para
revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el
niño pudo hablar le pregunté:
—¿Por qué no volaste, `m´hijo, al sentirte caer?
—¿Volar? —me dijo— ¿Volar, para que la gente se ría de mí?
Luna
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.Esa
noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un
refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la
azotea.—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el
tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme
la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea
que alguien se la robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las
ventanas, con las persianas apestilladas.
—Y... alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas...
—Bueno: te diré un secreto. En noches como ésta bastaría que una persona
dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz
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y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se
fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del
dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después
de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por
un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó
aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
La fama
El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:
—¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a
mí cuándo?
La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó
sonriéndole mientras apresuraba la carrera:
—Exactamente dentro de dos años a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la
Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que
publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo
que allí estaré.
—¡Ah, te lo agradezco mucho!
—Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.
Unicornio
Se le vino encima. Tenía dos cuernos. La embestida era de toro, el cuerpo no.
—Te conozco —dijo riéndose la muchacha—. ¿Crees que voy a cometer la
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tontería de cogerte por los cuernos? Uno de tus cuernos es postizo. Eres una
metáfora.
Entonces el Unicornio, al verse reconocido, se arrodilló ante la muchacha.
La montaña
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado
en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el
padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego
del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las
estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los
hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el
niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá!
Las estatuas
En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la
fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido-
una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el
suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos
pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de
los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por
adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán!
Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido
lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua
de la señorita fundadora.
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Casi
—Odio este caótico siglo XX en que nos toca vivir —exclamó Raimundo—. Ahora
mismo mando todo al diablo y me voy al católico siglo XIII.
—¡Ah, es que no me quieres! —se quejó Jacinta—¿Y yo, y yo que hago? ¿Me vas
a dejar aquí, sola?
Raimundo reflexionó un momento, y después contestó
—Si, es cierto. No puedo dejarte. Bueno, no llores más. ¡Uff! Basta. Me quedo.
No to digo que me quedo, sonsa?
Y se quedó.
La foto
Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se
moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para
conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba
plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la
maceta en la falda sonreía y...
¡Clic!
Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula
era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
Isaac Kornblit visitó a Rodrigo Alvarez, que acababa de salir del hospital. Lo
encontró demacrado pero muy contento de vivir otra vez en su casa.
-! No me diga! ¿ Así que usted pudo verlo y oírlo hasta el último momento? -le
preguntó-. ! Que privilegio, aunque triste, estar junto al insigne Jacobo Stein a la
hora de su muerte! ¿Qué decía, qué decía? Porque supongo que Stein conservó
su lucidez hasta el último momento.
-Sí, claro -contestó Alvarez-, pero no crea que comnigo fue muy profundo. Eso
sí, sabía contar.
-¿ Contar qué? ¿ La historia de Israel?
-No. Un cuento.
-¿ Cómo es eso?
-Y bueno... Ya le dije. Cuando me internaron en el hospital me pusieron en la
misma sala en que atendían a Stein. Una mesa de luz separaba nuestras camas.
El estaba mucho peor que yo pero yo estaba mucho más deprimido que él.
Probablemente él sabía que iba a morir y que yo no sufría de nada grave. Si es
así, su conducta fue de veras piadosa porque se sobrepuso a sus propias
dolencias y, para animarme, me daba conversación. Yo no tenía ganas de
conversar y para que me dejara tranquilo... (perdóneme, sé que para ustedes
Jacobo Stein es una gran figura del Sionismo pero para mí no era nadie; yo ni
recordaba que Stein había sido profesor de historia en Israel)... le avisé que si
quería hablar que hablase pero que yo no iba a contestarle porque me sentía mal
y además porque, igualito que Azorín cuando tengo algo que decir lo escribo y
no necesito hablar. Ahí no más Stein se pusó a filosofar sobre o oral y lo escrito.
Supongo que para un judío la Biblia ha de significar algo ¿no? Bueno, me
extranó que Stein, siendo judío, dijera que el Libro daña al hombre. Repetía el
argumento del egipcio Ammon en aquel cuentito que Platón, en el Fedro, puso
en boca de Sócrates: la escritura, a diferencia de la palabra viva, debilita la
memoria de los lectores y los hace mentalmente perezoso. Me limité a
contestarle, creo que de mal modo, que a mi los ojos me sirven más que las
orejas y que lo que me estaba afligiendo en ese hospital era que yo pudiera
cerrar los ojos pero no las orejas. No se dio por aludido y siguió provocándome
para obligarme a conversar. Por ahí se me escapó que yo había escrito uno que
otro cuento. Stein me preguntó si yo estaba seguro de que esos cuentos escritos
por mí no seguían una tradición oral. Porque, agregó, él había localizado la
fuente folklórica de muchos cuentos de hoy que pasan por ser de escritura
novísima. ! Bah! Ganas de hacerme dudar de la originalidad de mis propios
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cuentos... Sobre la mesa de luz había un libro. Stein me lo mostró. Estaba escrito
en caracteres hebreos. Lo hojeó. Yo sabía !tan ignorante no soy! que el hebreo se
lee al revés pero de todos modos se me anojó un poquito ridículo que un hombre
tan viejo hiciera pasar las páginas de atrás para adelante como un chico que no
sabe leer. "Es", me dijo con un retintín burlón, "una antología de cuentos
israelíes. Ya ve: están escritos; así que, según usted, deben ser buenos". Se
sonrió con picardía y me miró con ojitos irónicos.
"¿Por qué diablos se sonríe y me mira así"?, pensé. Agregó: "Si quiere le resumo
uno". Sin esperar respuesta empezó a resumirme un cuento que desde entonces
no puedo olvidar, por la vivacidad con que lo cont6. Cuando al día siguiente me
desperté, la cama de Stein estaba vacía. Me explicaron que Stein se había
descompuesto a medianoche y ya en la madrugada estaba muerto. De veras lo
sentí. Pensé en el cuento que me había contado, el, el moribundo, para aliviarme
a mí, que no sufría de nada grave, y eché una mirada sobre la mesa de luz. Sí.
Allí había quedado el libro en hebreo. Como nadie lo reclamó me lo traje. Esta
ahí. Komblit suspiró:
-! Pobre Stein! Y dígame ¿cómo era ese cuento que tanto lo impresionó?
-Era un cuento sobre dos soldados en la guerra de 1967 entre Israel y Egipto.
-A ver, cuéntemelo.
-En una sala del hospital militar hay dos camas: una al lado de la ventana y la
otra en un rincón. Cuando traen al soldado David ya la cama de la ventana está
ocupada por el soldado Samuel. Este, a pesar de la gravedad de sus heridas, es
un optimista. Saluda a su nuevo compañero en desgracia y, viéndolo decafdo,
procura aniamarlo y aun divertirlo. Como desde su cama puede mirar por la
ventana, Samuel le describe a David todo lo que ve: un capitán que resbala en
una cáscara de banana y se cae, un perro que no quiere devolverle la pelota a un
niño, enfermeras bonitas que atraviesan el jardín con las faldas levantadas por
el viento... David oye la relación del interminable desfite de escenas. Pasan días.
La salud de David mejora. Por lo contrario, Samuel empeora y muere. Esa noche
trasladan a David a la cama que ocupaba Samuel y en cambio la de David es
ocupada por un nuevo herido.
David espera con impaciencia toda la noche para que, a la mañana siguiente,
corran la persiana y pueda asomarse por la ventana, ver las cosas interesantes
que ocurren en el jardín y animar al nuevo soldado como Samuel lo animó a él.
La enfermera abre la ventana. David, ansioso, mira y ve que no hay tal jardín: a
dos metros de la ventana un gran muro oblitera toda la vista. ¿ Y cómo va a
animar ahora al nuevo herido si él, David, no tiene la imaginación de Samuel?
Hubo un largo silencio del que salió Komblit con un zumbido:
-!Humm! !Qué casualidad! Los dos soldados del cuento, heridos en un
hospital... Stein y usted, también en el hospital, enfermos... Bastante simétrico
¿no te parece? Discúlpeme que sea tan suspicaz pero ¿me deja ver el libro del
que Skin sacó ese cuento?
-Sí. Allí Lo tiene, sobre la cómoda. Komblit se levantó, fue a buscarlo, lo
examinó y soltó una carcajada.
-¿De qué se rie?
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-Este libro, querido Alvarez, no es una antología de cuenteos, es un tratado
arqueológico titulado El Tercer Muro de Jerusalén.
-¿ Quiere decir que ese cuento que Stein me contó no estaba ahí?
-Sospecho que ni ahí ni en ninguna parte. Posiblemente Stein quería
entretenerlo a usted. Y sabiendo que usted respeta más el libro que la
conversación fingió que el cuento que le contaba estaba escrito. ¿Se ha fijado en
la curiosa coincidencia? Samuel, el soldado que dice mirar por una ventana
tapada y alivia con mentiras a David, su camerada, es el "doble" del Jacobo
Stein que lo divirtió a usted mintiéndole que narraba un cuento de un
mamotreto arqueológico. Improvisó el cuento de los dos soldados especialmente
para que coincidiera con la situación de ustedes dos, tendidos en una sala de
hospital.
!Vaya a saberse con qué propósito!
Alvarez murmuró:
-Es posible...
Y en seguida, en voz alta -no fuera que Komblit lo creyese molesto porque lo
habían engañado- afirmó:
-Como quiera que sea, el cuento me gustó. Sigo gozando del jardín tal como
Samuel se lo describió a David. Puedo ver a las lindas enfermeras con las
piernas al viento como si me las estuvieran mostrando en este mismo instante.
Lástima que ese cuento oral no exista literalmente.
-¿Por qué lamentarse de que no exista? Si usted lo gozó, aunque sea una sola
vez, ya es suficiente ¿no? No existe como literatura... Bueno ¿y qué? Razón de
más para que usted lo haga existir. Escríbalo. En el juego de paralelas que Stein
estableció, él era Samuel y usted David. Escriba el cuento que le contó siquiera
para probar que usted no se ha quedado inhibido como David, tan poco
imaginativo que fue incapaz de consolar al prójimo como Samuel lo había
consolado a él. El cuento podría comenzar así: "Isaac Kormblit visitó a Rodrigo
Alvarez, que acababa de salir del hospital. Lo encontró demacrado pero muy
contento de vivir otra vez en su casa".
Komblit y Alvarez rompieron a reir como chicos.
Espiral
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro.
Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol
que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa
era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro
muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en
el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la
puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los
ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos
sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca:
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como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?»,
exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento
oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en
otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra
vez.
El suicida
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo
explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después
bebió el veneno y se acostó.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra
hora. No moría. Entonces disparó su revolver contra la sien. ¿Qué broma era
ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por
agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro
balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos
en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el
estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en
el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
La muerte
La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara
tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un
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relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas
para que parara. Paró.
-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes
miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte
daño. ¡Esto está tan desierto!
-¿Y si te matan?
-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos
grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz
cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La pierna dormida
Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y,
ya dispuesto a levantarse, se dijo: "y si dejara la izquierda aquí?" Meditó un
instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar
también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba."
Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna
izquierda siguió dormida sobre las sabanas.
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Licantropía
Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué
pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí
un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y
dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí
que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al
banquero que vive en el departamento contiguo al mío.
-Usted -me dijo- vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a
palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil...
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En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos,
Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas,
bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el
genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el
asiento.
Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia,
y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para
dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa
inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre
me aburre.
¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda
una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de
viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo,
fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a
necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me
sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza
el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.
Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central,
exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente
de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco
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imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso
"rigurosamente verídico" de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que
fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de
ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a
un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo
dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.
Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía
el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que
la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades
irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su
axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es
posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o
revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y
la levitación, el tabú y el vudú...
En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue
solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a
contarme que hay hombres que se convierten en lobos.
Tabú
El ángel de la guarde le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
Y muere.
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Vudú
Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Sólo
ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber
conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo
hizo pasar a la habitación y le explicó:
-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra
mujer. Quiero que muera.
-Sí.
-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?
-Sí.
El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida
había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían
murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto
que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un
árbol sonoro:
-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no
más estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier
negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A
lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.
Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una
legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que
representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.
Yo, aéreo
- Usted me mira como si yo estuviera loco. No estoy loco. Soy diferente, eso es
todo. Creo en la ciencia tanto como usted y lo que le he dicho es muy científico.
Estoy de acuerdo con usted y con su Darwin: la evolución de las especies es un
hecho. Sólo me permito añadir que es un hecho poético, porque poético es el
azar de las mutaciones... Déjeme hablar. Escúcheme.
Sé que algunos animales evolucionaron hasta desarrollar alas porque el vuelo
los beneficiaba. Reptiles aprendieron a volar. Los dinosaurios se extinguieron
pero de ellos quedan los pajaritos que revolotean en nuestros jardines. La gente
dice que venimos de mamíferos que no se hubieran beneficiado con alas; que la
selección natural no seleccionó alas para nosotros y por eso la levitación no está
entre las posibilidades humanas. La gente se equivoca. Yo, por lo menos soy
humano y terrestre pero también aéreo. No me mire así. Para mí no vale la vieja
definición de hombre: "animal bípedo implume". Bípedo, sí. ¡Qué maravilla, el
tener dos piernas! El 6 de enero los Reyes Magos ponen juguetes en las medias
de los niños pero a mí en las medias me pusieron dos piernas milagrosas.
Bípedo, pero cuando niño descubrí que mis dos piernas eran leves como plumas
y a veces las sentía vibrar como alas. Se estiraban hacia arriba sosteniendo y
alzando mi cuerpo. No solamente las piernas tiraban para arriba. En la mirada
se me juntaban todas las cosas que subían. Las paredes, el poste, la chimenea
con su columna de humo, el árbol que con una rama apuntaba a las nubes,
nubes que no eran un techo que me cubría sino un piso sobre el que se
levantaba un mundo sin hombres. Hasta veía que en las calles, mezclados con
los hombres, andaban ángeles extraviados, un poquito flotantes, con ganas de
irse por el aire.
Le voy a contar una experiencia más extraordinaria que la de ningún soñador.
La recuerdo bien porque está asociada con el recuerdo de mi madre. Mi madre
me había dicho que con fe uno puede mover montañas. Miré las sierras de mi
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Córdoba y comprendí que yo nunca tendría la fe suficiente para moverlas. Pensé
en cambio que quizá pudiera juntar la fe necesaria para moverme a mí mismo,
hacia arriba. Es decir, para volar. Yo había volado la noche anterior, en sueños,
pero la gracia estaría, pensé, en volar bien despierto a pleno sol y a la vista de los
vecinos. De pie como un árbol más en la loma de nuestra huerta, con los ojos
cerrados y la frente en alto, junté las fuerzas de la fe y recé como mamá me
había pedido que rezara: "Creo, creo, creo". Aun no creía pero tenía que creer.
Era necesario que creyese para poder volar. Y empecé a creer. Me convencí.
Creí. Ascendería sin sin necesidad de alas. La distancia entre mis pies y el suelo
aumentaría, seguiría aumentando, más, más, y me desterraría de la Tierra. De
un momento a otro con una flexión de piernas saltaría y volaría. Volaría por
encima de los techos de la ciudad y de las cumbres de la sierra. Por un instante,
con levedad de mariposa, me posaría en la aguja del capitel de la iglesia. Desde
arriba contaría en el bosque los huevitos en cada nido de gorriones y espiaría en
las calles los pasos pesados de los transeúntes. Atravesaría la nube que me diera
la gana... ¡y al cielo! Sí. creí firmemente, como mamá me dijo que había que
creer. Apreté los puños, apreté los párpados. Contaría hasta tres, listo para
arrojarme al espacio. La fe que había juntado en mi imaginación ahora la junté
en la boca y dije entre dientes: "uno, dos...".Al decir "¡tres!" me arrojé al espacio,
abrí los ojos y me reí, feliz, feliz, parado en la loma de la hueta. Feliz porque ¿se
dan cuenta? yo, sin moverme, ya había volado.
Sadismo y masoquismo
Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade y,
masoquísticamente, le ruega:
-¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y,
con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
-No.
Ida y vuelta
Los Académicos (no lo eran pero les gustaba que en el pueblo de Don Torcuato
los llamasen así) planearon ese viaje de ida y vuelta. Elegirían a un lector muy
calificado que se fuese al siglo XVII y volviera con la respuesta a la cuestión de
quién había sido el autor de La Estrella de Sevilla. Porque, ¡si lo sabía Foulché-
Delbose!, el hecho de que el nombre de Lope de Vega figurase en las primeras
ediciones no probaba nada. Puesto que no disponían de ninguna Máquina del
Tiempo discutieron sobre el modo de emprender el viaje. Albornoz, que era el
excéntrico del grupo, no ocultó su escepticismo:
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–Misión imposible –desahució–. Sin Máquina no hay viaje que valga.
El ceremonioso Figueiredo cerró los ojos y, aunque no los veía, con el ademán se
dirigió a Giraud, Brown y Moberg. La cabeza del oráculo empezó a hablar:
–La primera etapa del viaje será psíquica. Después...
–No creo –lo interrumpió Albornoz– en las facultades Psi-Gamma y Psi-Kappa.
No creo en telepatías, telekinesis, espiritismos y fantasmogénesis. No creo en...
–No se gaste –ahora Figueiredo abrió los ojos y fue él quien interrumpió–.
Nadie le pide que crea en la Parapsicología. Nos basta con que confíe en la
Mecánica del Quantum. A ver, Moberg, explíquele.
Y Moberg, muy científicamente, explicó al escéptico Albornoz que entre los
saltos de los electrones de órbita en órbita y los saltos de los hombres de siglo en
siglo había relaciones ya verificadas por la historia. Ahí estaban los casos de
hombres que habían asombrado a sus vecinos con ideas traídas del futuro o del
pasado. En el caso de Rivadavia y Rosas ("para referirse a dos argentinos de
idéntica inicial", se disculpó Moberg) ¿no era evidente que el primero saltó para
adelante y el segundo para atrás y luego retornaron tan cambiados por lo que
habían visto y oído en otras épocas que causaron un escándalo en su propia
época? Sin contar que, en la historia de la cultura, se daban afinidades
demasiado extraordinarias para que fuesen casuales: por ejemplo, Luciano y
Voltaire, tan afines, ¿no se habrían puesto de acuerdo al juntarse en algún viaje
por el tiempo? Es más –añadió el ocultista Brown con cierta timidez–, Heráclito
y Hegel ¿no serían una y la misma persona? Todo lo que había que hacer para
realizar el proyecto –concluyó Figueiredo– era preparar al viajero de tal manera
que el salto psíquico coincidiera con el salto físico. Fácil.
Sin prestar más atención a las objeciones de Albornoz los Académicos pusieron
manos a la obra. Comenzaron por construir un Simulador Seiscentista.
Simulaba una ciudad en miniatura que cabía en los fondos del Club de Don
Torcuato, si bien los simulacros de edificios y calles aparentaban tener el
tamaño natural. Con decorados, bastidores y trastos ese escenario creaba la
ilusión de un barrio del siglo XVII. Levantaron una casa, réplica de la de Lope
de Vega en Madrid, y la amueblaron como correspondía. Naturalmente, allí
estaba la colección más completa posible de comedias del Siglo de Oro. Los
únicos libros posteriores a 1617 –fecha probable de La Estrella de Sevilla– eran
de filología: gramáticas históricas, historias de la pronunciación... En esa casa
viviría el Viajero del Tiempo. Sería como vivir en una biblioteca, en un museo,
en un teatro, en un laboratorio.
De un concurso de lectores eligieron a un español que había llegado a la
Argentina hacía un par de años. Exageraba sus zetas para avisar que jamás
cedería al seseo porteño. No era universitario pero cuando fue examinado
desplegó una erudición en materias del Siglo de Oro más cabal aún que la de los
especialistas. Ante la mesa examinadora presidida por Figueiredo recitó de
memoria escenas enteras, precisó fechas, aportó anécdotas esclarecedoras.
Declaró que se había consagrado al teatro clásico desde muy joven, cuando
todavía estudiaba en el Seminario de Nuestra Señora. Por cierto que esa
devoción al teatro lo apartó del gusto por la teología. Renunció, pues, a ser fraile
y se sumó a una compañía de cómicos trashumantes. Para actor le faltaban
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condiciones físicas. Quizá el hecho de ser zurdo tenía algo que ver –por aquello
de los nervios entrecruzados de los hemisferios cerebrales– con su modo
tembleque de estirar ciertas sílabas. Sin embargo, tanto le atraía la farándula
que siguió pisando tablas aun a sabiendas de que estaba condenado a
representar papeles insignificantes. Desembarcó en Buenos Aires, perdió el
empleo, ganó la lotería y justamente entonces se enteró del concurso de
"lectores del Siglo de Oro".
Los Académicos quedaron bien impresionados porque Paco –que así quería el
concursante que lo llamaran– además de ser madrileño y dominar la literatura
dramática con la puntualidad de un maniático, era un histrión capaz de
interpretar a cualquier personaje. Como en una comedia de espionaje se
codearía con los contemporáneos de Lope, ¡con Lope mismo!, hasta averiguar la
autoría de La Estrella de Sevilla. En cuanto a las cualidades psíquicas para
dejarse raptar por un tiempo reversible ¡bueno!... Sus ojos, a pesar de que,
según observó Albornoz, destellaban de vez en cuando picardía, eran los de un
carácter débil, ingenuo y, mejor aún, sugestionable. Su boca, a pesar de que,
también según Albornoz, disimulaba a veces la sonrisa burlona, se abría como a
la espera de que un traspunte le soplase versos olvidados Justo lo que se
necesitaba para el experimentos: un médium hipnotizable, un alma sensitiva, un
buen conductor de espiritualidad. Por fin una noche, ya perfectamente
instruido, Paco se mudó a la simulada ciudad. Lo habían disfrazado con prendas
de galán seiscentista, así que, en el primer momento, impresionó como una
máscara rezagada del último carnaval, pero en cuanto se instaló en la casa no
hubo más anacronismos. Se enfrascó en la relectura de viejas comedias. A
trechos una cinta magnetofónica prorrumpía en ruidos del siglo XVII: sones de
vihuela, el rechinar de un carro, veces de pregoneros. SI se movía por la
habitación tocaba cosas del siglo XVII. Cuando se asomaba a la calle confirmaba
fachadas del siglo XVII. Aun olía y saboreaba al siglo XVII, pues manos
invisibles le dejaban en la cocina viandas aderezadas de acuerdo con un Tratado
de Glotonería impreso en 1610.
Habían convenido en que Paco izaría un banderín cada mañana y lo arriaría
cada noche. El no hacerlo indicaría que había partido en su viaje a retrotiempo.
Los Académicos, desde el Club, por riguroso turno vigilaban con un catalejo.
Una mañana el banderín no fue izado. Conmoción. ¡Paco, ausente! ¡Paco, ya en
el siglo XVII! Pero poco después el académico de guardia –Giraud, el de las
jaquecas con pérdidas de visión– apuntó el catalejo al Simulador Seiscentista y
divisó a alguien que, dentro de la casa, daba las espaldas a la ventana: ¡Paco, de
vuelta! Pasó la voz a los colegas y todos corrieron a interrogar al Viajero del
Tiempo.
Este debió de oír sus pasos porque se plantó en la vereda y los miró de arriba
abajo como si los desconociera. Para un noble alegremente vestido con calzas
verdes, jubón de estrías amarillas, rojas y azules y cuello de encajes debió de ser
una triste mascarada la de esos hombres embolsados en trajes obscuros.
–¿Y... Paco? –Inquirió Figueiredo–. ¿Viajó?
–¿Paco, habéis dicho? Yo, don Francisco Hurtado de Enciso soy.
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–Bueno, bueno... Como quiera, Don Francisco. A ver. Nos morimos de
impaciencia. ¿Fue Lope, nomás, quien escribió La Estrella de Sevilla?
–¿Qué Lope?
–¡Qué Lope va a ser! Lope de Vega.
–¿Qué decís? Yo, yo, yo a solas, como un gerifalte acabo de dar cima a La
Estrella de Sevilla. Lo que me turba es que preguntéis por esa obra. De Puño la
escribí en secreto, Y nadie sino yo puede estar enterado de su existencia.
Decidme: ¿quiénes sois? ¿Demonios?
Figueiredo hizo señas a los Académicos para que no replicaran: había que
escuchar en silencio lo que bien podría ser la primera del trasmundo, noticia
que sonaba con una pronunciación española de otra edad aunque con un seseo
semejante al de los argentinos.
–Demonios debéis de ser –prosiguió el hidalgo– porque os habéis percatado de
un título todavía inédito. Rasgueando el título La Estrella de Sevilla estaba
cuando al punto se me vino encima, más que un hombre, un relámpago de
hombre. Había aparecido por una grieta de aire, y tendía la mirada, y la mano
hacia mis papeles. Atiné a cogerlos y antes de que yo pudiera hacerme a un lado
el intruso topó conmigo. Perdí el sentido. Volví en mí con la sensación de
hallarme en el pellejo de otro. En tal éxtasis se me cayeron los papeles,
retrocedí, di con la espalda en la ventana y durante largo rato me quedé
aguantando a pie quedo con el temor de que algo se moviera en el espacio vacío.
En esto, llegasteis. Y ahora me preguntáis por La Estrella de Sevilla como si no
fuera mía... ¿Quiénes sois?
Se abrió paso entre los silenciosos Académicos y, desconcertado como si
descubriera que no estaba donde había creído estar, exclamó:
–¿Qué es esto? No es una casa, no es una calle, no es una ciudad. Esto no es
Madrid. Es un espacioso tablado para representar. ¿Qué pasa aquí? ¿En qué
comedia de teatro estoy? Válgame Dios ¿quién se vio jamás en tanta confusión?
Ah, claro, ya caigo. Queréis despojarme de La Estrella de Sevilla. ¿Conjuras a
mí? ¡Atrás, atrás!
Con la mano derecha desenvainó la espada y blandiéndola se precipitó en la
casa a los gritos:
–¡Mi manuscrito! ¡Muerte al que intente robarme el manuscrito!
–¡Eh! ¿Adónde va? –lo llamó Giraud pero inútilmente porque el otro ya había
atravesado los umbrales.
–Dejémoslo –propuso Figueiredo–. Volverá cuando se haya repuesto de los
efectos del viaje. Albornoz no aguantó más:
–¡No me van a decir ahora que de veras se han tragado que ese pobre tipo se
echó a volar desde aquí hasta la España de nuestros requetetatarabuelos!
–Por lo visto –terció Brown– usted no ha reparado en la gran novedad de ese
viaje redondo.
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–¡Qué! –Albornoz era todo sarcasmo–. ¿Paco se trajo algo del siglo XVII, como
aquel protagonista de The Time Machine de Wells, que del futuro se trajo una
flor desconocida?
–Paco no trajo esa flor pero ha traído un objeto también maravilloso: se ha
traído a sí mismo convertido en otra persona. Se fue humilde y ha vuelto
señorial. Se fue zurdo y ahora es diestro. Se fue con las zetas del castellano y ha
vuelto con las eses del andaluz. Dice que es el autor de La Estrella de Sevilla y
yo, por lo menos, lo creo.
–¡Genial! –soltó Albornoz–. Un castellano del siglo XX cae en el Madrid del
siglo XVII y tropieza con un andaluz que está escribiendo. ¡Pum!
Transvasamiento de almas. El castellano se queda allá habitando el cuerpo del
andaluz y el andaluz viene a parar acá en el cuerpo del castellano. ¡Fenómeno!
Como cuento fantástico no estaría mal si no fuera más bien un realista Cuento
del Tío. Nuestro hombre es un farsante. No olvidemos su profesión histriónica.
Por ser actor no le cuesta representar el papel más absurdo. Le bastó que en La
Estrella de Sevilla se rimase "alteza" con "empresa" y "venzas" con "ofensas"
para convencerse de que su autor seseaba como andaluz. No podía ser Lope de
Vega, pues éste ceceaba. Hacer las veces del sevillano autor de La Estrella de
Sevilla le fue fácil. Procedió como cualquier filólogo: leer el texto, agotar sus
significaciones, comprender la intención del autor, identificarse con el autor,
convertirse en el autor.
–No sé por qué discutimos tanto –se lamentó Giraud, ya con una de sus
jaquecas enceguecedoras–. Lo mejor será interrogar al sospechoso. Voy a
buscarlo.
Giraud se metió en la casa y al minuto escapó espantado:
–¡Increíble, increíble! Lo entreví en un rincón de la sala, con un montón de
papeles en la mano, contemplándose en el espejo. Parecía no reconocerse
porque gritó: "¡Me han robado la cara!". Y señalando a su propia imagen en el
espejo agregó: "¡Y fue ése quien me la robó!". Al oírme se dio vuelta, me clavó
una mirada terrible y ¡lo juro! se desvaneció en el aire como una pompa de
jabón. Don Francisco Hurtado de Enciso ha vuelto a su siglo XVII llevándose el
manuscrito.
La voz de Albornoz sonó alterada:
–¡No puede ser! Es que usted no ve bien. El pícaro debe de haberse escondido
detrás de algún mueble, probablemente detrás del espejo. Tengo que
encontrarlo. Si no, me vuelvo loco.
–Ah –reflexionó Brown al ver que Albornoz se disparaba hacia la casa–, es lo
que les pasa a los racionalistas. Al menor milagro pierden la razón.
Justo cuando Albornoz iba a entrar, el Viajero del Tiempo salía como un vértigo,
tambaleándose. Albornoz lo tomó del brazo y lo sacudió en tanto que
amenazaba:
–Usted es Paco, ¿me ha oído? Usted es Paco...
–Sí... supongo... Pero ¿y el otro?, ¿qué se hizo el otro?
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Biografía
Crítica literaria
Narrativa
• Vigilia (1934)
• El gato de Cheshire (1965)
• El grimorio (1969)
• Victoria (1977)
• La botella de Klein (1978)
• La locura juega al ajedrez, 1971
• Los primeros cuentos del mundo, 1978
• Anti-Story: an anthology of experimental fiction, 1971
• Imperial Messages, 1976.
Tomado de Wikipedia
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 15 – LAS ÚLTIMAS
ÚLTIMAS MIRADAS – ENRIQUE ANDERSON
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris
Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia
Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto
Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson
Imbert