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Las lecturas bíblicas de este último domingo del tiempo de Cuaresma, nos invitan a prepararnos para celebrar la Semana

Santa
situándonos en la perspectiva de la resurrección como el paso de esta vida terrena y transitoria a una vida nueva y eterna. Jesús sube
con sus discípulos a Jerusalén, capital de la provincia de Judea, iniciando su viaje desde la región de Galilea, al norte de Israel,
pasando luego por Samaría, y llegando a una pequeña aldea llamada Betania, a sólo tres kilómetros de la ciudad en donde iba a ser
injustamente apresado, sometido a la tortura y condenado a morir en el patíbulo de la cruz. Pero los Evangelios, y en este caso
específicamente el de Juan, nos indican que este camino de Jesús hacia la pasión culmina no en la muerte, sino en la resurrección
como término definitivo de lo que podemos llamar su “misterio pascual”.
El relato de la resucitación de Lázaro nos muestra precisamente varios aspectos de esta perspectiva que es esencial a nuestra fe en
Jesucristo como Dios hecho hombre, y en quien tenemos cifrada nuestra esperanza de una vida futura. Aunque son muchos los
elementos de reflexión que el Evangelio de hoy nos ofrece, detengámonos sólo en unos muy significativos, teniendo en cuenta
también las otras lecturas bíblicas de este domingo: la primera, tomada de un libro del Antiguo Testamento procedente de la
predicación de un profeta que vivió entre los siglos VII y VI a. C. (Ezequiel 37, 12-14), y la segunda, de la carta del apóstol san Pablo a
los primeros cristianos de Roma en el siglo I de nuestra era (Romanos 8, 8-11).
1. Jesús nos enseña con su ejemplo a compartir el dolor
Uno de los rasgos más característicos de Jesús en el Evangelio de Juan, es el afecto especial que les tenía a sus amigos de Betania,
los hermanos Lázaro, Marta y María. Imaginemos el dolor de las dos hermanas, primero ante la enfermedad y luego ante la muerte de
Lázaro. Jesús acude con sus discípulos a la casa de estos amigos suyos, por la cual solía pasar con frecuencia en sus viajes a
Jerusalén, y comparte con Marta y María el dolor por el que están pasando.
Es en los momentos difíciles donde se muestra la verdadera amistad, y Jesús nos da un ejemplo claro de ello. Cuando lo ven llorar, los
demás allegados de su amigo Lázaro dicen: “¡Cómo lo quería!” Tanto en aquellos tiempos como en los actuales, existe en los ámbitos
machistas una máxima que pretende negarles a los varones la posibilidad de expresar con lágrimas sus sentimientos de dolor: “los
hombres no lloran”. Este modo de pensar es desmentido por la actitud de Jesús, a quien el Evangelio nos muestra conmovido y
sollozando más de una vez, expresando así el afecto de amistad profunda que lo unía a aquella familia. Ése es el Dios hecho
verdaderamente hombre en Jesús de Nazaret, que nos enseña con su propio comportamiento humano cómo se comparte
sinceramente el dolor.
2. Las resucitaciones obradas por Jesús son signo de que Él es el Señor de la vida
Los Evangelios nos cuentan tres milagros de resucitación realzados por Jesús durante su vida terrena: dos en la región de Galilea -la
de la hija única de un jefe de la sinagoga de Cafarnaúm llamado Jairo (Marcos 5, 35-43) y la del hijo único de una viuda en la aldea de
Naím (Lucas 7, 11-17)-, y finalmente la de su amigo Lázaro en Betania, narrada por el Evangelio de Juan. En la Biblia aparecen
asimismo otras resucitaciones: las de dos niños realizadas respectivamente por los profetas Elías y Eliseo y relatadas en el libro de los
Reyes, y las de una mujer y un joven efectuadas también respectivamente por los apóstoles Pedro y Pablo, narradas en el libro de los
Hechos de los Apóstoles.
Todos estos relatos tienen en común que aquellas personas volvieron después a morir, lo cual significa que fueron precisamente
“resucitaciones” físicas, esencialmente distintas de lo que podemos entender por “resurrección” cuando decimos que Jesús “resucitó
de entre los muertos”, en otras palabras cuando afirmamos que Él, en su naturaleza humana, después de su muerte en la cruz pasó a
una vida nueva, diferente de la que tenía antes: una vida nueva inmortal con lo que llamamos un “cuerpo glorioso”, es decir, un
“cuerpo espiritual”, como lo designa el apóstol Pablo en su primera carta a los Corintios (capítulo 15).
Por eso, al considerar los relatos mencionados de resucitaciones, es preciso ir al fondo de su significado, más allá de las explicaciones
científicas que puedan tener (curaciones de estados de catalepsia o de muertes aparentes por ausencia de signos vitales perceptibles,
“regresos” después de haber experimentado lo que se conoce como “el túnel” en relatos del tipo “Vida después de la Vida”, etc.). Y el
fondo es precisamente que para todo ser humano, cualquiera que sea la situación negativa en que se encuentre, puede comenzar un
nuevo porvenir en virtud de la fe en el Dios que nos revela Jesucristo: un Dios que es Señor de la vida, un Dios que, como dice el
profeta Ezequiel en la primera lectura, es capaz de abrir nuestros sepulcros para infundirnos su Espíritu y hacer que vivamos,
produciendo en cada uno de nosotros una nueva creación; y que, como dice san Pablo en la segunda, así como con la fuerza de su
Espíritu resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en
nosotros.
3. La fe es condición indispensable para “ver la gloria de Dios”
«¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Estas palabras de Jesús a Marta son también dirigidas a cada uno de
nosotros aquí y ahora. “Ver la gloria de Dios”, en el lenguaje bíblico, es experimentar y reconocer su poder -que es el poder del Amor-
presente y actuante en las circunstancias concretas de nuestra vida, que nos abre a la posibilidad de revivir a partir de las situaciones
negativas en las que podemos encontrarnos, por oscuro que sea el panorama y por insolubles que nos parezcan los problemas.
Esta experiencia, esta vivencia del poder vivificante de Dios, que es Amor, no es posible sin una verdadera actitud de fe. La
necesitamos siempre, pero de manera especial en los momentos en que las sombras del dolor y de la muerte amenazan con sumirnos
en el pesimismo y la desesperanza. Al aproximarnos ahora a la celebración anual solemne de su pasión, muerte y resurrección -de su
misterio pascual-, pidámosle a nuestro Señor Jesucristo que reavive en nosotros el don de la fe, para que podamos experimentar en
nosotros la presencia y la acción renovadora de su Espíritu “dador de vida”.

La resurrección del corazón


Se puede estar muertos... incluso antes de morir,
mientras aún estamos en esta vida. Y no hablo sólo de Raniero
la muerte del alma a causa del pecado; hablo también Cantalamessa
de la muerte del corazón.

Los relatos del Evangelio no existen sólo para ser leídos, sino también para ser vividos. La
historia de Lázaro se escribió para decirnos esto: hay una resurrección del cuerpo y una
resurrección del corazón; si la resurrección del cuerpo ocurrirá «en el último día», la del
corazón sucede, o puede hacerlo, cada día.

Éste es el significado de la resurrección de Lázaro, que la liturgia ha querido subrayar con la


elección de la primera lectura de Ezequiel sobre los huesos secos. El profeta tiene una
visión: contempla una inmensa vega de huesos secos y comprende que representan la moral
del pueblo, que está abatida. La gente va diciendo: «Se ha desvanecido nuestra esperanza,
todo se ha acabado para nosotros». A ellos se dirige la promesa de Dios: «He aquí que yo
abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestras tumbas... Infundiré mi espíritu en vosotros
y viviréis». En este caso tampoco se trata de la resurrección final de los cuerpos, sino de la
resurrección actual de los corazones a la esperanza. Aquellos cadáveres, se dice, se
reanimaron, se pusieron en pié y eran «un enorme, inmenso ejército». Era el pueblo de Israel
que volvía a esperar, tras el exilio.

De todo esto deducimos algo que sabemos por experiencia: que se puede estar muertos...
incluso antes de morir, mientras aún estamos en esta vida. Y no hablo sólo de la muerte del
alma a causa del pecado; hablo también de aquel estado de total ausencia de energía, de
esperanza, de deseo de luchar y de vivir que no se puede llamar con nombre más indicado
que éste: muerte del corazón.

A todos aquellos que por las razones más diversas (fracaso matrimonial, traición del
cónyuge, perdición o enfermedad de un hijo, ruinas económicas, crisis depresivas,
incapacidad de salir del alcoholismo, de la droga) se encuentran en esta situación, la historia
de Lázaro debería llegar como repique de campanas en la mañana de Pascua.

¿Quién puede darnos esta resurrección del corazón? Para ciertos males, bien sabemos que no
hay remedio que valga. Las palabras de aliento abandonan el terreno que encuentran.
También en casa de Marta y María había «judíos llegados para consolarlas», pero su
presencia no había cambiado nada. Es necesario «mandar a llamar a Jesús», como hicieron
las hermanas de Lázaro. Invocarle, como hacen las personas sepultadas por una avalancha o
bajo los escombros de un terremoto, que llaman con sus gemidos la atención de los
rescatadores.

Frecuentemente las personas que se hallan en esta situación no son capaces de hacer nada, ni
siquiera de orar. Están como Lázaro en la tumba. Se necesita que otros hagan algo por ellos.
En labios de Jesús encontramos una vez este mandamiento dirigido a sus discípulos: «Curad
enfermos, resucitad muertos» (Mt 10,8). ¿Qué quería decir Jesús? ¿Que debemos resucitar
físicamente a los muertos? Si así fuera, en la historia se cuentan con los dedos de una mano
los santos que pusieron en práctica ese mandato de Jesús. No; Jesús se refería, también y
sobre todo, a los muertos de corazón, los muertos espirituales. Hablando del hijo pródigo, el
padre dice: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15, 32). Y no se trataba ciertamente de
muerte física, si había regresado a casa.

Aquel mandato: «Resucitad muertos», se dirige por lo tanto a todos los discípulos de Cristo.
¡También a nosotros! Entre las obras de misericordia que aprendimos de niños, hay una que
dice: «Enterrar a los muertos»; ahora sabemos que existe también la de «resucitar a los
muertos».

Que no nos incomode meditar sobre la muerte

Las lecturas de este domingo iluminan, desde la resurrección de Jesucristo, el misterio de la muerte, que tanta desazón nos produce.
Según lo ponen de manifiesto las excavaciones arqueológicas, el culto a los muertos es una de las manifestaciones más antiguas de
la cultura. Las diversas formas de enterramiento y los objetos que acompañaban al difunto son una fascinante ventana que nos
permite descubrir, miles de años después, prácticas culturales, valores sociales, interpretaciones sobre el sueño de la muerte. La
cultura egipcia, cuyos monumentos nos deslumbran, tenía como inspiración el mundo de los muertos. Cuando un nuevo faraón
ascendía al trono, inmediatamente empezaban los diseños arquitectónicos y los cálculos matemáticos para el lugar de su descanso
definitivo. Las preguntas alrededor de la muerte acompañan al ser humano desde el momento en que se encendió la chispa de la
inteligencia,
Después de esta reflexión introductoria, los invito a revisar el contenido de cada uno de los textos. Empecemos por el libro de
Ezequiel. Allí leemos: “Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel”.
¿Cuál es el alcance de la expresión “yo mismo abriré sus sepulcros”? Es importante anotar que el pueblo de Israel, en su lenta
maduración teológica, descubrió tardíamente la resurrección de los muertos. Recordemos que en tiempos de Jesús se escuchaban
apasionados debates entre los que afirmaban la resurrección de los muertos y los que la negaban. La resurrección de los muertos
adquiere su sentido más pleno después de la resurrección de Jesucristo.
En su Carta a los Romanos, el apóstol Pablo ilustra a la comunidad sobre la realidad de la resurrección de los muertos y lo hace
dentro de un marco teológico trinitario: “Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes,
entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu,
que habita en ustedes”. La presencia de la Trinidad en nosotros enciende un fuego que la muerte no puede extinguir.
Finalmente, centremos nuestra contemplación en el relato de la resurrección de Lázaro, una pieza maestra de humanidad y de
teología de la esperanza. Empecemos por valorar el entorno afectivo de la casa de Betania, hogar de ese grupo familiar constituido
por tres hermanos: Marta, María y Lázaro. Allí se vive la más cálida comunidad de amigos en el Señor. Jesús encontró en esta familia
afecto, comprensión, clima de oración, apertura al plan de Dios. En esa casa se refugiaba Jesús después de sus extenuantes correrías
apostólicas.
Como es perfectamente natural, esta familia fue visitada, primero por la enfermedad, y luego por la muerte. En lugar de marchar
apresuradamente para acompañar a su amigo Lázaro que estaba enfermo, el texto nos dice que “cuando se enteró de que Lázaro
estaba enfermo, se detuvo dos días más en el lugar en que se hallaba”. Esta demora le costó un reclamo de las hermanas: “Señor, si
hubieras estado aquí no habría muerto nuestro hermano”. Lo que humanamente podría considerarse descuido o desinterés, tiene un
sentido teológico muy diferente: “Esta enfermedad no acabará en muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de
Dios sea glorificado por ella”. Una cosa es la lógica humana para interpretar los acontecimientos, y otra realidad diferente es la
voluntad salvífica de Dios.
Este relato de la resurrección de Lázaro tiene dos momentos de particular intensidad afectiva: El encuentro con las hermanas y el
llanto de Jesús. El corazón de Cristo es profundamente sensible ante el sufrimiento humano en todas sus manifestaciones. Por eso
llora la muerte de su amigo. Jesús no reprime sus sentimientos ni los esconde detrás de una máscara de estoicismo. Jesús llora, y lo
hace en público. La cultura patriarcal y machista que nos domina, considera que las lágrimas son un signo de debilidad. Por eso afirma
dogmáticamente: “Los hombres no pueden llorar”. No nos dejemos condicionar por esta cultura que nos deshumaniza. No tengamos
miedo a expresar nuestros sentimientos. No le tengamos miedo a las manifestaciones de afecto y ternura.
El clímax teológico de este relato es la afirmación de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Y confirma esta solemne declaración resucitando a Lázaro y
reintegrándolo al mundo de los vivos.
Estas palabras de Jesús resuenan con particular intensidad en la comunidad apostólica que ha vivido la experiencia transformadora de
la Pascua del Señor.
Esta revelación de Jesús, “Yo soy la resurrección y la vida”, disipa todas las angustias que gravitan alrededor del tema de la muerte.
Antes de Jesucristo, el-más-allá-después-de-la-muerte significaba oscuridad; a la luz del misterio pascual, ese más-allá-de-la-muerte
significa plenitud de vida y amor.
Ya se acerca la Semana Santa, donde contemplaremos los misterios de nuestra redención. Para muchas personas, pensar en la
muerte es profundamente incómodo. No le saquemos el cuerpo. Mirémosla a los ojos. Ella no es abismo sino puente.

Cristo tiene una palabra para después de la desilusión

Ciertamente, mis hermanos, este evangelio que acabamos de escuchar no es extraño ni desconocido para
nosotros; es un milagro tan grande, es un milagro tan sonoro, que estoy seguro de que todos nosotros lo hemos
escuchado ya muchas veces, y seguramente nos hemos maravillado pensando cuál sería la impresión de la gente
al ver que alguien ya muerto, alguien ya sepultado, alguien que ya ha tomado el olor de la muerte, puede
manifestar el perfume de la vida y puede expresar la grandeza del poder de Jesucristo.

Tal vez este sea de lo milagros más grandes que Cristo Nuestro Señor haya realizado en esta tierra, y con razón
nos impresiona. Pero no hay que quedarse sólo con la impresión del milagro, es preciso ir más allá. Porque este
milagro tiene una finalidad que aparece sugerida en las últimas palabras que leíamos: "Muchos, muchos de los
judíos que habían ido a casa de María, creyeron en Él" San Juan 11,45.

Los milagros, los favores que Dios nos concede, esas ternuras o caricias de Dios que hacen más liviana, más
llevadera o más consolada nuestra vida, no son sólo para que nos quedemos en la caricia, sino para que
busquemos más allá de lo que Dios nos da, al Dios que nos da las cosas. No vaya a suceder que nos quedemos
nosotros en los regalos de Dios y perdamos a Dios mismo que es el gran regalo, no nos vaya a suceder eso.

¿Y qué hacemos para meditar en este milagro? Pues decían los antiguos filósofos que el conocimiento tiene su
origen en la admiración. Empecemos por admirar no solo el prodigio sino la manera como Dios le concedió a su
Hijo realizar este prodigio.
Es un poco extraño el comportamiento de Cristo: le avisan que Lázaro está enfermo, y en vez de irse a curar un
enfermo, Cristo prefiere irse a resucitar a un muerto, eso es lo que toca subrayar en este día. Cuando le dicen
que está enfermo, Cristo no va; en cambio, cuando ya Él siente en su corazón que el amigo ha fallecido,
entonces sí emprende camino.

Jesús parece obrar en este caso de una manera extraña. De algún modo, deja que Lázaro caiga en el pozo de la
muerte, y deja que sus hermanas, Marta y María, caigan en el pozo de la tristeza. Esto es lo que a mí
personalmente me extraña o me maravilla en este día: que Cristo dejó a Lázaro resbalarse por la muerte hasta el
fondo, y que Cristo dejó a Marta y a María resbalarse por la tristeza. Esto es lo extraño.

Cristo hubiera podido impedir, como decían algunos de los judíos que estuvieron ahí, Cristo hubiera podido
impedir esa muerte. No tenemos la menor duda de que es mayor milagro resucitar a un muerto que curar a un
enfermo; y por consiguiente, si es cierto que el que puede lo más puede lo menos, indudablemente Cristo tenía
poder de Dios para sanar a ese enfermo.

Pero Cristo quiso, y eso es lo que a mí me extraña y eso es lo que quier predicar hoy, Cristo quiso que Lázaro se
resbalara por el pozo de la muerte hasta el fondo; Cristo quiso que Marta y María se resbalaran por el pozo de la
tristeza hasta el fondo. Era una tristeza tan honda, una tristeza tan profunda, que todavía unos días después de
acontecida, los amigos que están ahí, cuando ven a María, la hermana de Lázaro que sale apresuradamente, lo
primero que piensan es: "Va a llorar otro poco".

Como quien dice, ninguna carga de lágrimas era suficiente para todo el dolor que debía tener aquella gente. Esto
es lo que a nosotros nos extraña: ¿por qué Cristo dejó que sucediera esa muerte? ¿Por qué, por qué eso?

Yo he asociado esa muerte de Lázaro, esa tristeza de Marta y de María, las he asociado con otras escenas donde
también Dios deja que sucedan muchas cosas, Dios deja que sucedan. Bueno, uno dice: "Dios deja que
sucedan", pero en realidad no es que Dios ceda su majestad o que ponga en receso su poder para que otros
poderes actúen, es una manera de hablar que nosotros tenemos, cuando decimos que Dios permitió tal cosa, no
quiere decir que Dios puso en suspenso su poder, como quien dice: "Dios no obró en ese tiempo".

Dios obra en todo tiempo, Dios obra siempre. Nosotros no podemos dudar de que Dios estaba obrando, sin
embargo decimos: "Dios permitió", cuando algunas acciones que realiza Dios nos parecen como contrarias a lo
que sería más lógico esperar de parte nuestra.

En ese orden de ideas, decimos: "Cristo permitió que Lázaro se sumergiera en la muerte, y que Marta y que
María se sumergieran en la tristeza".

Y entonces sí puede resultar como un puente entre este evangelio y una cantidad de cosas que nos han sucedido
a nosotros. ¿Cuál es el bien que surge de que Dios haya permitido eso? Que así hemos descubierto a Cristo aún
más poderoso, hemos descubierto una dimensión más honda de la misericordia y del poder del Señor.

En efecto, nuestros dolores no suelen detenerse cuando la gente se enferma, nuestros dolores llegan ahí y siguen
derecho, porque la gente también se muere.

Lo que quiero decir es: Cristo quiso permitir que Lázaro gustara la muerte y Marta y María gustaran el duelo,
porque de esa manera el testimonio para la gloria de Dios fue más grande, pero sobre todo, porque así nosotros,
los que hemos tenido esa muerte cercana, así nosotros entendemos que Cristo es vencedor también del misterio
de la muerte, es decir que ese misterio no es mayor que Él, que ese misterio no tiene más poder que el que Él
tiene.
Si Jesús hubiera ido donde Lázaro y lo hubiera curado, hubiera sido la curación de un enfermo, y nosotros que
tenemos gente que se nos muere, y nosotros que estamos expuestos a la muerte, ¿qué hubiéramos dicho?
"Bueno, sabemos que Cristo puede sanar a los enfermos, pero ya cuando llega la muerte, llegó la muerte".

Pues no, precisamente Cristo quería que quedara claro que cuando llega la muerte, la muerte no tiene la última
palabra, y la única manera de demostrar eso era permitiendo que la muerte dijera su palabra para luego Cristo
decir la suya y vencer a la muerte.

Cristo dejó que Lázaro se sumergiera en la muerte, cristo permitió que Marta y María se sumergieran en la
tristeza. Esas tristezas como la de Marta y María se parecen a muchas de nuestras tristezas cuando gente querida
se nos muere, o cuando, como hablamos metafóricamente, ilusiones, sueños, proyectos, aspiraciones se nos
mueren.

Y es maravilloso descubrir que Cristo tiene una palabra después de la desilusión. Si quieres resumir mi
predicación de esta tarde en esta homilía, puedes resumirla en esa frase: Cristo tiene una palabra para después
de la desilusión. A veces Cristo obra antes de que se mueran las ilusiones, pero Cristo no se detiene ahí, Cristo
también tiene una palabra para después, cuando ya se ha muerto la ilusión.

Y este es una aspecto cautivante, admirable de su manera de ser el Señor y Rey de todas las cosas. Cristo tiene
una palabra para después de la desilusión. Porque efectivamente, algo en nosotros se ha muerto, cuando pasan
ciertas cosas, algo en nosotros se muere. Piensa por ejemplo en el caso de una persona que vive una separación
matrimonial, piensa en el caso de una persona que siente que su hogar se le murió y se le acabó.

Cuando Cristo sana a los enfermos es como deteniendo la avalancha del mal que suceda; cuando Cristo resucita
a un muerto es una palabra que viene después del duelo, después de la muerte.

Cristo tiene una palabra para después del fracaso, para después de la desilusión, para después de que tu plan no
funcionó, después de que tu estilo no funcionó, después de que tu manera no funcionó, Cristo sigue teniendo
una palabra, una palabra inesperada, una palabra maravillosa, una palabra que no esperamos pero que sí
deseamos, una palabra que no nos atreveríamos a pedir pero que sí tenemos que atrevernos a agradecer.

Cristo tiene una palabra para después de la desilusión, y esa palabra y esa fe que nace después de la desilusión,
esa fe que nace después de que se ha muerto lo que tenía que morir, esa fe es más fuerte.

En estos últimos domingos hemos estado contemplando obras de Cristo: hace ocho días estábamos
contemplando la sanación de un ciego de nacimiento, una obra prodigiosa, un ciego de nacimiento curado por
Cristo, ¡espectacular, maravilloso, fantástico! Y también ahí se dice que la gente tuvo fe, por lo pronto el
curado, el ciego que pudo ver, no sólo recibió la luz natural, sino también recibió la luz sobrenatural y teológica
de la fe. El ciego llegó no sólo a ver la luz del sol, llegó a ver a su Salvador, ver a Cristo, verdadero Sol, y creyó
en Él.

Hoy también se nos habla de fe: "Los judíos creyeron en Él" San Juan 11,45. ¿Pero cuál es la diferencia entre
una fe y otra? La fe de la vez pasada y la fe de esta tienen la misma distancia que hay entre la fe antes de la
ilusiones y la fe después de las ilusiones. Si por algo se caracteriza la muerte es porque es el final, la clausura de
todas las ilusiones.

Y entonces le agradezco yo mucho a Cristo que no haya ido a sanar al enfermo y sí haya ido a resucitar al
muerto, se lo agradezco; agradezco a Cristo porque de esa manera me enseña que cuando tantas cosas mueren
en mi vida, cuando las ilusiones quedan estrujadas, cuando todo queda roto, cuando sólo quedan pedazos y
ruinas, cuando ya me convencí de que mi plan, mi manera no es, en ese momento todavía hay una voz, y es una
voz recia, es una voz fuerte, es una voz potente: ¡sólo Cristo es poderoso! ¡Sólo Él tiene poder frente a esa
ruina!
Frente a esa ruina, los judíos sólo tenían pésames, lamentos: "Qué pesar! ¡Qué tristeza! ¡Estamos contigo! Nos
duele, mira, aquí presentes". Todo el mundo habla en voz baja; si alguien levanta la voz es para expresar más
cruelmente, más abiertamente su dolor. Pues en esas ruinas, donde nadie se atreve a hablar; en esas ruinas,
donde la única voz es la voz del dolor, hay una voz, una voz fuerte, que puede decirle a lo que estaba muerto:
"Hay otro camino, hay otro trecho para ti. ¡Ven fuera! Sal de tu sepulcro y ven fuera".

Esta es una gran enseñanza para nosotros, no sólo para interceder por nuestros hermanos difuntos, no sólo para
descubrir a Cristo como el Señor de los vivos y de los muertos; esta es una gran enseñanza, esta es una preciosa
enseñanza porque la muerte no es sólo algo que está al final del camino.

¿Cuántas muertes tiene que vivir uno? Cuando uno hace proyectos: "Voy a entrar a tal universidad", "voy a
entrar a tal trabajo", "me voy a ganar tanto dinero", "nada me va a fallar", "mi salud va a ser siempre muy
buena", "voy a tener un hogar hermoso", y cuando esas cosas se destruyen, cuando todo queda hecho pedazos y
ruina, ¿qué? ¿Qué queda?

Pues habrá gente que dice: "¡Ay, hombre, qué pesar, qué lástima que nada te funcionó! Esos hablan en voz
bajita. Otros gritan su dolor, gritan, maldicen, blasfeman: "¿Qué se hizo Dios? ¿Por qué esta puerca vida?" Pues
has de saber que hay otro que tiene capacidad para gritar en ese momento, otro que va a gritar y que no va a
gritar dolor sino salvación; otro que va a gritar y no va a gritar destrucción sino paz, un nuevo orden, una nueva
libertad, una nueva etapa.

Por eso Jesús, porque estaba proclamando la libertad, les dice a los que estaban ahí, después de resucitar a
Lázaro: "Desatadlo y dejadlo andar" San Juan 11,44. Es otra etapa, es otro camino.

Por eso nosotros los que hemos padecido desilusiones, los que hemos visto que trechos enteros de nuestra vida
se nos mueren, nosotros estamos como enterrados, estamos como en un sepulcro, y seguimos allá como los
judíos, llore, que llore, que se me murió la vida, que se me acabó lo que yo quería, que se me acabó, que se me
murió, que...

¿Sólo tienes ese discurso? Entonces te puede servir el discurso de Cristo, un discurso de tres palabras:
"Lazaro, ven fuera" San Juan 11,43, un discurso de tres palabras, un discurso con poder, una voz distinta, una
voz diferente, recia, una voz que tiene autoridad y que tiene gracia, una voz que tiene sabiduría y que tiene
misericordia, una voz que lo tiene todo para ti, una voz que puede abrirle un camino nuevo a tu vida, para que
tú experimentes desde ya la fuerza de la resurrección y entonces sepas que si al final de tus días tienes que
cerrar los ojos en esta tierra, una voz semejante, una voz del mismo Cristo en el que ahora crees, una voz así
un día resonará y te dirá: "Ven fuera".

Y esa nueva vida, esa vida eterna, esa vida interminable que te dará Jesús, Rey del Universo, Juez de todos, esa
voz que te llamará desde el polvo de la muerte, esa misma voz será el principio de una felicidad que ya no
muere.

Estas son las promesas, este es el Cristo en el que creemos, este el poder que nos redime; una voz, una palabra
que no se amilana, que no se detiene, una palabra que no de da por vencida ni siquiera cuando todos se dan por
vencidos y parece que la vida es sólo ruinas.

Es la palabra de nuestro bendito Salvador, el adorable Jesucristo, a quien sea el honor y el poder por los siglos.

Amén.

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