Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
El texto que sigue se publicó originalmente en el número 19 -año 1997- de la revista Krisis
(Alemania), con el título de «Antiökonomie und Antipolitik. Zur Reformulierung der sozialen
Emanzipation nach dem Ende des "Marxismus"», y está disponible en Antiökonomie und
Antipolitik La versión española se ha hecho a partir de la traducción portuguesa subida a la red
en septiembre de 2002 [http://obeco.planetaclix.pt]. Traducción castellana: Round Desk.
Pimienta Negra
Robert Kurz
La miseria de una crítica radical del sistema productor de mercancías, esto es, de un «modo de
producción basado en el valor» (Marx), parece residir en el hecho de que es incapaz de
representar una praxis histórica (no confundir con una pequeña actividad practicista
cualquiera), de tomar una iniciativa, de encontrar una salida y de proclamarse la conciencia
común y de las masas, permaneciendo, por ello, condenada a una existencia esotérica,
recluida en los campos socialmente remotos de la reflexión puramente teórica o incluso de la
especulación filosófica, y desvaneciéndose, al fin, en una curiosa existencia sectaria. Si y cómo
es posible una socialización emancipatoria prescindiendo de las formas fetichistas de la
mercancía y del dinero -esto sigue siendo un libro cerrado bajo siete llaves.
De ello no está exento de culpa el marxismo minoritario, que, hasta ahora, «de alguna
manera», se comprendió a sí mismo como crítico del valor o difundió de forma más o menos
vaga esa crítica del valor. De hecho, este tipo de crítica marxista al «fetichismo de la
mercancía», que se remonta al joven Lukács de Historia y conciencia de clase, a la Teoría
Crítica de Adorno y Horkheimer o también, en parte, a los situacionistas franceses en torno a
Guy Débord, o bien rechazó, de modo consciente, una agudización y una concreción de la
crítica del fetichismo en la economía política moderna, o bien dejó entrever, en su rumbo
práctico, rasgos existencialistas -cuando no se transformó (como en Lukács) en una
vergonzante apología del sistema productor de mercancías del socialismo real. El nuevo
comunismo de izquierda, a su vez, con sus ingredientes en parte maoístas, en parte oriundos
del «obrerismo» italiano, jamás superó, en la mejor de las hipótesis, una crítica platónica de las
«relaciones dinero-mercancía», desprovisto como estaba de una crítica fundada en términos
filosóficos y antieconómicos, y quedó preso de nociones bastante toscas, reducidas, en la
práctica, a un enmascaramiento hedonista de la antigua ideología del movimiento obrero.
Estas corrientes periféricas del marxismo hoy histórico, que llegaron incluso a dominar y a
amalgamarse de forma cambiante en el período de reformulación de la Nueva Izquierda,
tienen una cosa en común (como ya fue discutido innumerables veces en la revista Krisis): se
niegan terminantemente a reconocer la fórmula lógica negatio est determinatio, o sea, callan,
como una tumba, respecto a la superación concreta de la determinación fetichista -e impuesta
por el valor- de la forma de reproducción capitalista. Tal ignorancia, que es sobre todo teórica,
se alimenta del hecho de que la cuestión de la superación está disociada, por un lado, en una
simple negación («por medio de ésta, declaramos y suscribimos que estamos contra el
capitalismo-imperialismo y queremos derribarlo») y, por otro, en una praxis pragmática de la
«sociedad liberada» absolutamente vacía de contenido, que deberá ser puesta en marcha sólo
después del capitalismo (después de la «caída» del poder capitalista).
Cuando la cuestión del poder esté resuelta, entonces se podrá fácilmente, y por así decir,
según el modelo de la frase publicitaria («y entonces todo funciona por sí mismo»), regular, en
beneficio de todos, las fuerzas productivas desatadas por el capitalismo. Los dos fósiles del
radicalismo de izquierda y del ex fundamentalismo verde en Alemania Occidental, Rainer
Trampert y Thomas Ebermann, pueden incluso, durante las ceremonias, empeñarse en vano
en redactar el programa para ello en quince minutos, pero éste no es precisamente el
problema frente al capitalismo que reina sin oposición.
De ello también forma parte todo lo que, en la economía burguesa, se manifiesta como un
problema de «distribución de recursos». ¿Cómo deberá ser el aspecto concreto de la
cooperación de millones de personas en la división funcional de su reproducción, desde el flujo
de recursos de la metalurgia hasta el de la minería, cuando todo eso ya no pueda ser
administrado por la «mano invisible» de la forma del valor fetichista? Estos problemas de la
llamada planificación no se resuelven en absoluto en quince minutos por eminencias
comoTrampert o Ebermann.
El mainstream del antiguo marxismo del movimiento obrero soslayó simplemente este
problema y lo sustituyó por otro: por una orientación politicista y estatal volcada a la «cuestión
del poder» (véase el artículo «Crisis y liberación. La liberación en el seno de la crisis. Una
divagación pospolítica», de Ernest Lohoff, en Krisis, nº 18). En otras palabras, no se organizó de
forma anticapitalista en lo referente a la reproducción y a la vida cotidiana, sino sólo
políticamente, como «expresión de la voluntad» histórica y abstracta, sin una base
reproductiva en la realidad, o sea, como «partido político» (y, de forma paralela, luchó
sindicalmente por reivindicaciones inmanentes al sistema). Se subordinó todo al objetivo de la
toma política del poder, para luego, a través de intervenciones estatales -y en consecuencia,
«desde arriba»-, intentar de cierta manera «invertir» la reproducción capitalista de acuerdo
con los patrones socialistas de la economía planificada. El poder político aparece aquí como el
punto de Arquímedes, y un aparato estatal alternativo («Estado-trabajador»), como la palanca
central de la inversión.
No es por azar que, con ello, desaparezca completamente el problema de una reproducción ya
no ligada al valor y de la correspondiente «aproximación». La lucha por reivindicaciones
inmanentes al sistema, que por definición no abandona la forma relacional burguesa, es
tomada como «aproximación» a la cuestión política del poder y, por tanto, inmanente también
al sistema (como «introducción» a ella). Esto es plenamente coherente, ya que la cuestión del
poder como positiva, como cuestión de la implantación de una fuerza estatal alternativa,
permanece igualmente restringida a la esfera (política) de la socialización burguesa.
El valor, de esta manera, no es aclarado, sino convertido en objeto neutro, ontológico. Medios
y fines, reforma y revolución, lucha sindical por la distribución y programa político sólo pueden
ser encerrados en una unidad porque, como «lucha por el agua del té y por el poder del
Estado» (Bertolt Brecht), se mantienen incondicionalmente confinados en la forma burguesa
de reproducción de las relaciones mercantiles y monetarias. La crítica del valor en el contexto
aún no superado del marxismo del movimiento obrero -crítica ésta que abdicó de su
concreción- tuvo que nadar forzosamente, de forma directa o indirecta, en esas aguas
politicistas y, justamente por eso, permaneció esotérica y no mediada como crítica del valor.
De hecho, la conducta del antiguo marxismo en uno y otro caso, sea esotéricamente crítica del
valor y tímidamente politicista o abiertamente estatal y ontologizante del valor, es
esencialmente la misma en cuanto a su «impropiedad», o sea que el anticapitalismo no
aparece (incluso en lo que atañe sólo a sus posibilidades teóricamente elaboradas) como una
forma de existencia y de reproducción socioeconómica formulable (representable en germen)
más allá del capitalismo, la cual lucha por su derecho a la existencia y se afirma ante la forma
dominante de socialización, sino como simple movilización indirecta de la negación abstracta,
que no es, en sí misma, contraria a la forma de la mercancía, toda vez que se halla dirigida a un
objetivo abstracto superficial, un supuesto punto trascendente de transformación.
La emancipación social sigue siendo así una simple promesa para un futuro imaginario.
Primero, sería necesario atravesar el valle de lágrimas político, antes de avistar la tierra
prometida del «socialismo» y ocuparla en la práctica. En verdad, este fue el programa de la
reforma social, inmanente a la forma de la mercancía, en las metrópolis y en la
«modernización tardía» de la periferia capitalista; entretanto, estas dos formaciones fueron en
buena parte destruidas. La idea de una inversión políticamente centrada -y, por eso, abstracta-
en el cielo político, en vez de sobre la Tierra socioeconómica, era idéntica al confinamiento en
la forma del fetiche del modo de socialización burgués.
El problema que se manifiesta aquí es el de la «forma embrionaria». El materialismo histórico
demostró y reconoció analíticamente que la socialización capitalista y burguesa bajo la forma-
mercancía surgió como forma embrionaria en el seno de la sociedad feudal. Ella no comenzó
con la revolución política (como, por ejemplo, la francesa), sino mucho antes, para luego, poco
a poco, después de un largo desarrollo, hacerse valer como fuerza autoconsciente con vistas a
la cuestión política del poder. Las formas embrionarias socioeconómicas del capitalismo se
desarrollaron mientras persistía, durante mucho tiempo, el poder feudal «paralelo y superior».
Cuando en las revoluciones burguesas «el envoltorio feudal fue roto», la sociabilidad burguesa
bajo la forma de la mercancía se encontraba prácticamente presente: no sólo indirectamente,
como forma política y negadora, sino de modo directo y positivo, como forma real de
producción socioeconómica. El movimiento político no precedió a la nueva forma de
reproducción como expresión de una voluntad abstracta y simbólica; al contrario, fue su
consecuencia secundaria, su necesaria forma fenoménica.
Esta idea, en muchos aspectos más inclinada al socialismo de cátedra de Lassalle que a Marx
(aunque los propios Marx y Engels no estaban totalmente libres de ella), ahogó con la vigorosa
colaboración del aparato sindical y partidario socialista -cuya tipología representaba,
generalmente, un cuarto de horrores de la uniformidad ferroviaria del proletariado, de la
mentalidad paso-de-ganso prusiana, y sobre todo de una credulidad en el Estado y en la
autoridad de los «ejércitos del trabajo»- todos los ensayos de una reproducción
«antieconómica» autónoma contra las coerciones del totalitario sistema productor de
mercancías. Todo lo que correspondiese a esto, por más inmadura que fuese su forma,
aparecía como competencia a la estrategia de la «toma del poder» y al principio «de arriba» de
la economía planificada total del Estado-hormiga (cuyos fundamentos eran la forma de la
mercancía).
Sería injusto, desde luego, emitir unilateralmente este veredicto sobre los aparatos sindical y
político del movimiento obrero, por grande que haya sido su responsabilidad en oscurecer y
aplastar el comienzo débil, inseguro y poco maduro de la «forma embrionaria». De hecho, el
antiguo movimiento de las cooperativas a partir del siglo XIX, así como los llamados
movimientos alternativos de la Nueva Izquierda desde finales de los años 70, hicieron surgir
como del breviario marxista todo lo que en ellos fuera siempre censurado por los politicastros
y fetichistas de la planificación estatal: pequeñoburguesismo masivo y mentalidad mezquina,
abandono de toda perspectiva del conjunto social, atraso y autoexplotación tecnológicos,
embrutecimiento de la vida en el campo y, por fin, regreso al seno de la sociedad burguesa
como quiebra o «profesionalización» capitalista.
Lo que quedó, en el caso de las cooperativas más antiguas del movimiento obrero, fueron
empresas dentro de la estricta norma capitalista, como la Co-op o la Neue Heimat que como es
sabido cayeron en el ridículo, debido a su peculiar susceptibilidad a los escándalos de
corrupción. Lo restante del joven movimiento alternativo, a su vez, poseía fundamentalmente
nichos en el mercado del capitalismo-casino con una producción artesanal de lujo para una
jovial y honorable clientela, o con una gastronomía noble o etnográfica y con propiedades
culturales (comerciales o dependientes del Estado). Se acumuló aquí un potencial de clase
media y pequeño-burguesa de la especie más sórdida, que o bien suspira por los recursos
keynesianos de la distribución, o bien desde hace mucho tiempo ya siente «orgullo» de su
pequeña propiedad trabajada y adquirida «por sus propias manos» -especie ésta consagrada al
masoquismo protestante del trabajo y situada, políticamente, entre la mafia del SPD [Partido
Social-Demócrata alemán] y los realos/* del Partido Verde. De ella puede provenir, en una
crisis duradera, un aflujo para el social-nacionalismo de la «derecha radical» o de la
«izquierda». Aunque existan, en el resto del movimiento alternativo, personas que no
renunciaron a su pretensión emancipatoria ni a su crítica radical de la sociedad, ya no
encuentran en su propio medio un terreno social adecuado para ello.
De hecho, hasta hoy toda la crítica de los diversos radicalismos de izquierda al mainstream del
antiguo movimiento obrero soslaya sistemáticamente el problema de la forma embrionaria de
una socialización más allá de la producción de mercancías. Al igual que sus opositores, los
partidarios del socialismo de Estado, los antiguos radicales de izquierda ignoran
completamente la cuestión de la determinación básica de la forma, para así buscar refugio en
un énfasis ilegítimo, burgués e ilustrado del sujeto «clase» o «lucha de clases», o, si no, para
poner en práctica el politicismo revolucionario burgués de un jacobinismo presumido, en una
forma particularmente marcial. El radicalismo de izquierda explícitamente antiestatal, de
extracción anarquista (como también fue indicado ya innumerables veces en Krisis), se
mantiene con tanta más razón prisionero de las formas no superadas de mediación del sistema
productor de mercancías, esto es, en el otro polo de la subjetividad burguesa, puesto que la
vertiente argumentativa vinculada a Proudhon se abre a formulaciones (tendencialmente
antisemitas) de una crítica reducida al capital que rinde intereses.
Podemos partir de una célebre problemática marxista: la cuestión de las fuerzas productivas y
su relación con las relaciones de producción. Sin embargo, no es necesario de ninguna manera
aceptar una secuencia determinista de formaciones sociales «cada vez más progresivas», cuya
coronación debe ser, por fin, el «socialismo». En cierto modo, se puede decir que las fuerzas
productivas se desarrollan siempre, pues el espíritu humano no descansa jamás; sólo que ese
desarrollo, como está claro, puede tomar rumbos completamente diferentes (y alejarse, por
ejemplo, de la propia producción en el tosco sentido económico o material, cuando
comprendemos la reproducción social y sus «fuerzas» en un sentido abarcador y, en
consecuencia, también cultural). El rumbo del proceso de desarrollo se decide en
confrontaciones sociales. Sobre esto, se puede decir que, en la baja Edad Media, después de la
peste, no estaba absolutamente decidido o incluso determinado que «llegara el turno» del
capitalismo. En esa época, aún eran posibles rumbos de desarrollo por completo distintos, que
no necesariamente conducirían al capitalismo (ni, con toda certeza, a la emancipación directa
de las formas de relación fetichista). Ésta es una cuestión que valdría la pena investigar, pues
puede proveer un medio de contraste al rígido determinismo histórico del antiguo marxismo.
Con otro rumbo y otra forma de desarrollo, la propia cuestión de la emancipación social sería
formulada, obviamente, en términos diferentes.
Pero después de que el capitalismo, con su forma específica de desarrollo de las fuerzas
productivas, se impusiera a mediados del siglo XIX, la cuestión de la emancipación social y de la
superación de una sociabilidad ciega e inconsciente sólo puede ser formulada en la forma de
una superación del fetichismo específicamente capitalista y de su modo de socialización. Como
por otro lado, sin embargo, las formas de producción y conciencia fetichistas instaladas por la
mercancía capitalista fueron predominantes en su larga historia de afirmación y determinaron
el propio pensamiento de la crítica social (el marxismo del movimiento obrero da patente
testimonio de ello), esa formulación de la emancipación tuvo que permanecer oculta, en un
primer momento, en el seno de la historia y sufrir un largo período de incubación. Para toda
una época sólo se puede investigar el desajuste histórico en el interior de la envoltura del
moderno sistema productor de mercancías, o sea que la cuestión de la emancipación se puede
plantear únicamente en un sentido reducido e inmanente a la formación -sentido éste que vio
la luz como la emancipación burguesa de la clase trabajadora en cuanto ciudadanía o reforma
social, o, incluso, como la emancipación burguesa de una «modernización» tardía en
sociedades consideradas como retrasadas históricas de la periferia capitalista.
Esta constelación, cuya herencia hoy nos oprime, no se debe de manera alguna a una
predeterminación ontológica, sino que ella misma es el resultado de una historia
originalmente abierta y controvertida. Pero después que el sistema productor de mercancías
se impuso brutalmente y se convirtió en la forma universal de conciencia, sucedió lo que Marx
dijera, en términos generales, del proceso social: una vez instalado históricamente un sistema,
no se puede volver atrás: éste tiene que recorrer, por decirlo así, su ciclo vital, hasta que se
agote y alcance sus límites internos. Tales límites son alcanzados cuando el desarrollo de las
fuerzas productivas lleva a un punto en el cual éstas se vuelven incompatibles con las
relaciones de producción. La envoltura petrificada de las formas sociales objetivadas se rompe
entonces brutalmente con erupciones catastróficas, y puede ser atravesada para que se
alcancen formas renovadas y superiores de sociabilidad, compatibles con las nuevas fuerzas
productivas.
Ha de criticarse en este esquema del «materialismo histórico» el hecho de que generalice con
precipitación, de forma suprahistórica, lo que probablemente sólo es válido para la historia
específica del capitalismo. Como sin embargo seguimos dando vueltas dentro de ésta, no
podemos simplemente descartar el esquema de Marx. De hecho, él no es en modo alguno
«objetivista», como los propios críticos de izquierda siempre supusieron, sino que sólo cuenta
con las efectivas objetivaciones del fetichismo, que al mismo tiempo son reconocidas como
fundamentalmente superables. Si esa misma superación presenta aún un momento de
condicionamiento histórico, éste es el momento necesario de un movimiento del capitalismo
al no-capitalismo, del fetichismo al no-fetichismo. Una superación inmediata del
condicionamiento sería una contradicción en sí. El marxismo del movimiento obrero
permaneció dentro de los horizontes de la sociedad burguesa no porque haya reconocido el
momento de condicionamiento, sino porque su avance fue incapaz de sobrepasar la forma
fetichista del valor.
El esquema de Marx sobre el papel de las fuerzas productivas fue movilizado por el marxismo
histórico sólo en relación con la historia interna del sistema productor de mercancías, pero no
en lo que se refiere a la superación de ese propio sistema. En realidad, la contradicción entre
fuerzas productivas y relaciones de producción sólo conduce a la crisis absoluta en el final de la
historia sistémica de desarrollo y en el umbral de la superación. Pero desde el inicio ella fue
también el motor interno del desarrollo capitalista, que llevó a crisis relativas («crisis de
afirmación») y superó las formaciones históricas obsoletas del sistema productor de
mercancías, sin llegar a tocar su propia forma básica. Sólo en esta versión «débil» el marxismo
fue capaz de comprender el concepto de transformación de Marx, toda vez que estaba preso
de la historia aún inconclusa del desarrollo de la modernidad. Por eso el socialismo tomó
posesión del legado del liberalismo, así como este tomara posesión del legado del absolutismo.
Reforma protestante o calvinista y centralización absolutista, Revolución Francesa o
Americana, revolución rusa de octubre o movimientos nacionales y anticolonialistas de
liberación forman una red única en la historia de afirmación de la socialización por la forma de
la mercancía, en la cual todo momento de emancipación de la respectiva situación anterior
representaba una nueva etapa de represión e interdicción.
El socialismo de Estado del Este y el nacionalismo libertador del Sur se encuentran hoy tan
fundamentalmente desacreditados como paradigma de emancipación social que sólo idiotas
históricos pueden aferrarse a los conceptos «débiles» de transformación procedentes de ellos.
Si comprendemos el colapso de estos paradigmas, de acuerdo con su clasificación histórica, no
como «victoria» del capitalismo occidental, sino como el inicio de una crisis absoluta del
sistema productor de mercancías, en cuyo final se rompen todas las cadenas históricas
evolutivas de la forma del valor, entonces entra en escena la versión «fuerte» del esquema de
transformación de Marx. En el plano de las fuerzas productivas, es sin duda la
microelectrónica, como tecnología universal de racionalización y de comunicación, la que
conduce al umbral de un tipo de transformación ya no más inmanente al sistema. En la misma
medida en que la revolución microelectrónica se vuelve la fuerza productiva de la crisis para el
sistema productor de mercancías, también puede volverse una fuerza productiva de la
emancipación social en relación a las formas fetichistas del valor.
Con esto ya se afirma una diferencia fundamental respecto a los movimientos alternativos de
los años 70 y 80. Pues las antiguas nociones de una «forma de vida y producción diferente»
estaban vinculadas en gran parte a una «crítica reaccionaria de las fuerzas productivas». La
microelectrónica, los ordenadores y los potenciales de automatización en la producción
industrial eran excomulgados. Esta crítica a las fuerzas productivas no podía ni quería vincular
la cuestión de la emancipación social a la superación del «trabajo abstracto», sino, por el
contrario, al retorno a un nivel histórico inferior. Con ello, el movimiento alternativo se
mantuvo prisionero del sistema de los «empleos»: tomó el partido del «trabajo» (que debía
ser perfeccionado de manera supuestamente alternativa y socialmente satisfactoria) contra las
fuerzas productivas originadas por el capitalismo. De esta forma, se volvió compatible incluso
con ideologías conservadoras y culturalmente pesimistas, que desde finales del siglo XVIII -en
la figura, por ejemplo, del romanticismo literario, político y socioeconómico- intentaban hacer
girar hacia atrás la rueda de la historia (aunque el romanticismo no se agote en este simple
impulso). En la mayoría de los casos, algún estadio anterior de desarrollo dentro de la historia
de afirmación del capitalismo era fantasmagóricamente transfigurado y transformado en una
utopía «negra», reaccionaria. El movimiento alternativo no era idéntico al conservadurismo
político y cultural, pero, en la medida en que quería resolver la cuestión de la emancipación
social en términos retrógrados, contra las fuerzas productivas, se convirtió en la puerta de
entrada de las ideas políticamente conservadoras en los «nuevos movimientos sociales». En el
Partido Verde, lo que quedó del debate de principios de la década del 80 fue casi
exclusivamente el flirt de la coalición política de un conciliábulo «conservador en lo que se
refiere al valor» con el CDU [Unión Demócrata-Cristiana], el partido del gobierno.
En oposición a ello, se ha de retornar, en este punto, al movimiento radical de oposición
propuesto por Marx, esto es, al sentido de la transformación «fuerte», a la toma de partido
por las fuerzas productivas microelectrónicas contra las relaciones de producción del capital.
Pero esto no puede ser una prolongación del antiguo marxismo y su fetichización de las fuerzas
productivas -prolongación ésta irreflexiva y dotada de una simple crítica superficial del valor.
Esto se aplica tanto al concepto de fuerzas productivas como a la cuestión de su relevancia en
una forma embrionaria transformadora de las relaciones sociales no fundamentadas en la
forma de la mercancía. Se ha de tratar, por tanto, de un retorno «superador» del concepto de
transformación en Marx, no de una simple repetición.
Sin embargo, esto corresponde a la versión «débil» de una simple transformación de la historia
interna, en la cual cabe involuntariamente al marxismo /socialismo -como en el caso de su
primo keynesiano aún más débil, en una determinada época- la tarea de representar a las
fuerzas productivas (fordistas) más progresivas del momento dentro de una nuevo impulso de
desarrollo del sistema productor de mercancías. Así, el lado destructivo y represivo del valor
de uso capitalista en la producción y en el consumo era tan incapaz de ser incluido en la crítica
como la forma fetichista básica del valor. De ahí resulta necesariamente una doble correlación:
una crítica limitada a la historia interna de los estadios de desarrollo vueltos obsoletos del
sistema productor de mercancías aún no agotado y una afirmación ciega de la última y más
novedosa figura técnico-material del capital componen una unidad tan indisoluble como, a la
inversa, una crítica radical de la forma básica del valor y la crítica correspondiente de la
estructura técnica y del valor de uso capitalistas. Como el marxismo no entendió y no podía
criticar la «abstracción real» del valor, era fatal que se le escapase también la íntima
correlación lógica e histórica entre la forma de la mercancía liberada y las abstracciones
científicas. De este modo, un aspecto de la crítica al capitalismo permaneció oscurecido
(inclusive en el propio Marx), lo que permitió su adopción irracional por el romanticismo
reaccionario, que acompañó como una sombra el avance de la modernización bajo la forma de
la mercancía.
A partir de los años 70, cuando se hizo cada vez más claro que la crisis de la etapa fordista de
desarrollo implicaba también una crisis ecológica, y cuando la devastadora destrucción de los
fundamentos naturales en los Estados del socialismo real llegó al público, el movimiento
alternativo de los verdes, sucesor de la revuelta de 1968, abdicó en buena parte del marxismo
y echó mano del motivo anti-industrial y de la crítica de la ciencia. Se puede calificar la
entonces ascendente crítica ecológica al enfático concepto de las fuerzas productivas, en el
sentido de la lógica hegeliana de la superación, como pura y simple negación. Esta negación
era doblemente insuficiente: a la par que sus momentos destructivos y represivos en la historia
de la modernización, el desarrollo de las fuerzas productivas era negado en general, o sea que
se tiraba a la criatura con el agua del baño. En consecuencia, esa crítica de las fuerzas
productivas tampoco llegó a una crítica de la forma del valor y su fetichismo, sino tan sólo a
ideas diversas de la producción pequeño-burguesa de mercancías, para después regresar, en la
«política económica verde», a los modelos keynesianos. El marxismo del movimiento obrero y
su déficit ecológico no fueron de tal modo superados, sino únicamente reprimidos
ideológicamente.
En la propia medida en que la crisis absoluta del sistema productor de mercancías y, por tanto,
la transformación «fuerte» entran en el campo de visión, se torna necesaria, en la cuestión de
las fuerzas productivas, la segunda negación, «negación de la negación», que, como se sabe,
no reconduce al punto de partida originario, sino que, más bien, supera los antagonismos no
mediados. Se trata, en consecuencia, de tomar partido por las fuerzas microelectrónicas contra
las relaciones de producción capitalistas, pero, al mismo tiempo, de superar el destructivo
valor de uso de la estructura de producción y consumo capitalistas. Esa crítica superadora
tiene que distinguir entre esencia y apariencia de la revolución microelectrónica. La esencia de
estas nuevas fuerzas productivas es un potencial, o sea, una posibilidad que el capitalismo no
produjo en beneficio propio, sino para su abstracto fin en sí mismo de la valorización. La
realidad aparente de ese potencial no puede dejar de ser afectada por tal hecho. De acuerdo
con su configuración material, la apariencia concreta de las fuerzas productivas
microelectrónicas es también capitalista, y debe ser superada juntamente con su forma social.
Esta negación de la negación es tanto más necesaria cuanto que, irónicamente, la izquierda
posmoderna -como reacción no mediada a la simple negación insuficiente del marxismo-
parece retomar hoy el tosco fetichismo del antiguo movimiento obrero ante la crítica a la
fuerza productiva del movimiento alternativo verde. Sin ninguna clase de reflexión sobre el
conjunto (global o estructural) de las condiciones de reproducción en el ámbito social y
ecológico, la «última palabra» de la técnica de consumo capitalista se convierte en un «must»
[algo esencial o imprescindible], sin que se perciban siquiera los dolorosos límites de la
imbecilidad y de la amenaza pública.
La propia inversión fetichista entre relación social y material, que también se manifiesta en el
aspecto del valor de uso capitalista, es aclamada como visión positiva del futuro. Tal hecho se
burla de toda pretensión emancipatoria. No por azar esta tendencia posmoderna va
acompañada por la indiferencia con relación a las formas de mediación tácitamente supuestas
del dinero, cuya superación no constituye un tema serio. El antiguo marxismo del movimiento
obrero, la crítica alternativa de las fuerzas productivas a cargo del Partido Verde y la izquierda
posmoderna representan sólo variantes de la misma incapacidad (y de la misma mala
voluntad) de superar el sistema productor de mercancías. Contra esto, se ha de defender una
superación de la forma del valor fetichista, que incluye en la negación superadora tanto la
forma aparente de mediación del dinero como la forma fenoménica del valor de uso
capitalista, aprovechando los potenciales de la revolución microelectrónica justamente por el
hecho de escoger de manera crítica los artefactos capitalistas, en lugar de someterse, sin
ninguna crítica, a la lógica represiva de su valor de uso.
La miseria, claro está, tenía algo que ver con el carácter de las fuerzas productivas en el punto
culminante del desarrollo capitalista. En cierto modo, el antiguo marxismo del movimiento
obrero podía alegar, a favor de su concepto estatal y centralista de transformación, la propia
situación de las fuerzas productivas: desde los tiempos de la máquina de vapor y del ferrocarril
hasta el florecimiento de las industrias fordistas, los agregados de los potenciales técnico-
científicos sólo eran representables, de hecho, en una medida social relativamente grande.
Esto se aplicaba, literalmente, a las máquinas, a los edificios y a las técnicas de suministro de
energía. El individuo era pequeño frente a una maquinaria monstruosa. Y «grande» era
sinónimo de progreso. De ello resultó también, por decirlo así, cierta megalomanía pueril:
empresas y naciones competían por construir la mayor turbina del mundo, el mayor predio del
mundo, el mayor petrolero o el mayor barco de guerra del mundo.
Como consecuencia, también era grande la medida de organización para poder realizar y
movilizar tales fuerzas productivas. Esto ya constituía un factor en la generación espontánea
del capitalismo. En realidad, la forma embrionaria más antigua de la modernidad, en lo que se
refiere a las fuerzas productivas, fue una fuerza destructiva: la innovación en las armas de
fuego. Los poderosos cañones de los inicios de la era moderna y las fortificaciones
megalómanas vinculados a éstos ya no podían ser representados en la forma descentralizada y
autóctona de las antiguas sociedades agrarias, sino que exigían la movilización de la industria
de armamentos, de los ejércitos permanentes, de la economía monetaria y de la centralización
social.
Las formas embrionarias del modo de producción capitalista sólo pudieron desarrollarse sobre
esta base. Y todos los partidarios de los impulsos ulteriores de desarrollo del sistema
productor de mercancías, inclusive el socialismo y sus partidos, permanecieron prisioneros de
la idea de una forma de socialización hipercentralizada y estructurada en forma de pirámide.
No solamente las dictaduras de la «modernización tardía», sino también las democracias
occidentales más desarrolladas son «Estados-sol» negativamente utópicos y, bajo todos los
aspectos, constructores de pirámides. Los aparatos burocráticos y los mercados de grandeza
nacional o continental corresponden a fuerzas productivas o destructivas cuyos agregados sólo
pueden ser puestos en movimiento por los enormes «ejércitos del trabajo» y de la guerra.
La revolución microelectrónica, en relación a ello, no sólo lleva al absurdo la sustancia viva del
capital, el «trabajo» abstracto, sino que también rebaja la centralización social promovida por
los Estados y mercados a una forma arcaica e inconveniente de organización, volviendo
ridícula la megalomanía de la modernidad. En la propia medida en que el capitalismo es
empujado tecnológicamente a una carrera por la miniaturización a través de las fuerzas
productivas creadas por él mismo, se desintegra no sólo su sustancia, sino también su forma
externa. Si, hace unas pocas décadas, los antiguos ordenadores llenaban salones enteros y
exigían la fuerza del capital de grandes empresas, hoy los aparatos portátiles poseen
potencialidades mucho mayores y hasta pueden ser adquiridos por individuos corrientes.
El vínculo entre electrónica y energía solar abre la posibilidad de que el hombre pueda escapar
(parcialmente, paso a paso) al capitalismo y romper su pretensión totalitaria, cosa que, en el
pasado, sólo era posible con la migración hacia regiones inexploradas por éste (en la época de
los pioneros en los Estados Unidos, por ejemplo, ello se daba con el éxodo rumbo al lejano
oeste, que era también, muchas veces, una huida de las exigencias capitalistas, lo que hoy
suena desagradable, y por eso es silenciado). Sólo que esta posibilidad de huida, hoy de
manera totalmente nueva y diferente, fue acarreada por el desarrollo de las propias fuerzas
productivas. El espacio de huida ya no es más externo, territorial, sino interno y social. Y
tampoco se trata de un retorno de la socialización al estado primitivo, como pretendiera el
movimiento alternativo de finales de los años 70 y comienzos de los 80 -movimiento éste que
criticaba las fuerzas productivas y era, en el peor de los sentidos, «romántico». Por el
contrario, en los poros y sobre las ruinas de la socialización capitalista cada vez más arcaica
pueden florecer las formas embrionarias de una reproducción no dictada ya por la forma de la
mercancía, que entran en discusión e intercambio con el capital, afirman su derecho a la
existencia y, finalmente, superan, del todo, la reproducción capitalista.
Al menos en parte, Alemania Oriental se hundió en la ruina por pretender, a toda costa,
desarrollar y producir su propio chip, lo que consume muchos recursos, en vez de comprarlos a
precios más módicos en el mercado mundial. Pero ese error de cálculo no fue casual. Se
remonta a la arraigada conciencia del socialismo centralizado de que los sujetos metafísicos
«partido y clase» deben ejercer, desde el inicio, el control absoluto sobre toda la producción,
siendo decisiva, para eso, la industria de base en especial. Por eso la atención socialista se
concentró, al principio, en las empresas de carbón, hierro y acero, a cuyos empleados se
calificó de «núcleo de la clase». Ese razonamiento fue traspuesto a las fuerzas productivas
microelectrónicas. Un movimiento de superación de la forma del valor pondrá en jaque al
sistema de reproducción desde una perspectiva completamente inversa. Las industrias y la
producción de base de la propia microelectrónica no serán la piedra de toque, sino el arco de
bóveda de la transformación. No se trata de un control centralista, sino de la constitución y del
desarrollo de espacios sociales de emancipación.
Mientras la izquierda posmoderna vea con buenos ojos el comunismo reificado y, en sus
efectos, altamente destructivo, será desviada hacia el campo de acción capitalista e insertada
en los mecanismos sociopsicológicos del estatus consumista y en luchas autoafirmativas de
competencia. La afirmación de que el potencial crítico de esta sociedad debe ser revocado
justamente (o única y exclusivamente) por el hecho de que el capitalismo ya no es capaz de
satisfacer las necesidades que él mismo ha producido, es muy simplista. En tanto la estructura
de las necesidades resulte de la estructura del valor de uso específicamente capitalista, ella
será parte integrante de la abstracción fetichista del valor y, por tanto, de la tutela de los
hombres por las formas sociales sin sujeto. Por eso, la apelación a esas necesidades, para las
cuales ya no se producirá una renta monetaria suficiente, no llevará jamás a un movimiento
emancipatorio. La contradicción entre el capitalismo y los potenciales que él mismo ha
producido reside en un plano completamente diferente y no se deja movilizar de manera tan
simple.
Por eso, la propia utilización emancipatoria de la microelectrónica tendrá que ser reformulada
y experimentada, o sea, se ha de desarrollar una combinación de hardware y software propios,
determinados por objetivos a ser previamente definidos. Para ello es preciso, sin duda, el
conocimiento correspondiente y la participación de las personas capaces de lidiar con los
potenciales de la microelectrónica. Por fin, es necesaria también una ampliación consciente de
ese conocimiento, como, por ejemplo, en la forma de una «formación politécnica» en
microelectrónica y energía solar, que tanto puede ser organizada por cuenta propia como
formulada en exigencias al sistema de enseñanza. Las antiguas ideas socialistas, por tanto, son
plenamente reconstruibles en formas análogas y adaptadas a las nuevas tareas. El objetivo de
la emancipación no puede ser el idiota cien por cien automatizado, sino la persona
autorreflexiva, que regula conscientemente su contexto vital y no está dominada por cosas
muertas. Este objetivo tiene que figurar en las formas embrionarias de reproducción, pues, de
lo contrario, ellas no merecerían tal nombre.
El hecho de que la propiedad privada pueda ser pensada como factor de tal manera aislado y
de que le sea imputada la responsabilidad por todos los males capitalistas reposa en un
equívoco típico e ingenuo de la Ilustración: la propiedad privada es declarada, erróneamente,
como simple «fuerza subjetiva» a disposición de los poseedores y de los «dominadores» -la
apariencia de soberanía y el supuesto arbitrio por parte del personaje que se encuentra al
mando es aceptada como un dogma. Esto suele ser acompañado por la noción igualmente
ingenua y afirmativa de la riqueza capitalista, que estaría sólo «distribuida de modo desigual e
injusto». Algunos elementos de este concepto reducido de «propiedad privada» se encuentran
también en Marx y Engels, aunque sea el propio Marx el que proporcione, al mismo tiempo, el
instrumental para la crítica de esa concepción.
La matriz del valor sólo remotamente tiene algo que ver con las relaciones mercancía-dinero
precapitalistas. De hecho, en las antiguas sociedades agrarias (por no hablar de las sociedades
de recolección y de caza), la matriz de socialización no era el valor como cualidad metafísica de
los productos, sino un contexto de formas de subsistencia que sólo conocían el intercambio de
mercancías marginalmente o en la forma de «nicho» (Marx); esto significa que sólo los
excedentes o relativamente pocos productos específicos entraban en las relaciones de
mercado. Una división funcional en el mercado más amplia y rica en escala no es
necesariamente, con todo, un resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, sino más
bien una consecuencia lógica del capitalismo, que hace del valor su fin social en sí mismo. Al
contrario de lo que afirma la teoría económica, la división funcional ampliada por el desarrollo
de las fuerzas productivas no conduce, necesariamente, a la totalización de las relaciones
dinero-mercancía. Esta visión confunde un dato histórico con un dato lógico. Es el capitalismo,
como autorreferencia del valor a sí mismo (como máquina de valorización), el que hace que el
desarrollo de las fuerzas productivas parezca idéntico a la universalización del mercado. Un
mercado universal y total sólo puede nacer como esfera de realización de la producción
abstracta de plusvalía. Para la conciencia burguesa, esto es idéntico a fuerzas productivas
desarrolladas, pues estas últimas siempre se ofrecen a ella en la forma de la matriz del valor.
En segundo lugar, el aparato estatal, a medida que usurpa las funciones empresariales, se
escinde necesariamente en posiciones económicas contrarias dentro de la esfera privada, ya
que, al fin y al cabo, las empresas estatales son mediadas también por relaciones de mercado y
dinero. Con ello, la forma del valor se venga de la pretensión totalizante del Estado. Dentro del
círculo social de una planificación del Estado consonante con las categorías del valor, toman
posición intereses opuestos de las unidades aisladas de producción, que sólo pueden
apropiarse de la riqueza social bajo la forma monetaria y, por tanto, de modo privado. En
cuanto a esto, las crédulas declaraciones que descienden del cielo político poseen escasa
importancia. Un fenómeno análogo, además, vuelve a ocurrir en el interior de las empresas
capitalistas, en la forma del proyecto ultra-neoliberal llamado «profit-center»: ya no es la
empresa como un todo la que debe ser portadora de la «creación del valor», sino,
directamente, las secciones aisladas, que se comportan también entre sí como productores
privados, en cierto modo como «empresas dentro de la empresa». A largo plazo, desde el
punto de vista de la empresa como un todo, este proyecto sólo puede llevar a
desdoblamientos paradójicos y disfuncionales.
Considerada como un todo, la propiedad estatal es sólo una forma paradójica de la propiedad
privada. Esto en nada es alterado cuando esa propiedad estatal no es administrada por el
Estado burgués, sino por un «Estado de los trabajadores», liderado por los sujetos metafísicos
de la «clase trabajadora» y del «partido (político) de los trabajadores». Pues las relaciones
estructurales que resultan de la propiedad estatal siguen siendo las mismas,
independientemente de sus depositarios sociales. En este sentido, el discutidísimo análisis del
socialismo de Estado hecho por Charles Bettelheim en los años 70 es insuficiente y continúa
prisionero del horizonte conceptual del marxismo del movimiento obrero. Bettelheim concibió
los elementos de la esfera privada de modo sociológicamente reducido, como mera
estratagema subjetiva de cierto grupo sociológico -los dirigentes empresariales- en el uso de
su «fuerza». No percibió que la forma de la propiedad privada, independientemente de las
declaraciones sociológicas de buena voluntad, es inherente a todo modo de producción
fundado en el valor. No importa el sujeto histórico constituido por el respectivo sistema
productor de mercancías: este sistema siempre produce una especie análoga de élites
funcionales, correspondientes a las formas de una «valorización del valor». En tal sentido, todo
Estado es, por definición, un Estado burgués, así como toda nación, en su esencia, es una
nación burguesa, todo dinero, como forma universal de mediación, es un dinero burgués, y
toda producción de mercancías, como forma universal de reproducción social, es una
producción burguesa de mercancías. El atributo, en rigor, es superfluo; sólo tiene relevancia
para una conciencia que únicamente logra pensar en el interior de las categorías burguesas y
pretende resolver las contradicciones del modo de producción capitalista en el terreno de esas
categorías burguesas reales. El problema, con todo, reside en las relaciones estructurales, del
modo como éstas son dictadas por la forma social fetichista del valor, y no en los intereses
sociológicos secundarios (relacionados a priori con esa estructura) de los grupos, categorías o
clases sociológicos, cuya propia existencia es un producto histórico de la forma del valor.
La propiedad cooperativa no sale mejor parada que la propiedad estatal, en la medida en que
se trata de una empresa productora de mercancías en la forma de cooperativa. El portador de
esta propiedad no es, de hecho, una universalidad jurídico-política abstracta de la sociedad,
sino un sujeto colectivo particular. Como esa colectividad representa una unidad abarcable con
la vista, la idea de cooperativa estuvo siempre vinculada a la forma embrionaria de una
reproducción liberada del capitalismo. El propio movimiento alternativo de comienzos de los
años 80 propagaba una «producción relevante» en «estructuras igualitarias sin jefes» como
elemento de un modo de vida alternativo y emancipatorio. Pero, desde su inicio, el carácter
alternativo se limitó al espacio social interno de un emprendimiento productor de mercancías.
La mediación social, por el contrario, desembocaba «obviamente» en el mercado, en el cual
los productos de la cooperativa o de la empresa alternativa debían ser vendidos.
Así, queda claro que toda mediación social a través de la forma del valor económica acarrea
necesariamente la correspondiente forma jurídica de la propiedad privada en cualquiera de
sus figuras. Eso es particularmente válido cuando el celo reformista y emancipatorio osa
acercarse, en apariencia, a la propia forma de mediación, pero, en vez de su superación, sólo
se propone inventar un sustituto cualquiera para el valor. Esto se vuelve absolutamente nítido
en los «embustes monetarios» -así calificados por Marx- de, por ejemplo, un Proudhon o una
secta económica como la representada por los seguidores de Silvio Gesell. Como su crítica a la
forma de mediación capitalista se limita al aspecto del capital que rinde intereses, lo único que
pretenden es introducir un «dinero libre de intereses» como compensación directa a las
unidades de producción, sin percibir como tal el problema de la forma del valor abstracta. Tal
crítica reducida de la forma de mediación capitalista queda incluso por detrás de la crítica que
el antiguo marxismo hace a la propiedad privada: como la solución les parece, exclusivamente,
el «dinero honesto», para Proudhon, Gesell y sus secuaces la propiedad privada de los medios
de producción es particularmente sagrada. Lo que tienen en mente ya no es, en modo alguno,
la emancipación social, sino una sociedad de pequeños burgueses y la reducción de la
socialización por la forma de la mercancía a un capitalismo de microempresas, con toda la
obtusidad represiva del fetichismo del trabajo y de la producción.
Aún más obtusos e igualmente incapaces de perseguir una intención emancipatoria y crítica de
la sociedad son los «anillos de trueque» que están nuevamente de moda (y que, en conjunto,
son compatibles con el ideario geselliano). Si el socialismo de las cooperativas todavía tenía en
vista al menos la cooperación emancipatoria de un espacio interno social y éste se reducía, en
los gesellianos, a un capitalismo pequeño-burgués de microempresas, los anillos de trueque, a
su vez, presuponen individuos abstractos totalmente asocializados, que intercambian servicios
entre sí, sin ingresar siquiera en la actividad cooperativa de producción. La relación
socioeconómica se limita a la organización de una forma alternativa de mediación de las
compensaciones productivas, que discurre paralelamente al mercado oficial. Tampoco aquí es
superada la propiedad privada, sino tan sólo restringida a la capacidad individual de promover
trueques de una producción cualquiera (cuidar niños, tejer alfombras, etc.) con otros
individuos; la reproducción de los «débiles en producción», como deficientes o enfermos, no
es tenida absolutamente en cuenta. Tal anillo de trueque no representa una alternativa al
modo de producción capitalista. Sólo ofrece un expediente, en el trato con cosas secundarias,
a individuos que han entregado completamente su capacidad productiva de cooperación al
capital y al Estado. En este sentido, los anillos de trueque no son la promesa de una
emancipación social, sino apenas la última forma decadente de los antiguos principios
fracasados en el interior de la forma del valor, hoy irremediablemente disuelta en átomos
sociales.
De estas reflexiones críticas resulta, necesariamente, una segunda característica esencial, que
distingue las formas embrionarias de una nueva emancipación social del antiguo movimiento
alternativo: la nueva crítica al socialismo de Estado no sólo tendrá que tomar partido por las
fuerzas productivas microelectrónicas contra las relaciones capitalistas de producción, en vez
de negar estas fuerzas productivas en beneficio de un nivel más bajo de «trabajo abstracto»
sin superar; por la misma razón, no podrá organizarse en la forma de cooperativas productoras
de mercancías ni, mucho menos, podrá desembocar en las formas sucedáneas del intercambio
mercantil y de la «compensación productiva» («embustes monetarios», anillos de trueque).
Más bien, la tarea consiste en perseverar en la superación de la propiedad privada de los
medios de producción, aunque ya no desde aquella perspectiva ingenua e ilustrada de un
«poder a disposición» de un determinado grupo sociológico y, por tanto, tampoco como
paradójica propiedad estatal, sino como desvinculación de un espacio social de cooperación
emancipatoria respecto al intercambio mercantil, a la relación monetaria y a la compensación
productiva abstracta. En una palabra: se trata de desarrollar elementos y formas embrionarias
de una «economía natural microelectrónica» que escape fundamentalmente al principio de
socialización del valor y ya no pueda ser asimilada por éste.
El sabor anticuado del concepto de «economía natural» deriva también de que, en gran parte,
es utilizado como sinónimo de «economía de subsistencia» y ésta, a su vez, es entendida como
«reducción a la pura supervivencia». A ello se suma la observación de que, en la historia rica
en crisis de la modernización, los proyectos de economía natural o de subsistencia fueron casi
siempre, de hecho, ciegos resultados de grandes crisis económicas o militares, sin una
perspectiva social propia desarrollada con conciencia, y, por tanto, sólo podían manifestarse
como simples medidas de urgencia o «técnicas de supervivencia», cuya condición consistía,
justamente, en la ruina del nivel de socialización y en el retorno forzado de las personas a
métodos primitivos de producción para la supervivencia. La cooperación, en tales casos,
difícilmente va más allá de los contextos familiares y está cubierta por formas de «intercambio
natural» que, obviamente, no representan una perspectiva más allá de la forma del valor, ya
que están condicionadas simplemente por la falta de una moneda aceptable o por la ausencia
general de medio circulante.
Como se sabe, este fue el caso de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se
usó la «moneda de los cigarros» y floreció, en los zaguanes de los edificios, una «cultura
doméstica de conejos» (durante mi infancia, todavía pude presenciar cuando mi abuelo atrapó
a uno de esos animales criados en el cobertizo, que mi padre mató a martillazos y colgó de la
puerta de la cocina para arrancarle la piel). Y no es diferente lo que sucede hoy en varias
regiones económicamente arruinadas del mundo, cuando, por ejemplo, en los villorrios de los
alrededores de Moscú tienen que alimentarse de su pequeña huerta, cuando las familias en
Kazajastán se dan por contentas con poseer una vaca o cuando los cerdos son engordados en
las bañeras de las casas de La Habana. Una «economía de subsistencia» semejante no parece
admitir sino la esperanza de que, lo más pronto posible, la economía de mercado recupere su
movimiento. En el pasado, esto fue, efectivamente, lo que ocurrió, y las rupturas de la
socialización se alternaron con nuevos impulsos de desarrollo del sistema productor de
mercancías, mientras que, para las regiones de crisis contemporáneas, es más que dudoso que
algún día lleguen a ponerse en pie sobre el terreno de la economía de mercado.
_________________
Esto en nada es alterado por el hecho de que un movimiento conjunto de la sociedad, con
base en todas las empresas, quiera, por ejemplo, a partir de una crisis de la reproducción
capitalista, superar inmediatamente, para toda la sociedad, la forma de la mercancía. Los
«consejos» de todas las empresas capitalistas no representarían solamente al conjunto de la
estructura capitalista del valor de uso, sino también a todo un sistema de divisiones
funcionales cada vez más plasmado por la abstracción del valor, desde la industria
armamentista hasta las empresas de transporte. Una gran parte de esas empresas, debido a
insensatez o a amenaza pública, tendrían que ser inmediatamente desactivadas, y las restantes
tendrían que ser completamente remodeladas e insertadas en nuevas relaciones sociales.
Un sistema social representativo compuesto por «consejos» de empresa no sólo tendría que
luchar contra las furias de los intereses empresariales particulares o sus sucedáneos sino
también contra una estructura de reproducción moldeada por las abstracciones del valor
-estructura ésta que, por sí sola, tiende a mediaciones señaladas por la forma de la mercancía
o, si no, parece exigir de nuevo una meta-instancia política, que interviene «desde arriba», de
una manera ora más, ora menos estatizante, con todos los peligros de una autonomización de
esa instancia. A su vez, una organización territorial alternativa de los «consejos» (al revés que
la empresarial), con base en áreas habitacionales, tampoco resolvería el problema, ya que, en
ese plano, sólo se encontrarían retazos de un contexto de producción incomprendido. El
antiguo movimiento obrero, en efecto, osciló entre la forma de organización empresarial y
territorial, y sucedió por regla general que los sindicatos fueron organizados sobre una base
empresarial y los partidos sobre una base territorial. Esto se correspondía perfectamente con
el apego a la economía de producción mercantil, por una parte, y a la esfera complementaria
de la política, por otra.
Históricamente, el mercado fue impulsado siempre por las materias primas y por los productos
intermedios, englobando permanentemente nuevas relaciones reproductivas -y ello no sólo
hasta llegar a los productos finales, que integran directamente el consumo, sino también hasta
la mediación del propio consumo, en la forma de servicios, afectando inclusive la esfera íntima.
El totalitarismo económico inherente al capital obligó a que se dominase sin supuestos la
reproducción humana y que no se dejase ya el menor espacio que estuviese al margen del
proceso de valorización (al margen de la redistribución estatal burocrática, por ejemplo), salvo
las actividades en sí no valoradas o sólo parcialmente valoradas a las que damos el nombre de
trabajo doméstico, crianza de los hijos, etc. En el límite histórico hoy emergente de la forma
del valor, se extingue la fuerza integradora del sistema económico totalitario, pues la
revolución microelectrónica, de las maneras más diversas, convierte en disfuncionales y
superfluas a un número cada vez mayor de personas. Al mismo tiempo, el sistema no quiere y
no puede abandonar su pretensión totalitaria, e intenta mantener en pie la coercibilidad de su
forma aun cuando los recursos humanos y materiales ya no pueden ser distribuidos de manera
satisfactoria.
Por otro lado, las concepciones de la economía dual son incompatibles con las formas
embrionarias de la «economía natural microelectrónica», pues éstas no promueven un
intercambio estático con las formas del sistema productor de mercancías y no pueden
«complementarlo» en una coexistencia pacífica. Las ideas de economía dual no conducen,
seriamente, a la desvinculación en relación con la forma de la mercancía. En André Gorz, por
ejemplo, uno de los más importantes teóricos de la economía dual, las actividades
«autónomas» se mantienen, en última instancia, como un simple pasatiempo, puesto que
deben ser subvencionadas por una «renta básica», que será obtenida de las fuentes del
mercado, en la forma no superada del dinero. Gorz considera toda la reproducción industrial
como irremediablemente «heterónoma», ya que tal característica estaría fundada en el
potencial tecnológico. No toma como objeto de reflexión el problema de la forma del valor
fetichista ni la diferencia entre esencia y apariencia capitalista de las fuerzas productivas
microelectrónicas.
En la práctica, el «ingreso básico», no importa en qué forma, sería siempre para el individuo un
volumen muy pequeño para la vida y muy grande para la muerte, o sea que incitaría a las
personas, en última instancia, al «trabajo abstracto» y las engancharía al yugo del mercado. Es
por ello por lo que los propios liberales flirtean con esta concepción, pues todos ellos, a través
de descuentos compensatorios de la renta salarial, quieren podar derechos sociales adquiridos
(jubilación, seguro de desempleo) e imponer una dieta monetaria racionada a los asalariados
que les obligue a aceptar, incluso en edad avanzada, «trabajos» francamente miserables.
Sobre todo, las nociones de economía dual no tienen absolutamente en cuenta la crisis del
sistema productor de mercancías. De manera bastante crédula, presuponen la supervivencia
eterna de la economía de mercado que permanece, desgraciadamente, «heterónoma», y sólo
en razón de ello pueden sugerir, para los diversos sectores de la autonomía, un modo
inofensivo de complemento del sistema de mercado, que equilibra a largo plazo una
estructura «dual» de reproducción. Sin embargo, el asunto cambia completamente de aspecto
cuando no sólo la intención de los sectores que deben ganar autonomía apunta a una crítica y
superación radicales del sistema productor de mercancías, en lugar de a una simple
coexistencia pacífica, sino que también la dinámica del proceso de crisis echa por tierra
cualquier tentativa de pacificación reformista. Como el propio debate es ya un resultado de la
crisis, las controversias sociales y económicas no tolerarán más un apego duradero a las
categorías reales de la forma del valor.
Aquí se utiliza negativamente lo que el ensayista norteamericano Alvin Toffler todavía viera, en
1980, como tendencia positiva del desarrollo. Toffler creó entonces el concepto de
«prosumidor», la mezcla de un productor «hágalo usted mismo» con un consumidor de
mercancías. En un primer momento, de hecho, el propio movimiento de desvinculación
desplazará hacia fuera del sistema productor de mercancías una parte del «consumo
productivo», con el auxilio de los bienes producidos y adquiridos por el mercado. Toffler, sin
duda, ve sólo aquí a los «prosumidores» individuales como a una especie de centauro de las
relaciones económicas, el cual, una vez más, debe representar únicamente un complemento
de la economía de mercado (pensada en su pleno funcionamiento). Sin embargo, en
condiciones de crisis y como un movimiento antimercadológico de formas cooperativas de
reproducción, esa desvinculación con relación al mercado podría adquirir una fuerza social
explosiva. Contra objeciones como las de Hübner o Schäuble, debe decirse que no tenemos, de
todos modos, la intención de asumir responsabilidades por el sistema de mercado y sus
«empleos». Como nuestra vocación es la superación de este sistema, no debemos romper en
lágrimas cuando cada paso de la desvinculación fuerza, al mismo tiempo, la crisis de
reproducción dictada por la forma de la mercancía.
Sin duda, es necesario aclarar exactamente qué esferas van a la cabeza cuando se trata de esa
nueva forma de transformación. La definición teórica de que esta desvinculación tiene que
empezar por el final de la transición entre producción y consumo ofrece sólo un concepto
general que, a su vez, debe ser concretado. De la sección II forma parte también, por ejemplo,
la producción de televisores, y entre las empresas de prestación de servicios se encuentran
asimismo los bancos. Está claro que la desvinculación no puede tener inicio exactamente en
esas esferas. Más bien, el objetivo inicial son los sectores al alcance inmediato de las iniciativas
sociales. La producción de bienes y servicios no debe estar implicada profundamente en la
división capitalista del trabajo. Además, tiene que mantener contacto con la vida cotidiana y
provocar una sensible reestructuración del día a día. Sólo en la medida en que se gane
suficiente terreno socioeconómico y experiencia, desarrollándose un know-how propio, podrá
ampliarse el campo de la reproducción autónoma.
Las iniciativas para sectores desvinculados de la reproducción pueden muy bien ser llamadas
cooperativas, sólo que no se trataría, justamente, de empresas productoras de mercancías,
sino de esferas autónomas, con una identidad social entre producción y consumo. Existe al
menos un ejemplo de semejante proyecto, abandonado por el antiguo movimiento obrero: las
cooperativas de consumo. Hay que observar -y esto muestra, a su vez, la ignorancia de los
marxistas «ortodoxos» y de la izquierda posmoderna- que la simple mención de tal palabra
hace que se les caigan al suelo las anteojeras. No se trata aquí del intento de crear de la nada,
precipitadamente, una nueva sociedad de consumo. Ellas son solamente una entre muchas
posibilidades: una ocasión para probar, en la práctica, la reproducción autónoma. Al principio,
se trata apenas de fundar críticamente, en un ejemplo como éste, la historia de la cuestión de
la desvinculación e iluminar su problemática socioeconómica. Enfocar el tema, desde el
comienzo, como inferior, es completamente disparatado.
En términos económicos, las cooperativas de consumo, que fueron fundadas por el reformista
social y «socialista utópico» Robert Owen, son, originariamente, un paso efectivo hacia la
desvinculación en relación con la forma de la mercancía. De hecho, la intención era eliminar
todo un sector del sistema de mercado para sus integrantes, a saber, el comercio individual. En
su lugar, surgiría la organización autárquica de las compras en el comercio al por mayor. Así,
un momento de reproducción dictado por la forma de la mercancía es sustituido por un
momento de autoorganización no mercantil. Para los activistas del movimiento obrero, que
organizaron estas cooperativas de consumo, se trataba, sin duda, de un efecto secundario
poco notado, pues su horizonte histórico no estaba determinado, mínimamente siquiera, por
la idea de una superación de la producción de mercancías. Sólo les interesaba la reducción de
los costos de las transacciones para los trabajadores y su independencia en relación con
prácticas nada excepcionalmente usurarias de los comerciantes y, sobre todo, con el llamado
«sistema combinado» (coacción para que los trabajadores hiciesen sus compras a precios
exorbitantes, en las tiendas de los respectivos empleadores, siendo, por así decir, doblemente
explotados al recibir, en los hechos, un «salario en especie» empeorado).
Con todo, lo relevante en esa intención de las cooperativas de consumo es que no se trataba
de un «principio», de un altruismo abstracto o algo por el estilo, sino de objetivos sumamente
prácticos de «reducción de los costos» personales y de mejora de lo cotidiano. Este motivo
será también decisivo para un futuro movimiento de desvinculación. La estrategia de
«reducción empresarial de los costos» puede ser perfectamente derrotada por una estrategia
emancipatoria de «reducción de los costos» para la administración doméstica que, de tal
modo, conquista una parcela de independencia al «trabajo abstracto». La fuerza de la
cooperación autónoma, que se diluyó completamente en el mercado y en el Estado, debe ser,
precisamente, redescubierta en el plano de la reproducción diaria y enriquecida con el
potencial de las fuerzas productivas microelectrónicas. El gasto de tiempo con la participación
en autoorganizaciones cooperativas es, con certeza, menor que la ganancia por medio de la
«reducción personal de costos»: basta pensar en el volumen de tiempo y recursos que la
administración doméstica pulverizada en individuos desperdicia en una enormidad de cosas
prosaicas, y esto en beneficio exclusivo de los respectivos «mercados».
Un segundo ejemplo son las cooperativas de construcción habitacional. En esta esfera existe
también una larga historia, que al menos se cruza con el antiguo movimiento obrero y tiene
también relaciones con las demás iniciativas de reforma social. No fue irrelevante, por
ejemplo, el movimiento «ciudad-jardín» que nació en Inglaterra. Aquí, mientras tanto, el
criterio de desvinculación con relación a la producción de mercancías es significativo en
términos económicos: se trata de construir y mantener las casas utilizadas por los propios
integrantes (identidad de productores y consumidores). Claro que también es necesario
comprar productos de firmas de construcción, pero, en comparación con la construcción
comercial, es posible una parcela elevada de actividad comunitaria. Esta parcela podría crecer,
en caso de que la construcción (a semejanza de la esfera microelectrónica) fuera acompañada
por el saber «politécnico» (know-how de arquitectura, manejo de materiales de construcción,
instalación, etc.).
De esta manera (y en alianza impía con la postura defensiva del régimen capitalista), lo que
fracasó no fueron sólo las iniciativas de desvinculación de las cooperativas de consumo y de
construcción; además, el correspondiente potencial de «sociocultura» del antiguo movimiento
obrero permaneció inexplorado desde una perspectiva transformadora. Claro está que no se
trataba de retornar, por ejemplo, a la «cultura de lavandería y comedor público» del antiguo
barrio proletario. Esas formas socioculturales nacieron de la pura necesidad y estaban ligadas
al nivel de las fuerzas productivas de entonces. Sin embargo, se debe recordar que las nuevas
fuerzas productivas fordistas, que sólo se pusieron en pie en Europa después de la Segunda
Guerra Mundial, sofocaron completamente las iniciativas socioculturales con los procesos de
comercialización e individualización abstracta. Incluso las antiguas lavanderías colectivas no
fueron modernizadas -por el contrario, la presión de la oferta capitalista fue capaz de ajustar la
producción fordista de máquinas domésticas a la estructura de los núcleos familiares. De ello
resultó un aumento del trabajo abstracto y del volumen del mercado. Pero la ganancia de
tiempo disponible para los individuos, con el uso socialmente pulverizado y la exigencia de
especialización individual, era mucho menor, en verdad, de lo que estaba presente en el
potencial de desarrollo de las fuerzas productivas.
Lo mismo vale para otros elementos de la sociocultura fracasada de los movimientos obreros.
Las instituciones del movimiento obrero administraban innumerables estructuras logísticas,
como establecimientos de enseñanza, centros de reunión, oficinas, etc. Sin duda, tampoco a
esos establecimientos se les reconoció un valor propio desde una perspectiva histórica. Aquí,
el potencial de la desvinculación socioeconómica no entraba en el campo de visión, como en el
caso de lo que sucedía con las cooperativas. En lugar de ello, tales iniciativas eran
consideradas, exclusivamente, como simples expedientes para el objetivo político-estatal, de
manera que no podían adoptar un desarrollo propio. Muchas veces, fueron sumadas al
patrimonio del partido o al de uno de sus miembros, y se las gestionó comercialmente, con el
fin de obtener recursos para el «fondo de guerra» de la propaganda política. Al menos durante
cierto tiempo, el propio movimiento del 68 abandonó dichos establecimientos, que en parte
degeneraron en microempresas burguesas. Muchos serían puestos en tela de juicio, en el
contexto de un movimiento de desvinculación y superación.
Como complemento, por una parte se impone la empresa proverbialmente miserable de las
cantinas y comedores de las grandes firmas y de los establecimientos de la burocracia estatal,
organizada según los puntos de vista de la racionalidad económico-empresarial, donde la
comida ocupa siempre el último lugar. Por otro, la gastronomía comercial ganó terreno: desde
las cadenas de fast food basadas en salarios bajos, pasando por las empresas familiares con
relaciones internas cercanas a la esclavitud y condiciones de higiene muchas veces dudosas,
hasta los establecimientos posmodernos fundados y administrados por baby-yuppies
salvajemente profesionales, con corte de pelo a lo Hitler, en los cuales las ínfimas porciones se
caracterizan por saciar, como máximo, a un pajarillo. Para los «nuevos pobres», quedan los
donativos de organizaciones caritativas -que entretanto se comercializaron- o las acciones de
párrocos socialmente infernales, que reúnen para los desamparados las sobras abyectas de las
comilonas de lujo. En comparación con esto, el secuestro armado de un rehén debe ser
llamado acción emancipatoria. Y los locales de reunión se encuentran sólidamente en poder de
asociaciones alemanas conservadoras y de aparatos municipales de administración.
Si ya no existe un solo local para la discusión crítica de la sociedad, y es imposible comer entre
amigos sin echar los bofes fuera, surge la cuestión de la plausibilidad, en este sector, de
«clubes» autoorganizados como elementos de una economía desvinculada, en los cuales las
personas tendrían acceso a la prensa internacional (y, quizás, a una biblioteca), harían uso de
anfiteatros para reuniones y podrían comer y beber. En los países anglosajones, incluso en los
Estados Unidos, eso fue, durante mucho tiempo, un momento casi obvio de la vida social,
aunque se haya deshecho con el avance del desarrollo capitalista y nunca haya alcanzado
estratos, zonas o barrios enteros. Lo esencial es no fundar, para un público cualquiera, un
objeto comercial dirigido al lucro, sino que las personas preparen tal establecimiento para sí
mismas, para las propias necesidades. En términos económicos, esto significaría que cada
miembro pagaría, de acuerdo con sus posibilidades, una contribución única y/o periódica, con
lo que se haría provisión entonces de todo aquello que sea preciso, sin que la propia empresa
retorne al mercado -según el modelo, por ejemplo, de las guarderías autoorganizadas, que
constituyen otro ejemplo (y uno de los pocos que nos legó el movimiento del 68). Es
indiferente que para las actividades necesarias, algunos de los miembros sean en parte
mantenidos financieramente; lo que importa es que el todo no se transforme en una empresa
orientada al mercado. Y, obviamente, un establecimiento de esta clase -al revés que una
«empresa» sometida a una racionalidad económico-empresarial- no necesitaría ser mezquina
y podría, inclusive, aceptar a personas acomodadas.
Claro que todo esto no es posible sólo con un puñado de personas. En términos puramente
socioeconómicos, en la Alemania de hoy no impensable que cien personas, por ejemplo,
reúnan 10.000 marcos cada una como punto de partida, lo que ya sería un abultado millón.
También es fácilmente admisible que esos cien desembolsen 100 marcos por mes para una
empresa en funcionamiento (lo que son otros 10.000 marcos) y ya no tuviesen que comprar en
el mercado los servicios correspondientes. Pero la izquierda está tan reducida y tan
desmembrada en infinitas ramificaciones que se combaten entre sí o, en la mejor de las
hipótesis, se ignoran, que parece casi imposible, incluso en ciudades grandes, reunir cien
personas (con familia) para un objetivo semejante -esto por no hablar de los capitalistas
normalizados. Con espanto, se debe reconocer que el capitalismo consiguió, aun en las cosas
más simples, levantar barreras sociopsicológicas casi infranqueables entre los individuos
atomizados -barreras éstas que, en la actualidad, sólo las sectas religiosas, para fines más o
menos oscuros, son capaces de romper.
Los ejemplos dados hasta ahora, que todavía pueden ser ampliados, se entrecruzan en parte,
sin duda, con las concepciones de André Gorz, y éstas, a su vez, con las ideas del
«comunitarismo» anglosajón. No se puede formular la necesaria crítica a tales iniciativas desde
el punto de vista, por ejemplo, del antiguo movimiento obrero, como ocurre eventualmente
por parte de los ortodoxos encarnizados, y, con ello, negar abstractamente los momentos
positivos en Gorz y en el propio «comunitarismo». Pero como ya se mencionó en lo relativo a
una crítica de la economía dual, la idea de desvinculación crítica del valor se halla en un
contexto de crítica social completamente diferente del de Gorz o de la teoría comunitaria, a
pesar de las semejanzas. Esto no se refiere solamente a la cuestión básica de una crítica nueva
y radical, en lugar de un solícito «complemento» al sistema capitalista. Antes bien, son las
esferas autónomas, más allá del mercado y del Estado, las que deben ser el punto de partida
de un movimiento de superación que englobe, en última instancia, toda la reproducción, y no
el punto de llegada de una «autoayuda» meramente marginal.
El problema económico básico consiste en que las actividades esbozadas no estén ligadas
mediante el intercambio de mercancías y la relación monetaria, sino que se cree realmente
una identidad mediada entre productores y consumidores, en una vasta escala. No se trata de
una especialización de tipo económico-empresarial, sino de una división politécnica de
funciones, capaz de alternar las personas -y esto en términos regionales y continentales, pues
no hay por qué no producir, durante algún tiempo, café en América Latina o pastorear cabras
en otra ciudad (lo que sólo funciona, sin duda, cuando el know-how básico se halla difundido
como saber y cuando, al menos en ciertas técnicas, la precisión y la «aptitud» reposan más en
las máquinas programadas que en el adiestramiento personal). Por lo demás, no se trata de un
intercambio de equivalentes abstractos, en una simple forma natural, sino de una pura división
técnico-material de funciones, en la cual sólo importa que, dentro de un contexto funcional,
las cosas necesarias sean producidas en la cantidad y en la calidad necesarias. Esto puede ser
pensado, por un lado, como la división de funciones en el interior de una fábrica, sólo que en
forma ampliada; aquí resuena, sin embargo, la idea marxista de la «fábrica» del conjunto de la
sociedad, aferrada aún, por otra parte, a aquel concepto de «ejércitos del trabajo», que no
trasciende todavía el sistema del «trabajo abstracto». De la misma manera que la relación
externa entre las unidades de reproducción sólo fue pensada como el intercambio natural de
equivalentes abstractos, así también la relación interna sólo se pensó como la forma natural de
la racionalidad empresarial. Sin embargo, cabría reagrupar las divisiones funcionales en un
contexto de identidad entre producción y consumo -contexto éste orientado exclusivamente a
la necesidad de los integrantes. Eso sólo será posible, con certeza, si ya existiera un sistema
amplio y escalonado de reproducción no-mercantil. Durante la época de transición, se puede
imaginar que determinadas producciones serán abastecidas en parte dentro de un contexto
autónomo, en una forma no-mercantil, y en parte también dentro del mercado. Otras formas
son asimismo pensables. De hecho, en este plano termina la posibilidad de definiciones
puramente teóricas y comienza, aunque más allá del rechazo de concreción del antiguo
marxismo, la esfera en la que sólo es posible la práctica social del «learning by doing»
[aprender haciendo], acompañada de un encuadramiento teórico interdisciplinar de
economista, técnicos y organizadores críticos de la sociedad.
Se debe resaltar, una vez más, que los ejemplos citados también pueden ser practicados
aisladamente (y hoy, eso es laudable sobre todo en los puntos que implican una logística
elemental para la propia crítica social teórica), pero que al principio no se puede alcanzar un
efecto social por medio de la progresiva universalización de ejemplos prácticos aislados. Esta
sería la idea antigua y, en el mal sentido, utópica. En realidad, el objetivo tiene que ser
elaborar un tipo de programa o esbozo de una respuesta a la inevitable pregunta de un nuevo
movimiento social: ¿qué hacer- Y eso a pesar, o justamente a causa, de la actual calma social
bajo el cielo plomizo del neoliberalismo.
Como es sabido, los movimientos sociales no pueden ser sacados de la galera por los teóricos;
en realidad, se desarrollan espontáneamente, aunque no, por supuesto, sin cierto impulso
inicial o sin la actividad voluntaria de ciertas personas. Sin embargo, no se puede determinar
dónde, por quiénes y de qué manera tales movimientos tendrán comienzo. Lo esencial,
mientras tanto, es que las ideas para una praxis revolucionaria sólo pueden ganar contorno
social a través de un movimiento social. Sólo cuando muchas personas, al mismo tiempo y en
muchos lugares, empiezan a «huir del modelo», puesto que ya no quieren ni pueden vivir
como vivieron hasta ahora, nace la posibilidad teórica de una praxis social.
Por otro lado, sin embargo, la concreción teórica de la cuestión de la superación no está
vinculada directamente a la existencia de un movimiento de masas. Si partimos precisamente
del hecho de que en el futuro ninguna de las cuestiones de la transformación será formulada
ya bajo los supuestos de una sociedad capitalista del bienestar y de los ganadores del mercado
mundial, sino por medio de graves sacudidas económicas, sociales y (pos)políticas, entonces se
vuelve más urgente aún que se concrete teóricamente el problema de una superación del
sistema productor de mercancías y se desarrolle un debate sobre el asunto. En este sentido, la
objeción levantada por los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa» y de las izquierdas
posmodernas de que la crítica radical del valor, con el concepto de «desvinculación» y sus
implicaciones, se dedicaría súbitamente a una «praxis» inferior y obtusa, no es sólo insensata
-pues considera erróneamente la temática de la cuestión de la superación en su falsa
inmediatez-, sino también groseramente negligente, ya que implica una postura que no cuenta
con las conmociones sociales y, en el mejor de los casos, degrada la crítica del valor a un hobby
posmoderno e infraacadémico.
La crisis histórica que se extiende por el mundo y sus consecuencias sociales destructivas nos
impone también, desde un punto de vista abarcador, la cuestión de una garantía de las
necesidades básicas para todos. Y, de hecho, todos los ejemplos citados, desde las
asociaciones de consumo, pasando por las cooperativas de construcción hasta los clubes, los
centros de reunión o las guarderías, se refieren a necesidades básicas materiales, sociales o
culturales. Se podrían sumar aun sectores como los de la producción de alimentos, ropa,
muebles y electrodomésticos, de bienes culturales, de suministro de energía (solar), parte de
la infraestructura, enseñanza técnica, servicios sociales, etc. Es ridículo imputar a esta
problemática una opción reduccionista por la «subsistencia», en el sentido de una disminución
del nivel de necesidad. Al contrario, el objetivo es precisamente no sólo afirmar contra la crisis
del sistema capitalista un nivel elevado de necesidades por medio de sectores autónomos, sino
también superar las restricciones insensatas del mercado, que exigen un enorme despilfarro
de tiempo y placer a través de la individualización económica abstracta.
En otro plano, ha de preguntarse qué son, en verdad, la riqueza y el lujo. Junto con el «trabajo
abstracto» y su fruto histórico, la estructura capitalista del valor de uso, se debe criticar
también el concepto de riqueza y lujo capitalistas. Sólo la idea de que la opción por las
necesidades básicas podría ser una opción por la pobreza de necesidades ya es reveladora.
Inconscientemente, se concede así que las propias necesidades básicas en el capitalismo se
volvieron, de hecho, pobres. El lujo capitalista, en la cultura de masas (y más que nunca en la
variante posmoderna), se refiere sobre todo a cosas secundarias. La posesión orgullosa de un
celular o una semana de vacaciones en el Caribe (una ofensa cultural no solamente para el
Caribe, sino para cualquier paisaje de este mundo), con lo que las personas creen estar, en
términos consumistas, en el ápice de las fuerzas productivas, sólo disimulan el hecho de que la
ampliación de la riqueza secundaria fue seguida, históricamente, por una ampliación
complementaria de la pobreza primaria.
Desde que las personas comenzaron, por ejemplo, a levantar casas de piedra, el material fue
extraído de las canteras que, de lo contrario, permanecían inactivas. Lo mismo puede valer
para un contexto de cooperativas autónomas, y también para oficinas y medios de producción.
A la inversa, una cantera en cuanto empresa capitalista -en su condición de robot empresarial
económicamente atomizado- partirá el máximo posible de piedra y será particularmente
«exitosa» si toda la región fuese transformada, en poco tiempo, en un paisaje lunar. A su vez,
durante una «crisis económica» (sólo el concepto ya indica el carácter irracional de la forma de
reproducción), cuando la extracción de piedras deja de ser «rentable» en términos
empresariales, la empresa es «cerrada», y se le pone un cartel con las palabras «Prohibida la
entrada», aunque la población tenga que vivir en tiendas o en cavernas.
Es necesario, por tanto, establecer una diferencia fundamental entre la racionalidad absurda
de las empresas y una ponderación de la relación costo-beneficio en lo referente al tiempo, a
los recursos, etc., en una producción para las necesidades concretas. Los criterios
empresariales internalizados, que se manifiestan en una falsa obviedad, tienen que ser
conscientemente superados y desenmascarados en su absurdo (ésa es, por así decir, una tarea
propiamente analítica o hasta «propagandística»). Si comparamos el gasto personal de los
miembros de una cooperativa con las ofertas del mercado y el correspondiente gasto
necesario de «trabajo abstracto», la reproducción autónoma, en muchos casos, será
perfectamente «capaz de competencia» en términos sociales. Lógicamente, eso no se aplica a
todas las esferas, y con toda evidencia no a la producción de materias primas. Fue absurdo,
por ejemplo, que en la campaña china del llamado «gran salto hacia adelante», bajo Mao Tsé-
tung, se fundiese el acero en hornos de huertas o jardines. No se trataba, entretanto, de una
iniciativa de los participantes para satisfacer las propias necesidades previamente discutidas,
sino de una campaña estatal (naturalmente fracasada) «desde arriba», con vistas al
crecimiento de la grandeza abstracta de la «producción de acero», una de las categorías de la
economía política.
La alternativa socioeconómica debe guardar una relación plausible con los gastos. Pero la
"autoexplotación» de las primeras empresas alternativas no se dio por una simple incapacidad
técnica o de organización, sino, realmente, por la producción orientada al mercado y por la
implicación en la forma capitalista de la división del trabajo. En una identidad inmediata o
institucionalmene mediada entre productores y consumidores, por el contrario, la cuestión del
gasto de tiempo se puede manejar flexiblemente. Si, en un contexto autónomo, la persona
gasta diez horas para producir algo que, con el «trabajo abstracto» mediado por la forma de la
mercancía, se obtiene en diez minutos, la disparidad sería naturalmente muy grande como
para que esta esfera fuese la primera en ser restaurada. Aquí, la desvinculación de la forma de
la mercancía sólo podría ser alcanzada con un grado mucho más alto de interrelación.
Completamente diferente es el caso de una disparidad, digamos, de una o dos horas. Pues la
cantidad abstracta de tiempo, que ya constituye un producto del capitalismo (cfr. el artículo de
Gaston Valdivia en este número de Krisis, «Tiempo y dinero, dinero y tiempo. De la producción
del tiempo a su desconstrucción por la economía de mercado»), no puede ser de modo alguno
el único criterio. Es una experiencia palpable que una hora de «trabajo abstracto» puede ser
experimentada como una eternidad en comparación con dos horas de actividad en un
contexto social satisfactorio.
En varios otros aspectos, aún, el cálculo de recursos de una reproducción autónoma tiene que
diferenciarse de la racionalidad empresarial. Si, por ejemplo, la producción de frutas y
legumbres para el mercado sólo se muestra, como todo lo indica, inigualablemente barata
porque los productos son cultivados según normas de acondicionamiento, expuestos a
radiación atómica y almacenados durante meses en frío bajo gases, llegando así a rozar la
insipidez, o porque toda una región natural es contaminada y los ríos lo son al punto de que no
es recomendable bañarse en ellos, o aun porque asalariados miserables tienen que exponerse,
sin protección, a pesticidas y herbicidas como si se tratara de ataques con gas de combate...
entonces no es aceptable de ninguna manera adoptar la imposición de ese cálculo capitalista.
Y esto vale también para el resto de las cosas. Una desvinculación relativa a la producción de
mercancías significa descender inexorablemente hasta las raíces, a partir de la autorreflexión,
para determinar todas las condiciones materiales y sociales de la vida, desvinculando así el
cálculo necesario del gasto de tiempo y recursos del cálculo capitalista del tiempo abstracto.
En el aspecto general, ello traerá una gran ganancia de tiempo disponible y, en el particular,
grandes modificaciones del cálculo, tan pronto se hagan a un lado las lentes deformantes de la
economía empresarial.
Existen razones más que suficientes para que sean posibles y necesarias una antieconomía
desvinculada de la producción de mercancías y la constitución de sectores autónomos, y para
que aquélla, la antieconomía, deba empezar en los puntos de llegada de la transición de la
producción al consumo y también en el plano de las necesidades básicas. Lo esencial, en
primer lugar, es que a eso esté vinculada, a través de la superación de lo cotidiano socialmente
desgarrado y de la «reducción de costos» personal, una ganancia de tiempo disponible y de
satisfacción para los individuos; en segundo lugar, que pueda ser ganado un momento de
autonomía e independencia de las imposiciones del capitalismo; y, en tercer lugar, que se
desarrollen un know-how y una experiencia para una superación abarcadora del sistema
productor de mercancías en toda la sociedad. Esta desvinculación es calificada como
antieconómica, pues el concepto de economía, en la historia de la modernización, fue
establecido por las formas jerárquicas de la socialización capitalista.
Sería un error, sin embargo, imaginar el proceso en general desde una perspectiva
evolucionista. Esta será, probablemente, la crítica del lector marxista o posmodernista de mala
voluntad, para quien «la dirección como un todo no es conforme». Este lector se complace en
el olvido, especialmente con relación a argumentos indeseables, y así probablemente ya habrá
olvidado que el problema no se sitúa en el contexto de una quimera cualquiera, sino en el de
una existente crisis mundial del sistema productor de mercancías, que lo alcanzará también a
él, si es que no lo ha hecho ya. Del mismo modo que la desvinculación, como praxis social, es
imposible a través de la progresiva generalización de ejemplos aislados, sino sólo mediante un
movimiento social, tampoco podrá arrastrarse evolutivamente, con total tranquilidad, de
sector en sector, a través del sistema de reproducción social. El hecho de que la dirección del
«despliegue» sea contraria al programa del marxismo del movimiento obrero, o sea, que no
vaya desde las industrias de materias primas hasta la producción de bienes de consumo, sino a
la inversa, nada dice sobre la velocidad histórica del proceso.
Aquí se funda también una diferencia esencial en la cuestión de la «forma embrionaria» entre
la transformación protocapitalista y una poscapitalista. La dinámica de la crisis capitalista
reduce dramáticamente el horizonte temporal de la transición. Ante nosotros, no se extienden
siglos de un desarrollo evolutivo que, en un futuro distante, alcanza un ápice «político-
revolucionario», sino, realmente, una transición que durará, como máximo, a través de un
terremoto de la sociedad mundial, algunas décadas, en las cuales se decidirá todo, sin que el
giro total pueda asumir, sin embargo, la forma de una «revolución política». La «forma
embrionaria» de la moderna producción de mercancías tiene, por tanto, un valor
completamente diferente de la «forma embrionaria» de la moderna producción de
mercancías, en la época de la prehistoria de la burguesía. Ella es un fermento necesario para
romper la estupidez empresarial y estabilizar, en términos reproductivos, un movimiento social
de superación -aunque no sea un «embrión» en el sentido de la metáfora biológica.
Por eso, una teoría y análisis de la desvinculación tiene que ser, al mismo tiempo, no sólo una
teoría y análisis de la crisis, sino que además debe estar acompañada de un debate
planificador de toda la sociedad. La teoría de la planificación puede anteponerse al
movimiento de desvinculación, pues éste, probablemente, se verá obligado a organizar la
transformación no en pequeños pasos, sino en grandes arrancadas. Teóricamente, esta
transformación se debe desdoblar tanto en la perspectiva de la identidad inmediata como en
la de la identidad mediada -por un lado, el problema de la desvinculación directa de las
necesidades básicas y, por otro, el problema del escalonamiento social de la reproducción no-
mercantil. Para ello, es necesario elaborar un debate histórico sobre la planificación, y de ello
estamos aún muy distantes. Sólo la unidad entre teoría de la crisis, teoría de la desvinculación
y teoría de la planificación puede desarrollar una coherente imagen conceptual antieconómica.
Y no es por azar, sin duda, que hoy los antiguos marxistas, los representantes de la Teoría
Crítica «ortodoxa» y la izquierda posmoderna no vean ningún interés precisamente en estos
tres aspectos teóricos, y prefieran reprimirlos o hacerlos a un lado.
Con todo, es de notar que tales nexos cooperativos, observables en todo el mundo, se han
convertido ya en objeto de la literatura sociológica y son conocidos bajo el concepto de «tercer
sector» (cfr. el minucioso artículo de Volker Hildebrandt en este número de Krisis, «El tercer
sector. Maneras de salir de la sociedad del trabajo»). Lo interesante de esto es que se ha
creado, involuntariamente, un concepto opuesto al de «sector terciario», hasta ahora un
atributo del mercado. Si el «sector terciario», en la teoría económica, expresa todas las esferas
de «servicios» que no forman parte de la sección I ni de la seción II, aunque sean integrantes
de la reproducción capitalista, el «tercer sector», a su vez, indica la actividad de iniciativas que
no son comerciales ni estatales, y a las cuales se dio la sigla de ONGs (organizaciones no-
gubernamentales) u ONLs (organizaciones no-lucrativas).
Sería totalmente erróneo considerar a este «tercer sector», en su configuración actual, como
la forma embrionaria de una reproducción emancipatoria y no-mercantil. En general, las
actuales formas de organización y conciencia de esta esfera están muy lejos de ello, aparte de
que no ha adoptado, en la mayoría de los casos, el carácter de un gran movimiento social. Con
todo, es sumamente sospechoso el hecho de que los representantes del marxismo «ortodoxo»
o de la Teoría Crítica, así como de las izquierdas posmodernas, no critiquen activamente la
iniciativa del «tercer sector», sino de forma defensiva y pasiva: ellos no quieren
comprometerse, como si se tratase de un tipo de monstruosidad de la teoría. Detrás de esta
postura ilegítima, está el marxismo no elaborado y reprimido del movimiento obrero, cuyas
categorías se hacen aún presentes. Y, en tales condiciones, se prefiere perseverar en el gesto
altivo y olímpico del sabio, sin mancharse con los conceptos de una realidad modificada.
Sin embargo, para una nueva teoría emancipatoria es necesario intervenir críticamente en el
debate sobre el «tercer sector», radicalizarlo y unirlo a la perspectiva de una superación del
sistema productor de mercancías. De esto consta no sólo la discusión con las concepciones
neo-pequeño-burguesas o neorreformistas y su mediación con la teoría de la crisis, sino
también la reflexión histórica y la superación crítica del marxismo del movimiento obrero,
junto a sus anticuadas categorías sobre la transformación. En lugar de insistir en usar, de
manera irreflexiva e ignorante, los conceptos ciegos e imprecisos de «socialismo», «revolución
mundial», «eliminación de la propiedad privada de los medios de producción», etc., como si
nada hubiese ocurrido, castigando con ellos los oídos de los activistas (por lo general no
socializados bajo el signo del marxismo) de las iniciativas nuevas aunque aún no cristalizadas,
sería mejor, en la redefinición de una «sociedad de transición» con contenidos y formas
fundamentalmente alterados, dar respuestas a lo que el movimiento obrero, dentro de un
horizonte de comprensión histórica reducido, fue a su modo incapaz de responder.
No podemos olvidar cuán difícil fue la mediación del «marxismo», como teoría critica, con
todas las demás formas del movimiento social radical de los asalariados en la antigua
constelación histórica (hoy ya acabada) desde mediados del siglo XIX. Y tampoco podemos
olvidar cuán fructífero, en ese contexto, fue el debate sobre las «transiciones», sobre las
«aproximación» a la revolución social. No es por casualidad que lo que queda de la
«ortodoxia» y de la izquierda posmoderna no haya levantado el problema de la mediación
entre la crítica radical y las iniciativas socioeconómicas, al principio poco radicales, ni haya
siquiera pensado en la cuestión de una «transición» bajo las nuevas condiciones históricas.
Una y otra ya no pueden alegar seriamente las antiguas concreciones, pero tampoco quieren
desarrollar otras nuevas, pues ello llevaría a que rompieran con su paradigma teórico. Por eso,
operan solamente con el estuche vacío de las palabras del pasado, que son empleadas con
cierta vergüenza y sólo en raras ocasiones, como la vajilla familiar ya pasada de moda que se
extrae de la paz de un arcón.
Por el contrario, el debate sobre una nueva teoría de la transformación social, que desarrolle
el paradigma de una desvinculación con relación a la producción de mercancías, tendrá que
encontrar sus propias mediaciones sociales. Esto incluye también una nueva relación con los
conflictos sociales inmanentes al sistema, que, en el período de crisis y transición, tendrán una
larga supervivencia. Está claro que las exigencias socioestatales y de salario mínimo, que en
todas partes guardan un carácter defensivo en épocas de crisis, ya no podrán, a diferencia de
la antigua constelación, ser el motor decisivo de la transformación, precisamente porque la
trascendencia del sistema ya no conduce a un nuevo grado de desarrollo del sistema productor
de mercancías, sino que más bien rompe con la propia forma de la mercancía. Las luchas por
reivindicaciones sobre la base del «trabajo abstracto», por tanto, sólo pueden ser modelos de
cierto «espacio de salida». Eso no significa, sin embargo, que no sean relevantes. Una de las
debilidades del actual movimiento alternativo y de las iniciativas del «tercer sector» es que son
incapaces de vincularse a las luchas en el interior del trabajo asalariado; por lo general, «ponen
a un lado» simplemente ese contexto, descuidando los problemas sociales de la mayoría, y se
enclaustran en su propia estupidez microeconómica.
El antiguo radicalismo de izquierda, incapaz de pensar algo más allá de la forma del valor,
imaginó poder inflamar las luchas por salarios y condiciones de trabajo a través de un aumento
simplemente cuantitativo, hasta la «revolución». Ese cálculo, sin embargo, fue hecho sin el
conocimiento de los interesados. En realidad, los asalariados, que se mantenían cautivos de las
formas del fetichismo (fetiche de la mercancía, fetiche del dinero, fetiche del salario) y
buscaban su bienestar sólo dentro de estas formas, tenían plena conciencia, por supuesto, de
que estarían obligados a respetar las modalidades y los límites del sistema del que eran parte y
del que obtenían las gratificaciones en la única forma que les parecía posible. Por eso, después
del inicio, los sindicatos no fundamentaron sus exigencias en que éstas eran deseables o
necesarias para la vida, sino en que eran inmanentes al sistema y compatibles con las leyes de
la forma del valor. Bajo las condiciones de la crisis y de la competencia exasperada en el
mercado mundial, esto conduce necesariamente al compromiso de los asalariados y sus
sindicatos con la «situación» y con la supervivencia del sistema.
En alta mar, cuando no se tiene otro barco, todos estarán dispuestos, aun bajo las condiciones
más adversas, a someterse al destino y harán cualquier cosa para que el barco permanezca
intacto. Pero si se encuentra ya disponible otro barco, hacia el cual, de una manera u otra,
todos quieren trasladarse, entonces es posible, con total tranquilidad, prender fuego al
antiguo y colgar al enloquecido capitán Ahab del palo mayor. En la medida en que otra
reproducción sólo existe en la imaginación y aquélla, a su vez, permanece limitada a la propia
normalidad de la antigua forma, será imposible una radicalidad en el interior de la forma.
Irónicamente, la lucha social basada en el trabajo asalariado y en el Estado social sólo puede
ser agudizada cuando el objetivo ya no es el salario en dinero. Únicamente cuando sectores de
una reproducción autónoma sean palpables, será posible impulsar una batalla social
inmanente al sistema de un modo totalmente incondicionado y nihilista con relación al destino
de la famosa economía de mercado.
La lucha por un fondo de tiempo social autónomo se corresponde con una exigencia de
recursos materiales y «naturales». Uno de los aspectos de la desvinculación es, con certeza, la
adquisición colectiva y autofinanciada de medios de producción, en el sentido más amplio:
antes de que el antiguo marxista comience a suspirar, tendrá que recordar que el patriarca Karl
Marx consideraba posible la «compra total» del capital inglés por la «clase trabajadora»
inglesa asociada. Lo que es pensable en gran escala, también es posible en escala reducida. Sin
embargo, este procedimiento, obviamente, no basta para nosotros. Además, es preciso exigir
del Estado y del capital recursos directos como tierras, edificios y medios de producción para la
utilización libre y autónoma, sobre todo cuando hoy, en medio de la crisis, recursos de todo
tipo permanecen inactivos. El movimiento de los centros de juventud y de ocupación de casas
en Alemania Occidental, como también el movimiento de ocupación de tierras en
innumerables partes del Tercer Mundo, ya afirmaron embrionariamente tales exigencias, a
partir de motivos completamente diversos. No es de sorprender que, hasta ahora, dichos
movimientos no hayan actuado en la perspectiva de una superación del sistema productor de
mercancías. Pero esto puede cambiar, a medida que esa perspectiva sea trabajada y las
opciones de la economía de mercado se revelen, al mismo tiempo, como ilusiones.
Con esto, vemos que podría haber un camino para ligar en red -sea por el contenido, sea por la
organización- las exigencias o los conflictos inmanentes al sistema y un movimiento de
desvinculación o de superación. Esta será, en correspondencia con el estadio de desarrollo de
las fuerzas productivas microelectrónicas, la forma de organización futura de la crítica radical
de la sociedad: en vez del dualismo entre «partido y sindicato», con un principio
correspondiente de organización estático, jerárquico y autoritario, a imagen de la relación
mantenida con el Estado y el mercado, surgirá la forma flexible (y además difícilmente
sujetable o «cohibible») de un movimiento ligado en red de diversas iniciativas, en diversos
planos.
Para eso, todos los planos de la crítica tienen que ser colmados, aunque con otros objetivos y
contenidos. Un movimiento de desvinculación no puede limitarse a la problemática
antieconómica de la reproducción (aquello que, en la terminología antigua, habría sido la
«lucha económica»). Antipolítica significa observar y adoptar, en términos prácticos, todos los
fenómenos sociales: desde el desarrollo cultural hasta el racismo, desde la producción
burguesa hasta la crisis de los Estados nacionales y de las instituciones internacionales. Y, en
un plano básico, la relación entre los sexos es un hecho «antipolítico». El blanco de estas
intervenciones ya no consiste en «traducir» los intereses mercantiles y monetarios al sistema
político, sino en demostrar en todos los planos que el sistema productor de mercancías de la
modernidad, a la par que sus instituciones políticas, llegó históricamente a su fin y que es
capaz de arruinar la vida humana, debiendo, por tanto, ser sustituido.
En la estela de este nuevo procedimiento, tal vez sea posible aprovechar, de una forma
alterada, ciertas ideas de los obreristas y sobre todo de los situacionistas. El concepto obrerista
de «investigación» se restringe, sociologísticamente, a un tipo de «sociología práctica» (como
el tema de la «composición de clase» y de sus mutaciones), y por ello, tendría que ser
reformulado como una «crítica práctica del valor». El tema situacionista de una investigación
del terreno socioeconómico de ciudades, regiones y «campos» de reproducción sociocultural
apunta en ese sentido. Se puede pensar en «campos» como el de la producción de alimentos y
su historia capitalista, el sistema de movilidad («producción de automóviles»), la arquitectura,
la construcción de viviendas y ciudades, etc. Sería estimulante y quizás hasta divertido
investigar sistemáticamente la estructura material de la reproducción y del valor de uso de la
relación capitalista, desvelándola críticamente. Este procedimiento podría estar acompañado
por las campañas contra la ideología y la cultura del «trabajo», que predominan en las
sociedades occidentales desde el protestantismo y que hoy se extienden a todo el mundo. La
crítica y el análisis teóricos de la forma del valor, del «trabajo abstracto» y de la crisis podría,
con ello, encerrar un vasto campo de actividades antipolíticas, que acompañaría y prepararía el
proceso socioeconómico de la desvinculación.
Como movimiento de negación, es también una red social que, en su intención, tiene que ser
sobre todo transnacional. Se puede comparar semejante estructura, por ejemplo, con la red
(informal) de ultramar de los emigrantes chinos o con las redes transnacionales de sectas
religiosas, sólo que el contenido sería completamente distinto y emancipatorio. Cualquier
miembro de ese movimiento en red tendría que poder moverse por todo el mundo, en
beneficio de ese impulso de negación, y siempre «estar en casa» donde esa red se ramificase.
El teórico de la administración John Naisbitt (Hong-Kong) considera las redes análogas de los
chinos de ultramar como el modelo de organización del siglo XXI, que vendrá a sustituir al
Estado nacional. En el contexto del sistema productor de mercancías, que Naisbitt ni siquiera
en sueños desea abandonar, esa forma de organización, no obstante, fracasará o asumirá
rasgos bárbaros. En el sentido de un movimiento de desvinculación y superación, sin embargo,
se puede hablar, efectivamente, de un modelo de organización semejante del futuro.
¿Y la cuestión del poder? El marxismo del movimiento obrero estaba, por naturaleza, fijado a
este tema, ya que, en su visión, éste vendría a sustituir la superación de la producción de
mercancías. Si existe algo que un movimiento crítico del valor puede aprovechar de las ideas
posmodernas, ello sólo puede ser el rechazo de la cuestión del poder en el sentido antiguo y
positivo -como estrategia de la llamada toma del poder. El poder es una forma fenoménica del
fetichismo. En este sentido, se debe criticar a la propia Hannah Arendt, que ontologizó el
concepto de poder y lo presentó como un simple momento de la sociabilidad, ya que ella
nunca se adentró en un análisis y crítica de la forma del fetiche. No es por azar que teóricos
liberales y marxistas, indistintamente, fracasen en esta cuestión.
El poder existe, obviamente, porque el fetichismo todavía existe y estructura la crisis histórica.
Sin embargo, el objetivo emancipatorio ya no puede ser conquistar el poder, sino tan sólo
desapoderar el poder, que coincide con la superación de la forma de la mercancía. Por
supuesto, sería ingenuo suponer que el poder dejará desapoderarse sin conflictos. El
capitalismo no saldrá de escena sin aviso previo, como su derivado, el socialismo de Estado.
Por eso, una relación negativa con el poder no significa un rechazo a ejercer presión para
alcanzar los objetivos propios. Un pacifismo abstracto es tan descabellado como una amenaza
de intervención militar. La violencia está siempre al acecho en la constitución fetichista, y, en la
crisis, más que nunca. No me refiero solamente a la violencia estatal, sino también a la
violencia de bandas criminales y de los productos de la fragmentación del Estado, como, por
ejemplo, los salvajes aparatos de «seguridad», que ya no respetan ni a los ciudadanos
honestos y exigen una especie de tarifa de pillaje. Pero sería erróneo concentrar el problema
de la desapoderación del poder a través de la camisa de fuerza de la cuestión de la violencia.
Como un movimiento crítico del valor o de desvinculación y superación ya no puede, por las
razones citadas, centrarse en la empresa o simplemente emular, en términos de organización,
la estructura capitalista de reproducción, tendrá que inventar otro medio de presión de lucha
social. Éste surge, casi por sí mismo, de la estructura en red y del trato con las fuerzas
productivas microelectrónicas, que, de hecho, juntamente con la ecología, fueron las primeras
en definir el concepto de red. Un movimiento social de emancipación no se moverá en
estructuras cibernéticas, pues el contexto de una red social sólo puede ser construido sobre la
comunicación consciente y la decisión libre, pero no sobre un código inconsciente. Sin
embargo, con el nuevo pensamiento de las nuevas fuerzas productivas, el propio capitalismo,
especialmente en su configuración microelectrónica, puede ser concebido y atacado como un
código cibernético fetichista. El medio social de lucha del futuro será, por tanto, la subversión
cibernética, que puede imponer las exigencias legítimas incluso sin el respaldo de la legalidad
oficial (en cierto modo, de forma análoga a la historia de la huelga).