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HOGAR

CRISTIANO

1. La familia: célula básica de la sociedad


La familia es la célula básica de la sociedad en la que se sostienen o se
derrumban todas sus estructuras. El menosprecio de la familia ha llevado a
sistemas ideológicos y políticos totalitarios a lo largo de la historia a la deca-
dencia, la degradación y el colapso. En otras palabras, está más que demos-
trado que ninguna institución estatal podrá nunca reemplazar eficazmente
a la familia. La importancia y el papel fundamental que ésta desempeña en la
sociedad radica en su función institucional como el primer y principal agente
socializador para todos y cada uno de los individuos. La humanidad entera
procede de una familia, la de nuestros primeros padres Adán y Eva. Una fami-
lia que, por causa de la caída en pecado, se transformó pronto en una familia
disfuncional con todas las nefastas consecuencias que esto acarreó para el
género humano desde entonces hasta hoy.
De hecho, el carácter ético de una sociedad no es en esencia más que el
reflejo y la sumatoria del carácter ético de las familias que la conforman.
Dios se encarnó como hombre en la historia en la persona de Jesucristo
en el contexto de una familia muy funcional, si bien no perfecta, y nos brinda
así un modelo de referencia que nos permite corregir y ajustar el perfil de
nuestras familias al perfil bíblico ilustrado por Cristo y sistematizado por los
apóstoles en las epístolas del Nuevo Testamento.
El Antiguo Testamento asigna a la familia una gran relevancia ubicándola en la
base de la estructura social de la nación de Israel que, partiendo del individuo,
pasa en primer lugar por la familia, continuando con el clan (algo similar a lo
que hoy llamaríamos parentela o “familia extensa”), la tribu y la nación. La
transmisión de muchas conductas pecaminosas específicas especialmente
destructivas también se da en el contexto de la familia, en lo que la teología ya
designa como “maldiciones” o “ataduras” generacionales (ver la ampliación
más detallada de este concepto en el numeral 2.3), cuyo fundamento bíblico
se encuentra en el segundo mandamiento del decálogo (Éxo. 20:4-6), dando
lugar a la noción de responsabilidad colectiva que se ampliará con más detalle
en la materia de Teología Social.
Asimismo, en esta porción de las Escrituras también puede verse que la fide-
lidad de Dios con el individuo tiene que ver en gran medida con la fideli-
dad de Dios a sus ancestros o antepasados en grado directo de consan-
guinidad y el cumplimiento de las promesas divinas hechas a las gene-
raciones pasadas. No en vano Dios se presenta reiteradamente a Israel co-
mo el Dios de sus antepasados Abraham, Isaac y Jacob, afirmando en mu-
chos casos que es su fidelidad a la Alianza suscrita con ellos la que lo lleva a
no abandonar ni a desechar a Israel a pesar de que es lo que merecerían.

1
Vemos de nuevo que los vínculos consanguíneos en el contexto de la familia
son en gran medida determinantes.
Por lo anterior, lograr ajustar nuestras propias familias al modelo ideal
provisto en la Palabra de Dios reporta beneficios no solo a las genera-
ciones presentes sino a las generaciones futuras. Tanto así que la conver-
sión auténtica a Cristo de una persona en la familia puede llegar a ser el punto
de quiebre que renueva la esperanza y modifica favorable y luminosamente el
futuro de las posteriores generaciones de esa misma familia que de otro modo
habría sido sombrío y hasta vergonzoso.
William Raspberry lo expresó de este modo: “Lo bien o lo mal que nos vaya en
la vida no está determinado tan sólo por nuestros dones y fortaleza de
espíritu, sino también por nuestro ambiente social, nuestras relaciones, las de
nuestra familia y, de manera fundamental, por cómo les haya ido a nuestros
padres. La vida es una carrera de relevos. Cuenta mucho cuanta ventaja lleva
el co- rredor anterior en el momento de entregarnos la estafeta”. Así, la mejor
ven- taja estratégica que podemos otorgar a nuestros hijos y familias en
esta “carrera de relevos” que es la vida misma, es reconciliarnos con
Dios mediante la fe en Jesucristo resolviendo así la culpa, al tiempo que
comen- zamos a revertir también favorablemente las consecuencias negativas
que haya podido tener en nuestra vida el pecado de nuestros antepasados,
rom- piendo cualquier sino trágico y vergonzoso que se cierna sobre nosotros
des- de el pasado.
De igual modo y en sentido positivo, debemos transmitirles esta fe a nues-
tras futuras generaciones, con la cual puedan enfrentarse con ventaja a los
dilemas y decisiones que su propia vida les depare, dejándoles como legado
añadido las bendiciones temporales que esa fe nos haya traído a nosotros
mismos en virtud de nuestra obediencia al Señor. No en vano Manero decía
que: “La verdadera educación de un hombre comienza varias generaciones
atrás”.
Cuenta mucho, entonces, la distancia que nosotros ya hayamos recorrido con
Dios cuando entregamos la estafeta o testimonio a la generación que viene a
hacer el relevo en su momento, así ellos también tengan de nuevo que efec-
tuar su propio recorrido asumiendo su propia responsabilidad para con la si-
guiente generación. Responsabilidad descrita de este modo en el Deuterono-
mio de manera sucinta: “Grábate en el corazón estas palabras que hoy te
mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos... ” (Dt. 6:6-9).
El poder determinante de la familia para moldear a los individuos para
bien o para mal está, pues, de sobra documentado en las Escrituras, en
la historia, en la vida y en la experiencia actual de nuestras sociedades.
El propósito central de esta materia es, entonces, considerar de manera metó-
dica las pautas reveladas por Dios para ajustar, corregir, conformar y consoli-
dar a nuestras familias dentro del modelo que la Biblia nos brinda para ella, de
modo que podamos trabajar para hacer de ellas verdaderos hogares cristia-
nos.
1.1. Familias disfuncionales
El término “disfuncional” hace referencia a aquello que funciona de mane-
ra defectuosa o que no funciona como podría y debería hacerlo. Nuestra
sociedad actual adolece de un elevado grado de disfuncionalidad en
las familias que la constituyen, amenazando con convertir lo que en
principio eran casos de excepción en lo que está llegando a ser cada vez
más los casos típicos y hasta normativos para muchos.
La soltería crece en los países occidentales de manera preocupante, no
sólo por favorecer la proliferación de las prácticas pecaminosas, aberran-
tes y supuestamente “libres” de la sexualidad, sino también por el poten-
cial que tiene de afectar el necesario relevo generacional que preserve los
valores cristianos en la familia.
Por otro lado, la unión libre es cada vez más aceptada y generalizada,
trayendo consigo una disfunción que no tiene que ver únicamente con me-
ras desventajas sobre el papel relacionadas con los aspectos jurídicos y
legales de la unión, sino con el temor y la falta de compromiso y respon-
sabilidad más o menos consciente que subyace como motivación de fondo
en toda unión libre.
Por cuenta de estas tendencias (la soltería) y disfunciones (la unión libre),
unidas además al creciente número de divorcios, la familia disfuncional
que cuenta con un solo padre está también aumentando, con el agravante
de que el mayor número de ellas está constituido por abandonadas, des-
protegidas y vulnerables mujeres cabeza de hogar o madres solteras in-
distintamente que deben salir a trabajar de forma precaria para traer el
sustento a su hogar, descuidando de manera necesaria su tradicional y
crucial papel formativo en la crianza de sus hijos.
Quienes se unen nuevamente, así sea dentro del vínculo matrimonial,
deben afrontar nuevas situaciones tales como la probabilidad de tener
que traer a la nueva unión a los hijos de las uniones anteriores con todas
las problemáticas que esto genera en la crianza de lo que algunos ya de-
signan como “los míos, los tuyos y los nuestros”, no solo con los hijos así
designados, sino con sus respectivos progenitores que deberían hallarse
al margen de la nueva relación pero que, por cuenta de esta situación, se
ven involucrados en ellas, no siempre de la manera más conveniente.
Como si lo anterior fuera poco, los desarrollos científicos en el campo
de la biología y la genética han dado lugar a familias que son un pro-
ducto de controvertidos avances tecnológicos tales como: fecundación
in vitro, vientres de alquiler, inseminación artificial a través de donantes
anónimos de semen, etc. que enrarecen aún más el panorama ético al-
rededor de la familia contribuyendo a desdibujarla en el proceso, lo
cual hizo necesario el surgimiento de una disciplina, la bioética, que inten-
ta dilucidar estos nuevos dilemas éticos, concretándolos en una normativi-
dad jurídica alrededor de ellos que nos permita saber qué no debe hacer-
se, aun en el caso de que pueda hacerse.
Y finalmente, los mal llamados “matrimonios igualitarios” entre pares
homosexuales y la posibilidad de adopción que se les está conce-
diendo en las legislaciones de muchos países, completan el cuadro de las
disfunciones a las que se ve enfrentado el cristiano en esta aldea global,
que se unen a otras de vieja data como la poligamia que todavía subsiste
en muchas culturas del medio y lejano Oriente. Esto sin mencionar prácti-
cas indignantes como la ablación de los genitales femeninos y los ma-
trimonios pedófilos (varones adultos con niñas) que un significativo
número de países todavía acepta y promueve.
El reto es, entonces, grande para el pensamiento cristiano, no sólo de de-
fender la familia tradicional tal y como Dios la estableció en medio de tan-
tas alternativas que se encuentran a la orden del día, sino de persuadir y
convencer a quienes optan por ellas de su inconveniencia práctica para la
preservación de los valores más preciados del mundo moderno.
1.2. El ambiente familiar adecuado.
“Dichosos todos los que temen al SEÑOR, los que van por sus caminos.
Lo que ganes con tus manos, eso comerás; gozarás de dicha y
prosperidad. En el seno de tu hogar, tu esposa será como vid llena de
uvas; alrededor de tu mesa, tus hijos serán como vástagos de olivo. Tales
son las bendi- ciones de los que temen al SEÑOR. Que el SEÑOR te
bendiga desde Sión, y veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de
tu vida. Que vivas para ver a los hijos de tus hijos. ¡Que haya paz en
Israel!”
Salmo 128:1-6
Uno de los propósitos más inmediatos que el hogar cristiano está
llamado a cumplir es proveer a cada uno de los miembros de la fami-
lia el ambiente o entorno más adecuado para el desarrollo construc-
tivo, fructífero y pleno de todo el potencial que Dios nos ha otorgado,
con miras a cumplir con el llamado y la vocación existencial que Dios tam-
bién nos formula a todos y cada uno de los seres humanos de manera in-
dividual en el contexto social en el que nos desenvolvemos. Hay algunos
elementos que se hallan en el trasfondo de la Biblia que son claves para el
sano desarrollo de la personalidad que el hogar debe proveer a todos sus
miembros. Aunque no pretendemos ser exhaustivos, veamos los más im-
portantes uno a uno.
1.2.1. La polaridad yo-mundo. Aunque estaremos ampliando algunos de
estos conceptos con más detalle más adelante en nuestra confe-
rencia, tomaremos prestada de la teología sistemática de Paul Ti-
llich su idea de “polaridad”, junto con algunas de las polaridades por
él identificadas para señalar aquellos aspectos del sano florecimien-
to del ser humano para los cuales el hogar cristiano debe constituir
el ambiente primario más favorable y estimulante para su desarrollo
saludable y constructivo entre sus miembros, en especial en los
hijos que nacen y se crían en el seno de una familia, ventaja de la
que no todos disfrutan como deberían, pero que por sí misma tam-
poco constituye garantía de que la crianza sea la correcta o la me-
jor.
La polaridad yo-mundo es tal vez la primera de la que adquiere
conciencia un ser humano. Esto es, adquirir conciencia de ser
un yo, por contraste y oposición en muchos casos al mundo en
el que nos encontramos y el cual habitamos que, en primera ins-
tancia, está reducido al hogar del que formamos parte. Puede dar la
impresión de que esta polaridad es tan obvia que el niño la percibirá
sin inconvenientes, algo que no deja de ser cierto. Pero sin la ade-
cuada mediación de la familia en el hogar esta percepción pue-
de ser defectuosa y problemática. El mundo se distingue del yo y
esta distinción es importante, pues, por una parte, no sólo delimita
el espacio que concierne al yo y se encuentra bajo su control inme-
diato, sino que restringe y traza los límites en los que concluye el yo
y se inicia el mundo, más allá de los cuales el yo no puede ejercer
este dominio inmediato e, incluso, no debe tratar de ejercerlo pues
está, por decirlo así, más allá de su jurisdicción.
Los hijos únicos, por ejemplo, si no son criados por sus padres en
un ambiente saludable y equilibrado, pueden tratar de ensanchar
los límites del yo más allá de sus fronteras naturales y de extender
el dominio inmediato que ejercen en su yo a espacios que ya no
pertenecen al yo sino forman parte del mundo, propiciando las con-
ductas problemáticas e inmaduras típicas del hijo único a quien sus
padres no le han puesto los límites del caso y, a la par que “se cre-
en dueños del mundo” o “piensan que el mundo gira alrededor de
ellos”, no ejercen el dominio que deberían ejercer sobre su propio
yo.
Y aunque esto sea un tema más propio de la materia Pensamiento,
conocimiento y revelación (epistemología) de quinto semestre de
nuestro programa de estudio, anticipemos que la correcta distin-
ción entre yo y mundo es la base de la distinción que en el
campo del conocimiento (es decir, el campo epistemológico)
se establece entre lo subjetivo o relativo al yo y lo objetivo o
relativo al mundo y sus nociones correlacionadas de subjetivi-
dad y objetividad, tan necesarias para poder relacionarnos con
el mundo y con los otros “yo” que habitan el mundo de manera
correcta.
De hecho, una de las oraciones más populares en el ámbito cristia-
no: la oración de la serenidad escrita por el teólogo norteamericano
Reinhold Niebuhr tiene como trasfondo la correcta percepción y dis-
tinción entre el yo y el mundo referidos ambos a Dios: “Dios, concé-
deme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el
valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para
conocer la diferencia; viviendo un día a la vez, disfrutando un mo-
mento a la vez; aceptando las adversidades como un camino hacia
la paz; viviendo, como lo hizo Dios, en este mundo pecador tal y
como es, y no como me gustaría que fuera; creyendo que Tú harás
que todas las cosas estén bien si yo me entrego a Tu voluntad; de
modo que pueda ser razonablemente feliz en esta vida e increíble-
mente feliz Contigo en la siguiente. Amén.”
1.2.2. La polaridad individualización-participación. Esta polaridad que
se ampliará también bajo el título “la individualidad y el sentido de
valor propio”, tiene que ver con la conciencia que la persona ad-
quiere no sólo de ser un “yo”; sino de ser un yo “individual”,
es decir de su condición de individuo por contraste y oposición al
resto de individuos humanos y no humanos que habitan y constitu-
yen el mundo, al que no se percibe propiamente como otro indivi-
duo, sino como la totalidad estructurada de todos los seres indivi-
duales que conforman la creación.
La individualización debe darse siempre en un contexto social
en el que la condición individual de cada ser humano sea fo-
mentada sin caer en un individualismo egoísta y egocéntrico
que promueva la desvinculación o desconexión de la persona
del entorno en que se desenvuelve. O peor aún, un individualis-
mo que incentive una relación fríamente utilitarista con este entorno,
incluyendo a los demás individuos que se encuentran en él de los
que se busque tan sólo servirse para la obtención de sus propósitos
y la satisfacción de sus deseos.
Los padres deben, pues, a la par con el fortalecimiento gradual
y responsable de la condición individual de sus hijos, hacerlos
también conscientes del elemento de participación y depen-
dencia que todo individuo tiene de su entorno y de todos los
demás individuos que lo conforman, pues sólo este sentido de
participación facultará a la persona para valorar el bienestar colecti-
vo por encima de sus intereses individuales, desarrollando en él un
ilustrado criterio social y un sano y maduro sentido de sacrificio, tan
central en el cristianismo y tan necesario en la vida en general, para
alcanzar una convivencia armoniosa con los demás y para disfrutar
un equilibrado sentido de satisfacción personal y realización en la
vida en el marco de la colectividad de la que nos sentimos parte.
1.2.3. La polaridad libertad-seguridad. Por último, la Biblia nos revela
que Dios ha hecho, desde el principio, los arreglos del caso
con la humanidad para garantizar un bien balanceado ejercicio
de nuestra libertad al mismo tiempo que disfrutamos de una
satisfactoria medida de seguridad, dos de las necesidades más
propias de nuestra condición humana.
El primer aspecto, el de la seguridad, debe estar debidamente
surtido en el hogar para cada uno de los miembros de la fami-
lia, de tal modo que el regreso a casa genere siempre añoranza y
evoque calidez e ilusión desde el punto de vista afectivo y emocio-
nal, a la manera ilustrada muy bien por la coloquial expresión
“hogar, dulce hogar”. El hogar cristiano debe, entonces, ser un
refugio seguro para todos sus miembros que los preserve y les
permita dejar fuera, siquiera momentáneamente, las problemá-
ticas y vicisitudes propias de la vida cotidiana, retomando las
fuerzas y la lucidez del caso para afrontarlas con ventaja en su
momento en el escenario establecido para ello.
Pero asimismo, sin dejar nunca de brindar seguridad en grado más
o menos variable, el hogar cristiano debe también preparar a los
miembros de la familia para ejercer su libertad de manera cre-
ciente y de forma responsable, acorde con la edad y el grado de
madurez alcanzado por cada uno de ellos en el entorno familiar y
social del que forman parte.
La necesidad de seguridad surge de nuestro carácter dependiente
como criaturas finitas, frágiles y vulnerables que somos. Y a su vez,
la necesidad de libertad surge de nuestro potencial creador y nues-
tra capacidad para transformar los recursos que Dios nos brinda en
la naturaleza, otorgándoles valores agregados que honren a Dios y
dignifiquen al ser humano.
Vale la pena considerar al respecto la siguiente reflexión de Antonio
Gala cuando afirma: “Se dice que la seguridad pierde al hombre y
esa paradoja contiene una de las mayores verdades de su existen-
cia. Es curioso que los padres, para el porvenir de sus hijos,... aspi-
ren a la seguridad... ¿a costa de qué?: de iniciativas, de movilidad,
de viveza, de riesgo, de progreso. Es decir a costa de aquello que
de más humano tiene el hombre”.
Por esta causa, al beneficiarse de la atmósfera de seguridad que el
hogar cristiano está llamado a brindar a sus miembros, todos ellos
deben adquirir cada vez más conciencia de que no se trata de en-
cerrarse en una burbuja con todas las necesidades suplidas,
sino de entender que la verdadera seguridad procede de Dios y
que la seguridad que Dios provee no consiste, por lo pronto,
en que las circunstancias siempre nos sean favorables, sino en
la certeza de que él siempre está en control de ellas cuales-
quiera que sean, permitiendo así que podamos confiar y tener se-
guridad “a pesar de”, estableciendo una diferencia con aquella se-
guridad que se basa en las circunstancias externas y que de darse,
termina fomentando una confianza ociosa y conformista, que con-
tiene en sí misma el germen de su destrucción.
No olvidemos que el espíritu del mundo afirma que “seguro mata a
confianza”, pero el Espíritu de Dios declara que es la confianza
en sus promesas temporales (es decir, para este tiempo), pero
sobre todo en las eternas, la que da pie a la seguridad final del
creyente. Tal vez nadie lo expresó mejor que el salmista en esta
porción de las Escrituras, referidas justamente a la aspiración de
seguridad que albergamos en el hogar: “Que nuestros hijos, en su
juventud, crezcan como plantas frondosas; que sean nuestras hijas
como columnas esculpidas para adornar un palacio. Que nuestros
graneros se llenen con provisiones de toda especie. Que nuestros
rebaños aumenten por millares, por decenas de millares en nues-
tros campos. Que nuestros bueyes arrastren cargas pesadas; que
no haya brechas ni salidas, ni gritos de angustia en nuestras calles.
¡Dichoso el pueblo que recibe todo esto! ¡Dichoso el pueblo cuyo
Dios es el SEÑOR!” (Sal. 144:12-15). Veamos, pues, como sentar las
bases para alcanzar la bendición divina en el hogar en términos de
las polaridades descritas para todos los miembros de la familia.
1.3. La individualidad y el sentido de valor propio.
Lo individual y lo colectivo se conjugan en el hogar de tal manera que
a veces es difícil guardar el delicado y sano equilibrio entre estos dos as-
pectos centrales de la responsabilidad del hombre. Pero dado que, según
la revelación bíblica, desde el punto de vista humano primero fue el indivi-
duo (Adán) y luego la colectividad de la familia (Adán y Eva, junto con sus
hijos), lo individual tiene prelación en el contexto de la familia.
Tiene que ser así, pues adquirimos conciencia de nuestra condición
de individuos antes de adquirir conciencia de nuestra condición de
miembros de una colectividad que, en este caso, es la familia, la comu-
nidad más inmediata y estrecha de la que formamos parte al venir a este
mundo.
Así, uno de los propósitos del hogar cristiano es orientar y brindar
espacio al desarrollo de la individualidad de cada uno de sus miem-
bros sin permitir que este desarrollo se transforme ‒como ya se ad-
virtió un poco antes‒ en individualismo egoísta y autodestructivo, si-
no una individualidad solidaria con el grupo del que forma parte, dispuesta
si es el caso a sacrificar el beneficio individual en aras del bien común de
la familia.
La progresión y el sano balance entre el sentido de lo individual y el de lo
colectivo debe darse de la manera más natural en el interior del hogar cris-
tiano bien conformado y estructurado conforme al modelo bíblico para la
familia. La consolidación de la individualidad de la persona en el seno
de la familia no es, entonces, un fin en la vida cristiana, sino un me-
dio que nos prepara para la vida en comunidad, tanto en el contexto de
nuestro trato adecuado con quienes no comparten nuestra fe, valores y
principios, como en el contexto de la comunión individual del creyente con
Cristo y de la comunión congregacional del creyente con el resto de sus
hermanos en la iglesia. El hogar y la familia es el campo de entrena-
miento para desempeñarnos bien posteriormente en estos contextos
más amplios.
Para lograr con éxito lo anterior debemos definir antes que nada concep-
tos muy relacionados entre sí al punto de verse como sinónimos, tales
como amor propio, autoestima y autoaceptación. Conceptos cuyo con-
tenido bíblico y auténticamente cristiano choca y es contrario muchas ve-
ces al contenido que el pensamiento secular les ha asignado a estos
términos.
Es tanto así que la sociedad secular clama hoy masivamente a los cuatro
vientos: “¡Dadme la autoestima o dadme la muerte!” Parece ser que, como
lo dijera Martin Lloyd Jones: “Todos los problemas de la vida se reducen
en último término al interés en el yo”.
Ahora bien, el interés en el yo es parte de nuestra condición humana,
como personas que somos y que ostentamos, por lo mismo, una in-
dividualidad a la que no podemos renunciar. Pero dependiendo de
cómo se enfoque, especialmente en el interior del hogar y la familia,
este interés puede ser legítimo y constructivo, constituyéndose en uno
de los factores que más dignifica la vida humana y honra a Dios como co-
rresponde; o lo más censurable y destructivo, degradando pecamino-
samente nuestra condición humana a los más bajos niveles de indignidad
de una manera que resulta, además, ofensiva para con Dios.
El problema es que el interés en el yo que está llegando a predominar en
muchas de las familias de hoy es equivocado. Y lo es porque, bajo el pre-
texto de estar alimentando la autoestima, lo que muchas familias
están haciendo con sus miembros ‒y particularmente con los hijos‒
es cultivando en sus vidas el pecaminoso orgullo egocéntrico.
Por tanto, sin dejar de reconocer que la autoestima o autoaceptación ‒es
decir el sentido que tenemos de nuestro valor como personas‒ puede
afectar negativa o positivamente nuestro desempeño en la vida y nuestras
relaciones con los demás, siendo uno de los deberes del hogar el de mol-
dear y otorgar a sus miembros una saludable autoestima; también es cier-
to que no podemos confundirla con el orgullo, que es justamente su peor
distorsión.
Lamentablemente, lo que se promueve actualmente dentro de las cada
vez más numerosas terapias psicológicas de todo pelambre, diseñadas
presuntamente para restaurar la lastimada autoestima y el sentido de valor
propio de las personas sin restricciones ni cortapisas de ningún tipo desde
la misma crianza de los hijos, es el indolente orgullo al prohibir que se les
discipline o se les niegue algo ya que esto podría generarles un “trauma”
que afectaría negativamente el desarrollo posterior de su autoestima como
adultos.
Como resultado, las bienintencionadas pero muy confundidas familias de
la secularizada sociedad posmoderna están incubando en su seno peque-
ños “monstruos” pagados de sí mismos que se creen los dueños del mun-
do y el centro del universo, ocupados casi exclusivamente en satisfacer
sus propias necesidades a como dé lugar e ignorantes por completo de las
de sus semejantes.
Pequeños “dioses” cuya suerte es terminar más temprano que tarde es-
trellándose contra el mundo, arrastrando a veces a muchos de quienes los
rodean en su inevitable caída. De este modo, el egocentrismo de mu-
chos de quienes han hecho de la autoestima el sumum bonum1 de la
vida moderna ha dado lugar a una nueva forma de idolatría: la ego-
latría del yo.
Las familias cristianas debemos estar entonces en condiciones de
distinguir entre el censurable orgullo y el recomendable amor propio
o entre la perniciosa baja autoestima y la humildad siempre digna de
elogio, combatiendo a los primeros y promoviendo los últimos en
nuestros respectivos hogares.
Vale la pena, entonces, recordar que en el cristianismo el amor propio 2,
siendo necesario, debe estar siempre al servicio del amor a Dios y al
prójimo, en ese orden: “„Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
todo tu ser y con toda tu mente‟ le respondió Jesús. Éste es el primero
y el más importante de los mandamientos. El segundo se parece a éste:
„Ama a tu prójimo como a ti mismo.‟” (Mt. 22:37-39).
El orgullo es, en últimas, un engaño, pues los criterios a la luz de los cua-
les hemos de evaluarnos no son los engañosos criterios humanos, sino la
auténtica norma divina designada en la Biblia como nuestra medida de fe:
“Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga
un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense
de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya da-
do” (Rom. 12:3).

1
Expresión latina que se traduce como el sumo bien o el bien supremo.
2
En esta conferencia se ha preferido el término “amor propio” a “autoestima”, por el uso indebido
que la psicología moderna y las diferentes variantes populares del movimiento de autoayuda infil-
trado también de manera peligrosa en el cristianismo ha venido haciendo de esta última expre-
sión,
Terminemos la consideración de este asunto antes de retomarlo y profun-
dizarlo un poco más en el capítulo 2 de la conferencia, estableciendo al-
gunas definiciones tentativas que nos ayudan a ubicar el saludable sentido
de valor propio que cada uno de los miembros de la familia debe llegar a
adquirir en el hogar.
Podría decirse que la baja autoestima surge de un amor propio peca-
minoso que intenta ajustarse a los equivocados y excluyentes crite-
rios del mundo sin éxito, mientras que el orgullo surge igualmente de
un amor propio pecaminoso que intenta ajustarse a los equivocados
y excluyentes criterios de valor del mundo y lo logra.
Por contraste, la correcta autoestima surge del amor propio enfocado
en Dios y su gloria manifestada en Cristo, cuya imagen se refleja en
cada ser humano y la humildad, a su vez, surge de un sano amor
propio que es consciente de nuestro valor en Cristo, pero reconoce
que esto es mérito de Él y no nuestro.
1.4. Relaciones intrafamiliares y trabajo de equipo
En consecuencia, sin tener que renunciar a nuestra individualidad recta-
mente entendida y establecida en el seno del hogar, con todas las particu-
laridades que confieren a cada miembro de la familia su perfil personal
único, debemos apoyarnos en ella para avanzar en nuestro proceso
de madurez cultivando con nuestros padres, hijos y hermanos con-
sanguíneos relaciones correctas, sólidas y de confianza mutua que
hagan de la familia un equipo de trabajo eficaz en la defensa de la cau-
sa de Cristo en el mundo y la promoción de los valores del reino de Dios.
Todo esto no será posible sin un retorno de los hogares con sus res-
pectivos padres e hijos al Hogar del Padre. Sobre todo teniendo en
cuenta que el tipo, la naturaleza y la calidad de las relaciones intrafa-
miliares deben ser un reflejo de las relaciones que el Padre establece
con sus hijos en el marco de la fe en Cristo, a la luz de la experiencia
cristiana guiada por la Biblia. Las familias cristianas deben ajustar sus re-
laciones intrafamiliares al modelo provisto por Dios en las relaciones trini-
tarias que el Padre sostiene con el Hijo y el Hijo con el Padre y en las rela-
ciones que ambos, Padre e Hijo, sostienen con todos y cada uno de los
miembros de la iglesia, hijos de Dios llamados a formar parte de la gran
familia de Dios (Efe. 2:19; Heb. 10:21; 1 P. 4:17), sin perjuicio del papel
del Espíritu Santo en toda esta dinámica.
Valga decir que los padres tienen el mayor peso de responsabilidad
en este cometido, por su posición y lugar de autoridad en la familia,
pues en la medida en que tengan éxito en conformar sus propias relacio-
nes de pareja al modelo revelado en la Biblia para la relación entre Cristo
y la iglesia, ajustando a su vez las relaciones paternofiliales de su hogar
en lo que de ellos dependa (Rom. 12:18), a la relación entre el Padre y el
Hijo y la del Padre con la iglesia; estarán brindando con su ejemplo un
modelo correcto y constructivo a sus propios hijos para que se relacionen
en Cristo con el Padre celestial de la manera más adecuada y provechosa.
El retorno de los hogares al Hogar del Padre es, pues, imperativo. Y en este
empeño la parábola del hijo pródigo o perdido es muy ilustrativa (Lc.
15:11-32) al identificar el itinerario que todos los seres humanos estamos
llamados a recorrer para retornar al Hogar luego de haberlo abandonado de
manera culpable. Así, es posible distinguir en la parábola en cuestión
distintos pasos o momentos muy definidos que vale la pena considerar uno
por uno.
En primer término, la estación de la irresponsabilidad (v. 12), cuya actitud
típica es la de reclamar nuestros derechos sin atender a nuestros deberes,
pretendiendo ejercer nuestros privilegios sin cumplir con las obligaciones
que éstos traen aparejadas. En segundo lugar, la estación de la
independencia y la autosuficiencia (v.13), que nos lleva a tomar distancia de
Dios para vivir según nuestros propios criterios, sin injerencias de su parte,
despreciando el consejo y la sabiduría del Padre (Isa. 53:6). La siguiente es
la estación de la miseria (v. 14-16), que es aquella en la cual, como
consecuencia de las dos anteriores, nuestra condición se torna lamentable.
En este punto el itinerario toca fondo y no puede descender más.
El proceso ascendente se inicia con la estación de la toma de conciencia (v.
17), punto de inflexión en el que se comienza a revertir el anterior camino
descendente y la esperanza renace. A este le sigue la estación del
arrepentimiento y confesión (v. 18); y la de la humildad (v. 19), que nos
sirven para emprender con decisión el camino de regreso al Hogar del
Padre (v. 20a). Hasta aquí lo que concierne a nuestra iniciativa. Pero restan
las estaciones que llevan este itinerario a su feliz consumación, todas ellas
por cuenta del Padre.
La siguiente estación es tal vez la culminante en el relato, a la que
podríamos llamar la estación del amor paternal (v. 20b), que nos lleva a
descubrir que, a pesar de todo y contra todo pronóstico, el Padre celestial
esperaba con paciencia a que entráramos en razón para recibirnos con los
brazos abiertos. Por último, encontramos de manera casi simultánea las
estaciones de la justificación, la restauración y la preservación (v. 22), donde
el Padre nos perdona, nos restaura a nuestra anterior condición y nos
garantiza que permaneceremos en ella. Y finalmente, la parada de la
celebración (v. 23-24, 32), momento que cierra con broche de oro este
itinerario existencial del creyente que retorna al Hogar del Padre para
descubrir que Él nos da mucho más de lo que podemos imaginar y pedir
(Efe. 3:20).
El carácter acogedor y exuberante del Hogar del Padre salta aquí a la vista,
sobre todo por el contraste que ahora ofrece con la estación de la miseria en
la que estuvimos en su momento. De hecho, el retorno al Hogar del Padre
marca también el retorno a nuestro hogar terrenal para restaurar las
relaciones deterioradas o recobrar las relaciones perdidas,
apreciándolas ahora en su justo lugar y proporción, como lo expresa
bien Gary Bauer con estas palabras: “Muchos de nosotros abandonamos el
hogar con la absoluta certeza de que vamos a conquistar el mundo... En
algún punto del camino nos percatamos de que no sabíamos tanto como
habíamos pensado; de que nuestras ideas no eran tan originales como
habíamos supuesto. De pronto, la „anticuada‟ y sencilla sabiduría que una
vez rechazamos adquiere nueva vida. El primer viaje a casa después de
ese despertar es una vuelta a la realidad”.
En aras de obtener la anhelada calidad de vida que el Padre diseñó para
nosotros y nuestras familias, no es bueno, desde ningún punto de vista,
darle largas o diferir para después y de manera indefinida este re-
suelto retorno al Hogar del Padre. Algo que puede suceder de manera
casi inadvertida y tomarnos toda la vida si no nos decidimos a hacer-
lo hoy mismo con firmeza. Porque sucede con demasiada frecuencia
que permitimos que nuestra vida se nos vaya como agua entre los dedos,
viviendo de manera mediocre y siempre insatisfecha en lo que algunos ya
llaman una “carrera de ratas”, siguiendo el ritmo frenético que el mundo
nos impone con elusivas promesas de felicidad que es siempre incapaz de
cumplir.
Prueba de ello es que de niños no tomamos a Dios en consideración por-
que somos demasiado pequeños. En la adolescencia estamos demasiado
concentrados en divertirnos y pasarla bien. Cuando somos adultos, nos
encontramos demasiado preocupados por llegar a ser productivos y sentar
las bases materiales de nuestro futuro hogar. En cuanto nos casamos nos
hallamos demasiado fascinados por nuestro cónyuge y un poco después,
al tener hijos, nuestra fascinación se traslada en buena medida a ellos.
Tan pronto llegamos a la edad madura, ésta nos sorprende demasiado
atareados labrándoles un futuro digno a nuestros hijos y un retiro satisfac-
toriamente decoroso para nosotros mismos. En la vejez finalmente esta-
mos ya demasiado deteriorados y frecuentemente cuando nos sorprende
la muerte es ya demasiado tarde.
Esta forma de proceder es presuntuosa pues al dejar para mañana lo que
deberíamos hacer hoy asume que mañana siempre tendremos nuevas
oportunidades, incurriendo de este modo en la jactancia del día de maña-
na sobre la cual nos advierten solemnemente las Sagradas Escrituras (Pr.
27:1; St. 4:13-16). Por eso, para evitar caer en la peligrosa inercia de esta
situación hay que prestar toda la atención del caso al consejo que el libro
de Eclesiastés nos da en su capítulo de cierre: “Acuérdate de tu Creador
en los días de tu juventud, antes que lleguen los días malos y vengan los
años en que digas: «No encuentro en ellos placer alguno»” (Ecl. 12:1)
1.4.1. Hijos. Todos los seres humanos ostentamos la condición de hijos,
pues con la excepción de Adán y Eva, todos procedemos del mate-
rial genético de dos progenitores, uno masculino y otro femenino, y
estos progenitores, al margen de las circunstancias en que haya-
mos sido procreados, son nuestro padre y nuestra madre, respecto
de los cuales nosotros somos sus hijos. En términos normales, la
condición de hijos hace referencia a una posición de pertenencia
dentro de la familia que nos confiere derechos y deberes, privilegios
y responsabilidades.
Dada la vulnerabilidad e inmadurez con que venimos a este mundo
y la prácticamente absoluta dependencia de la familia con la que un
niño nace, el hacer conscientes a nuestros hijos de su vínculo
filial en términos no sólo afectivos, sino también en lo que tie-
ne que ver con su sentido de pertenencia y los derechos y
bendiciones que este sentido de pertenencia trae aparejados;
es una de las primeras labores que debe acometerse en el
hogar cristiano.
Es por eso que lo más inmediato que la fe en Cristo le ofrece al cre-
yente es la posibilidad de disfrutar de una relación filial con Dios
Padre siendo constituidos hijos de Dios con pleno derecho y en ple-
na propiedad (Jn. 1:12). Del mismo modo, el hogar cristiano debe
preocuparse por proveer de manera consistente este mismo
sentido a sus miembros en la medida en que van madurando
psicológicamente al interior de la familia de la que forman parte
(haremos, por lo pronto, abstracción de la relación conyugal para
tratarla más adelante en el capítulo correspondiente).
Sin embargo, es necesario que los padres balanceen adecua-
damente este necesario aspecto de la vida de familia con los
demás aspectos que se manifiestan en la experiencia humana
en el marco de las relaciones paterno-filiales, revelados y rati-
ficados a su vez con precisión en las Escrituras. De no hacerlo
pueden ver el surgimiento en sus hogares de hijos tan centrados en
este rol particular de sus relaciones intrafamiliares que se hallan
siempre dispuestos a exigir sus derechos, ‒a la manera del hijo
perdido de la parábola‒ y a descuidar o desatender por completo
sus deberes.
Por eso, con todo y lo importante que es remarcar en todas las im-
plicaciones que tiene en la vida cotidiana la condición de hijos
‒tanto en la óptica de la fe que vincula al creyente con Dios, como
en la óptica de las relaciones propias del hogar cristiano‒, no debe
hacerse en perjuicio del resto de ricas relaciones que pueden y de-
ben también cultivarse en la familia, a semejanza de lo que sucede
entre el creyente y Dios.
1.4.2. Siervos. La parábola del hijo perdido no concluye con al retorno fe-
liz del hijo menor a casa y la respectiva celebración que el padre
lleva a cabo para recibirlo e integrarlo nuevamente a la familia. La
remata un importante colofón que gira alrededor del hijo mayor del
padre, el que permaneció con él obedientemente en casa trabajan-
do en los negocios familiares. Es decir, el hijo que era consciente
de su condición de siervo en el hogar.
Esta condición es importante para entender que, a la par con
los derechos y privilegios en la familia, asumimos también de-
beres y obligaciones dentro de ella. Es tan destacada en la Biblia
esta relación que se establece entre el creyente y Dios en virtud de
la fe en Cristo que en ella se utiliza una palabra cuya traducción lite-
ral puede sonar ofensiva para muchos: esclavos. Los creyentes
somos esclavos de la justicia (Rom. 6:18). Ahora bien, lo somos no
por obligación, sino en condición voluntaria, por lo que la palabra
“siervo” es, tal vez, la más conveniente, pues no conlleva las conno-
taciones de obligatoriedad en contra de nuestra voluntad que la pa-
labra esclavo evoca habitualmente.
Sea como fuere, así como no puede alcanzarse una relación
madura con Dios si sus hijos no equilibran su relación filial con
Él mediante una atenta consideración al servicio que Dios de-
manda de nosotros como miembros de su familia, tampoco
puede alcanzarse un desarrollo correcto en el hogar si en él no
se trabaja para inculcar la disposición al servicio de sus miem-
bros.
El Señor Jesucristo nos brindó en sí mismo el mejor modelo de
un balance perfecto entre la relación de hijo y la de siervo, pues
siendo el Hijo de Dios por excelencia (el Unigénito del Padre, para
ser más exactos), también fue el Siervo de Dios en forma perfecta,
conforme a las profecías que hablaban del Mesías como Siervo,
que fueron justamente las ignoradas por los judíos, según lo vere-
mos en su momento en la materia de Cristología, y que explican su
rechazo culpable del Mesías en su primera venida.
Ahora bien, no se trata de volcarse de lleno al servicio relegan-
do del todo la relación de hijos, pues este es un desequilibrio por
el que el padre de la parábola amonesta veladamente a su hijo ma-
yor, obsesionado con el servicio al punto que terminó prácticamente
olvidando su privilegiada condición de hijo e igualándose con los
jornaleros de su padre lo que, dicho sea de paso, suscitó en él una
dureza y una actitud de juicio hacia su hermano menor que su pa-
dre le reprende de manera amorosa.
Se trata, más bien, de tener siempre presente ambos tipos de
relación y trabajar para cultivarlas e inculcarlas ambas por
igual a los hijos mediante todos los recursos disponibles en el
hogar para este efecto. El balance correcto entre estos dos tipos
de relación nos conducirá a la madurez requerida para disfrutar el
tercer tipo de relación que Dios nos ofrece, no sólo en lo que tiene
que ver con Él, sino también como una de las más deseables rela-
ciones posibles entre los miembros de la familia en el hogar cristia-
no: la amistad.
1.4.3. Amigos. En la oración final antes de su sacrificio expiatorio Jesu-
cristo reveló lo siguiente a sus discípulos: “Ya no los llamo siervos,
porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he lla-
mado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he
dado a conocer a ustedes” (Jn. 15:15). Aquí Cristo ofrece a cada
creyente un tipo de relación de la que, lamentablemente, pocos
han aprendido a disfrutar. La amistad. El punto culminante de
la relación del creyente con Dios que involucra las dos relacio-
nes anteriores de hijo y siervo en un balance tan adecuado que
conduce a un nivel de madurez tal que, de manera natural,
hace surgir la relación de amistad.
Pero así como la relación de amistad con Dios es un punto de lle-
gada que se alcanza únicamente recorriendo de la manera debida
las relaciones de hijos y siervos, las cuales quedan entonces incor-
poradas en la culminante relación de amistad con Dios; así también
la amistad en el hogar debe ser un punto de llegada que se al-
canza después de haber surtido los dos tipos de relaciones an-
teriores. Es decir, que los padres, antes que amigos, deben ser
padres y siervos en todo aquello que sea pertinente. Lo mismo
podría decirse de los hijos.
Es necesario puntualizar lo anterior, pues hay padres que quieren
ser amigos de sus hijos antes que nada, obviando incluso la rela-
ción de padres y de siervos que recae sobre ellos en relación con
sus hijos. Y los hijos suelen aprovechar muy bien este tipo de ofre-
cimiento ligero para eludir los deberes que les conciernen como
siervos e hijos en el hogar. De hecho, este tipo de relación es espe-
cialmente difícil de cultivar en el periodo de la adolescencia de
nuestros hijos, época en la que ellos prefieren la amistad de sus pa-
res antes que la de sus padres.
Por eso, así como los padres no deben negar el ofrecimiento de
amistad a sus hijos siempre que las circunstancias lo permitan y sin
perjuicio de lo que atañe a su condición simultánea de padres y de
siervos; cuando los hijos no valoren o aprecien debidamente la re-
lación de amistad que les ofrecen sus padres debe recurrirse con
firmeza a la autoridad de padres, recordándole también a los hijos
su condición de siervos que supone la obediencia de su parte.
Con todo lo hasta aquí dicho basta para resaltar el hecho de que,
para que las relaciones intrafamiliares puedan llegar a equipa-
rarse a un bien engranado y eficiente trabajo de equipo que
cuente con la aprobación de Dios, es menester tener en cuenta
estos tres tipos de relación equilibrándolas correctamente en-
tre todos los miembros de la familia conforme al rol que cada uno
de ellos desempeña dentro de ella.
1.5. Consejos o mandamientos
Resta por decir que, bíblicamente hablando, son los consejos divinos
los que deben moldear el hogar cristiano, siempre contra el trasfondo
de los mandamientos. Los miembros del hogar deben, por tanto, tener
en cuenta que la gran mayoría de los pronunciamientos bíblicos aplicables
al contexto doméstico de la vida en familia son consejos y no mandamien-
tos rígidos que se deben aplicar de manera estricta sin mayores conside-
raciones.
De hecho, más allá del segundo mandamiento del decálogo con su alusión
a las consecuencias que los pecados de una generación puede traer so-
bre las siguientes, únicamente el quinto mandamiento hace referencia
directa a las relaciones intrafamiliares de este genérico modo: “»Hon-
ra a tu padre y a tu madre, para que disfrutes de una larga vida en la tierra
que te da el SEÑOR tu Dios” (Exo. 20:12), al que por esta razón el apóstol
Pablo se refiere como: “… el primer mandamiento con promesa…” (Efe.
6:2).
Hay mandamientos que conciernen, por supuesto, a la relación de pareja
en el matrimonio, como el séptimo de ellos: “No cometas adulterio” (Éxo.
20:14). Lo mismo podría decirse del décimo mandamiento en cuanto a no
codiciar a la (el) esposa(o) de nuestro prójimo (Éxo. 20:17), pues a la luz
de las más elevadas exigencias del Nuevo Testamento, esto ya constituye
un adulterio mental, aunque no conduzca necesariamente a la acción pe-
caminosa correspondiente (Mt. 5:27-28). Sin embargo, estos manda-
mientos trazan límites que no deben franquearse en el hogar bajo
ninguna circunstancia y no nos dan indicaciones de cómo conducir-
nos dentro de esos límites, pues para eso están los consejos divinos.
Sobre el trasfondo del mandamiento de honrar a nuestros padres Pablo da
algunas indicaciones adicionales que brindan concreción al mandamiento
tales como, la obligación que los hijos tienen de obedecer a sus padres,
no como algo arbitrario sino como algo justo y agradable a Dios (Efe. 6:1;
Col. 3:20), al mismo tiempo que advierte a los padres para no extralimitar-
se caprichosamente en el legítimo ejercicio de su autoridad en el hogar
haciendo enojar de forma gratuita a sus hijos y llevándolos a la exaspera-
ción (Efe. 6:4; Col. 3:21), sino más bien disciplinarlos e instruirlos siempre
por referencia al Consejo de Dios en las Escrituras.
Las razones por las cuales las instrucciones bíblicas aplicables a la vida
del hogar no tienen el carácter de mandamiento son, por una parte, que es
muy difícil establecer mandamientos rígidos detallados y exhaustivos para
las muy variadas y a veces también muy complejas situaciones que se
pueden dar al interior de una familia. Pero sobre todo a que el manda-
miento únicamente requiere la consulta de un código escrito y san-
cionado previamente por la autoridad del caso, mientras que el con-
sejo requiere la comunión del aconsejado con el consejero (Sal. 31:6-
9), algo más exigente, pero siempre necesario.
En otras palabras, una cosa es conocer y aplicar rígidamente una ley es-
crita y sancionada por la autoridad competente y otra muy distinta entrar
en diálogo con el Legislador para conocer las razones de la promulgación
de esa ley y las posibles ramificaciones que podría tener en todas las si-
tuaciones que pudieran llegar a presentarse en relación con ella.
Por todo lo anterior, el creyente maduro debe estar en capacidad de
distinguir en la Biblia los mandamientos de los consejos divinos. Los
primeros caen en el campo de la ética y la moral y tienen, por tanto, carác-
ter obligatorio, sin estar condicionados a nada más, razón por la cual en
caso de quebrantarlos pecamos y nos vemos forzados a afrontar tanto la
culpa como las consecuencias de ello; mientras que los segundos caen en
el campo de la sabiduría y aunque conviene seguirlos, no son de carácter
imperativo. Aunque de cualquier modo, si no les prestamos atención, co-
rremos el riesgo de cometer dolorosos errores (no necesariamente peca-
dos) y tener que afrontar, ya no la culpa, pero sí las consecuencias de los
mismos.
Dicho de otro modo, el que quebranta el mandamiento es un pecador,
mientras que el que ignora el consejo es un necio. Los consejos abundan
en la Biblia, en especial en los libros catalogados como “literatura sapien-
cial” (Proverbios y Eclesiastés principalmente), y en los Proverbios encon-
tramos, entre otros muchos consejos, numerosas sugerencias para que,
justamente, nos dejemos aconsejar. De hecho, la Biblia afirma que una de
las señales más claras de que ya se posee sabiduría es, precisamente,
atender el consejo (Pr. 12:15), pues solo así se llega a ser sabio (Pr.
19:20).
Las Escrituras nos recomiendan solicitar consejo de otros antes de hacer
planes o tomar decisiones (Pr. 11.14; 15:22), y nos informan también que
un buen consejo puede provenir incluso de quien menos lo esperamos
(Ecl. 9:13-18); pero también nos recomiendan rodearnos de buenos con-
sejeros para evitar situaciones como la vivida por el necio rey Roboán, que
aunque buscó consejo, no atendió el que le convenía y ocasionó la ruptura
y división del reino de Israel (1 R. 12:1-16).
En este sentido únicamente los consejos que estén de acuerdo con el
orden y los propósitos de Dios en la persona de Cristo tendrán final-
mente el éxito esperado (Pr. 19:21), remarcando la necesidad que te-
nemos de cultivar la comunión con Él, quien es por excelencia el “Con-
sejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isa. 9:6), y
sobre quien, en palabras del profeta “El Espíritu del Señor reposará sobre
él... espíritu de consejo y de poder...” (Isa. 11:2).
Es preciso aclarar que el éxito del consejo no es ciento por ciento se-
guro, a la manera de una promesa bíblica con la que el consejo suele
ser confundido. Esto sin perjuicio de las malas interpretaciones que los
creyentes suelen hacer de las promesas. Pero volviendo con lo que nos
ocupa, el libro de Proverbios y el de Eclesiastés no contienen, pues, pro-
mesas, sino consejos de generalizado, pero no absoluto cumplimiento.
Siempre existirán, entonces, casos de excepción en los que, a pesar
de seguir el consejo, los resultados no fueron siempre los deseados.
Por ejemplo, los múltiples consejos sobre la disciplina que los padres
están llamados a aplicar a sus hijos no garantizan que éstos nunca se
desvíen ni les den dolores de cabeza a sus preocupados padres.
Siempre existirán casos de padres creyentes que criaron a sus hijos cum-
pliendo de manera satisfactoria con los consejos bíblicos, a pesar de lo
cual sus hijos no se mantuvieron dócilmente en el camino correcto, por lo
que no debemos añadir más dolor a la conciencia de estos padres
culpándolos de lo sucedido con sus hijos cuando no existen señales
evidentes de que hayan fallado en su deber paterno. Son casos de
excepción que confirman la regla general descrita así en el libro de
Proverbios: “Instruye al niño en el camino correcto, y aun en su vejez no lo
abandonará” (Pr. 22:6).
Pero aún en el caso de que nuestros hijos o para el efecto también her-
manos o padres puedan llegar a abandonar por periodos de tiempo más
o menos extensos el camino correcto, la promesa de Dios es consola-
dora en cuanto a que, si creemos en el Señor Jesucristo, aun en me-
dio de muchas vicisitudes todos los miembros de nuestra casa (fami-
lia) serán a la postre salvos, pues Dios tiene recursos para hacerlos re-
tornar voluntariamente a sus caminos (Hc. 16:31). En este caso la condi-
ción es creer en Cristo de manera personal con todo lo que esto implica
para la vida de la persona en términos de transformaciones favorables y
compromiso cristiano en el discipulado y seguimiento de Cristo. Y la ben-
dición es la promesa y garantía divina que, en su momento, todos y cada
uno de los miembros de nuestra familia también llegará a creer y a ser
igualmente salvos que nosotros como consecuencia de su fe en Cristo.
1.6. El papel de la familia extensa (parentela)
Hemos enfocado (y seguiremos haciéndolo en lo sucesivo) nuestro estu-
dio en la llamada “familia nuclear” compuesta estrictamente por el
esposo, la esposa y los hijos. Pero debemos dedicar siquiera un espa-
cio corto a la llamada “familia extensa”, constituida por los hermanos
de los padres y sus respectivas familias, tales como cuñados(as),
sobrinos(as) y primos(as), así como los abuelos (desde la perspecti-
va de sus nietos, que son en realidad los hijos en la familia nuclear
inmediata en la que han sido concebidos), padres y suegros (desde
la perspectiva de sus hijos y sus cónyuges yernos o nueras, que
son en realidad los padres dentro de la nueva familia nuclear consti-
tuida por ellos).
Esto sin mencionar la ampliación de las familias extensas a las que han
dado lugar de manera creciente algunas familias disfuncionales, como las
procedentes de miembros separados o divorciados que contraen segun-
das nupcias y añaden a la familia extensa descrita en el párrafo anterior,
los hijos habidos en las uniones anteriores que no viven con ellos, sino
con sus respectivos ex cónyuges, quienes a su vez suelen constituir nue-
vas uniones que originan sus nuevas familias nucleares propias que de-
ben incorporar en su seno a los hijos de sus uniones anteriores como nue-
vos miembros algo atípicos de la familia nuclear nuevamente constituida.
Hay dos porciones bíblicas con fuerza de mandamiento que enmar-
can las relaciones con los miembros de la familia extensa y el papel
que ella está llamada a cumplir dentro de la familia nuclear. El prime-
ro de estos pasajes se encuentra en Génesis 2:24: “Por eso el hom-
bre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se
funden en un solo ser” y el segundo es el conocido mandamiento de
honrar a padre y madre en Éxodo 20:12: “»Honra a tu padre y a tu
madre, para que disfrutes de una larga vida en la tierra que te da el
Señor tu Dios”.
De estas dos porciones bíblicas podemos concluir, en primer lugar, que el
matrimonio modifica las anteriores relaciones con los padres y her-
manos en el seno de la familia nuclear de la que formábamos parte
originalmente, pues al dar lugar a una nueva familia nuclear los vínculos
con la familia nuclear original deben cambiar para no entrar en competen-
cia con las demandas y responsabilidades implícitas en la nueva familia
nuclear.
Sin embargo, esto no significa que se deben romper del todo amarras
con la familia nuclear original, sino cultivar un tipo de relación dife-
rente con ella, menos estrecha y dependiente, pero igualmente respe-
tuosa, solícita y afectuosa, como está también implícito en el manda-
miento de honrar a padre y madre que no es, entonces, abrogado por el
hecho de entrar a constituir una nueva familia nuclear. Así, honrar a pa-
dre y madre es una obligación que recae sobre nosotros durante toda
la vida independiente de que lleguemos a constituir una nueva familia
nuclear o no. Lo que cambia es la manera de honrarlos. Si antes la
obediencia marcaba la pauta en nuestra relación con nuestros padres, al
constituir una nueva familia nuclear la obligación de obedecer pierde fuer-
za y las instrucciones de los padres pasan a tener más bien el carácter de
consejo que los nuevos cónyuges, después de considerarlo juntos, están
en libertad de seguir o no seguir.
Tenemos, pues, aquí una clara manera de honrar a padre y madre
desde el interior de una nueva familia nuclear: solicitar su consejo,
dada su edad, experiencia y sincero interés por el bienestar de la nueva
familia constituida por sus hijos, y tomar en consideración este consejo
(Pr. 1:8; 6:20; 23:22), pero no necesariamente seguirlo si no se juzga
sabio o conveniente por parte de sus hijos como responsables finales de
las decisiones en la nueva familia nuclear que han constituido.
Dicho sea de paso, aunque usualmente la edad y la experiencia brindan
ventaja a los padres de la familia nuclear original para brindar consejo a
sus hijos al iniciar una nueva familia nuclear, eso no significa que su con-
sejo sea siempre acertado, aun a despecho de la sabiduría encerrada en
refranes populares como aquel que afirma que: “Más sabe el diablo por
viejo que por diablo”. Tengamos en cuenta que, si bien en la cultura judía
el disfrutar de una larga vida siempre ha sido considerado como una señal
de la bendición de Dios, también lo es que las canas no constituyen
honra ni ventaja alguna si no “se obtienen en el camino de la
justicia” (Pr. 16:31).
Únicamente al tener en cuenta lo anterior podrá darse el caso por el cual:
“la edad y la astucia pueden vencer a la juventud y al entusiasmo” ya que,
como lo expresó Richard Needham, en términos normales: “es más fácil
tener el vigor de la juventud cuando se es viejo que la sabiduría de la edad
cuando se es joven”. El valor de la longevidad que, tanto los padres de
la familia nuclear original, como sus hijos al pasar a constituir una nueva
pueden capitalizar a su favor, radica entonces en la sabiduría que otor-
ga, como lo comprendió Diógenes cuando dijo que “la sabiduría sirve de
freno a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de
ornato a los ricos”.
Porque finalmente, con todo y lo difícil que puede ser obtener de joven
la sabiduría de la vejez, para el que hace de la Biblia su norma de vi-
da, este propósito es plenamente alcanzable, como sucedió con el rey
David: “Tengo más entendimiento que los ancianos porque obedezco tus
preceptos” (Sal. 119:100). Mucho más teniendo en cuenta la brecha gene-
racional hijos-padres que estaremos tratando en el numeral 2.4.2. y que
obliga a los cónyuges a evaluar el consejo de sus padres con sabiduría y
beneficio de inventario en relación con sus nuevos hogares.
Pasando a otro tema que tiene que ver con la familia extensa y sus rela-
ciones con las respectivas familias nucleares nuevas que van surgiendo
de ella, los padres deben prepararse durante toda su vida para el
momento en que sus hijos abandonen a su vez el hogar para formar
sus propias familias nucleares. Esta es la ley de la vida, por lo que los
únicos miembros de la familia nuclear que tienen condición vitalicia en ella
son los cónyuges. Los hijos siempre serán hijos, pero al tener que aban-
donar en su momento a la familia nuclear original en obediencia al manda-
to divino para los matrimonios, la presencia física de sus padres y la co-
rrespondiente influencia que, en virtud de ello, ejercen sobre sus hijos, de-
jará de existir o, por lo menos, ya no será la constante sino algo más bien
ocasional, atenuado por la distancia y la nuevas relaciones emprendidas
en el contexto de la nueva familia.
Y esto es algo que se puede asumir más fácil, con naturalidad si se
quiere, si la relación conyugal es sólida y más fuerte aun que las re-
laciones paterno-filiales con los hijos. Dicho de otro modo, al final de la
vida las familias nucleares quedan reducidas de un modo u otro y en es-
tricto rigor a los cónyuges únicamente (contando con que no haya una
viudez temprana). Por lo tanto, en previsión de este momento, es conve-
niente que los cónyuges, sin descuidar sus responsabilidades como pa-
dres en la formación de sus hijos, trabajen de manera paralela en consoli-
dar cada vez más su relación de pareja de modo que, cuando los hijos
partan, no se sientan como dos extraños bajo el mismo techo debido a
que su relación de pareja dependía más de la relación con sus hijos que
de la relación directa entre ellos.
Y aunque esto se tratará de manera más amplia cuando abordemos la ins-
titución matrimonial, vale la pena traer a colación la siguiente reflexión
hecha por Janice Burns en relación con lo observado en sus padres:
“Cuando era pequeña, lo que más admiraba de mi madre era su inque-
brantable lealtad a mi padre. Ellos eran como un monolito: siempre respe-
tuosos y solícitos uno hacia el otro. Hubo un tiempo en que soñé con ser
el centro de su vida. Sin embargo, ellos eran y siguen siendo el centro de
su propia existencia, y sus hijos no somos más que luces que iluminan su
universo... aún cuando siempre tuvimos el amor de nuestros padres... no
fuimos elegidos con la misma libertad con que ellos se eligieron el uno al
otro”. Reflexión que ilustra bien lo que venimos sosteniendo.
Asimismo, los padres que deben aceptar la conformación de nuevas
familias nucleares por parte de sus respectivos hijos, si bien ceden
en la influencia y cercanía que antes ejercían y disfrutaban respecto
de ellos, ven surgir a cambio, en el marco de las nuevas familias nu-
cleares por ellos constituidas, una nueva relación que depara nuevas
satisfacciones desconocidas previamente: la relación abuelos-nietos.
Una relación que no se debe menospreciar y que, a pesar de provenir
desde fuera de la familia nuclear, es tal vez una de las más determinan-
tes de la familia extensa. La influencia de los abuelos sobre sus nietos
puede ser un refuerzo y una ayuda insustituible para la labor de los padres
en la correcta formación de sus hijos.
Los padres deben, pues, mantener abiertos los canales necesarios
para que los abuelos puedan interactuar con sus nietos y otorgarles
así a estos últimos un sentido de pertenencia familiar más amplio que
trascienda los límites inmediatos de la familia nuclear de la que forman
parte y contribuya también a hacerlos conscientes de los ámbitos más ex-
tensos de solidaridad social que nos obligan y vinculan de muchas mane-
ras a los unos con los otros, en la actitud descrita en el Nuevo Testamento
con estas palabras: “Pero si una viuda tiene hijos o nietos, que éstos
aprendan primero a cumplir sus obligaciones con su propia familia y co-
rrespondan así a sus padres y abuelos, porque eso agrada a Dios” (1 Tim.
5:4).
Del mismo modo, los abuelos deben aprovechar estos canales para in-
fluir constructivamente en sus nietos, haciendo equipo con sus hijos en
la labor de crianza de estos nuevos miembros de la más amplia familia ex-
tensa, sin llegar a sustituirlos sobrecargándose con responsabilidades que
no les corresponden y que deben ser asumidas por los padres. Estos, a su
vez, no deben recargarse en abuelos solícitos, sacrificados y cariñosos
para eludir sus propias responsabilidades paternales en relación con sus
hijos.
Después de todo, la Biblia deja en claro que la relación de abuelos y nie-
tos, más allá de su espontaneidad natural y desinteresada, surgida
del ejercicio de los afectos propios de las relaciones consanguíneas
en el marco de la familia extensa; está de cualquier modo diseñada
para reportar beneficios y satisfacciones a ambas partes: “El hombre
de bien deja herencia a sus nietos… la corona del anciano son sus nietos”
(Pr. 13:22; 17:6).
El patrimonio que los abuelos dejan a sus nietos, más que material, es un
patrimonio histórico, es decir una historia viva a la que se sientan ligados y
de la que tengan conciencia de formar parte. A su vez, los abuelos ven en
sus nietos una extensión de su linaje que llena hasta cierto punto su natu-
ral anhelo de ser relevantes y trascender en la historia, más allá de su
efímera existencia individual. Por eso, el poder contribuir en su formación
les da una sensación de utilidad que difícilmente pueden alcanzar de otro
modo.
Esos canales también pueden ser, de paso, aprovechados como me-
dios por los cuales los hijos se esmeren por mantener siquiera el
contacto mínimo necesario con sus padres, honrándolos como co-
rresponde a pesar de la prioridad y la carga que representen para ellos
sus nuevas responsabilidades al frente de sus respectivos hogares, de
modo que se balanceen y satisfagan adecuadamente los mandatos divi-
nos de dejar a padre y madre, sin dejar de honrarlos como se debe a lo
largo de toda la vida.
Pero pasemos ya a algunos aspectos más específicos de la formación que
el hogar cristiano debe proveer para los miembros de la familia nuclear, en
particular los nuevos miembros nacidos en ella.
Cuestionario de repaso
1. Relacione cuatro argumentos que demuestran la importancia de la familia
para el individuo y la sociedad en general
2. Relacione las tendencias y disfunciones actuales que atentan contra la
noción tradicional de la familia propia del judeocristianismo
3. Identifique y explique brevemente las polaridades de la existencia humana
pa- ra las cuales el hogar cristiano está llamado a proveer el ambiente o
entorno más adecuado para su desarrollo constructivo, equilibrado,
fructífero y pleno
4. ¿Por qué es importante distinguir adecuadamente entre el yo y el mundo?
5. ¿Por qué es importante contrapesar adecuadamente nuestra individualidad
con nuestra dependencia participativa del entorno y de los demás?
6. ¿De dónde surgen respectivamente nuestras necesidades de experimentar
seguridad y libertad por igual?
7. ¿Cómo se concibe la seguridad en el contexto del hogar cristiano?
8. ¿Por qué lo individual siempre tendrá prelación sobre lo colectivo?
9. ¿En qué se diferencia la individualidad del individualismo?
10. ¿Es la individualidad un fin o un medio? Justifique su respuesta
11. ¿Cuáles son los malentendidos alrededor de conceptos legítimos como
auto- estima, amor propio y autoaceptación?
12. ¿En qué se distinguen la sana autoestima del orgullo pecaminoso y la
saluda- ble humildad de la baja autoestima?
13. ¿Cuál es el modelo ideal del cristiano para las relaciones intrafamiliares y
el trabajo de equipo en la familia?
14. ¿Cuál es el principal requisito para hacer de los hogares, junto con cada
uno de los miembros que lo conforman, un equipo constructivo y de
excelencia?
15. Enumere las diferentes estaciones que debemos recorrer todos y cada uno
de nosotros para retornar al hogar del Padre
16. ¿Por qué no es bueno diferir y dejar para después el retorno al hogar del
Pa- dre?
17. ¿Cuáles son los tres tipos de relación que se nos ofrecen en Cristo a todos
los creyentes y que deben, a su vez, cultivarse en mayor o menor grado en
todos los miembros de la familia dentro del hogar cristiano?
18. ¿Cuál es la relación que reúne y lleva a su culminación a las otras dos al
pun- to que no se puede cultivar esta relación sin haber hecho previamente
lo pro- pio con las otras dos?
19. ¿Por qué el hogar cristiano no puede ser conducido apoyado
exclusivamente en mandamientos?
20. Mencione algunas de las diferencias que existen entre mandamientos,
conse- jos y promesas en la Biblia.
21. ¿Cuáles son los dos mandamientos bíblicos que enmarcan las relaciones
en- tre los miembros de la familia nuclear con los demás miembros de la
familia extensa?
22. ¿Qué sucede con las relaciones propias de la familia nuclear original
cuando sus miembros empiezan a constituir nuevas familias nucleares?
23. ¿De qué manera pueden los padres de las nuevas familias nucleares
seguir honrando a sus padres en el contexto de la familia extensa de la
que forman también parte?
24. ¿En qué radica el valor de la longevidad?
25. ¿Cuáles son los únicos miembros de la familia nuclear que tienen
condición vi- talicia y por qué?
26. ¿Cuál es una de las nuevas relaciones que las nuevas familias nucleares
ori- ginan en el marco de la familia extensa que reviste una gran
importancia y de-
para nuevas y profundas satisfacciones y necesarias enseñanzas a todos los
involucrados?
2. Individuo, familia y sociedad
Para poder comprender las dinámicas espirituales que conducen a un
verdadero hogar cristiano, necesitamos comprender primero las dinámi-
cas interiores que, en el cristianismo, tienen lugar en cada uno de los in-
dividuos que conforman las familias, así como las sociedades por ellas
constituidas. La importancia que la consideración del individuo tiene para po-
der avanzar a lo familiar y luego de lo familiar a lo social, en este orden, es es-
pecialmente señalada y enfatizada por el cristianismo.
Debemos darle, entonces, la razón hasta cierto punto al psiquiatra Bruno Bet-
telheim al sostener: “A la solución totalitaria, opongo… permitir a cada indivi-
duo que domine su Yo… El tratamiento que propongo no es político; sólo
puede ser individual”. Porque el tratamiento provisto por el evangelio para
nuestras problemáticas existenciales generadas en gran medida por nuestros
propios pecados en primera instancia no puede ser político ni colectivo, ni si-
quiera familiar, pues antes que nada, debe ser individual. Valga decir que ésta
es una de las razones por las que el evangelio no avala ninguna agenda políti-
ca en particular.
Sin embargo, el tratamiento individual que Dios establece no consiste en
dejar que domine nuestro Yo a secas, pues aquí también nos amenaza la
“solución” totalitaria de la que habla Bettelheim por la cual nuestro Yo pecami-
noso no sólo termina tiranizándonos a nosotros mismos sino, de ser posible,
también a los demás. Por esta causa el teólogo Paul Tillich decía que sin la
revelación del evangelio todos los seres humanos nos vemos abocados a dos
alternativas, ambas igualmente destructivas: la autonomía, es decir, la tiranía
del Yo; o la heteronomía por la cual cedo el gobierno de mi vida a mi prójimo:
el otro, con el peligro de que éste también me tiranice.
Pero en el evangelio se revela una tercera alternativa que podría muy
bien designarse como teonomía, opción en la cual no soy ni Yo, ni otro,
el que gobierna mi vida, sino Dios en la persona de Cristo, cuyo gobierno
excluye todo tipo de tiranía, pues Cristo nunca se impone desde afuera so-
bre nuestra voluntad, sino que, trabajando desde adentro, del centro a la peri-
feria de nuestro ser, nos persuade, convence y capacita para actuar de mane-
ra consecuente con el entendimiento y la convicción obtenida de Él: “Haré que
haya coherencia entre su pensamiento y su conducta, a fin de que siempre me
teman, para su propio bien y el de sus hijos” (Jer. 32:39); “… Nuestra capaci-
dad viene de Dios. Él nos ha capacitado para ser servidores de un nuevo pac-
to, no el de la letra sino el del Espíritu…” (2 Cor. 3:5-6); “pues Dios es quien
produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su bue-
na voluntad… Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 2:13; 4:13);
“Quiero que lo sepan para que cobren ánimo, permanezcan unidos por amor,
y tengan toda la riqueza que proviene de la convicción y del entendimiento.
Así conocerán el misterio de Dios, es decir, a Cristo” (Col. 2:2).
Así, pues, Cristo no es lo mismo que nuestro Yo, pero tampoco es otro,
pues como lo decía Agustín de Hipona, Dios es más íntimo a nosotros que
nosotros mismos. Él es en términos de Tillich la “profundidad” o el “funda-
mento” de nuestro ser, en conformidad con lo dicho por el apóstol Pablo:
«„puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos‟. Como algunos de sus
propios poetas griegos han dicho: „De él somos descendientes.‟» (Hc. 17:28) y
no es, por tanto, alguien ajeno o extraño a nosotros, pero tampoco una
manera diferente o ingeniosa de referirse a nuestro propio Yo.
Porque Cristo no está para complacer nuestro Yo egocéntrico y crónica-
mente inclinado a la autojustificación y a la autogratificación, sino para
confrontarlo y poner en evidencia sin atenuantes nuestra condición pe-
caminosa la verdadera fuente de nuestros problemas existenciales median-
te la convicción de pecado que su Espíritu trae a nuestras conciencias (Jn.
16:8) y el poder que comienza a operar en nosotros para romper su do-
minio en nuestras vidas: “porque nuestro evangelio les llegó no sólo con pa-
labras sino también con poder, es decir, con el Espíritu Santo y con profunda
convicción” (1 Tes. 1:5).
En la misma línea, John Leo afirma en relación con las terapias psicológicas:
“El paciente… ya tiene la respuesta del problema en lo más profundo de su
yo, y el terapeuta sencillamente ayuda a que salga a la superficie”. La pastoral
cristiana coincide con la psicoterapia en que, para ser verdaderamente cons-
cientes de nuestros problemas existenciales y hallar respuestas a ellos, es ne-
cesario profundizar en la intimidad e interioridad de la persona (Sal. 51:6; Mt.
15:16-20; Rom. 10:8-10); pero difiere de ella, de nuevo, en que niega que las
respuestas se hallen en el “yo”, sino más bien en el Dios vivo y verdadero que
se revela al ser humano en la profundidad de su propio ser para sanar su “yo”
enfermo mediante la rendición de éste al “Yo soy” divino (Éxo. 3:14).
No es, entonces, el “yo” humano el que posee las respuestas, sino Dios,
quien se revela a la persona en la profundidad e intimidad de su “yo” in-
dividual, cuando indagamos con humildad y honestidad en sus honduras
para descubrir, sorprendidos, que nunca hemos estado solos (Jn. 16:32),
sino que Dios ha estado esperándonos allí todo el tiempo como el padre
al hijo perdido de la parábola para brindarnos su misericordioso perdón
en Cristo y su gracia manifestada en Su presencia que, por sí sola, hace
que nuestras preguntas más apremiantes pierdan importancia (Sal. 73:25) y
cedan lugar ante el favor y la gracia inmerecidas que Dios nos otorga en
abundancia.
Esto explica por qué el economista francés Charles Gave afirmara: “¡Dios solo
sabe contar hasta uno!... no se interesa por las multitudes, ni por las naciones,
ni por la historia… solo se interesa por cada uno de nosotros uno a uno… el
amor va de una persona a otra… No hay amor colectivo. No hay amor de la
Humanidad”. El evangelista Luis Palau lo ratifica así: “Dios no tiene nietos,
so- lo hijos”, señalando con ello el hecho de que la fe en Dios no es algo que
se hereda al punto de darse por sentada de una generación a otra, sino
que se tiene que revalidar personalmente generación tras generación por
ca- da creyente individual, independiente de la herencia y formación
espiri- tual recibida.
Es en este sentido que Dios solo sabe contar hasta uno. Porque antes que
nada, Él se interesa en cada uno de nosotros de manera individual. No
podría ser de otro modo, pues Dios es amor (1 Jn. 4:8, 16), y el amor es ante
todo una vinculación mutua, voluntaria y libre de carácter individual, de perso-
na a persona. Es por eso que, en lo que tiene que ver con Dios, los cre-
yentes siempre estamos a solas ante Él, aún en medio de la adoración con-
gregacional.
El trato de Dios es siempre individual con cada uno de sus hijos. Tal vez
sea debido a ello que la evangelización es también, en último término, un
asunto individual, sin perjuicio de los métodos masivos de evangelización utili-
zados histórica y actualmente por pastores, evangelistas y televangelistas por
igual. Porque al margen de los resultados de estos esfuerzos masivos de
evangelización, el crecimiento más consistente de la iglesia es el que resulta
de la interacción individual sostenida en el tiempo entre un creyente y un in-
converso que logran compartir intereses, un buen número de veces en el seno
de una misma familia vinculada por lazos de sangre.
Así como la relación con Dios es de carácter individual, también la evan-
gelización lo es. Históricamente la propagación del evangelio ha sido una
responsabilidad de cada creyente con su prójimo inconverso, incluyendo en
primer lugar y como es apenas obvio, a nuestros familiares consanguíneos
miembros del mismo hogar. Todo lo demás es añadido. No fueron, pues, los
apóstoles los que lograron la conversión masiva del imperio romano al cristia-
nismo, sino el sincero testimonio de cientos y miles de anónimos creyentes
hablándoles de Cristo uno a uno a sus semejantes más próximos e inconver-
sos. Los apóstoles simplemente pusieron el broche de oro en este decisivo
trabajo previo llevado a cabo por creyentes sin especiales credenciales. La
experiencia de Felipe y el etíope sigue siendo, entonces, el mejor modelo de
evangelización: “Felipe se acercó de prisa al carro y, al oír que el hombre leía
al profeta Isaías, le preguntó: –¿Acaso entiende usted lo que está leyendo?...
Entonces Felipe, comenzando con ese mismo pasaje de la Escritura, le anun-
ció las buenas nuevas acerca de Jesús” (Hc. 8:30, 35)
Así, pues, tal vez la dinámica más importante que el evangelio desenca-
dena en los seres humanos a nivel individual al interior del hogar y de la
sociedad es la valoración, defensa, promoción y restauración plena de la
condición de personas que ostentamos, como expresión de la imagen y
semejanza divinas plasmadas en cada uno de nosotros (St. 3:9), frecuen-
temente malograda y atrofiada por el pecado y las conductas autodestructivas
a las que éste da lugar.
2.1. Persona, personalidad y carácter
2.1.1. Persona
Isidoro de Sevilla definió de manera breve y puntual la compleja no-
ción de persona. Dijo él que una persona es una “subsistencia
individual de naturaleza racional”. Definición que abarca tanto a
Dios como a los ángeles y a los seres humanos por igual. Dios,
ángeles y seres humanos son, entonces, personas, o más exacta-
mente “subsistencias individuales de naturaleza racional”. Con la
salvedad de que cada uno de los ángeles o los seres humanos
constituyen una sola de estas subsistencias, mientras que la rica
realidad divina no puede definirse ni agotarse en una sola persona,
sino en tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Sea como fuere, cada individuo humano está llamado a ser una
persona en plenitud de facultades. Es decir, a reafirmar su sub-
sistencia individual mediante el desarrollo pleno de todas sus facul-
tades racionales, entendiendo por “racional” todo lo que forma
parte de la imagen y semejanza divinas plasmadas en cada ser
humano que incluye nuestra conciencia, nuestra moralidad, nuestra
capacidad de decisión (libertad y responsabilidad), nuestra capaci-
dad de abstracción (imaginación), nuestro potencial creativo, nues-
tro sentido estético, nuestro sentido comunitario y nuestra vida
emocional, en especial la que tiene que ver con nuestra afectividad
o, en síntesis, nuestra espiritualidad.
El hogar cristiano debe ser un espacio que facilite y fomente el
sano y maduro desarrollo de todo lo anterior en cada uno de
sus miembros para lograr después, al ir más allá del hogar e in-
volucrarse cada vez más con la más extensa sociedad de la que
formamos parte, ejercer en ella estas facultades de manera res-
ponsable y constructiva, con una limpia conciencia. El papel
socializador del hogar cristiano y la familia tiene que ver principal-
mente con hacer de cada uno de sus miembros verdaderas perso-
nas en un mundo caído que tiende a despersonalizar a los se-
res humanos, “cosificándolos” o insensibilizando y atrofiando
sus facultades personales y todas las sublimes posibilidades
presentes en su subjetividad individual al convertirlos en un
número más en medio de la masa, guiados de manera sutil o explí-
cita por principios egoístas que degradan nuestra saludable indivi-
dualidad personal, convirtiéndola en un individualismo egocéntrico
destructivo del entorno con el que únicamente se busca establecer
vínculos fríamente objetivos y utilitarios.
2.1.2. Personalidad
Sin embargo, en el cumplimiento de este cometido debemos tener
en cuenta que, si bien nuestra condición personal es común a
todos los seres humanos, de tal modo que todos estamos llama-
dos a ser personas por igual, sin distinción o diferencias entre un
individuo y otro (esto es lo que los llamados “derechos humanos”
buscan garantizar); también debemos recordar que la manera en
que la condición de “persona” se manifiesta en cada individuo
humano particular no es nunca exactamente igual entre uno y
otro. Dicho de otro modo, todos somos personas por igual, pero no
existe una persona que sea exactamente igual a otra.
Esto nos introduce en la noción de “personalidad”, que no es
más que la manera particular, única y claramente diferenciada
en que se manifiesta en cada individuo humano la condición
personal que Dios nos ha otorgado, malograda en buena medida
por el pecado, pero restaurada de manera real y esperanzadora por
Cristo en el evangelio mediante la fe en Él. Por eso en el cristianis-
mo, el llamado “derecho al libre desarrollo de la personalidad” para
que sea saludable, debe darse en el marco de la ética cristiana y no
transgrediendo este marco con impunidad, como se pretende hoy
en la sociedad secular.
La personalidad se moldea y define tanto por los genes como
por el entorno. En cuanto a los genes, por cuanto es una condición
biológica heredada en el ADN, esa es una parte de la personalidad
que viene ya determinada desde el nacimiento y es inmodificable,
de modo que el hogar cristiano debe reconocerla como algo ya da-
do para cada uno de sus miembros sin intentar cambiarla, pues es
parte de la singular dotación natural que Dios otorga a cada ser
humano en particular desde que somos formados en el vientre de
nuestra madre. Este componente de la personalidad será tratado
enseguida con más detalle bajo la noción de “temperamento”, pues
ese es el nombre que usualmente se da a este componente here-
dado de la personalidad de cada ser humano.
Por lo pronto baste decir que la responsabilidad que el hogar
cristiano tiene en el sano desarrollo de la personalidad de cada
uno de sus miembros, tiene que ver con brindar, bajo la guía
bíblica, el mejor y más adecuado entorno social inmediato para
impulsar los aspectos ventajosos de cada temperamento indi-
vidual heredado por sus miembros, a la par que pule, restringe
y enseña a la persona a dominar de manera satisfactoria los
aspectos débiles y potencialmente problemáticos de este mis-
mo temperamento, pues como lo veremos, todos los temperamen-
tos tienen por igual fortalezas a acentuar y debilidades a mitigar.
2.1.3. Carácter
El carácter, finalmente, es el desarrollo maduro de la personali-
dad. Todo individuo humano, en especial los cristianos, pueden y
deben adquirir un carácter maduro al margen de las diferencias
temperamentales o de personalidad únicas que puedan manifestar.
El cristiano bien conducido y formado en el hogar debe llegar a
ser una persona con carácter.
Contrario a la creencia popular, no existen ni temperamentos ni
personalidades condenadas a ser débiles de carácter (los introverti-
dos) por contraste con aquellas que tendrían todo para poseer un
carácter fuerte (los extrovertidos). Al fin y al cabo, el carácter no se
mide propiamente en términos de fuerza o debilidad (a no ser
que se apliquen estos adjetivos a la voluntad y no al componente
físico, corporal o expresivo de la persona), sino en términos de
criterio firme y maduro.
Una persona de carácter es una persona que exhibe un criterio
ilustrado, firme y maduro en todo lo que hace o deja de hacer y
que es íntegra ‒es decir, “de una sola pieza”‒ en sus actuacio-
nes, incluso cuando se equivoca. El carácter está bien descrito
en la Biblia de muchas maneras, tanto con el fruto del Espíritu San-
to en Gálatas 5:22-23 y también en esa progresión en la vida cris-
tiana relacionada en 2 Pedro 1:5-7, así como con la caracterización
que se hace en los salmos, sobre todo el salmo 15, de las condicio-
nes que debe reunir quien aspire a habitar en la presencia de Dios
contando con su aprobación.
Esa es la meta del hogar cristiano: formar personas con perso-
nalidades que posean un carácter maduro que cuente con la
aprobación de Dios, independiente de las particularidades únicas
de cada cual que hacen de cada uno de nosotros seres, si bien no
indispensables o irremplazables, si por lo menos cabalmente insus-
tituibles y en gran medida necesarios para el avance de la obra de
Dios en el mundo.
2.2. Temperamentos
La teoría sobre los temperamentos merece consideración aparte por el
poder determinante que el temperamento puede llegar a adquirir sobre la
conducta humana y el carácter del cristiano. Tradicionalmente se ha
considerado que hay cuatro temperamentos identificables y suscep-
tibles de distinguirse entre sí, cuyas combinaciones en cada persona
determinan sus características temperamentales particulares, a sa-
ber: colérico, sanguíneo, melancólico y flemático.
Aunque no se puede ser concluyente al respecto, pues la discusión sobre
este particular continua abierta y la Biblia no se ocupa de este tema, se
considera que el temperamento heredado es el responsable de
aproximadamente el treinta y cinco por ciento de la personalidad y
las tendencias conductuales asociadas a ella, mientras que factores
ambientales como la crianza en la infancia, las experiencias de la vida, el
amor de los padres y otros semejantes son responsables de otro treinta y
cinco por ciento de la personalidad.
El cuadro lo completa el compromiso religioso y moral de la persona
con el restante treinta por ciento de participación en la personalidad, aun-
que hay que decir que este último, a pesar de no ostentar el mismo pe-
so porcentual de los anteriores, es tal vez el que genera las transfor-
maciones más significativas en la personalidad del individuo, además
de que opera cambios medioambientales tan favorables y evidentes que
terminan haciendo causa común para modificar con su sesenta y cinco por
ciento de influencia combinada el aspecto heredado del temperamento,
por lo que éste último no tiene a la sazón todo el peso que inicialmente pa-
rece ostentar.
Se estima también que de los cuatro temperamentos que se combinan
indistintamente en la personalidad hay uno que es dominante, al que
se considera por ello temperamento primario, y otro que también in-
fluye de manera visible, llamado por ello temperamento secundario,
sin perjuicio de la eventual participación que los otros dos puedan también
tener, pero en proporciones muy pequeñas al compararlos con el tempe-
ramento primario y el secundario. En términos porcentuales y de manera
aproximativa o promediada podría decirse que interactuamos con las de-
más personas en un setenta por ciento con el temperamento primario y un
treinta por ciento con el secundario.
La Biblia parece referirse a los temperamentos en el libro de los Prover-
bios, en el que Agur considera cuatro tipos de personas definidas en
términos de lo que se considera son algunos de los rasgos clásicos de ca-
da uno de los temperamentos básicos, manifestados de forma censurable.
Así, Proverbios 30:11: “»Hay quienes maldicen a su padre y no bendicen a
su madre” podría muy bien estar aludiendo al temperamento melancólico,
dado a la crítica, al pesimismo y a la actitud vengativa. El versículo 12:
“Hay quienes se creen muy puros, pero no se han purificado de su impu-
reza”, encaja bien con una característica de los flemáticos, dados a consi-
derarse inocentes debido a su actitud pacificadora y su capacidad para
mantenerse al margen del conflicto. El versículo 13: “Hay quienes se
creen muy importantes, y a todos miran con desdén” se ajusta con el
sanguíneo y su tendencia ególatra a considerarse el centro alrededor de
quien con- vergen los demás. Y el versículo 14: “Hay quienes tienen
espadas por dientes y cuchillos por mandíbulas; para devorar a los pobres
de la tierra y a los menesterosos de este mundo”, podría corresponder
muy bien con las maneras duras, impositivas y en muchos casos
ofensivas e hirientes del colérico para con los demás.
Como ya ha quedado sobrentendido, el temperamento es el componente
genético de nuestra personalidad, heredado de nuestros padres a través
de sus genes combinados en el momento de la concepción. Al margen de
cuál o cuáles sean los genes responsables del temperamento, lo cierto es
que la similitud entre el temperamento de los hijos en relación con el
de sus padres es algo innegable desde el punto de vista de la obser-
vación y la experiencia cotidiana, lo cual confirma la idea de que el
temperamento es un factor heredado. Valga decir que no existen tem-
peramentos buenos o malos por sí mismos, pues lo que en un tempe-
ramento puede llegar a ser una debilidad bajo ciertas circunstancias, pue-
de ser una fortaleza bajo otras diferentes.
Por eso, la iglesia ha considerado el temperamento como una dotación
dada por Dios a cada persona a través de sus padres, al margen de que
las personas terminen manifestando eventualmente sus temperamentos
de la peor y no de la mejor manera, debido a que no capitalizan bien sus
rasgos particulares en las circunstancias propicias para ello, sino que los
expresan de manera imprudente, inoportuna y cuestionable cuando las
circunstancias son adversas.
Dios ha diseñado un plan de vida para cada persona que es bueno,
agradable y perfecto y que tiene, por lo mismo, el potencial de hacer
florecer de la mejor forma cada temperamento particular, conocido por
Él y tenido en cuenta desde el momento en que la persona es concebida
en la historia mediante la fecundación de un óvulo femenino por un es-
permatozoide masculino y más aún, desde la elección llevada a cabo tam-
bién por Él desde la eternidad sobre todos y cada uno de los creyentes.
Ese es el sentido de la declaración de Rick Warren en su libro Una vida
con propósito cuando afirma: “A Dios no lo sorprendió tu nacimiento, es
más lo estaba esperando, Mucho antes de que fueras concebido por tus
padres, fuiste diseñado en la mente de Dios, el pensó en ti primero, Dios
planeó crearte a pesar de las circunstancias de tu nacimiento y quiénes
serían tus padres. Ellos tenían el ADN que Dios quería para crearte”.
Por todo lo anterior, conocer nuestro temperamento nos ayuda a iden-
tificar sus rasgos característicos a fin de no permitir que se convier-
tan en debilidades sino en fortalezas que, bajo la guía de Dios, puedan
ser aprovechadas en el momento adecuado y oportuno y minimizados en
las circunstancias adversas a ellos, sobre todo en la vida de pareja dentro
del matrimonio, conformando un equipo tan armónico y bien compenetra-
do que pueda hacer frente de manera correcta y con ventaja a toda situa-
ción que la vida les pueda deparar.
2.2.1. Características de los cuatro temperamentos básicos.
A continuación describiremos, uno a uno, las características de ca-
da uno de los cuatro temperamentos básicos.
2.2.1.1. El sanguíneo. Los personajes sanguíneos suelen ser afec-
tuosos, expresivos, vivaces y que saben disfrutar de los
momentos gratos de la vida. Son receptivos por naturaleza
y las impresiones externas le llegan con facilidad al co-
razón. En él predominan los sentimientos más que el
pensamiento reflexivo, para la toma de decisiones. Es
muy extrovertido, nunca se queda sin palabras, aunque con
frecuencia habla sin pensar. Detesta la soledad, por lo que
no carece de amigos. Tiende a levantar el ánimo de los
demás. Su voluntad es bastante influenciable y, por lo
mismo, muy voluble y cambiante. Elude las disciplinas exi-
gentes y es bastante centrado en sí mismo y emocional-
mente volátil.
2.2.1.2. El colérico. Es el temperamento explosivo por excelen-
cia, rápido, activo, práctico, de voluntad firme, al punto de la
inflexibilidad, autosuficiente y muy independiente. Le resul-
ta fácil la toma de decisiones tanto para sí mismo, como pa-
ra los demás. Es un extrovertido que estructura su vida al-
rededor de la actividad. En efecto, para él la vida es acti-
vidad. Es capaz de tomar decisiones sensatas e instantá-
neas, y de planificar proyectos ambiciosos y de gran enver-
gadura. No le asusta la adversidad, más bien lo estimula.
Su obstinada determinación le permite triunfar allí don-
de otros han fracasado. Es un líder nato. Con todo, no le
es fácil simpatizar con los demás, ni le resulta natural mos-
trar compasión o expresarla. Se muestra impaciente, intole-
rante e insensible a las necesidades de los demás, y es frío
al grado de la indolencia y hostilidad. Usa su ira como arma
para lograr lo que quiere, que por lo general es que las co-
sas se hagan a su manera. Es autoritario y hasta déspota,
generando temor entre los miembros de su familia (esposa
e hijos). Es rencoroso y poco dado a las expresiones afec-
tuosas. Son eficientes a la hora de alcanzar objetivos,
pero no al cultivar relaciones. Puede ser cruel, haciendo
difícil para los demás vivir con él.
2.2.1.3. El melancólico. La persona melancólica es analítica, ab-
negada, talentosa y perfeccionista, con una naturaleza
emotiva muy sensible y propensa a la introversión. Por
lo mismo, no le resulta fácil entablar amistades. Por otra
parte, sus tendencias perfeccionistas son garantía de
cumplimiento, haciendo de él una persona confiable con la
que se puede contar y a quien se le pueden delegar res-
ponsabilidades sin temor a ser decepcionados. Su capaci-
dad analítica lo lleva a diagnosticar con exactitud los obstá-
culos y peligros de cualquier proyecto, por lo que con fre-
cuencia se muestra reticente a iniciar algún proyecto nuevo,
al punto de dar la impresión de ser pusilánime y temeroso,
poco dado a la iniciativa. Sin embargo, su sentido de la
responsabilidad es muy elevado. Tiende a ser excesiva-
mente crítico, pesimista, suspicaz y desconfiado.
2.2.1.4. El flemático. Los que ostentan este temperamento son per-
sonas tranquilas y llevaderas, pacientes al extremo, con
un umbral tan elevado para la ira que rara vez se enojan.
Nada parece poder sacarlos de quicio, pues mantienen la
calma y la imperturbabilidad en medio de circunstancias
en que los demás temperamentos están lejos de lograr-
lo. Poseen la capacidad única de ver el lado cómico de la
vida aún en los momentos más dramáticos y por eso logran
mantener una perspectiva optimista de ella. Tienen una gran
retentiva y agudeza mental y observan detalles que pueden
pasar desapercibidos para los demás. Prefieren ser espec-
tadores y no protagonistas por lo que se cuidan de no ver-
se involucrados innecesariamente en las actividades de los
demás. Eluden el liderazgo, pero cuando las circunstancias
o el deber se los impone, pueden llegar a ser líderes muy
capaces. Son conciliadores y actúan como pacificadores
naturales. Son dados de tal modo al contentamiento que
pueden dar la impresión de carecer de aspiraciones y entre-
garse a la resignación. Actúan bajo la ley del menor esfuer-
zo, aunque suelen responder bien bajo presión. Prefieren
guiarse siempre por el sentido común. Su imperturbabilidad
puede llevarlos a la indolencia y el desinterés. Poco dados al
conflicto, su extrema pasividad y despreocupación puede re-
sultar exasperante para quienes los rodean.
2.2.2. Combinaciones temperamentales en las parejas
Haciendo abstracción del temperamento secundario y enfocándo-
nos únicamente en el primario, hay algunas situaciones típicas que
involucran a las parejas y las llevan a relacionarse en términos de
los rasgos propios de su temperamento primario dentro de algunas
combinaciones que, sin ser únicas ni mucho menos, si son repre-
sentativas de las más comunes o habituales.
Lo primero que hay que señalar es que la tendencia generalizada
consiste en que los temperamentos opuestos se atraen. La expe-
riencia demuestra que, de manera subconsciente, somos atraídos
hacia los rasgos de nuestra pareja que les confieren ventajas en
aquellas circunstancias del día a día en que nuestros propios ras-
gos pueden representar desventajas.
Es así como los sanguíneos atraen a los melancólicos y vice-
versa. No es raro, pues, que los sanguíneos que aman la diversión,
se sientan atraídos a los sombríos y profundamente reflexivos me-
lancólicos y que los melancólicos, a su vez, respondan mejor a los
desembarazados sanguíneos que los ayudan a salir de sus intros-
pecciones.
Por otro lado, los coléricos y los flemáticos también se sienten
atraídos entre sí. Es apenas lógico que los coléricos, generadores
de actividad, se sientan atraídos a los llevaderos seguidores flemá-
ticos en una relación que minimiza la posibilidad de choque y de
conflicto, puesto que los coléricos desempeñan bien y de manera
natural su rol dominante sin encontrar competencia en la pasividad
del flemático y su tendencia a evitar los problemas. Ambos tempe-
ramentos se complementan bien en la medida en que el flemático
necesita alguien que lleva adelante la relación, y el colérico necesita
alguien a quien empujar.
Al introducir en el análisis también al temperamento secundario,
podemos llegar a las siguientes combinaciones más específicas.
Los sanguíneos coléricos atraen a los melancólicos flemáticos.
Este tipo de relación une al activista y amante de la diversión, con la
persona llevadera y de pensamientos profundos. Valga decir que
estas combinaciones son meramente descriptivas, sin pronunciar-
nos aquí sobre su conveniencia o inconveniencia, pues el éxito o el
fracaso en estas relaciones no está determinado por la combinación
en sí, sino por la madurez en el carácter de cada uno de los miem-
bros de la pareja, como ya se señaló al definir el carácter. Hay, en-
tonces, combinaciones que pueden facilitar o dificultar la rela-
ción, pero ninguna de ellas tiene un éxito o un fracaso garanti-
zado que dependa única y exclusivamente del temperamento,
pues lo determinante en todas ellas es el carácter de las per-
sonas involucradas.
También las combinaciones pueden darse frecuentemente en-
tre personas que comparten los mismos temperamentos, pero
en posiciones diferentes, es decir que el temperamento primario
de uno de ellos es el secundario de su contraparte y viceversa. Por
ejemplo, no es extraño que los sanguíneos melancólicos y los
melancólicos sanguíneos se sientan atraídos entre sí.
Una clasificación más amplia y generalizada habla simplemente de
temperamentos extrovertidos e introvertidos. Si nos atenemos a es-
ta caracterización, los sanguíneos y los coléricos son los tempe-
ramentos considerados extrovertidos, mientras que los me-
lancólicos y flemáticos son considerados introvertidos. Y la
atracción entre opuestos explica las combinaciones que se dan
también entre temperamentos extrovertidos con los introvertidos, ta-
les como la que tiene lugar entre los sanguíneos flemáticos
cuando se sienten mutuamente atraídos por los melancólicos
coléricos. Esta combinación reúne probablemente a la personali-
dad más amable de todas con la más seria, profunda y circunspec-
ta.
Otra combinación muy radical del mismo tipo es la que tiene lugar
entre los coléricos sanguíneos que se sienten atraídos y atraen
a su vez a los flemáticos melancólicos (radical por el hecho de
reunir en una sola persona los dos temperamentos extrovertidos e
introvertidos respectivamente).
No pretendemos agotar aquí las múltiples combinaciones posibles y
las relaciones resultantes de ellas, sino ilustrar el punto con algunas
descripciones rápidas de algunas de las más típicas relaciones para
estimular el análisis y la reflexión alrededor de nuestro propio tem-
peramento y las maneras en que, al dejarnos moldear por Dios y al-
canzar un carácter maduro independiente del temperamento que
manifestemos, podamos trabajar para tener éxito en nuestros ma-
trimonios al margen de la combinación de temperamentos que ca-
racterice nuestra relación de pareja, ya sea típica o no.
En realidad, no existe una combinación temperamental ideal pa-
ra el matrimonio. Comparativamente hablando, algunas pueden
facilitar o dificultar más la relación. A pesar de ello, sin Cristo
aún las que más se facilitan pueden fracasar. Pero con Cristo
aún las más difíciles pueden tener éxito, para el beneplácito de
Dios, la satisfacción de la pareja y el bienestar de la sociedad.
Teniendo en cuenta el párrafo anterior, lo mejor para los cristia-
nos es buscar una pareja cristiana (ya volveremos sobre esto al
tratar el llamado “yugo desigual”). De este modo ambos estarán
dispuestos a entregarse a Dios para que Él pula de la mejor manera
sus respectivos temperamentos y les conceda el carácter necesario
para tener éxito en la relación, en línea con lo declarado por el pro-
feta con estas palabras: “No será por la fuerza ni por ningún poder,
sino por mi Espíritu –dice el Señor Todopoderoso‒” (Zac. 4:6).
Porque es el Espíritu Santo el que puede moldear nuestro tem-
peramento, de modo que el grado de transformación favorable ex-
perimentado en este aspecto de nuestra personalidad esté siempre
en relación directa con el grado de rendición y disposición que ma-
nifestemos hacia la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. El
Espíritu Santo es el único que puede generar de manera consisten-
te en nosotros el carácter ya aludido con el fruto del Espíritu Santo
de una manera satisfactoria en cada uno de los temperamentos, li-
mando sus asperezas y potenciando lo mejor de ellos.
2.2.3. Egoísmo: el gran enemigo
Expertos consejeros matrimoniales han encontrado que la principal
causa de divorcios en este tiempo es el egoísmo. Debido a
nuestra condición caída y pecaminosa, todos somos egoístas en
mayor o menor grado. Hay temperamentos más proclives a des-
arrollar una mayor medida de egoísmo que otros, pero estas
tendencias naturales pueden ser controladas satisfactoriamen-
te por medio de la crianza en un hogar cristiano dirigida a la
formación de un carácter maduro en cada uno de sus miem-
bros.
Es importante tener presente que en el trasfondo de toda iniciati-
va, recurso o práctica implementada en el hogar para alcanzar
este logro, debe hallarse siempre de un modo directo o indirec-
to el fomento de una relación personal e íntima con Dios de
cada uno de los miembros de la familia, acorde con su edad y
desarrollo particular, pues es un hecho reconocido por todos los
cristiano que: “Si el SEÑOR no edifica la casa, en vano se esfuerzan
los albañiles. Si el SEÑOR no cuida la ciudad, en vano hacen guardia
los vigilantes” (Sal. 127:1).
La relación personal con Dios de cada uno de sus miembros
los lleva a reconocer e identificar más fácilmente sus actitudes
egoístas y a confesarlas a Dios y a los directamente afectados
en la familia con un genuino arrepentimiento, solicitando su
respectivo perdón. Adicionalmente, es en el marco de esta misma
relación con Dios que adquieren vida las amonestaciones que Él
nos dirige en contra de nuestro egoísmo destructivo y que nos fa-
cultan en el poder de Dios para un creciente ejercicio de un altruis-
mo misericordioso, paciente, tolerante, sacrificado y considerado
para con los demás, al mejor estilo de la parábola del buen samari-
tano (Lc. 10:25-37), siguiendo en ello la instrucción y el ejemplo de
Cristo (Mt. 20:25-29; Fil. 2:3-4).
2.2.4. El mito de la incompatibilidad de caracteres.
La confusa e indefinible “incompatibilidad de caracteres”
‒expresión que conlleva la entrega completa de las personas al
temperamento heredado, sin posibilidad de moldearlo cons-
tructivamente‒ se ha convertido en el pretexto que exime a la
parejas posmodernas de cualquier esfuerzo consistente y sa-
crificado para mejorar su relación matrimonial, siguiendo en
cambio la dirección trazada por su egoísmo y rindiéndose por com-
pleto ante las dificultades y abandonando sus responsabilidades en
las primeras de cambio para optar así por la separación y el divor-
cio.
Esta expresión, unida a otras similares con igual nivel de sofisti-
cada confusión tales como la “crisis de la edad madura”, coro-
nadas ambas con el llamado “derecho a ser feliz”, pretenden
encubrir y justificar toda una serie de pecados asociados al aban-
dono culpable ‒en especial por parte de los varones‒ de las res-
ponsabilidades propias de la vida matrimonial con el cónyuge, los
hijos y la sociedad en general. La separación, el divorcio e incluso
el adulterio se convierten así en opciones de vida tan legítimas co-
mo el mismo matrimonio, a las que se puede acudir en el momento
en que se quiera o considere necesario, como un as bajo la manga
que nuestro egoísmo guarda convenientemente como recurso para
dar rienda suelta a nuestra naturaleza pecaminosa de maneras so-
cialmente aceptables.
Parece ser que el mundo de hoy quiere barrer sus pecados debajo
de la alfombra respondiendo afirmativamente y sin más la pregunta
que los fariseos le dirigieron en su momento al Señor Jesús: “…
‒¿Está permitido que un hombre se divorcie de su esposa por cual-
quier motivo?” (Mt. 19:3). Pero la basura debajo de la alfombra no
desaparece, sino que se acumula para terminar ensuciándolo todo,
pasándole una elevada y dolorosa cuenta de cobro a los encubrido-
res. Porque el amor que cubre pecados (1 P. 4:8) debe comen-
zar con el cónyuge antes de hacerse extensivo a otros (Heb.
13:4).
Definitivamente, en esta era posmoderna la sociedad ha preferido
tratar con los pecados mediante toda esta serie de expresiones so-
fisticadas que buscan no sólo encubrirlos, sino incluso exhibirlos y
justificarlos con desvergonzado descaro. Tenía razón Philip Yancey
al sostener que: “Si el amor cubre multitud de pecados, la temible
crisis de la edad madura [y por extensión, la incompatibilidad de ca-
racteres y el derecho a ser feliz] encubre una multitud de los mis-
mos. Las personas ya no cometen más adulterio o rompen sus ma-
trimonios; sino que atraviesan una crisis de la edad madura”
Siguiendo con Yancey, también habría que estar de acuerdo con él
al afirmar que: “Nuestro consejo moderno se vuelve tan sofisticado
que se remonta más allá del reino de la coherencia racional”. Re-
flexión que evoca al profeta Isaías al advertir desde tiempos anti-
guos: “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno y a lo bueno malo,
que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo
amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (Isa. 5:20). Advertencia
que se aplica con especialidad a los tiempos en que vivimos, con un
nivel de sofisticación tal en muchas de sus construcciones cultura-
les que, en vez de contribuir a esclarecer y aclarar más las cosas
de manera razonable, lo que han terminado es confundiendo y
mezclando lo bueno con lo malo con perversa sutileza, por medio
de todo tipo de elaboradas y engañosas racionalizaciones con ropa-
je científico como las que abundan en el campo del diagnóstico, tra-
tamiento y terapias psicológicas acompañantes que existen en el
marco de las diversas escuelas psicoanalíticas en boga en la actua-
lidad.
Parece ser que el nivel de sofisticación alcanzado en la investiga-
ción y en el lenguaje utilizado para describir el funcionamiento de la
psiquis y orientar, con base en ello, la conducta humana, obedece
al viejo y maquiavélico lema que afirma: “si no puedes convencer-
los, confúndelos”. Así, al desechar la palabra y la noción misma
de “pecado” de su vocabulario, la psicología ha terminado jus-
tificando y hasta impulsando muchas conductas pecaminosas
con explicaciones tan sofisticadas que añaden mayor atractivo
a estas prácticas y las llegan a convertir en la norma que de-
bería seguirse en estos casos.
Expresiones adicionales como el “derecho al desarrollo de la
libre personalidad” ‒de la misma clase y nivel de sofisticación y
ambigüedad que las que venimos considerando‒ terminan sirvien-
do de pretexto para prácticas egoístas que incurren en todo tipo de
pecados e irresponsabilidades. Por cuenta de esta engañosa sofis-
ticación los consejeros modernos han llegado a abandonar la mis-
ma coherencia racional y el contundente y sencillo carácter razona-
ble y de sentido común que exhiben los preceptos y consejos bíbli-
cos (Sal. 19:7-9).
Porque la revelación y el consejo de Dios en la Biblia, con todo y
ser una expresión de la profundidad y absoluta superioridad de la
mente divina sobre la humana (Ecl. 3:11; Isa. 55:8-9); posee no
obstante una sencillez y una coherencia racional tan contundente y
evidente a cualquier oído desprejuiciado que deja expuesta a la
mentada “incompatibilidad de caracteres” y a toda su parentela
de sofisticadas frases acompañantes, como mitos esgrimidos
por quienes se resisten a reconocer sus pecados y prefieren
recurrir a injustificables excusas para encubrirlos y permitir que
la persona egoísta eluda sus responsabilidades ante Dios y la so-
ciedad.
2.3. Modelos, condicionamientos y sanidad
Sin perjuicio de lo anterior, existen modelos de comportamiento en la
familia que se transmiten de generación en generación y condicionan
y limitan seriamente el sano y constructivo desarrollo de sus indivi-
duos en el seno de la sociedad de la que forman parte. Tradicional-
mente estos modelos equivocados y pecaminosos han sido llamados
“ataduras generacionales” o “maldiciones familiares” indistintamen-
te. El contenido doctrinal abarcado bajo estas expresiones surge del se-
gundo de los mandamientos del decálogo que dice textualmente lo si-
guiente: “No te hagas ningún ídolo, ni nada que guarde semejanza con lo
que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo
que hay en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás delante de ellos
ni los adores. Yo, el SEÑOR tu Dios, soy un dios celoso. Cuando los
padres son malvados y me odian, yo castigo a sus hijos hasta la
tercera y cuarta generación. Por el contrario, cuando me aman y
cumplen mis mandamientos, les muestro mi amor por mil generaciones.”
(Éxo. 20:4-6).
Sin embargo, dadas las equivocadas interpretaciones que se han hecho
de este pasaje, debemos aclarar su correcto significado. Lo primero que
hay que tener presente es que las “ataduras generacionales” están direc-
tamente conectadas con la idolatría. Es decir que es fundamentalmente
la adoración de ídolos la que acarrea estas “ataduras” sobre las ge-
neraciones posteriores. Pero la idolatría no tiene que ver únicamente
con la adoración de ídolos visibles, somáticos (con cuerpo), antro-
pomórficos (con forma humana) y palpables por medio de las imáge-
nes que de ellos se elaboran y que se colocan en altares familiares,
pedestales, templos, cuadros, estampas, medallones y todo tipo de
reducto religioso. Esto, por supuesto, es idolatría; pero no abarca todas
las formas de idolatría conocidas y posibles.
Hay también, más allá del ámbito de lo religioso, ídolos o dioses se-
culares que justifican lo dicho por el gran estudioso de las religiones Mir-
cea Eliade en el sentido de que: “El hombre profano, lo quiera o no, con-
serva aún huellas del comportamiento del hombre religioso... La mayoría
de los hombres „sin-religión‟ se siguen comportando religiosamente, sin
saberlo”. Es decir que, en último término, en el ámbito de lo religioso o en
el ámbito de lo profano o secular, todos adoramos algo o alguien y,
como tales, si no adoramos al único Dios vivo y verdadero revelado
en Jesucristo, entonces somos idólatras, pues no hay terceras op-
ciones.
En este sentido los estadios deportivos, las oficinas, las aulas de clase, los
hogares, los teatros, las salas de cine, los museos, las discotecas, los ba-
res, los restaurantes, los moteles, etc. pueden ser sutiles lugares de ado-
ración de ídolos, en la medida en que lo que ocupe el primer lugar en el
corazón de la persona no sea el Dios vivo y verdadero revelado en Jesu-
cristo, sino el deporte o el deportista famoso, el trabajo, el estudio, la fami-
lia, el actor, el cantante o el artista de moda, la bebida, la comida, el sexo
y así sucesivamente.
Después de todo, nos guste o no, todos somos seres religiosos con
una tendencia natural a la adoración, ya sea que seamos o no plena-
mente conscientes de ello o que adoremos de manera expresamente
religiosa o veladamente secular. Aún ateos tan reconocidos como el
alemán Ludwig Feuerbach admitieron el hecho de que el hombre es por
esencia un animal religioso, construyendo su pensamiento a partir de este
axioma. La disyuntiva del hombre no es, pues, adorar o no adorar, ser re-
ligioso o no serlo; sino a quién o qué vamos a adorar, pues no podemos
sustraernos a este impulso vital. Y esto reduce las opciones a dos sola-
mente: adoramos al Dios verdadero o adoramos a los ídolos o dioses fal-
sos: “Elías se presentó ante el pueblo y dijo: ‒¿Hasta cuándo van a seguir
indecisos? Si el Dios verdadero es el S EÑOR, deben seguirlo; pero si es
Baal, síganlo a él” (1 R. 18:21).
A la vista de lo anterior, las ataduras generacionales afectan a las pos-
teriores generaciones de todo ser humano, religioso o no, que pone
en primer lugar en su vida algo o alguien diferente a Dios. Todo no
creyente tiene, pues, sobre sí estas ataduras y de no mediar la conversión
a Cristo puede transmitirlas a su descendencia después de él de manera
indefinida (en realidad, la expresión “tercera y cuarta generación” no debe
interpretarse con rigor literal, sino únicamente como la posibilidad de que
se transmitan indefinidamente a través de varias generaciones consecuti-
vas).
Una de las equivocadas interpretaciones hechas del pasaje citado del
Éxodo es la afirmación de que éste significa que, de un modo misterioso y
hasta mágico, al mejor estilo del poder atribuido a una “maldición gitana”,
somos personal e individualmente culpables de los pecados de nuestros
padres y, por lo tanto, debemos asumir el castigo que ellos ameritan. Pero
no es la culpa lo que se transmite, sino las consecuencias del pecado
de los padres, algo mucho más lógico y hasta obvio, como lo veremos
enseguida con más detalle cuando consideremos las maneras en que se
manifiestan estas ataduras en las generaciones posteriores.
Entre otras cosas, porque como también se enseña de manera paralela en
la materia de Teología Social, el Éxodo no abroga la responsabilidad per-
sonal e individual establecida por Dios en el Antiguo Testamento: “Pero
ustedes preguntan: «¿Por qué no carga el hijo con las culpas de su pa-
dre?» ¡Porque el hijo era justo y recto, pues obedeció mis decretos y los
puso en práctica! ¡Tal hijo merece vivir! Todo el que peque, merece la
muerte, pero ningún hijo cargará con la culpa de su padre, ni ningún padre
con la del hijo: al justo se le pagará con justicia y al malvado se le pagará
con maldad” (Eze. 18:18-20). Así, pues, es claro que lo que se transmite,
más que una culpa heredada, son las consecuencias del pecado de nues-
tros antepasados, pues aquí no hay duda que Dios no nos hace respon-
sables de los pecados de nuestros padres sino únicamente de los nues-
tros.
Es evidente que las consecuencias de los pecados de los padres afec-
tan a sus hijos y descendientes por varias generaciones. Basta ver
cómo muchas prácticas moralmente censurables se repiten con frecuencia
de generación en generación al punto de dar la impresión de que fuera un
destino o maldición inmodificable en la que se encontraran atrapadas to-
das las generaciones de una saga, como si su pecados fueran un “negocio
de familia” (divorcios, alcoholismo, deudas, drogadicción, violencia intra-
familiar, abuso sexual, abandono, etc). Pero a pesar de que, sin lugar a
dudas, el ejemplo de los padres determina en buena medida la repetición
de estos mismos actos por sucesivas generaciones de hijos o descendien-
tes; no por esto los hijos pueden excusarse señalando el ejemplo de
sus padres, escudándose en una mal entendida solidaridad de fami-
lia.
Así intentaron sin éxito hacerlo los judíos de la época de Ezequiel con un
amañado refrán muy conocido en la época: “El SEÑOR me dirigió la pala-
bra: «¿A qué viene tanta repetición de este proverbio tan conocido en Is-
rael: „Los padres comieron uvas agrias, y a los hijos se les destemplaron
los dientes?‟ Yo, el SEÑOR omnipotente, juro por mí mismo que jamás se
volverá a repetir este proverbio en Israel. La persona que peque morirá.
Sepan que todas las vidas me pertenecen, tanto la del padre como la del
hijo”, (Eze. 18:1-4), pasando enseguida a refutar esta excusa fácil con la
que el pueblo eludía su responsabilidad, estableciendo ya sin lugar a ma-
las interpretaciones y a la par con el principio vigente de la responsabilidad
colectiva, también el principio de responsabilidad individual que ya se citó
arriba (ver estos conceptos con más detalle en la materia de Teología So-
cial).
No podemos pasar por alto que, después de todo, la conversión a Cristo
rompe de manera inmediata estas “ataduras generacionales” o “mal-
diciones familiares”: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley… [y,
por extensión, de todo tipo de maldición] para que por medio de Cristo
Jesús, la bendición prometida a Abraham llegara a las naciones…” (Gál.
3:13-14). Si ha habido auténtica conversión, estas “ataduras” o “maldicio-
nes” generacionales quedan sin efecto sobre el nuevo creyente, entre
otras cosas porque: “… la maldición sin motivo jamás llega a su destino”
(Pr. 26:2) y el creyente ya no da motivo para ello, pues el poder de Dios
que opera en él a partir de la conversión modifica favorablemente todo tipo
de conductas pecaminosas destructivas heredadas y aprendidas de los
padres en sucesión ininterrumpida durante varias generaciones. La con-
versión es, literalmente, un “punto de quiebre” en relación con los
pecados generacionales.
En el caso de aquellos creyentes que aún siguen repitiendo algunas de las
censurables conductas de sus antepasados, sin que logren romper estos
modelos de comportamiento, puede ser necesaria la consejería y la ora-
ción por parte del pastor o consejero, pero en estos casos más que “libe-
rarlo” mágicamente de estas ataduras, ‒liberación que únicamente Cristo
puede llevar a cabo (Gál. 5:1)‒, lo que debe hacerse es enseñarle a utili-
zar los recursos bíblicos que Dios pone a su disposición para que pueda
finalmente sobreponerse por sí mismo a estas condenables e inconvenien-
tes conductas que echan a perder su calidad de vida y su testimonio cris-
tiano, “sanando” de todas estas conductas y actitudes espiritualmente pa-
tológicas.
En otras palabras, enseñarle a manejar eficazmente: “Las armas con que
luchamos… que tienen el poder divino para derribar fortalezas…” (2 Cor.
10:4-5), puesto que la consejería y la oración pastoral nunca pueden ni
deben eliminar o sustituir el elemento de responsabilidad personal
que todo creyente tiene ante Dios, incluyendo la responsabilidad que el
pastor o maestro tiene de enseñar estas dinámicas espirituales a los
miembros de la iglesia para no permitir que terminen dependiendo de la
consejería pastoral de manera inconveniente y facilista. Esto es lo que se
busca alcanzar mediante la materia de Sanidad Interior, incluida en el
cuarto semestre de nuestro programa de estudio.
Los seres humanos no nos encontramos, pues, atrapados en un des-
tino inmodificable, sino que si nos volvemos a Dios podemos romper
los condicionamientos que se nos hayan impuesto a través de mode-
los de conducta equivocados a los que hayamos estado expuestos en
nuestras familias, a pesar del poder determinante que estos puedan haber
alcanzado sobre nosotros, ejerciendo así a cabalidad nuestra respon-
sabilidad como corresponde.
Debemos evitar que en nuestras familias se termine sustituyendo la fe por
una variedad de magia cómoda y facilista en la que, al igual que los judíos
de la época de Ezequiel, se argumente una sospechosa “solidaridad de
familia” para atribuir de manera cómoda y sistemática todos los problemas
y pecados que nos afectan a las “ataduras de tercera y cuarta generación”
que supuestamente vienen desde nuestros ancestros y que terminan así
haciendo las veces de “chivos expiatorios” de nuestros pecados. Des-
echemos, pues, las falsas interpretaciones de las “ataduras generaciona-
les” de nuestros hogares cristianos mediante una auténtica conversión que
nos faculte para llegar a ser el punto de inflexión en el que estas ataduras
quedan rotas e inoperantes, no sólo en nuestras vidas, sino en las de
nuestros descendientes.
2.4. La formación de la persona: la brecha generacional
En el propósito de formar correctamente a las nuevas generaciones, como
Dios manda; la brecha generacional suele ser un obstáculo que de-
bemos superar. Después de todo, el profeta Malaquías anunció el adve-
nimiento de la era mesiánica con estas esperanzadoras palabras alusivas
al precursor de Cristo, Juan Bautista: “Él hará que los padres se reconci-
lien con sus hijos y los hijos con sus padres, y así no vendré a herir la tie-
rra con destrucción total” (Mal. 4:6)
La noción designada como “brecha generacional” hace referencia a
las deficientes relaciones entre padres e hijos y viceversa. Es decir, la
ruptura que se da entre una generación y otra que hace difícil las relacio-
nes cordiales y constructivas entre ambas y causan dolor a padres e hijos
por igual. El texto de Malaquías nos informa, además, que si la brecha
generacional no se cierra, el juicio de Dios es inevitable sobre la tie-
rra. No es un asunto trivial, sino algo de crucial importancia para el bienes-
tar de una sociedad. Miremos algunos aspectos diferentes de la brecha
generacional que es importante esclarecer.
2.4.1. La brecha padres-hijos. Esta es la forma más representativa
que asume la brecha generacional y hace referencia a la in-
comprensión, dificultades e incluso negligencias en la comuni-
cación entre padres e hijos que tiene como resultado el que no
se logren transmitir eficazmente los valores, creencias y con-
vicciones de los primeros a los últimos, perdiéndose de mane-
ra lamentable al cabo de una o dos generaciones. La Biblia ilus-
tra esta brecha generacional por medio de lo sucedido en el interva-
lo entre Josué y los Jueces (Jue. 2:7-12). Recordemos a este res-
pecto también lo ya dicho por Luis Palau en el sentido de que: “Dios
no tiene nietos” y las circunstancias que lo llevaron a esta convic-
ción, descritas en la anécdota inicial narrada en la unidad 10 de la
materia Administración del Dinero de primer semestre de nuestro
programa de estudio.
Repitamos una vez más, entonces, que nadie es cristiano de ma-
nera automática por el hecho de nacer de padres cristianos.
Cada uno tiene que experimentar personalmente la conversión
en el curso de su vida y para ello es imprescindible la instrucción,
el afecto, el amor, el ejemplo y la disciplina de los padres para con
sus hijos. ¿Pero cómo podremos hacer y expresar todo esto si no
pasamos tiempo con nuestros hijos? La brecha generacional pa-
dres-hijos es consecuencia en gran medida de la carencia de
tiempo compartido entre padres e hijos.
El pastor y sicólogo cristiano James Dobson tiene un ministerio muy
reconocido llamado “Enfoque a la familia”. Y en una de sus confe-
rencias más conmovedoras, titulada: “¿Dónde está papá?”, él com-
parte con su audiencia una simpática composición escrita por una
niña de nueve años muy perspicaz, como podremos darnos cuenta
al leerla. Composición que, por cierto, deja muy bien parados a los
abuelos y abuelas que hacen bien su trabajo en el contexto del
hogar cristiano. La composición se titula, justamente: “Qué es una
abuela”, y dice así:
“Una abuela es una señora que no tiene hijos propios interesante
definición.
a ella le gustan mucho los niños de otras personas.
Un abuelo es una abuela, hombre ahí tienen el comienzo del femi-
nismo,
Él sale de paseo con los varones y hablan de pesca y cosas por el
estilo.
Las abuelas no tienen que hacer nada, excepto el ser abuelas.
Ellas son ancianas, así que no deben jugar muy fuerte ni correr.
Ya es suficiente que nos lleven al mercado, donde está el
caballito de madera
y que tengan una buena cantidad de monedas listas
o, si nos llevan de paseo, ellas deben detenerse a mirar hojas de
árboles y orugas y nunca deben decir. „¡date prisa!‟
Generalmente las abuelas son gordas, pero no tan gordas como
pa- ra no atarnos los zapatos,
usan anteojos y ropa interior un poco extraña,
pueden quitarse sus dientes y encías,
no tienen que ser muy inteligentes, sino contestar preguntas como:
„¿por qué Dios no tiene esposa?‟... y „¿por qué los perros corretean
a los gatos?‟
Todos deberían tratar de tener una abuela, ¡especialmente si no
tienen televisión!
porque ellas son las únicas personas mayores que tienen tiempo”
Esta ingeniosa, inteligente y muy intuitiva niña dio en el clavo
haciendo en su composición dos referencias muy precisas al asunto
que nos ocupa: los padres no pasan tiempo con sus hijos. Y no
hay otra forma de transmitir nuestros valores, creencias y convic-
ciones a nuestros hijos que pasando tiempo con ellos. Porque su-
cede que los valores no son enseñados a los niños. Los valores
son captados por ellos de manera incidental, en el trato casual,
espontáneo y cotidiano que tenemos con ellos cuando compar-
timos tiempo mutuo.
Si no compartimos tiempo con nuestros hijos durante el cual poda-
mos escucharlos y darles también la oportunidad de escucharnos y
observarnos puede llegar a suceder algo como lo relatado en una
canción popular de los años setenta que el Dr. Dobson comparte a
renglón seguido en su aludida conferencia y que pone el dedo en la
llaga de una forma tan incisiva que puede llegar a dolernos y que,
precisamente por eso, vale la pena leerla con atención. Se llama
“Gatos en la cuna”, y dice así:
“Mi hijo nació justamente el otro día,
él vino al mundo en forma normal
pero yo tenía mucho que hacer y mucho que pagar
en mi ausencia aprendió a caminar
y antes de yo saberlo él ya hablaba.
Cuando creció me decía:
„Yo voy a ser como tú, ¿sabes? Yo voy a ser como tú‟
CORO: Y los gatos en la cuna y la cuchara de plata,
el muchachito bueno y el hombre en la luna
„¿cuándo vuelves a casa, papá?‟… „Bueno, yo no sé cuándo,
pero… estaremos juntos luego, hijo… tú sabes, la pasaremos
bien, luego‟
Mi hijo cumplió diez años el otro día. Él dijo: „ Gracias por la pelota
papá. ¿Vamos a jugar, puedes enseñarme a jugar?
Le dije: „No hijo, tengo mucho que hacer‟
Él dijo: „Está bien‟, y entonces se alejó, pero su sonrisa no se des-
vaneció
y dijo: „Yo voy a ser como papá, sí, tú sabes, yo voy a ser como él‟
CORO: Y los gatos en la cuna y la cuchara de plata,
el muchachito bueno y el hombre en la luna
„¿cuándo vuelves a casa, papá?‟… „Bueno, yo no sé cuándo,
pero… estaremos juntos luego, hijo… tú sabes, la pasaremos
bien, luego‟
Bueno, él consiguió su primer trabajo el otro día. Se veía todo un
hombre,
y le dije: „Hijo, estoy orgulloso de ti, ¿puedes sentarte un momen-
to?‟
Él sacudió su cabeza y dijo con una sonrisa: „Bueno, lo que
realmente quisiera es que me prestaras el auto. Te veo luego.
Qué dices. ¿Me lo prestas?
„¿Cuándo volverás a casa hijo?‟ „Yo no sé cuándo. Pero estare-
mos juntos, luego, papá… tú sabes, lo pasaremos bien, luego‟
Bueno, ya estoy jubilado y mi hijo se ha ido lejos
justamente lo llamé el otro día y le dije: „Me gustaría verte, si no
te
es molestia‟
Él dijo: „Me gustaría, papá, si tuviera tiempo. Pero, tú sabes.
Pro- blemas en el trabajo, y los niños tienen gripe. Pero me alegra
que hayas llamado papá. Me alegra que hayas llamado‟. Y
cuando col-
gué el teléfono, el recuerdo vino a mí. Él ha crecido igual a mí. ¡Mi
muchacho era igual a mí!
CORO: Y los gatos en la cuna y la cuchara de plata,
el muchachito bueno y el hombre en la luna
„¿cuándo vuelves a casa, hijo?‟… „Bueno, yo no sé cuándo,
pero… estaremos juntos luego… tú sabes, la pasaremos bien,
lue- go‟
La letra de esta canción no requiere comentarios explicativos. Que-
da en claro que ser un buen padre no es algo que se alcanza au-
tomáticamente por el hecho de engendrar hijos, si siquiera en el
contexto del matrimonio. Como lo dijera Michael Levine: “Tener
hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener
un piano no lo vuelve pianista”. Más aún, ser cristianos no nos
garantiza de manera automática que no tengamos que experi-
mentar dolorosamente y en carne propia la brecha generacio-
nal si no trabajamos consciente y disciplinadamente para evi-
tarla.
Los padres debemos poner en práctica de manera consistente y re-
suelta en nuestros hogares algunos consejos puntuales tales como
el que nos da Josh Billings con mordacidad al indicar: “Para encau-
zar a un niño por la senda que debería seguir, viaje usted por ella
de vez en cuando”. Charles Swindoll también dejó constancia de un
hecho contundente que solemos pasar por alto al recordarnos que:
“Cada día de nuestra vida hacemos depósitos en el banco de me-
moria de nuestros hijos”, de tal modo que, como lo complementa H.
Jackson Brown: “Vive de tal modo que, cuando tus hijos piensen en
la justicia y la integridad, piensen en ti”
2.4.2. La brecha hijos-padres. Esta brecha generacional se da en una di-
rección inversa a la anterior y no es tan inusual como podría pare-
cer. Es decir que en este caso no va de los padres a los hijos, sino
de los hijos a los padres. Y es que en ocasiones los resabios de
los padres les impiden cambiar muchas de sus actitudes estre-
chas, rígidas e intolerantes, incapacitándolos para asumir los
retos de los nuevos tiempos de forma constructiva, haciendo
inevitable el relevo a cargo de los hijos que no están viciados
como sus padres.
El ejemplo más representativo es el que tiene lugar en hogares con
estas características: Hijos convertidos y padres no creyentes o tan
sólo simpatizantes. O hijos comprometidos con la causa de Cristo y
padres tibios, asistiendo escasamente a los servicios de domingo
con intermitencias continuas y sin un compromiso evidente. Parece
ser que la manera en que el científico Max Planck resumió la forma
en que se dan los avances de la ciencia entre una y otra generación
tiene relación directa con esta brecha generacional hijos-padres. Di-
jo él que: “Una verdad… nueva no suele imponerse porque sus ad-
versarios… se rindan a sus razones, sino… porque éstos van mu-
riendo, y la generación siguiente se ha ido familiarizando desde un
principio con la verdad”.
Esta afirmación evoca un conocido episodio de la historia de Israel
en el Antiguo Testamento: el éxodo a través del desierto. En efecto,
la generación de israelitas adultos que partió de Egipto bajo la
dirección de Moisés en camino a Canaán, tuvo que deambular
por el desierto durante cuarenta años, pereciendo en él debido
a que, mientras estuvieron allí, se resistieron a aprender las
lecciones necesarias para tomar posesión de la tierra prometi-
da, entre las cuales la más importante era la confianza sin re-
servas en Dios. En contraste, la generación que creció en el
desierto y no estaba tan contaminada con las prácticas de los
egipcios aprendió a confiar en Dios y gracias a ello pudo con-
quistar y establecerse en el lugar que Él les había entregado
(Nm. 14:22-31; Jos. 5:6-9).
Lamentablemente, con frecuencia los padres son odres viejos
que no pueden contener el vino nuevo de sus propios hijos (Mt.
9:17). La dureza de las viejas generaciones hace necesario que las
nuevas se conviertan en sus silenciosos acusadores en cumpli-
miento de la voluntad de Dios. Sin embargo, no podemos olvidar
que Moisés, junto con Josué y Caleb, entre otros, formaba par-
te de la generación de adultos que salieron de Egipto. Y estos
últimos dos fueron excepciones que nos demuestran que esta
brecha generacional también puede ser sorteada con éxito. No
todos los miembros de la vieja generación tuvieron, pues, que
perecer en el desierto sin poder tomar posesión de la tierra
prometida a causa de la brecha generacional hijos-padres.
Los padres cristianos deben ser sensibles a la guía divina y no re-
sistirse a cambiar y a asumir la que Dios está impartiendo en la
nueva generación de jóvenes creyentes, de modo que las nuevas
generaciones no tengan que disfrutar solitarias, sin la compañía de
sus progenitores, lo que Dios tiene preparado para ellas. La in-
fluencia de un buen joven cristiano sobre sus progenitores no
creyentes no puede soslayarse ni menospreciarse, así esta in-
fluencia no pueda ser tan determinante como la de un padre cristia-
no sobre el resto de los miembros de su familia.
2.4.3. La brecha Padre-humanidad. Aunque a estas alturas se pueda
dar ya por sentado, no sobra recordar que ésta es la brecha defi-
nitiva, origen en gran medida de la brecha generacional en to-
das sus formas. Los no creyentes, aunque suene duro, viven como
bastardos, es decir como hijos sin Padre; sin disciplina, sin instruc-
ción, sin guía, equivocándose, tropezando, cayendo, desorientados,
confundidos, sin un propósito que valga la pena, sin un sentido que
justifique el esfuerzo, sin una esperanza real hacia el futuro, resig-
nados, moviéndose por inercia arrastrando el lastre de todos sus
pecados, lamentando las consecuencias de sus actos, las oportuni-
dades malogradas, las vidas desperdiciadas, los perjuicios causa-
dos a las personas a las que aman con su conducta y sus actitudes
que han traído como resultado brechas abiertas con los hijos, con
los padres, con los cónyuges, con sus semejantes.
Pero la cruz de Cristo cierra de manera definitiva la brecha Pa-
dre-humanidad y hace posible que el apóstol Pablo pueda dirigirse
a nosotros en estos términos: “Dios… por medio de Cristo nos re-
concilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación:
esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo
mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a
nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que… como si Dios
los exhortará a ustedes por medio de nosotros: „En nombre de
Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios” (2 Cor. 5:18-20).
La fe en Cristo y la rendición incondicional en obediencia a Él
nos permite cruzar la brecha Padre-humanidad a través de la
cruz, como consecuencia de lo cual podremos comenzar a ver
también, maravillados, como todas las demás brechas en nuestra
vida, incluyendo por supuesto la brecha padres-hijos e hijos-padres,
se comienzan a cerrar también de manera natural y creciente. Es
cuestión tan sólo de ponerlo a prueba para poder confirmarlo en la
experiencia propia.
2.5. La instrucción y la disciplina: claves de la madurez
El apóstol Pablo consigna una verdad que es tan obvia, que con frecuen-
cia la obviamos pasándola por alto: “Cuando yo era niño, hablaba como
niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser adul-
to, dejé atrás las cosas de niño” (1 Cor. 13:11). Este pasaje da por senta-
do algo que es axiomático en la experiencia humana. Los niños piensan,
hablan y razonan de manera diferente a los adultos. La niñez se caracteri-
za por unas formas particulares de pensamiento, expresión y razonamien-
to que difieren sustancialmente de aquellas que corresponden a un adulto.
Además de ello, en este pasaje el apóstol Pablo da a entender que a to-
dos nos llega el momento de “dejar atrás las cosas de niño” y que ese pa-
so no es sólo deseable, sino también necesario en la vida cristiana. Pero
antes de proceder a examinar más detalladamente cómo quiere y espera
Dios que logremos este cometido en el seno del hogar ciristiano, es nece-
sario identificar, definir y distinguir dos conceptos profundamente re-
lacionados entre sí que, por lo mismo, suelen ser confundidos con
nefastas consecuencias para la vida del creyente y de todos sus alle-
gados. Nos referimos a la niñez y a la inmadurez. No son lo mismo.
Veamos esto con más detalle. Todo niño es inmaduro en alguna medida,
sino no sería niño. El grado de inmadurez puede variar de un niño a otro.
Puede tratarse de inmadurez física, emocional, psicológica, intelectual o
todas juntas; pero el hecho es que si se es niño automáticamente se es
también inmaduro. Por el contrario, si se es maduro en todos los aspec-
tos, entonces no se puede tratar de un niño, pues no es posible haber ma-
durado en todo y ser niño simultáneamente. El adulto podrá ser cómo niño
en algunos aspectos, pero definitivamente no puede ser un niño de mane-
ra literal.
Hasta aquí parecería que niñez e inmadurez son sinónimos. Pero el
hecho es que, así como existen adultos maduros lo cual debería
constituir la regla, también existen adultos inmaduros. Tal vez más de
lo que estaríamos dispuestos a reconocer. Deberían ser la excepción, pe-
ro a veces y la iglesia no es la excepción al respecto existe, lamenta-
blemente, la tendencia a que los adultos inmaduros se conviertan en
la norma de forma indefinida. Para comprender mejor este asunto va-
mos a referirnos a la siguiente observación de Michael Burkett acerca de
la infancia:
“Es cierto que la infancia tiene sus desventajas. Sin embargo, los niños
son en verdad afortunados: si encuentran una moneda en la acera, se
sienten ricos, si se topan con una piedra en forma de fósil, se sienten ex-
ploradores; si dan con un hormiguero, se sienten Dios. A los niños jamás
les remuerde la conciencia... Para ellos la vida es eterna. Y en cierto sen-
tido tienen razón. Cuando se vive... sin pensar en el futuro, como lo hacen
los niños, el tiempo no existe”.
Evidentemente, la niñez tiene ventajas y desventajas, los niños pose-
en virtudes y defectos propios de su condición de niños. Podríamos
decir, aunque suene redundante, que la ventaja de los niños es la ni-
ñez, pero su desventaja es la inmadurez. Paradójicamente, los niños
son encantadores en muchos sentidos, pero al mismo tiempo son exaspe-
rantemente infantiles. Nos sorprenden, enseñan y dejan maravillados
en ocasiones con sus candorosas respuestas e ingenio, como cuando
a una niña le preguntaron en la iglesia qué eran las epístolas y respondió,
con toda la inocencia del caso y con expresión de que la respuesta se caía
de su peso, que eran “las esposas de los apóstoles”. O como la pequeña
que alguna vez argumentó que el color azul del cielo era la prueba incues-
tionable de que Dios era hombre, pues si fuera mujer, entonces sería ro-
sado.
En fin, no en vano una revista tan prestigiosa y con tanta historia, como lo
es las Selecciones del Readers Digest, tiene una sección fija mensual pa-
ra recoger todas estas ingeniosas e inocentes anécdotas infantiles, llama-
da “Entre niños te veas”. Pero para balancear adecuadamente este
asunto, también hay que decir que existen momentos en que los ni-
ños nos exasperan hasta el límite con sus travesuras y berrinches. En-
tonces es imprescindible entender por qué el Señor Jesucristo puso como
ejemplo a los niños en multitud de ocasiones (Mr. 10:14-15) mientras que
Pablo, su apóstol, nos exhorta a dejar atrás las cosas de niño. ¿Hay con-
tradicción?
En realidad no la hay. El Señor Jesucristo nos anima a retener y con-
servar las ventajas de la niñez, mientras que el apóstol Pablo nos ur-
ge a dejar atrás las desventajas de la inmadurez (1 Cor. 14:20). No en
vano se habla del niño que todos llevamos dentro. Pero, en honor a la
verdad, infortunadamente, en la mayoría de casos el “niño que lleva-
mos dentro” no es del tipo recomendado por el Señor Jesucristo, si-
no del censurado por el apóstol Pablo. Y es en el hogar cristiano donde
debemos comenzar a avanzar resueltamente hacia la madurez. Para po-
der hacerlo debemos, entonces, distinguir y tratar en su orden las ventajas
de la niñez en primer lugar y, enseguida, las desventajas de la inmadurez.
Veámoslas.
2.5.1. Ventajas de la niñez
2.5.1.1. No son maliciosos. Los niños son por naturaleza transpa-
rentes, sin doblez, no piensan mal, no desconfían, no ven
inexistentes segundas intenciones, no andan buscándole
“tres patas al gato”. Son necios, sí, pero no con plena con-
ciencia. Por eso Dios los considera inocentes y afirma
que el reino de los cielos es de ellos por derecho propio,
como ya se expuso en la materia Fundamentos de la Fe,
sin que esto implique que no nazcan con la inclinación a
pecar y la ejerzan a las primeras de cambio. De ahí que se
requiera la disciplina en su formación.
2.5.1.2. Son dependientes. Los niños son, por decirlo de este mo-
do, los “animales” más indefensos de la naturaleza en el
momento de nacer. No tiene las más mínimas posibilidades
de sobrevivir sin sus padres. Deben depender de ellos para
su propio bien y beneficio como ninguna otra cría en la na-
turaleza. En este sentido Dios quiere que aprendamos a
depender por completo de él, nuestro Padre Celestial.
2.5.1.3. Son humildes. Un niño, mientras sea niño, no es orgulloso
ni altivo, a menos que lo haya aprendido observando la
conducta de sus padres. Por supuesto, cuando crecen es
inevitable que se vuelvan orgullosos en alguna medida, pe-
ro mientras sea niño no lo es. Y la humildad es, como se
cae de su peso, condición indispensable para la salva-
ción. La Biblia abunda en recomendaciones para que sea-
mos humildes (Miq. 6:8; 1 P. 5:6), y nos comunica al mismo
tiempo y por contraste las bendiciones y las lamentables
consecuencias de obedecer o hacer caso omiso a este im-
perativo (Sal. 138:6; Pr. 11:2). Y el ejemplo más ilustrativo
de esto lo dio el propio Señor Jesucristo con el contraste
entre el fariseo y el publicano en la parábola narrada en Lu-
cas 18:9-14.
2.5.1.4. Son alabadores entusiastas y espontáneos. A la llegada
triunfal de Cristo a Jerusalén el domingo de Ramos, los ni-
ños estaban entre sus más espontáneos y alegremente bu-
lliciosos y desinhibidos seguidores (Mt. 21:15-16). Podría
decirse que, definitivamente, los niños no padecen el que
algunos llaman “síndrome de Mical” padecido en el pa-
saje anterior por los jefes de los sacerdotes y los maestros
de la ley propio de muchos adultos, es decir la rigidez
y acartonamiento condenatorio hacia quienes no sus-
criben y guardan, como ellos, la postura ritual, solemne
y protocolaria que los convencionalismos sociales im-
ponen, ahogando así la alegre espontaneidad ante Dios,
actitud manifestada por Mical, la hija del rey Saúl y esposa
del rey David en 2 Samuel 6:12-23.
2.5.1.5. Confían con facilidad. Por eso están especialmente fa-
cultados para acoger sin suspicacias la revelación de
Dios, creyendo en Él (Lc. 10:21). Frank Peretti se refirió
en una de sus novelas a “las ambiciones de la vida adulta”,
aludiendo con ello al hecho de que cuando crecemos y ad-
quirimos algunos conocimientos acerca del funcionamiento
de las cosas que de niños nos asombraban y maravillaban
con su misterio, dejamos entonces de maravillarnos con
ellas, y es así como desechamos las historias bíblicas que
alguna vez nos impactaron, por considerarlas como “histo-
rias para niños” demasiado rudimentarias y simples para
nuestro “nuevo nivel de conocimiento”. Se cumple así
cuando crecemos lo dicho por el Señor en la epístola a los
Romanos: “Aunque afirmaban ser sabios, se volvieron ne-
cios” (Rom. 1:22).
2.5.2. Desventajas de la inmadurez
El apóstol Pablo aborda de nuevo este aspecto negativo de la
niñez por medio de la reprensión dirigida a la iglesia de Corinto:
“Yo, hermanos, no pude dirigirme a ustedes como a espirituales si-
no como a inmaduros, apenas niños en Cristo. Les di leche porque
no podían asimilar alimento sólido, ni pueden todavía, pues aún son
inmaduros. Mientras haya entre ustedes celos y contiendas, ¿no
serán inmaduros? ¿Acaso no se están comportando según criterios
meramente humanos?” (1 Cor. 3:1-3).
De igual modo, el autor de la epístola a los Hebreos hace lo pro-
pio en su momento con estas palabras: “En realidad, a estas altu-
ras ya deberían ser maestros, y sin embargo necesitan que alguien
vuelva a enseñarles las verdades más elementales de la palabra de
Dios. Dicho de otro modo, necesitan leche en vez de alimento sóli-
do. El que sólo se alimenta de leche es inexperto en el mensaje de
justicia; es como un niño de pecho. En cambio, el alimento sólido es
para los adultos, para los que tienen la capacidad de distinguir entre
lo bueno y lo malo, pues han ejercitado su facultad de percepción
espiritual. Por eso, dejando a un lado las enseñanzas elementales
acerca de Cristo, avancemos hacia la madurez. No volvamos a
poner los fundamentos, tales como el arrepentimiento de las obras
que conducen a la muerte, la fe en Dios, la instrucción sobre bau-
tismos, la imposición de manos, la resurrección de los muertos y el
juicio eterno” (Heb. 5:11-6:2).
Por último, el apóstol Pedro también confirma esta instrucción
cuando nos dice: “deseen con ansias la leche pura de la palabra,
como niños recién nacidos. Así por medio de ella crecerán en su
salvación” (1 P. 2:2). A la luz de estos pasajes podemos inferir al-
gunas de las características propias de la inmadurez, a saber:
2.5.2.1. Son egocéntricos y egoístas. La persona inmadura, como
los niños, se considera a sí misma el centro del universo.
Todo gira o debe girar alrededor de él mismo. Y como
consecuencia de lo anterior son egoístas. Demandan lo
suyo y son por naturaleza insensibles a las necesidades de
los demás y al dolor ajeno. La siguiente anécdota narrada
por una madre lo ilustra bien: “Para complacer a mis hijos,
les compré una pecera y dos pececitos dorados idénticos.
Un día, al levantarse, la niña encontró a uno de ellos flotan-
do sin vida y de inmediato fue a avisarle a su hermanito:
¡Michael, ven a ver. Se murió tu pez!”.
La anécdota anterior registra de manera precisa la tenden-
cia egoísta de nuestra naturaleza pecaminosa. Todos, en
nuestro estado natural de inmadurez crónica, somos en
mayor o menor grado como esa niña. Queremos ganárnos-
las todas. Todo lo contrario del ejemplo de Cristo que el
apóstol Pablo nos recomienda seguir (Fil. 2:3-5; 2 Tim. 3:1-
2; Rom. 2:8).
2.5.2.2. Son obstinados e irrazonables. Como los niños, hay mu-
chos adultos que son tan obstinados, tan tercos, tan
porfiados, tan intransigentes, tan testarudos, que si-
guen haciendo berrinches si no pueden obtener lo que
desean. Y no aceptan con facilidad razones diferentes a su
propio punto de vista. Su perspectiva es siempre la correcta
y se cierran a los argumentos de la contraparte, empecina-
dos neciamente en su postura, la mayoría de las veces en
su propio perjuicio, a la manera del mismo apóstol Pablo
que, antes de su conversión, insistía en “darse cabezazos
contra la pared” (Hc. 26:14).
Se empecina a tal grado en su punto de vista que no ceden
y prefieren “morir en su ley” muchas veces. De hecho la
gente inmadura suele sufrir el “síndrome del producto ter-
minado” expresado en la conocida frase mordaz que dice:
“genio y figura hasta la sepultura”.
2.5.2.3. Son irresponsables. Para nadie es un secreto que los ni-
ños no son dados a rendir cuentas de sus actos. No son
responsables de manera natural y espontánea sino que, por
el contrario, deben ser laboriosa y diligentemente enseña-
dos por sus padres, maestros y tutores a serlo, en conso-
nancia con lo dicho en la Biblia en cuanto al hecho seguro
de que, al final, todos sin excepción tendremos que dar
cuenta de nuestros actos (Rom. 14:12). Sin que se les en-
señe a hacerlo, los niños aprenden pronto a justificarse
por todo. No reconocen sus faltas sino a regañadientes
y porque no tienen más opción.
Por el contrario, la persona madura está dispuesta a decla-
rar, como David: “No lleves a juicio a tu siervo, pues ante ti
nadie puede alegar inocencia” (Sal. 143:2). Porque las
personas maduras entienden que, cuando comparece-
mos ante Dios las comparaciones entre nosotros pier-
den toda su razón de ser. Y los niños, al igual que la gente
inmadura, tiene la crónica tendencia a compararse con los
demás, con la esperanza de salir mejor librados que aque-
llos con quienes se comparan, imaginando ingenuamente
que tal vez así podrán desviar la atención de Dios de ellos
mismos para dirigirla al otro.
Son como los niños pequeños que al ser sorprendidos co-
miendo las galletas de lo alto del estante; señalan y culpan
al que sostiene en sus manos el recipiente que las contiene,
olvidando que los restos de galleta en sus propios rostros
los delatan. Pero el hecho es que el Dios Justo no se deja
enredar en estos necios e infantiles sofismas de distracción
urdidos por el hombre para tratar de justificarse.
2.5.2.4. Son crédulos. En Efesios 4:14 observamos que, sin perjui-
cio de lo ya dicho en el sentido que la inocencia de los ni-
ños puede ser provechosa cuando se trata de creer sin ma-
licia, sin ver segundas intenciones, como ya lo dijimos al
mencionar las ventajas de la niñez, a diferencia de los adul-
tos que suelen ver todo con malicia; también es cierto que
su ingenuidad puede ser peligrosa pues los lleva a ser
crédulos, que es creer en algo sin que existan fundamen-
tos reales para hacerlo, sacrificando en el proceso la capa-
cidad crítica, la facultad de pensar y verificar nuestras cre-
encias con objetividad.
Y si bien es cierto que Dios busca creyentes, mucho va del
creyente al crédulo. George Herbert dijo que: “El diablo di-
vide al mundo entre el ateísmo y la superstición”, es decir,
entre la incredulidad y la credulidad. En síntesis, ni incredu-
lidad pero tampoco credulidad, sino creencias y conviccio-
nes firmes que pasen la prueba de la crítica y estén susten-
tadas por razones de peso (1 P. 3:15).
En razón de todo lo anterior, vale la pena tener presente el consejo de
Jesús Hermida: “Procura que el niño que fuiste no se avergüence del adul-
to que eres”. Y es por eso también que Bryan White dijo acertadamente
que “En realidad nunca crecemos. Sólo aprendemos a comportarnos en
público”. Es cierto. Tan cierto que la moralidad y las buenas maneras
sociales de muchos, así como la misma religiosidad de otros tantos
adultos, llegan a ser con frecuencia una fachada para encubrir la in-
madurez crónica que padecen por debajo de esas falsas apariencias
que se esmeran tanto por proyectar una vez han aprendido medianamente
a comportarse en público y es así como muchos terminamos construyendo
una imagen que no corresponde con nuestra realidad. Imagen con la que
pretendemos encubrir impunemente nuestros pecado tanto afuera como
adentro de la iglesia con la conciencia tranquila.
Pero como sucede con toda fachada, tarde o temprano (por lo general
más temprano que tarde) esa fachada se vendrá al piso dejando comple-
tamente expuesta, para perjuicio nuestro, toda nuestra vergonzosa inma-
durez, tal y como lo dijo el Señor a los falsos profetas que se esmeraban
en construir hermosas fachadas endulzándole el oído al pueblo de Israel
con palabras bonitas, pero sin ningún fundamento, diciéndoles lo que ellos
querían oír y no lo que necesitaban escuchar: “han engañado a mi pueblo
diciendo: „¡Todo anda bien!‟, pero las cosas no andan bien; construyen
pa- redes endebles de hermosa fachada. Pues... sus fachadas se vendrán
abajo...” (Eze. 13:10-16). Porque aunque la única manera segura de
avanzar hacia la madurez plena es de la mano de Cristo, es en el
hogar dónde se pueden sentar las bases más firmes para alcanzar
esta meta que el evangelio hace posible.
2.5.3. La necesidad de la disciplina
Para introducir este tema de cierre del capítulo vale la pena hablar
de Pelagio, un monje británico de la antigua Roma que impugnó la
doctrina clásica del pecado original y, por ende, sus efectos vi-
sibles en la conducta humana, inclinada de suyo hacia la des-
obediencia desde la misma infancia de manera evidente. Su postu-
ra al respecto fue combatida y condenada como herejía por la igle-
sia en general en especial por Agustín de Hipona pero en cierto
modo sigue vigente fuera de ella en la ilustración secular moderna
que dio lugar a la ingenua filosofía de Rousseau expresada en su
frase más representativa y conocida: “el hombre nace puro y la so-
ciedad lo corrompe”.
El autor cristiano John Ortberg se refirió a Pelagio con ingeniosa y
evidente ironía diciendo: “Pelagio, por supuesto, no tuvo hijos”. Cla-
ro que no, pues era monje. Y es que, en honor a la verdad, cual-
quier padre o madre medianamente razonables estarían en
desacuerdo con Pelagio o Rousseau, indistintamente. No por
nada se cuenta de un conferencista sin hijos que dictaba una confe-
rencia titulada Reglas para criar a los hijos. Tan pronto tuvo hijos
cambió el título de la conferencia, llamándola Sugerencias para
criar a los hijos. Cuando los hijos llegaron a la adolescencia canceló
la conferencia.
No se necesita ser muy observador para darse cuenta que la
obediencia no es algo natural en el ser humano, como se dedu-
ce de la experiencia de crianza llevada a cabo por los padres con
sus hijos, tomada en cuenta por la Biblia con toda la seriedad debi-
da: “La necedad es parte del corazón juvenil, pero la vara de la dis-
ciplina la corrige” (Pr. 22:15). No es casual que en la Biblia la co-
rrección o disciplina de los hijos sea un tema fundamental y
recurrente de la vida práctica cristiana, abordado con especiali-
dad en el libro de los Proverbios.
De hecho, es la infancia el periodo más adecuado y esperanza-
dor para la instrucción y corrección de los hijos, pues poste-
riormente es ya mucho más difícil corregir su desobediencia y sus
perjudiciales efectos mediante la disciplina paterna (Pr. 19:18). La
paternidad responsable pasa, entonces, por la corrección firme pero
amorosa de los hijos (Pr. 13:24; 23:13-14; 29:15), sin que esto im-
plique ensañarse en ellos al punto de la exasperación (Efe. 6:4; Col.
3:21).
Asimismo, la Biblia declara que es sabio por parte de los hijos aten-
der la corrección de sus padres en su momento (Pr. 4:1; 10:17;
13:1, 18; 15:5, 10, 32; 19:20; Efe. 6:1-3; Col. 3:20). Pero todo
aquello que se aplica a los hijos en relación con sus padres te-
rrenales, se aplica igualmente y de manera aún más solemne a
todos los creyentes padres e hijos por igual dentro de la fami-
lia nuclear en relación con el Padre celestial (Job 5:17; Pr. 3:11-
12; Heb. 12:5-11), de modo tal que en el marco de la fe, Dios se
dirige por igual a padres e hijos en estos términos: “Reconoce en tu
corazón que, así como un padre disciplina a su hijo, también el
SEÑOR tu Dios te disciplina a ti” (Dt. 8:5).
Porque la disciplina, tanto de los padres con los hijos en el hogar
cristiano, como la del Padre celestial con todos sus hijos, incluyen-
do a los padres en la familia nuclear, busca invariablemente lle-
varnos a la madurez responsable. Es una verdadera desgracia
social cuando los adultos, designados para llevar a la madurez a
sus hijos, son ellos mismos tanto o más inmaduros que ellos. A esto
se refirió Richard Lovelace de este modo: “Los mismos poderes
que impiden que nos matemos unos a otros… forman parte en
última instancia de sistemas que se dedican, a escalas planetarias,
a pe- leas de pandillas”.
Basta ver cómo los juegos infantiles, sobre todo entre varones, sue-
len involucrar algún grado de competitiva hostilidad que usualmente
no acarrea consecuencias serias. Hostilidad tolerada socialmente
como una etapa normal del desarrollo humano que se presume lle-
gará a superarse y se dejará atrás al continuar en pos de la madu-
rez, con la ayuda de la corrección impartida por adultos maduros y
responsables. Pero los juegos de niños se tornan muy pro-
blemáticos y peligrosos cuando son los adultos los que se in-
volucran en ellos con propósitos que ya no son lúdicos y cuya
culpa ya no puede atenuarse acudiendo a la ingenuidad e in-
madurez propia de los niños.
En efecto, los mismos gobernantes designados por Dios para im-
partir orden e impedir la violencia anárquica entre los gobernados,
toda vez que: “no están para infundir terror a los que hacen lo bue-
no sino a los que hacen lo malo” (Rom. 13:3) y de quienes se dice
también que: “No en vano lleva la espada, pues está al servicio de
Dios para impartir justicia y castigar al malhechor” (Rom. 13:4), lle-
gan con frecuencia a utilizar esa espada para agredir a otros pue-
blos, naciones o grupos humanos, incurriendo a escalas planetarias
en las “peleas de pandillas” que procuran evitar a nivel doméstico.
En relación con esto, no le faltaba razón a Bryan White al afirmar
que en realidad nunca crecemos, sino tan sólo aprendemos a com-
portarnos en público, ya que a pesar de todas las fachadas y poses
de madurez que los adultos utilizamos para disimular nuestra nece-
dad infantil, engañándonos si es necesario a nosotros mismos; lo
cierto es que nuestras inclinaciones pecaminosas no desapare-
cen en la edad adulta, sino que se vuelven más sutiles y sofis-
ticadas, adquiriendo al mismo tiempo un potencial destructivo
mucho mayor que el que ostentan en la infancia.
2.5.4. Madurez o perfección
Concluimos con unas breves pero útiles consideraciones alrededor
de la noción de madurez. Uno de los rasgos que la caracteriza
es que la persona madura siempre se mantiene en pos de la
meta pero sin presumir haberla alcanzado en ningún momento,
mientras dure esta vida. Ésta es una de las más seguras señales
de verdadera madurez en el creyente: no pretender nunca haber al-
canzado ya la condición de un santo acabado y terminado, sino
permanecer en la condición de un santo en continuo, inacabado, y a
veces incluso accidentado proceso formativo.
El cristianismo no es al fin y al cabo una carrera de velocidad y rit-
mo explosivo, sino de resistencia y de largo y sostenido aliento. La
presunción de haber llegado o haber alcanzado ya la meta en esta
vida es síntoma claro de engañoso extravío y fuente de pecaminoso
y censurable orgullo que mancha y echa por tierra aún los más de-
nodados esfuerzos del creyente por alcanzar altos estándares de
piedad, devoción y excelencia moral.
Por eso, aunque la Biblia afirme que todos los creyentes somos
santos, no somos nosotros los llamados a proclamarlo, sino más
bien a esforzarnos callada y humildemente en actuar como tales,
conscientes siempre de que aún nuestros mejores esfuerzos al res-
pecto son deficitarios. Después de todo, cualquier cosa que obten-
gamos en este mundo es siempre temporal y efímera, por contraste
con las recompensas eternas que no se obtienen en esta vida sino
en la consumación del reino de Dios (1 Cor. 9:24-27).
Hay que mantenerse, pues, en carrera con la meta en la mira, pero
recordando la sorprendente declaración que el apóstol Pablo hizo
sobre este particular dada su condición apostólica de intachable in-
tegridad: “No es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea per-
fecto… Hermanos, no pienso que yo mismo lo haya logrado ya”, in-
dicando enseguida cuál era su ejemplar curso de acción ante esta
realidad que nos atañe a todos los creyentes sin excepción: “… Sin
embargo, sigo adelante… sigo avanzando hacia la meta para ganar
el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en
Cristo Jesús” (Fil. 3:12-14), cerrando con la siguiente recomenda-
ción autoritativa: “Así que, ¡escuchen los perfectos! Todos debemos
tener este modo de pensar. Y si en algo piensan de forma diferente,
Dios les hará ver esto también” (Fil. 3:15).
Lejos de ser sarcástico, Pablo juega aquí con los dos sentidos
del adjetivo griego téleios que se traduce como “perfecto” al
español y que podrían formularse así de manera sencilla. En pri-
mer lugar, perfección absoluta, la cual implica impecabilidad;
significado que muy seguramente tiene en mente el apóstol en el
versículo 12 al negar que él ya sea perfecto y, por extensión, negar
esta posibilidad para toda persona en las condiciones actuales de la
existencia.
El otro sentido del término es la madurez, la noción que nos
ocupa, sentido que parece estar utilizando en el versículo 15 al ad-
mitir que entre sus oyentes haya “perfectos” que serían, precisa-
mente en virtud de esa “perfección” o madurez cristiana que ya os-
tentan, los que estarían en mejores condiciones de reconocer y ser
conscientes de que lo que Pablo viene hablando es real y ajustado
a la experiencia de todo creyente maduro, es decir, que no pode-
mos nunca presumir de perfección absoluta en este mundo ba-
jo las actuales circunstancias, sino tan sólo de una madurez
que esté dispuesta a reconocer humildemente nuestra siempre
imperfecta condición humana pero sin desmayar en el propósi-
to de continuar avanzando hacia adelante de manera indefinida
en pos de la meta a la cual nos llama Dios.
Después de todo, tal vez no podamos ser perfectos en el sentido en
que lo fueron Adán y Eva en el Edén antes de la Caída, pero si po-
demos ser maduros en un sentido en que ellos de seguro no lo fue-
ron antes de la Caída, no obstante su perfección. En síntesis, todo
creyente maduro suscribirá y estará de acuerdo con lo que el após-
tol viene diciendo. Y el que no lo esté, llegará a estarlo también
cuando haya madurado lo suficiente en la fe.
Cuestionario de repaso
1. Dada la importancia y prioridad que la individualidad tiene en el cristianismo,
explique brevemente en qué consiste el tratamiento individual que Dios esta-
blece para el ser humano
2. ¿Por qué la evangelización es, en último término, una actividad de carácter in-
dividual y no propiamente colectivo?
1. ¿Cuál es la primera y tal vez más importante dinámica que el evangelio des-
encadena en los seres humanos?
2. ¿En qué consiste el papel socializador del hogar cristiano y la familia?
3. ¿Defina qué es personalidad y en qué se diferencia de la noción de persona?
4. ¿Cuál es la responsabilidad del hogar cristiano en relación con el desarrollo de
la personalidad de sus miembros?
5. ¿Cuál es la meta final que se busca alcanzar en el ser humano mediante el
fomento de la noción de persona y también mediante el sano desarrollo de la
personalidad?
6. ¿Cómo definiría a una persona de carácter?
7. ¿Cuál es la meta final del hogar cristiano con cada uno de sus miembros en
relación con Dios?
8. ¿Cuáles son los temperamentos que tradicionalmente se identifican y que por-
centaje aproximado de influencia se cree que tienen en el desarrollo de la per-
sonalidad?
9. ¿Cuál es la influencia que genera probablemente las transformaciones más
significativas en la personalidad de los individuos?
10. ¿Por qué no puede afirmarse que existen temperamentos buenos o malos en
sí mismos?
11. ¿Qué es lo más determinante para el éxito o el fracaso de un matrimonio te-
niendo en cuenta las múltiples combinaciones temperamentales que lo carac-
tericen?
12. ¿Cuál es tal vez la combinación más radical entre temperamentos primarios y
secundarios que puede darse en un matrimonio?
13. Más allá de los temperamentos ¿qué es lo mejor para los cristianos a la hora
de buscar pareja?
14. ¿Qué es lo que debe hallarse en el trasfondo de toda iniciativa en el hogar pa-
ra combatir las inclinaciones egoístas de sus miembros?
15. ¿Mencione las expresiones sofisticadas y ambiguas utilizadas por el pensa-
miento secular para justificar el egoísmo en la relación matrimonial?
16. Defina brevemente en qué consiste una “atadura generacional” o una “maldi-
ción familiar”
17. ¿A qué pecado en particular están asociadas las ataduras generacionales?
18. ¿Qué es exactamente lo que se transmite a las siguientes generaciones a
través de las ataduras generacionales y cómo se manifiesta?
19. ¿Cuál es, literalmente, el punto de quiebre o de inflexión en el que las atadu-
ras generacionales pierden vigencia sobre nosotros y nuestros descendientes
y por qué?
20. ¿A qué hace referencia la expresión “brecha generacional”?
21. ¿Qué formas asume la brecha generacional entre padres e hijos, cuál es la
más común de ellas y a qué causa se puede atribuir?
22. ¿Cuál es la brecha definitiva, origen de las demás brechas en todas sus for-
mas?
23. ¿Cómo se cierra esta brecha y qué consecuencias benéficas trae para la per-
sona?
24. ¿Qué diferentes aspectos hay que distinguir en la infancia y cuál de ellos debe
fomentarse en el adulto a la par que se combate el otro?
25. Relacione las ventajas de la niñez y las desventajas de la inmadurez
26. ¿Qué doctrina herética pone en evidencia la necesidad de la disciplina para la
formación de un carácter maduro en las personas?
27. ¿Cuál es la prueba más clara para desmentir esta herejía en la experiencia co-
tidiana?
28. ¿Cuál es la característica que, en relación con la perfección, indica que una
persona ha alcanzado un satisfactorio grado de madurez?
3. El noviazgo: preparación para el matrimonio
Las bases para un buen hogar cristiano se establecen de manera defini-
tiva durante el noviazgo. Esto se cae de su peso, pues la mejor manera de
evitar un naufragio no es tapar agujeros ni achicar el agua en alta mar, sino
revisar la solidez del casco cuando se halla aún en el puerto.
A diferencia de las intenciones que animan un noviazgo entre no creyentes,
que suele iniciarse sin tener como propósito principal, o a veces incluso sin
considerar siquiera la posibilidad del matrimonio; en el noviazgo cristiano el
matrimonio es el propósito principal que hace las veces de foco en el
horizonte de las parejas de novios creyentes. Esto no significa que un no-
viazgo cristiano tenga que desembocar siempre en matrimonio, pues el no-
viazgo, a diferencia del matrimonio, no es una decisión irrevocable, sino
que constituye en sí mismo la instancia en donde se toma finalmente la deci-
sión de contraer nupcias, ya sea confirmándola o declinándola.
Cuando nos referimos al noviazgo como preparación para el matrimonio esta-
mos sencillamente estableciendo que, entre cristianos, el noviazgo debe
iniciarse con la honesta, clara y abierta intención de concluirlo en el al-
tar, así eventualmente en el transcurso del mismo no se pueda ratificar
esta intención. Este es un necesario componente de honestidad que, si bien
no es garantía de no tener que cambiar de opinión en el transcurso del no-
viazgo, si es una buena base para iniciar y emprender con un satisfactorio ni-
vel de confianza esta relación, confianza que repercute favorablemente en el
matrimonio de ratificarse la intención inicial de contraer nupcias.
Podría resumirse lo dicho en los dos párrafos anteriores con la lapidaria reco-
mendación dirigida al varón para que nunca le pida a una mujer que sea su
novia si, acto seguido y si tuviera que hacerlo, no pudiera pedirle también con
la misma resolución y convicción que sea su esposa. Si el paso mental entre
la primera y la última petición no es firme sino vacilante, tal vez sea indi-
cio de que no es tiempo aún de iniciar un noviazgo. Partiendo de este pun-
to y dándolo por sentado, vamos a avanzar a otros aspectos que deben tener-
se en cuenta a la hora de emprender un noviazgo cristiano como Dios manda.
3.1. Expectativas realistas
Entrar en el noviazgo y por extensión en el matrimonio con expectativas
irreales suele ser uno de los factores más frustrantes y que da más fre-
cuentemente al traste con ambos. Por tanto, lo primero que ambas par-
tes del noviazgo deben hacer es ajustar sus expectativas a la reali-
dad. El arrobamiento del noviazgo no contribuye a este propósito, pues la
fascinación propia de esta etapa lleva a idealizar la relación y a generar,
por lo mismo, expectativas muy elevadas y ficticias que están lejos de
cumplirse.
Ahora bien, no se trata de reducir o modificar las expectativas en
cuanto a lo que se espera de la relación, sino a un reajuste mucho
más drástico. Un reajuste que en vez de albergar expectativas acerca
de lo que se puede obtener de la relación, las albergue más bien so-
bre lo que se puede dar a ella. Esto es mucho más realista y bíblico,
pues se enfoca sobre nuestras propias actitudes, disposiciones y respon-
sabilidades que es a fin de cuentas sobre lo único que tenemos control
directo y que depende por completo de nosotros mismos y nuestra volun-
tad (Rom. 12:18) que en los de la contraparte, sobre los cuales no pode-
mos ejercer control directo.
Además, las expectativas centradas en lo que podemos dar a la relación y
no en lo que podemos recibir de ella nos introduce en la dicha anunciada
por Cristo y citada por el apóstol Pablo con estas conocidas palabras: “…
„Hay más dicha en dar que en recibir.‟»” (Hc. 20:35). Si ambas partes se
comprometen en el noviazgo con esta expectativa específica como direc-
triz y no se dejan arrastrar por los aspectos meramente físicos, sensitivos
o emotivos de la relación, el noviazgo tiene un muy grande porcentaje de
éxito, no sólo para afirmarse como tal sino para asegurar un matrimonio
igualmente exitoso y maduro.
No se trata tampoco, por supuesto, de dar solamente a la relación sin
llegar a recibir nunca nada de ella, pero la expectativa no debe estar
colocada en lo que se recibe sino en lo que se da. Así las expectativas
difícilmente se verán frustradas o, por lo menos, estará en manos de cada
una de las partes resolver esta frustración sin señalar, acusar o culpar a la
contraparte, en línea con la admonición evangélica de mirar primera la vi-
ga en nuestro propio ojo antes de mirar la paja en el ojo ajeno.
Este enfoque está muy de acuerdo con el consejo de H. Stein, quien re-
comienda tener en todo aspiraciones elevadas, pero expectativas mode-
radas y necesidades pequeñas. De este modo, ambas partes, concen-
trando sus aspiraciones más en dar que en recibir, garantizarán así
que la contraparte reciba mucho más de lo que necesita, aún sin es-
tarlo demandando o esperando de manera particular y colmando de
paso con sobrada solvencia las moderadas y sensatas expectativas
con las que ambos emprendan la relación. Después de todo, este tam-
bién es un principio bíblico: “Den, y se les dará: se les echará en el regazo
una medida llena, apretada, sacudida y desbordante. Porque con la medi-
da que midan a otros, se les medirá a ustedes.»” (Lc. 6:38).
Tener expectativas realistas en el noviazgo, del orden de las que aca-
bamos de describir, hace que el tránsito entre esta relación y el matri-
monio sea un tránsito fluido y natural, sentando bases muy sólidas
para su exitosa, satisfactoria y creciente consolidación, pues en el
matrimonio de éxito las consideraciones de este tipo son las que al
final permanecen, se imponen y determinan mayormente la satisfac-
ción de las partes. En el noviazgo el deleite e intensidad propia de la re-
lación puede obnubilar y dejar en segundo plano las responsabilidades
que ella entraña, pero este enfoque no puede mantenerse en el matrimo-
nio mucho más allá de la luna de miel, si es que aspira a durar y consoli-
darse en el tiempo como Dios lo quiere.
La pareja de novios debe tener esto bien presente, pues es muy fácil que
en el noviazgo prevalezcan los cálidos y en gran medida embriagado-
res aspectos emotivos, intuitivos y afectivos y no los aspectos fría-
mente cerebrales y analíticos que, sin perjuicio de los primeros, tam-
bién deben tener muy importante consideración a la hora de acometer
cualquier tipo de empresa humana, incluido el noviazgo y el matrimonio,
como lo afirma el Señor en el evangelio: “»Supongamos que alguno de us-
tedes quiere construir una torre. ¿Acaso no se sienta primero a calcular el
costo, para ver si tiene suficiente dinero para terminarla? Si echa los ci-
mientos y no puede terminarla, todos los que la vean comenzarán a bur-
larse de él, y dirán: „Este hombre ya no pudo terminar lo que comenzó a
construir.‟ »O supongamos que un rey está a punto de ir a la guerra contra
otro rey. ¿Acaso no se sienta primero a calcular si con diez mil hombres
puede enfrentarse al que viene contra él con veinte mil? Si no puede, en-
viará una delegación mientras el otro está todavía lejos, para pedir condi-
ciones de paz” (Lc. 14:28-32).
Pensar que el noviazgo y el consecuente matrimonio funcionarán
bien de manera automática con base en la atracción o el “enamora-
miento” únicamente por real, intenso, legítimo y deseable que éste
pueda ser es la presunción típica de los novios inmaduros. Algo no
muy diferente a lo que sucede con los cristianos sinceros pero inmaduros
y poco ilustrados que acomodan caprichosamente las promesas de Dios a
sus circunstancias personales de manera forzada, solo para tener que re-
interpretarlas luego ante su obvio y reiterado incumplimiento para no pasar
así por la vergüenza de tener que reconocer y aceptar que sus expectati-
vas fueron erradas en su momento y no fueron más que manipuladoras
presunciones que pretendían poner a Dios al servicio de sus intereses de
manera casi mágica.
Porque así como las promesas de Dios aplicables a nuestras vidas, para
poder ser bien interpretadas, requieren de nuestra parte el cumplimiento
de la condición establecida en ella para poder recibir la correspondiente y
anunciada bendición; así también en el noviazgo la bendición inicial
que éste implica representada en todos sus aspectos disfrutables
contemplados bajo el término “enamoramiento” debe estar funda-
mentada sobre la condición de la reflexión y cumplimiento de nues-
tras responsabilidades asociadas a él y al futuro matrimonio del que
el noviazgo es tan solo preparación. Una visión del noviazgo diferente a
ésta es engañosa y suscita falsas expectativas, y es a este tipo de visio-
nes irreales del noviazgo a las que muy bien la Biblia puede salirles al pa-
so con estas palabras: “Por lo tanto, adviérteles que así dice el SEÑOR
omnipotente:… ya no habrá visiones engañosas ni predicciones que susci-
ten falsas expectativas en el pueblo de Israel. Porque yo, el S EÑOR,
hablaré, y lo que diga se cumplirá sin retraso” (Eze. 12:23-25).
No olvidemos que el matrimonio implica una disposición de las partes
al sacrificio que, en el mejor espíritu evangélico de imitación de Cristo
conforme a Filipenses 2:3-4, debe estar dispuesto a considerar a nuestra
contraparte como superior a nosotros mismos llevándonos a velar no sólo
por nuestros propios intereses, sino también por los intereses de los de-
más (en este caso, los de nuestro cónyuge en primera instancia y, luego,
los de nuestros hijos en el hogar cristiano al que el matrimonio da lugar).
La parábola del buen samaritano que ilustra la actitud solícita y sacrifi-
cada que debemos tener hacia el prójimo, entendiendo como tal a la per-
sona más próxima que tengamos a nuestro lado (prójimo procede, eti-
mológicamente, de “próximo”), que en el caso del noviazgo introduce a
una nueva persona en ese círculo cercano; se aplica entonces, en pri-
mera instancia, a quienes están más próximos a nosotros en el
hogar, ya sea en el contexto de la familia nuclear original (padres,
hermanos) o la nueva (cónyuges, hijos), pasando, por supuesto, por
el novio(a) dentro del noviazgo, como la necesaria etapa que conecta a
la familiar nuclear original con la nueva que los novios están llamados a
fundar.
Este necesario elemento de sacrificio puede, además, significar frecuen-
temente tener que sacrificar nuestros sueños individuales previos, para
proceder luego a elaborar nuevos sueños compartidos en los que muy po-
siblemente los primeros ya no tengan lugar o deban ser drásticamente
modificados. Y esto debe comenzar a hacerse desde que se inicia el
mismo noviazgo. Por eso alguien decía sabiamente que si no deseas te-
ner que hacer sacrificios en la vida, es mejor que no te cases. A lo cual
añadiríamos que, si esta es tu aspiración, ni siquiera te ennovies.
Si quisiéramos resumir en dos palabras el papel específico que el
noviazgo cumple en relación con el matrimonio, estas serían: comu-
nicación y conocimiento. En cuanto a la primera, el noviazgo es el tiem-
po para identificar y comenzar a utilizar y dejar siempre abiertos los mejo-
res canales de comunicación entre la pareja y, mediante ellos, llegar al
mejor conocimiento y comprensión posible de sus respectivas personali-
dades. En el proceso debe llegar a descubrirse si existe la comunidad de
intereses y de proyectos comunes que hagan viable el matrimonio, llegan-
do a acuerdos sobre asuntos tales como los métodos de planificación, el
número de hijos y muchos otros de este orden muy significativos en el ma-
trimonio.
Por supuesto, estas decisiones y todo el proceso de descubrimiento y
conocimiento en sí mismo debe estar mediado por una comunicación
que tiene prioridad sobre cualquier otra: la comunicación individual
de cada uno de los novios y de los dos juntos con Dios, en oración y
lectura de la Biblia, por lo que es conveniente que a las devociones y la
oración privada que se da por sentada en cada uno de los novios en su
condición de cristianos auténticos, se añada también un tiempo más o
menos regular de oración en pareja que, sin perjuicio de la oración indivi-
dual, los vaya acostumbrando a apelar a este recurso necesario en la vida
matrimonial que constituye un valor agregado a los beneficios deparados
por la oración individual al permitirles ejercer el principio de acuerdo reve-
lado en el evangelio (Mt. 18:19).
Lo anterior también es importante para cultivar y afianzar la necesaria
atracción entre la pareja en todos los aspectos, pues la atracción física
que es la que suele tener la iniciativa en el noviazgo, no es suficiente
para establecer un lazo sólido y permanente entre las partes si no se
ve reforzada por una atracción emocional y espiritual tanto o más
fuertes que la atracción física. De hecho, ninguno de estos tres aspec-
tos de la atracción por sí solos es capaz de consolidar un lazo sólido y
permanente en el matrimonio, sino los tres juntos, por lo que el noviazgo
es la época propicia para cultivarlos y afianzarlos.
Sea como fuere, el sacrificio de los proyectos o sueños individuales y
la a veces algo dolorosa labor de pulimento y maduración de la pro-
pia personalidad que el noviazgo y el matrimonio implican para el
cristiano en particular, le deparan a los futuros cónyuges en su lugar
satisfacciones que compensan con creces los sacrificios demanda-
dos, como dando cumplimiento en buena medida a la declaración del Se-
ñor en estos conocidos términos: “Porque el que quiera salvar su vida, la
perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el evangelio, la sal-
vará” (Mr. 8:35).
3.2. Autenticidad: el balance entre la prudencia y la franqueza
La autenticidad es otro de los requisitos indispensables por parte de cada
uno de los novios si se trata de lograr un matrimonio sólido y exitoso. Aho-
ra bien, así como la autenticidad riñe con la hipocresía, también lo
hace con la franqueza desbordada. Ser auténtico no significa, entonces,
dejar ver o manifestar a la contraparte en toda circunstancia todos los as-
pectos de nuestra personalidad, incluso los más íntimos y privados, sino
procurar en nuestra vida una integridad decente y respetable, des-
provista de fachadas diseñadas para proyectar una imagen engañosa
de nosotros mismos que no corresponde con quienes somos realmente.
Imágenes engañosas que en el caso del cristiano pueden tener dos dife-
rentes fuentes, a saber: el mundo y la iglesia. El mundo, a través de la
cultura secular y los medios de comunicación (en especial la publicidad),
promueve imágenes equivocadas que pueden llegar a infiltrar a la
iglesia y trasladar sutil o abiertamente sus valores e ideales a ella. El
consumismo es uno de estos valores que ha infiltrado a la iglesia y el con-
secuente éxito vocacional y profesional asociado casi exclusivamente
a los ingresos económicos y al poder adquisitivo que se pueda llegar
a alcanzar con ellos. Factor que, si bien no carece de importancia en el
noviazgo y el matrimonio cristiano, no es de ningún modo el factor decisivo
o determinante.
Pero también la iglesia es fuente de imágenes engañosas que se terminan
promoviendo entre sus miembros como resultado de la distorsión de as-
pectos doctrinales y vivenciales de la práctica cristiana que, al ser acogi-
dos por uno de los novios o por ambos, dan lugar a la hipocresía de
quienes quieren mostrarse especialmente “espirituales” o “piado-
sos” de manera artificial y falsa. El fariseísmo y su habitual acompa-
ñante, el legalismo, están a la orden del día en muchas congregacio-
nes que, a la sombra de estos distorsionados “ideales” cristianos, ven sur-
gir en sus filas jóvenes con una “… apariencia de sabiduría… afectada
piedad, falsa humildad y duro trato del cuerpo…” (Col. 2:23) que preten-
den “descrestar” con su rígida “espiritualidad” y misticismo exagerado e
inauténtico a los demás, incluyendo, por supuesto, a sus novios(as).
En realidad, lo que sucede en estos casos es lo que describió muy bien
Miguel de Unamuno: “Los que se creen justos suelen ser unos arrogantes
que van a deprimir a otros con la ostentación de su justicia... si no su glo-
ria les resultaría insípida”. Ahora bien, no siempre quienes cultivan estas
falsas imágenes de sí mismos hacen manifiesta ostentación de ella. Re-
cordemos que el apóstol Pablo habla ya de una “falsa humildad” al respec-
to. Por decirlo de este modo, la “humildad” forma parte de aquello de lo
que ostentan, por lo que esta ostentación es más bien velada y sutil y
no abierta y declarada. No pasemos, además, por alto que la hipocresía
humana, al pretender disimular los pecados, termina más bien sumándose
a ellos como un pecado más.
En aras de la autenticidad cristiana tan necesaria en todas nuestras rela-
ciones interpersonales, pero en especial en el noviazgo, los novios de-
ben esmerarse entonces por cultivar en sus vidas una actitud sobria,
equilibrada y madura mediante la cual puedan sortear la tentación de
promover imágenes falsas de este estilo en sus vidas, tan comunes
en las iglesias, para impresionar a su contraparte. Por eso, debemos
acoger con solicitud la recomendación hecha por Salomón en el libro de
Eclesiastés en estos términos, a favor de la sobriedad auténtica en la vida
cristiana: “No seas demasiado justo, ni tampoco demasiado sabio… no
hay que pasarse de malo, ni portarse como un necio… Conviene asirse
bien de esto, sin soltar de la mano aquello. Quien teme a Dios saldrá bien
en todo” (Ecl. 7:16-18). No por nada Andrew Murray sostenía que: “El or-
gullo se puede revestir de ropajes de alabanza o de penitencia”.
Las fachadas que se logran sostener de manera relativamente satis-
factoria durante el noviazgo son garantía de fracaso del matrimonio,
en donde se vendrán abajo con toda seguridad, pues la inautenticidad
no puede mantenerse mucho tiempo dentro de él, por lo que a las prime-
ras de cambio las personas inauténticas “pelan el cobre” en la relación
matrimonial y muestran quienes son realmente, para decepción y dolor de
su contraparte. Ya el profeta se refirió con estas palabras a las fachadas
de todo tipo que pretenden ponerle “paños de agua tibia” a nuestras pro-
blemáticas de fondo, diciendo que todo está bien cuando, en realidad, no
lo está: “han engañado a mi pueblo diciendo: „¡Todo anda bien!‟, pero las
cosas no andan bien; construyen paredes endebles de hermosa fachada.
Pues... sus fachadas se vendrán abajo...” (Eze. 13:10-16).
Esto en lo que tiene que ver con la censurable hipocresía que se hace ne-
cesaria para mantener estas fachadas en pie de manera necesariamente
precaria. Pero en el otro extremo del espectro hay novios que, para no
caer en hipocresías durante su noviazgo, pretenden combatirlas con
un remedio que suele ser peor que la enfermedad: la franqueza des-
bordada y en muchos casos desvergonzada. A este respecto C. S. Le-
wis dio en el punto al advertir: “Eliminar la hipocresía suprimiendo la tenta-
ción de ser hipócritas es necio empeño. La «franqueza» de personas hun-
didas en la vergüenza es una franqueza barata”.
Los novios deben estar también muy apercibidos a este respecto, pues
hoy por hoy la sinceridad y la franqueza son consideradas como actitudes
y conductas siempre preferibles a la hipocresía. Pero cabe preguntarse:
¿es la franqueza y la sinceridad una justificación para el descaro
desvergonzado? En realidad, dada nuestra condición caída, una dosis de
prudente ocultamiento es siempre saludable y socialmente necesaria co-
mo parte de las más elementales buenas maneras, para no dejar expues-
tas sin freno nuestras vergonzosas mezquindades de manera ostentosa,
como si el simple hecho de exponerlas sin recato ni reatos de conciencia
las terminara justificando.
Por supuesto, desde la óptica cristiana es siempre mejor arrepentirse de
los pecados, confesarlos y abandonar su práctica (Pr. 28:13); pero debe-
mos ser conscientes de que, por más que nos esmeremos y nos rin-
damos a la acción del Espíritu Santo, en esta vida nunca lograremos
despojarnos del todo del egoísmo y de las mezquindades y veladas
ruindades asociadas a él (lo que la Biblia llama “la carne” o la “naturale-
za pecaminosa”), por lo que el ocultamiento (muy diferente del encubri-
miento) es siempre necesario en algún grado, sin que implique ni hipo-
cresía ni inautenticidad, sino tan solo dominio propio. Dietrich Bonhoeffer
lo expresó de este modo: “Poner todo al descubierto es un acto cínico…
desde la caída en pecado debe haber misterio y ocultamiento… Quien di-
ce la verdad con cinismo, miente”.
La franqueza desbordada suele ser, además de desvergonzada, cíni-
ca. Y como alguien lo dijera, el cinismo es la peor manera de decir la ver-
dad. Por el contrario, el ocultamiento denota que poseemos un com-
ponente sano de toda personalidad: la capacidad de sentir vergüen-
za. Por eso, en nombre de la autenticidad, la sinceridad o la franqueza los
novios no deben sacar a luz de manera indiscriminada y desvergonzada
todo lo que hay en su interior dejándolo expuesto a su contraparte, ex-
hibiéndolo de manera descarada, desvergonzada y hasta ostentosa en
nombre de una muy barata “franqueza” o sinceridad, bordeando peligro-
samente las descripciones de los no creyentes hechas por el apóstol en
estos términos: “Han perdido toda vergüenza, se han entregado a la inmo-
ralidad, y no se sacian de cometer toda clase de actos indecentes” (Efe.
4:19); “Su destino es la destrucción, adoran al dios de sus propios deseos
y se enorgullecen de lo que es su vergüenza. Sólo piensan en lo terrenal”
(Fil. 3:19).
Así, pues, con la única excepción del Edén antes de la caída (Gén. 2:25),
la vergüenza es una realidad con la que debemos aprender a convivir
constructivamente en este mundo, en especial desde el noviazgo,
que es la primera relación interpersonal por fuera de la familia nucle-
ar original tanto o más íntima que las que se daban en su interior
pues mientras ella exista, siempre habrá fronteras socialmente comparti-
das entre lo que es bueno y lo que es malo y el ocultamiento será en ma-
yor o menor grado necesario en la medida en que indica vergüenza (Efe.
5:12; Apo. 3:18) y, junto con ella, también la posibilidad de arrepentimien-
to. Tanto así que en sus Máximas La Rochefoucauld admitió con lucidez
que la hipocresía, siendo mala, puede aún así ser indicativa de algo
bueno al afirmar “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la vir-
tud”. Máxima que halla su sentido en el hecho de que los hipócritas, domi-
nados por sus pecados, son hipócritas, justamente, para no mostrar abier-
tamente la carencia de las virtudes a las que de algún modo aspiran y
consideran deseables.
En las actuales condiciones de nuestra existencia, el pudor y el decoro
forma parte de toda personalidad saludable, sin perjuicio del matrimo-
nio en el cual, en la alcoba nupcial se logra tal intimidad que es el único
espacio natural en el que la desnudez física no genera, o no debería gene-
rar vergüenza, sino deleite sin culpa. Pero no en el noviazgo todavía, que
constituye la preparación para asumir esa desnudez en su momento. No
perdamos de vista que en la Biblia la desnudez no está asociada úni-
camente a su aspecto físico, entendido como la exposición de nues-
tros cuerpos desprovistos por completo de ropaje, sino que hace re-
ferencia también a los aspectos psicológicos y espirituales de nues-
tra personalidad que no podemos ni debemos exhibir completamente
desnudos ante nadie diferente a Dios, ante cuya vista están permanen-
te expuestos. Ni siquiera ante quien, como nuestro(a) novio(a), está lla-
mado a contemplar nuestra desnudez física en la intimidad de la relación
matrimonial. Y esta consideración mantiene su vigencia durante todo el
matrimonio.
Por otra parte, la franqueza desbordada atenta contra la virtud cristia-
na de la prudencia. Virtud que caracteriza al sabio y que nos recuerda
la frase de Aristóteles en el sentido que: “El sabio no dice todo lo que
piensa, pero piensa todo lo que dice”. Y los novios deben fomentar la
adquisición de sabiduría durante el noviazgo con miras al matrimonio
y la nueva vida de familia que están a punto de iniciar como respon-
sables principales de ella. La franqueza no puede entenderse, entonces,
como la capacidad de decir todo lo que pensamos a la menor oportunidad
de manera irreflexiva, pues en este caso estaremos confundiendo con im-
perdonable ligereza la franqueza con la grosera y necia imprudencia, con-
virtiéndonos de paso en personas molestas e indeseables para los demás,
con el agravante de que podemos llegar a ser innecesariamente ofensivos
con aquellos con quienes nos relacionamos, incluyendo en primera instan-
cia a nuestro(a) novio(a).
La Biblia recomienda la franqueza, pero siempre en circunstancias
específicas como, por ejemplo, para reprender al prójimo (Lv. 19:17; Pr.
27:5), para refrescar la memoria de los oyentes (Rom. 15:15) o, en gene-
ral, cuando hay que declarar algo con claridad para evitar equívocos (Jn.
1:20; 10:24; Fil. 8), sin olvidar que la motivación correcta de la franque-
za no debe ser el mero deseo de alardear de ella, sino nuestro senti-
do de responsabilidad ante Dios expresada siempre, en lo posible, de
manera amorosa, humilde, prudente y considerada. En especial a nuestro
novio(a) y futuro cónyuge.
Vale la pena traer aquí a colación la reflexión de Elaine Glusac sobre la
epidemia de franqueza desbordada que el mundo padece hoy que pa-
rece haber mandado al traste las virtudes cristianas de la prudencia y
la discreción. Dijo ella: “... La discreción es cosa del pasado... ¿Desde
cuándo se hacen públicas las intimidades? Siempre me he regido por...
normas de conducta... No compro revistas de chismes y escándalos ni veo
programas de televisión sensacionalistas;... y no hablo del Viagra. Más
difíciles de prever y eludir son las confesiones de los indiscretos, quienes
andan siempre al acecho para soltarlas por sorpresa. Lo que se oye sin
querer... puede resultar muy molesto. Hay quienes no pueden abstenerse
de hablar más de la cuenta”. Y los cristianos debemos estar fundamental-
mente de acuerdo con ella al respecto.
Dejemos aquí, por lo pronto, lo concerniente al tema de la autenticidad
bien entendida durante el noviazgo como uno de los requisitos nece-
sarios para hacer más viable el éxito en el matrimonio, en donde la au-
tenticidad manifestada en el noviazgo se debe depurar aún más alcanzan-
do un grado de madurez y compenetración tal, que justifique referirse a la
pareja de esposos como “fundidos en un solo ser” (Gén. 2:24) para mu-
chos de los efectos prácticos de la vida cotidiana. Pero esto será asunto
del último capítulo de nuestra conferencia cuando abordemos en propie-
dad la relación matrimonial.
3.3. Identificando los diferentes amores
En la Biblia la palabra “amor” posee una gran riqueza de matices, muchos
más de los que el mundo le atribuye de manera más bien confusa, entre-
mezclada e indiferenciada. Es necesario que los novios sean conscien-
tes de estos diferentes tipos, matices o aspectos del amor para que
los identifiquen dentro de su propia relación y los coloquen en su
justo lugar y proporción de acuerdo al orden de prioridad que las Es-
crituras les asignan o, en su defecto, los cultiven y refuercen si descu-
bren su ausencia en medio de su relación.
La confusión al respecto es bien ilustrada por el Dr. Ed Wheat en su libro
El amor que no se apaga de este modo: “La palabra amor ha sido motivo
de confusión en nuestros días debido a la gran diversidad de significados
que se le han atribuido. La confusión aumenta cuando leemos libros cuyo
tema es el amor. Un autor habla de amor, y descubrimos que en realidad
se refiere a la atracción sexual. Otro que habla de amor, aparentemente
se refiere a un ideal abstracto. Aún otro autor escribe acerca del romance.
Y otro que escribe sobre el mismo tema habla de intensas lealtades fami-
liares. El quinto describe una amistad indestructible en términos dramáti-
cos. Evidentemente, cada escritor tiene en mente cierta relación. Sin em-
bargo, usan la misma palabra amor, para definir la relación”.
Se han llegado a identificar hasta cinco palabras griegas distintas en
la Biblia que hacen alusión a estos diferentes aspectos del amor, por
lo que tendremos que referirnos a ellas para enumerar y describir apropia-
damente los variados contenidos del amor, todos ellos necesarios en
mayor o menor grado dentro de la relación conyugal y que deben, por
lo mismo, hacer presencia desde el mismo noviazgo en la relación de pa-
reja, así la intensidad de algunos de ellos pueda cambiar necesariamente
al iniciarse la vida de casados, decantándose en el proceso hasta llegar a
adquirir su respectivo y permanente lugar en la relación matrimonial. Veá-
moslos, entonces, siguiendo en ello al ya aludido Dr. Ed Wheat en el libro
citado.
3.3.1. El deseo
La primera palabra griega en la cual debemos detenernos es epit-
humia que indica un deseo fuerte de alguna clase, independien-
te de su carácter moral bueno o malo. Dicho de otro modo epit-
humia puede hacer referencia tanto a un deseo legítimo, como a la
pecaminosa y censurable codicia que quiere poseer a toda costa el
objeto o la persona codiciada.
La temprana tradición teológica cristiana se inclino a identificar
con esta palabra los aspectos censurables y pecaminosos que
nuestros deseos pueden albergar, por lo que las connotaciones
que la palabra epithumia llegó a adquirir casi exclusivamente en el
contexto cristiano fue la de un deseo desordenado y contrario a la
virtud, en lo que suele designarse en español con la palabra
concupiscencia.
Este fue el significado que prevaleció, sobre todo a partir de Agustín
y los padres de la iglesia que se sujetaron al ideal monástico que
sobrevaloraba el celibato, haciendo de él la norma por encima en
muchos casos del matrimonio. Así, epithumia y la concupiscencia
como su equivalente en nuestro idioma, llegó a convertirse en
una palabra descalificadora, entre otros, hacia el deseo y las
relaciones sexuales como tales, al margen del contexto en el que
se den.
Pero lo cierto es que epithumia no tiene siempre en el Nuevo Tes-
tamento connotaciones negativas, como si el desear fuera malo en
sí mismo, como lo sostenían los epicúreos en la antigüedad y los
budistas en la actualidad, condenando el deseo como la fuente de
todos nuestros males, por lo que la felicidad se obtendría al lograr
suprimirlos del todo. De ningún modo. El deseo es algo legítimo,
natural y necesario en la vida cristiana, incluido el deseo
sexual hacia el sexo opuesto en general y hacia nuestro poten-
cial cónyuge en particular.
No todos los deseos son correctos, es cierto. Hay, evidentemente,
malos deseos, ya sea por su propia naturaleza o por la manera en
que se intenta satisfacerlos. Hay pensadores que sostienen que, en
realidad, lo que convierte un deseo en malo, no es el deseo en sí
mismo, sino justamente el modo en que se intenta satisfacer. Pero
sin entrar en esta discusión es un hecho que, para que el matrimo-
nio sea plenamente satisfactorio y exitoso, el deseo por el otro debe
ocupar su lugar apropiado en la relación de pareja, estando pre-
sente durante el noviazgo aunque su satisfacción sólo deba
darse en el matrimonio.
Los novios deben ser conscientes que este aspecto del amor casi
exclusivamente centrado en la atracción y el deseo, siendo necesa-
rio, no es de ningún modo el más importante en el matrimonio,
aunque en el noviazgo pueda dar por momentos esa impresión.
Con el paso del tiempo su presencia en el matrimonio suele decan-
tarse y estabilizarse a veces muy por debajo de la intensidad que
ocupaba en el noviazgo reemplazado en buena medida por otros
aspectos del amor que un matrimonio saludable ve incrementarse y
fortalecerse pero no debe nunca desaparecer, pues de cualquier
modo es un indicador de la riqueza de la relación de pareja de
los cónyuges.
3.3.2. El afecto
Entramos ya aquí en lo que C. S. Lewis llamó “los cuatro amores”
en su libro del mismo nombre. Lewis no trata ni menciona de mane-
ra expresa la epithumia o el deseo (que parece estar tácitamente
incluido por él en el romance o amor eros que veremos más adelan-
te), sino que pasa de una reflexión alrededor de los gustos huma-
nos al amor en estas cuatro formas, identificando a éste como el
primero de todos.
No olvidemos que cada uno de los elementos que estamos
enumerando en esta lista son formas particulares del amor que
pueden distinguirse entre sí de manera conceptual, pero nunca
pueden separarse del todo en la experiencia humana en la que
se dan entremezclados como un todo. Por eso podríamos hablar
de ellos también como diferentes aspectos complementarios del
amor, entendido en su más amplia acepción.
Hecha esta aclaración podemos abordar este tipo de amor particu-
lar que brinda sustento y solidez, enriqueciendo y completando el
amor en su sentido más amplio e inclusivo. El vocablo griego de
donde proviene es storgé que, en palabras del Dr. Wheat, evoca:
“una relación compuesta de afecto natural tan cómoda como un par
de zapatos viejos, y un sentido de pertenencia el uno al otro”, aña-
diendo luego: “cuando está presente este tipo de amor, ofrece una
atmósfera de seguridad en la cual las otras clases de amor matri-
monial pueden morar con seguridad y florecer”.
Volviendo de nuevo con una expresión coloquial muy conocida,
storgé es el amor que da más forma a lo que tenemos en mente
cuando decimos “hogar, dulce hogar”. Por eso, tal vez la mejor
introducción a su comprensión es describirlo como el amor
que comparten los padres con los hijos, los hijos con los pa-
dres y los hermanos entre sí. Lewis nos da algunas característi-
cas adicionales de este amor, tales como el hecho de que: “Es el
menos discriminativo de los amores… ignora barreras de edad, cla-
se, sexo y educación… ignora hasta las barreras de especie: lo ve-
mos no sólo entre perro y persona, sino también… entre perro y ga-
to”.
Con todo, requiere una cómoda familiaridad entre quienes lo
experimentan, es decir, que tenemos que sentir que “viene de
tiempo atrás” como si siempre hubiera estado allí. Es un amor
que, como tal, sospecha entonces del cambio y lo mira con recelo.
Los celos del afecto tienen que ver, precisamente, con los cambios.
Teme el cambio y suele reaccionar contra él a veces de manera
irracional, gruñendo y mostrando los dientes como el perro que
siente amenazado su entorno familiar por un extraño.
A su vez, continua Lewis: “es el amor más humilde, no se da impor-
tancia… es modesto, discreto y pudoroso”, al punto que: “Habitual-
mente son necesarios la ausencia y el dolor para que podamos ala-
bar a quienes estamos ligados por el afecto”. Es un amor que se
da por sentado y al que sentimos que tenemos derecho sin te-
ner que hacer méritos para obtenerlo. Como si viniera “inclui-
do” en nuestra condición humana y fuera, por tanto “nuestro
derecho”. Lo cual no es del todo cierto, pero si indica que su au-
sencia no es normal y es síntoma de un grado elevado de insensibi-
lidad, degradación y endurecimiento como el denunciado por el
apóstol en Romanos 1:31 y 2 Timoteo 3:3.
3.3.3. La amistad
Este amor se relaciona con la palabra griega phileo. Sin embargo,
debemos tener en cuenta que en español la palabra filial puede
hacer referencia tanto a lo que tiene que ver con los hijos (que en
este caso procede del latín filius), como a este amor procedente del
griego, diferente, entonces, de su acepción en latín, por lo que el
amor filial no debe entenderse como el amor que los hijos profesan
por sus padres o viceversa 3 (que sería el sentido que “filial” adquie-
re, por ejemplo, en la expresión “relaciones paterno-filiales”), sino
un amor que, siguiendo de nuevo al Dr. Wheat: “aprecia y tiene tier-
no afecto por el ser amado, pero siempre espera una respuesta. Es
un amor de relación, camaradería, participación, comunicación,
amistad… hace amigos íntimos que disfrutan de la cercanía y el
compañerismo”, concluyendo: “Una vida matrimonial sin el amor fi-
3
El amor entre padres e hijos puede ser también en muchos casos, un ejemplo de amor filial, pero
no de manera necesaria, como si la expresión “amor filial” definiera la naturaleza del amor entre
padres e hijos y se agotará en esa relación, sin dar cabida a nadie más en ella. De hecho, no todos
los padres e hijos incluyen verdadero amor filial en sus relaciones, aunque sería siempre aconse-
jable que lo hicieran en algún grado.
lial sería insatisfactoria, aunque en el dormitorio de los cónyuges
haya abundante pasión. Un matrimonio en que haya amor filial está
seguro de ser interesante y de recibir recompensa”.
C. S. Lewis se ocupa también de este amor, de dónde citaremos al-
gunos apartes que enriquecen nuestra comprensión del tema. Dice
él que, por contraste con el afecto: “La amistad es en un sentido
que de ningún modo la rebaja el menos «natural» de los amo-
res, el menos instintivo, orgánico, biológico, gregario y necesario…
podemos vivir y criar sin la amistad. La especie, biológicamente
considerada, no la necesita”. Con todo, acto seguido afirma: “De
en- tre todos los amores, este es el único que parece elevarnos al
nivel de los dioses y de los ángeles”.
Más adelante agrega: “la amistad… es una relación entre hombres
en su nivel máximo de individualidad. La amistad saca al hombre
del colectivo «todos juntos» con tanta fuerza como puede hacerlo la
soledad, y aun más peligrosamente, porque los saca de dos en dos
o de tres en tres… la amistad es selectiva, es asunto de unos po-
cos”. Sin embargo, aclara: “la verdadera amistad es el menos ce-
loso de los amores”.
Y aunque Lewis describe la amistad como algo que se da pro-
piamente entre individuos del mismo sexo, puesto que surge
usualmente en medio del compañerismo de género, concede la
posibilidad de que se dé también en medio del amor romántico
(eros), enriqueciéndolo de manera ostensible: “Nada enriquece
tanto un amor erótico como descubrir que el ser amado es capaz de
establecer, profunda, verdadera y espontáneamente, una profunda
amistad con los amigos que uno ya tenía: sentir que no sólo esta-
mos unidos por el amor erótico, sino que nosotros tres o cuatro o
cinco somos viajeros en la misma búsqueda, tenemos la misma vi-
sión de la vida”.
Ahora bien, aunque Lewis casi restringe la amistad a personas del
mismo sexo, no lo hace porque vea la amistad entre sexos opues-
tos como algo imposible, sino más bien como algo improbable en
vista de que, culturalmente hablando, ambos sexos desempeñan
roles diferentes que no brindan mucha ocasión al compañerismo en
el que nace la amistad, como si sucede con frecuencia entre perso-
nas del mismo sexo.
Refiriéndose a esa carencia de espacios de compañerismo compar-
tidos por ambos sexos dice: “Podemos, pues, advertir fácilmente
que es la falta de esto, más que cualquier otra cosa en su naturale-
za, lo que excluye de la amistad, porque si pudieran ser compañe-
ros también podrían llegar a ser amigos”. Y añade luego una consi-
deración que hace que un ministerio cristiano compartido por la
pareja matrimonial sea una bendición que facilita más que na-
da entre ellos el surgimiento y crecimiento de la amistad: “De
ahí que en una profesión… donde hombres y mujeres trabajan codo
a codo, o en el campo misionero, o entre escritores y artistas, esa
amistad sea muy común”.
En estos casos, Lewis va más lejos y dice: “Cuando dos personas
descubren de este modo que van por el mismo camino secreto y
son de sexo diferente, la amistad que nace entre ellas puede fácil-
mente pasar… al amor erótico. A no ser que haya entre ellas una
repulsión física, o a no ser que una de ellas ame ya a otra persona,
es casi seguro que tarde o temprano pasará eso. Y al revés, el
amor erótico puede llevar a la amistad entre los enamorados; pero
esto, en lugar de borrar la diferencia entre ambos amores, los clari-
fica incluso más”.
Y aunque, como ya se ha dicho, la amistad es el menos necesa-
rio y el más libre y selectivo de todos los amores, al punto que:
“no tiene valor de supervivencia”, Lewis se apresura a indicar que:
“más bien es una de esas cosas que le dan valor a la superviven-
cia”. Este amor entonces, a pesar de su carácter contingente, es
tan grande como el eros o amor romántico, como lo demuestra
el hecho de que un matrimonio que disfruta de una amistad tan es-
trecha como lo puede ser su amor romántico, si los ponen a esco-
ger uno sólo entre los dos amores, los pondrían en una decisión
muy difícil.
En conclusión, es posible y muy conveniente cultivar este tipo de
amor en la pareja, comenzando a hacerlo desde el mismo noviazgo
para que el matrimonio al que pueda dar lugar tenga un fundamento
muy sólido que no dependa mayormente del amor romántico, de
por sí muy volátil y caprichoso, sometido a vaivenes y altas y bajas
que no dependen casi de la voluntad, como si sucede con la amis-
tad, más sujeta a la racionalidad y a los deleites asociados a
ella.
3.3.4. El romance
Ya hemos anticipado este amor al mencionar repetidas veces la pa-
labra griega eros de la que proviene. Es el amor que de manera
más natural y espontánea fundamenta la relación de pareja, en
especial durante el noviazgo, y que promete también, entre
otros, los deleites de la relación íntima en el plano de la estre-
cha cercanía física de carácter sexual que se consuma o que,
desde la óptica cristiana, se debería consumar únicamente en
el contexto del matrimonio.
El Dr. Wheat dice de él que es: “… un don y una creación del mis-
mo Dios. Esta clase de amor es completamente emocional, y no
puede convocarse a voluntad… más que ninguna otra clase de
amor, el „erótico‟ transforma una existencia mundanal en blanco y
negro en una vida en glorioso tecnicolor”.
Curiosamente, tal vez por ser una palabra griega que, a diferencia
de las que hasta ahora hemos considerado, no se encuentra en el
Nuevo Testamento, unido a las connotaciones que la palabra “eróti-
co” ha adquirido en la cultura secular; suele ser equivocadamente
asociado en significativos sectores del cristianismo de manera
casi exclusiva con los deseos carnales propios de la naturaleza
pecaminosa que se evocan con la concupiscencia ya mencio-
nada.
Saliéndole al paso a este malentendido, el Dr. Wheat se apresura a
corregirlo diciendo: “Eros no se refiere siempre a lo sensual, sino
que incluye la idea de anhelar unirse con el ser amado y el deseo
de poseerlo. El „amor erótico‟ es romántico, apasionado y
sentimen- tal… es la clase de amor de los enamorados, del cual se
escriben canciones y al cual se dedican poemas. Se ha llamado
arrobamien- to… por el hecho de que es absolutamente
absorbente”.
Pero el Dr. Wheat también señala los problemas que este amor
conlleva: “Necesita ayuda por cuanto es un amor que cambia y no
puede durar por sí solo toda una vida. El „amor erótico‟ quiere pro-
meter que la relación durará para siempre, pero no puede mantener
tal promesa por sí solo”. Además, debe madurar, pues, como con-
tinúa exponiéndolo: “El arrobamiento o enamoramiento loco se ha
definido como una respuesta emocional y carnal a falsas impresio-
nes o a simples elementos externos de otro ser que ha sido evalua-
do exageradamente o codiciado. En contraste, el genuino enamo-
ramiento es una respuesta espiritual, mental, emocional y física al
carácter real y al ser total de otra persona que encarna atributos
largamente buscados y admirados”.
Lewis corrige, también, de manera extensa, la degradación que
suele hacerse de este amor al equipararlo con el deseo sexual me-
ramente: “La sexualidad forma parte de nuestro tema sólo cuando
es un ingrediente de ese complejo estado de «estar enamorado»…
esa experiencia sexual puede producirse sin eros, sin estar enamo-
rado, y… ese eros incluye otras cosas, además de la actividad
sexual”.
Vale la pena citar de este autor una serie de consideraciones muy
esclarecedoras al respecto. En primer lugar, para puntualizar las di-
ferencias entre eros y epithumia en sus aspectos sexuales, dice:
“La sexualidad puede actuar sin eros o como parte del eros”. Pero,
acto seguido y sin dejar de elogiarlo y señalar la relación de pareja
como su contexto más natural, también se desmarca de la ingenua
idealización del amor eros propia de nuestra cultura que ha lle-
gado a considerar que un matrimonio en el que no exista el
eros es abominable en sí mismo: “No suscribo en modo alguno la
idea, muy popular, de que es la ausencia o presencia del eros lo
que hace que el acto sexual sea «impuro» o «puro», degradante o
hermoso, ilícito o lícito”.
Incluso, anticipando un poco la consideración del último de los amo-
res: el ágape, Lewis se refiere a las muchas épocas de la historia
en que, por contraste con la nuestra que es más bien una excep-
ción reciente a la norma, el matrimonio no dependía del enamora-
miento asociado al eros y describe así, de manera favorable e in-
cluso ventajosa esas épocas en relación con la nuestra: “La mayor-
ía de nuestros antepasados se casaban a temprana edad con la pa-
reja elegida por sus padres, por razones que nada tenían que ver
con el eros. Iban al acto sexual sin otro «combustible», por decirlo
así, que el simple deseo animal. Y hacían bien: cristianos y
honestos esposos y esposas que obedecían a sus padres y
madres, cumpliendo mutuamente su “deuda conyugal” y for-
mando familias en el temor de Dios. En cambio, este acto reali-
zado bajo la influencia de un elevado e iridiscente eros… puede
ser, sin embargo, un simple adulterio, puede romper el corazón de
una esposa, engañar a un marido, traicionar a un amigo, manchar
la hospitalidad y causar el abandono de los hijos”.
Es por todos estos elementos que empañan la comprensión del
eros que Lewis prescinde de tratar la sexualidad por sí sola, con in-
dependencia del eros y la distingue, por tanto, del eros o amor
romántico, un amor en el que, si bien la sexualidad suele estar pre-
sente, no es un sinónimo de éste amor ni tampoco lo más determi-
nante en él. Tanto que Lewis señala como poco comunes los casos
en que el mero apetito sexual de un hombre por una mujer da lugar,
con el tiempo, al enamoramiento que caracteriza al eros. Más bien
‒señala‒: “Con mayor frecuencia lo que viene primero es simple-
mente una deliciosa preocupación por la amada: una genérica e in-
específica preocupación por ella en su totalidad. Un hombre en esa
situación no tiene realmente tiempo de pensar en el sexo; está de-
masiado ocupado pensando en una persona. El hecho de que sea
una mujer es mucho menos importante que el hecho de que sea
ella misma. Está lleno de deseo, pero el deseo puede no tener una
connotación sexual”.
Lewis se explaya en explicar de diferentes modos la diferencia entre
el eros y el mero deseo sexual y la superioridad del primero sobre el
último. De hecho, el peligro espiritual del eros es que por mo-
mentos es tan sublime y noble, que puede confundirse con el
ágape llegando a desplazarlo y sustituirlo, igualándose a él.
Ese es el reclamo que el eros puede llegar a hacer a la pareja ena-
morada: ser el amor absoluto por encima del cual no hay otro.
Cuando esto sucede es cuando solemos decir que los enamorados
“no aceptan razones”. Por lo menos, no razones diferentes a las
que les dicta el eros, que no suelen ser razones “razonables”, pro-
ducto de cálculos hechos con cabeza fría y de manera mesurada a
la luz de la moral, la decencia e incluso hasta cierto punto de la
conveniencia y la utilidad objetivas y eminentemente pragmáticas. Y
aunque Pascal no se estaba refiriendo al romanticismo ni al eros
cuando acuñó su famosa frase “el corazón tiene razones que la
razón no conoce”, la extrapolación que algunos amantes hacen de
esta frase al amor eros no es del todo equivocada por el hecho de
que el eros, al tender a sustituir y usurpar el lugar del ágape
‒su ya señalado peligro espiritual‒, termina haciendo a los
amantes, de manera ilegítima y hasta irracional, los mismos re-
clamos y exigencias que el ágape hace, pero de manera legíti-
ma y razonable.
Así habla de ello Lewis: “Todos saben que es inútil tratar de separar
a los enamorados demostrándoles que su matrimonio va a ser des-
graciado. Y esto no sólo porque no nos creerán sin duda no lo
harán nunca, sino porque, aunque nos creyeran, no se les podría
disuadir de casarse. Es especialmente característico del eros que,
cuando está en nosotros, nos haga preferir el compartir la desdicha
con el ser amado que ser felices de cualquier otra manera… todos
los cálculos son ajenos al eros… el eros nunca duda en decir: «Me-
jor esto que separarnos; mejor ser desdichado con ella que ser feliz
sin ella. Dejemos que se rompan nuestros corazones con tal de que
se rompan juntos». Si la voz dentro de nosotros no dice estas pala-
bras, no es la voz del eros”.
Añade luego: “Esto constituye la grandeza y el horror del eros…
Es en la misma grandeza del eros donde se esconde el peligro:
su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio
imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación
de sí mismo suenan a mensaje de eternidad. Y es aquí cuando:
“… el eros, hablando con igual grandeza y mostrando igual
trascendencia respecto a sí mismo, puede inclinar tanto al bien
como al mal... el eros honrado sin reservas y obedecido incon-
dicionalmente, se convierte en demonio. Y ésa es precisamente
la forma en que exige ser honrado y obedecido. Divinamente indife-
rente a nuestro egoísmo, es también diabólicamente rebelde a toda
exigencia que se le oponga por parte de Dios o del hombre… Entre
todos los amores él es, cuando está en su culmen, el que más
se parece a un dios y, por tanto, el más inclinado a exigir que
le adoremos. Por sí mismo siempre tiende a convertir el hecho de
«estar enamorado» en una especie de religión”, concluyendo final-
mente: “El verdadero peligro… no es que los enamorados se idola-
tren el uno al otro, sino que idolatren al propio eros… La deducción
es que un gran eros atenúa casi permite, casi santifica toda ac-
ción a la que él conduce”.
La ética del amor romántico puede llegar así a ser maquiavéli-
ca, pues en nombre de este amor todo se justifica (la relación
sexual prematrimonial es el caso más emblemático y frecuente de
esto). El amor eros se llega a convertir en el fin que justifica cual-
quier medio para defenderlo de modo tal que los amantes enamo-
rados: “… pronuncian la palabra «amor», no tanto alegando una
«circunstancia atenuante», sino como apelando a una autoridad. La
confesión casi puede llegar a ser ostentación… el «espíritu» del
eros parece sancionar todo tipo de acciones que, de otro modo, no
se habrían atrevido a realizar. No me refiero únicamente, o princi-
palmente, a actos que violan la castidad; es igualmente probable
que se trate de actos contra la justicia, o faltas de caridad contra el
mundo de los demás… casi con el tono de quien ofrece un sacrifi-
cio… Sus fieles hasta pueden llegar a sentir que hay un mérito es-
pecial en estos sacrificios, porque ¿Qué ofrenda más costosa pue-
de dejarse en el altar del amor que la propia conciencia?”. De ahí la
advertencia que hace Lewis, que podría dirigirse expresamente a
los novios cristianos que experimentan este legítimo y enriquecedor
enamoramiento: “No le debemos obediencia incondicional a la
voz del eros cuando habla pareciéndose demasiado a un dios”.
Sin embargo, esta advertencia es matizada luego por un elemento
didáctico y constructivo que puede hallarse en el eros: “Aunque
tampoco debemos ignorar o intentar negar su calidad cuasidivina…
En él hay una cercanía real a Dios (por semejanza); pero no, como
consecuencia necesaria, una cercanía de aproximación”. Pero esa
cercanía por semejanza, aprovechada de manera correcta y
consciente por los novios, puede llegar a ser también cercanía
de aproximación a Dios: “El eros, venerado hasta donde lo permi-
te el amor a Dios y la caridad al prójimo, puede llegar a ser para no-
sotros un medio de aproximación. Su compromiso total es un pa-
radigma o ejemplo, inherente a nuestra naturaleza del amor
que deberíamos profesar a Dios y al hombre… así, el eros da
contenido a la palabra «caridad»”.
Esto nos conduce de manera necesaria al último de los amores,
pues: “la broma siniestra es, siempre, que este eros, cuya voz pare-
ce hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente
duradero… es el más mortal de nuestros amores. El mundo atrue-
na con las quejas de su inconstancia”. Quejas que contrastan
con sus sinceras promesas de permanencia. De hecho: “El amor
erótico hace promesas que no se le piden; no hay modo de conven-
cerle de que no lo haga… No por hipocresía, sino sinceramente.
Ninguna experiencia adversa conseguirá curarle de esta ilusión…
El eros es llevado a prometer lo que el eros por sí mismo no puede
cumplir”.
3.3.5. La caridad
Este último tipo de amor proveniente de la palabra griega ágape es
designado en español con las expresiones “amor desinteresado”,
“amor incondicional” o “amor abnegado”. Pero en este caso va-
mos a conservar la designación original que recibió en la tradi-
ción cristiana antigua, que se refirió a él como “caridad”, corri-
giendo de paso la pobre acepción actual dominante de esta palabra
que la ha convertido en un sinónimo de “limosna”.
Sea como fuere, el punto es que los primeros cristianos emplea-
ron ampliamente este término para referirse al amor especial
por Dios, al amor de Dios para con el hombre, e incluso a un
amor sacrificial que cada ser humano debería sentir hacia los
demás, por lo menos en el marco de la fe cristiana, que sería la
que lo hace posible. En palabras del Dr. Wheat: “Es el amor total-
mente abnegado que tiene la capacidad de dar y mantenerse
dando sin esperar que se le devuelva nada”. Es el amor que
estimula y motiva al servicio al prójimo y que, como también nos lo
recuerda el Dr. Wheat: “fue este amor el que impulsó a Cristo a
venir a la tierra a hacerse hombre por nosotros. Dios ama a toda la
humanidad con ese amor (ágape) desinteresado” que sirve, por
tanto, de base o apoyo de trasfondo para el amor más particular
que manifiesta co- mo Padre hacia quienes llegan a ser sus hijos
mediante la fe en Cristo.
A diferencia del amor romántico o eros en que los sentimientos
ocupan un papel dominante al extremo de la irracionalidad, este es
un amor reflexivo, racional, pero sobre todo volitivo (es decir
que es el producto consciente de una decisión de la voluntad)
y no dependiente de los sentimientos. Se concentra, pues, en las
acciones lo que se dice y hace y no en las emociones lo que se
siente. Es el amor que inspira los votos matrimoniales pronuncia-
dos entre la pareja que, en su sentido básico, se reducen a mani-
festar: “decido amarte, por difícil que pueda ser, hasta que la muer-
te nos separe”. Votos en los que no aparecen ni por asomo los sen-
timientos como condicionante del amor y del cumplimiento de la
promesa que los votos formulan.
Antes de ver el crucial papel que este amor está llamado a desem-
peñar en el matrimonio, en la vida y en el hogar cristiano, al punto
de revestir la mayor importancia entre todos los amores consi-
derados hasta ahora; detengámonos en algunas observaciones al-
rededor de él llevadas a cabo por C. S. Lewis en el libro de su auto-
ría que venimos citando. Antes que nada, este autor nos recuerda
el carácter sobrenatural de este amor. Carácter que la Biblia
confirma al informarnos que este amor no brota de manera na-
tural en nosotros, sino que somos facultados para amar de es-
te modo por Dios mismo, quien: “… ha derramado su amor en
nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rom. 5:5).
No se trata en este versículo tan sólo del hecho de ser depositarios
del amor de Dios en el sentido de ser beneficiarios de él, de modo
que los creyentes podamos dirigirnos a Dios como nuestro Padre
de manera legítima; sino también, como lo aclara la nota a este
versículo hecha por la Biblia de Jerusalén: “Por él también amamos
a nuestros hermanos con el mismo amor con que el Padre ama al
Hijo y a nosotros”.
El carácter sobrenatural de este amor y la necesidad de que su do-
tación provenga de Dios directamente en el contexto de la fe es
aludida también de este modo por el Dr. Wheat: “Este amor está
conectado con una fuente eterna de poder, y puede continuar
cuando toda otra clase de amor haya fracasado… Ama sin impor-
tarle nada. No importa cuán indigna de amor sea la otra persona, el
amor abnegado (ágape) puede continuar fluyendo. Este amor es in-
condicional, tal como es el amor de Dios para nosotros”. En razón
de ello, sostiene: “¡Una unión matrimonial en la cual haya este tipo
de amor puede sobrevivir a cualquier cosa! Es la clase de amor que
mantiene en marcha el matrimonio cuando las clases naturales de
amor fallan y mueren”.
La importancia de este amor sobrenatural radica en que, como
comienza diciendo Lewis: “los amores naturales no son auto-
suficientes. Algo… debe venir en ayuda del sólo sentimiento, si el
sentimiento quiere conservar su dulzura”. Acto seguido se apresura
a aclarar: “Decir esto no es empequeñecer los amores naturales,
sino indicar dónde reside su verdadera grandeza”.
Ciertamente, la caridad o el amor ágape no riñe ni compite ne-
cesariamente con los otros amores. Más bien los incentiva, los
potencia, les da solidez, color, belleza y permanencia, colocán-
dolos a su vez en su justo lugar y proporción y en su correcta
relación armónica entre ellos. Y lo hace tras bambalinas o entre
bastidores, es decir que el amor ágape no busca ser el protagonis-
ta que se encuentra en primer plano, sino el “apuntador”4 que, sin

4
El apuntador, en el teatro, la revista y la ópera es la persona que asiste u orienta a los actores
cuando han olvidado su texto o no se mueven correctamente sobre el escenario. En el modelo
clásico del teatro italiano el apuntador está instalado en el proscenio, entre la escena y el público,
para el que permanece oculto, protegido por la concha, tornavoz o caja del apuntador. La evolución
del fenómeno escénico ha hecho que en muchos casos desaparezca este singular oficio del teatro,
siendo absorbido por las tareas del traspunte o situándose, como éste, entre bastidores (extractado
ser visible, les recuerda a los demás amores sus líneas correctas
en el parlamento de la obra completa para que no se desvíen de su
propósito original, llegando a reclamar tal importancia o atención
para sí mismos, que terminen destruyendo el cuadro completo de lo
que pretendían ayudar a construir. La caridad les brinda su toque
necesario de “sensatez” a los demás amores y los pone en la
perspectiva correcta.
Lewis utiliza otra figura para ilustrar la función de la caridad. La figu-
ra de un jardín en el que las flores con todo su esplendor represen-
tarían el afecto, la amistad y el amor romántico, mientras que la ca-
ridad estaría representada por el jardinero que desempeña las labo-
res más bien tediosas y grises, pero siempre necesarias, que permi-
ten que el jardín siga siendo el lugar en el que estas flores puedan
seguir floreciendo con el mismo esplendor.
El problema no es, pues, que la caridad compita u opaque a los
demás amores está muy lejos de su intención hacerlo, sino que
son los demás amores, abandonando su necesaria sensatez
en especial el amor romántico los que a veces pretenden
competir con él y usurpar su legítimo lugar. Algo que, cuando
sucede con el no creyente, es comprensible aunque no justificable;
pero que adquiere mayor gravedad en el creyente, advertido, facul-
tado y asistido por Dios para que esto no suceda.
Al fin y al cabo, continúa Lewis: “Los amores demuestran que son
indignos de ocupar el lugar de Dios, porque ni siquiera pueden
permanecer como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de
Dios”. Por eso: “Incluso por su propio interés, los amores naturales
deben aceptar ser algo secundario, sin han de seguir siendo lo que
quieren ser. En este sometimiento reside su verdadera libertad:
«Son más altos cuando se inclinan»”.
El conflicto se da, entonces, únicamente en el caso de que uno
de los amores naturales busque rivalizar con la caridad sobre-
natural: “… el problema de si amamos más a Dios o al ser amado
de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes cristianos,
una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la
verdadera cuestión es al presentarse esa alternativa, a cuál ser-
vimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en
última instancia, se inclina nuestra voluntad?”.

de Wikipedia)
Podríamos responder esta pregunta diciendo que ningún amor na-
tural puede estar por encima de la caridad, entendida como el
amor incondicional a Dios y al prójimo (Lc. 14:26), puesto que
la caridad juzga y perfecciona todos los demás amores que, sin
esta necesaria y orientadora subordinación, pueden degene-
rarse y salirse de curso de manera condenable y autodestructi-
va.
Ahora bien, la sensatez que la caridad les impone a los demás
amores no es una sensatez completamente calculada en la que
se eliminen los riesgos, pues el amor en cualquiera de sus formas
y en esto la caridad no es de ningún modo la excepción, sino a ve-
ces incluso su más acabada expresión (por ejemplo en el caso de
los mártires) implica siempre riesgo: “no hay escapatoria… No hay
inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable”.
Por lo tanto y hasta el momento en que Cristo instaure plenamente
su reino en la tierra, la sensatez asociada a la caridad tiene que
ver con no permitir que los demás amores asuman riesgos in-
necesarios y carentes de una razonable y satisfactoria justifi-
cación, pero no impedirles de manera absoluta que asuman los
riesgos inherentes al amor que la caridad misma demanda.
Como lo dice Lewis: “El único sitio, aparte del Cielo, donde se pue-
de estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbacio-
nes del amor es el Infierno”. No olvidemos que la Biblia nos advierte
que la sensatez que acompaña al evangelio es una locura para el
mundo.
Para ir cerrando este tema podemos manifestar nuestro acuerdo
con Lewis en que: “Dios no ha querido que la distinción entre peca-
do y deber dependa de sentimientos sublimes”. Porque los amores
naturales dependen en mayor o menor grado de los sentimien-
tos sublimes. La caridad, en cambio, depende del sentido del
deber. Y es por eso que los amores naturales pueden llegar a
ser pecaminosos cuando se salen del curso que les traza la ca-
ridad. Tal vez esto explique porque la Biblia nos habla de deberes
antes que de sentimientos y nos advierte para que no pongamos los
sentimientos antes que los deberes, pues al hacerlo así aquellos
terminan corrompiendo a estos y obrando en perjuicio de su cum-
plimiento.
Dios nos exhorta más bien a que pongamos en primer lugar los de-
beres para perfeccionar así los sentimientos, de por sí muy volátiles
y cambiantes. Los sentimientos son, en último término, un valor
agregado a los deberes, pero no son lo fundamental. Por eso, la
Biblia no se refiere a las relaciones conyugales, paterno-filiales y
obrero-patronales y los amores naturales a las que ellas dan lugar
en términos de sentimientos, sino de deberes mutuos que debemos
cumplir al margen de los sentimientos (1 Cor. 7:3; Efe. 5:21-6:9).
Los cristianos tenemos, pues, que estar en condiciones de declarar
todos los días: “… „Somos siervos inútiles; no hemos hecho más
que cumplir con nuestro deber‟” (Lc. 17:10), incluyendo entre ellos
el deber de amar, sin que se mencionen en este caso como acom-
pañantes necesarios la exaltación o el despliegue de sentimientos
sublimes.
En este orden de ideas, la caridad nos recuerda que el amor es
en esencia un deber aderezado con sentimientos nobles y su-
blimes, pero deber después de todo. Al fin y al cabo, la dicha
bienaventurada que el Señor promete a sus siervos tiene una sola
condición que no tiene que ver con los sentimientos: “Dichoso el
siervo cuando su señor, al regresar, lo encuentra cumpliendo con
su deber” (Mt. 24:46).
A este respecto se cuenta la anécdota de un hombre que acudió a
su pastor para pedirle consejo porque su matrimonio se encontraba
en crisis y ya no lo satisfacía, sino que lo hacía infeliz, pues, como
se lo expresó a su consejero, sentía que ya no amaba o, mejor aún,
no estaba ya enamorado de su esposa y no podía, por tanto, conti-
nuar unido a ella en matrimonio.
El pastor, al ver que el amor romántico había desaparecido de la re-
lación, exhortó al aconsejado a abonar de nuevo este amor culti-
vando con su esposa una relación de afecto, pero el aquejado le di-
jo que tampoco le era posible llevar a cabo este ejercicio dentro de
su matrimonio, pues también el afecto había muerto. El pastor sugi-
rió, entonces, trabajar con ella en el campo de la amistad o amor fi-
lial, recibiendo de nuevo una negativa por parte del afectado bajo el
pretexto de que tampoco “le nacía” ser ya amigo de su cónyuge.
Por último y ante el fracaso de todas estas instancias, el pastor pre-
guntó al hombre si, al no poder seguir tratando a su cónyuge como
esposa, ni como alguien cercano y familiar, ni como amiga, ¿tal vez
la veía ya como a una enemiga?
El hombre, cansado de ser exhortado en contra de su deseo a que
intentara rescatar la relación por medio de los distintos amores na-
turales, respondió de manera afirmativa añadiendo que por fin el
pastor había captado lo que sucedía entre ellos, a lo que el pastor
replicó que, entonces, con mayor razón, debía amarla, porque Dios
nos pide amar a nuestros enemigos (Mt. 5:44). De este modo, el
pastor le estaba indicando al aconsejado que, ante el fracaso
de los amores naturales y si él lo deseaba realmente, aún podía
salvar su matrimonio mediante el ejercicio sobrenatural de la
caridad, entendida ya no como un sentimiento sobre el cual no
tenemos control, sino como el deber que ponemos en acción
mediante una decisión consciente de la voluntad que elige
amar al prójimo a pesar de lo poco digno de ser amado que
nos pueda parecer, pagando así la deuda continua de amor que
tenemos para con todos los hombres (Rom. 13:8-10), obligados a
ello por el amor que le profesamos a Dios (2 Cor. 5:14).
Ese es tal vez el mérito de los matrimonios exitosos arreglados
por los padres, a pesar de no haberse llevado a cabo bajo el en-
cantamiento del amor romántico, idealizado por el pensamiento
occidental moderno, sino en muchos casos en completa ausencia
de él. Matrimonios sostenidos y alimentados por el sentido del
deber asociado a la caridad que crea las condiciones para que
surjan el afecto, la amistad y hasta el romance en las parejas así
unidas, con posterioridad y no con anterioridad a la decisión de
amar a la pareja que les ha tocado en suerte.
Philip Yancey también habla favorablemente de este tipo de matri-
monios en un capítulo de uno de sus libros titulado, justamente: “El
espíritu de los matrimonios arreglados”. En él dice cosas como
éstas: “… en la actualidad, en nuestra aldea global internacional,
más de la mitad de los matrimonios suceden entre un hombre y una
mujer que jamás han sentido una punzada de amor romántico, y
quizás ni siquiera reconozcan la sensación de que ésta los golpea.
Los adolescentes, en la mayoría de los lugares de África y Asia,
dan por sentada la noción de matrimonios arreglados por los pa-
dres, de la misma forma en que nosotros damos por sentado el
amor romántico”.
Después de referirse a uno de estos matrimonios en la India y su
evidente éxito, afirma: “De hecho, misioneros que viven en tales
sociedades informan que como regla, los matrimonios acorda-
dos tienen más estabilidad y una tasa mucho menor de divor-
cio que los matrimonios que resultan del amor romántico”. Co-
mo explicación para ello sostiene: “las parejas de matrimonios arre-
glados no centran la relación en las atracciones mutuas. Al oír la
decisión de tus padres, aceptas que vas a vivir por muchos años
con alguien que apenas conoces. Así, la pregunta dominante pasa
de ser: «¿Con quién debo casarme?», a «Dada esta pareja, ¿qué
tipo de matrimonio podemos construir juntos?»”.
Finalmente, Yancey formula la siguiente observación incidental, al-
go nostálgica y hasta sombría sobre la volatilidad del amor románti-
co: “Dudo seriamente que el occidente abandone alguna vez la no-
ción del amor romántico sin importar que tan poco sirve como base
para la estabilidad familiar”. Pero ya volveremos sobre el espíritu de
los matrimonios arreglados y la utilidad y sensatez asociada a ellos,
muy característica de la caridad, en el último capítulo de nuestra
conferencia.
Resta por decir que la mejor descripción de la caridad está, por
supuesto, en el capítulo 13 de la primera epístola del apóstol
Pablo a los Corintios, capítulo conocido en el medio cristiano bajo
el título de “La preeminencia del amor”; descripción que debería
ser estudiada a fondo por los novios para que su preparación
para el matrimonio y sus expectativas sobre él sean maduras y
realistas y fundadas sobre el único amor que le brinda solidez
garantizada a la relación, especialmente en el marco del cris-
tianismo del que participan.
Porque la pareja que decide desde el noviazgo edificar su matrimo-
nio sobre la caridad fundamentalmente, podrá aun así experimentar
dificultades en su relación de casados, pero como lo dice Lewis: “…
estas contrariedades no pueden destruir un matrimonio entre dos
personas «decentes y razonables» [o sensatas, diríamos nosotros].
La pareja cuyo matrimonio sí puede ciertamente verse en peligro
por causa de ellas y, posiblemente, quedar expuesto al fracaso, es
la que ha idolatrado el eros… En realidad, sin embargo, el eros,
habiendo hecho su tan gigantesca promesa y después de haber
mostrado, como en un destello, lo que tiene que ser su función, ha
«cumplido con su cometido». Él, como padrino, hace los votos; so-
mos nosotros quienes debemos cumplirlos… Debemos realizar los
trabajos de eros cuando eros ya no está presente. Esto lo sa-
ben todos los buenos enamorados, aun cuando no sean reflexi-
vos ni sepan expresarse, y sólo sean capaces de unas pocas
frases convencionales sobre la necesidad de «aceptar lo
desagradable
junto con lo agradable», de «no esperar demasiado», de tener «un
poco de sentido común» y cosas parecidas. Y todos los enamora-
dos que son buenos cristianos saben que este programa, aunque
parezca modesto, no podrá cumplirse sino con humildad, caridad y
la gracia divina; pues realmente eso es toda la vida cristiana vista
desde un ángulo particular”.
3.4. La fe compartida y el yugo desigual
Teniendo en cuenta el lugar central que la caridad debe desempeñar en la
pareja, unido al hecho de que el ejercicio más consciente y acabado de la
caridad es una ventaja con la que únicamente cuentan los cristianos,
pues, en estricto rigor la caridad es una facultad sobrenatural con la que
Dios dota a los suyos; la necesidad de que ambos novios y futuros es-
posos compartan la misma fe en Cristo se cae de su peso, si de dis-
frutar de un matrimonio exitoso se trata.
Es a esta necesidad a la que se refiere con carácter imperativo el apóstol
Pablo en su segunda epístola a los Corintios: “No formen yunta con los in-
crédulos. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión
puede tener la luz con la oscuridad? ¿Qué armonía tiene Cristo con el dia-
blo? ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo? ¿En qué con-
cuerdan el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo del
Dios viviente…” (2 Cor. 6:14-16). A la luz de este pasaje, las relaciones
de pareja (noviazgo o matrimonio) que no cumplen con este requisito
se designan como un “yugo desigual” (no olvidemos que la palabra
“cónyuge” denota, etimológicamente, a quien comparte su yugo con otro).
El yugo desigual es, pues, un acto de desobediencia a Dios por parte
del novio cristiano que se involucra en este tipo de relación con un
no creyente. Condición que, de persistir en el matrimonio, constituye
una seria amenaza, tanto para el éxito de un matrimonio en el que sólo
uno de los dos cuenta con el recurso pleno y consciente a la caridad para
construir el hogar; como para la fe individual del creyente envuelto en
este tipo de matrimonio, fe que puede verse perjudicada por las lealta-
des y compromisos que el creyente adquiere con su contraparte no cre-
yente (sobre todo en el caso de la mujer, aunque el varón cristiano no está
tampoco exento de ello), teniendo que sacrificar de este modo muchos si
no todos los espacios comunitarios requeridos para mantener el celo,
compromiso y devoción que la fe amerita, con todas las consecuencias
que esto conlleva para la conciencia y la calidad de vida del creyente.
La experiencia de los creyentes que se casaron en yugo desigual
suele ser en la gran mayoría de las veces una dolorosa confirmación
de lo anterior y los casos en que el matrimonio soportó esta tensión adi-
cional sin perjuicio de la fe del cónyuge cristiano o sin desembocar en el
divorcio, se deben a la feliz circunstancia de que el cónyuge inconverso
experimentó también la conversión a Cristo en un momento más bien
temprano del matrimonio. Pero esta es una apuesta muy arriesgada que
las Escrituras no nos autorizan a hacer, de manera que la esperada
conversión de la persona de nuestro interés debe darse, a lo sumo,
en la fase de conocimiento y compañerismo que suelen preceder al
noviazgo y no después. El noviazgo debe iniciarse y emprenderse bajo
el requisito mínimo y la condición previa de la conversión auténtica de los
dos novios, si es que se quieren evitar desengaños, tentaciones mayores
y sufrimientos innecesarios en el proceso mismo del noviazgo. Sin hablar
de los mucho mayores que les esperan a quienes obstinadamente inician
un matrimonio en yugo desigual.
3.5. Señales en el camino
En conexión con lo anterior y a riesgo de ser repetitivos, este punto tiene
que ver con los indicios que los novios deben poder identificar en el
transcurso del noviazgo que apuntan a que, tal vez, no tienen lo sufi-
ciente en común para emprender un matrimonio verdaderamente sa-
tisfactorio para ambos, o que el carácter, el temperamento, la perso-
nalidad o las circunstancias de alguno de los dos no es lo que el otro
esperaba, al punto que no valga la pena el esfuerzo de seguir trabajando
para llegar a un matrimonio que se vislumbra como más sacrificado de lo
que sería de esperar y de lo que se está dispuesto a asumir dentro de los
riesgos inherentes al amor sensatamente evaluados.
Estas señales pasan por el hecho de descubrir detalles inquietantes en
cuanto a la sinceridad de la conversión a Cristo de la contraparte que
nos generen sospechas sobre su autenticidad. No es extraño que en
relaciones interpersonales de compañerismo o amistad que surgieron sin
que los involucrados fueran ambos ya creyentes, la atracción y el interés
romántico del no creyente por el creyente lo lleve a fingir de manera más o
menos consciente una conversión, al notar la importancia que ésta tiene
como requisito establecido por la contraparte para considerar siquiera la
posibilidad de iniciar una relación de noviazgo a la que el no creyente aspi-
ra, no siempre con las mejores o más puras intenciones.
En el caso de que estos detalles inquietantes estén presentes, el creyente
debe abstenerse de llevar más lejos la relación y si sus razonables
dudas al respecto no son satisfactoriamente disipadas en el trans-
curso del noviazgo, no debe procederse al matrimonio. Tampoco es
conveniente prolongar el noviazgo indefinidamente a la espera de alcanzar
un satisfactorio grado de seguridad en relación con la conversión auténtica
de la contraparte, sino establecer en oración un lapso prudencial para al-
canzar seguridad al respecto antes de proseguir al matrimonio o, en su de-
fecto, terminar la relación.
Por cierto, aunque no se pueden establecer normas rígidas en este aspec-
to, por regla general no son recomendables los noviazgos ni muy lar-
gos ni muy cortos. La inconveniencia del noviazgo largo radica en
que en él la pareja estará expuesta por más tiempo y en un mayor
número de oportunidades y circunstancias a las tentaciones de la na-
turaleza pecaminosa que los inciten a caer en fornicación o inmorali-
dad sexual incurriendo en relaciones sexuales prematrimoniales, algo
que, como es bien sabido y se ha dado por sentado a lo largo de todo este
capítulo, es una prohibición expresa que caracteriza la moral cristiana y
que recibe particular atención en el Nuevo Testamento con palabras tan
urgentes e imperativas como éstas: “Huyan de la inmoralidad sexual. To-
dos los demás pecados que una persona comete quedan fuera de su
cuerpo; pero el que comete inmoralidades sexuales peca contra su propio
cuerpo” (1 Cor. 6:18).
Los noviazgos largos favorecen, entonces, este tipo de pecado, no nece-
sariamente porque lleven a la consumación plena de la relación sexual, si-
no porque llevan gradualmente a la pareja a una familiaridad en la que
terminan haciéndose concesiones cada vez más grandes en este sentido
y, sin consumar la relación en sí mediante el coito, si se terminan permi-
tiendo caricias y tratos físicos demasiado estrechos e impropios que infrin-
gen el mandamiento en contra de la fornicación bajo la engañosa creencia
de que, mientras no haya coito, no existe técnicamente fornicación y todo
lo demás está permitido. Por lo tanto, un noviazgo excesiva e innecesa-
riamente largo puede ser también indicio de que las cosas no mar-
chan correctamente.
Por otro lado, los noviazgos cortos no facilitan que la pareja establez-
ca y alcance un satisfactorio nivel de conocimiento mutuo y de co-
municación abierta, cercana y verdaderamente constructiva entre
ellos que les brinde todos los elementos de juicio para evaluar con cono-
cimiento de causa la viabilidad de que el matrimonio tenga éxito. Por lo
tanto, la ansiedad de una de las partes o de ambas por casarse sin
surtir el tiempo necesario para lograr estas metas durante el noviaz-
go, puede también ser un indicio de que la relación depende mucho
de la atracción física y el consecuente deseo sexual en el marco de un
eros equivocadamente idealizado y no suficiente ni maduramente reforza-
do por los demás amores.
Otra de las señales a las que se debe prestar atención especial es a la ac-
titud de la familia propia hacia el(a) novio(a) en cuestión. Si hay re-
chazo, inquietud o incomodidad por parte de la familia o alguno de
sus miembros (en especial los padres) hacia la persona considerada,
hay que detenerse a indagar con la debida seriedad las razones para
ello, dado que por norma la familia en general y los padres en particular
aspiran a lo mejor para sus hijos, por lo que las prevenciones que puedan
tener hacia el(a) novio(a) de su hijo(a) merecen una audiencia atenta y no
se deben desestimar a la ligera, a no ser que después de esta considera-
ción muestren claramente estar basadas en prejuicios, en criterios arbitra-
rios o en convencionalismos sociales discriminatorios insostenibles y sin
fundamento sólido a la luz del evangelio. Pero en caso contrario, es decir
cuando las razones tengan fundamento y no se resuelvan satisfactoria-
mente durante el noviazgo, hay que contemplar la opción de terminar la
relación antes de pasar a mayores.
Por último, si bien el yugo desigual es algo en lo que se incurre estricta-
mente cuando el creyente se involucra sentimentalmente con un no cre-
yente; existen situaciones en los noviazgos entre creyentes que pue-
den asimilarse hasta cierto punto a un yugo desigual. Y aunque nor-
malmente no habría que hacer estas advertencias, pues se caen de su
peso y son de sentido común en gran manera, el amor romántico puede
producir un ofuscamiento tal en los novios que pierden la necesaria sensa-
tez para reparar en estos asuntos con cabeza fría.
Entre estas situaciones podrían señalarse diferencias culturales tan
marcadas entre las partes que pueden desembocar en sensibles pro-
blemáticas en el matrimonio, cuyo riesgo no vale la pena asumir por el
potencial destructivo que pueden llegar a tener para la relación. Sin men-
cionar las diferencias espirituales en cuanto al compromiso, madurez
y crecimiento de las partes en relación con la fe, en las que lo ideal es
que el varón asuma el liderazgo y la dirección principal durante el noviaz-
go mismo, pues de no darse de este modo durante esta etapa preparatoria
de la relación, puede ser un mal presagio para el matrimonio en donde es
muy probable que se mantenga indefinidamente este modelo equivocado.
3.6. Las experiencias previas: ¿lastre o ventaja?
Todos tenemos una historia y un pasado que constituye un bagaje
inevitable que traemos al noviazgo y futuro matrimonio. Mucho más si
ese pasado transcurrió al margen de la fe y cuenta en su haber con refe-
rentes equivocados de lo que debe ser el rol de los padres en el hogar y la
respectiva crianza de los hijos, agravados por el hecho de haber tenido di-
ferentes compañeros sentimentales así como diversas experiencias
sexuales prematrimoniales, ya sea con la pareja de turno con exclusividad
o, peor aún, con personas ajenas a la relación de pareja en un ejercicio
promiscuo de la sexualidad abiertamente contrario a la ética y la moral
cristiana.
Este pasado puede también en un significativo número de casos in-
cluir fracasos matrimoniales previos cuyas secuelas terminan afectan-
do también a la nueva pareja con quien se pretende concretar un matri-
monio exitoso. Ya hemos mencionado al respecto los hijos habidos en es-
tas uniones anteriores que, por fuerza, entrarán de un modo u otro en el
círculo familiar del nuevo hogar, circunstancia que amerita ajustes y
acuerdos extras que impidan que las situaciones así generadas puedan
convertirse en influencias amenazantes para el éxito del nuevo hogar.
Por eso, con todo y el hecho de que la conversión nos faculte para
avanzar y dejar ese pasado atrás, rompiendo con él en cuanto a su ta-
lante y tendencias características, en cumplimiento del conocido pasaje
del Nuevo Testamento que anuncia de manera esperanzada que: “… si
alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha lle-
gado ya lo nuevo!” (2 Cor. 5:17); lo cierto es que ese pasado no des-
aparece y, por lo mismo, conserva un potencial para influir construc-
tiva o destructivamente en la nueva relación, dependiendo de cómo se
utilice por cada una de las partes.
El pasado puede afectar negativamente la nueva relación cuando lo
convertimos en la norma para evaluar las nuevas experiencias y vi-
vencias vividas al abrigo de la fe en Cristo. De este modo se entra en
una comparación sistemática entre la relación presente y las relaciones
pasadas en la cual se termina tratando de ajustar equivocadamente esta
última a las primeras, llegando a juzgar como poco viable la nueva rela-
ción por el hecho de que no logra ajustarse a los modelos previos de la
familia y de las relaciones de pareja con los que venimos contaminados.
Sin embargo, el pasado no debe ser ignorado olímpicamente en la
nueva relación, como si todas las salidas en falso de nuestro pasado tu-
vieran que ser borradas de nuestra memoria para poder arrancar de cero y
en limpio. En primer lugar, porque para poder ser auténtico es hones-
to y necesario poner al tanto a la contraparte de todos los aspectos
de ese pasado que puedan ser pertinentes o de interés práctico para
ella y para el éxito de la nueva relación (sin tener que ser exhaustivo ni
entrar en detalles innecesarios que puedan llegar a ser escabrosos, hirien-
tes y hasta pecaminosamente ostentosos, en ejercicio de la sabia pruden-
cia a la que ya hemos aludido al principio de esta unidad). Y en segundo
lugar, porque aun las experiencias del pasado, por censurables que
hayan sido a la luz de la ética cristiana, pueden ser capitalizadas
constructivamente por medio de las lecciones que nos puedan proveer al
ser vistas, evaluadas y juzgadas desde el horizonte de las Escrituras, pro-
cediendo conforme a la recomendación paulina cuando nos exhorta a so-
meterlo todo a prueba, aferrándonos a lo bueno (1 Tes. 5:21).
Es que incluso los malos ejemplos pueden cumplir un papel cons-
tructivo en la vida cristiana, pues el identificarlos como tales puede
motivarnos a implementar salvaguardas para no repetirlos en la nue-
va relación (1 Cor. 10:11-12). Este enfoque contribuye a dar cumplimiento
en nuestras vidas a la promesa divina en el sentido que: “… Dios dispone
todas las cosas para el bien de quienes lo aman” (Rom. 8:28). Así, pues,
la alternativa correcta en relación a nuestro pasado no es ni erigirlo
como norma, ni ignorarlo de manera olímpica, sino recordarlo capita-
lizando estas experiencias constructivamente al evaluarlas de mane-
ra crítica a la luz de nuestro presente iluminado por el evangelio. Sólo
así nuestro pasado no será un lastre que traemos a la nueva relación sino
una ventaja que podemos aprovechar para fundamentar su éxito en el fu-
turo.
Cuestionario de repaso
1. ¿Cuál es la intención que debería animar y motivar principalmente la decisión
de iniciar un noviazgo por parte de una pareja de creyentes cristianos?
2. En el propósito de albergar expectativas realistas sobre el noviazgo ¿qué es
exactamente de lo que se trata esta recomendación?
3. Señale dos maneras equivocadas de interpretar la recomendación de albergar
expectativas realistas sobre el noviazgo.
4. En consonancia con la Biblia, ¿por qué es necesario que el noviazgo incluya
también una actitud fríamente cerebral y analítica sin perjuicio de sus cálidos
aspectos emocionales?
5. ¿Cuál es la presunción típica de los novios inmaduros?
6. ¿Sobre qué debe estar fundamentado el noviazgo y el futuro y eventual ma-
trimonio para que lleguen a ser una verdadera bendición de Dios?
7. ¿Qué disposición implica el matrimonio de ambas partes para honrar del mejor
modo el espíritu evangélico de imitación de Cristo?
8. ¿Qué palabras resumen muy bien el papel específico que el noviazgo cumple
en relación con el matrimonio?
9. ¿Cuál es la comunicación principal que debe primar en el noviazgo y el ma-
trimonio cristianos?
10. ¿Qué es lo que se quiere y lo que no se quiere dar a entender con la reco-
mendación de ser auténticos en el noviazgo?
11. ¿Cuál es el resultado que tienen en el matrimonio las fachadas que se logran
sostener de manera exitosa durante el noviazgo por una o ambas partes de la
relación y por qué?
12. ¿Por qué la necesaria franqueza y sinceridad no son un pretexto o justificación
para el descaro desvergonzado en el noviazgo?
13. ¿Qué aspecto sano de la personalidad es puesto en evidencia por el oculta-
miento que se niega a exponer de manera abierta a ningún ser humano los
aspectos más íntimos y personales de nuestro ser?
14. ¿Por qué la hipocresía, siendo mala, puede ser indicio de algo bueno?
15. ¿Qué consideración en cuanto al pudor, el decoro y la desnudez emocional
mantiene su vigencia durante todo el matrimonio al igual que durante el no-
viazgo?
16. ¿Contra qué virtud cristiana atenta la franqueza desbordada?
17. ¿Por qué el deseo sexual fue considerado erróneamente como pecaminoso
por la tradición cristiana de los primeros siglos?
18. ¿Por qué, sin ser lo más importante, el deseo no debe de todos modos des-
aparecer de la relación de pareja entre los cónyuges unidos en matrimonio?
19. Señale tres rasgos específicos del afecto
20. Señale tres rasgos específicos de la amistad
21. ¿Por qué la amistad entre individuos de diferente sexo es poco habitual?
22. Indique y explique cuál es el peligro espiritual del amor eros o amor romántico.
23. ¿Cuál es el elemento constructivo y didáctico que el amor romántico posee?
24. ¿Cuáles son las quejas del mundo contra el amor romántico?
25. ¿Cuál es el elemento más característico de la caridad que la diferencia del
amor romántico?
26. ¿Cuál es el aspecto de la caridad que la diferencia del resto de amores y la
pone en una categoría aparte?
27. ¿Qué relación guarda la caridad con los otros amores y qué es lo que les
aporta?
28. ¿Cuándo es que se da un conflicto entre la caridad y el resto de amores?
29. ¿De qué dependen en mayor grado los amores naturales y la caridad respec-
tivamente?
30. ¿Qué es lo que la caridad nos recuerda continuamente en relación con el
amor?
31. ¿Cuál es la mejor descripción de la caridad que encontramos en la Biblia?
32. ¿Cómo se define el “yugo desigual” y cuáles son los peligros que entraña para
el matrimonio cristiano?
33. ¿Cuáles son las “señales en el camino” a las que los novios cristianos deben
prestar especial atención?
34. ¿A qué se debe que la vida y experiencias previas al noviazgo y al matrimonio
cristiano se puedan llegar a convertir indistintamente en un lastre o en una
ventaja para la nueva relación?
4. El matrimonio: institución divina
Al llegar a este punto de nuestra materia que hace las veces de origen y meta
simultáneas de todo su contenido, en una secuencia circular que comienza en
el viejo hogar y termina en el nuevo hogar para comenzar de nuevo el ciclo;
hemos de recordar primero que todo que el matrimonio es una institución
divina cuyo origen se remonta a la creación misma cuando Dios declara: “Por
eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se
funden en un solo ser” (Gén. 2:24) a lo cual el Señor Jesucristo añadió: “Por
tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt. 19:6).
De hecho, hay un reconocimiento tácito de esto en todas las culturas en
vista de que los matrimonios están contemplados como acontecimientos con
raíces e implicaciones religiosas en prácticamente todos los grandes credos
del mundo, pues es común que su realización se lleve a cabo en capillas,
basílicas, catedrales, templos, sinagogas, mezquitas, pagodas, etc. y que den
lugar a solemnes liturgias particulares propias de estas confesiones, destina-
das a otorgarle al matrimonio la seriedad y trascendencia requerida en cada
una de estas tradiciones.
Ahora bien, la aplicación de la reglamentación que concierne al matrimo-
nio fue a su vez delegada por Dios en las autoridades humanas por Él
mismo establecidas para éste y otros fines (Rom. 13). Sin perjuicio de lo
anterior, hemos de hacer la salvedad de que en el contexto cristiano única-
mente podemos llamar matrimonio a la unión monógama y heterosexual
entre un hombre y una mujer debidamente perfeccionada como tal ante
la autoridad civil, independiente del hecho de si la pareja ha recibido o no la
bendición eclesiástica sobre su unión civil, aunque esto último es siempre de-
seable y recomendable, si bien no imprescindible para darle legitimidad al ma-
trimonio.
En otras palabras el matrimonio civil entre un hombre y una mujer es un
matrimonio absolutamente legítimo ante los ojos de Dios al margen de se
haya o no celebrado ante una autoridad eclesiástica que lo que hace en último
término es añadir a la unión ya celebrada civilmente, conforme a la reglamen-
tación vigente para ella, la bendición del caso, dando fe pública si así se re-
quiere de que la celebración eclesiástica del matrimonio ha tenido lugar para
que acto seguido se inscriba en los registros civiles correspondientes con to-
dos los efectos contemplados por la ley para el matrimonio civil.
La ética cristiana se opone, pues, de manera frontal a la legitimidad de la
poligamia y al mal llamado “matrimonio homosexual” junto con todas las
reivindicaciones asociadas a él, pues si bien es cierto que la autoridad civil
es la que debe aplicar la reglamentación propia del matrimonio, eso no signifi-
ca que esta autoridad pueda desvirtuarlo ni modificarlo en el proceso de ma-
nera arbitraria y contraria a lo que Dios ha establecido para él desde el princi-
pio en las Sagradas Escrituras. La autoridad civil no puede, entonces, extrali-
mitarse impunemente en las funciones que Dios ha delegado en ella y de las
cuales tendrá que dar cuenta en su momento.
Por otra parte, hay que decir que el matrimonio no es una obligación para
el creyente, como tampoco lo es la condición célibe, pues desde el punto
de vista de la Biblia se puede ser un buen cristiano soltero o casado indis-
tintamente, siendo el estado civil una decisión libre y voluntaria que la perso-
na toma en conciencia y que, por si misma, no le confiere una categoría espiri-
tual superior al casado sobre el soltero como a veces se da a entender táci-
tamente en contextos cristianos protestantes evangélicos, ni tampoco al sol-
tero sobre el casado como se da a entender en el contexto católico romano.
Si bien es cierto que “no es bueno que el hombre esté solo”, esto no significa
que todas las personas, en particular los creyentes, tengan que ser casados,
sino únicamente que el ser humano no fue creado para vivir aislado o solitario,
sino para vivir en comunidad, siendo el matrimonio la relación comunitaria
más estrecha e íntima que pueden disfrutar dos personas, pero no la
única de las gratificantes y legítimas relaciones comunitarias que Dios
ha preparado para el hombre, muchas de las cuales pueden disfrutarse
siendo solteros siempre y cuando no incluyan contacto sexual, pues éste está
restringido con exclusividad al matrimonio.
Adicionalmente, nunca será suficiente decir que, desde la perspectiva cris-
tiana, el matrimonio es algo muy serio por lo que el hecho de haber to-
mado la decisión de casarse coloca sobre el creyente un importante
compromiso delante de Dios y de la sociedad que observa, para trabajar
por la relación siguiendo para ello las pautas reveladas por Dios en la
Biblia con el fin de construir un buen matrimonio que les depare las
máximas satisfacciones a ambas partes de la relación, a los hijos y a la
comunidad de la que son miembros.
No podemos pasar por alto que de todas las relaciones humanas establecidas
por Dios en la creación en el marco de la familia y la sociedad, el matrimonio
tiene preeminencia sobre todas las demás. No en vano es la relación humana
que, a pesar de su imperfección bajo las actuales condiciones de la existencia,
logra reflejar de la mejor manera la calidad de la relación que Dios ofrece en el
evangelio a los creyentes, al comparar a Cristo con el esposo y a la iglesia con
la prometida que consumará su unión matrimonial de manera definitiva con Él
en las llamadas “bodas del Cordero” descritas en el libro de Apocalipsis (Efe.
5:22-32; Apo. 19:7-9).
Es por eso que, cuando en el marco de nuestras relaciones interpersonales en
este mundo llegamos, por ejemplo, a colocar la relación de padres o de hijos
antes que la de esposos, estamos alterando el orden de prioridad establecido
por Dios, con todas las consecuencias negativas que esto conlleva para la fa-
milia y la sociedad en general. La relación individual del creyente con Dios es
de hijo a Padre, pero la relación corporativa o en conjunto que como iglesia
ostentamos con Dios es la de desposada (la iglesia) a desposado (Cristo), a la
usanza de las bodas judías en la época del Señor.
Se desprende de esto que, aunque como padres e hijos indistintamente
tengamos también responsabilidades bíblicas muy definidas (Efe. 6:1-4),
éstas nunca deben ir en detrimento del compromiso matrimonial. A este
respecto dio en el punto Theodore Hesburg al declarar con gran percepción
que: “Lo más grande que un hombre puede hacer por sus hijos es amar a la
madre de sus hijos”, colocando en primer lugar las responsabilidades propias
de la relación matrimonial antes que las responsabilidades paternas, que solo
pueden abordarse bien cuando ya se ha hecho lo propio con las primeras.
Después de todo recordémoslo una vez más, existe consenso alrededor
de la convicción de que el matrimonio es el que establece la indiscutida
célula básica de la sociedad, es decir, la familia. El matrimonio provee el
mejor y el más fundamental trabajo de equipo en la sociedad en el que las
fuerzas no se suman únicamente, sino que se multiplican, conforme a lo dicho
en el libro de Eclesiastés: “Más valen dos que uno, porque obtienen más fruto
de su esfuerzo” (Ecl. 4:9), multiplicación de fuerzas que halla su explicación en
el hecho de que el matrimonio no es una unión de dos, sino una unión de tres,
pues Cristo es el tercer hilo en la relación que le brinda su fuerza y solidez,
según nos lo revela de nuevo el Eclesiastés: “Uno solo puede ser vencido, pe-
ro dos pueden resistir. ¡La cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente!” (Ecl.
4:12).
Philip Yancey reflexionaba sobre la alternancia y el contraste que se da en los
libros de los profetas en general y en el de Oseas en particular entre la rela-
ción paterno-filial y la de esposos-amantes para ilustrar la relación de Dios con
su pueblo. Y después de hacer una serie de muy interesantes observaciones
sobre este contraste, concluye que la relación más deseada de Dios con su
pueblo es la de esposos-amantes, pues ésta es superior a la paterno-
filial, que se muestra siempre como algo inmadura por contraste con la
relación conyugal. En palabras de Yancey: “La progresión en la Biblia, espe-
cialmente en Oseas, me enseña la clase de amor que Dios desea de mí: no el
amor de un niño, pegajoso, desprotegido, sino el amor maduro, que una
amante entrega libremente. A pesar de que ambos amores expresan una for-
ma de dependencia, existe una diferencia vital entre los dos, la diferencia en-
tre la paternidad y el matrimonio, entre la ley y el Espíritu”. De nuevo, el ma-
trimonio es privilegiado aquí como la mayor y la mejor de las relaciones huma-
nas que podemos disfrutar en este mundo y la más semejante a la relación
madura del creyente y de la iglesia en general con su Señor Jesucristo.
4.1. Los roles de la pareja
Debemos iniciar este tema haciendo una afirmación tajante para no pres-
tarnos a equívocos: El cristianismo no es ni machista ni feminista. El
machismo y el feminismo son, por tanto, distorsiones de los roles
específicos que la Biblia asigna al hombre o a la mujer indistintamen-
te. Ahora bien, partiendo entonces del hecho de que ante Dios tanto el
hombre como la mujer tienen el mismo valor por ser ambos seres
humanos creados para reflejar la imagen y semejanza de Dios, también
tenemos que decir que esta igualdad de valor o de dignidad no elimina
ni mucho menos las distinciones de género que existen, enhorabue-
na, entre el hombre y la mujer.
En otras palabras, hombre y mujer tienen en común su compartida condi-
ción humana en lo cual no existe diferencia entre ambos, pero si se distin-
guen en el género, pues “… Dios creó al ser humano a su imagen…
Hombre y mujer los creó” (Gén. 1:27). No hay base bíblica, entonces,
para afirmar ni la superioridad de los varones respecto de las muje-
res, ni de las mujeres respecto de los varones. Por cierto, con base en
la prioridad cronológica en la creación (Adán fue creado primero) o la pro-
cedencia inmediata de Eva (que proviene del varón), algunos varones ar-
gumentan medio en serio medio en broma que la mujer debe ser inferior al
hombre, pues fue creada después del hombre y con un sobrante del hom-
bre, pero las mujeres sin perder la compostura y con agudo ingenio repli-
can diciendo que no es así, puesto que lo que sucedió es que Dios decidió
hacer un segundo intento porque “echando a perder” se aprende.
Más allá de las bromas a las que pueden dar lugar estos detalles que la
Biblia nos revela sobre la creación del ser humano que pueden incidir o re-
flejar en algo los diferentes roles que cada uno de los géneros está llama-
do a desempeñar, lo cierto es que Dios creó al hombre y a la mujer en
condición de igualdad y sometimiento mutuo y voluntario del uno al otro
para conformar un equipo eficiente en el que cada uno desempeñe un rol
específico especialmente adaptado para las fortalezas de cada uno de
ellos.
Las diferencias de género no riñen con la unidad de propósito y la
complementaridad que debe existir entre el hombre y la mujer. Las
“batallas de los sexos” no deben tener, pues, lugar en la iglesia de Cristo.
De hecho, nuestra común condición humana es lo que hace posible la
relación entre hombre y mujer, pero son las diferencias de género las
que hacen interesante, atractiva y deleitosa la relación, activando así
todo el potencial benéfico que hay en ella. La interdependencia y com-
plementaridad entre hombre y mujer en plano de igualdad está también
afirmada en el Nuevo Testamento de este modo: “Sin embargo, en el Se-
ñor ni la mujer existe aparte del hombre ni el hombre aparte de la mujer.
Porque así como la mujer procede del hombre, también el hombre nace
de la mujer; pero todo proviene de Dios” (1 Cor. 11:11-12)
4.1.1. El hombre: la cabeza
Habiendo dejado establecida ya desde el principio la igualdad de
valor entre el hombre y la mujer, hay que repetir, sin embargo, que,
como lo dice J. H. Yoder: “Igualdad de valor no es identidad de rol”.
Es decir que el hecho de que hombres y mujeres tengamos el
mismo valor ante Dios no significa que desempeñemos ambos
las mismas funciones dentro del plan de Dios. Veamos entonces
los roles asignados por Dios a cada uno de los dos comenzando
por el del varón.
En efecto, la Biblia afirma en 1 Corintios 11:3 y en Efesios 5:23
que el hombre es la cabeza de la relación. Pero ¿qué significa
exactamente esta expresión que ha sido tergiversada y deformada
por los machistas que han terminado abusando de ella de manera
culpable y destructiva? Significa simplemente que el hombre es el
responsable encargado de dirigir la relación y que, como tal, él
es el primero que debe rendir cuentas a Dios sobre la relación.
Enorme responsabilidad. Ser cabeza no significa, entonces, como
muchos lo entienden, ser el que tiene los mayores privilegios en la
relación y a quien los demás deben servir, sino el que tiene las ma-
yores responsabilidades en ella. Tampoco significa ser el que man-
da en la relación de manera arbitraria, sino el que toma con sabidur-
ía las decisiones finales que afectan a la pareja y a la familia te-
niendo presente a su esposa y previa consulta con ella y eventual-
mente con los hijos también.
Ser cabeza no es ser un tirano egoísta, sino un siervo que diri-
ge bien a su familia pensando en el bienestar de todos sus
miembros y en el desarrollo y la realización de todos y cada
uno de ellos, comenzando por la mujer. El apóstol Pablo pone
sobre el hombre tan elevadas responsabilidades y obligaciones en
el capítulo 5 versículos 25 al 29 de la epístola a los Efesios en rela-
ción con la mujer en el vínculo matrimonial, casi al nivel de las
mismísimas responsabilidades sacrificiales asumidas por Cristo en
relación con la iglesia que como lo dice el pastor Darío: “El cargo
de machismo contra Pablo en particular, y contra el cristianismo en
general, se cae por la base cuando al hombre casado se le hacen tan
altas exigencias”.
En efecto, todos los demás pasajes de Pablo juzgados como machis-
tas deben ser interpretados contra este trasfondo y otros similares,
matizándolos y bajándoles el tono de modo que ni los machistas pue-
dan apelar a ellos para justificar su machismo, ni las feministas para
justificar su reacción contra los machistas. Por eso también el pastor
Darío añade: “Para los cristianos la unión conyugal debe ser la
tumba del machismo y el feminismo por igual”.
4.1.2. Machismo
Ahora bien, ¿de dónde surge el machismo condenado en las Escri-
turas a la par con el feminismo posterior? El machismo es un pro-
ducto de la caída en pecado de nuestros primeros padres. Una
caída que dañó la armónica relación entre el hombre y la mujer,
al punto que en la sentencia pronunciada por Dios sobre la mujer
por su responsabilidad en la caída leemos lo siguiente: “A la mujer
le dijo: «Multiplicaré tus dolores en el parto, y darás a luz a tus hijos
con dolor. Desearás a tu marido, y él te dominará.»” (Gén. 3:16).
El hombre caído se vio entonces empujado por su naturaleza pe-
caminosa y egoísta a deformar su rol y en vez de hacerse respon-
sable de la relación se convirtió en el dominador en ella, malinter-
pretando de lleno su papel de cabeza. Su mayor fuerza física no la
utilizó propiamente para proteger a la mujer sino para dominarla,
privándose al mismo tiempo de todos los aportes constructivos que
la mujer está en capacidad de hacer a la relación, llevándola a tal
punto de exasperación que, tan pronto tiene la oportunidad, la mujer
procura librarse del dominio opresivo del varón dando lugar al
igualmente extremo e inconveniente feminismo que abordaremos
también un poco más adelante.
Como quiera que sea, lo cierto es que tanto el machismo inicial
como el feminismo posterior echan a perder todo el potencial
para el trabajo armónico del equipo originalmente diseñado por
Dios cuando creó al hombre y a la mujer. La historia de la
humanidad ha sido a partir de la caída una historia marcada-
mente machista con muy pocas excepciones. Pero Cristo vino
a recapitular la historia en el mismo punto en que ésta se des-
vió de su dirección ideal, devolviendo al hombre el sentido ori-
ginal y correcto de su condición de cabeza y a la mujer la dig-
nidad y el lugar importante que estaba llamada a ocupar en el
cuadro y que le había sido negado por el hombre caído.
En el contexto del evangelio y en lo que concierne a los creyentes,
Cristo reivindica el rol de la mujer y corrige el del varón, vin-
culándolos de nuevo en una relación tanto de armónica comple-
mentaridad en sus diferentes roles, como de igualdad de dignidad
en su valor como personas, aspectos ambos que la iglesia debe
promover como su principal abanderada. Porque el machismo no
es más que sacrificar la igualdad de valor que existe entre el
hombre y la mujer para asignarle arbitrariamente más impor-
tancia al rol del hombre que al de la mujer.
4.1.3. La mujer: ayuda adecuada
Pasando ahora al rol de la mujer, en Génesis 1:18-23 la Biblia la
designa como la “ayuda idónea” o “adecuada” en la relación. Y
al margen de cómo entendamos esta expresión, lo cierto es que no
parece haber nada en ella que apunte a una subordinación
obligada o necesaria, sino más bien a una función que la mujer
desempeña en un plano de igualdad con el varón.
Para utilizar términos de hoy que pueden servir un poco para en-
tender su rol, la mujer es una especie de calificada “asesora” en
la relación. Y hasta donde podemos ver hoy, los asesores no son
esencialmente subordinados de los asesorados, sino colaboradores
de ellos en un plano de igualdad y con una independencia de crite-
rio tal que asegure su capacidad para opinar e incluso su derecho a
disentir respetuosamente con el asesorado que, ya sea que tenga o
no en cuenta el consejo del asesor para su propio provecho o per-
juicio, debe tomar finalmente la decisión respectiva.
Así, pues, la mujer está llamada a enriquecer el cuadro con sus
aportes y brindar de este modo al hombre más elementos de
juicio para decidir y dirigir constructivamente a la familia. Es de
tanta importancia el papel de la mujer como ayuda idónea del varón
que en el acróstico que cierra a manera de epílogo el libro de los
Proverbios leemos un elogio de la mujer ejemplar que describe tal
cantidad de actividades en que se desempeña con ventaja y exce-
lencia que no puede más que suscitar admiración en todo el que lo
lea.
Y valga resaltar que estas actividades no las desarrolla opacando al
varón o en competencia con él, sino con su respaldo y complacen-
cia “Su esposo confía plenamente en ella… Su esposo es respeta-
do en la comunidad; ocupa un puesto entre las autoridades del lu-
gar… Sus hijos se levantan y la felicitan; también su esposo la ala-
ba: «Muchas mujeres han realizado proezas, pero tú las superas a
todas»” (Pr. 31:11, 23, 28). De aquí también se puede afirmar su
capacidad para los negocios y no sólo para las exigentes labores
del hogar, puesto que: “Calcula el valor de un campo y lo compra;
con sus ganancias planta un viñedo… se complace en la prosperi-
dad de sus negocios” (Pr. 31:16, 18). No sobra decir aquí que las
labores del hogar desempeñadas por la mujer en su rol de ma-
dre son más exigentes que las de cualquier carrera o profesión
secular, si es que se desempeñan de manera satisfactoriamen-
te responsable, como Dios manda.
La esposa del sociólogo y predicador Antony Campolo lo ilustra
muy bien cuando, ante la inevitable pregunta: “Y... ¿a qué te dedi-
cas?”, formulada por exitosas mujeres profesionales en medio de
reuniones sociales a las que solía acompañar a su esposo; ella res-
pondía con gran fluidez diciendo: “Estoy socializando a dos homo
sapiens dentro de los valores dominantes de la tradición judeocris-
tiana, a fin de que lleguen a transformar el presente orden social en
la clase de utopía escatológica que Dios ha deseado para nosotros
desde la fundación del mundo”. Después de dar esta definición pre-
cisa y detallada del rol materno, a sus interlocutoras ya les quedaba
muy difícil ostentar con sus respectivas profesiones presentándose
tan sólo como “abogadas” o “economistas”.
Como puede verse, el rol de la mujer como ayuda idónea del
varón no es sólo un motivo de admiración hacia la mujer ejem-
plar, sino también un apoyo invaluable para todo varón, de
dónde no se equivoca aquella frase que dice que detrás de un gran
hombre siempre hay una gran mujer.
4.1.4. Feminismo
El deficiente ejercicio por parte del varón de su rol y de su respon-
sabilidad como cabeza que lo ha conducido al nefasto machismo ha
dado lugar históricamente y por puro instinto de conservación a una
reacción defensiva por parte de las mujeres, igualmente inconve-
niente que el machismo al que busca combatir. Me refiero al femi-
nismo. El feminismo es una reacción extrema y como tal,
igualmente equivocada que el machismo. Si el machismo sacri-
ficaba la igualdad de valor del hombre y la mujer en aras de la
presunta superioridad del rol del varón por encima del de la
mujer, el feminismo hace todo lo contrario.
Es decir que en nombre de la igualdad de valor entre el hombre
y la mujer suprime la distinción de roles entre ambos. Así, en el
feminismo las mujeres no quieren tan sólo recuperar su dignidad
humana a la par con los hombres, sino que, por decirlo de algún
modo, quieren ellas mismas ser hombres al suprimir las distinciones
entre los roles masculinos y femeninos. Y al borrar de manera artifi-
cial y forzada estas diferencias el panorama resultante es el si-
guiente, en palabras del pastor Darío Silva-Silva: “La llamada „bata-
lla de los sexos‟ trajo, sin dudas, mucha confusión a la sociedad
humana; al hacerse difusa la frontera natural varón-mujer y
plantearse la contienda machismo versus feminismo, la cultura dio un
vuelco… ahora las mujeres son un poco hombres y los hombres un
poco muje- res en un bisexualismo igualitarista; pero, aun más allá,
es posible ser mujer siendo hombre y ser hombre siendo mujer,
porque la preferen- cia sexual es un derecho humano con todo lo que
tal expresión impli- ca. Lo sin sentido ha sido consentido”.
Lo cual no significa que todo haya sido malo en el feminismo,
como lo aclara también un poco antes el pastor Darío: “el feminismo,
tuvo conquistas valiosas: en su condición de ser humano la mujer ne-
cesitaba ciertamente igualdad de oportunidades en cuanto al sufra-
gio y el trabajo. La doctrina cristiana había nivelado a todos los seres
humanos y no se encontraban justificaciones en las Sagradas
Escritu- ras para colocar a la mujer en un peldaño inferior al del
hombre de- ntro de la escala social. Hasta allí, las cosas eran
correctas, equitati- vas, bíblicas”. Pero a renglón seguido añade: “Los
problemas comen- zaron cuando, a la sombra de tan sanos
razonamientos y buenas in- tenciones, crecieron fuerzas oscuras,
entre ellas la del lesbianismo, para cruzar la frontera de lo justo y
aceptable, e ir al campo vedado de lo aberrante”.
El feminismo termina de este modo imponiendo una igualdad tal en-
tre hombre y mujer que se pretenden anular incluso las obvias dife-
rencias físicas entre ambos que son, justamente, las que hacen al
hombre y a la mujer indistintamente aptos para desempeñar con
ventaja ciertos roles especializados en la sociedad, todos ellos
igualmente importantes y necesarios en el seno de la comunidad.
Porque así como los varones no deben utilizar la variedad de
roles para establecer jerarquías de poder que, sin ninguna ba-
se bíblica, terminen fomentando la desigualdad y dando pie a
la opresión injusta de unos hacia otros, tampoco las mujeres
deben esgrimir la igualdad de valor para promover la identidad
de roles.
4.2. Las diferencias: ¿factor de unión o división?
Entramos aquí al campo de las diferencias entre el hombre y la mujer. Di-
ferencias que, más allá de las obvias y evidentes en el campo físico que
gracias a Dios existen y son, indudablemente, deleitosas a la vista, tie-
nen que ver más bien con lo psicológico, es decir, con la forma dife-
rente de pensar de hombres y mujeres que les otorgan a cada uno de
ellos ventajas comparativas a la hora de abordar los diferentes roles que
Dios ha asignado a cada uno de ellos en la relación.
Debemos enfatizar especialmente en la expresión “ventajas comparati-
vas”, pues las diferencias entre los sexos no significa que la mujer no
está capacitada para desempeñar bien actividades tradicionalmente
masculinas o viceversa, sino simplemente que hay actividades pun-
tuales en las que tanto el hombre como la mujer se desempeñan es-
pecialmente bien de manera fluida, natural y sin tanto esfuerzo como
el que tendría que emplear el sexo opuesto en la misma actividad.
De hecho, es de todos reconocida la diferente forma de pensar entre el
hombre y la mujer. El pensamiento secular ha tratado estas diferencias en
muchos libros, estudios y publicaciones, entre las cuales es bastante re-
cordado un libro de John Gray con un título muy gráfico y sugestivo para
expresar estas diferencias que lleva por nombre Los hombres son de Mar-
te, las mujeres son de Venus que, más que querer indicar simplemente
que el hombre y la mujer piensan diferente, como si procedieran de plane-
tas diferentes, podría aludir igualmente a la asociación del varón con la
personalidad que la mitología grecorromana le asignó a Marte, el dios de
la guerra, y a la mujer con la personalidad que esta misma mitología
asignó a Venus, la diosa del amor.
Sea como fuere, lo cierto es que existen diferencias en el modo de pensar
del hombre y la mujer. Diferencias que no deben conducirnos a creer
que uno de los dos es más inteligente que el otro, sino que cada uno
de los dos posee, de manera aguzada, diferentes tipos de inteligen-
cia. Se equivocan, entonces, las mujeres que dicen que los hombres tie-
nen una sola neurona. No es cierto. El hombre tiene muchas neuronas. Lo
que pasa es que todas hacen lo mismo al mismo tiempo, a diferencia de
las de las mujeres.
Porque de nuevo, bromas aparte, existen informe científicos que afirman
que los hombres tienen más neuronas que las mujeres. Pero antes de uti-
lizar esta información para reafirmar el humor sexista, también es cierto
que el mismo estudio descubrió que las mujeres tienen más conexiones
entre las neuronas que los hombres. Esto parece dar a entender, no que
los hombres son más inteligentes por tener más neuronas, ni que las mu-
jeres lo son por tener más conexiones entre ellas, sino más bien que po-
seen tal vez diferentes inteligencias: una que depende de la mayor canti-
dad de neuronas existentes y la otra, de la mayor cantidad de conexiones
entre ellas.
Es de todos sabido que la inteligencia de la mujer es polifuncional,
mientras que la del hombre es monofuncional. La mujer piensa con los
dos hemisferios de su cerebro al mismo tiempo. El hombre sólo puede
pensar con uno a la vez. Es por eso que la mujer puede y de hecho dis-
fruta atender muchos frentes simultáneos, mientras que al hombre le
cuesta mucho trabajo atender más de uno a la vez. Sin embargo, preci-
samente por eso el talante del hombre está mejor adaptado a la dirección
y resolución de problemas específicos que requieren atención casi exclu-
siva y reconcentrada, algo que al talante femenino le cuesta más trabajo.
La mujer prefiere señalarle al hombre aspectos a tener en cuenta que él
no había notado pero que ella sí, una vez hecho lo cual prefiere que él se
ocupe de cada uno de ellos uno a uno hasta el final. Cuando se requiere
un pensamiento estrictamente racional la mujer prefiere que el hom-
bre sea el que se ocupe, no porque no pueda hacerlo, sino porque no
lo disfruta tanto. Y lo mismo podría decirse del hombre cuando se
requiere un pensamiento más intuitivo y emocional que racional. Hay
excepciones en ambos sexos, pero las excepciones confirman la norma.
Entrando en un tono más relajado y divertido, traemos aquí un texto de
Dante Gebel, extraído de su libro Monólogos que da cuenta, con mucha
gracia, de estas diferencias. Allí comienza diciendo: “Todos los seres
humanos tenemos dos hemisferios cerebrales: el derecho y el izquierdo.
Las mujeres utilizan las dos partes, llamándose a esto «pensamiento inte-
gral», mientras que el hombre utiliza sólo una parte… llamado «pensa-
miento compartimentado» … Si eres una lectora, ya estás riéndote de
manera desaforada, mientras le dices a tu esposo «¡Lo sabía! ¡Eres un
simple y sencillo descerebrado!» pero quiero aclararte que no es eso ne-
cesariamente lo que trato de decir… De estas diferentes formas de utili-
zar el cerebro, se desprenden algunos detalles que deberíamos con-
siderar, antes que continúes con esa ridícula idea de enviar a tu esposo a
realizarse una tomografía cerebral.
La mujer tiene la enorme capacidad de poder realizar varias cosas a
la vez. Ellas pueden preparar la cena, mientras que a la misma vez, ayu-
dan a su niño con la tarea escolar, cambian los pañales del más chiquito,
y en ese mismo momento, planchan la camisa de su esposo. En el mismo
lapso, el esposo lee el periódico, o mira el partido por televisión, en estado
catatónico, enajenado por completo del mundo exterior y sin sospechar
que hay vida inteligente a su alrededor.
Eso no significa con necesidad que los hombres sean todos unos
haraganes. Sólo que al ser «compartimentado» se enfoca en una sola
cosa y a diferencia de la mujer, no puede hacer otra a la misma vez.
Sin ánimo de exagerar, un varón tiene serios problemas al intentar masti-
car chicle y caminar al mismo tiempo.
Es que si está enfocado en algo, no lo dejará hasta que lo haya solu-
cionado y no podrá prestarle atención a otra cosa, por importante y
grave que parezca”. Después, al comentar los reproches que las mujeres
nos dirigen con frases que comienzan con: “Pero se supone que…” nos
dice: “¡Alto! Detengámonos en este punto. Vemos que esta mujer está
completamente equivocada, los hombres no nacieron para «suponer»
ni para entender «las indirectas», mientras que las mujeres se espe-
cializan en ellas… A diferencia de la mujer, cuando el hombre hace una
pregunta, no está juzgando, ni tratando de usar indirectas o eufemismos,
sólo está pidiendo, lisa y llanamente, que le den información… Él sólo pide
información, sólo se mueve por la simple lógica y razón, mientras que la
mujer lo hace por sentimientos”.
Dicho de otro modo, el hombre le presta más atención a lo que se dice.
La mujer, al tono con el que se dice. Concluimos esta cita con la si-
guiente porción final del mismo libro: “Las mujeres manejan las indirectas
tan diestramente de manera que ningún hombre estaría capacitado para
estar a la altura de las circunstancias. Ellas tienen el talento femenino úni-
co de hablar y preguntar con indirectas, y respondas lo que respondas,
en- trarás en un laberinto imposible de salir.
Lo determinante que tienes que comprender como varón, es que cuando
la mujer te hace una pregunta indirecta, no está comenzando a juzgarte,
sino que el juicio ya concluyó y resultaste claramente condenado, sólo ha
venido a comunicártelo de manera indirecta para que cuando reacciones,
ella pueda comprobar que sentenció en forma correcta”.
Dejando de lado el tono divertido de estas citas y asumiendo una perspec-
tiva más seria al respecto, podemos leer otro texto, en este caso del pe-
riodista francés Guy Sorman, quien en la introducción de su excelente libro
Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo hace algunas reflexiones,
también muy ilustrativas, que pueden explicarse gracias a las diferencias
en la forma de pensar entre el hombre y la mujer: “A medida que edificaba
mi biblioteca, descubrí que era coja ¿Por qué no había mujeres en ella?...
¿qué prejuicios inconscientes me guiaban?
Intenté en varias ocasiones enderezar el timón. Llamé incluso en mi ayuda
a algunas feministas como Betty Friedman, de los Estados Unidos. Con-
sulté en vano la lista de los premios nobel. No había nada qué hacer: di-
cha lista confirmaba mis propias inclinaciones. Con mucha frecuencia,
traté de meter a una mujer en una disciplina que no dominaba,
simplemen- te porque era mujer. Abandoné pronto este procedimiento
engañoso el día en que comprendí dónde estaba el error.
La propia definición de mi campo de investigación y mis criterios de selec-
ción eran los que llevaban a excluir de entrada a las mujeres. Si hubiera
elegido a los «verdaderos novelistas» del siglo XX, la mitad hubiera sido
seguramente mujeres. Pero lo que yo he llamado arbitrariamente „el
pensamiento‟ es una actividad intelectual de un género muy particu-
lar: exige concentrarse durante treinta años en el mismo tema sin
verse interrumpido por preocupaciones domésticas y familiares. Po-
cas mujeres pueden consagrar su vida a una actividad tan exigente,
obsesiva incluso”.
Así, pues, las mujeres pueden y deben incluso atender intereses tan va-
riados, que no pueden concentrarse con exclusividad en uno sólo. Los
hombres pueden hacerlo, no sólo porque están mejor adaptados para ello,
sino tal vez en mayor medida debido también a que las mujeres se los
permiten al cubrirlos muy bien en muchos de los frentes cotidianos que, de
no ser por ellas, deberían también atender.
Ahora bien, hay ciertas situaciones típicas y cotidianas que ilustran muy
bien las diferencias en la forma de pensar entre en el hombre y la mujer.
Podemos referirnos a estas situaciones mediante una serie de divertidas
caracterizaciones del hombre y de la mujer que podrían describirse así: Se
dice que un hombre es una persona que si una mujer le dice “no te moles-
tes, yo lo hago”, él la deja hacerlo. A su vez, una mujer es una persona
que si le dice a un hombre “no te molestes, yo lo hago” y él la deja hacerlo,
¡ella se enoja! Y de nuevo, un hombre es una persona que si una mujer le
dice “no te molestes, yo lo hago” y él la deja hacerlo, y ella se enoja, él
pregunta desconcertado ¿y por qué estás enojada? Y por último, una mu-
jer es una persona que si le dice a un hombre “no te molestes, yo lo hago”,
y él la deja hacerlo, y ella se enoja, y él pregunta desconcertado ¿y por
qué estás enojada?, ella responde: “¡Si no lo sabes, no te lo voy a decir!”.
Fin de la discusión.
Definitivamente, los hombres y las mujeres piensan diferente. Tanto, que
una misma frase dicha por un hombre o una mujer puede significar
cosas distintas. A modo de ejemplo, la frase “No tengo nada que poner-
me” dicha por un hombre significa: “no tengo nada limpio y planchado que
ponerme”. En boca de una mujer significa: “no tengo nada nuevo que po-
nerme”. Por eso es que ambos hacen buen equipo. Porque se comple-
mentan. De otro modo, dejados a su suerte sin el aporte del sexo opuesto,
los hombres pueden caer en el extremo de comprar un artículo cualquiera
en ¡el doble de su precio normal!, simplemente porque lo necesitaban en
el momento. Mientras que la mujer, por el contrario, compra un artículo en
la mitad de su precio normal, ¡aunque no lo necesite!, simplemente porque
estaba en oferta.
Pero tal vez nadie ha podido referirse de manera más excelsa e inspirado-
ra a las diferencias de todo orden entre el hombre y la mujer que el escri-
tor francés Víctor Hugo en una poesía memorable que dice así:
El hombre es la más elevada de las criaturas.
La mujer el más sublime de los ideales.
El hombre es el cerebro. La mujer es el corazón.
El cerebro fabrica la luz; el corazón, el amor.
La luz fecunda. El amor
resucita. El hombre es fuerte por
la razón.
La mujer es invencible por las lágrimas.
La razón convence, las lágrimas conmueven.
El hombre es capaz de todos los heroísmos,
La mujer de todos los martirios.
El heroísmo ennoblece, el martirio sublima.
El hombre es código, la mujer es un evangelio.
El código corrige, el evangelio perfecciona.
El hombre es un templo, la mujer es un santuario.
Ante el templo nos descubrimos.
Ante el santuario nos
arrodillamos. El hombre piensa, la
mujer sueña.
El pensar es tener en el cráneo un larva.
El soñar es tener en la frente una
aureola.
El hombre es el águila que vuela. La mujer es el ruiseñor que canta.
Volar es dominar el espacio. Cantar es conquistar el alma.
En fin, el hombre está colocado donde termina la tierra.
La mujer, donde comienza el cielo.
4.3. Compromiso: el cemento de la relación
La palabra compromiso es mencionada repetidamente en el contexto del
matrimonio, comenzando por los votos que pronuncian cada una de las
partes en el momento de contraer nupcias que, como ya lo vimos, están
basados en el compromiso y en una decisión conscientemente irre-
vocable de la voluntad asociada al ágape o caridad y no en los sen-
timientos intensos pero fluctuantes del eros o amor romántico.
Sin embargo, por más que se le honre de palabra, el compromiso no
desempeña en muchos de los matrimonios de hoy el papel que de-
bería, pues ante las dificultades o ante el mismo hecho de descubrir que
el eros merma con el paso del tiempo o decae en buena medida por causa
de las responsabilidades propias del hogar, un buen número de matri-
monios en especial en lo que tiene que ver con los varones aban-
donan la relación sin hacer el esfuerzo por rescatarla con una actitud
comprometida y sacrificada si se quiere, honrando los votos matri-
moniales como corresponde.
Precisamente, ésta es una de las razones por las cuales la unión libre
es inconveniente y no es, por tanto, una condición aprobada por Dios
que podría sustituir sin más el matrimonio debidamente celebrado y per-
feccionado ante la ley y bendecido a su vez en la iglesia. Porque sea co-
mo fuere y por más que los involucrados lo nieguen, la unión libre impli-
ca en la generalidad de los casos una ausencia del compromiso ne-
cesario que el matrimonio conlleva una puerta de escape sostenida
como as bajo la manga, expresado en las palabras del ministro ya cita-
das y pronunciadas solemnemente sobre la pareja de esposos durante la
ceremonia matrimonial correspondiente: “hasta que la muerte los separe”.
La siguiente reflexión de David Maloof pronunciada hace ya casi veinte
años da, pues, en el punto: “La unión libre ha cobrado cierta legitimidad en
los diez o veinte últimos años. Ya son menos las cejas que se arquean an-
te el hecho, y las que se arquean, lo hacen levemente. Tal vez se conside-
re más romántico creer en el lazo del corazón que en el de la ley. Pero el
acto más romántico de todos está en casarse a sabiendas de las vici-
situdes que entraña el matrimonio. Aunque el matrimonio no es ga-
rantía de permanecer juntos, por lo menos indica que la pareja se
propone hacerlo. Cuando los amantes se limitan a cohabitar, están con
un pie fuera de casa, y ese pie no suele apuntar hacia la iglesia. La unión
libre no promete nada y, en efecto, no da nada.”
James Wilson lo precisa aún mejor: “La familia… Es un compromiso pa-
ra el que no existe un sustituto viable… El único modo de prepararse
para él es asumiéndolo. Vivir juntos no es la mejor manera de averiguar
cómo será el matrimonio, porque en la vida de casados influye en gran
medida el hecho de que la pareja ha prometido solemnemente ante
familiares y amigos que la unión será duradera y que los hijos que de
ella nazcan serán una responsabilidad permanente de los dos. Eso lo
cambia todo”. El compromiso, ciertamente, lo cambia todo. Tanto que
quienes ceden al engaño de creer que la unión libre es, al menos, una
buena preparación para el matrimonio, descubren al casarse que preten-
der prepararse y comprobar cómo será el matrimonio viviendo antes en
unión libre es como tratar de ganar un partido de futbol preparándose pre-
viamente a través de un arduo entrenamiento en un deporte completamen-
te diferente. No guardan entre sí la relación que imaginábamos debido al
lugar central que el compromiso ocupa en el matrimonio y no así en la
unión libre.
Ahora bien, el creyente debe recordar que el compromiso requerido por
el matrimonio no es un esfuerzo que dependa de sus precarias fuer-
zas o de su voluntad exclusivamente. En la experiencia de conver-
sión y nuevo nacimiento Dios nos confiere, de manera inmediata, la vo-
luntad, el deseo, la disposición de hacer lo bueno y agradable delante de
sus ojos, pero no sólo esto, sino que también nos fortalece y capacita
para actuar de manera consecuente con esa voluntad renovada, como
lo dan a entender con claridad muchos versículos del Nuevo Testamento.
Es por ello que Agustín de Hipona apelaba a Dios con esta inmortal sen-
tencia: “¡Dadme lo que mandáis, y mandad lo que queráis!”. Frase que da
por sentado que Dios no nos ordena algo para lo cual no nos ha dado
antes los recursos y medios para cumplirlo. Él otorga antes de pedir.
Obsequia primero sus dones y nos capacita de manera generosa para
sólo después demandar de los suyos el fruto correspondiente (Efe. 2:10;
Fil. 2:13). Y uno de estos frutos es un matrimonio consolidado y uni-
do, cual cemento, por un compromiso firme e inquebrantable en el
cual, valga decirlo, el papel de varón es el más determinante.
Precisamente C. S. Lewis le salía así al paso a las feministas que envidian
o impugnan el rol que el varón está llamado a desempeñar en la relación
matrimonial: “Las más inflexibles feministas no tienen que envidiar al sexo
masculino la corona que le es ofrecida; ya sea en el misterio pagano o en
el cristiano: porque una es de papel; la otra, de espinas”. El rol de “cabe-
za” asignado por Dios al varón en el matrimonio es, pues, un asunto
muy serio que demanda un gran compromiso, como ya lo vimos ante-
riormente con más detalle.
Es por eso que Lewis argumenta que aún antes de la aparición del cristia-
nismo, la naturaleza (o lo que él llama “el misterio pagano”) ya había dota-
do al género masculino con una “corona” especial: su mayor fuerza física.
Pero esta circunstancia, lejos de ser un privilegio para el beneficio perso-
nal, pone sobre el hombre el peso de una responsabilidad mayor que la
que Dios ha puesto en los hombros de la mujer, de donde su mayor fuerza
física es una corona de papel, al decir de Lewis. Y con la irrupción del cris-
tianismo y los deberes mutuos que éste coloca sobre la pareja de casa-
dos, la “corona” que el varón ostenta como cabeza de la relación se con-
vierte en una corona de espinas, a semejanza de la que llevó el Señor Je-
sucristo en vísperas de su muerte.
Porque no sobra repetir que la condición de cabeza conlleva para el
varón cristiano la mayor dosis sacrificial entre los cónyuges, pues es
a él en su condición de cabeza a quien le corresponde dar cuenta ante
Dios de su esposa y esmerarse por presentarla delante de Él: “… radiante,
sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intacha-
ble” (Efe. 5:27), como lo hace Cristo con su esposa, la iglesia, de manera
resuelta. Es el varón, entonces, quien no debe desesperar en el ma-
trimonio y honrar así el compromiso adquirido, haciendo gala de este
modo de su condición de cabeza y sobrellevando con entereza la corona
colocada sobre ella.
Viene bien al caso, para definir gráficamente el compromiso requerido en
el matrimonio, la diferencia que existe entre involucrarse tan sólo y com-
prometerse realmente. Se dice que en unos huevos con tocino la gallina
está meramente involucrada mientras que el cerdo está comprometido de
lleno. El compromiso en el matrimonio es de este orden y el único
compromiso mayor que los cónyuges deben honrar es su compromi-
so cristiano con Cristo mismo, que es quien demanda de nosotros
este grado de compromiso en el matrimonio que no debe, pues,
abandonarse, a no ser en la eventualidad de que amenace nuestro
compromiso personal con Dios o que éste autorizado por Él. Más
adelante consideraremos algunas de estas eventualidades al exponer lo
relativo al divorcio y las nuevas nupcias.
4.4. La comunicación: una vía siempre abierta
La importancia de la buena comunicación en un matrimonio exitoso
no ha dejado de ser señalada por el pensamiento secular o el cristia-
no por igual. El matrimonio cristiano es mucho más que un contrato legal,
pero no es menos que eso, como se deduce del hecho de ser realizado
ante las autoridades civiles mediante escritura pública. Como tal, es un
contrato cuyas tácitas cláusulas menores de carácter cotidiano deben ser
renegociadas con cierta regularidad por las partes, en aras de mantener el
entendimiento y armonía necesarios para permanecer unidos, aun en me-
dio de las circunstancias cambiantes de la vida que dan lugar a nuevas si-
tuaciones no consideradas ni anticipadas en principio.
La comunicación juega aquí un papel vital. Los cónyuges deben, por
tanto, mantener abiertas entre ellos las vías de comunicación y dia-
logar e incluso discutir constructivamente, siempre y cuando la discusión
no se convierta en la tónica sobre todos los asuntos que juzguen ne-
cesarios para mantener y mejorar el entendimiento entre ellos y el co-
nocimiento mutuo que cada uno tiene de su contraparte.
Por supuesto, un matrimonio bien avenido descubre rápidamente me-
dios de comunicación no verbal que son tan eficaces e intuitivamente
elocuentes como la comunicación verbal, pero hay asuntos cruciales
que no se pueden tratar sino mediante comunicación verbal, por lo que
ninguna de las partes puede cerrarse, descuidar o restarle importan-
cia a la comunicación verbal para determinar de común acuerdo muchos
asuntos y detalles concernientes a las aspiraciones de la pareja, al manejo
de las finanzas, a la planificación y crianza de los hijos e incluso al manejo
de los desacuerdos que se puedan presentar entre ellos y a la toma de
decisiones, sin perjuicio del papel del varón como cabeza del hogar.
Lo relacionado con las finanzas reviste tal importancia que una mala co-
municación en este aspecto puede dar muy pronto al traste con ma-
trimonios que tenían, por lo demás, todo para llegar a ser matrimo-
nios exitosos. Por eso debemos remitir aquí a los estudiantes en general
y a las parejas en particular una vez más a la materia Administración del
Dinero en dónde encontrarán todos los aspectos a tener en cuenta a este
respecto, elaborando juntos el presupuesto del hogar en concordancia con
los criterios bíblicos allí expuestos y estudiados, para evitar dolores de ca-
beza innecesarios alrededor de este sensible tema de la vida de pareja
que no deja de requerir decisiones espirituales que tomen en cuenta todo
lo dicho por Dios, tanto a título de advertencia como de sabia recomenda-
ción.
En el propósito de mantener abiertos los canales de comunicación verbal
debemos tener presente lo dicho por Salomón en cuanto a que: “Todo tie-
ne su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el
cielo… un tiempo para callar, y un tiempo para hablar” (Ecl. 3:1, 7). Porque
las deficiencias en la comunicación verbal pasan siempre por la in-
capacidad para identificar estos momentos. Hay que identificar bien
el tiempo, no sólo de callar, sino de escuchar. De hecho, debemos re-
conocer que a pesar de poseer la facultad de oír, muy raras veces escu-
chamos realmente.
Esto es así debido a que estamos tan ocupados en elaborar y articular
respuestas y justificaciones que no se nos han solicitado, que no
prestamos atención a lo que se nos dice. Es sintomático que en nues-
tros formalismos sociales, cuando preguntamos “¿Cómo estás?”, no de-
seamos realmente escuchar una respuesta medianamente elaborada, sino
que esperamos un escueto y protocolario “bien, gracias”, sintiéndonos fas-
tidiados si nuestro interlocutor se toma la pregunta demasiado a pecho y
se despacha contándonos cómo está realmente.
La Biblia señala repetidamente la renuencia a escuchar, tan común en
nuestros días, como una de las causas por las cuales los judíos no pudie-
ron valorar el mensaje del evangelio (Hc. 28:26-27), y el Señor Jesucristo
insistía en advertir a sus oyentes “El que tenga oídos, que oiga” (Mt.
13:43; Mr. 4:9; Lc. 14:35). Hemos olvidado que antes de hablar es nece-
sario aprender a escuchar, y que muchas veces ni siquiera se requie-
re que hablemos si hemos escuchado con atención. Haríamos bien en
incorporar sistemáticamente a nuestra relación de pareja en el matrimonio
la actitud recomendada por Santiago en su epístola: “Todos deben estar
listos para escuchar, y ser lentos para hablar...” (St. 1:19).
Ser lentos para hablar no significa no hacerlo cuando se debe. Los espo-
sos deben cultivar entre ellos la sensibilidad necesaria para buscar
los momentos propicios para callar y escuchar o para hablar, así co-
mo las maneras más constructivas de hacerlo. No basta con hablar la
verdad, pues la verdad puede ser expuesta de forma cínica y destructiva o
de forma amorosa y constructiva, sin dejar de lado la necesaria firmeza al
hacerlo. Hay exposiciones amplias que se ocupan de elaborar con más
detalle estos aspectos de la comunicación y el libro de los Proverbios
abunda en sentencias dirigidas al propósito de la comunicación constructi-
va y el buen uso de las palabras que los esposos deberían conocer, estu-
diar y procurar poner en práctica de forma habitual en su matrimonio. So-
bresalen, entre otras, las siguientes: “Como naranjas de oro con incrusta-
ciones de plata son las palabras dichas a tiempo” (Pr. 25:11) y “La res-
puesta amable calma el enojo, pero la agresiva echa leña al fuego” (Pr.
15:1). Con todo, la buena comunicación no se agota de ningún modo en
sus expresiones verbales.
El autor cristiano Gary Chapman escribió un libro titulado Los cinco len-
guajes del amor en el cual identifica, describe y da la debida relevancia a
las formas no verbales de comunicación entre la pareja. Ahora bien,
no todos los lenguajes del amor son de índole no verbal. El primero
de los lenguajes del amor que Chapman relaciona tiene que ver con la
comunicación verbal, pues no es otro que lo que él llama las “pala-
bras de afirmación” con las cuales expresamos regularmente nuestra
admiración hacia nuestra pareja por medio de declaraciones que satisfa-
gan y mantengan lleno su “tanque emocional”.
Este tipo de comunicación surge de manera espontánea, frecuente, varia-
da y creativa durante el cortejo y el noviazgo, pero si no se mantiene de
manera consciente y disciplinada puede llegar a desaparecer en la
vida matrimonial con todo el deterioro que implica para la calidad de
la relación y la satisfacción de las partes comprometidas en ella. Este
autor efectúa un desglose más particular de las palabras de afirmación in-
cluyendo en ellas los cumplidos, las palabras de ánimo, las palabras
amables o bondadosas y las palabras humildes, en todas las cuales el
tono con el que se dicen es tan importante como lo que se dice, pues
un mal tono (como los tonos sarcásticos o burlescos) puede echar a per-
der las mejores palabras llevándolas a ser contraproducentes.
Entrando ya en las formas no verbales de los lenguajes del amor, Chap-
man identifica en primer lugar el “tiempo de calidad”. Así, pues, lo ya
dicho en cuanto a la necesidad de compartir cantidades significativas de
tiempo entre padres e hijos como la única manera de cultivar también con
ellos tiempo de calidad, se aplica con mayor razón a la relación entre los
cónyuges, quienes deben ver que para su contraparte en el matrimo-
nio es importante compartir estos tiempos, ocupando un elevado lugar
en su lista de prioridades de tal modo que respeten estos momentos como
algo sagrado, aun en medio de las presiones y requerimientos de tiempo
demandados por otros actores o frentes diferentes de las vidas de sus
cónyuges.
En segundo lugar encontramos otra forma de comunicación no ver-
bal: los regalos. Como quiera que algunas parejas, y en especial varones
profesionalmente exitosos y con buen poder adquisitivo, tratan de com-
pensar mediante costosos regalos las deficiencias en todos los demás
frentes aquí enumerados, debemos aclarar que no se trata aquí de algo de
este estilo, que colocaría en desventaja a quienes no cuentan con los re-
cursos para hacerlo. Esta forma de comunicación no verbal tiene que
ver más bien con lo que las mujeres suelen designar como “deta-
lles”. Pequeños presentes espontáneos y creativos que, sin deman-
dar un costo monetario excesivo en la mayoría de los casos, demues-
tren el interés que cada uno de los cónyuges manifiesta por su con-
traparte, poniendo en evidencia su deseo de agradarlo y halagarlo sin
ninguna intención especial adicional. Es principalmente en relación con es-
ta forma de comunicación no verbal que las mujeres suelen catalogar a los
varones, de manera elogiosa, como “detallistas”.
En tercer lugar en esta relación se ubican los “actos de servicio”. Te-
ner una actitud servicial hacia el cónyuge puede ser uno de los actos
cotidianos de comunicación no verbal más eficaces en el propósito
de demostrar la importancia que nuestro esposo o esposa tiene para
nosotros. Ya hemos hecho referencia a la relación de siervos que Dios
establece con nosotros y al hecho de que Cristo es, por excelencia, el
Siervo del Padre que no vino a cumplir su voluntad sino la de Su Padre
por encima de todo. Pero debemos recordar también que Cristo, sin ser
nuestro siervo ni mucho menos, si vino a servirnos y pide de nosotros que
lo imitemos en esto (Mt. 20:28; Jn. 13:14). Y qué mejor lugar para comen-
zar a poner esto en práctica que con nuestro propio cónyuge.
Por último resta por considerar la última forma de comunicación no
verbal que es el más natural dentro de los cinco lenguajes del amor:
el toque físico. Este toque abarca, por supuesto, las caricias de índole
sexual que rodean, precediendo, acompañando y cerrando el acto sexual,
pero no están de ningún modo limitadas a él. El toque físico debe tener
lugar en contextos diferentes al sexual como expresión de afecto o
amor storge y sobre todo, de ternura, cercanía psicológica e intimi-
dad afectiva entre los cónyuges con especialidad.
George Howe Colt destacaba la importancia del toque físico al declarar:
“Tocarnos constituye una necesidad fundamental... indispensable para
nuestro crecimiento... Desde los mimos y las caricias entre la madre y el
recién nacido... hasta el acto de estrecharse las manos que se da entre un
hijo y su padre moribundo... el tacto es nuestro más íntimo y poderoso
medio de comunicación. Miguel Ángel lo sabía: cuando pintó a Dios ex-
tendiendo una mano hacia Adán en el techo de la Capilla Sixtina, eligió el
tacto para representar el don de la vida”. Por eso, no es inusual ni in-
apropiado referirnos a una experiencia místico-espiritual que nos
haya marcado, constituyendo un hito en la línea continua de nuestra
vida, diciendo algo tan sencillo y gráfico como: “Dios me tocó”. Defi-
nitivamente, el toque físico debería ser el punto culminante de la comuni-
cación no verbal entre los esposos que haga las veces de estímulo y fin
para todas las demás formas de comunicación hasta aquí expuestas.
4.5. Divorcio y nuevas nupcias: el fracaso como ensayo del éxito
En aras de tener una visión realista de las cosas, no podemos concluir sin
tratar los casos de fracaso matrimonial que concluyen en divorcio, el cual
debe ser, en el peor de los casos, un ensayo para el éxito final.
4.5.1. Divorcio
Al abordar el divorcio, que no es otra cosa que la disolución del
matrimonio y el cese de todos sus efectos civiles y espirituales
para la pareja de casados que optan por él, lo primero que habría
que decir es que el divorcio es en todos los casos algo malo.
Ahora bien, al calificarlo de malo no estamos necesariamente y por
lo pronto pronunciando un juicio condenatorio sobre los que incu-
rren en él. Lo que debemos entender cuando calificamos al divorcio
como algo malo es que no importa el mayor o menor grado de
responsabilidad o culpabilidad que los ex cónyuges puedan
tener en él, el divorcio es algo que no forma parte de la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta para la vida de los seres
humanos y de sus hijos en particular.
Dicho de otro modo, Dios aborrece el divorcio y no lo desea para
ninguno de los suyos “«Yo aborrezco el divorcio dice el SEÑOR,
Dios de Israel, y al que cubre de violencia sus vestiduras» dice el
SEÑOR Todopoderoso” (Mal. 2:16). Observemos bien que se trata
de que no lo desea y no de que lo prohíba de manera absoluta. Y
no lo desea porque sabe que será una experiencia dolorosa y en
muchos sentidos traumática para todos los involucrados con efectos
negativos para la sociedad en general y quiere, por eso, evitárnosla
y protegernos así de sus nefastas consecuencias.
Pero al mismo tiempo no lo prohíbe de manera absoluta por-
que él conoce nuestra condición y sabe que, lamentablemente,
bajo las circunstancias actuales de la existencia humana, a ve-
ces no hay otra salida, pues el divorcio termina siendo el mal
menor, pero siempre mal a fin de cuentas. Así, pues, los cristia-
nos debemos ser antidivorcistas y promover de manera prioritaria la
permanencia y el mejoramiento continuo del matrimonio dondequie-
ra que éste se dé, y en especial entre los creyentes, pero no pode-
mos ser antidivorcistas inflexibles y a ultranza, pues en la Biblia
Dios se revela como antidivorcista, pero no a ultranza ni de
forma inflexible.
Ahora bien, uno de los argumentos que, con base en la experiencia
humana, los cristianos y ciertos sectores de la sociedad secular es-
grimimos acertadamente en contra del divorcio son los efectos no-
civos que éste tiene sobre el bienestar de los hijos. Sin embargo, no
es el divorcio el que puede traer el perjuicio más grande sobre ellos.
La psicóloga Ana Lucía Jaramillo lo da a entender al afirmar: “Los
teóricos sobre familia han encontrado que es el conflicto entre los
padres y no su situación marital lo que tiene efectos sobre el bien-
estar de los hijos…”.
En este orden de ideas, permanecer casados, si bien puede en
principio favorecer el entendimiento entre los cónyuges que se
comprometen a permanecer juntos a pesar de las dificultades, no
es por sí solo una garantía de que los conflictos entre los pa-
dres serán menores que si no estuvieran casados. Porque aun-
que la formación del carácter de los hijos se beneficia notoriamente
cuando observan a unos padres que, a pesar de sus desacuerdos
más o menos serios, mantienen el vínculo conyugal y deciden per-
manecer casados y luchar juntos por superar sus diferencias y
hacerlas llevaderas, eso no significa que el mero hecho de perma-
necer casados en un matrimonio mediocre y crecientemente conflic-
tivo logre este propósito de manera automática.
No es el matrimonio en sí, sino el compromiso que implica el
matrimonio lo que tiene efectos positivos en el carácter de los
hijos. Por eso, Ana Lucía Jaramillo poco después añade algo que
no deja de ser de sentido común: “Pero esto no debería significar
en todos los casos que es mejor seguir casados”.
Se presume así que en términos generales el matrimonio es
siempre preferible al divorcio. Y si bien, como ya lo hemos di-
cho, el divorcio es siempre malo, hay matrimonios que no por
ser tales son mejores que aquel. El Señor lo sabía y por eso en
su voluntad permisiva toleró y autorizó el divorcio para esas si-
tuaciones irremediables en el matrimonio que, por causa de la
obstinación humana, terminan siendo destructivas para todos
los involucrados, pues al fin y al cabo Moisés no sancionó el di-
vorcio en su propio nombre, sino como vocero de Dios: “Moisés
les permitió divorciarse de su esposa por lo obstinados que son
respondió Jesús…” (Mt. 19:8).
Así, pues, el cristianismo debe estar en contra del divorcio en obe-
diencia al Señor, quien ratificó lo declarado en el Génesis al respec-
to cuando le preguntaron sobre la legitimidad del divorcio: “Algunos
fariseos se le acercaron y, para ponerlo a prueba, le preguntaron:
¿Está permitido que un hombre se divorcie de su esposa por cual-
quier motivo? ¿No han leído replicó Jesús que en el principio el
Creador „los hizo hombre y mujer‟, y dijo: „Por eso dejará el hombre
a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y los dos llegarán
a ser un solo cuerpo‟? Así que ya no son dos, sino uno solo. Por
tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt. 19:3-
6), agregando esta última añadidura a lo ya establecido.
Y es que gracias a las nuevas, transformadoras y esperanzado-
ras posibilidades que Él nos ofrece en el evangelio, el divorcio
debe ser cada vez una opción más alejada de las consideracio-
nes de todo auténtico creyente. Pero nuestra oposición al di-
vorcio no puede ser tan rígida que no admita tampoco excep-
ciones. La fórmula matrimonial que sentencia: “Hasta que el Señor
vuelva o hasta que la muerte los separe” puede estar justificada en
el deseo y la bendición pronunciada por el ministro que oficia un
matrimonio sobre la pareja de contrayentes con base en todo lo que
hemos expuesto y lo dicho también por el apóstol Pablo en Roma-
nos 7:2-3: “Por ejemplo, la casada está ligada por ley a su esposo
sólo mientras éste vive; pero si su esposo muere, ella queda libre
de la ley que la unía a su esposo. Por eso, si se casa con otro hom-
bre mientras su esposo vive, se le considera adúltera. Pero si mue-
re su esposo, ella queda libre de esa ley, y no es adúltera aunque
se case con otro hombre”.
No obstante, el mismo Señor Jesucristo estableció una causal
válida de divorcio en el Nuevo Testamento: el adulterio de
cualquiera de los cónyuges: “Pero yo les digo que, excepto en
caso de infidelidad conyugal, todo el que se divorcia de su esposa,
la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la divorciada
comete adulterio también” (Mt. 5:32), ratificada con posterioridad:
“Les digo que, excepto en caso de infidelidad conyugal, el que se
divorcia de su esposa, y se casa con otra, comete adulterio” (Mt.
19:9).
Excepción mucho más justificada cuando, surtido el recurso del
perdón, hay reiterada reincidencia por parte del cónyuge infiel. Ve-
mos, pues, que el divorcio, por más que en general no sea nunca
deseable, en este caso es un recurso legítimo al que puede acudir
el cónyuge traicionado sin tener que asumir por ello culpa delante
de Dios. Lo cual no significa que el divorcio no será de cualquier
modo doloroso para todos los involucrados.
Pero no es esta la única excepción. Bajo la inspiración del Espíritu
Santo, el apóstol Pablo añadió una más en sus siempre autori-
tativos escritos: la decisión irreversible y unilateral de separar-
se por parte del cónyuge inconverso: “Sin embargo, si el cónyu-
ge no creyente decide separarse, no se lo impidan. En tales cir-
cunstancias, el cónyuge creyente queda sin obligación; Dios nos ha
llamado a vivir en paz” (1 Cor. 7:15). Es debido a todo lo anterior
que, bajo el pretexto de estar honrando la voluntad de Dios, los cris-
tianos no pueden entonces conformarse con permanecer casados
en uniones matrimoniales totalmente deficientes, perjudiciales e in-
cluso peligrosas para todos los miembros de la familia y deben, más
bien, comprometerse a rescatar con los recursos del evangelio un
mal matrimonio para transformarlo en un matrimonio satisfactorio y
ejemplar que sea de beneficio para todos, en conformidad con la
recomendación del autor sagrado: “Tengan todos en alta estima el
matrimonio y la fidelidad conyugal…” (Heb. 13:4).
Pero al mismo tiempo la iglesia no puede ser más exigente que
el mismo Dios, convirtiendo el divorcio en un estigma perma-
nente sobre los cónyuges divorciados que les impida rehacer
su vida de algún modo, como si el divorcio fuera “el pecado im-
perdonable”. Porque según la Biblia el único pecado imperdonable
es la llamada “blasfemia contra el Espíritu Santo” y no el divorcio
(Mt. 12:31-32).
4.5.2. Nuevas nupcias
Dado que el divorcio nunca se ordena en el Nuevo Testamento sino
que tan sólo se tolera en casos de excepción en los que la Biblia
exonera de culpa al cónyuge afectado, ya sea por haber sido vícti-
ma de la infidelidad o del abandono de su contraparte indistinta-
mente; cabe preguntarse ahora si los divorciados quedan en
entera libertad para casarse de nuevo.
La respuesta es que en términos legales cuando el divorcio es
un hecho ya cumplido, los divorciados quedan facultados de
nuevo para casarse con quien lo deseen al margen de que las
causales del divorcio en cuestión estén o no autorizadas en la
Biblia o de que el divorciado de turno sea la parte culpable o
inocente en el proceso.
La consecuencia del divorcio no es la imposibilidad o la prohibición
de volver a casarse, sino el mayor o menor grado de culpabilidad y
de consecuencias que los cónyuges divorciados deberán asumir en
conciencia ante Dios y la sociedad, ya sea que se hayan divorciado
sin causales válidas a la luz de la Biblia o, en el caso de que exista
una causal válida, el grado de culpabilidad o de inocencia de los
respectivos cónyuges en el fracaso matrimonial.
En cualquier caso, legalmente hablando, los divorciados pueden
volver a casarse sin perjuicio de las responsabilidades deriva-
das de su anterior matrimonio. Hacemos esta claridad porque en
el catolicismo el antidivorcismo es tan inflexible, por lo menos sobre
el papel, que la jerarquía católica no autoriza nuevos matrimonios a
sus miembros legalmente divorciados de no mediar una nulidad ex-
pedida por la autoridad eclesiástica de turno con sede en el Vatica-
no. Nulidad que, para no tener que llamarla divorcio, se recurre al
sofisma de que se concede bajo la premisa de que, contra toda evi-
dencia, el matrimonio nunca tuvo lugar cuando en realidad si tuvo
lugar.
Ahora bien, descontando los casos de excepción que en conciencia
exoneran de culpa a la parte inocente del matrimonio que fue vícti-
ma de la infidelidad o del abandono de su cónyuge, el divorcio es
siempre un pecado en la medida en que implica un acto de
desobediencia a la buena, agradable y perfecta voluntad de
Dios para la pareja que no es otra que permanezcan juntos
cumpliendo los deberes asumidos en el compromiso matrimo-
nial.
Dejando de lado por lo pronto la posibilidad del arrepentimiento, la
confesión y el perdón, esto significa que quien incurre en un di-
vorcio pecaminoso añade más culpa y pecado al cuadro cuan-
do, acto seguido, contrae nuevas nupcias. A esto fue a lo que se
refirió al Señor cuando en Mateo, después de señalar la excepción,
añadió que de no encontrarse dentro del caso de excepción: “… to-
do el que se divorcia de su esposa, la induce a cometer adulterio, y
el que se casa con la divorciada comete adulterio también” (Mt.
5:32) y de igual modo en Marcos, después de indicar la salvedad,
puntualiza el asunto de este modo para quien no encaja dentro de
la salvedad: “… el que se divorcia de su esposa, y se casa con otra,
comete adulterio” (Mt. 19:9).
Así, pues, en un divorcio pecaminoso las nuevas nupcias añaden
culpa, pues al pecado del divorcio se añade el del adulterio. Esa es
la razón por la cual encontramos también esta instrucción por parte
del apóstol Pablo: “A los casados les doy la siguiente orden (no yo
sino el Señor): que la mujer no se separe de su esposo. Sin embar-
go, si se separa, que no se vuelva a casar; de lo contrario, que se
reconcilie con su esposo. Así mismo, que el hombre no se divorcie
de su esposa” (1 Cor. 7:10-11).
Valga decir que cuando el apóstol hace la claridad de que la orden
consignada no proviene de él sino del Señor Jesucristo directamen-
te no pretende restar autoridad a los pronunciamientos inspirados y
autoritativos que Él también hace bajo la inspiración del Espíritu
Santo, sino simplemente distinguir entre lo que Cristo dijo expresa-
mente durante su ministerio público en su paso histórico por el
mundo y lo que continuó diciendo a través de sus apóstoles bajo la
inspiración del Espíritu Santo después de su ascensión para tomar
su lugar a la diestra del Padre hasta el cierre del canon del Nuevo
Testamento hacia finales del siglo I de nuestra era, que es el mismo
que tenemos hoy.
Pero el punto que queremos señalar es que, según este pasaje, la
separación o divorcio (en la mentalidad judía ambos términos son
sinónimos al punto que no conciben separación sin divorcio ni di-
vorcio sin separación) faculta a una persona desde el punto de
vista de la ley civil para contraer nuevas nupcias, pero en el
caso de los cristianos, si lo que ha tenido lugar es un divorcio
o separación culpable los divorciados deberían procurar no
añadir más culpa al hecho contrayendo nuevas nupcias, sino
más bien intentar reconciliarse con el ex cónyuge en la medida
en que las circunstancias todavía lo permitan, aún después de
haberse divorciado de él, algo muy gratificante y ejemplar para to-
dos de lograr llevarse a cabo con éxito.
Esta instrucción puede generar confusión si se compara con la de
Deuteronomio 24:1-4 en donde da la impresión de que la divorciada
no puede reconciliarse y volver a casarse con su primer marido:
“»Si un hombre se casa con una mujer, pero luego deja de quererla
por haber encontrado en ella algo indecoroso, sólo podrá
despedirla
si le entrega un certificado de divorcio. Una vez que ella salga de la
casa, podrá casarse con otro hombre. »Si ocurre que el segundo
esposo le toma aversión, y también le extiende un certificado de di-
vorcio y la despide de su casa, o si el segundo esposo muere, el
primer esposo no podrá casarse con ella de nuevo, pues habrá
quedado impura. Eso sería abominable a los ojos del S EÑOR”.
Antes de aclarar esta aparente discrepancia entre Antiguo y Nuevo
Testamento debemos destacar que aquí queda claro, una vez
más, que el divorcio habilita a la divorciada para volverse a ca-
sar con otro hombre. Tanto así que lo que se prohíbe aquí es que
vuelva a casarse con su primer marido, pero no con otro diferente a
él. Sin embargo, esto último parece reñir con la instrucción de Pablo
en el sentido de quedarse sin casar o reconciliarse y volverse a ca-
sar con su primer esposo.
Para conciliar ambas enseñanzas debemos recordar que Deutero-
nomio habla a personas no regeneradas que viven bajo el viejo
pacto de la letra, mientras que Pablo se dirige a creyentes ya
regenerados que viven bajo el nuevo régimen del Espíritu y por
lo tanto están facultados por el Espíritu para lograr cosas que
los judíos no podían alcanzar en la carne y en la dureza de sus
corazones. Y nunca olvidemos que lo que tiene vigencia plena
para nosotros es el Nuevo Testamento y no el Antiguo.
Adicionalmente, el impedimento para casarse de nuevo con su pri-
mer marido no obedece en Deuteronomio al hecho de haberse di-
vorciado antes de él, sino a alguna clase de impureza no precisada
en el texto que puede ser entonces de tipo físico, sexual, ético, ce-
remonial o religioso, que eran los diferentes tipos de impureza iden-
tificados y señalados por la ley en el Antiguo Testamento que pod-
ían a su vez contaminar a los que entraran en contacto con las per-
sonas que padecieran estas impurezas.
Así, pues, la prohibición de volver a casarse con su primer marido
está restringida en este caso a ciertas situaciones puntuales de im-
pureza no especificadas en detalle, pero no al hecho de que el di-
vorcio por sí solo inhabilitara a la divorciada para volverse a casar
con su primer marido, por lo cual la instrucción de Pablo no riñe con
estos casos de excepción propios del antiguo pacto entre los judíos
sometidos a las normatividades de la ley mosaica que nada tienen
que ver con los gentiles ni con la iglesia de Cristo.
Como quiera que sea hay que establecer también una diferencia
en el tratamiento de estos casos en el Nuevo Testamento: Una
cosa es la persona que llega al evangelio con fracasos matri-
moniales ya cumplidos y otra la que ya en el evangelio experi-
menta un fracaso matrimonial. En el primer caso nada obliga a
la persona a tener que reconciliarse con su anterior cónyuge o
con alguno de los anteriores cónyuges si ha tenido más de
uno. De optar por esto debe ser por una decisión libre y voluntaria
de la persona, siempre y cuando sea materialmente posible y exista
alguna esperanza al respecto, comenzando por el hecho de que su
anterior cónyuge no se encuentre casado en el momento de con-
templar la reconciliación.
Pero nada lo o la obliga al respecto, por lo que ningún pastor o
consejero tiene el derecho de enviar a un creyente recién con-
vertido a reconciliarse y casarse de nuevo con su cónyuge an-
terior y menos a pretender dar una orden de este estilo en el
nombre de Dios. Por el contrario, a veces los consejeros deben
hacerle ver a la persona que no vale la pena hacer este intento, al
tenor de lo que nos revela la palabra al declarar: “De modo que si
alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron;
he aquí todas son hechas nuevas” (1 Cor. 5:17).
De igual modo, refiriéndose particularmente al matrimonio, divorcio
y nuevas nupcias el apóstol Pablo afirma: “En cualquier caso, cada
uno debe vivir conforme a la condición que el Señor le asignó y a la
cual Dios lo ha llamado. Ésta es la norma que establezco en todas
las iglesias… Que cada uno permanezca en la condición en que es-
taba cuando Dios lo llamó” (1 Cor. 7:17, 20). Pablo no está dando
aquí una orden, sino estableciendo la opción de que nadie está
obligado a cambiar de estado civil a raíz de la conversión. Si
llegó como soltero puede permanecer como soltero si así lo desea
sin que nadie pueda censurarlo por ello. Lo mismo puede decirse
del divorciado si no desea casarse nuevamente.
Pero nótese que Pablo no envía en este caso al divorciado recién
convertido a reconciliarse obligatoriamente con su cónyuge anterior.
Es recomendable si es posible, como lo dijo ya en el versículo 11.
Pero no es obligatorio. De otro modo el apóstol no autorizaría a
los recién convertidos a permanecer si lo desean en la condición en
que estaban cuando Dios los llamó. Condición que en el caso del
casado ya no es opcional, pues el que se convierte estando casado
debe permanecer casado en conformidad con las instrucciones pre-
vias que ya ha dado en este capítulo para los casados.
Sin embargo, el apóstol añade enseguida lo siguiente: “¿Eras es-
clavo cuando fuiste llamado? No te preocupes, aunque si tienes la
oportunidad de conseguir tu libertad, aprovéchala” (1 Cor. 7:21). Es-
to se aplica al estado civil como la recomendación de regulari-
zar la situación del creyente y no permanecer indefinidamente
en esos “limbos” jurídicos que mantienen vivos vínculos que
se han roto ya de hecho, tales como la separación sin divorcio o
incluso esa figura jurídica intermedia llamada “separación de bienes
y de cuerpos”. Para el creyente la separación cumplida y ya de-
cidida debe ser un divorcio consumado en el término de la dis-
tancia. De lo contrario los vínculos que lo unen a su ex cónyuge si-
guen existiendo y afectando su condición espiritual, pues Dios hon-
ra y respalda las decisiones al respecto establecidas ante las auto-
ridades por Él delegadas.
En cuanto a los casos de los creyentes que, ya estando en el
evangelio, experimentan un fracaso matrimonial que concluye
en el divorcio a pesar de haber surtido todos los recursos pas-
torales y espirituales disponibles para salvar el matrimonio, en
este tipo de episodios el cuidado pastoral debe estar prioritariamen-
te con la parte inocente que tuvo que apelar a alguna de las causa-
les bíblicas para solicitar el divorcio. La parte inocente debe recibir
respaldo, apoyo y cuidado pastoral con miras a su restauración,
mientras que la parte culpable debe ser amonestada y confrontada
con miras a su arrepentimiento.
Pero ambas partes, una vez consumado el divorcio, pueden casar-
se de nuevo para tratar de rehacer su vida y un pastor no puede
negar esta posibilidad de manera absoluta a la parte culpable,
mientras que la ofrece a la parte inocente. Mucho menos si la parte
culpable ha surtido el recurso del arrepentimiento y la confesión y
está dando frutos dignos de arrepentimiento en su vida. Sin embar-
go, la experiencia pastoral muestra que no siempre es convenien-
te ni constructivo para ambas partes que su respectiva restau-
ración se dé en la misma iglesia, por lo que en estos casos es re-
comendable que la parte culpable busque su restauración en una
iglesia diferente a aquella en la que se congrega la parte inocente,
siendo este un costo que la parte culpable debe estar dispuesta a
pagar si de hacer frutos dignos de arrepentimiento se trata.
Además, así la iglesia conserva la seriedad que debe caracterizarla
al no consentir en la congregación a personas que se casan y se
divorcian una o más veces de manera sucesiva por las razones que
sean, aunque no sobra decir que no se puede generalizar y conver-
tir esto en norma, pues cada caso merece ser considerado de ma-
nera individual. Pero esta debe ser, si no la norma, si la tendencia
general.
Por último, en el caso de divorcios entre creyentes que no pue-
dan apelar a ninguna de las causales contempladas en la Bi-
blia, ambas partes incurren en culpa y a causa de ello deben ser
amonestadas por la iglesia y asumir las medidas disciplinarias que
se establezcan para el caso. Pero una vez más, si se verifican la
confesión y el arrepentimiento en ellos, la iglesia no puede cerrarles
las puertas a ninguno de sus miembros de manera definitiva a la
comunión y consecuente restauración con la posibilidad de rehacer
su vida en un nuevo matrimonio con la bendición de Dios, incluyen-
do entre ellos a los pastores.
Aunque en el caso de estos últimos, por causa de su elevada digni-
dad, visibilidad y conocimiento bíblico, la responsabilidad será
siempre inevitablemente mayor junto con las medidas disciplinarias
correspondientes. Porque de no dejar abierta la posibilidad de
restauración para el divorciado debidamente arrepentido esta-
remos haciendo del divorcio el pecado imperdonable, algo que
la Biblia no nos autoriza a hacer de ningún modo. Con mayor razón,
por cuanto, como lo reza el título del pequeño libro escrito por el
pastor Darío Silva-Silva para tratar con mayor detalle este asunto,
Jesucristo es la gran solución.
Cuestionario de repaso
1. ¿Qué reconocimiento tácito encontramos en todas las culturas de que el ma-
trimonio es una institución divina?
2. ¿A qué llamamos matrimonio en el contexto cristiano?
3. ¿Qué argumento teológico otorga al matrimonio mayor importancia que todas
las demás relaciones humanas establecidas por Dios en el marco de la familia
y la sociedad?
4. ¿En qué es superior la relación esposos-amantes a la relación paterno-filial?
5. ¿Cuál es la base para que exista una igualdad de valor o dignidad entre el
hombre y la mujer a pesar de sus diferencias de género?
6. ¿Cuál es el rol del varón en la relación de pareja y qué significa ese rol?
7. ¿Por qué el cargo de machista contra Pablo en particular y contra el cristia-
nismo en general se cae por su base?
8. ¿De dónde surge el machismo en la historia humana?
9. ¿De qué manera el machismo distorsiona el rol del varón en la pareja?
10. ¿Qué es lo que hace Cristo en relación con el machismo y el feminismo en
particular?
11. ¿Cuál es el rol de la mujer en la relación de pareja y qué significa ese rol?
12. ¿De qué manera el feminismo distorsiona el rol de la mujer en la pareja?
13. ¿Qué es lo que se quiere y lo que no se quiere decir al referirnos a las dife-
rencias entre el hombre y la mujer como “ventajas comparativas”?
14. ¿Son los hombres más inteligentes que las mujeres o todo lo contrario? Justi-
fique su respuesta.
15. ¿Qué significa que el hombre sea monofuncional y la mujer polifuncional?
16. ¿Qué argumento explica que sea tan difícil encontrar mujeres en el más alto
nivel del pensamiento de alguna disciplina científica en particular?
17. ¿Cuál es una de las principales razones por las cuales la unión libre es incon-
veniente y no es, por tanto, una condición aprobada por Dios?
18. ¿Por qué el compromiso requerido por el matrimonio no es un esfuerzo que
depende de las precarias fuerzas o de la voluntad humana exclusivamente?
19. ¿Por qué el rol de cabeza desempeñado por el varón en la relación de pareja
no es más que una corona de papel o de espinas indistintamente?
20. ¿Por qué mantener abiertas las vías de comunicación es tan importante en el
matrimonio?
21. ¿En qué aspectos en particular es necesario cultivar en la pareja una satisfac-
toria comunicación verbal?
22. ¿Qué es lo que los esposos deben cultivar entre ellos en cuanto a la comuni-
cación verbal?
23. Relacione brevemente las formas de comunicación no verbal entre la pareja,
incluidas por Gary Chapman entre los cinco lenguajes del amor.
24. ¿Qué es lo que se quiere decir al afirmar que el divorcio es algo malo en to-
dos los casos?
25. ¿El hecho de que Dios aborrezca el divorcio significa que lo prohíbe de mane-
ra absoluta? Justifique su respuesta.
26. ¿Son los efectos nocivos del divorcio suficiente razón para prohibirlo de mane-
ra absoluta? Justifique su respuesta
27. ¿Por qué en términos normales el divorcio debe ser una opción muy alejada
de la consideración de un auténtico creyente?
28. ¿Cuáles son las dos causales bíblicas de excepción que excusan el divorcio
en la parte inocente?
29. ¿Qué pecado se suele sumar al divorcio en el caso de no contar con una cau-
sal bíblica de excepción para optar por él?
30. ¿Qué diferencia hay entre el tratamiento hacia una persona que llega al evan-
gelio ya divorciada y la que se divorcia siendo ya cristiana?
31. ¿En qué postura antibíblica puede llegar a incurrir la iglesia al no dejar abierta
la posibilidad de restauración y nuevas nupcias para los divorciados?

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