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La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento.

No

puede ser una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.

Cada hombre ha de esforzarse en conocerse a sí mismo y en buscar sentido a su vida

proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenan de contenido

su existencia.

A partir de cierta edad, todo esto ha de ser ya algo bastante definido, de manera que en

cada momento uno pueda saber, con un mínimo de certeza, si lo que hace o se propone

hacer le aparta o le acerca de esas metas, le facilita o le dificulta ser fiel a sí mismo.

Se trata de algo asequible a todos. Lo único que hace falta es –si no se ha hecho–

tratarlo seriamente con uno mismo: como decía Epicteto, enseguida te persuadirás:

nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo.

Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso reflexionar con

frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción

o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan de

ese itinerario que nos hemos trazado. Si con demasiada frecuencia nos proponemos

hacer una cosa y luego hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que

conducen nuestra vida. Muchas veces lo justificaremos diciendo que «ya nos gustaría

hacer todo lo que nos proponemos», o que siempre «del dicho al hecho hay mucho

trecho», o alguna que otra frase lapidaria que nos excuse un poco de corregir el rumbo y

esforzarnos seriamente en ser fieles a nuestro proyecto de vida.

Es un tema difícil, pero tan difícil como importante. A veces la vida parece tan agitada

que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos

conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la vida –
como si fuéramos sus víctimas impotentes– lo que muchas veces no es más que una

turbia complicidad con la debilidad que hay en nosotros.

Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de

complicidad con todo lo inauténtico que pueda haber en nuestra vida. Si uno aprecia en

sí mismo una cierta inconstancia vital, como si anduviera por la vida distraído de sí

mismo, como desnortado, sin terminar de tomar las riendas de su existencia –quizá por

los problemas que pudiera suponer exigirse coherencia y autenticidad–, parece claro que

está en juego su acierto en el vivir y, como consecuencia, una buena parte de la felicidad

de quienes le rodean.

Es verdad que las cosas no son siempre sencillas, y que en ocasiones resulta realmente

difícil mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias, y a veces el

desánimo se hace presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que mantener la

confianza en uno mismo, no decir «no puedo», porque no es verdad, porque casi

siempre se puede. No podemos olvidar que hay elecciones que son fundamentales en

nuestra vida, y que la dispersión, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con

claridad que debíamos hacer, todo eso, termina afectando al propio hombre,

despersonalizándolo.

Aunque no lo conozcamos, Dios tiene un plan para nuestras vidas. Dios no improvisa ni

“juega a los Dados”. Cada uno vino a esta vida con un propósito específico y podemos

descubrir cuál es: basta conocernos y “preguntarle” a Dios, mediante la oración cuál es

su plan. Y como Dios es perfecto, todos sus planes también lo son. Nada de lo que nos

pasa en la vida está fuera de su voluntad. Y es cierto, somos libres y podremos hacer “lo

que queramos”, pero ¡de todos modos Dios sigue con su plan! En el caso del pecado

original, por ejemplo, Adán y Eva no lo siguieron, pero, como dice el Pregón Pascual:

«Oh, feliz pecado, que nos valió tan gran redentor”». El Plan de Dios es siempre mejor
que nuestros planes. Increíblemente mejor pues los planes de Dios tienen un tiempo y

un modo de desenvolverse que casi siempre nos sorprenden gratamente. Dios no usa

nuestros caminos, ni nuestros razonamientos.

El único modo de que podamos vivir una vida plena y feliz es estar atentos a los qué

quiere Dios para nuestras vidas. Pero no siempre es fácil. La principal resistencia no es

externa. La principal resistencia somos nosotros mismos, ese “hombre viejo” como lo

llama san Pablo: «En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre,

que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra

mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la

verdad» (Ef 4, 22-24).

Un día, un amigo me preguntó por qué no había un san Ignacio de Loyola o un san

Francisco que sacara a la iglesia de la ¿crisis? en la que estaba. Yo le contesté que si san

Francisco reviviera hoy, lo único que haría sería morirse de nuevo. San francisco estaba

bien para el año 1200. ¡Pero estamos en 2016! Los santos que nacieron hace 100 años

¡ya están viejos para este siglo! ¡Dios suscita santos originales cada siglo, para

responder a los desafíos de cada tiempo! San Beda el venerable era el santo indicado

para el año 700… san Ignacio de Loyola y santa Teresa para el siglo XVI, pero para el

siglo XXI, ¡el santo perfecto eres tú! ¿cómo puedes no darte cuenta? Hay un método

muy útil para tomar consciencia, que consiste en hacerse una corta serie de preguntas:

¿Quién soy? Dios nos pensó desde toda la eternidad para que seamos «alguien».

Alguien importante en la vida de otro alguien. Ese otro alguien puede ser un solo

prójimo o toda la Iglesia, pero esa pregunta no nos importa a nosotros ahora. Ahora

tenemos que concentrarnos en ¿quién soy yo? Un ser capaz de descubrir el plan épico

de Dios para mi vida. ¿Qué hago? ¿En qué soy excelente? ¿Para qué Dios me dio los

talentos que yo tengo? Dios nos regala nuestras virtudes para que las usemos en algo
específico. A San Juan le regaló la virtud de estar en el lugar adecuado en el momento

justo. Por eso le encargó a su Madre. Además del cumplimiento fiel del deber de estado,

todos tenemos un talento especial. Nuestras madres lo conocen instintivamente: no

importa lo inútiles que creamos ser, nuestras madres serán las primeras en detectar un

talento, un don de Dios. También el director espiritual es un gran aliado a la hora de

determinar qué es lo que mejor nos sale. Nadie es buen juez de su causa, así que

podemos pedir ayuda. Una cosa que también me puede servir para evaluar esto es: ¿qué

puedo ponerme a enseñar ya mismo a cualquier grupo de personas? No necesariamente

tiene que ser algo “grande”. San Martín de Porres era hermanito lego en un convento,

pero lo era con tanta humildad y devoción que hasta los más poderosos lo consultaban.

Pedro, Andrés, Santiago, Juan eran Pescadores. Y pescadores siguieron siendo. Ese

talento especial que Dios me dio, lo tengo que poner en movimiento y cultivarlo. Tengo

que convertirlo en algo concreto que hago por los demás

¿Para quién lo hago? ¿Qué necesitan? ¿Cómo cambio sus vidas? Los talentos que Dios

me dio, mis habilidades especiales cobran sentido cuando las pongo al servicio de los

demás. Si soy un eximio pianista pero me siento en un piano eléctrico con auriculares,

mi talento se desperdicia. Somos seres en relación y Dios nos hizo nacer en una época

específica, en una sociedad específica, con unos problemas específicos. Aquí es donde

nuestro plan de vida toma dimensión eclesial, o social, o lo que sea que Dios Necesite

para el aquí y ahora. ¿En qué tiempo vivo? ¿En qué ciudad, país, o continente nací?

¿Quiénes son los que me rodean? ¿Cuáles son sus necesidades? ¿Qué es lo que está mal,

roto o incompleto que Dios necesita que yo con mis talentos intervenga? ¿A qué

necesidad concreta me llama a servir? En este paso tenemos que pensar en convertirnos

en instrumentos dóciles de la misericordia divina. Dios nos envía al mundo para algo

concreto y específico. A Agnes Gonxha Bojaxhiu le mostró un moribundo en las calles


de Calcuta, y ella lo socorrió en ese momento. Nada más. La providencia se encarga de

armar el resto, pero una vez que tengamos claro qué es lo que necesitan, ¡Lancémonos a

hacerlo!

Una vez que vimos para qué Dios nos quiere en este mundo, y cuáles son nuestros

talentos especiales para llevarlo a cabo, tenemos que resumirlo en una frase, en un lema

que sea nuestro ideal personal. Los Papas y los obispos tienen en su “escudo de armas”,

un lema que marca su servicio a la Iglesia. El Papa Juan Pablo II, por ejemplo, tenía

como lema «Totuus Tuus Mariae» que significaba: «Todo Tuyo María», dando a

entender que él era el siervo de la Sierva del Señor. Se trata de encontrar, siguiendo la

guía de preguntas anterior, un lema que identifique nuestro objetivo en la vida, qué es lo

que Dios me mandó a hacer en este mundo. Y de allí va a surgir el plan de vida: cultivar

entre mis talentos todo aquello que me acerque al plan de Dios, y alejar para siempre

todo aquello que me aleje.

El plan de vida

1. El primer requisito, el compromiso de hacerlo

El plan de vida requiere bastante compromiso. Sin este compromiso, el plan de vida se

convierte en un plan semanal, o mensual, y no de vida. Yo, que soy muy inconstante

puedo parafrasear a Mark Twain cuando hablaba de dejar de fumar y decir: «Comenzar

un plan de vida es lo más fácil del mundo: lo he hecho miles de veces». Y allí está uno
de los secretos: saber que al demonio no le gustan nada los planes de vida y dejarlo en

manos de Nuestra Madre, que es la gran educadora y ama dirigirnos hacia su Hijo.

2. El director espiritual

Nadie gana una maratón sin tener un entrenador y nadie es buen juez de su propia causa.

Un director espiritual es como un director técnico: nos va a ayudar en el momento que

establezcamos metas y nos propongamos ir “puliendo” nuestras imperfecciones. ¿Quién

es un buen director espiritual? Puede ser un sacerdote: si ya tenemos un confesor con

quien nos confesamos frecuentemente, de allí a la dirección espiritual hay un pequeño

paso. Si no hay disponible un sacerdote, un diácono, o una religiosa, también pueden

ayudarnos. Para aquellos que estamos casados, la mejor dirección espiritual puede ser

nuestro cónyuge: nadie nos conoce más, ni nos ama más, ni nadie está más interesado

en que mejoremos que nuestros cónyuges. La dirección espiritual tiene que ser hecha

por personas prudentes y con un cierto avance en las vida espiritual, no sea cosa que un

ciego guíe a otro ciego.

3. El horario o agenda espiritual en sí


El plan de vida consiste entonces en una agenda, u horario espiritual que nos ayude a

recordarnos todas las prácticas espirituales que tenemos que hacer para fortalecer una

virtud o combatir un vicio que nos impida alcanzar nuestro ideal personal. Los monjes

en el monasterio tienen un plan de vida cotidiano que se cumple con precisión

milimétrica. La vida de un monasterio es un “plan de vida”. Pero para los que vivimos

en el mundo, ese plan de vida no siempre es explícito, y tendremos que recordarlo con

un “ayuda memoria”. Esta agenda espiritual nos ayudará a concentrar nuestro esfuerzo

espiritual en una dirección determinada, con metas y objetivos fáciles de visualizar.

4. Las actividades diarias

Para hacerlo, tendremos que anotar en una cuadrícula en la que las filas representan

nuestra vida cotidiana y las columnas representan los días del mes, cada actividad

espiritual que ya hacemos. Nada más que las que hacemos cotidianamente. Por ejemplo,

si al levantarme rezo las oraciones matutinas y bendigo cada comida, pero no hago nada

más, entonces apunto esas tres cosas: oración matutina, bendición almuerzo y bendición

cena. Luego, al finalizar cada día, antes de irme a dormir, tomo ese horario espiritual y

marco con una cruz o una x todas aquellas cosas que haya hecho durante el día, y con

un guión o un punto, aquellas que haya olvidado y no haya hecho.

¿Cómo ser el santo que Dios necesita?


Toda esta planificación, todo este “medir” cómo va nuestra vida espiritual tiene como

objeto convertirnos, con la ayuda de Dios, en la mejor versión de nosotros mismos. En

aquella persona que Dios quiere. La vida del hombre es una lucha y esa lucha la

tendremos que dar todos los días. Nuestra conquista más importante es nuestra

conquista sobre nosotros mismos y esa conquista no la podremos lograr sin un plan, sin

tener todos los días un recordatorio de que todavía nos queda mucho para ser los santos

que Dios Necesita para cambiar el mundo.

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