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GEOFF ELEY

UN MUNDO QUE GANAR


HISTORIA DE LA IZQUIERDA
EN EUROPA, 1850-2000

CRÍTICA
BARCELONA
Capítulo 1

DEFINIENDO LA IZQUIERDA.
EL SOCIALISMO, LA DEMOCRACIA
Y EL PUEBLO

Los términos políticos «izquierda» y «derecha» nacieron del ambiente democráti-


co radical de la Revolución Francesa. 1 Cuando la Asamblea Constituyente se dividió a
causa de la cuestión del veto real y los poderes reservados al rey durante el período
1789-1791, los radicales se situaron fisicamente en el lado izquierdo de la cámara vis-
ta desde el lugar donde se sentaba el presidente, de cara a los conservadores, que_ se
hallaban en el lado derecho. Al clarificarse esta alineación, se identificó a la «izquierda»
con una fuerte postura democrática que abrazaba la abolición del veto real, la legis-
latura unicameral, una judicatura elegida en vez de nombrada, la supremacía legisla-
tiva en vez de la separación de poderes y un ejecutivo fuerte, y -lo más importante
de todo- el sufragio democrático basado en el principio de un hombre, un voto.
Durante la radicalización culminante de la dictadura jacobina en 1793-1794, se aña-
dieron más aspectos, entre ellos una milicia popular en contraposición a un ejército
permanente y profesional, el anticlericalismo, y un sistema de tributación progresiva.
Esta combinación duraría más que la Revolución Francesa y dominaría gran parte del
escenario político en el siglo XIX, y lo mismo ocurriría con la distribución de los es-
caños. Los términos <<izquierda» y «derecha» pasaron a formar parte del vocabulario
político general de Europa.
La gran trinidad retórica de la Revolución Francesa-«libertad, igualdad, fraterni-
dad»- también acompañó a estos orígenes. Dejando aparte las connotaciones de
género, «fraternidad» entrañaba un ideal de solidaridad social imprescindible para
la mayoría de los movimientos izquierdistas, a la vez que «igualdad» residía en el
núcleo filosófico de la izquierda. Al exigir el gobierno del pueblo, además, la izquierda
pretendía derribar el poder de otra cosa, un antiguo régimen, una clase gobernante
socioeconórnica, o sencillamente un sistema de gobierno corrompido. Se consideraba
que la soberanía del pueblo no la negaban sólo los sistemas políticos restrictivos y
represivos, sino también las estructuras sociales desiguales. En la tradición de la iz-
quierda, el concepto de justicia social era prácticamente inseparable de la búsqueda
de la democracia.
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DEMOCRACIA Y SOCIEDAD: VISIONES DE UN MUNDO JUSTO

Durante la época de la Revolución Francesa, las peticiones de democracia estuvie-


ron vinculadas a visiones más complejas de la sociedad justa, organizada en torno a
un ideal de pequeñas propiedades independientes y autogobierno local. En las tradi-
ciones de democracia popular, esta vinculación se remontaba a la revolución inglesa
del siglo XVI y a los ideales de los Levellers; * en el siglo xvm volvió a aparecer en el
radicalismo plebeyo de la revolución norteamericana y movimientos afines en los Paí-
ses Bajos y Gran Bretaña. Durante el decenio de 1790, estos movimientos quedaron
englobados bajo el nombre general de jacobinismo. Su búsqueda de la democracia
local fue inspirada en gran medida por la insurrección de los comerciantes, tenderos
y profesionales pobres de París, que alcanzó su apogeo en la militancia de los sans-
culottes en el período 1792-1794. 2
Esta democracia radical de pequefios propietarios dominó las insurrecciones popu-
lares que estallaron en Europa durante el decenio de 1820 y en 1830-1831, así como
durante los disturbios de 1848. Donde mejor floreció fue en medio de las grandes con-
centraciones de artesanos, donde el crecimiento comercial estimuló los oficios espe-
cializados a la vez que los asediaba con una incertidumbre profesional desconocida
hasta entonces, o allí donde el industrialismo los degradó hasta convertirlos en siste-
mas de trabajo a domicilio y «protoindustria>>. Se alimentó del entorno populoso de las
capitales de Europa, que juntaban artesanos con tenderos, pequeños comerciantes,
abogados y otros profesionales, libreros, periodistas e intelectuales de poca monta y
formaban con ellos la consabida coalición jacobina. Los movimientos democráticos
podían extenderse hacia arriba y abarcar a elementos de la nación política reconocida
o hacia abajo y penetrar en el campesinado. Más cerca de 1848, aumentaron al sumarse
a ellos estudiantes y trabajadores proletarizados. Esta pauta se registró por primera vez
en el último cuarto del siglo xv1n: en las colonias de América del Norte; en Londres,
Norwich y otros centros del jacobinismo inglés; en Belfast y en las tierras bajas de
Escocia; en Varsovia; en los Países Bajos, Suiza, el norte de Italia y otras regiones
de radicalismo nativo que corría parejas con el francés; y, por supuesto, en París. 3
Estas sociedades experimentaban en aquel momento una primera transición capi-
talista donde las fuerzas del mercado ya estaban transformando las relaciones de pro-
ducción existentes, pero donde perduraban ideologías populares más antiguas de la
sociedad justa. Las desigualdades entre mercaderes, amos y trabajadores se ensan-
charon y grandes partes del campo se proletarizaron debido a la expansión de la in-
dustria doméstica. Pero este mundo transicional seguía sosteniendo las proyecciones
políticas idealizadas del trabajador domiciliario rural que protestaba, amén de des-
plazar al oficial y al maestro artesano respetable, que creían en una economía moral y
en la comunidad de todos los productores. Los deseos de proteger y restaurar las for-
mas tradicionales de producción a pequeña escala aún podían sostenerse, si no por
parte de un gobierno paternalista, sí por medio de ideas radicales de intercambio y
cooperación federados entre unidades autónomas de productores independientes. La

* Literalmente, «niveladores». Grupo democrático radical que existió en Inglaterra duran-


te el siglo xv1. (N. del t.)
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permanencia, la futura dirección y la irreversibilidad de la industrialización capitalis-


ta aún no se habían percibido claramente.
Sin embargo, mientras esta democracia radical alcanzaba su apogeo en 1848,
sus bases estaban debilitadas. Él mismo capitalismo que penetraba en el mundo del
pequeño productor también estaba forjando un entorno muy diferente, un entorno
industrial: de factorías y fábricas, capitalistas y asalariados, y nuevas poblaciones
urbanas. Desde luego, a veces se exagera la rapidez con que ocurrió todo esto. En
Gran Bretaña, precursora de la industrialización de la economía, la producción capi-
talista siguió dependiendo de manera notable tanto de las habilidades manuales como
de la organización a pequeña escala, y en muchas industrias esto suavizó la amenaza
que se cernía sobre el estatus del artesano. Los artesanos continuaron distinguiéndo-
se orgullosamente de la masa que formaban los pobres no especializados y los que
trabajaban de peones, defendiendo la especialidad, la respetabilidad y la independen-
cia que eran suyas y protegidas por la soberanía del taller. Entre finales de la década
de 1830 y principios de la de 1850, en Gran Bretaña el carlismo se convirtió en el pri-
mer movimiento político de masas de la clase trabajadora industrial, trascendiendo en
notable medida las distinciones entre trabajadores «artesanales» y «proletarios». Pero
las actitudes artesanales proporcionaban la fuerza definidora, tanto como enfoque
distintivo de la economía y la sociedad como en una tradición más amplia de pensa-
miento sobre el Estado británico. Allí donde la industrialización llegó más tarde, en el
resto de Europa, estas actitudes también duraron mucho.
Las condiciones variaban de Wla industria a otra. Ciertas divisiones del trabajo y
tecnologías de producción trataban a los artesanos mejor que otras. Los artesanos
desaparecieron con rapidez en las industrias más obviamente modernas, como la del
hierro y el acero a partir de finales del siglo x1x y en los sectores nuevos y muy me-
canizados de los productos químicos y la ingeniería eléctrica a partir de comienzos
del xx, seguidas por las innovadoras industrias de producción en masa de automóvi-
les, aviones, electrodomésticos y otras formas de montaje entre las dos guerras mun-
diales. En ramos menos intensivos en capital, como los textiles y grandes campos de
la industria ligera, a los artesanos les fue mucho mejor, ya que en ellas se combina-
ban el trabajo a domicilio y la mano de obra no especializada y «explotada» con la
producción artesanal por medio de tecnologías manuales basadas en el taller. Otras
industrias -como la construcción, la carpintería, la imprenta, el cuero, el vidrio, la
construcción naval, la metalurgia y, de forma diferente, la minería- continuaron
necesitando trabajadores manuales de un tipo muy tradicional.
Sin embargo, tanto si centramos la atención en categorías nuevas de trabajo indus-
trial como en formas reconstituidas de especialidades más antiguas, la reorganización
capitalista de la economía por medio de la industrialización cambió necesariamente el
lugar del trabajador en la sociedad. Los artesanos perdieron cada vez más el control
de sus oficios, que pasó a las fuerzas impersonales del mercado capitalista. Abando-
naron la autonomía del taller por formas prácticas de dependencia de la organización
profesional a mayor escala, antes de acabar integrándose directamente en estructuras
superiores de producción, empleo y control capitalistas. Una vez hubo sucedido esto,
resultó mucho más difícil sostener las ideas sociales de organización a pequeña esca-
la, comunidad local e independencia personal. Esto es, en condiciones de industriali-
zación capitalista, las consecuencias de exigir la soberanía popular experimentaron
Wla honda transformación.
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De forma paulatina y desigual, la democracia quedó vinculada a dos nuevas exigen-


cias: un análisis económico del capitalismo y un programa político para la reorgani-
zación general de la sociedad. Las nuevas ideas no eran inevitablemente consecuencia
del cambio socioeconómico. Pero de manera más general, está claro que los cambios en
la idea democrática tenían este origen material. Eran el resultado de los esfuerzos serios
que llevaron a cabo pensadores políticos e incontables mujeres y hombres corrientes por
comprender los trastornos sufridos por el mundo al que estaban acostumbrados. Fue
en ese momento de transformación cuando la gente empezó a explorar las posibilida-
des de la propiedad colectiva y la producción cooperativa. Y en esa coyuntura de
cambio socioeconómico y replanteamiento político nacieron las ideas del socialismo.
Así pues, la democracia estuvo siempre incrustada en la historia social. Tanto la
democracia radical derivada de la Revolución Francesa como el socialismo primitivo
resultante del decenio de 1830 entrañaban grupos de exigencias socioeconómicas de
carácter práctico. Estas exigencias se consideraban el acompañamiento esencial de la
democracia auténtica, y ésta pasó ahora a medirse no por la centralidad de la inde-
pendencia del pequeño propietario, sino por el advenimiento de un colectivismo nuevo.
Además, las ideas socialistas tenían una fuerza y una resonancia propias. Se hicieron
difusas, quedaron integradas en instituciones y clavadas en las relaciones sociales;
entraron en la conciencia y el comportamiento de las personas y se convirtieron en
motivaciones poderosas por derecho propio. La sustitución de una clase de democra-
cia por otra entrañó algo más que una mera adaptación a una sociedad cambiante, por
medio de la cual la conciencia popular acabó poniéndose a la altura de las nuevas con-
diciones. Fue también un combate de ideas, con resultados lentos y no decididos. 4
Las postrimerías del siglo XIX se convirtieron en el escenario de mucha confu-
sión cuando sociedades, regiones y estructuras económicas cambiaron de diferentes
maneras y a velocidades también diferentes, y el distintivo ideal socialista de la demo-
cracia -«la socialdemocracia», como la llamaban los pioneros- luchaba por tomar
forma. Las ideas democráticas anteriores mostraron una tenacidad notable en los mo-
vimientos socialistas subsiguientes. Dadas las irregularidades europeas, aquel «perío-
do anterior», en todo caso, no se refería sólo a la época comprendida entre finales del
siglo xvm y 1848, sino que se extendió hasta bien entrada la década de 1860 en Ale-
mania, Italia y la Europa Central y hasta todavía más tarde en las periferias del sur y
el este. Esa herencia radical más antigua no se dejó definitivamente atrás hasta des-
pués de 1917-1918 por medio de procesos de clarificación manifiesta que se remon-
taban al decenio de 1890. La historia de la tradición socialista antes de 1914 seguía
siendo en muchos aspectos un análisis de legados más antiguos al tratar de decidir los
políticos socialistas lo que debían a anteriores tradiciones democráticas y lo que estas
tradiciones ya no podían proporcionar. 5

LA DEMOCRACIA SOCIALIZADA

Si la industrialización capitalista transformó las condiciones en que había que


buscar los ideales democráticos, los significados sociales de dichos ideales también
cambiaron. Al pasar el término «Socialismo» a ser de uso general después de 1850, ésta
era la transición que se expresaba con él. «Social» llegó a significar algo más que el
sistema común de instituciones y relaciones en el cual vivían las personas y empezó a
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sugerir un contraste deseable con la forma emergente de sociedad capitalista. Llegó


a significar «una idea de la sociedad como cooperación mutua» en contraposición a la
que se basaba en la «competencia invididual». En efecto, la «forma individualista de
la sociedad» asociada con el nuévo sistema dé trabajo asalariado y propiedad privada
fue rechazada como «enemiga de las formas verdaderamente sociales» en este sen-
tido. Así pues, la verdadera libertad no se podía conseguir, no era posible poner fin a
las desigualdades básicas, [y] la justicia social ... no podía instaurarse a menos que
una sociedad basada en la propiedad privada fuera sustituida por otra que se basara
en la propiedad y el control sociales». 6
De esta manera, los defensores de la democracia afrontaron gradualmente las con-
secuencias del progreso. En 1848~ «Socialdemocracia» aún significaba sólo la extre-
ma izquierda de las coaliciones radicales. 7 Pero a medida que las relaciones capitalistas
fueron penetrando en regiones cada vez mayores de la vida socioeconómica, resultó
más y más difícil generalizar las circunstancias inmediatas de los pequeños produc-
tores independientes en programas para organizar el conjunto de la economía. Esto
abrió el espacio donde el pensamiento socialista pudo empezar a emerger como una
opción nueva y razonable.
Este espacio aumentó una vez el liberalismo hubo cristalizado en una ideología
que celebraba un tipo totalmente individualista de sociedad. Cuando las ideas libera-
les invadieron la política pública a mediados del siglo XIX, aumentó progresivamente
la utilidad del socialismo para analizar los efectos perjudiciales de dichas ideas. Re-
sultó cada vez más fácil establecer las conexiones causales entre la propiedad priva-
da, las filosofias individualistas y un sistema de dominación de clase fundamentado
en la economía. Por un lado, aquella sociedad reconocía de modo creciente ciertas
igualdades formales de los ciudadanos al amparo de la ley, entre ellas, después del
decenio de 1860, algunas formas limitadas del derecho al voto. Por otro lado, las desi-
gualdades materiales extremas aún eran defendidas por los liberales como condicio-
nes previas esenciales para el sistema.
Los aspectos económicos de la democracia se convirtieron en la preocupación
apremiante de la izquierda en la segunda mitad del siglo XIX. Para los demócratas ra-
dicales de una época anterior, la propiedad privada dentro de unos límites-modestos
era un ideal social que había que defender contra la rapacidad de parásitos y especu-
ladores. Pero en opinión de los socialistas, el origen de los males sociales era la pro-
piedad misma. Mientras los liberales trabajaban a conciencia por la separación de las
esferas económica y política, los socialistas llegaron a entender esa separación misma
como una discrepancia debilitadora. O, como lo expresó Jean Jaures, el líder socialis-
ta francés de antes de 1914: «Del mismo modo que todos los ciudadanos ejercen el
poder político de manera democrática, en común, también deben ejercer en común
el poder económico». 8 Por consiguiente, la socialdemocracia llegó a significar no
sólo la forma más radical de gobierno parlamentario, sino también el deseo de exten-
der los preceptos democráticos a la sociedad en general, entre ellos la organización de
la economía. Esto -la creación de la socialdemocracia- fue la innovación más
importante posterior a 1848.
Al empezar el último tercio del siglo XIX, los socialistas desafiaban las definicio-
nes políticas de la democracia con una nueva cuestión: ¿cómo conseguir una democra-
cia auténtica en una sociedad estructurada fundamentalmente según las desigualdades
de clase en la propiedad, la distribución y el control? Basándose en esto, los rasgos
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principales de la política económica socialista fueron objeto de un debate acalorado:


la cooperación, la propiedad pública y la socialización de la producción, la democra-
cia industrial y la dirección planificada de la economía. Pero, por supuesto, como ha
comprobado la mayoría de los gobiernos socialistas, cualquier intento de democrati-
zar la economía en nombre de esa política choca con toda suerte de intereses creados
con acceso privilegiado al poder político, burocrático e ideológico. En la práctica, los·
intentos de alcanzar objetivos democráticos sólo pueden hacerse contra la resistencia
de grupos sociales dominantes.
La cuestión política y filosófica decisiva es entonces: ¿hasta qué punto los ataques
a la legitimidad de los intereses privados sigue siendo compatible con el principio
democrático, sin requerir el uso de la fuerza y sin dañar los derechos básicos, mien-
tras se instaura el nuevo-sistema colectivista? Esta cuestión le ha causado a la izquier-
da un sinfín de dificultades en el transcurso de los años, como mostraré. La forma en
que tendía a resolverse se convirtió en una de las principales líneas divisorias entre los
movimientos reformistas y los revolucionarios.

EL HORIZONTE GENERIZADO DE LA DEMOCRACIA

La creencia del socialismo en los determinantes y constreñimientos sociales de la


democracia -la preminencia de lo social en la socialdemocracia- supuso una
ampliación fundamental de la idea democrática. Pero en otros aspectos ésta siguió es-
tando gravemente limitada. Porque en la mayoría de los primeros movimientos demo-
cráticos, exceptuando los socialistas utópicos de comienzos del siglo XIX, la sobera-
nía popular siguió siendo coto cerrado de los varones. El cartismo en Gran Bretaña, el
más impresionante de estos primeros movimientos, lo indicó de manera especialmente
clara, porque sus famosos Seis Puntos para democratizar la Constitución redactados
en 1837-1838 excluían de forma expresa el voto de las mujeres. 9 Al finalizar el si-
glo XIX, los partidos socialistas europeos se habían convertido ciertamente en los
defensores más destacados de los derechos políticos de las mujeres, pero el sufragio
femenino seguía sin haber hecho prácticamente ningún progreso en 1914. Las muje-
res tenían derecho a voto sólo en determinadas zonas del oeste de Norteamérica y en
cuatro de los Estados parlamentarios del mundo: Nueva Zelanda en 1893; Australia
en 1903; Finlandia en 1906 y Noruega en 1913w
En los movimientos obreros, la ciudadanía de segunda clase de las mujeres estaba
vinculada al pensamiento explícitamente discriminatorio que las relegaba a la familia,
la dirección de la unidad doméstica y los cometidos económicos auxiliares, ya fueran
remunerados o no. En las sociedades agrarias y preindustriales, estas formas patriar-
cales de la economía doméstica se aseguraban por medio de sistemas de tenencia de
propiedades y herencia. En el ramo artesanal, tenían su equivalente urbano en los sis-
temas de aprendizaje, regulación jurídica y exclusión gremial, y definían la especiali-
dad y el ejercicio de un oficio como una forma de propiedad que era privilegio de los
hombres. La industrialización añadió luego sus propias imágenes agresivamente
generizadas de la economía familiar supuesta, donde los salarios de los trabajadores es-
pecializados mantendrían unidades domésticas ordenadas y respetables en las que las
esposas no necesitaban un empleo. Pocas unidades domésticas de clase obrera con-
cordaban realmente con este ideal. Las esposas de clase obrera echaban mano de un
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sinfin de recursos para conseguir la supervivencia económica y complementaban los


salarios de sus esposos mediante la búsqueda de alimentos entre los desechos, el cul-
tivo marginal, servicios ocasionales como el lavado de ropa, la limpieza y el cuidado
de niños, el pequeño comercio, lá industria doínéstica y el trabajo en casa, y muchas
clases de trabajo asalariado. Pero por medio de las normas del «varón que gana el
pan» y el «salario familiar», el ideal surtía un efecto poderoso. Fuera cual fuese su
comportamiento económico real, las esposas de clase obrera estaban colocadas ideo-
lógicamente dentro del hogar y al margen de la economía asalariada.
Así pues, el apoyo que el socialismo proporcionaba oficialmente a Jos derechos de
las mujeres ocultaba a menudo una indiferencia práctica en lo que se refería a darles
prioridad en Ja labor del movimiento. Allí donde ni Jos obreros ni las obreras tenían
derecho al voto, los movimientos de izquierda se negaban a apoyar el sufragio feme-
nino hasta que Jos hombres hubieran obtenido el suyo. Pero allí donde el sufragio
masculino ya existía, los derechos de las mujeres quedaban subordinados a cuestiones
económicas. En uno y otro caso, las mujeres tenían que esperar. En este sentido, la com-
prensión del contexto social de la democracia por parte del socialismo obraba en per-
juicio de las mujeres, porque la primacía de los aspectos económicos relegaba todo lo
demás a lll1 plano seclllldario. Incluso cabría decir que cuanto más consecuente fuera el
socialismo, más fácilmente se aplazaban las exigencias feministas hasta el advenimien-
to del futuro socialista, porque lll1 punto de vista severamente materialista insistía en
que ninguna de estas cuestiones podía abordarse mientras perdurara el capitalismo.
Esta actitud impedía un enfoque más radical de Ja llamada «cuestión de la mujer».
Pero esto no era sencillamente un fallo de la percepción política o una consecuencia
de la teoría más materialista de la tradición socialista. Era también el resultado de es-
tmcturas ideológicas más profundas que derivaban de sistemas más antiguos de
superioridad masculina. Estos sistemas estaban localizados en parte en la familia, en
parte en la fuerza de los valores dominantes de la sociedad, y en parte en divisiones
generizadas del trabajo en la economía. Pero precisamente porque tales pautas se ha-
llaban incrustadas de forma tan profunda en las condiciones de vida de Ja clase obre-
ra, oponían una resistencia extraordinaria a todo salvo a la crítica política más franca.
Y la tradición socialista era manifiestamente reacia a hacer esta crítica. Detrás del
descuido de los asuntos de la mujer por parte del movimiento obrero había pautas de
cultura generizada transmitidas históricamente que los políticos izquierdistas nunca
ponían en entredicho y respaldaban de forma invariable.
Ésta era una de las limitaciones más flagrantes de la democracia. Si bien condujo
a una codificación más amplia de las exigencias femeninas en los programas de los
partidos socialistas, la industrialización reprodujo de maneras nuevas las antiguas pau-
tas de subordinación de Ja mujer más que subvertirlas. Del mismo modo que lapo-
lítica democrática anterior dejó legados duraderos a Jos partidos socialistas, legados
que no se revisaron hasta las décadas en torno a la primera guerra mundial, también
los anteriores supuestos relativos al lugar de Ja mujer limitaron Ja capacidad de Ja,íz-
quierda para imaginar una política de género auténticamente igualitaria. Hasta que las
preocupaciones específicas de las mujeres se abordaron de manera consciente ---cuan-
do el socialismo también se hizo feminista-, la búsqueda de la democracia seguiría
siendo gravemente incompleta.
La degradación de las cuestiones femeninas por parte de los socialistas fue aún
peor debido a la preminencia, antes de 1914, de impresionantes movilizaciones feme-
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ninas: en los diversos movimientos sufragistas nacionales, en la política educacional


y la reforma social, en relación con el trabajo industrial femenino y en los movimien-
tos en gran parte intelectuales o bohemios a favor de la emancipación sexual. Fue pre-
cisamente en muchos de estos campos donde los privilegios masculinos se pusieron
en entredicho de manera directa. Ya estaban apareciendo conceptos claros de los dere-
chos reproductivos y la sexualidad liberada de las mujeres que se expresarían de forma
más completa en el decenio de 1920. Como indicaron claramente aquellos movimien-
tos, las deficiencias del pensamiento izquierdista en términos de gé.nero sólo podrían
remediarse introduciendo la política directamente en la esfera personal.
Pero la plena exposición de estas cuestiones en realidad data sólo del decenio de
1960 así como la aparición del feminismo actual, que desafió a la izquierda antigua en
un amplio frente de asuntos a los que hasta entonces no se había prestado la debida
atención. La transición a finales del siglo XIX de la democracia radical a la socialista
creó una pauta que duraría cien años, a saber: el apoyo por principio a los derechos de
las mujeres basándose en un programa social ampliado pero dentro de un economismo
general que en la práctica degradó constantemente la prioridad de la lucha de las mu-
jeres. El feminismo posterior a 1968 contribuyó en gran medida a que estas cuestiones
se incluyeran en el orden del día de la izquierda. Las críticas feministas recientes fue-
ron indispensables tanto para el carácter de la izquierda contemporánea en el último
tercio del siglo xx como para volver a los períodos anteriores. En efecto, situando sus
exigencias en el centro del debate público, por medio de dolorosos conflictos que cier-
tamente no han terminado, el feminismo contemporáneo obligó a replantear los térmi-
nos viables del proyecto socialista y con ello redefinió profundamente la izquierda.

EL PARTIDO Y EL PUEBLO

El moderno partido de masas, que pasó a ser el modelo predominante de movili-


zación política en general entre los decenios de 1890 y 1960, fue inventado por los
socialistas en el último tercio del siglo XIX. En nuestro propio tiempo ya había caído
en descrédito y era calificado con creciente frecuencia de enemigo de la democracia en
vez de su baluarte. Los demócratas radicales de las postrimerías del siglo xx conde-
naban el centralismo burocrático y el secretismo que envuelve la toma de decisiones
como distorsiones del proceso democrático, ya fueran con disfraz comunista o socialde-
mócrata. Ya no se consideraba a los partidos como vectores de la voluntad del pueblo
sino como instrumentos de manipulación, máquinas anónimas alejadas de las bases,
protegidas de modo que no tuvieran que responder ante el pueblo. A la luz de esta
desilusión, es importante comprender los propósitos democráticos que el modelo
socialista del partido debía tener en sus orígenes, y la mejor manera de hacerlo es exa-
minar las formas organizativas que existían antes del paso al parlamentarismo socia-
lista después del decenio de 1860.
Una de estas formas era la asociación de obreros locales. Después de sus comien-
zos entre los decenios de 1840 y 1860, los clubes obreros se convirtieron en la base
celular de los nuevos movimientos obreros nacionales, ya fuera bajo la forma de la
sección local del Partido Socialista en el norte y el centro de Europa o de la «cámara
del trabajo» sindical en el sur. Durante la primera mitad del siglo XIX, sin embargo, la
izquierda también se identificó con el espectáculo de la revolución, con las imágenes
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de barricadas, levantamientos populares, y el derrocamiento de monarquías. Así pues,


antes de que pudiera determinarse la importancia del partido para el socialismo, hubo
que enterrar un modelo más antiguo de transformación política,. a saber: la tradición
conspirativa asociada especialmellte con el infatigable revolucionarismo de Auguste
Blanqui. 11
Inspirado por el dramatismo de la fase más radical de la revolución francesa en
1792-1793, el blanquisrno concebía la revolución corno un acto ejemplar que provo-
cara un levantamiento general del pueblo, dirigido por una hermandad revolucionaria
secreta cuya dictadura aseguraría los resultados. Este pensamiento tenía su origen en
Gracchus Babeuf y su quijotesca «conspiración de los iguales», que pretendía salvar
el ímpetu radical de la Revolución Francesa en 1796. El legado de Babeuf se transmi-
tió luego por medio de su camarada superviviente, Filipo Buonarrotti, y de éste pasó a
Blanqui. 12 El «arte de la insurrección» floreció durante la fase más autoritaria de la Res-
tauración posterior a 1815 en Europa, cuyo clima de censura y represión obligaba a los
demócratas a recurrir a métodos conspiracionales. Blanqui personificaba en una di-
mensión única un ideal de abnegado heroísmo revolucionario e igualitarismo apasio-
nado y era también un optimista ascético y egocéntrico que consideraba que las masas
siempre estaban disponibles para la revolución si se sabía sacar partido del momento
propicio. Esta creencia parecieron confirmarla los grandes estallidos revolucionarios
de 1830 y 1848, que tan poco debieron a la preparación organizada. Sin embargo, el
fracaso del levantamiento de Blanqui en París en 1839 fue un veredicto mucho más
apropiado sobre su ideal conspirativo.
Lo que más destacaba del blanquismo era su carácter profundamente antidemo-
crático. El ideal conspirativo propugnaba la existencia de una élite pequeña y secreta
que actuara en nombre de una masa popular cuyo consenso debía organizarse de ma-
nera retroactiva por medio de la reeducación sistemática pero en la que no se podía
confiar mientras tanto. Lógicamente, los blanquistas se oponían a imponer el sufragio
universal hasta después de la revolución. Les aburría, cuando no les repelía, la polí-
tica democrática popular que surgió entre los decenios de 1830 y 1870, cuando la re-
presión que en un principio justificara los métodos conspirativos iba suavizándose
lenta y parcialmente. En contraste, Karl Marx y la tradición socialdemócrata nacida
en la década de 1860 repudiaban de forma decisiva las vanguardias conspiracionales
y sus fantasías de insurrección. La posible necesidad de la defensa armada de la revo-
lución frente a la violencia contrarrevolucionaria de la clase gobernante se dejó abierta.
Pero entre 1871y1917 el modelo dominante de política revolucionaria para los par-
tidos socialistas dependió de la promesa democrática de una irresistible mayoría
parlamentaria. La Comuna de París de 1871, que mostró tanto el heroísmo corno las
trágicas limitaciones de la anterior tradición insurrecciona!, se convirtió en la línea
divisoria clave. Su fracaso puso de manifiesto la necesidad de métodos democráticos
que fueran más allá del horizonte conspiracional. En lo sucesivo, el modo insurrec-
ciona! puro pasó a ser patrimonio de los anarquistas y Mihail Bakunin se convhiió
para ellos en la voz principal en este sentido. 13 Después de los debates decisivos de la
I Internacional en 1868-1872, que aseguraron la victoria de las perspectivas parlamen-
tarias en el seno de la izquierda, el blanquisrno perdió coherencia. Los métodos cons-
piracionales carecían de propósito en una época de sufrag1o popular, elecciones y
debates parlamentarios. El insurreccionismo perduró entre los anarquistas españoles
y renació en Europa durante la huelga general revolucionaria de los sindicalistas des-
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pués de 1900. Pero para los anarcosindicalistas, la fantasía insurrecciona! quedó di-
vorciada de sus anteriores preceptos conspiracionales. Un auténtico levantamiénto del
pueblo no necesitaba en modo alguno ser dirigido por líderes en este sentido. A los
anarquistas españoles les gusta decir que «los hombres fuertes no :q.ecesitan líderes».
De vez en cuando los métodos conspirativos volvían a salir a la superficie. El
anarquismo español siguió siendo su origen principal. La anarcosindicalista y líber~
!aria Confederación Nacional del Trabajo (CNT), formada en 1919, era lo contrario
de una burocracia sindical o máquina de partido con una dirección centralizada. Pero
no le iba a la zaga la clandestina Federación Anarquista Ibérica (FA!) formada en
1927, que era la quintaesencia del revolucionarismo elitista y conspirativo. Esta con-
tradicción entre la altisonante retórica libertaria, que inspiraba a los partidarios nor-
males y corrientes y les empujaba a Wla militancia que ponía en peligro su vida, y
el autoritarismo de las conspiraciones secretas que los mandaban a la muerte, fue el
legado principal de Mihail Bakunin. Esta clase de actividad daba fácilmente paso al
terrorismo. Sus tentaciones siguieron alcanzando la máxima fuerza en las épocas de
represión o derrota, cuando más reducidas eran las probabilidades de agitación públi-
ca: en la Rusia zarista a finales del decenio de 1870 y principios del de 1880, y de
nuevo en los primeros años del siglo xx, y en España, Francia e Italia en la década
de 1890. 14
El más perturbador de estos legados seguía siendo el vanguardismo, es decir, la
idea de que minorías de revolucionarios disciplinados, dotados de teorías sofisticadas
y de una virtud superior, podían prever la dirección de las esperanzas populares,
actuar decisivamente en su nombre y radicalizar con ello a las masas. Dadas las im-
perfecciones de la democracia y las complejas reciprocidades entre los líderes y sus
seguidores, esta convicción siguió siendo un problema recurrente de la organización
política en general, porque incluso en las más perfectas democracias procedimentales
los líderes disponían necesariamente de cierto grado de flexibilidad, al margen del
pueblo soberano. Por regla general, sin embargo, excepto cuando tenían que pasar a
la clandestinidad, los partidos socialistas y comunistas del siglo xx organizaban a sus
seguidores a gran escala por medio de sistemas de democracia procedimental, con-
currían a las elecciones, trabajaban por medio de parlamentos y gobiernos locales y
participaban en la esfera pública.
En este sentido de suma importancia, el constitucionalismo socialista se fundó
sobre las ruinas de la previa idea blanquista de cómo se hacían las revoluciones. La
innovación fundamental fue el modelo socialista del partido de masas que hacía cam-
paña abiertamente en busca de apoyo público y representación parlamentaria a escala
nacional, organizaba sus propios asuntos por medio de la democracia interna de míti-
nes, resoluciones, acuerdos de procedimiento y comités elegidos. Una innovación que
significó el avance democrático decisivo de los últimos cuatro decenios O.el siglo XIX.

SOCIALISMO: UTÓPICO Y DEMOCRÁTICO

Los otros precursores principales de los movimientos obreros que se constitu-


yeron después del decenio de 1860 fueron los socialistas utópicos, habitualmente
tratados con condescendencia y rechazados por la tradición posterior, desde los par-
lamentaristas y sindicalistas moderados hasta los socialdemócratas y los comunistas.
DEFINIENDO LA IZQUIERDA 31

Los marxistas en particular, siguiendo el ejemplo del tratado de Friedrich Engels


Socialismo utópico y socialismo cientifi.co, traducido y reimpreso repetidamente des-
de que apareció por primera vez en 1878-1880, consideraban a estos primeros expo-
nentes del socialismo como· filósofos ingenuos que captaban de manera inadecuada la
lógica socíal de la nueva era capitalista y, en el mejor de los casos, anticipaban algu-
nas cosas del «Socialismo científico» que Karl Marx desarrolló después del decenio
de 1840. 15 Se dio a entender que, al carecer de las amarras de una presencia obrera
«madura» en la sociedad, lo único que podían hacer pensadores como Claude Henri de
Saint-Simon, Franc;ois-Charles Fourier y Robert Owen era producir modelos visiona-
rios de una sociedad ideal que serían superados de forma inevitable por las realidades
de la lucha de clases y la acción colectiva de los futuros movimientos obreros.
Sus escritos -Cartas de un habitante de Ginebra (1802), de Saint-Simon, Teoría
de los cuatro movimientos (1808), de Fourier, y A New View ofSociety (1812-1816), de
Owen- reafirmaban este veredicto. En contraposición deliberada al cristianismo
organizado, centraban una nueva «ciencia del hombre» en la naturaleza humana, pro-
poniendo la cooperación social contra el egoísmo, el individualismo y la competencia
que imperaban a la sazón. Saint-Simon atribuyó centralidad racional y progresista
en la nueva sociedad a todos los que cumplían funciones productivas, desde los in-
dustriales a los científicos y los ingenieros, los profesionales y los peones. A falta de
aristócratas, reyes y sacerdotes, estos «industriales» sustituirían el privilegio, la com-
petencia y la pereza por la jerarquía funcional, el mutualismo y la productividad. Apo-
yándose en una psicología más compleja y extravagante, así como en una cosmología
a menudo estrafalaria, Fourier proyectaba comunidades independientes y minuciosa:-
rnente detalladas que mediante una trama de tareas y funciones complementarias ga-
rantizarían la felicidad de todos. Owen concibió sus fábricas de algodón de New
Lanark para demostrar los orígenes de la cooperación en saludables sistemas sociales,
incluidos generosos horarios y condiciones de trabajo, seguridad social, provisión
educacional, diversión racional y buenas vivíendas. 16
Las comunidades a pequeña escala que los utópicos escogieron corno medio, los
«falansterios» de Fourier y los «pueblos de cooperación» de Owen, no tenían ningu-
na relación con los movimientos obreros porque sus ideas se concibieron mucho antes
de que empezara la actividad política de la clase obrera y, de hecho, antes de que se
acuñara el término «socialista>> a finales del decenio de 1820 y comienzos del de 1830.
El socialismo utópico no contenía ninguna crítica de la economía capitalista y en
lugar de ello se centraba en asuntos religiosos y filosóficos: «La igualdad contra la
jerarquía, la uniformidad humana contra la diferenciación de los tipos humanos, la ra-
pidez de la transformación social, el propio interés o "devoción" (altruismo) como
móvil principal del progreso humano y socialista, la relación entre el socialismo y la
re1igión». 17 Concedía prioridad a la educación popular y pretendía revelar «el misterio
de la armonía social y la felicidad humana» por medio de los sistemas sociales idea-
les de sus comunidades. La religiosidad era «inherente a la estructura del primitivo
pensamiento socialista». Su enemigo principal era menos el Estado antidernocrático
o la estructura de la economía capitalista que la autoridad moral del cristianismo oficial.
«El criterio en que basaba su juicio era su conocimiento de la naturaleza verdadera del
hombre, el cual excluía el pecado original y las leyes y la coacción basadas en él.» 18
En vista de que la élite gobernante no se interesaba por sus teorías sobre la perfec-
tibilidad humana, Owen pasó el período 1824-1828 en Estados Unidos, donde pa-
32 UN MUNDO QUE GANAR

trocinó la comunidad modélica de New Harmony en Indiana corno parte de una serie
más amplia de experimentos comunitarios norteamericanos. 19 A raíz de esta iniciati-
va de Owen y de otras parecidas de los seguidores de Fourier y Saint-Simon, las ideas
utópicas alcanzaron notable difusión y formaron una reserva importantísima para los
movimientos obreros que ya empezaban a aparecer en la Europa occidental a comien-
zos del decenio de 1830. 2º La explosiva historia del Grand National Consolidated Tra-
de Union de Owen, que brilló durante un breve periodo en el agitado panorama polí-
tico de Gran Bretaña, fue especialmente notable. Con la propagación del movimiento
«Icaria» de Étienne Cabet en el decenio de 1840, así llamado por su novela utópica
Viaje a Icaria (1839), esta .cultura de socialismo o, corno preferian llamarla los se-
guidores de Cabet, «comunismo», había alcanzado gran difusión también en Francia,
especialmente entre los oficios artesanales que se estaban industrializando mediante
la utilización de mano de obra barata y sin preparación, tales como sastres y zapate-
ros.21 Por medio del fermento que vinculó la agitación reformista británica de 1829-
1832 con el carlismo y los levantamientos de los canuts (tejedores de seda) de Lyon
en 1831 y 1834 con la revolución de 1848, el lenguaje «Socialista» pasó ahora a defi-
nir un interés específicamente obrero. 22
En contraste con la democracia radical o con la futura tradición socialdemócrata,
el socialismo utópico suponía una retirada respecto del pensamiento de orientación
estatal sobre la democracia. Sin embargo, en la década de 1830 los seguidores de
Owen ya se habían convertido en parte integrante de las agitaciones radicales en Gran
Bretaña, como había ocurrido en Francia con sansimonianos corno Philippe Buchez
y Pierre Leroux. Además, después de su primitiva deuda con Babeuf, Cabe! aprendió
mucho del sindicalismo de Owen durante su exilio en Gran Bretaña en 1834-1839, y
después de regresar a París, su periódico Le Populaire ayudó a ensanchar el republi-
canismo francés y llevarlo hacia el socialismo. Tanto Cabe! corno Pierre-Joseph
Proudhon influyeron en el primitivo socialismo francés mucho más de lo que han
reconocido los historiadores, y formularon exigencias de acción gubernamental y
organización política nacional que contradecían el utopismo más ingenuo que con
frecuencia se les atribuía. En vez de abrazar el ideal comunitario a gran escala de
secesión de la sociedad competitiva existente y egoístamente individual, de hecho, los
políticos de clase obrera tenían contraída con Owen, Fourier y Saint-Simon una deuda
general mucho más indefinida: los ideales de «asociación», «mutualismo» y «coope-
ración»; la crítica racionalista y humanística de la sociedad burguesa; y el conven-
cimiento práctico de que los asuntos humanos podían ordenarse de manera diferente
y rnejor. 23
Los socialistas utópicos dejaron legados compensatorios para la democracia a plazo
más largo. Por un lado, es claro que se replegaron a formas apolíticas y con frecuen-
cia descabelladas de edificación experimental de comunidades, formas que dejaron
poca experiencia aprovechables por los movimientos obreros que trataban de organi-
zarse a escala nacional. Esta huida de la política y, de hecho, de la sociedad misma,
para refugiarse en pequeños enclaves comunales, simbolizados por el viaje transatlán-
tico al Nuevo Mundo, dejó un silencio sobre cómo debía llevarse a cabo políticamente
la transición a un nuevo tipo de sociedad.24 Los socialistas utópicos mostraron una
indiferencia parecida ante la economía política y los orígenes estructurales de la des-
igualdad entre las clases. Los socialdemócratas posteriores a la década de 1860 repu-
diaron explícitamente ambos aspectos del legado que recibieron.
DEFINIENDO LA IZQUIERDA 33

Por otro lado, el compromiso creativo con formas de cooperación a pequeña esca-
la basada en la comunidad, extendiéndose más ambiguamente hacia la democracia
participativa, dejó un legado mucho más positivo. En las ideas políticas de Louis
Blanc y otros radicales socialistas.durante la revolución de 1848, los ideales de «aso-
ciación» apoyaban exigencias concretas de cooper~tivas de productores y «talleres
sociales» que debía financiar el Estado francés, mientras que para los obreros del cen-
tro y el este de Europa en el decenio de 1860 los ideales cooperativos de autoayuda
colectiva fueron el más común de los primeros encuentros con el socialismo. 25 Las
ideas de la «emancipación del trabajo» indicaban deseos sencillos pero apasionados
de un mundo más justo, enmarcados a menudo por mitologías de una edad de oro
perdida, que en una crisis como 1848 podían sostener fácilmente la creencia en la
transformación revolucionaria. De forma parecida, el impulso favorable al autogo-
bierno, localizado anteriormente en los espacios fisicos de New Harmony y las otras
colonias utópicas, resurgió en la Comuna de París de 1871 bajo la forma de exigencia
revolucionaria más programática.
Lo más interesante de todo es que los utópicos practicaban una política de género
sumamente radical. Así, Fourier propugnaba la plena igualdad de las mujeres y los
hombres, las libertades sexuales y el desmantelamiento del matrimonio, al tiempo
que los seguidores de Owen atribuían la degradación moral del capitalismo («el con-
tagio del egoísmo y el amor a la dominación») a «la uniforme injusticia ... que prac-·
tica el hombre con la mujer» en la familia, que de este modo funcionaba como «centro
de dominación absoluta». 26 En efecto, a juicio de los seguidores de Owen, el «sistema
competitivo» no nacía sólo de los valores que inculcaban las fábricas, las iglesias y las
escuelas, sino también de la organización familiar de la vida personal: «El horno
oeconomicus, el individuo competitivo, atomizado, que se encontraba en el centro de
la cultura burguesa era fruto de un sistema patriarcal de relaciones psicosexuales». 27
Por tanto, cualquier forma nueva de vida requería un replanteamiento total de las rela-
ciones íntimas, con el fin de que la familia privatizada y sus opresivas leyes matrimo-
niales pudieran ser sustituidas por sistemas comunales de verdadera igualdad. Una
feminista seguidora de Owen arguyó que si la mutualidad se establecía tanto comu-
nalmente como entre los sexos, «entonces la mujer se encontraría en una posición en
la cual no vendería sus libertades y sus sentimientos más elevados». 28
Este feminismo primitivo se enunció en una época de resistencia generalizada a la
industria capitalista, cuando los socialistas podían imaginar que cabría salvar a la so-
ciedad rehaciendo el carácter humano en el molde de la cooperación. Pero si en el
decenio de 1830 era posible proyectar un espacio de reforma más allá del marco capi-
talista, en la segunda mitad del siglo XIX, corno dice Barbara Taylor, «había mucho
menos "fuera" al que in> y las organizaciones obreras aceptaban ahora la base dada de
la relación salarial. 29 Mientras tanto, el compromiso con la igualdad entre los sexos se
perdió. Las visiones de libertad sexual y alternativas de la familia patriarcal se lleva-
ron hasta los límites disidentes de los movimientos obreros. La forma de dirigirse a
las mujeres ya no era un programa feminista independiente sino tratándolas como
madres o trabajadoras en potencia. La anterior creencia en la igualdad sexual («los
nimios intereses del momento de las mujeres», como dijo la socialdemócrata alema-
na Clara Zetkin) se la tragó la lucha de clases. O, tal como exhortó Eleanor Marx en
1892: «Nos organizaremos no como "mujeres" sino como proletarias ... para noso-
tras no hay nada salvo el movimiento obrero». 3º
34 UN MUNDO QUE GANAR

Así pues, el socialismo utópico resultó lll1 momento de radicalismo excepcional


en el frente de los géneros, que no se recuperó hasta finales del siglo xx. Simultá-
neamente, la importancia que Owen y Fourier daban a la reforma moral fue posterior-
mente rechazada sin más por socialistas del siglo x1x; junto con su indiferencia ante
una política organizada nacionalmente de la lucha de clases, sus críticas de la familia
y la subordinación de las mujeres también fueron rechazados. En lo sucesivo, las
cuestiones relativas a la sexualidad, el matrimonio, la crianza de los hijos y la vida
personal se relegaron en gran parte a una esfera privada y alejada del territorio cen-
tral de la política. Dejaron de ser cuestiones principales de la estrategia socialista.

HACIA EL DECENIO DE 1860

Durante el siglo x1x, la izquierda forjó su independencia sobre todo por medio de
sus conflictos con el liberalismo. Los liberales se resistieron encarnizadamente a la
ciudadanía democrática. En la teoría liberal, el acceso a los derechos políticos reque-
ría la posesión de propiedades, educación y un atributo menos definible como era la
categoría moral: lo que Williarn Ewart Gladstone llamó «dominio de uno mismo,
autocontrol, respeto al orden, paciencia bajo el sufrimiento, confianza en la ley y con-
sideración a los superiores». 31 Desde Edrnund Burke y Alexis de Tocqueville a los
ideólogos y los practicantes del liberalismo durante su influencia más significativa en
los decenios de 1860 y 1870, incluidos los más generosos entre los radicales corno
John Stuart Mill, los liberales siempre despreciaron la capacidad cívica de las masas
y alcanzaron un crescendo de miedo durante las revoluciones de 1848 y la primera
oleada paneuropea de concesión al pueblo del derecho al voto en 1867-1871. En el
discurso liberal, «la democracia» era sinónimo del imperio de la chusma.
Por consiguiente, con variaciones de un país a otro, los movimientos obreros se
separaron de los liberales en el segundo tercio del siglo XIX. Del mismo modo que
dieron la espalda a la utopía cooperativista organizada localmente, los socialistas tam-
bién sustituyeron el individuo libre y soberano de los liberales por la soberanía popular.
A partir del decenio de 1860, cobró forma un constitucionalismo socialista que poco
tenía en común con los proyectos locales de autoadministración comunal que fueron
la primera inspiración del pensamiento socialista en una época anterior del siglo. Los
socialistas habían funcionado anteriormente como elementos secundarios en coali-
ciones que en términos generales eran liberales y ocasionalmente adquirieron mayor
prominencia gracias a las oportunidades radicalizadoras de una crisis revoluciona-
ria, corno en 1848-1849. También habían presionado a favor de formas intermedias de
cooperativismo de los productores con el respaldo de un gobierno reformista, entre
ellas talleres nacionales o un banco de crédito popular, que lindaban con los planes
más ambiciosos de Proudhon, Cabet y otros utópicos. Y, finalmente, también había
perdurado la tentación blanquista de conspiración revolucionaria.
En todos los sentidos, la década de 1860 resultó ser un intervalo decisivo. A par-
tir de entonces los socialistas de la mayor parte de Europa depositaron sus esperanzas
en un partido de democracia parlamentaria dirigido centralmente y asociado a un mo-
vimiento sindical organizado a escala nacional. Los argumentos a favor de esta clase
de movimiento se presentaron con buenos resultados en una serie de debates muy
reñidos que dominaron la izquierda europea desde comienzos de la década de 1860
DEFINIENDO LA IZQUIERDA 35

hasta mediados de 1870 y cuyo foro principal fue la Asociación Internacional de Tra-
bajadores o 1 Internacional, nuevo organismo coordinador creado en 1864 y disuelto
en 1876. 32 Además, el ascenso del modelo socialdemócrata fue favorecido de modo
decisivo por el creciente.predÓminio en Europa de constituciones parlamentarias
vinculadas al principio del Estado nacional, que recibió un impulso espectacular en el
decenio de 1860 como consecuencia de la unificación de Alemania y de Italia y las
agitaciones constituyentes más amplias de aquella década. Las oportunidades capaci-
tadoras del constitucionalismo liberal resultante afectaron de manera crucial al pro-
greso del modelo socialden1ócrata.
La política centralizada del constitucionalismo socialista se formó ahora durante
un periodo de cincuenta años dentro del marco de los partidos que empezaron a fun-
darse, país por país, en el decenio de 1870. Sin embargo, las culturas del socialismo
y la democracia necesitaron muchos cambios antes de que la socialdemocracia pudie-
ra imponerse plenamente. Entre las bases, el interés por el socialismo siguió hacien-
do mayor hincapié en la soberanía local de la acción democrática popular, indicando
aquel legado radical anterior que la socialdemocracia sólo lograba expresar parcial-
mente. Los movimientos populares de mediados del siglo XIX habían registrado unos
niveles excepcionales de politización y habían llevado el ímpetu de la izquierda
mucho más allá de sus fronteras habituales. En los pueblos y las ciudades pequeñas,
así como en las aglomeraciones urbanas mayores, los militantes luchaban con las
autoridades por la escolarización, el ocio, la religión y otros aspectos de la vida coti-
diana local. El cartismo británico fue el más impresionante de estos movimientos,
seguido de cerca por los radicalismos populares de 1848-1851 en Francia, donde los
clubes políticos y las corporaciones obreras alcanzaron elevadas cotas de activismo
en París y otras ciudades y los socialistas democráticos («democ-socs») estaban pre-
sentes en todos los pueblos. Equivalentes más localizados se encontraban en muchos
otros países también entre las décadas de 1840 y 1860. 33
¿Hasta qué punto podían captarse y cambiarse estas energías a efectos de la capa-
citación democrática de las nuevas sociedades capitalistas de Europa, a la vez como
recuerdos de la lucha popular y potenciales activos para un futuro que aún estaba por
imaginar? Éste era el desafio que afrontaban los nacientes movimientos socialistas
del último cuarto del siglo XIX.

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