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UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA EXPERIMENTAL LIBERTADOR


INSTITUTO UNIVERSITARIO PEDAGÓGICO DE CARACAS
DEPARTAMENTO DE MATEMÁTICA Y FÍSICA

EL CONCEPTO DE AUTONOMÍA
Y
LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA

ARCÁNGEL BECERRA NARANJO

Caracas, agosto de 2007


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A MANERA DE EXORDIO

Desde que nacemos la madre Naturaleza nos brinda gratuitamente una hermosa lección un
tanto perversa que pasa totalmente desapercibida ante nuestros ojos. Al engendrarnos y constituirnos
en embrión, brotamos desde el medio fértil y nutriente que nos da vida, siempre impulsados por la
fuerza autopoiética del programa genético que condiciona nuestra materialización biológica definitiva y
la pertenencia al género que nos distingue de las demás especies vivientes.

A medida que comenzamos a constituirnos biológicamente, vamos separándonos de ese


medio y adquiriendo progresivamente la estructura y forma que nos caracteriza y diferencia de los
demás seres vivientes.

Así continuamos durante cierto tiempo hasta llegar a un momento en el que se produce un
primer acto liberador: salimos del vientre materno hacia el exterior y al cortarnos el cordón umbilical
quedamos biológicamente libres, pero a merced de un nuevo medio que nos va a tratar sin
contemplaciones de ninguna especie, tal como sucede con todas las demás criaturas existentes. En
eso radica lo perverso: nos engendran, nos dan vida y después nos someten a las pruebas más duras
de la selección natural y social, quizás para ver si salimos bien o si en realidad vamos a servir para
algo entre nuestros congéneres mientras dure nuestra efímera existencia.

Luego, toda la herencia bio-evolutiva de los seres vivientes y de nuestra especie transcurre
fugazmente en un ciclo de traslación solar: un año, en el que el proceso de génesis recién pasado
vuelve nuevamente a repetirse, sólo que de otra manera, pero para advertirnos lo siguiente:

“Cierto, te liberaste una vez, pero aún no eres absolutamente libre, porque si
te abandona tu madre mediadora que te dio la luz, ni siquiera llegarás a
conocer el siguiente paso liberador y estarás condenado a desaparecer
inevitablemente. Por ello, tendrás que reproducir en carne propia durante un
tiempo la filogénesis animal de tu estirpe, arrastrándote incluso como tus
predecesores, hasta que tus potencialidades acumuladas irrumpan contra el
determinismo biológico de tu herencia evolutiva y en un nuevo acto de mayor
liberación, aún contra natura, en el que necesariamente debes intervenir, te
levantes con gran trabajo, te pares como un hombre y te erijas por sobre las
demás especies, si es que llegares a sobrevivir y sobresalir entre los tuyos
como individuo, persona y ciudadano. Será entonces cuando en definitiva
vuelvas a dar el último salto cuántico liberador: el salto inteligente, que habrá
de conducirte hasta el final de tus días, pues como nunca podrás liberarte
totalmente, terminarás regresando a mí, que fue el lugar desde donde saliste:
tu madre Tierra”.

Vemos, pues, muchas lecciones en esta breve, pero rica y esclarecedora historia. En primer
lugar, estamos ante una verdadera e irresoluble paradoja biológica: “Nos liberamos, pero jamás
seremos libres totalmente”. En segundo lugar, todo acto liberador, exige un esfuerzo propio: mucho
trabajo, es doloroso y traumático, no resultando siempre acertado o como se espera; siempre hay
resistencia a él. Y, en tercer lugar, dependemos siempre del medio y del exterior, ya sea a través de un
cordón umbilical, canales de comunicación o de recursos alimentarios y financieros, para poder
sobrevivir y funcionar, aún inteligentemente y contra natura, sino, tendríamos que alimentarnos de sí
mismos hasta agotarnos nosotros mismos y convertirnos en otros que ya no serían lo mismo que lo
que en un momento dado seamos nosotros.

Es, pues, éste el verdadero reto que nos presenta el tema de los cuales nos vamos a ocupar
en el presente escrito.
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INTRODUCCIÓN

Muchos autores sostienen que el lenguaje es una primera forma de conocimiento y la manera más
inmediata de representar al mundo. No en vano desde el inicio de nuestra misma existencia la forma
más común de empezar a conocerlo es atribuyéndole nombre a todas las cosas con que diariamente
nos topamos, incluso, los niños lo hacen de manera inconsciente. Pero ya se sabe que sólo con
denominaciones o nombres no se llega muy lejos, pues únicamente con ellos es imposible conocer al
mundo apropiadamente por lo complejo y dinámico que es. Para hacerlo se requiere de todo un
proceso cognitivo, cognoscitivo y lingüístico más rico y abarcador, vinculado con los procesos de
interpretación, conceptuación y conceptualización ideativa que se relaciona precisamente con las
ideas de aquellas cosas que se asocian con él.

Por ello, siempre habrá más palabras que conceptos y más matices posibles en un solo concepto de
los que puedan expresarse a través de una sola palabra. Así por ejemplo, la palabra fuerza que es
muy empleada entre nosotros tiene un origen muy antiguo y siempre tuvo muchas connotaciones
diversas; no nació con Newton, es anterior a él, aun cuando fue él quien finalmente la trabajó, precisó
y popularizó en forma conceptual y teórica; igualmente la palabra probabilidad es también anterior a
Kolmogorov y tuvo varias acepciones; la palabra evolución es muy anterior a Darwin; ambos las
conceptualizaron y teorizaron, y también las incorporaron exitosamente a las jergas de la comunidad
científica (Wagensberg, 1998).

También conviene hacer ver que hubo muchas palabras que inicialmente fueron promovidas por
figuras notables, las cuales en un principio pareció que podían tener un brillante futuro tanto en la
ciencia y la tecnología como en las humanidades; tal fue el caso de “ondícula” y “verifáctico”
(Margenau, 1970). Sin embargo con el transcurrir del tiempo, por no continuar trabajándose
conceptualmente no pasaron de ser meras denominaciones de cosas o ideas en desarrollo, que aun
cuando abrieron un vasto panorama de posibilidades cognoscitivas, sólo llegaron a generar chanza,
imprecisión, y hasta confusión; ello trajo como consecuencia que no pasaran de ser usadas de
manera semánticamente ornamental.

Cabe destacar que en la ciencia ocurre algo similar con cierta frecuencia. Muchas veces por razones
diversas los investigadores no le proporcionan el rango científico que debieran tener tales palabras,
por lo que en esos círculos se les ignora o se les rechaza, calificándoles subjetivamente de palabras
vacías o triviales. Es lo que también ha ocurrido, precisamente, con muchas otras palabras como
“progreso” y “libertad” (Wagensberg, 1998). Algo parecido podría estar ocurriéndole a los conceptos
de Autonomía y Currículo.

Finalmente, existe una creencia tácita sumamente difundida, pero que lamentablemente es falsa, la
cual está muy relacionada con lo que se quiere significar con determinadas palabras, así como
también con el poder mágico referencial que ellas poseen; incluso, es algo que se da hasta entre
intelectuales e investigadores muy destacados.

Dicha creencia consiste en que por el solo hecho de usar palabras o denominaciones de las ideas
que en alguna medida se asocian con algo que interesa y/o que se propone y se quiere decir, se
piensa que toda la gama de conexiones semánticas y referencias cognoscitivas asociadas a lo que
con ellas quiere expresarse en un momento dado, se activan automáticamente en el oyente o en los
interlocutores tan solo con pronunciarlas y oírlas, por lo que quien las dice tiene la tendencia a
CREER que al hacerlo retransmite al mismo tiempo todos los significados que le vienen a la mente o
que en su mente se asocian hasta inconscientemente, por lo que presume que pueden entenderse
dichas palabras tal como supuestamente las entienden sus pronunciadores. Caso similar ocurre
cuando en vez de pronunciarlas se da una definición provisional de ellas en forma oral o escrita. Al
final el efecto resultante es el mismo.

DESARROLLO TEMÁTICO

En este contexto conviene subrayar desde un principio que la palabra autonomía tampoco nació con
las Universidades, es muy anterior a ellas. Su evolución etimológica es más o menos la siguiente.
Primeramente, es un término que proviene del griego: ”αβτο“, que en este idioma significa: “por sí
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mismo”, y de “νομο“ que significa “ley”. Se tradujo luego al latín como autonomía, y allí se instauró
el significado que hoy todos conocemos: “gobernarse por sus leyes propias o por sí mismo”.

Se vinculaba entonces este concepto, por una parte, directamente con el gobierno e, implícitamente,
con el poder que con éste se asociaba. Mientras que por la otra, también estaba relacionado con el
ejercicio eleccionario democrático de autoridades.

Desde entonces se le han atribuido socio-lingüísticamente cinco acepciones: 1) como estado del
pueblo que goza de entera independencia política; 2) como condición del individuo que de nadie
depende en ciertos conceptos; 3) como potestad que dentro del Estado pueden gozar municipios,
provincias, regiones u otras entidades de él, para regir intereses peculiares de su vida interior
mediante normas y órganos de gobierno propio; 4) como capacidad máxima de un vehículo
marítimo, terrestre o aéreo para efectuar un recorrido ininterrumpido (DRAE); y 5) como una
propiedad de los sistemas funcionales autorganizadores y autopoiéticos, característica de los seres
vivientes y de los sistemas sociales funcionales multicomplejos y cibernéticos.

Las cuatro primeras acepciones ya son de uso común en el lenguaje natural; todas aparecen escritas
en el DRAE (1991), mientras que la quinta acepción es de data reciente, ya que apareció por vez
primera en los estudios de cibernética de los años 60 y 70. Todavía no ha sido incorporada al DRAE.
Sin embargo, en relación con esta última acepción es bueno advertir antes de considerarla, que ya en
la Medicina se usaba esta palabra con este mismo sentido, particularmente, en anatomía y fisiología,
en cuyas disciplinas se hablaba de: “autonomía de los elementos anatómicos que tienen la
propiedad, no sólo de distinguirse unos de otros, sino de disponer de una funcionalidad
propia, la cual no es capaz de ser sustituida por otros elementos” (Espasa-Calpe, 1962).

En efecto, cuando los estudios de cibernética y de los sistemas funcionales adquirieron, por sus
desarrollos teórico-metodológicos y sus comprobaciones tecno-experimentales, un sólido estatus de
conocimiento científico, puesto de manifiesto en los grandes aportes que se produjeron en la
ecología, sistemología, ecosistémica, biónica, robótica, inteligencia artificial, redes y sistemas
teleinformáticos, entre otros, dejaron bien claros muchos de los conceptos asociados a la teoría
general de sistemas que venían desarrollándose desde los años 20 del siglo próximo pasado.
Algunos de ellos fueron: “sistema”, “estructura”, “función”, “ámbito o entorno”, “propiedad emergente”,
“autonomía”, “autopoiesis”, “sinergia”, y otros.

Ahora bien, en relación con el concepto que aquí nos concierne: autonomía, se estableció que ésta
es una propiedad, básicamente funcional, merced la cual cierto tipo de sistemas puede llevar a cabo y
mantener un funcionamiento o desplazamiento independiente, dirigiéndose a sí mismos, en la
dirección de su desarrollo estructuro-funcional y de los procesos de adaptación al medio en que se
encuentren o se desenvuelvan, por lo que ella constituye un poder funcional sobre sí mismo y de
sí mismo, liberador, que se tiene en potencia y en espera de activación. Forma parte integrante del
grupo de propiedades conservativas de esos sistemas al igual que la homeóstasis, homeórresis y
homeokinesis (Waddington, 1976). Todas esas propiedades juntas proporcionan potencialidades y
capacidades de funcionamiento y actuación con las que los sistemas se adaptan, desarrollan,
evolucionan y progresan en la dirección incluso del auto perfeccionamiento.

Finalmente, estudios sistémicos, políticos e históricos posteriores, en otras direcciones de interés


cognoscitivo, permiten dejar bien claro que la autonomía en general, puede ser gubernativa,
organizativa, funcional, jurisdiccional, económica, académica, etc, y que nunca podría ser espacial ni
realmente alimentaria, vg. energética, material o informacional, ya que tarde o temprano se
desencadenarían procesos hacia el auto aislamiento soberano y en tanto sistemas tenderían hacia un
segregamiento y máximo estado de entropía; es decir, hacia un estado de equilibrio caótico, por
enclaustramiento o auto encerramiento, y consiguientemente hacia una disfuncionalidad mortal que
les consumiría en sí mismos.

ESENCIA CONCEPTUAL ASOCIADA

Conviene hacer ver también que en una primera aproximación conceptual interpretativa, en todos
esos casos aludidos el concepto de autonomía ha estado relacionado con otros tres términos del
lenguaje bien conocidos: libertad, independencia y gobierno. Es, precisa-mente con ellos, que se
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elabora el enunciado del contenido constitutivo que en esa primera aproximación semántica le define
de manera directa con toda la propiedad del caso. Ejemplo de ello viene a ser la siguiente definición:
“forma de gobierno propio por el que se goza de independencia política y funcional”.

Esto quiere hacer ver que si nos acogemos a lo que nos aporta a esta materia la cibernética y los
sistemas dinámicos, dependiendo del contexto o entorno en que se encuentre el ente o sistema
autónomo en consideración, se le condiciona la autonomía que le sea propia por los vínculos de
interdependencia que obligatoriamente se establecen entre esos tres atributos aludidos que le
expresan y el entorno circundante que le sea afín.

En otras palabras, nuevamente de la primera aproximación etimológica y semántica se infiere, que la


autonomía aun cuando le es de suyo la condición de independencia y libertad de gobierno y
funcionamiento, posee también una condición limitativa morfogenética previa, pues en alguna medida
la autonomía de cualquier ente viviente o artefacto humano o social, está supeditada y habrá de
depender justamente de ese entorno que le condiciona o apadrina, que le alimenta, financia o le es
afín, que le activa funcionalmente e incluso le permite sobrevivir y desarrollarse. Esto es
consecuencia de la 2ª ley de la termodinámica.

De modo que si en un caso extremo o ideal, a un sistema le fuera posible ser absolutamente libre e
independiente, entonces se convertiría o sería un objeto o sistema cerrado pretendidamente
autosuficiente, aislado de su entorno compatible, lo que vendría a significar que en caso de funcionar
quedaría bajo los efectos desestabilizadores de la 2ª ley de la termo-dinámica o del crecimiento
inevitable de su entropía interna y, finalmente, de la disfuncionalidad, equilibrio y desaparición. Por lo
tanto, aun cuando ser autónomo signifique gobernarse a sí mismo, de ello no debe inferirse que se
puede ser absolutamente libre como para hacer lo que se quiera, sino lo que realmente se pueda en
el marco de las restricciones que la propia esencia o naturaleza constitutiva impone al ente o sistema
en cuestión.

En una segunda aproximación semántica, el término autonomía se relaciona con los términos de
soberanía y autarquía, los cuales introducen socio-lingüísticamente nuevos matices significativos
que incluso hasta podrían distorsionar en sentido extremo el espíritu y sentido etimológico que se le
ha atribuido a dicho término. Recuérdese que Soberanía significa: “estado de autonomía máxima
en el que se tiene la autoridad suprema y absoluta independencia para el accionamiento
propio”. Y autarquía es una especie de “estado de autosuficiencia que permite bastarse a sí
mismo con absoluta independencia del entorno circundante” (DRAE, 1991).

Serían pues ambas, formas extremas de autonomía, cuyas consecuencias funcionales y de gobierno
tendrían implicaciones académicas y políticas enteramente nuevas, pero bien podrían orientarse en la
dirección de la anarquía y el caos. Es justamente lo que ha ocurrido con el “Laissez faire gerencial”,
tanto académico y administrativo como gremialista universitario, el cual ha prevalecido en la
universidad venezolana con la anuencia de sus Rectores y que en forma progresiva ha ido
convirtiéndose en un poder que quizás sin proponérselo ha propiciado la aparición de un estado de
relajamiento, adocenamiento y conformismo académico sumamente dañino. Así que “dejar pasar,
dejar hacer” también ha significado lisa y llanamente la admisión de prácticas, posturas y creencias
universitarias que poco a poco han conducido hasta la autarquía académica caótica, que se
observa en las cátedras y programas académicos de algunas universidades y que sin duda alguna,
después de la reforma argentina de Córdova, todavía pareciera convenirle, tanto a las autoridades
actuales como a muchos docentes y estudiantes, todo lo cual deja mucho que decir de un verdadero
sentir y espíritu universitario.

En fin, con todo esto se quiere significar que en la praxis social y comunicativa, de no ser cuidadosos
en términos semánticos y pragmáticos, al concebirse las cosas y al actuar descuidadamente en el
quehacer universitario cotidiano, podrían usarse estos dos términos, adosados de manera impropia,
ya que al hacerlo se entremezclarían dos niveles de interpretación diferentes y se confundirían uno
con otro, distorsionándose en consecuencia el significado originario de ambos términos. Podría
generarse entonces una confusión entre los significados de autonomía, soberanía y autarquía, al
creer que las tres palabras significan lo mismo y que al asumirse concepciones de cosas o ideas
relacionadas con ellas pueden sustituirse unas por otras sin alguna consecuencia conceptual,
académica y práctica.
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Por otra parte y en un sentido más esencial, desde la óptica de los sistemas funcionales, y de esto es
de lo que estamos hablando, la autonomía no es un atributo que se impone a algo o a alguien por
decisión técnica, voluntariosa, metodológica o ejecutiva, sino que en la práctica es una propiedad
funcional potenciada de un ente o algo que ya existe, y que posee una consideración particular cuyo
rasgo distintivo es ella misma, ya sea que se trate de un objeto, sistema, institución o un Estado
asociado. Por lo tanto, es una propiedad que se reconoce, activa y se dispone óptimamente
siempre con algún propósito individual, colectivo y social.

De modo que sólo tienen autonomía verdadera y pueden explotarla realmente aquellos entes o
sistemas que la poseen como una propiedad de suyo inmanente y que permanece en estado de
hibernación o congelamiento. Tal propiedad se descubre, reconoce y por supuesto al activarse se
pone en práctica: es lo que hacen y deben mejorar y perfeccionar los seres vivientes y los artefactos
inteligentes. Fue también lo que precisamente ocurrió en el caso de la Reforma Argentina de
Córdova, en la cual el reconocimiento público y la activación interna de la autonomía por las
Universidades, así como la aparición de la extensión universitaria, fueron unas de sus más insignes
pretensiones que no llegaron a materializarse completa-mente. No es pues la autonomía algo que se
imponga por pura y simple decisión unilateral o política de agentes externos, sino que es algo que se
tiene por poseer cualidades entitativas funcionales que en algún momento habrán de activarse y
ponerse en práctica por sí mismo.

De modo que la autonomía supone una vinculación genética con el ente o medio con el cual se
asocia; sea éste una institución, empresa, sistema o un Estado, por lo que si la Institución se concibe,
constituye, organiza y funciona como un sistema, entonces la autonomía será una propiedad distintiva
de dicho sistema o institución en todos los órdenes y sentidos. Otra cosa es el grado de disposición,
uso, manifestación y forma de reconocimiento de la autonomía por agentes o entes internos o
externos del sistema en cuestión, lo cual se condiciona por la especificidad del sistema y por su
funcionalidad misma.

Como también se expresó antes, ambos agentes están vinculados con la naturaleza y estados de
desarrollo de los sistemas o instituciones, además, con la forma de gobierno imperante en ellas, con
las decisiones que al respecto se tomen y con las posibilidades de explotación que pueda dársele a
través de sus miembros, componentes o partes constituyentes. Obviar esa cualidad distintiva propia
de los sistemas funcionales, es al mismo tiempo poner en duda la esencia y el reconocimiento de las
posibilidades constitutivas de él o de la institución que al menos en potencia la posee. Desconocer o
negar la autonomía a un sistema es someterlo entonces a un estado de DEPENDENCIA que lo
condena al congela-miento permanente, al conservadurismo y la autodestrucción, ya sea que lo
hagan instancias externas a él o, incluso, sus mismos miembros o componentes, por
desconocimiento de lo que ella misma es, porque o no quieren o no les conviene desarrollarse y
evolucionar, o simplemente, por desidia de sus directivos generales, entre los cuales sobresale el
Rector.

ESENCIA FUNCIONAL DE LA AUTONOMÍA

Resaltemos como un hecho digno de destacar que la autonomía fue la solución cibernética que la
naturaleza dio a los seres vivientes al someterles a los designios del crecimiento inevitable hacia la
entropía, hacia el desorden, la descomposición y el caos. Y tal como lo expresara Schrödinger en su
famoso opúsculo ¿QUÉ ES LA VIDA?, en cuanto a que se trata de “una lucha permanente contra
la entropía” (1962), la madre Naturaleza también les concedió a los organismos, como otros dones
divinos más, la auto generación, la autopoiesis y la auto organización (neguentropía),
propiedades éstas con la cuales muchas de las especies conocidas sortearon exitosamente hasta el
presente los embates de esas luchas constantes contra dicha entropía y se embarcaron en proyectos
simbióticos bioevolutivos, de cuyos resultados salimos nosotros mismos como especie viviente de
avanzada.

Por ello, la autonomía viene a ser una capacidad innata y al mismo tiempo un PODER LIBERADOR
SUBYACENTE para el desarrollo de las capacidades y potencialidades de los entes o sistemas
funcionales, que la poseen en estado de hibernación, la cual posibilita no sólo el autogobierno, sino
también la factibilidad de generarse, crear e inventar, pero sobre todo, de EXPERIMENTAR,
SOLUCIONAR Y AUTOPERFECCIONARSE ellos mismos. De allí que junto con la autopoiesis y la
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investigación o la actividad investigativa (resolución de problemas), se les puede considerar como tres
de las propiedades más extraordinarias que poseen los organismos vivientes y, mutatis mutandi, los
organismos e instituciones sociales.

ALGUNAS REFERENCIAS HISTÓRICAS DE APOYO A ESTOS PLANTEAMIENTOS

Es fácil percatarse de que el significado primigenio de autonomía fue reportado inicialmente por los
historiadores griegos, y desde entonces ha ido evolucionando semánticamente. Ya en su época
Tucídides y Jenofontes usaron este término “autonomoi” para designar a los Estados que se
gobernaban por sus propias leyes y que no estaban sometidos a ningún poder extranjero. Este
fue el real significado primigenio que prevaleció largo tiempo desde la antigüedad, el cual, como se
expuso antes, estuvo estrictamente conforme con el origen etimológico del término y fue
precisamente éste el significado originario que se le atribuyó a la palabra autonomía. De manera que
en este contexto originario dicho término equivalió a independencia de actuación y sólo podía
aplicarse a los Estados que realmente eran independientes; en otras palabras a Estados que de
ninguna forma dependían de otro Estado y mucho menos si dicho Estado era extranjero.

Con el transcurrir del tiempo aparecieron otras acepciones. Los romanos, por ejemplo, llamaban
autónomas a las ciudades que aunque sometidas por ellos, tenían el privilegio de votar por sí
mismas sus leyes y elegir sus magistrados. Historiadores de la edad media también reportaron datos
sobre lo concerniente a los “municipios autónomos”, los cuales se regían por fueros que otorgaban
los reyes y cuyo rasgo distintivo fue que no eran dictados por los mismos municipios. Así
apareció otra versión del término con lo cual se proporcionaba una acepción distinta de lo que desde
la antigüedad se entendía por autonomía. De manera ya entonces se estaba ante un “ente
institucional u organizacional” que podía dictar sus propias leyes y gobernarse por sí mismo,
pero que en la realidad no era ni podía ser totalmente independiente, como aparentemente sí se
establecía y que en la práctica, en el caso de los griegos, tampoco se cumplía.

Ya bien entrado el Medioevo, incluso en la época moderna, comenzó a ser común y hablarse de
“autonomía regional”, “autonomía municipal”, “autonomía de los poderes”, por lo que se afianzó
la acepción semántica anterior. Esto significaba simplemente que los organismos políticos e
instituciones a que se refiere la acepción actual de autonomía, en la práctica no poseían completa
libertad para “gobernarse por sí mismos”, resultaban pues interdependientes, puesto que por
consecuencia nacional, lo contrario podría significar el establecimiento de un Estado independiente
dentro del mismo Estado.

Con ello quiso significarse que en la versión actual de Autonomía está presente subyacente-mente el
reconocimiento de una forma de descentralización funcional más o menos amplia que da cabida a
una modalidad de desenvolvimiento autónomo vinculada con la constitución, gobierno y
funcionamiento de las instituciones. Por eso, todavía hoy en el derecho internacional se da el
nombre de Estados Autónomos, a aquellos que sin ser totalmente independientes gozan de gran
libertad en su gobierno y funcionamiento, pero en alguna medida dependen de otros Estados o
instancias superiores tal como “honoríficamente” sucede con los Estados Tributarios, Protectorados y
Colonias (Espasa-Calpe, 1961).

LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA EN ESTE CONTEXTO

Vale la pena destacar ahora muy fugazmente que la idea-palabra de UNIVERSIDAD, que se tiene en
la actualidad, tampoco es aquella misma que en un principio le dio origen en el siglo XII (Cárdenas,
2001), pues provino dicha idea 300 años a/c del macedonio Ptolomeo I en la ciudad de Alejandría.
Pesquisas al respecto nos permiten hacer ver cuáles fueron, aparentemente, algunos de los factores
que intervinieron en su nacimiento y conformación.

En primer lugar resalta un hecho de suma importancia. Las rivalidades y confrontaciones entre los
poderes establecidos antes de la edad media: el monárquico y el monástico-religioso, hacían muy
difícil el desarrollo colectivo del ejercicio intelectual independiente, sobre todo, en las escuelas de esa
época, cuyo ejercicio y conducción eran monopolizados dogmática y totalitariamente por el poder
monástico. En segundo lugar, estaba presente en ese ambiente un deseo indetenible de dar rienda
suelta a la imaginación creadora de quienes cultivaban dicho ejercicio sin la intromisión en ello de los
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poderes mencionados, aunado también a las ansias de saber de los sectores sociales que requerían
consolidar sus distinciones de clase. En tercer lugar estuvo, la necesidad de realizar una crítica
ilustrada y cuestionadora a los saberes aristotélicos existentes. Y en cuarto lugar, la realización de
prácticas que al convertirse en técnicas conducían al perfeccionamiento constante de los haceres
artesanales productivos existentes y, mucho después, a la formación de las profesiones universitarias
de carácter práctico e ingenieril.

Todo ello condujo a la conformación de uniones entre los sectores involucrados que se asociaron,
tanto para defenderse como para ejercer una presión social que posibilitara sus pretensiones,
destacándose las que formaron los estudiantes de ese entonces y que en conjunto culminaron en la
creación de corporaciones que, finalmente, devinieron en Universidades. Éstas, con el surgimiento
ulterior de los Estados-Nación, conformarían con la Religión y la institución militar, las
instituciones sociales más poderosas del pasado.

Historiadores e investigadores de esta problemática (Dirsay, 1933; Febres C, 1959; Díaz G, 1974;
Pinto J, 1974; García L, 1977; Navarro L, 1986; Leal, 1980; Delgado O, 1986; Pinto, 1990; UNESCO,
1998; Cárdenas, 2001, entre otros), nos reportan al respecto que las Universidades provienen en su
origen de las escuelas monacales y catedralicias; tales fueron los casos de la Universidad de París,
Bolonia, Montpellier, Oxford, Nápoles, Palermo y Salamanca en el siglo XII. Tanto unas como otras
tuvieron en común el hecho de que sus miembros compartían una vida comunitaria. El foco de
mayor agitación intelectual se encontraba en las organizaciones religiosas. Al igual que los monas-
terios y las abadías, al nacer, las universidades trataron de conservar su relativa independencia
institucional y funcional ante los reyes y nobles con quienes al principio se vinculaban (Pinto, 1990),
de esa manera se acogían a la acepción primigenia que dicho concepto inicialmente tuvo.

De modo que al crearse ellas, dos conceptos les distinguieron: comunidad corporativa e
independencia funcional (espíritu de gremio y sentido autónomo). Entonces, las regía un Abad o
Rector, quienes acogieron en su nueva organización e institución social la acepción semántica de
autonomía correspondiente a su época, la cual no era una autonomía plena en el amplio sentido del
término, sino más bien una especie de autonomía funcional tímida.

Por otra parte, recuérdese entonces que el saber universal y las grandes enseñanzas eran
atesorados por la iglesia casi por completo y, muy escasamente, por los reyes gobernantes. Eso fue
consecuencia de la revolución cristiana contra el politeísmo, con lo cual la iglesia se distinguiría
positivamente respecto de las demás religiones que se constituyeron antes del surgimiento de la
época moderna. Ambos: iglesia y monarquía, monopolizaban juntos el poder y el saber. Y no era
algo casual, por cuanto los saberes y enseñanzas que entonces se transmitían y retransmitían
estaban vinculados con la fe, la verdad divina y el poder dominante. Sobre los saberes y haceres que
monopolizaban ambos, no cabía admitir ninguna duda, ya que se consideraba que contenían las
verdades eternas e inobjetables, pues se trataba de las verdades de Dios y tanto el Papa de turno
como el Rey se consideraban los más cercanos a Dios y, por lo tanto, eran sus máximos repre-
sentantes en la Tierra; y como sabían tanto y tenían tanto poder y riqueza, eran pues “semi dioses”.

Les caracterizaba a aquellos saberes y prácticas instruccionales un apego obligatorio a la


CERTIDUMBRE COGNOSCITIVA y al ordenamiento social, ideológico y espiritual establecido. En
aquellas condiciones se producía abiertamente muy poco conocimiento nuevo, pues sólo se
interpretaban los ya existentes, valiéndose de los métodos de la exégesis y la hermenéutica, con el
agravante de que, a decir de ellos, sólo los Maestros clérigos conocían “correctamente“ el proceso
de interpretación de las sagradas enseñanzas, por lo que lo monopolizaban completamente y siempre
tenían ellos “la última palabra”.

En ese escenario de retransmisión e instrucción social, instituido a mutua conveniencia por religiosos
y monarcas, no tenían cabida la duda, la crítica, la investigación y la incertidumbre, todo era pues
certidumbre y verdad, sobre todo, si lo transmitían los clérigos y monarcas; es más, se combatía
enconadamente a quienes públicamente expresaran lo contrario y era castigado hasta con la muerte
(recuérdese el largo período de la herejía y la inquisición). De modo que la mayoría de las
enseñanzas que se transmitían por todos los medios existentes estaban controladas por la doctrina
teológica y posteriormente por el Derecho que monarcas y religiosos, con el apoyo de los políticos,
instituyeron entonces.
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Ambos, posiblemente sin proponérselo, constituyeron una auténtica simbiosis de poder sometedor,
que trascendió lo meramente educativo y, por afincarse principalmente en el manejo de toda la
riqueza existente en ese entonces: dioses, armas, bienes, territorios, la fuerza de trabajo, materiales,
productos, saberes, haceres, incluso, gentes y mentes, pueblos, lenguas y culturas, monopolizaron
todo y lo convirtieron en su coto particular, privado, obligando incluso a sus seguidores y no
seguidores a hipotecar el futuro de las demás personas y pueblos por siempre en contra por supuesto
de su propia voluntad. Afortunadamente las cosas no se desenvolvieron siempre así para la
humanidad, pero quedó grabada en ella, para siempre, el “encanto mágico” del coto privado
esclavizador, donde podía ejercerse un gobierno absoluto y monárquico, a sus anchas, y a costo del
sometimiento, manejo y dominio de los demás. Fue después éste, uno de esos tantos legados que
como herencia se transmitió a sus sucesores, entre los cuales terminó emergiendo y destacándose la
figura del rector universitario. Así se llegó al siglo XX.

Era pues sencillamente aquélla instrucción educativa que entonces se proporcionaba en esas
escuelas selectas, una forma de enseñanza totalmente doctrinaria, orientada al desarrollo del alma y
el espíritu, de la mente y el cuerpo, a la educación pura del hombre, para que se comportara como
ellos creían conveniente. Era, pues, el reinado del “humanismo religioso y monárquico” de entonces.
Por lo tanto, las primeras Universidades fueron primordialmente en su naturaleza instruccional, para
la retransmisión y reproducción de saberes condicionados, comprometidos y sometedores; es decir,
universidades docentes o para las enseñanzas que instituían y mantenían el estatus social
presente; tiempo después sólo se instituiría la formación instruccional a escala de profesiones
universitarias.

Cabe destacar, que aun cuando en los claustros de esas instituciones sí llegaban a desarrollarse
debates sobre controversias académicas diversas que en cierta forma daban paso, a la postre, a la
incorporación de nuevos conocimientos, básicamente en ellas se transmitían y retransmitían sólo las
enseñanzas reconocidas por los dos poderes mencionados. Era, pues, una docencia del estatus para
el estatus que, aun cuando no estuvieren de acuerdo con lo que estaba pasando, la proporcionaban
hasta los mismos docentes o Maestros de avanzada o disidentes en secreto. Cabe subrayar
entonces, que la investigación como actividad generadora de conocimientos o de tratamiento y
solución a problemas diversos, aspecto esencial distintivo futuro de las universidades, no existía ni se
le reconocía institucionalmente. Se sabía que se hacía, pero de ella se conocían los resultados sólo
cuando sus autores los presentaban y daban origen a una que otra controversia.

AUTONOMÍA ECONÓMICA

Al respecto es prudente advertir que al constituirse las Universidades, por lo común también nacían
apegadas tanto al poder eclesiástico como al monárquico, los cuales en la mayoría de los casos les
asignaban recursos para su sostén y mantenimiento, y estaban obligados a usar, administrar y
desarrollar probamente. En algunos casos se les asignaron contribuciones que no siempre fueron
regulares, por lo que se vieron siempre sometidas a dificultades económicas de toda índole. De allí
que sea prudente advertir que desde sus orígenes la Universidad se concibió para que funcionara, no
con recursos propios ni por sus propios medios, sino más bien, con dádivas, prebendas o subsidios
que de manera generosa o altruista le suministrarían sus estudiantes, los gobiernos o los ciudadanos
de la comunidad o el país (Estado) a que pertenecían. Por ello, sería siempre un enclave para el
apoyo y consolidación tanto de la institucionalidad académica existente como del estatus socio-
político presente. Recuérdese al respecto cómo surgieron y para qué se crearon el Museo y la
Biblioteca de Alejandría, los cuales fueron los referentes de partida reales para el nacimiento de todas
las primeras Universidades (Becerra, 2008).

Por ello, tanto desde un punto de vista conceptual como práctico, las universidades en general nunca
gozaron de una autonomía económica como tal, ni tampoco dispusieron de suficientes recursos
financieros para su sostenimiento. Siempre tuvieron dificultades económicas y siempre estuvieron
supeditadas al poder de su fundador, ya fuere eclesiástico, monárquico, republicano o político.

Aunque los estudiantes que las promovían pagaban por sus estudios, tampoco eso permitió un
autofinanciamiento suficiente para su buen funcionamiento, por lo cual ellas nunca llegaron a
autofinanciarse plenamente; dependieron en mucho de quienes en un principio las promovieron y
financiaron, así como de quienes por razones diversas dieron todo tipo de donaciones, las cuales
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sirvieron casi siempre para salir de apuros financieros que tenían. La única riqueza que en verdad
llegaron a atesorar e incrementar hasta mediados del siglo XX casi monopólicamente fue la
cognoscitiva: el conocimiento.

Así, pues, las universidades nunca se autofinanciaron, ni fueron totalmente independientes. Incluso,
aun cuando algunos de sus Rectores gobernantes eran electos, dependían en última instancia del
poder monárquico, eclesiástico o político que los apoyaba. Estos, más que rendir cuentas a sus
promotores, obedecían las indicaciones de ellos; quizás por eso, tan sólo lograron establecer cierta
“autonomía” académica y organizativa que se sustentaba, fundamentalmente, en su figura y prestigio
académico y en la obediencia al poder que las sostenía. Ni siquiera cuando se elegían las
autoridades, éstas resultaban tal como lo definía el proceso eleccionario. En muchos casos tenían
que enviarse duplas o ternas de candidatos para escoger al Rector Magnífico, quien a decir verdad
era otro monarca más en ese nuevo feudo académico institucional que insurgía y se consolidaría
hasta nuestros días.

En fin, subrayamos que ninguna universidad nació de manera absolutamente soberana, ni en lo


académico, ni en lo económico, ni constituyendo un Estado propio; tampoco con el transcurrir del
tiempo adquirió la condición de soberana y, mucho menos, de Estado dentro de un Estado. Siempre
tuvo que rendir cuentas a alguien: a algún gobierno, poder político, promotores o propietario
financista, y en última instancia a su comunidad institucional. Tan es así que, incluso hoy, cuando las
autoridades rinden cuenta, muy poca gente responde y asiste a esa convocatoria, pues poco valor se
le atribuye a tan importante cuestión.

EL APOSTOLADO RELIGIOSO DEL MAGISTERIO ACADÉMICO UNIVERSITARIO Y LA


ESENCIA PARADOJAL DE SU RAZÓN SOCIAL INSTITUCIONAL

Vale la pena hacer aquí dos acotaciones que en gran medida signan el carácter de lo que hasta ahora
han sido las Universidades y la verdadera esencia de su razón de ser. Se trata del espíritu que las
promovió y de su composición comunitaria.

En efecto, hay que reconocer que tanto las Universidades en sí mismas como “la gratuidad” que en
su seno tácitamente subyacía, fueron consecuencia derivada de la revolución religiosa que marcó el
paso del monoteísmo al politeísmo en las postrimerías de la antigüedad. Sin duda alguna las
Universidades como las concebimos hoy nacieron con el cristianismo, apegadas totalmente a sus
aspectos doctrinarios y enmarcadas en una formación profundamente religiosa, conservadora,
doctrinaria y ortodoxa.

También conviene hacer ver que uno de los rasgos resaltantes de dicha doctrina cristiana fue la
práctica de la misericordia expresada en un servicio al prójimo y fundado éste en el desprendimiento
de lo nuestro, ora por lástima, caridad, o por obra de la misericordia mis-ma. Con ello quiere
significarse que entonces se creía firmemente que al servir de manera desinteresada o gratuitamente
al prójimo, dar limosnas o hacer obras misericordiosas “se podía ganar el reino de los cielos”, lo cual,
según Pinto (1990), estaba inspirado en el salmo de Lucas: “16,9”, de acuerdo con el cual dijo Jesús:
“haceos amigos con las riquezas mal habidas, para que cuando os falten, se os reciba en las
moradas eternas”. Por eso, ayudar al otro para ganarse el cielo fue un precepto de inmensa
significación espiritual y social que inspiró a muchos en ese entonces; que por supuesto impulsó
decididamente el altruismo donativo de muchas figuras y personalidades, y que sin duda alguna
estaba impreso en el fervor humano del acto mismo de enseñar al prójimo y, por supuesto, de
ganarse el cielo.

De allí que mientras los griegos y romanos proporcionaron inicialmente a los suyos una educación
elitista y clasista, muy alejada de un verdadero ideal democrático, que dejaba a expensas de los
sacerdotes, sofistas y sabios el peso fuerte de la enseñanza, los cristianos enseñaban gratuitamente
a quien quería y les seguía sin discriminación alguna: “mientras más seguidores ganaban, tanto mejor
para ellos era y con mayor seguridad irían al cielo”. Así que mientras los griegos enseñaban más que
todo a los suyos, no a todos, ni a quien también quería, por el contrario, los cristianos sí lo hacían,
pero “de manera desprendida” y sin mayor interés que el de ayudar al otro para que también se
ganara el reino de Dios.
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De modo que la educación de entonces fue concebida por los cristianos de aquella época como una
“obra de misericordia al prójimo”, como un “curar a un enfermo” o “dar posada al peregrino”
(Pinto, 1990), pero para ganarse el reino de Dios. En fin, dar educación a alguien o a una institución
social significaba entonces dar limosnas en función de Dios. Esos fueron algunos de los aspectos
espirituales que motivaron lo que más tarde sería “una educación gratuita para todos”, es decir, una
educación basada en un supuesto “desprendimiento material” que se impartía a través de una
docencia apostólica, que no tenía ese sentido humanista que hasta ahora se ha pretendido hacer ver.
No obstante, cabe agregar aún que aunque fuera gratuita había que ver a quién beneficiaba
realmente tal gratuidad.

Cabe destacar aquí que muchos de los primeros docentes de esas universidades fueron clérigos en
monasterios, abadías, conventos y catedrales, debido a lo cual recibían algún modesto beneficio
eclesiástico con el cual vivir; además, algunos de ellos también estaban al servicio de los monarcas y
del poder local, por lo que podían ofrecer sus servicios gratuita-mente. Los demás docentes seglares
eran muy mal pagados, y cuando les pagaban era de manera tan irregular que se hizo prontamente
popular una expresión común muy conocida hoy entre nosotros que decía: “pasa más hambre que un
maestro de escuela” (Pinto, 1990).

Pareciera pues que esa identificación del magisterio como un acto de desprendimiento social;
repetimos, con que se ha querido siempre identificar y reconocer al Maestro, tiene orígenes más
religiosos y sociales que realmente humanos, académicos y revolucionarios, por lo que ya es hora de
darle el verdadero valor y reconocimiento social que desde siempre ha tenido. Y no se trata, por
supuesto, simplemente de “abrirle de par en par las puertas del cielo” a los Maestros (o de darle
becas, pases, bonos y hasta cesta-tickets), sino de retribuir como debe ser lo que en verdad se
merece su buen trabajo educativo, cultural, social y profesional, para bien suyo y de sus familiares,
incluso, de sus seguidores y correligionarios.

La otra acotación aludida está relacionada con los miembros que formaban parte de la comunidad,
universitaria, ya fueren ellos estudiantes o docentes. Los primeros, como se sabe, provenían de las
clases nobles, pudientes y privilegiadas, del clero mismo o eran funcionarios de los gobiernos locales.
Eran pues estudiantes muy diferentes de lo que hoy entendemos por tales; se trataba de nobles,
aristócratas, burgueses, comerciantes, terratenientes, etc., así como de sus hijos. La mayoría de ellos
podía costearse sus estudios y pagaba por los mismos. Muy pocos eran beneficiados por estipendios
o becas como lo entendemos hoy, ya que la mayoría de ellos contaba con sus propios recursos para
adquirirla. Nótese que ser educado entonces era una distinción de CLASE y lo que con ello perseguía
el ser instruido era consolidar y reafirmar la distinción de las clases sociales dominantes. De modo
que aquellos estudiantes sí contribuían directamente al financiamiento y sostenimiento de la
universidad y condicionaban lo que ella habría de ser y hacer, pero no para liberarse de su estado de
indefensión cognoscitiva y social como luego lo proclamarían ellos con el correr del tiempo, sino para
mantener el estatus social existente. Por eso, en ese entonces, sí podía sostenerse que
económicamente los estudiantes eran la esencia de la Universidad. En gran medida la
Universidad era sostenida por ellos.

Se trataba entonces de una educación profundamente elitista, clasista y personalista, que perseguía
instruir a quien, por una parte, buscaba educación para simplemente ser instruido y consolidar las
distinciones de clases, incluso entre los miembros de las mismas clases, sobre todo, para distinguirse
del pueblo, la plebe, de incultos e ignorantes. Tal educación se basaba en una docencia que
únicamente impartía saberes para la distinción y reafirmación de las clases existentes, no para ser
profesionales como lo entendemos hoy; a ello se llegaría un poco más tarde.

También era una educación que se constituía en un espacio propio en el que tanto docentes como
estudiantes debían sentirse seguros de que nadie ni nada les interrumpiera lo que estuvieren
haciendo, ni les amenazare con desalojarles de allí; espacio que se convertiría en un refugio o
recinto seguro, con un funcionamiento “autónomo” (incluso pretendidamente soberano), en donde
pudieren expresarse como mejor les conviniera e igualmente hacer lo que para sus propósitos se
requiriese sin sentirse amenazados por los poderes existentes. Ellos eran entonces la familia, el clero
y la monarquía. Se trataba pues de un verdadero campus universitario de protección física,
académica y social. De allí derivó el que aquellas fueran Universidades al servicio, tanto de los que
las promovían como de lo que allí se hacía, y por supuesto, de las clases gobernantes; no
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precisamente de la sociedad, ni de las mayorías, mucho menos del pueblo. Por lo tanto, eran
Universidades clasistas y elitistas, para las clases y el “estatus quo” existente.

En fin, el compromiso de aquellos estudiantes con la universidad iba más allá del mero acto de
estudiar e instruirse, había que también apropiarse de un recinto institucional para supuestamente
poder realizarse como persona, ya sea que fuere estudiante o docente, así como protegerse de todos
los poderes existentes, incluyendo el familiar, por lo que tácitamente llegó a establecerse entre ellos y
la Universidad una fuerte relación de vinculación maternal y, por eso fue que desde entonces se le
consideró como su “Alma Mater”.

Ahora bien, de lo hasta aquí expuesto es posible inferir dos cuestiones se suma importancia. Una
primera que se refiere al origen de el aludido “desprendimiento apostólico” con el que se ha querido
identificar la tradicional acción magisterial del docente y en la que todavía ciertos sectores dizque
revolucionarios, incluso profundamente anti religiosos, intentaron (Reforma de Córdova) e intentan
mantener todavía en el presente la docencia como un servicio religioso, desprovisto del necesario
interés por el pago de una justa remuneración salarial, distinguiéndole así, hoy ingenuamente, de
otras profesiones o servicios que sí mostraron desde sus mismos inicios el debido interés por las
retribuciones y beneficios económicos que profesionalmente les correspondía. Y la otra cuestión se
refiere, tanto a las búsquedas y cuestionamientos de las verdades existentes por los sabios-docentes
y pensadores de ese entonces, como a la creación de los nuevos saberes que extenderían los
horizontes del progreso intelectual conocido y a las enseñanzas que se impartían a los estudiantes,
más que todo, con el objeto de preservar, por necesidades de sobre vivencia intelectual, el estatus
cognoscitivo, religioso y social existente.

Recuérdese, que por el dogmatismo religioso imperante en aquella época, las posturas que los
docentes de entonces tenían ante las certidumbres y verdades admitidas eran unas, mientras que
ante el contenido de las enseñanzas que debían transmitirse públicamente a los estudiantes de las
universidades por las vías de los famosos “trivium y cuatrivium”, eran otras. Su conducta real
resultaba, al final, sumamente paradojal.

Así que mientras en un caso trataban de liberarse de los sometimientos cognoscitivos e intelectuales
presentes, porque no les convencían, en el otro, sus discursos académicos dejaban traslucir
doblemente que también trataban de preservar los ordenamientos sociales existentes (Quizás por
instinto de conservación). En cualquiera de los dos casos reconocemos que tanto el estado de
sometimiento como el deseo de liberación se dejaban sentir simultáneamente de algún modo.

LA RAZÓN DE SER DE LA UNIVERSIDAD

Así pues, si la universidad posee en su seno un poder liberador entonces su máxima razón de ser
es en alguna medida LIBERAR, mediante el estudio sistemático y consistente a quien por alguna
razón se encuentre en ella estudiando o trabajando, aun sometido a alguien o en estado de
dependencia de algo: liberarle del desconocimiento, la impreparación, la incultura, la insatisfacción y
de cualquier tipo de yugo que impida la libre búsqueda de la verdad, su realización y el auto
perfeccionamiento como persona, profesional y ser social. Y ello, repetimos, a través de un proceso
personal de ESTUDIO, verdaderamente liberador, no sólo de puras enseñanzas ciertas, que le
retransmitían los docentes y que en definitiva no es más que un PODER CONOCEDOR LIMITADO a
una determinada función reproductiva y retransmisiva. Igualmente, liberar de cualquier dificultad o
problema a quien se encuentre en estado de sometimiento o condicionamiento e impida el
desenvolvimiento o la funcionalidad, desarrollo y perfeccionamiento de él, a través de un estudio
perfectible metódicamente, que no es más que activar el poder del proceso de la investigación que
en ella debe efectuarse.

En tal sentido, en la actualidad se considera que la Universidad es una INSTITUCIÓN SOCIAL para
estudiar, formar profesionales, investigar, producir conocimientos y dar respuestas a
requerimientos de la sociedad. Derivado de ello, hacer las funciones de docencia, investigación,
producción y extensión; no, pues, únicamente hacer docencia, es decir, para sólo enseñar, atender
y formar a estudiantes en puras certidumbres repetitivas como siempre se ha hecho desde su
fundación, sino para otras más funciones.
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Nótese que fue la Universidad Alemana, en el siglo IXX y en la figura de W. Humboldt, que por vez
primera esto se reconoció abiertamente; es decir, sólo setecientos años después fue cuando se
incorporó la investigación como una función ESENCIAL de ella. Un poco más tarde, tanto Inglaterra
como los Estados Unidos, darían cabida y reconocimiento institucional a la producción como otra
función esencial de la Universidad. Y, finalmente, como un clamor de los sectores estudiantiles
revolucionarios y populistas, se incorporó públicamente en el siglo XX, a partir de la Reforma de
Córdova, la extensión como otra función esencial de la Universidad. Cabe añadir que a la producción
se le imputaría un poder industriador explotable, mientras que a la extensión un poder proyectivo
distribuidor pertinente y social de saberes-haceres y bienes comunes hacia el entorno
productivo y social.

Advirtamos aquí que aun cuando la Universidad fue promovida inicialmente y al mismo tiempo por
docentes y estudiantes de aquella época, ninguno de los dos pudo ni puede atribuirse hoy
unilateralmente la única razón de ser de ella, por cuanto los primeros, no obstante considerarse en
el mejor de los casos, “eternos estudiantes”, tanto el ejercicio del magisterio escolástico tradicional
como la praxis docente rutinaria, los absorbió completa-mente, olvidándose incluso hasta el presente,
de estudiar y conocer con propiedad lo que en efecto significaba ESTUDIAR. Con mucha mayor
razón se olvidarían entonces de lo que significaba INVESTIGAR y de conocer el poder resolvedor
que ella siempre ha contenido. Peor aún resultaría el olvido y descuido de las funciones de
producción y extensión que también les competía conocer y activar. Pareciera más bien, que desde
el mismo inicio de la Universidad nunca sus conductores han tenido bien claro cuáles son las
funciones reales de la Universidad, ni qué es lo que están obligados a hacer los académicos en ella y
con ella.

Conviene hacer ver también que hoy día es necesario que el estudiantado de las Universidades
establezca claramente cuál es su actual condición y razón de ser, por cuanto sin duda alguna, han
cambiado desde entonces, y son los menos que se han dado cuenta de que la Universidad, desde
sus mismos orígenes, es en su esencia una institución social profundamente SELECTIVA, ELITISTA
Y CLASISTA. Pero además, es también suma-mente paradojal, por cuanto que así como sigue
siendo hoy una fábrica de tipos o clases de profesionales, les proporciona un poder intelectual que
les permite incluso liberarse de su misma condición de clase profesional. Es lo que se logra con la
práctica y el desarrollo de la intra, ínter, multi y transdisciplinariedad del saber y del hacer actual.

En fin, la autonomía así concebida es una suma de poderes que en su seno encierra, pero que deben
liberarse y desarrollarse a través de actuaciones inteligentes de quienes tengan que ver con ella en el
marco de sus estipulaciones personales e institucionales. De modo que ni los estudiantes de
entonces, ni los de ahora, pueden considerarse como la única razón de ser de la Universidad, por
cuanto junto con el conocimiento que se usa, crea y produce en la Universidad, incluso para
instruirles a ellos mismos, son en realidad los dos componentes esenciales de trabajo en la
Universidad, con la particularidad de que el trabajo con los estudiantes es para proporcionarles todos
los recursos y condiciones, para que ellos liberen por sí mismos SU PROPIA AUTONOMÍA
PERSONAL, PROFESIONAL y SOCIAL en un verdadero proceso individual de estudio que no sea
una pura reproducción y retransmisión de enseñanzas impartidas repetitivamente por sus maestros y
profesores.

Como consecuencia de ello, tras adquirir los poderes que la autonomía confiere, si se quiere algo
cambiar deberán convertirse ellos en verdaderos agentes de actuación y de cambio social. Sólo así
la autonomía universitaria les llegaría plenamente a ellos y la Universidad habrá cumplido su
propósito social de mayor relevancia: “hacer a sus egresados plenamente libres, mediante un
traspaso de poderes, para que asuman responsablemente todas las consecuencias que
deparen sus actuaciones profesionales y sociales”.

INTERPRETACIÓN Y USO TRADICIONAL DE LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA

No obstante que las Universidades nacieron imbuidas de un profundo espíritu de autonomía plena, el
cual en su esencia potenciaba desde un principio inmensas posibilidades de liberación intelectual y
productiva, en la práctica la poca que han llegado a tener realmente la han conquistado sus docentes
y estudiantes, luchando, tanto contra los poderes establecidos de la iglesia, las monarquías y el poder
político, como contra las autoridades de las universidades mismas, quienes temprano o tarde
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terminaban convirtiéndose en prolongaciones de esos poderes, los cuales se extendían y


reinstauraban a su modo en su interior.

No fue, pues, unánimemente admitida en un principio la interpretación y conocimiento de lo que en


esencia significaba la autonomía universitaria. La mentalidad dependentista y servil de la época,
aunado al conservadurismo doctrinario existente, mas las formas históricas vigentes de dominación
social, fijaron contundentemente una visión y concepción estrechas de lo que otrora se entendía por
autonomía universitaria. Mal podrían entonces los universitarios de aquella época imprimirle a sus
instituciones la esencia y el sentido de lo que en su seno potenciaba esta propiedad funcional innata
de los sistemas funcionales.

De manera que todo parecía reducirse a constituir una institución que permitiera al sector intelectual
de ese entonces tener un espacio propio en el que pudieran llevarse a cabo actividades intelectuales
autónomas, a gusto, sin la intromisión arbitraria o política de quienes ostentaban el poder, es decir,
sin tutela alguna. Así, inspirándose en el pasado lejano de la autonomía y democracia griega,
compartían aquellos promotores el deseo de elegir su forma de gobierno, sus autoridades, el tipo de
organización y de funcionamiento que creían conveniente y llegaban hasta fijar el contenido de las
enseñanzas que transmitirían y retransmitirían a quienes serían sus estudiantes y servidores.

No cabe duda hoy de que en los comienzos del renacimiento se había creado en el seno de las
propias escuelas monacales y catedralicias una casta influyente de individuos pensado-res,
inconformes, curiosos, inquietos y emprendedores, incluso de gran reconocimiento, que se sentía
asfixiada en aquellos medios de ignorancia, ocultismo, costumbrismo, continuismo clasista,
servilismo, minusvaloración social y poder desmedido; que buscaba sus propios espacios y clamaba
a gritos independencia de pensamiento, de comunicación y de actuación intelectual; que perseguía
intensamente profundos deseos de todo tipo de liberación. Por ello, estudiantes y docentes
terminaron juntos asociándose en corporaciones que como se dijo devinieron finalmente en
Universidades y, más tarde, en gremios de ellas.

Sin embargo, el deseo de hacer algo propio, diferente y de manera independiente, no duró mucho,
por cuanto las formas de gobierno y los procesos eleccionarios de las autoridades universitarias poco
a poco tendían a mantener y copiar la forma presente de gobierno que las cobijaba, formándose en
muchos casos asociaciones o alianzas que desdecían de la condición de autonomía que
supuestamente tenían y defendían.

Por eso, los gobiernos y el funcionamiento de las Universidades muy poco o nada se distinguieron de
los gobiernos y del funcionamiento de los Estados-Nación en que se encontraban. Ambos iban
paralelos: una al lado del otro. Ambos llegarían a ser el reflejo del otro. La autonomía se redujo así, a
“llegar al poder” por elecciones incluso, para reproducir feudos y monarquías en la figura de un
Rector, quien por lo común, aun siendo una “eminencia intelectual”, sabio o doctor, muy poco se dio
cuenta de lo que estaba dirigiendo “autónomamente”, mucho menos, de las inmensas potencialidades
liberadoras que la institución tenía en su haber. Fue pues aquella, una autonomía monárquica del
Rector.

Eso sí, como todo buen monarca, dicho Rector disfrutaba a gusto de las prebendas que el poder
universitario le proporcionaba tanto en lo académico como en lo social. Se olvidó o no quiso seguir
desarrollando y democratizando la autonomía universitaria, pues al igual que todos los buenos
monarcas se dio cuenta a tiempo de que eso también significaría disminución progresiva del propio
poder que representativamente ostentaba. En algunos casos trató de extender su poder como el
Papa: hasta los últimos momentos de su vida (hasta su jubilación); últimamente, simplemente, lo
hacen para salir con una jugosa prima o bonificación que no siempre está meritoriamente justificada.

En estos términos se consideró que fue suficiente para la Universidad, la sola liberación y el
desenvolvimiento autónomo del Rector. Se obvió entonces que de ser justos con la democracia que
en ella subyacía, la autonomía podía y debía extenderse a todos los sectores e instancias de la
comunidad universitaria: estudiantes, docentes, demás miembros administrativos y obreros de la
comunidad; y no únicamente al Rector, junto a los gremios de la Universidad.
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Se trataba entonces, de una autonomía falaz y conveniente que, hasta sin darnos cuenta, se
supeditaba íntegramente a los designios del Rector o de los grupos de poder o cofradías que detrás
de él estaban, no de la institución universitaria como tal. Era, pues, una autonomía en que la
Universidad, en tanto institución académica, lamentablemente muy poco aprendió y menos creció en
autonomía, gobierno propio e inteligencia colectivo-institucional. Por supuesto, fue una autonomía que
nunca llegó a democratizarse debidamente. A lo sumo produjo mejoras y cambios en lo organizativo,
administrativo y en lo académico, sobre todo, por las presiones del progreso mismo que por vía de la
investigación pública y clandestina hacían en ella pensadores universitarios sumamente destacados.
Así pues, en muchas universidades, la autonomía quedó prácticamente estancada en su concepción
medieval, incluso, hasta nuestros días.

ALGUNOS ASPECTOS DE LA AUTONOMÍA EN LA UNIVERSIDAD VENEZOLANA

Hablar de autonomía universitaria en nuestro país equivale a hablar de la autonomía que ha tenido la
Universidad Central de Venezuela desde su fundación por la monarquía española, la cual distaba
mucho, por cierto, de la que tenía por ejemplo, la Universidad de Salamanca (Pinto, 1991; Leal,
1998). De modo que en lo que concierne a la autonomía, las universidades que se crearon después,
incluso en el período republicano, en muy poco se distinguieron de lo expuesto en el aparte anterior,
incluyendo a la propia Universidad Central.

La autonomía que entonces supuestamente le distinguía hasta la llegada de la independencia misma,


incluyendo nuevamente a la Universidad Central, (otrora Universidad Pontificia de Caracas), en casi
nada se distinguía de la que caracterizaba a las universidades que le precedían en otros países. Los
vicios rectorales, directivos y de servilismo colectivo, así como las virtudes académicas que les
caracterizaban eran prácticamente las mismos en la mayoría de esas instituciones.

Cabe destacar muy a propósito como un hecho curioso tradicional, que puso en evidencia en
nuestros lares una vieja práctica viciosa monacal, propia de las universidades antiguas, que en
nombre de la autonomía universitaria mal entendida, nuestra respetable UCV también pretendió
arrogarse, más de una vez, el derecho monopólico (?), a dictaminar todo lo que concernía y se
relacionaba con lo universitario y el surgimiento de nuevas universidades. Muchos de quienes le
rectoraron intervinieron muy mezquinamente en el surgimiento, formación y autonomía de las
siguientes universidades venezolanas. Tal fue el caso de la de la Universidad de Mérida, del Instituto
Pedagógico de Caracas y de la Universidad Simón Bolívar. Hasta mediados del siglo XX siempre
estuvieron presentes en los nacimientos de nuevas universidades, como herencia del pasado
medieval eclesiástico, fuerzas reaccionarias opositoras internas en las universidades ya consolidadas,
que los obstaculizaban e incluso impedían, pues a decir de ellos, eran quienes únicamente sabían de
universidades. Al final se imponía la sensatez y el verdadero espíritu universitario de quienes
intervenían en tales casos.

EL INICIO BOLIVARIANO DE LA UNIVERSIDAD REPUBLICANA

Ahora bien, en este aparte debe destacarse, retrospectivamente, que en 1819 en la Constitución de
Angostura, Simón Bolívar con el apoyo de sus asesores ilustrados y universitarios, pues era de
suponer que de universidades Bolívar sabía muy poco o nada, pues que se sepa nunca estudió en
alguna, sentó las bases constitucionales para un primer gran cambio en la Educación y en la
universidad venezolana. Allí indicó claramente que “la educación era tan superimportante, que el
Estado debía prestarle todo su apoyo, pero que no podía quedar en sus manos solamente, por lo que
debía ser una tarea y responsabilidad de toda la comunidad nacional” (Pinto, 1990: 165). Siempre que
lo consideró necesario solicitó a las autoridades de las universidades de aquellos países que liberó
del yugo español, que ellas mismas elaborasen sus propios estatutos para que se dirigiesen a sí
mismas, tal como le debieron sugerir sus aludidos asesores, algunos de quienes sí fueron
universitarios.

Así, en el caso de nuestro país, en 1827, firmó dos documentos que concernían a la elección de las
autoridades, mejor dicho, del Rector; selección del personal, comportamiento interno de los miembros
y especificó, además, la dotación de fincas y rentas que se le otorgaba a ella para su sostenimiento.
No precisó entonces el Libertador nada concerniente a la autonomía universitaria. Es de suponer que
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entonces se asumían tácitamente los derechos que sobre esta materia ya tenía la Universidad
Pontificia de Caracas.

A medida que fueron sucediéndose los gobiernos hasta el presente, se mantuvo esta situación casi
intacta, con el atenuante de que, las comunidades internas de las universidades venezolanas,
incluyendo por supuesto las de las universidades creadas en el siglo XX, bajo las influencias de
movimientos democratizadores de algunas universidades del exterior, como fue el caso de la reforma
de Córdoba, y con el contubernio perverso de un movimiento gremialista anti-institucional, le llegaron
atribuir a la autonomía universitaria el carácter de independencia plena, es decir, independencia en
todos los sentidos, incluyendo la financiera, presentándose entonces una situación nueva muy
singular, por cuanto la concepción y significado de autonomía que ahora se admitía, tendía a pendular
entre una autonomía soberana y una autonomía marcadamente autárquica.

Es decir, una autonomía que pretendía convertir a la Universidad en un Estado dentro del Estado y
una autonomía en la que sus comunidades gremiales, aun estando constituidas por “académicos”,
le quitaban el protagonismo universitario a las comunidades auténtica-mente académicas y lo
sustituían por el poder político-gremialista-partidista. Desde entonces, han estado haciendo lo que les
viene en gana con la anuencia tácita o en contubernio con las autoridades rectorales o con el
gobierno nacional de turno.

En este sentido en necesario subrayar que es sumamente triste lo que en materia de creación o
transformación de las universidades pasa actualmente en nuestras comunidades “académicas”
venezolanas, las cuales parecieran más que comunidades auténticamente académicas, comunidades
militares, por cuanto se siente un silencio cómplice y subordinativo en el que no se comenta, critica o
cuestiona lo que está pasando, ni siquiera de manera positiva, sino que se ejecuta una orden
(Rectoral) presidencial de carácter general y nacional, por lo que eso pareciera convenirle de alguna
manera a “todos” los universitarios del país.

Es, pues, para nosotros, completamente absurdo, por ejemplo, que de un “simple plumazo” y con la
anuencia de un Ministro de Educación Universitario, se conviertan todos los Colegios e Institutos
universitarios, que en la práctica funcionan como liceos y técnicas, en nuevas universidades, pues en
ellos no se hace investigación ni se le reconoce institucionalmente, menos se hace producción y muy
poca extensión. Tan sólo, lo que primordialmente en ellos se hace es docencia repetitiva y
retransmisiva para graduar a quienes en ellos se inscriben. Son, pues, “fábricas de profesionales
técnicos superiores titulados en serie”.

LA AUTONOMÍA EN LAS TRANSFORMACIONES UNIVERSITARIAS LATINO-


AMERICANAS

Aquí hay que destacar que el siglo XX fue testigo de tres grandes transformaciones que se dieron en
nuestras universidades (UNESCO, 98; Kliksberg, 2002; Márquez, 2003; Rama, 2003), inspiradas
todas en las profundas transformaciones universitarias que en el siglo XIX ya se habían dado en las
universidades de los países más desarrollados de Europa y América. Primeramente, hubo una
reforma general: la reforma de Córdova de los años 1918-1920. Ésta tuvo como hechos resaltantes la
negación definitiva del poder monárquico y monástico en la Universidad latinoamericana y el
reconocimiento y asunción de la autonomía como algo vital para la consolidación, funcionamiento y
desarrollo de nuestras universidades. Fue pues un gran movimiento que provino desde el interior de
la comunidad universitaria, para igualmente denunciar la distorsión y esencia de la Universidad al ser
convertida en: “refugio secular de mediocres, renta de los ignorantes, hospitalización segura de
los inválidos, y el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de sensibilizar, hallaron la
cátedra que las dictara” (Manifiesto estudiantil de la Juventud Argentina de Córdova a los Hombres
libres de Sudamérica); o sea, universidades que se habían convertido en auténticas instituciones de
beneficencia pública, política y social.

A nuestro entender, en ese entonces sobresalió y se consolidó en autonomía definitiva-mente la


figura del Rector, quien heredó el poder hegemónico que la monarquía y la iglesia antes detentaron.
Lo mismo ocurría paralelamente en el gobierno de nuestros países con el presidencialismo político.
Este, se afianzaba cada vez más, asemejándose mucho a las formas de gobierno monárquicas
supuestamente “ya superadas”, no obstante que la formas de gobierno republicanas y democráticas
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venían imponiéndose progresivamente a su modo en todo el continente. De manera que seguían


ambas, juntas, con su modus vivendi institucional supuestamente democrático, autónomo y
progresista y ahora dizque revolucionario. Sin embargo, cabe resaltar que aun cuando también se
consolidó en las universidades, en un sentido macro, la primera instancia para el verdadero ejercicio
democrático del gobierno en la figura de los Consejos Universitarios y sus derivaciones de co-
gobierno, es decir, en los Cuerpos Colegiados, el poder lo seguía detentando monárquicamente el
Rector, aun cuando poco a poco fue compartiéndose con los cuerpos colegiados y con los gremios
que insurgían con gran fuerza y determinación electoral política en la academia.

Sin embargo, en la práctica, los demás miembros de los Consejos respectivos y de la comunidad
universitaria, tuvieron un comportamiento similar al que tenían los súbditos y siervos de las
monarquías. Por ello, muy poco se dispuso de manera efectiva de un poder que tenía un profundo
contenido liberador, compartido, democrático y perfeccionador, que podía extenderse a todos los
miembros de la comunidad universitaria. Pocos fueron los miembros de los Consejos Universitarios y
Directivos que llegaron a sopesar debidamente el real poder que la autonomía de gobierno en ellos
delegaba.

Igualmente, ese movimiento reformador iniciado en Córdova, reafirmó una vez más, en un sentido
micro, específico y personal, la libertad de cátedra como aquella expresión que legítimamente
encarnó el espíritu originario de la universidad misma: poder actuar de manera libre y autónoma en
su ejercicio intelectual y académico sin alguna tutela que lo condicionara, dando incluso
cabida en esa instancia de trabajo a todas las formas respectivas del saber y del pensamiento
universal. Empero, como las aspiraciones estudiantiles con respecto a las cátedras no llegaron a
materializarse debidamente y la evolución académica de ellas fue viniéndose a menos
progresivamente, al igual que lo que le pasó a la autonomía, comenzó a desnaturalizarse hasta llegar
a convertirse, en muchos casos, en un auténtico “laissez Faire”, que permitía el refugio de
protección académica de docentes que no tenían nada que hacer ahí, pues eran docentes de
otro nivel inferior, y que seguía manteniendo y ocultando carencias, desconocimiento,
confusión y una mala praxis docente, lo cual negaba una vez más la esencia de lo que la
autonomía y libertad de cátedra aspiraban ser e impulsar en la dirección del crecimiento académico y
profesional de sus miembros y de la Institución.

Todo parece indicar también que no obstante los profundos cuestionamientos académicos que se
hicieron durante la Reforma de Córdova, en esa primera transformación universitaria todavía se
mantuvieron en conjunto, en el seno de la comunidad, muchos de los esquemas de pensamiento
medioeval y los patrones de valoración cognoscitiva y profesional de ese entonces. Parecía, pues,
que en ese sentir revolucionario que se encendió se estaba ante esquemas y modelos de
pensamiento académico que iban más allá de lo paradigmático y que se incrustaban, incluso, en el
terreno de los arquetipos culturales universitarios.

Por lo tanto, la pretensión de hacer cambios de paradigmas académicos significaba en tal caso, lisa y
llanamente, impulsar cambios lingüísticos que durarían tanto cuanto conocieran de manera
conceptualmente significativa quienes se embarcaban en ese gran movimiento liberador. Una cosa
sería, pues, pretender liberarse de quien humanamente constituía el gobierno y la dirección funcional,
así como el soporte de cualquier tipo de la institucionalidad universitaria presente, a través de las
acciones colectivas de las comunidades, y otra sería liberarse de esquemas mentales y culturales
colectivos que individualmente se asumían tácitamente por imitación y reproducción de enseñanzas
y prácticas, creencias y tradiciones pedagógicas escolares, que luego se convirtieron en universo-
tarias, las cuales provenían incluso desde la misma antigüedad, pero que se retransmitían a través
del habla cotidiana de la gente, como de manera oculta (currículo oculto), en la organización de los
saberes y haceres que impartían los docentes a sus demás pares y estudiantes en la universidad.

Sin duda alguna se requerían otras condiciones relacionadas con el ejercicio de la academia
universitaria en simbiosis con el desenvolvimiento y funcionamiento de lo social y la sociedad, así
como con el avance y desarrollo científico, tecnológico y cultural de las naciones, para que se
estremecieran contundentemente las creencias y convicciones de los “universitarios” y pudieran
embarcarse en un auténtico proceso de transformación académica, primeramente institucional, pero
luego necesariamente PERSONAL, pues muchos de ellos sólo siguieron dócilmente la transformación
18

de la institucionalidad, no la transformación de la mentalidad académica que también les


correspondía efectuar.

Por otra parte, las luchas y los avances académicos internos, así como las confrontaciones sociales
de su entorno nacional, propias del siglo XX, dieron cabida a las mismas formas de asociaciones
corporativas que en sus inicios condujeron al surgimiento de la Universidad. Se constituyeron en ella
todo tipo de gremios: docentes, estudiantiles, administrativos y obreros, los cuales incidieron
significativamente en lo que hasta ese momento había sido la razón social de la Universidad: formar
profesionales para el desarrollo de la sociedad, crear conocimientos y otorgar distinciones,
iniciándose entonces silenciosamente un proceso de transformación interna que pasaba desaperci-
bido por la mayoría de la comunidad universitaria y que por contribuir a instaurarse la represen-
tatividad democrática por la vía de las elecciones internas, casi le llevaría a pasar, en muchos
casos, de ser una institución meramente académica a una institución de beneficencia pública,
social política y laboral. Nuevamente se entendía mal lo que la autonomía universitaria significaba.

Así, se llegó a los años setenta del Siglo XX, cuando por requerimientos de la sociedad y de grupos
transformadores internos se produjo en nuestro país un gran cambio, tanto cuantitativo, por la
masificación de las universidades, como cualitativo, en lo atinente al movimiento estudiantil opositor y
al surgimiento de nuevas ofertas de carreras y de sectores internos grupales y gremialistas, así como
de fuerzas externas de claro corte político-partidista que, en aras de preservar el estatus quo
político-económico, presente en la sociedad, y en nombre de la defensa de los derechos de los
universitarios, se refugió en el concepto distorsionado de autonomía y en los gremios mismos, para
instalarse de manera definitiva en su seno y convertirse en un auténtico poder que a la postre resultó
ser básicamente de carácter empleador y electorero, cuyo objetivo primordial se reducía al final a
lograr aumentos salariales y proteger las conquistas económicas de sus correligionarios.

Para el colmo de la situación, se consolidó en ese entonces, tanto en el Estado como en la


Universidad venezolana, sobre todo, la oficial, una forma distorsionada de democracia representativa
y una especie de autonomía sustentada políticamente en los gremios profesionales, asociaciones y
sindicatos, una especie de autonomía gremialista, quienes al concienciar su fuerza y su poder
mostraron rápidamente a la sociedad y al país sus intenciones pretendidamente hegemónicas, lo que
igualmente se llegaría a reafirmar en la Universidad venezolana con la conformación de un nuevo
gremio como lo sería la Asociación Venezolana de Rectores de las Universidades Nacionales
(AVERU). Aun cuando la motivación inicial de este nuevo gremio fue, supuestamente, de tipo
pragmático-funcional, al final también terminaría convirtiéndose en un bloque de tipo político-partidista
anti gubernamental y luego pro-gobierno. Es lo que hasta ahora en la práctica se ha visto en
nuestro país.

Empero, debe reconocerse con justicia, que tras arduas luchas internas y con los gobiernos
nacionales de turno, dichos gremios lograron muchos beneficios materiales y salariales para sus
agremiados. Sin embargo, la controversia mundial ideológica entre el socialismo y el capitalismo, la
intromisión excesiva de los movimientos sociales revolucionarios en los asuntos internos de la
universidad, sobre todo en el sector estudiantil, hasta el punto de convertirla en una concha y
escenario exclusivo de sus seguidores que violaba descarada-mente la autonomía, la confrontación
política feroz este-oeste entre las dos grandes potencias mundiales de ese entonces, la instauración
inflexible de una democracia representativa que degeneraría la esencia de lo que significaba la
democracia misma, así como la injerencia descarada de los partidos políticos del estatus en todo el
gobierno y el quehacer universitario, hizo que los gremios de esencia académica se desnaturalizaran
en forma precisamente académica, se politizaran partidistamente y se desviaran ellos
fundamentalmente hacia la conquista hegemónica permanente del gobierno universitario.

Sin duda alguna, los gremios también contribuyeron a que la democracia en su carácter
representativo, para bien o para mal, se instaurara en las universidades; que la autonomía se activara
como portaestandarte académico esencial de liberación intelectual y profesional de gobierno y
funcionamiento institucional; que la universidad pasara a ser de una institución académica elitista,
encerrada en su torre de marfil, aislada de la sociedad a la cual debería servir, a una institución
vinculada más estrechamente con la sociedad; que pasara a ser un organismo de presión y hasta de
lucha política a la par que los demás gremios existentes en el país. Es decir, que pasara a ser una
institución, no sólo de gran significado y valor social, sino también una institución con un profundo
19

CONTENIDO SOCIAL, proyectable y compartible hacia la sociedad con los demás sectores de la
sociedad.

Así llegamos finalmente a finales del siglo XX cuando se inició un nuevo movimiento universitario
transformador, impulsado más que todo, además de los organismos mundiales de la educación, por
otros sectores sociales, tanto productivo-empresariales como gubernamentales que veían a la
Universidad como una institución que no estaba cumpliendo cabalmente con las aspiraciones y
expectativas que sus miembros y la sociedad tenían puestos en ella. Por vez primera no provenía
este movimiento transformador desde el interior de los sectores académicos, sino desde fuera de ella;
es decir, del entorno social y productivo nacional e internacional, los cuales tuvieron un fuerte impacto
y contenido económico y financiero que la ha estremecido seriamente en su eficacia y funcionalidad.

Como era de esperar, la respuesta defensiva de los sectores universitarios conservadores,


retardatarios y “ultrosos”, una vez más se refugió en la defensa de una autonomía mal entendida:
proteccionista, abstracta, paternalista, gremialista y política, que es precisamente la única que
pareciera convenirles a todos. Poco se interesaron ellos por lo académico.

Muchos sectores de la comunidad universitaria, sobre todo aquellos que nacieron, crecieron y se
desarrollaron al amparo de los gremios, y de directivos provenientes también de los gremios, incluso
hoy, se niegan a reconocer el deficiente estado en que se encuentran las universidades; en que tal
como están funcionando se han convertido en instituciones históricas sumamente pesadas para su
crecimiento académico institucional, para su financiamiento y sostenimiento oficial y público; que su
retribución a la sociedad no compensa realmente las erogaciones que se invierten en ellas; que
también se han convertido en refugios de profesionales que la buscan y usan sólo como una forma de
lograr un empleo estable y aceptablemente remunerado, o para “matar tigres” de vez en cuando, por
lo que carecen de competencias académicas de nivel universitario para mantenerse allí haciendo una
verdadera carrera profesional universitaria. Que por lo tanto tenemos una universidad muy poco
pertinente en lo social y en consecuencia es REALMENTE NECESARIO UN CAMBIO EN TODOS LOS
SENTIDOS, el cual tenga como baricentro institucional la democratización académica plena de la
autonomía universitaria y, sobre todo, de la actuación estudiantil en tanto que estudiantes y de los
docentes en tanto que profesionales académicos integrales.

Finalmente, rememorando a aquel famoso proverbio chino que dice: “cuando el vivo muestra el sol,
el ingenuo mira el dedo”, vale la pena destacar que la real amenaza a la autonomía universitaria no
proviene de la presión de los sectores sociales externos a la universidad ni de la exigencia de
rendición de cuentas transparentes al Estado y a la Sociedad misma, pues, como vimos, eso siempre
ha existido desde que ellas se crearon y pareciera que muy poco les interesa a los universitarios
ahondar en lo mismo y mejorarlo. Proviene dicha amenaza de los mismos sectores internos de ella:
gremiales y “académicos”, que entre otros propósitos al tratar de hacerla pertinente en lo social,
pretenden mantenerla como una institución de beneficencia social laboral, que favorezca práctica-
mente a sus demás familiares y correligionarios políticos, y obvie en su ingreso y permanencia la
meritocracia académica y profesional. Asimismo, proviene también de aquellos sectores que en
nombre de una fragmentación epistemológica mal entendida de los saberes y haceres científicos,
expuesta en el espíritu de lo que pretende el nuevo neoliberalismo curricular (Gibbons, 1998; de
Vilar, 2001; Becerra, 2003), proclaman a gritos la deconstrucción de las ciencias constituidas y hace
un llamado postmodernista al cultivo de formas de conocimiento precisamente fragmentarias:
multidisciplinarias, transdisciplinarias, transversales y complejas, sin conocer realmente qué es lo que
eso significa en un sentido organizativo del saber y del hacer curricular, ni qué virtudes, dificultades y
consecuencias instruccionales eso trae consigo, ni tampoco saben en qué medida tal reestructuración
del conocimiento mantiene el desarrollo intelectual LIBERADOR que las ciencias tradicionales,
disciplinarias, han instituido con los procesos de estudio e investigación de manera constructiva y
creativa en el pensamiento y trabajo intelectivo occidental.

De modo que por resultar cada vez más difícil de entender y seguir las versiones formales del saber
científico-tecnológico actual, lo que exige una búsqueda científica de nuevas maneras didácticas de
enseñar, de procesar información y sobre todo de estudiar, con tales formas fragmentarias y
dispersas del conocimiento, dichos sectores aludidos pretenden romper el ordenamiento conceptual
disciplinario establecido sin medir las consecuencias cognoscitivas, curriculares y profesionales que
ello trae consigo. Tal cuestión sí atentará mortalmente contra la autonomía del ejercicio académico
20

profesional universitario, por cuanto podría conducir inevitablemente a la desnaturalización del


ordenamiento cognoscitivo profesional disciplinario basado en el conocimiento científico, tecnológico,
humanístico y social existente (recuérdese el mayo francés, la revolución cultural china y el proceso
de transformación universitaria escolarizador que se sigue actualmente en la educación superior
venezolana). Igualmente podría conducir a la desnaturalización de lo profesional y, por consiguiente,
a una desnaturalización de la universidad misma, convirtiéndola en una institución funcionalmente
improductiva, deformadora de las profesiones actuales y aun cuando posiblemente llegue a tener una
pertinencia social determinada, difícilmente se justificaría en lo profesional y en lo económico toda la
inversión posible que se hiciere en ella.

Sin duda alguna, el trastorno instruccional formativo y capacitativo que esto podría crear en la
docencia y la formación profesional universitaria contribuirá, por una parte, a seguir deteriorando las
formas tradicionales de enseñanza y aprendizaje, a mantener tal cual el actual proceso de estudio, a
desmejorar los indicadores de rendimiento, productividad y eficiencia funcional de la educación
superior, y por la otra, permitirá abrir las puertas de par en par a quien se le ocurra ser docente
universitario, careciendo de preparación, condiciones y méritos para ello, así como también de
manera indiscriminada a las nuevas formas virtuales de instrucción que, en nombre del progreso
tecnológico instruccional, formativo y profesional podría exhibir mejores resultados fuera de las aulas,
que aquellos que pudiere mostrar la universidad en las suyas. De seguir así, no estaría lejano el día
en que resultare más fácil, económico, mejor y más efectivo estudiar y graduarse en casa que
martirizarse en las aulas universitarias con docentes y condiciones de estudio como muchos de los
que hoy se mantienen y desarrollan en las instituciones universitarias actuales.

Para finalizar quisiéramos también advertir que de continuar las cosas como van podría ocurrir lo
mismo que ahora le está pasando a la investigación pura o básica en nuestro país. Ésta, se encuentra
hoy en una situación muy precaria y difícil tanto para financiarle como para llevarla a cabo: cada vez
se hace más complicado formar investigadores jóvenes bien preparados y cada vez le niegan
recursos financieros para que continúe haciéndose este tipo de investigación. Antes, estos
investigadores pensaban que eso nunca llegaría a ocurrir. Hoy piensan y sienten en carne propia,
totalmente lo contrario. Los nuevos financistas de la universidad del siglo XXI están muy lejos de ser
tan flexibles y tolerantes como paradójica-mente, sí lo fueron en cierta medida los monarcas y
autoridades religiosas del pasado. Ya casi no se financian investigaciones para producir únicamente
conocimientos.

IDEAS ACERCA DE QUÉ HACER CON LA AUTONOMÍA EN LA UNIVERSIDAD

Ante este cuadro expuesto, sin duda alguna preocupante, tiene cabida un conjunto de interrogantes
que apuntala a una redefinición y empleo de lo que hasta ahora se ha entendido tan estrechamente
por autonomía. Por eso, qué hacer con ella es otra de las grandes preguntas que han debido
hacerse y responderse desde hace mucho tiempo en la Universidad y no únicamente preguntas como
han sido: ¿Para qué sirve la autonomía? o ¿Qué es la autonomía? etc.

Otras preguntas afines de enorme significación funcional e institucional, sin duda alguna, lo son: ¿En
qué consiste la autonomía? (ya fue respondida al inicio de este trabajo: ¡es un poder funcional
liberador!), ¿Cuál es el real alcance de ella en la Universidad? ¿Qué implicaciones de toda
índole trae consigo extenderlas a todos sus miembros? ¿Qué posibilita el poder subyacente
que contiene la autonomía en tanto propiedad inmanente de los sistemas funcionales? ¿Cómo
explotarla e industriarla en términos de la institución y en consonancia con todas las
funciones que normativamente le atribuyen las leyes y reglamentos? ¿Cómo activarla
plenamente en el estudiantado para que estudie como debe ser y pueda desarrollar en ella
todo el poder liberador que contiene de modo que realmente se liberen sus aptitudes,
capacidades y potencialidades innatas? Estas y otras preguntas similares abren realmente un
debate serio y riguroso sobre esta materia, que debe transformarse en amplias deliberaciones, en
controversias de toda índole y propuestas de todo tipo, propias de una comunidad universitaria.

Dicho debate debe acompañarse con escritos en los que las ideas que se expongan se trabajen con
verdadera propiedad conceptual. Un debate en el cual se hagan planteamientos profundos y
científicos, que superen el nivel de reflexión académica cotidiana, de crítica socio-política
habladémica y de realismo mágico latino-americano, así como el nivel del pragmatismo directivo de
21

aquellas universidades, propio de quienes como Rectores, Decanos y Directores tuvieron el privilegio
y la dicha de palpar y sentir en su acción gubernamental ejercida, la fuerza social y el encanto
académico que la autonomía depara a todos en una institución universitaria. Carece, pues, de
sentido plantear y continuar con un debate que se reduzca básicamente a defender la universidad de
las actuaciones de las fuerzas de seguridad públicas y de la intromisión política de los gobiernos,
mientras que se obvia descaradamente la violación fragante y permanente de la autonomía
universitaria por los enconchados políticos: estudiantes o refugiados, los mismos gremios, docentes,
administrativos y obreros. Hay que también plantear el debate, además de políticamente, con un
sentido académico, estudiantil, científico, tecnológico y productivo, que hasta el presente no se ha
dado y se elude a como dé lugar. Obsérvese, pues, que la autonomía en un sentido realmente
democrático, participativo y sobre todo protagónico, debería extenderse a todos los sectores
académicos que conforman la comunidad universitaria, por lo cual podría llegar a adquirir, entre otras,
las siguientes versiones y desarrollarse respectivamente.

Autonomía directiva gubernamental: la que se corresponde históricamente con la actuación de los


Consejos Universitarios y demás Consejos Directivos y Cuerpos Colegiados de la Universidad y es
impulsora de los procesos democráticos en la Universidad; aquí es necesario advertir que quienes
lleguen a ser consejeros o rectores están obligados a pensar y actuar como autoridades colectivas
inteligentes, a compartir sanamente el gobierno con el co-gobierno, a decidir con justicia, a gobernar
competentemente, a pensar en grande, a proyectarse firmemente hacia el futuro, satisfaciendo las
necesidades y expectativas, no personales ni de sus gremios o partidos políticos, sino fundamen-
talmente de sus representados, lo más equitativamente posible en el presente e impulsando la
profundización y extensión de la defensa y democratización de la autonomía universitaria, asumiendo
como patrón de referencia la imagen consensual ideal, mundial, de la Universidad en el siglo XXI.

Autonomía curricular: la que autorice a la Institución a ofertar de manera creativa y pertinente todas
aquellas carreras necesarias, pertinentes y factibles, que pudieren implementarse en los tres niveles
de la universidad actual, en el contexto de una concepción curricular de toda ella que integre y
permita el desarrollo progresivo de los tres niveles de pregrado (T.S.U), grado (Licenciatura, Medicina
e Ingenierías) y postgrado (Especialización, Maestría y Doctorado), en el marco de las nuevas
modalidades de la formación virtual e hipertextualización curricular, el autodidactismo telemático, el
aprendizaje autogestionario y acelerado, al igual que el integracionismo interinstitucional. Aquí hay
que convertir a la universidad en una institución académica realmente más universitaria y más
universalista, más profesional y mucho más pertinente en lo social, por lo que debe considerarse la
automatización o el gobierno electrónico de la educación universitaria, la preparación curricular
autónoma en sus diversas instancias, la competencia profesional eficaz y la calidad académica, como
los aspectos más necesarios y urgentes de atender en la época actual.

Autonomía Académica de Cátedra: la misma que se ha entendido al respecto hasta el presente en


las unidades académicas operativas de grado y postgrado, sólo que con un sentido de organización y
competencia académica verdadera y cooperacionista, tanto docente e investigativa como productiva y
de extensión social; que use y desarrolle procesos verdaderos de estudio e investigación que le
permitan convertirse en un real fractal académico virtuoso, autogenerativo y autopoiético,
creativo y productivo, de modo que no siga convertida en un refugio o cofradía de grupos que
amparan a quienes no se desempeñan ni están en capacidad de desempeñarse como auténticos
profesionales docentes de la educación universitaria de avanzada. No se olvide nunca que la cátedra
o su equivalente constituyen la matriz generatriz de lo que es y habrá de ser siempre la Universidad.

Autonomía Investigativa: la que sirva de eje fundamental de funcionalidad académica a las otras
funciones de la universidad, que impulse de manera efectiva el proceso de estudio de las materias y
no sólo su pura enseñanza; asimismo, el auto didactismo, la autogestión, la auto investigación, el auto
aprendizaje, de modo que se permita a las unidades organizativas y operativas de la investigación
fijar y decidir sobre cursos, programas, agendas, líneas y problemas de investigación de índole
curricular e institucional, personal y social, sólo que cumpliendo con el criterio de pertinencia, utilidad
y aprovechamiento social inmediatos de los productos de la investigación, tanto en la universidad
misma, la instrucción profesional, la actividad productiva y la sociedad.

Autonomía Productiva: la que posibilite la explotación, desarrollo, perfeccionamiento e industriación


de todos los excedentes cognoscitivos y materiales, que en forma de productos, recursos y servicios,
22

se derivan primordialmente de la docencia, la investigación y la extensión social y científico-técnica de


la institución universitaria, así como la generación de recursos propios que le permitan funcionar con
mayor grado de autonomía y emprendimiento académico y de independencia financiera;

Autonomía de la Extensión universitaria: la que permita proyectarse hacia todos los estratos de la
actividad productiva y económica, la sociedad y su entorno, así como asumir compromisos sociales
de toda índole con gran impacto social, pero que necesariamente también tengan en alguna medida
recurrencia y retroacción virtuosa en la programación interna y en el desarrollo de los tres niveles
académicos: TSU, Licenciatura y Postgrado, de la formación profesional que se oferte;

Autonomía Estudiantil: la que dé libertad al estudiantado para que conduzca y monitoree de manera
totalmente autónoma y consciente su propio aprendizaje, crecimiento estudiantil y participe
decididamente no sólo en los asuntos de elección de las autoridades, sino también en todas aquellas
cuestiones que sean de su incumbencia académica, incluyendo, la posibilidad de intervenir tanto en la
escogencia de su preparación formativa curricular y de sus docentes y tutores, como en el
establecimiento de las estrategias de aprendizaje, estudio e investigación que estén más acordes con
sus expectativas cognoscitivas, aptitudes productivas, vocación profesional y con la preparación
cognoscitiva previa; y, finalmente,

Autonomía Participativa y Protagónica: la que permita a todos los miembros de la comunidad


universitaria tomar parte directa en todos aquellos asuntos que le competan, respetando el principio
de división sinérgica funcional meritocrática y reconociendo, que la asunción y aceptación de
compromisos públicos tomados en actuaciones y decisiones colectivas, como las consensuales y
electorales, constituyen una obligación de fiel cumplimiento mientras sea válida su duración. Sólo
entonces activando la autonomía en los términos anteriormente enumerados es que ella tendrá un
tratamiento verdaderamente amplio y democrático en la Universidad y podrá ponerse realmente al
servicio, tanto de la institucionalidad misma como de la creación de una nueva mentalidad
universitaria, que así como forme profesionales competentes y pertinentes, los haga sentirse libres
profesionalmente y satisfechos, para que conozcan y entiendan las implicaciones liberadoras y
potencialmente emprendedoras que la formación universitaria les deja a su libre elección y
disposición. Si queremos formar un profesional autónomo y democrático, así como hacer que la
democracia sea uno de nuestros más grandes valores e ideales sociales, lo primero que tenemos que
hacer es, precisamente, democratizar plenamente toda la Universidad y hoy estamos en capacidad
de hacerlo.

CONCLUSIONES
1. La autonomía es una propiedad de los sistemas funcionales que provee de un poder liberador
a quien la ostente, implemente y practique, ya sea un ser viviente, estu-diante, o una
organización e institución inteligente como la Universidad. Es de carác-ter individual y
colectivo, por lo tanto constituye un patrimonio y bien común del ente o sistema que la posee.
Se manifiesta de formas diversas de acuerdo con el sector componente y niveles funcionales
del sistema. Abarca desde el nivel directivo o de gobierno hasta el nivel operativo de los
procesos que caracterizan su funcionamiento. Permite la autoorganización, la autogenera-
ción, la autoconstrucción (autopoiesis), el auto desarrollo y el auto perfeccionamiento. Está
conceptuada de manera científicamente significativa en el contexto de aquellas disciplinas,
interdisciplinas y multidisciplinas que constituyen sus insumos cognoscitivos de estudio e
interés: cibernética, teoría de sistemas, inteligencia artificial, biomedicina, genómica e
ingeniería genética. No es, pues, una simple palabra de la hablademia cotidiana, sino un
verdadero concepto científico. Lamentablemente, todo parece indicar que aun cuando es un
término bastante conocido y usado en muchas instancias académicas, políticas y sociales, se
desconoce mucho su real esencia y contenido, así como sus profundas implicaciones y
consecuencias funcionales, constructivas, productivas y creativas que posee.

2. La universidad, por su parte, es también un sistema funcional abierto, autónomo,


autorganizativo y autopoiético. Por lo tanto, en principio, puede dirigirse, gobernarse, funcionar,
desarrollarse, crecer y perfeccionarse por sí mismo. Nadie ni nada le impide que active y desarrolle
todas esas potencialidades que tiene, excepto aquellos, quienes siendo autoridades o gremios, por
23

estrechez mental, desconocimiento, desidia, incompetencia o compromisos intelectuales, ideológicos


o políticos, no lo hagan; con lo que dejarían constancia de no estar a la altura de las circunstancias,
posibilidades y exigencias que una institución como ésta les plantea, así como de quienes les llevaron
a ocupar esos cargos electoralmente. Significa esto, que así como puede formar y capacitar
profesionales, producir y reproducir conocimientos; es decir, hacerse en ella docencia e investigación,
también puede producir todo lo derivado de la docencia y de la investigación; igualmente, desarrollar
actividades productivas, cooperativas y de servicios, que le proyecten integralmente hacia el entorno
social comunitario, nacional e internacional con que resulte pertinente, afín, compatible y asociada.
Serían pues sus funciones naturales: docencia formativa, investigación de toda índole, producción de
saberes, artefactos, bienes y servicios, y extensión, útil, pertinente y sustentable, integradas todas en
un contexto de realizaciones universales. Así, sus cuatro grandes virtudes escasamente explotadas
hasta ahora, como institución funcional de avanzada, en el marco de los nuevos escenarios de la
democracia participativa y protagónica, son la autoorganización, la experimentalidad, el auto
perfeccionamiento, la auto evaluación y la trascendencia hacia el futuro.

3. La autonomía en la universidad ha pasado desde una forma monárquica y corporativa


(gremialista/representativa) a una forma participativa, democrática y socialmente protagónica. Por
ello, hoy se sabe categóricamente que puede ser ampliamente autónoma, pero nunca soberana ni
autárquica. Está visto que su autonomía financiera no la alcanzará por la vía del aporte del Estado o
de algún otro poder que le subsidie, financie o apadrine, pues en la sociedad como en la naturaleza,
nada se produce u otorga sin nada a cambio o en vano. Sólo podría lograrlo por la vía de la
autogestión productiva cuando desarrolle intensamente y en forma armónica y coordinada las cuatro
funciones antes mencionadas; particular-mente, la función de producción que, no obstante ser la
única que podría conducir a una liberación económica y financiera real, generadora y sostenedora
de riqueza, hasta ahora, por razones de apego a un paradigma doctrinario académico superado y por
compromisos ideológicos y políticos, justificados de manera muy discutible, incluso por la persistencia
en la academia de esquemas de pensamiento medioeval de naturaleza religiosa, algunos
sectores universitarios persisten en identificar y relacionar a la función de producción con una sola
concepción ideológica y político-económica de la sociedad: la capitalista y, más aún, la neoliberal.

4. La Universidad y, sobre todo sus autoridades, deben tomar muy en serio lo de la autonomía.
Deben desarrollarla, hacerla extensiva a todas sus funciones y sectores, y sobre todo,
democratizarla, comenzando incluso por la forma de gobierno que hasta ahora ha sido generalmente
electorera, autocrática y autárquica, aun en las siete universidades autónomas del país, y terminando
en las cátedras, aulas y laboratorios con los docentes, al igual que en las bibliotecas y hasta en las
oficinas administrativas. Ya basta con el laissez faire gerencial que se practica en casi todas las
instancias académicas y administrativas de la Universidad. Al ser ella una instancia para el
autogobierno, la experimentación y el auto perfeccionamiento, resulta clave para el desarrollo de la
autonomía universitaria, la implantación plena de la democracia en todos los ordenamientos
institucionales, para que la concepción viciosa de la autonomía que por una mala copia han tomado
prestada, fomentado y desarrollado, sobre todo, los gremios administrativos en la Universidad, de sus
gremios “académicos” hermanos, se erradique totalmente, por cuanto es de la misma naturaleza
maligna y perversa que la autonomía soberana y autárquica. Estas conducen y crean eventualmente
un “Estado dentro del Estado”, afectando todo su funcionamiento académico y administrativo y
consumiendo por dentro, poco a poco, sus entrañas académicas y recursos financieros hasta
degenerarla a mediano plazo casi por completo. ¡Cuidado con una nueva PDVSA II!

5. El resultado concluyente que de aquí se extrae de manera ineludible es que aun cuando la
autonomía se tiene como un don de los sistemas funcionales, necesariamente a ella hay que
conocerla, enseñarla, implementarla, explotarla y desarrollarla; es decir hay que educarla para no
seguir usándola de manera abstracta, intuitiva, autocrática, autoritaria y autárquica. De lo
contrario, se convertirá en un desperdicio más de nuestras instituciones fundamentales de la
sociedad. A nuestro entender, lo único que podría servirnos para combatir el sometimiento intelectual
a que nos tienen condenados los esquemas y paradigmas académicos del pasado, aún presentes en
la universidad venezolana, es el ejercicio pleno de una autonomía sana, activa y realmente
participativa.
24

En tal sentido, parafraseando aquí a Simón Rodríguez concluiremos expresando que: ¡Okay!
“En relación con la activación plena de la Autonomía INVENTEMOS, pero cuidado,
experimentemos primero, porque de lo contrario seguiremos sólo ERRANDO Y
CONSIGUIENTEMENTE PELANDO como hasta ahora”.

La Universidad de hoy debe convertirse y ser una institución realmente inteligente, capaz de
aprender y crecer como los miembros de su comunidad, y si en ella sus miembros crecen
sólo como individuos, ciudadanos y como profesionales, y no hacen nada más para que ella
también crezca paralelamente con ellos, entonces tal institución universitaria no puede
considerarse ni funcionar como una auténtica Universidad. Decisiones gubernamentales que
obvien esto, lo que hacen es crear en nuestro país condiciones materiales y subjetivas para
que en nuestro sistema educativo universitario y nacional se avizore un auténtico holocausto
curricular en nombre de un progreso o una neo-revolución que es imposible saber hacia
dónde realmente se dirige. Así que en la Universidad, a diferencia del amor, del placer y de la
literatura, no se hace camino al andar, sino de manera bien pensada, inteligente, constructiva,
experimental, proyectiva y bien planeada.

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