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Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que
todos suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan
de explicar este misterio desde los más diversos ángulos, en muchas
ocasiones prometiendo que de aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante
inmunes al padecimiento y libres de sufrimientos: “el sufrimiento no es real,
sino una obra de tu mente.
Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un
producto de tu sueño”. Esta tremenda mentira que forma parte de una peligrosa
corriente de pseudo-espiritualidad oriental, intenta dar respuesta al sufrimiento,
negándolo, invitando a las personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que
las cosas nos afecten. ¿Alguien podría decirle la anterior frase a una mamá
que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se atrevería a decirle: “señora, ese
sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa teoría es tan
contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio
peso.
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que
llaman una “estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y,
en este orden de ideas, se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por
qué a nosotros que somos “tan buenos”?» Claro, parece lógico: los malos
hacen cosas malas y lo deben pagar... los buenos hacemos cosas buenas y se
nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero... ¿quiénes son los malos y
quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al lado de los
buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese
camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como
buenos nos sitúa en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la
medida de la maldad de los demás a la vez que hace gala de la propia bondad.
Seguramente comparándonos con los santos quedaríamos del lado de los
malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la
pregunta sobre el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la
sombra del misterio, pero iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente
claridad como para poderle dar un sentido.
¿Por qué existe el sufrimiento?
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento no hacía parte del plan
de Dios. Dios llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno
en el cumplimiento de su voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo
mejor para sus hijos. Sin embargo, como consecuencia de la caída de Adán
y Eva entra la muerte, “salario del pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda
clase de sufrimientos físicos y morales. A partir de ese momento la mujer da a
luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al trabajar la tierra que
ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia fratricida
que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el
hombre deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del
egoísmo (cf. Gén 11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el
sello del sufrimiento. Tales son las terribles consecuencias de la desobediencia
al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se debe entender el sufrimiento como “la
venganza” de Dios contra el hombre por haberle desobedecido; ¡no!, es
simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre por alejarse
de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por
alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado!
Así, el hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo
bueno y verdadero se alejó de él.
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa
miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son
comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que
nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es
“muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y
pagó por nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo? Porque aunque
Cristo nos redimió, seguimos padeciendo las consecuencias del pecado
original: «El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado
original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la
naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al
combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es
consecuencia del pecado original.
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de
nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando
de nuestra libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de
sufrimientos que nos evitaríamos si no pecáramos: cuántas enfermedades
físicas que son producto de los vicios simplemente no existirían, cuántos
sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre fieles, cuántas quiebras
económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos avaros, cuántas
peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz habría
en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede
afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de
conversión se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el
misterio de la libertad del hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño,
prefiere, todavía hoy, tomar el fruto prohibido creyendo más a la serpiente que
al mismo Dios.
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del
sufrimiento sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la
perplejidad. En efecto, vemos personas muy buenas, santas, abnegadas,
generosas, que sencillamente no paran de sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para
arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender que todo sufrimiento es
producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y por esto
hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos
tipos de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre,
sino que se deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del
hombre y de la creación. Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el
final de nuestra vida terrena. Las calamidades provocadas por terremotos,
inundaciones y otras catástrofes naturales, las epidemias, las enfermedades,
así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se denomina físico. Esto
evidentemente produce sufrimientos físicos.
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y
por depender de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo
moralmente malo, se dice que ha pecado. El mal moral es radicalmente
contrario a la voluntad de Dios, su autor es el hombre que ha hecho mal uso de
su libertad.
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir
ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin
embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un
mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae
consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la
desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con
las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el
bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado
su perfección.[2]
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia
su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden
desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo,
incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna
manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral.»[3] (Catecismo,
310-311).
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza
para resistir en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar.
Sin embargo, es siempre legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal,
siempre y cuando nuestra oración esté sometida a su Divina Voluntad: “Padre,
si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la
tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy
santamente y, no obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido
tentación superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la
tentación os proporcionará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral
determinará nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su
criatura» (Catecismo, 311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios
pidiéndole que nos libre del mal físico que es incomparablemente menor al mal
moral. Pedimos a Dios que nos libre de la enfermedad, de la catástrofe, de la
muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los males, no solamente
tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además, tendría que
evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto
la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que
evite todas las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en
el momento en que va a pecar: es el precio de la libertad.
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor:
«“Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría
jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente
poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal”[4].
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia
todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso
moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus
hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros
pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...]
un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal
moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios,
causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia
de su gracia (cf. Rom 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de
Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un
bien.
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom
8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo
que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del
hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada
puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que
nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las
Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era
preciso mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que
todas las cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán
para bien” (“Thou shalt see thyself that all manner of thing shall be
well” (Revelation 13, 32).» (Catecismo, 312-313).
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del
sufrimiento, sin embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos
darle un sentido al dolor. La muerte de Jesús en la cruz no es una respuesta
al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la muerte de Cristo en la cruz no
responde al desgarrado grito de dolor de la madre que pierde a su hijo a
temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el Señor no
pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él
también: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera
solidarizarse con el dolor del ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo
sentido.
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la
finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y
acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de
Dios, que a precio de la pasión más cruel y de la muerte más atroz nos redime
del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre las puertas del cielo, nos
enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación
moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que
elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le
conquista para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo
significado de las palabras evangélicas que proclaman bienaventurados a los
que lloran y son perseguidos (cf. Mt 5,5.10).»[5]
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a
sufrir con paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en
Cristo el sufrimiento ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo
no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el
sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida
que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo. La
respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme,
ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo,
que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante
el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu
Voluntad’ y repetir con Jesús: Padre mío, si es posible, que pase de mí este
cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres tú (Mt
26,39).»[6]
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la
cruz de Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor.
Es como si el Padre Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de
esta manera podemos decir con san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta
a la tribulación de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col
1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de esta forma
puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres
queridos, purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con
mayor dolor en el purgatorio.
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas
que fue precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e
iniciar un proceso serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la
necesidad que tenemos del Señor.
Nos desprende de las cosas de la tierra: nos hace experimentar con mucha
fuerza que la tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que
teníamos todo bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando
su ayuda.
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le
invoca: “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que
padece, compadece. Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de
aliviar el dolor de los demás en la medida de sus posibilidades.
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable
cantidad de grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una
voluntad firme, inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades,
sino que las enfrenta con valentía.
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras
hacía milagros y predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz.
Es la hora de la prueba la que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro
prójimo, haciéndolo superar la fase meramente sentimental.
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una
manera perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa
configuración con Cristo.
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana
tiene tanto valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida
espiritual.
El dolor será vencido definitivamente
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia
Católica que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que
Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia
nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro
conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos
serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los
dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el
reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y
la tierra.» (Catecismo, 314).
PRÁCTICA
Realizar una oración ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo. En esta
oración se escribirá toda la vida agradeciendo al Señor por los momentos
bellos y pidiéndole que sane los momentos difíciles, a la vez que se ofrecerán
esos sufrimientos que se vivieron por la propia conversión.
A todos nos han ofendido... todos hemos llegado a sentir ese dolor que
produce la ofensa del otro y en muchas ocasiones esto ha generado rencores
en nuestro corazón.
Aunque es natural sentir ese dolor ante el sufrimiento que se nos causan, las
razones por las que una persona puede sembrar el terrible mal del odio en su
corazón son múltiples:
Las altas expectativas que tenemos de las demás personas.
El orgullo que nos ciega y no tolera que se nos trate así.Existen personas con
temperamentos excesivamente impresionables que hacen que actitudes de
otros que para algunos apenas generarían un pequeño disgusto, para éstos
siembra un odio profundo
Simpatías y antipatías humanas, que generan una inexplicable aversión hacia
ciertas personas; aversión que de no ser rechazada puede terminar sembrando
un resentimiento del todo irracional.
Para aproximarnos adecuadamente al tema del perdón, es importante saber
que el odio se inspira en una “justicia” mal entendida: “la justicia de la
crueldad”, que expresa: “el que me la hace, la paga”, pensando que la única
manera de responder a una agresión es con otra agresión; así se hace, de
nuevo, actual la “ley del talión”: “ojo por ojo, diente por diente”. Los cristianos
fuimos llamados por Nuestro Señor a superar esta ley, a detener la cadena del
odio, de la venganza, de la crueldad: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y
diente por diente’. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te
abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra.” (Mt 5,38). ¿Significa
esto que debemos estar de acuerdo con las injusticias? No, más bien significa
que ni la peor injusticia puede dañar nuestro corazón, y que más grande que “la
justicia” hacia nosotros debe ser nuestro amor hacia quien nos ofende. Es
cierto que esto es más fácil decirlo que vivirlo, por eso para perdonar se
requiere de la gracia de Dios, que no la negará a quien la pida
humildemente y con perseverancia.
El odio es algo terrible. Quien odia pierde la gracia de Dios haciéndose
semejante a satanás, padre del odio. Es como quien se toma un veneno
esperando que se muera la persona a la que odia... ¡es el que odia el que se
envenena! El que odia es semejante a una persona que toma un carbón
encendido en la mano, esperando que se queme el otro. El rencor es propio de
almas pequeñas, limitadas, de corazones estrechos y mezquinos; personas
que no han conocido el verdadero amor. Lo curioso es que quien odia sigue
dando poder al otro para hacerle daño. En definitiva, quien no perdona se
tortura a sí mismo.
El perdón, en cambio, es sanador. Perdonar es tomar la decisión de
desprendernos del pasado para sanar el presente. El per-dón es un
“perfecto don”, un “súper don”, pues un don es tanto más perfecto cuanto
menos lo merezca quien lo recibe. Si una persona trabaja todo un mes y a
cambio de este trabajo recibe una remuneración, decimos que esta persona
recibió lo que merecía. Aquí no hay ningún don, ningún regalo, sólo recibe el
producto de su esfuerzo. Pero si tenemos a otro que no trabaja en todo el mes
y, no obstante, también recibe la remuneración, entonces aquí tenemos
un don, un regalo que se da a quien no lo merece, algo que no nace de la
“justicia” -que en este caso exigiría no dar nada a quien nada ha hecho- sino de
la grandeza del corazón de quien da. Pero supongamos que esta persona no
sólo no ha trabajado en todo el mes sino que se ha empecinado en hacerle
absolutamente difícil el trabajo al prójimo y, sin embargo, este le sigue
recompensando... bajo el criterio del mundo aquí tenemos a un tonto, bajo el
criterio del evangelio aquí tenemos un corazón semejante al de Jesús que no
se cansó de darnos aunque le rechazamos, un corazón que ama
verdaderamente. Así es el perdón, requiere grandeza de corazón, requiere la
lógica del amor, de la generosidad, de la magnanimidad: es el perfume que
exhala la flor después de ser pisoteada.
Visto así, pareciera que el perdón sólo trajera beneficio a la persona que lo
recibe, lo cual no es cierto. Siendo honestos, el perdón beneficia más a quien lo
da que a quien lo recibe. Quienes han tenido o tienen algún odio o
resentimiento en su corazón, saben lo terrible que es llevar esa carga. Puede
estar viviendo el día más feliz de su vida, y de repente ve a esa persona contra
la que tiene resentimiento, y todo el día se echa a perder. Cuando una persona
perdona, suelta esa carga y experimenta libertad, paz, tranquilidad. ¿Qué
pierde una persona cuando perdona de corazón? ¡Nada! Al contrario lo gana
todo. En realidad el perdón es un requisito indispensable para ser feliz. En este
sentido, el perdón es dos veces bendito: bendice a quien lo da y a quien lo
recibe. Las personas que aprenden a perdonar viven más tranquilas, asumen
con más valentía el dolor, se deprimen menos, sufren menos ansiedad, menos
estrés, son más optimistas, aumentan su seguridad y aprenden a quererse
más.
Lo repetimos: la gracia de perdonar procede de Dios. Y estamos seguros que
el Señor no niega a nadie el don de perdonar pues él mismo pidió innumerable
cantidad de veces que perdonemos.
La vida del Señor Jesús se desarrolló en torno al perdón; su ministerio fue
fundamentalmente de reconciliación. Vino para que recibiéramos el perdón de
Dios (Ef 2,14.18); perdonó a la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) y a los que le
crucificaron (Lc 23,34).
Pero no sólo con su ejemplo nos enseñó a perdonar; además pidió una gran
cantidad de veces que lo hiciéramos:
En la oración del Padre Nuestro, nos enseñó a decirle al Padre: “perdónanos
nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a todo el que nos
debe.” (Lc 11,4). Es tan importante esta frase en esta oración, que una vez la
termina de recitar el Señor, vuelve sobre el tema del perdón diciendo: “Que si
vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a
vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco
vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).
En otra ocasión san Pedro le pregunta al Señor por el número de veces que
debemos perdonar: “¿hasta siete veces?” a lo que Jesús responde: “no te digo
hasta siete veces sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22). Si consideramos
que el número siete es símbolo de perfección en las Sagradas Escrituras, lo
que san Pedro le estaba preguntando al Señor era si debíamos perdonar
totalmente, con perfección, es decir, “siempre” y todas las cosas, a los que nos
han hecho daño; no obstante, el Señor considera que aún decir “siempre” es
poco y multiplica por setenta ese siete, como respondiendo a Pedro: “el perdón
debe darse más allá de lo que tú consideras perfecto”. Esta respuesta confirma
la importancia capital que Nuestro Señor da al perdón.
Inmediatamente después de lo anterior, el Señor narra la parábola del siervo
sin entrañas (Mt 18,23-35). En resumen, un rey perdona a un criado una deuda
de diez mil talentos[1]; este criado se encuentra con alguien que le debe
cien denarios[2] y no lo perdona. El rey se entera, se enfada y envía a este
siervo inicuo a la cárcel. El Señor concluye diciendo “Esto mismo hará con
vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro
hermano” (Mt 18,35). La enseñanza es clara; es un eco de la petición del Padre
Nuestro. El Señor nos ha perdonado la deuda infinita del pecado, ¿quiénes
somos nosotros para no perdonar a los que nos han ofendido si su falta es
infinitamente inferior a la que cometemos nosotros contra Dios?
¿Por qué tanta insistencia en el tema del Perdón? Lo repetimos: porque es
indispensable para ser feliz. Quien no perdona no ama lo suficiente a Dios
porque no le obedece, no se ama suficientemente a sí mismo porque se
amarga la vida, además de correr el riesgo de ir a aquella cárcel de que habla
el Señor (cf. Mt 18,34), y no ama suficientemente al prójimo porque en la
inmensa mayoría de ocasiones es hacia él hacia quien va dirigido el rencor...
sin amor ¿quién puede ser feliz?
Niveles del Perdón
Existen tres niveles diversos de perdón:
Sanar el sentimiento de rencor que se pueda tener hacia Dios
Es evidente que Dios no nos ha hecho nada malo pues de Él sólo procede
bondad y amor para sus criaturas: “Amas a todos los seres y nada de lo que
hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado.” (Sab 11,24-26).
Sin embargo, en muchas ocasiones se ha sembrado en algunos un sentimiento
de rencor contra Dios, haciéndole culpable de los acontecimientos dolorosos de
la vida. Frases como: “¿por qué Dios permitió que sucediera esto? ¿Por qué
aquel accidente, aquella enfermedad? ¿Por qué a nosotros si somos tan
buenos?”
Dios no se enoja con esos porqués siempre y cuando el corazón que los grite
esté dispuesto a escuchar la respuesta de Dios, que en muchas ocasiones,
sólo es clara con el tiempo. La misma María Santísima dijo a su hijo, cuando
éste fue hallado en el Templo: “Hijo ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48);
el mismo Señor Jesús, se solidariza con el dolor del hombre gritando en la
cruz: “¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
Es claro que lo primero que hay que sanar es esa falsa imagen de Dios que
nos hace pensar que Él desea esos acontecimientos dolorosos de nuestra vida.
Debemos tener claro que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los
que le aman” (Rom 8,28). Esta intervención de Dios no significa que Él desee
nuestros sufrimientos, pero en el misterio de la libertad humana, los permite.
Los sufrimientos que nos afligen son causados, la inmensa mayoría de veces,
por el pecado; otros, son sufrimientos que no dependen de nuestra libre
responsabilidad y debemos tener una visión de fe para creer que éstos, de una
manera misteriosa, se dan para nuestro bien, aunque ahora no lo
comprendamos. Para entender esto se requiere una fuerte dosis de humildad y
de fe.
Perdonar al prójimo
Ya hemos dicho que debemos perdonar, para que Dios nos perdone. Pero esto
no siempre es fácil y requerimos de su gracia. Sin embargo, hay algunas
consideraciones que ayudan mucho al momento de perdonar a alguien que nos
ha hecho daño:
Excusar las faltas del otro: no es justificar el daño que nos ha hecho
nuestro prójimo aprobándolo como algo bueno, sino tratar de considerar al
ofensor más como un enfermo que como alguien malvado. Así tendremos más
misericordia con él y apreciaremos justamente que la actitud del otro muchas
veces está condicionada por cientos de circunstancias que desconocemos y
que tal vez, en su caso, hubiéramos actuado igual o peor. Por ejemplo, ¿qué se
puede esperar de una persona que tuvo una figura paterna cruel y dominante?
en muchas ocasiones, la misma actitud... si nosotros hubiésemos tenido esa
figura paterna ¿seríamos diferentes?
Somos víctimas de víctimas: siguiendo la lógica anterior, debemos tener
conciencia de que esas personas de las que somos víctimas, son, a su vez,
víctimas de otros. ¡Hay que cortar la cadena!
Orar por los que nos han hecho daño: uno de los mejores caminos para la
sanación es orar por esas personas que nos han hecho daño. En la
autobiografía de santa Laura Montoya, se relata un pasaje estremecedor.
Huérfana de padre desde muy pequeña, su madre le enseñó el valor de la
oración y el perdón. Notaba que desde pequeña, en todas las oraciones pedían
con mucho fervor por una persona en especial:
“Cuando ya grandecita le pregunté (a mi madre) dónde vivía Clímaco Uribe,
ese señor que amábamos y que yo creía miembro de la familia, por quien
rezábamos cada día, me contestó: ‘Ese fue el que mató a su padre; debemos
amarlo porque es preciso amar a los enemigos porque ellos nos acercan a
Dios, haciéndonos sufrir’. Con tales lecciones era imposible que, corriendo el
tiempo, no amara yo a los que me han hecho mal”[3].
Revivir el momento, pero con Jesús: Los acontecimientos dolorosos son
inevitables, pero llenarse de rencor sí se puede evitar. El problema no fue el
acto concreto que otro hizo y nos causó dolor, sino la manera en que lo
asumimos, sin Cristo, con soberbia, y así se introdujo la semilla del odio en el
corazón. Para perdonar al otro, debemos vivir todos estos momentos con
Cristo, desde la cruz, y como auténticos discípulos de Jesús gritar con san
Esteban: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,60). Así pues,
perdonar no es estrictamente olvidar, sino recordar sin dolor.
El santo no odia, ofrece: El incremento en la vida espiritual, nos debe llevar, a
asumir todos los dolores uniéndolos a Cristo en la cruz. De esta forma, el dolor
en vez de sembrar odio, fortalece la voluntad, nos une más a Dios, y logra la
conversión de aquellos mismos que nos ultrajan, tal como la muerte de san
Esteban cooperó en la conversión del joven Saulo que después se convirtió en
san Pablo.
Perdonar y reconciliarse: Es cierto que perdón y reconciliación no son lo
mismo. En algunas ocasiones se puede perdonar a una persona de corazón,
es decir, dejar de sentir el resentimiento en el corazón hacia esa persona y no
poder reconciliarse con ella. Así por ejemplo, una mujer puede perdonar de
todo corazón a su esposo borracho que le golpeaba y ultrajaba, y esto no
significa que deba volver a exponerse a estos golpes y ultrajes. No obstante,
siempre que se pueda dar, hay que tratar de que junto con el perdón se dé
también la reconciliación y se restablezcan así las relaciones rotas.
Perdonarse a sí mismo
Si Dios nos perdona, ¿quiénes somos nosotros para no perdonarnos? Hay una
innumerable cantidad de cosas que han hecho que tengamos rencor hacia
nosotros mismos.
En el aspecto moral, psicológico y espiritual
Los pecados y errores cometidos: de los pecados hay que pedir perdón a
Dios y olvidarlos. Cuando el Señor perdona, los borra, los quita, los elimina, ya
no existen más que en el recuerdo de quien quiere seguirlos recordando. La
contrición de corazón no tiene como intención llenarnos de rabia contra
nosotros, sino de amor hacia Dios que nos sigue perdonando, aunque seamos
débiles. Del pasado oscuro hay que aprender para no repetirlo, para ser más
humildes, para confiar más en la misericordia de Dios y para ser
misericordiosos... pero nunca para odiarnos por eso.
El propio carácter: es cierto que siempre hay muchas cosas que mejorar en
nuestro carácter, pero esto generalmente es un proceso. Hay que hacer un
esfuerzo férreo, constante y valiente para cambiar. Mientras lo logramos,
debemos crecer en humildad ante nuestras limitaciones, pero jamás odiarnos
por esto.
La respuesta a los llamados de Dios: muchas personas no se han podido
perdonar el hecho de no haber respondido a Dios con la generosidad que Él
exigía. Cierto es que “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), sin
embargo, siempre estamos a tiempo para decirle a Dios: “hágase en mí según
tu Palabra” (Lc 1, 38), pues el Señor sabrá conducirnos aún después de
nuestros equívocos. Entonces no es resentimiento contra nosotros mismos sino
disposición y apertura a escuchar la voz de Dios en las circunstancias actuales.
En el aspecto físico y humano
En ocasiones no nos aceptamos tal como somos en nuestro aspecto físico y
esto nos trae rencor contra nosotros mismos, desprecio y vergüenza de lo que
somos. Quien se burla de alguien por sus defectos físicos deja al
descubierto sus defectos mentales y espirituales. Debemos tener claro que
somos creación de Dios y que despreciar nuestra presencia física es, de algún
modo, despreciar al que nos creó, decirle que se equivocó, que su obra no es
buena. Detrás de una persona que no acepta su aspecto físico, se esconde un
carácter débil e inseguro. Más vale cultivar el carácter y la confianza que
invertir altas sumas de dinero en conseguir una apariencia física que se
acomode a los estándares de un mundo superficial.[4] «La moral exige el
respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a
una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a
sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo.
Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los
débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones
humanas.» (Catecismo, 2289).
Otros factores que pueden generar algún resentimiento contra sí mismo o
vergüenza ante los demás son las condiciones sociales, económicas,
académicas, etc. Se debe tener claro que la persona vale por sí
misma independientemente de las circunstancias que le rodeen, del
conocimiento que tenga, de la cantidad de dinero que tenga en el banco...
Nuestra dignidad procede del hecho de que somos hijos de Dios y eso no lo
puede cambiar nada ni nadie. En esta profunda convicción de la paternidad de
Dios se encuentra la sanación a esta falsa concepción de sí mismo, promovida
por el utilitarismo y superficialidad de que es presa nuestra sociedad.
¿Cómo perdonar?
Después de todas las consideraciones anteriores, es importante establecer un
derrotero para poder liberarnos definitivamente del odio y experimentar la
alegría que produce el perdón. Para perdonar se requiere básicamente dos
cosas: Una firme decisión de hacerlo y pedir ayuda a Dios.
Decisión de perdonar: el perdón no es un sentimiento sino una decisión. No
debemos esperar para “sentir” el deseo de perdonar, hay que tomar la decisión
de hacerlo por encima de nuestros sentimientos. En el momento en que se
toma la decisión de sacar el resentimiento de nuestro corazón empieza la
sanación. Al principio parece que nada sucediera, pero la voluntad unida a la
gracia de Dios va logrando sanar ese sentimiento y crea la convicción del
perdón. Con esta decisión se le dice al Señor: “¡yo quiero!” y el Señor
responde: “¡yo puedo!”
Pedir ayuda a Dios por medio de María: No basta la decisión de perdonar
para hacerlo, sino que, fundamentalmente, hay que suplicar a Dios, por medio
de su Madre Santísima, el don de perdonar. Quien humildemente y con
perseverancia suplica a Dios la gracia de perdonar la recibirá con certeza, se
configurará con Cristo y aprenderá a ser realmente feliz.
PRÁCTICA
Realizar la oración del perdón pidiendo a Dios la gracia de sanar todo
resentimiento de nuestro corazón. Esta práctica se realizará en comunidad y
será dirigida por el preparador.
Oración de Perdón (Ver Aquí)
Oración de Perdón
En un profundo clima de oración y recogimiento, y después de haber invocado
la presencia del Espíritu Santo, se hará esta oración con todo el corazón y con
calma.
Señor Jesucristo, hoy te pido la gracia de poder perdonar a todos los que me
han ofendido en mi vida. Sé que tú me darás la fuerza para perdonar. Te doy
gracias porque tú me amas y deseas mi felicidad más que yo mismo.
Señor, yo renuncio a el sentimiento de rencor que tengo contra ti, por
todas las veces que pensé que tu enviabas la muerte a mi familia y la gente
decía que era “la voluntad de Dios”. Si ha habido un resentimiento
subconsciente en mí, renuncio a él.
También por las dificultades, problemas económicos, castigos, ya que pensaba
que tú los enviabas a mí y a mis familiares. Señor, es posible que desde niño
haya guardado estos resentimientos, pero, ahora yo renuncio a eso.
¡Comprendo que me amas y que quieres siempre lo mejor para mí!
Señor me perdono a mí mismo por mis pecados, por mis faltas y mis caídas.
Por todo lo que es verdaderamente malo en mí, por todo lo que pienso que es
malo, me perdono a mí mismo.
Me perdono. Por tomar tu nombre sin necesidad, y por no adorarte como tú te
mereces.
Por haber herido a mis padres, por emborracharme, por drogarme, por mis
pecados contra la pureza, por adulterar, por abortar, por robar, por mentir. Por
todo esto me perdono sinceramente. Gracias Señor por tu gracia en este
momento.
Señor, perdono a todos los que me han hecho daño. Yo perdono
sinceramente a mi mamá. Yo le perdono todas las veces que ella me hirió, me
causó resentimiento, que se enojó conmigo y todas la veces que me castigó; le
perdono las veces que ella prefirió a mis hermanos y a mis hermanas en vez de
mi. Le perdono las veces que me dijo: “tonto”, “feo”, “estúpido”, “el peor de
todos mis hijos” y, también, porque dijo que le costé mucho dinero. Por las
veces que ella me dijo que no era deseado, que vine a este mundo por
accidente o que no era lo que ella había deseado, que fui una equivocación...
yo la perdono de todo corazón.
Yo perdono a mi papá. Le perdono por las veces que no me ayudó, por su falta
de amor, afecto y atención. Le perdono por su falta de tiempo y por no estar
conmigo dándome su compañía. Le perdono sus hábitos de beber, sus
discusiones y peleas con mi mamá y con mis hermanos. Por sus castigos
severos, por abandonarnos, por haberse alejado de casa, por divorciarse de mi
mamá y por las veces que prefirió estar fuera de casa. Yo lo perdono.
Señor, quiero que mi perdón llegue a mis hermanos y hermanas. Perdono a
los que me rechazaron, mintieron acerca de mí, a los que me odiaron y me
guardaron rencor, a los que me hirieron física y espiritualmente y a los que
rivalizaron por el amor de mis padres. Aquellos que eran demasiado severos
conmigo y me castigaron y que de alguna manera me hicieron la vida
desagradable. Yo los perdono.
Señor, yo perdono a mi esposo(a), por su pérdida de amor, afecto,
consideración, apoyo, atención, comunicación; por sus faltas, sus errores, sus
debilidades, lo rutinario de su amor, sus acciones y palabras que me hirieron y
me molestaron.
Jesús, perdono a mis hijos por sus faltas de respeto, obediencia, amor,
atención, apoyo, afecto y comprensión; por sus malos hábitos, por no querer ir
a la Iglesia y por todas las malas acciones que me molestaron.
Dios mío, perdono a mi yerno, a mi nuera y a mis otros parientes
políticos que trataron a mis hijos sin amor. Por todas sus palabras,
pensamientos, acciones y omisiones que me hicieron daño y causaron dolor,
yo les perdono, Señor.
Señor, ayúdame a perdonar a mis parientes, mis abuelitos y abuelitas que
hayan interferido en mi vida familiar, que hayan sido posesivos en relación a
mis padres, quienes pudieron haber causado confusión o hecho que uno de
ellos esté contra el otro.
Jesús, ayúdame a perdonar a mis compañeros de trabajo que me desagradan
y que me hacen la vida molesta. A aquellos que me recargan de tareas, que
me critican, que no cooperan conmigo y a los que se esfuerzan por quitarme mi
trabajo; yo les perdono Señor.
También perdono a mi obispo, a mi párroco, a mi Iglesia, a mi
comunidad por su falta de apoyo, su mezquindad, falta de amistad; por no
alentarme como debían, por no ser una inspiración para mí, por no ponerme en
puestos en que yo me sentía capacitado, por no invitarme a servir en tareas en
que yo creía que podía ser útil y por todas las heridas que me causaron; yo les
perdono en este momento Señor.
Señor, yo perdono a todos los profesionales que en alguna forma me
ofendieron: doctores, enfermeras, abogados, policías, empleados de
hospitales, etc. Por lo que me hayan hecho, yo les perdono en este día.
Señor, yo perdono a mi jefe por no pagarme lo debido, por no apreciar mi
trabajo, por no ser bondadoso y razonable conmigo, por tener mal carácter, ser
poco amistoso, por no darme un puesto mejor y no felicitarme en mi trabajo
cuando lo merecía.
Señor perdono a mis profesores e instructores tanto del pasado como del
presente. Aquellos que me castigaron, me humillaron, insultaron, fueron
injustos conmigo, se burlaron, me dijeron tonto, estúpido e hicieron que me
quedara después de clase.
Señor, yo perdono a mis amigos que hablaron mal de mí, que perdieron
contacto conmigo, que no me dieron apoyo, que no estuvieron disponibles
cuando yo les necesitaba, a los que les presté dinero y no me devolvieron, a
los que me criticaron.
Señor Jesús, yo oro en forma especial para obtener la gracia de perdonar a la
persona que más me haya ofendido. Yo te pido poder perdonar a quien
considero mi peor enemigo, al que me cuesta más perdonar o al que digo que
nunca le perdonaría.
Gracias Señor, porque tú me libras del mal y me ayudas a perdonar. Gracias
por tu amor y paz. Haz que tu Espíritu Santo ilumine todos los rincones de mi
mente. Amén.
El Santo Rosario
MISTERIOS GOZOSOS (Lunes y Sábado)
1. La Encarnación del Hijo de Dios
(Lc 1,26-38).
2. La Visita de María a Santa Isabel
(Lc 1,39-56).
3. El Nacimiento del Niño Jesús
(Lc 2,1-20).
4. La Presentación en el templo
(Lc 2,22-35).
5. El Niño perdido y hallado en el templo
(Lc 2,41 52).
MISTERIOS LUMINOSOS (Jueves)
1. El Bautismo de Jesús en el Jordán
(Mt 3,13-17).
2. La Autorevelación de Jesús en las bodas de Caná
(Jn 2,1-11).
3. El Anuncio del Reino de Dios invitando a la Conversión
(Mt 5,1-48).
4. La Transfiguración del Señor
(Mt 17,1-13).
5. La Institución de la Eucaristía
(Mt 26,26-29).
MISTERIOS DOLOROSOS (Martes y Viernes)
1. La Oración de Jesús en el Huerto
(Lc 22,39-48).
2. La Flagelación del Señor
(Mc 15,6-15).
3. La Coronación de espinas
(Mt 27,27-31).
4. Jesús con la Cruz a cuestas
(Lc 23,26-31).
5. La Crucifixión del Señor
(Lc 23,32-46).
MISTERIOS GLORIOSOS (Miércoles y Domingo)
1. La Resurrección del Señor
(Mc 16,1-18).
2. La Ascensión del Señor al Cielo
(Hch 1,3-11).
3. La Venida del Espíritu Santo
(Hch 2,1-13).
4. La Asunción de la Virgen María al Cielo
(Jdt 13,18-20).
5. La Coronación de la Virgen María
(Ap 12,1; Cant 6,10).
1. Credo de los Apóstoles
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en
Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de
Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al
tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la
derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos,
el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.
2. Cierre sus ojos un instante y recuerde todas las cosas (hechos,
palabras, pensamientos, omisión) con que ha ofendido al Señor.
Profundamente arrepentido diga:
¡Señor mío Jesucristo!, Dios y Hombre verdadero, Creador Padre y Redentor
mío; por ser vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de
todo corazón haberte ofendido y no haberte amado. Propongo firmemente no
volver a pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Te
ofrezco mi vida, obras y trabajos, en satisfacción de todos mis pecados. Así
como os lo suplico, así espero y confío, que en vuestra bondad y misericordia
infinita me los perdonaréis y me daréis gracia para enmendarme y para
perseverar en vuestro santo servicio, hasta el fin de mis días. Amén.
3. Ofrecimiento del Rosario
- En honor y gloria a la Santísima Trinidad.
- En agradecimiento por los beneficios recibidos.
- Por las Benditas Almas del Purgatorio.
- Por el Papa y la Santa Madre Iglesia Católica; por los sacerdotes y en
especial por el sacerdote que hemos adoptado.
- En expiación y reparación por todos nuestros pecados y los del mundo entero.
- Por la conversión de los pecadores y por nuestro Celo Apostólico.
- Por los agonizantes, encarcelados y enfermos.
- Para pedir las virtudes de la humildad, pureza, obediencia, fidelidad, oración y
la caridad.
- Por todos directores y futuros directores de nuestra comunidad.
- Por la paz del mundo y en especial, la de nuestro país.
- Por la perseverancia de los que han sido evangelizados por LAM para que el
Señor les infunda Celo Apostólico y suscite vocaciones santas.
- Por todos los servidores públicos y gobernantes.
- Por las intenciones del Inmaculado Corazón de María y súplicas e intenciones
personales.
4. Ven Espíritu Santo, ven por medio de la poderosa intercesión del
Inmaculado Corazón de María tu amadísima esposa (3 veces).
5. Entre el Padrenuestro y las 10 Avemarías, se reza esta
oración:
- María es Madre de gracia y Madre de misericordia.
- En la vida y en la muerte, ampáranos Madre Nuestra.
- Dios te salve María... (10 veces)
Gloria al Padre, al Hijo...
6. Se rezan las siguientes jaculatorias
- Sea amado y adorado en todo momento Jesús en el Santísimo Sacramento.
- ¡Oh Jesús mío perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno,
lleva al Cielo a todas las almas y especialmente a las más necesitadas de tu
misericordia!
- El Rosario de María nos libre de todo mal, alabemos noche y día a la Reina
Celestial.
- Ven divina voluntad, ven a reinar en los corazones de Lazos de Amor
Mariano y en los del mundo entero. Amén.
7. Oración por el Papa y las Benditas Almas del
Purgatorio
Un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria por las intenciones del Santo Padre
Francisco y para ganar las indulgencias de este Santo Rosario.
Ánimas del Purgatorio quién las pudiera aliviar, que Dios las saque de penas y
las lleve a descansar.
Padre nuestro y Avemaría
Concédele Señor, el descanso eterno y brille para ellas la luz perpetua. Que las
almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios, descansen el paz.
Amén
8. La Salve
Dios te salve, Reina y Madre, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza
nuestra. Dios te salve a ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti
suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. ¡Ea, pues, Señora
abogada nuestra! Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después
de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh
clemente! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de
alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo Amén.
9. Oración a San José
San José, que tu poder se extienda sobre todas nuestras necesidades, tú
puedes hacer posible lo que parece imposible. Protege con paternal amor
todas nuestras familias e intereses. Amén.
San José, Padre adoptivo de Nuestro Señor Jesucristo y verdadero esposo de
la Santísima Virgen María, ruega por nosotros y por los agonizantes de esta
noche. Amén.
San José varón prudente y justo, intercede por nosotros ante el Santo de los
Santos, La Trinidad Santísima. Amén.
10. Oración a San Miguel Arcángel
San Miguel Arcángel defiéndenos en la pelea. Sé nuestro amparo contra la
maldad y las asechanzas del demonio. ¡Reprímele Oh Dios como
rendidamente te lo suplicamos!
Y tú, Príncipe de las Milicias Celestiales, armado del Poder Divino, Precipita al
Infierno a Satanás y todos los espíritus malignos que para la perdición de las
almas, vagan por el mundo.
San Miguel Arcángel, con tu luz ilumínanos, San Miguel Arcángel con tus alas
protégenos, San Miguel Arcángel con tu espada defiéndenos. Amén
11. Oración al Ángel de la guarda
Santo Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche
ni de día, hasta que me pongas en el cielo en paz y alegría, junto con todos los
santos, con Jesús, José y María a quienes doy el corazón y el alma mía. Amén.
12. Bendición final
Contigo voy virgen pura y en tu poder voy confiado, pues yendo en ti amparado
mi alma volverá segura. Dulce Madre, no te alejes, tu vista de nosotros no
apartes; ven con nosotros a todas partes y solos nunca nos dejes y ya que nos
amas tanto como verdadera madre haz que nos bendiga el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. Amén.
Metodo Billing
https://www.youtube.com/watch?v=hpI0BRZBh1s
Reconocimiento de la fertilidad
https://www.youtube.com/watch?v=Tc2jHvabP8g
Casos difíciles
https://www.youtube.com/watch?v=imOgQdpqI_Y
https://www.youtube.com/watch?v=YkbZzXYRD64
https://www.youtube.com/watch?v=npOiwgmFO0E
Amor fecundo
https://www.youtube.com/watch?v=h-gPY5VVhqE