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Introducción al Conocimiento de sí mismo

¿Qué es y para qué conocernos?


El conocimiento de sí mismo consiste en adquirir plena conciencia de sí mismo
para desterrar nuestros vicios y fomentar nuestras buenas cualidades a fin de
alcanzar la santidad.
El conocimiento de nosotros mismos nos lleva a:
 
Amar más a Dios al darnos cuenta de la inmensa necesidad que tenemos de
Él.
Ganar en humildad al darnos cuenta de nuestra debilidad.
Ganar en confianza y en amor a Dios que, a pesar de nuestra pequeñez, no
nos abandona.
Ser más agradecidos con Dios por todo lo que nos da a pesar de no merecerlo.
Destruir nuestros vicios, cultivar en nuestra alma la virtud y fomentar nuestras
buenas cualidades.
 
“Quien no se conozca es imposible que pueda llegar a la santidad”[1]  pues
correrá el peligro de hacerse ilusiones sobre sí mismo y podrá caer en
presunción creyéndose ya perfecto o en desaliento y desesperación
exagerando sus faltas y pecados; en ambos casos el resultado será la tibieza.
¿Cómo podremos corregir las faltas que no conocemos o no conocemos bien,
o practicar las virtudes y fomentar las cualidades de las cuales solo tenemos un
concepto vago y confuso?
 
El conocimiento de sí mismo  trae los siguientes frutos:
 
Incremento del amor a Dios: ¡Cuánto me has dado y perdonado, Señor!
Vaciarse de sí mismo: ¡No soy nada, Tú lo eres todo, Señor!
Compasión al prójimo: ¡Conociendo mi fragilidad, entiendo la fragilidad del
otro!
Agradecido: ¡Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha puesto sus
ojos en la pequeñez de su esclava!
 
Medios para conocernos a nosotros mismos
 
Oración: Dejándonos iluminar por la luz de Dios. Los Santos se conocían
porque siempre estaban cerca de Dios. Y cuanto más santos, más
desconfiaban de sí mismos y más confiaban en Dios.
Reflexión: Interiorizando, meditando. Haciendo, además, de manera regular el
examen de conciencia.
Dirección Espiritual: buscando personas santas y sabias que nos ayuden en
este camino a la santidad.
Lectura Espiritual: leyendo los clásicos de la vida espiritual, como la Imitación
de Cristo, el Combate espiritual, la Historia de un Alma, la Introducción a la
Vida Devota, el Tratado del Amor de Dios, etc. Estos colosales libros traen
consigo gracias especiales para el conocimiento propio.
Vida de Santos: conociendo y procurando imitar al santo con el que más nos
identifiquemos o el que más impresión cause a nuestra alma, para caminar,
junto con él en el conocimiento propio.
Obstáculos para alcanzar este conocimiento
 
La Tibieza Espiritual: Porque esta es un relajamiento en el espíritu de 3
formas: Pérdida de la fuerza de voluntad, horror al esfuerzo, retardo en el
movimiento del vivir cristiano; para conocernos es necesario esforzarnos,
negarnos, es por esto que cuando caemos en tibieza espiritual se nos hace
imposible adentrarnos y reconocer lo que somos.
El Pecado: Pecar es alejarnos de Dios; por lo tanto, es imposible tener un
buen conocimiento de sí mismo sino estamos cerca de Dios. Dios es el primero
que nos conoce y es Él quien nos guía; alejados de él, llegaríamos a los
extremos de los que ya hemos hablado: desesperación al contemplar nuestra
miseria o presunción al creernos ya perfectos.
La Indiferencia: Por parecerles algo de poca importancia, algunos no se
aplican en el propio conocimiento y se hacen ilusión de estar avanzando en la
vida espiritual cuando sólo están dando vueltas en un mismo punto.
Para un adecuado conocimiento propio es indispensable «escoger entre las
devociones a la Santísima Virgen la que nos lleve más perfectamente a
dicha muerte al egoísmo, por ser la mejor y más santificadora. Porque no hay
que creer que es oro todo lo brillante, ni miel todo lo dulce, ni que el camino
más fácil y lo que practica la mayoría es lo más eficaz para la salvación. Así
como hay secretos naturales para hacer en poco tiempo, pocos gastos y gran
facilidad ciertas operaciones naturales, también hay secretos en el orden de la
gracia para realizar en poco tiempo, con dulzura y facilidad, operaciones
sobrenaturales, liberarte del egoísmo, llenarte de Dios y hacerte perfecto.
 
La práctica que quiero descubrirte es uno de esos secretos de la gracia,
ignorado por un gran número de cristianos, conocido de pocos devotos,
practicado y saboreado por un número aún menor.»[2]
 

[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. 1ra.


Ed. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 302.
 
[2] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 79-82.

Texto 13. ¿Quién soy yo?


¿Por qué los santos han dado tanta importancia al conocimiento de sí mismos?
¿Qué relación tiene el conocimiento propio con la santidad? ¿Acaso no basta
conocer a Dios para tener los elementos suficientes para llegar al Cielo? 
En realidad, una persona puede tener un vasto conocimiento de las cosas de
Dios, puede ser un extraordinario teólogo y tener plena claridad respecto a la
doctrina y la moral de la Iglesia, pero si no se conoce a sí mismo nunca logrará
llegar a la santidad. Aunque la doctrina es una sola y la moral está bien
definida, el hombre que la asimila y vive es un ser bastante complejo y requiere
conocerse muy bien para poder “dar fruto abundante” (Jn 15,2).Antes de entrar
en el conocimiento particular de cada uno, debemos conocer en general quién
es el hombre. De casi todas las cosas conocemos:
El origen: ¿De dónde proviene?
 
La naturaleza: ¿Qué es?
 
Misión: ¿Para qué fue creado?
 
Fin: ¿Para dónde va?
 
Así, cuando tenemos en nuestras manos una computadora portátil podemos
saber con mucha precisión todas las anteriores cuestiones:
 
El origen: la empresa que la fabricó (por ejemplo: Toshiba, HP, Apple, etc.).
 
La naturaleza: es una máquina electrónica que recibe y procesa datos para
convertirlos en información útil a través de circuitos integrados.
 
Misión-función: Tiene una utilidad genérica y diversa pues se puede usar para
elaborar complejos programas o para realizar sencillos cálculos matemáticos.
 
Fin: terminará en la basura cuando esté demasiado obsoleto.
 
Todas estas respuestas las conocemos con claridad gracias a que su
fabricante nos las especifica en el manual. Si no conocemos estas cuestiones
simples de la computadora portátil, terminaremos dándole un uso distinto de
aquel para la que fue creada y al final se dañará. ¿Qué pasaría con esta
computadora si creo que fue hecha para fijar clavos en la pared? ¡Con
seguridad se dañaría! Lo mismo sucede con el hombre, cuando aplica su vida a
algo distinto para lo que fue creado, termina dañándose y dañando a los
demás. Así pues, el hombre que fue creado para la felicidad en el cumplimiento
de la Voluntad de Dios, no para el pecado, y cuando aplica su vida en el
pecado termina dañándose y dañando a los que dice amar.
 
GENERALIDADES EN EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Las preguntas sobre el origen, la naturaleza, la misión, el fin y todo lo que tiene
que ver con el hombre, sólo encuentra una respuesta satisfactoria en Dios, su
creador. Nadie más que Él puede darnos a conocer lo que somos. Estas
respuestas se ven todavía más claras a partir de la encarnación del Verbo
eterno del Padre, pues “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio
del Verbo encarnado” pues Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).
 
El origen del hombre
 
El libro del Génesis en sus dos primeros capítulos nos esclarece el misterio del
origen del hombre: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo
creó, hombre y mujer los creó” (Gén 1,27).
 
Lo primero que queda claro es que el hombre es criatura, no creador; es
creación de Dios, por tanto no es Dios. No tiene su razón de ser en sí mismo
sino en su creador. Cuando el hombre se pone como medida de todas las
cosas olvidándose de su creador, entonces, traiciona su propio origen cayendo
en la idolatría de la propia persona y acaba afirmando una autonomía que le
termina destruyendo. Al desconocer su origen pierde la noción de lo que es.
 
Pero el hombre no sólo es criatura de Dios, sino que es una criatura del todo
especial: es “imagen y semejanza” de Dios (cf. Gén 1,27). Un perrito es una
criatura de Dios pero no es “imagen y semejanza” de Él... El ser “imagen y
semejanza” de Dios nos indica que participamos de su misma naturaleza, que
somos sus hijos. «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es “capaz de
conocer y amar a su Creador” (GS 12,3); es la “única criatura en la tierra a la
que Dios ha amado por sí misma” (GS 24,3); sólo él está llamado a participar,
por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios» (Catecismo, 356).
 
«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de
persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de
poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es
llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta
de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.» (Catecismo, 357).
 
Pero además, desde la creación, Dios los creó: “hombre y mujer” (Gén
1,27) como un complemento mutuo. Esta realidad hace parte de la naturaleza
del hombre y no es un rol inventado por ninguna cultura. Son creados «en una
perfecta igualdad en tanto que personas humanas» y así «el hombre y la mujer
son, con la misma dignidad, “imagen de Dios”. En su “ser-hombre” y su “ser-
mujer” reflejan la sabiduría y la bondad del Creador.» No obstante «Dios no es,
en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es
espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos.» (Catecismo,
369-370).
La naturaleza del hombre
 
El hombre es unidad sustancial de cuerpo y alma. «La persona humana,
creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato
bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que
“Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de
vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gén 2,7).» (Catecismo, 362).
 
El alma «designa también lo que hay de  más  íntimo  en  el hombre
(cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y de más valor en él (cf. Mt 10,28), aquello por lo que
es particularmente imagen de Dios: “alma” significa el principio espiritual en el
hombre.» (Catecismo, 363). «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es
directamente creada por Dios -no es “producida” por los padres-, y que es
inmortal: no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de
nuevo al cuerpo en la resurrección final» (Catecismo, 366). Posee dos
facultades que llaman superiores: Entendimiento y Voluntad. El entendimiento
iluminado por la fe y la voluntad ayudada de la gracia disponen al hombre para
cumplir la Voluntad de Dios.[1]
 
El entendimiento es la capacidad que tiene el hombre para pensar, para
buscar y hallar la verdad a través de la mente y la razón. Gracias a esta
capacidad, el hombre puede entender y aprender, imaginar y memorizar, puede
hacer grandes descubrimientos e inventar cosas maravillosas, puede mejorar el
mundo, pero lo más importante es que, gracias a su entendimiento, el hombre
puede llegar a conocer la verdad. Conocer la verdad significa que aquello que
pensamos coincide con lo que realmente es o sucede. Es importante “el
entendimiento” porque usándolo correctamente y conociendo la revelación de
Dios llegamos a la Verdad: “conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres” (Jn 8,32).
Pero el hombre no sólo piensa, sino que también tiene voluntad, “quiere”. Es
decir, el hombre busca aquello que le atrae. La voluntad es la capacidad que
tiene el hombre para “moverse” hacia un bien que desea. La voluntad busca
siempre un bien que ha sido pensado y prestando a ella anteriormente por el
entendimiento. La voluntad se mueve para alcanzar la felicidad que la
inteligencia piensa que le dará tener el bien deseado. Es importante la Voluntad
porque con ella podemos practicamos la virtud: La repetición habitual de un
buen acto de la voluntad se denomina virtud, la repetición habitual de un mal
acto de la voluntad se denomina vicio.
 
«El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la “imagen de Dios”: es
cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es
toda la persona humana la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el
templo del Espíritu (cf. 1 Cor 6,19-20; 15,44-45).» (Catecismo, 364). En el
cuerpo se encuentran las facultades inferiores: las pasiones, los sentimientos,
las emociones. Estas deben estar sometidas a las facultades superiores.
 
Antes del pecado original el hombre vivía en «estado de santidad y de justicia
originales» (Catecismo, 384). El estado de Justicia Original traía para el
hombre una serie de gracias especiales (Catecismo, 374-379):
 
Estaba en amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la
creación en torno a él.
 
Tenía “participación de la vida divina”.
 
Todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas.
 
El hombre no debía ni morir (cf. Gén 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gén 3,16).
 
Experimentaba la armonía interior de la persona humana, la armonía entre el
hombre y la mujer (cf. Gén 2,25), la armonía entre la primera pareja y toda la
creación.
 
Las facultades inferiores estaban sometidas a las facultades superiores.
 
Tenía “dominio” del mundo que Dios había concedido.
 
Tenía dominio de sí.
 
El hombre se hallaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la
triple concupiscencia.
 
El trabajo no le era penoso (cf. Gén 3,17-19).
 
Con el pecado original el hombre pierde el estado de Justicia Original, pero
gracias a la Redención todas estas gracias serán superadas «por la gloria de la
nueva creación en Cristo» (Catecismo, 374). Así pues, la gracia de la
redención hace del hombre caído una nueva criatura y le da dignidad de hijo de
Dios. De esta manera, ante la pregunta: “¿quién eres?” no hay mejor respuesta
y nada que defina más al hombre que responder: ¡un hijo de Dios! (cf. 1 Jn
3,1).
 
Finalmente es importante decir que Dios hizo al hombre Libre: «Dios ha creado
al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la
iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios “dejar al hombre en manos de
su propia decisión” (Si 15,14), de modo que busque a su Creador sin
coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz
perfección”(GS 17). “El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue
creado libre y dueño de sus actos” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4,
4, 3).» (Catecismo, 1730).
 
 
 
Misión del hombre
 
El hombre fue creado para “conocer, amar y servir a Dios”. Esta es su misión
en esta tierra y el único medio para alcanzar la felicidad plena. En este
conocimiento, amor y servicio a Dios, en el cumplimiento alegre y gozoso de su
Voluntad, se encuentra la clave de la santidad. Fuimos creados para la
santidad. Buscamos la santidad para dar la mayor gloria a Dios y haciendo esto
encontramos la felicidad, no al revés. En la raíz del pecado original se
encuentra una inversión en este sentido: Adán y Eva primero buscaron su
propia felicidad, antes que la gloria de Dios... todavía hoy estamos pagando las
consecuencias de este equívoco. Cuando el hombre busca su propia felicidad a
espaldas de la voluntad de Dios termina destruyéndose pues pierde la brújula
que le sabe conducir por el camino de la realización plena; esa brújula es la
Voluntad de Dios.
 
El hombre de hoy tiene más hambre de felicidad que nunca. Sin embargo, cada
vez está más lejos de encontrarla, pues cada vez se aleja más de la voluntad
de Dios. Es como si Dios fuese un gran faro luz y el hombre estuviera de
espaldas a él... engañado, ve que una sombra se dibuja en el suelo y comienza
a perseguir esa sombra, la sombra de la felicidad. Pero mientras más camina
para tratar de agarrarla más se aleja la sombra de él, pues más se aleja de la
luz. Sólo cuando da un giro de 180 grados e inicia un proceso de conversión,
sólo cuando comienza a caminar de nuevo hacia la luz, sólo cuando se decide
a ir a Dios, sólo ahí, la sombra comienza a seguirle a él... y cuando está debajo
de la luz encuentra que la sombra de la felicidad está debajo de sus pies...
¡ahora es feliz!
 
Todo lo demás que el hombre haga, por bueno y noble que sea, debe estar
subordinado a esta “búsqueda de la santidad”, a este “conocer, amar y servir a
Dios”, a este “cumplimiento de su Voluntad”. El hombre no vive para ser
ingeniero, ni doctor, ni padre o madre de familia, ni abogado, ni casado, ni
soltero, ni presbítero... el hombre vive para ser santo y todo lo demás es un
medio para llegar a esta santidad. Pero la realización plena del hombre se dará
cuando contemple a Dios cara a cara... ese es el fin al que fue llamado.
 
Fin del hombre
 
«Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios» (Catecismo,
1878). Venimos de Dios y a Dios volvemos. El fin del hombre es la gloria eterna
con Dios en la visión Beatífica. El hombre fue creado para el Cielo: «Los que
mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados,
viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo
ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Cor 13, 12; Ap 22, 4).» « El cielo
es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre,
el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1023-1024).
 
El infierno no es el destino al que fue llamado el hombre, el ser humano no fue
creado para “el lago de fuego” (Ap 20,14 ), pues “Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim
2,4). Quienes van al infierno lo hacen por propia voluntad, truncando el plan de
Dios en sus vidas... es el fracaso del plan de Dios en la vida de una persona.
Por esta razón, todo en nuestra vida se debe ordenar al fin sobrenatural que es
la posesión de Dios mediante la visión beatífica en el cielo.
 
 
PARTICULARIDADES EN EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Todo lo anterior, sin ser exhaustivo, es la generalidad de lo que el hombre debe
conocer de sí mismo. Sin embargo, existen particularidades sumamente
necesarias para llegar a la santidad. Sabiendo que nuestra meta es la santidad,
debemos conocer en nosotros qué nos ayuda para llegar a ella (virtudes), qué
se constituye en un obstáculo para alcanzarla (vicios y defectos), y de qué
manera podemos potenciar nuestro temperamento para llegar al Cielo.
Virtudes y vicios
 
La virtud es una disposición habitual del hombre, adquirida por el ejercicio
repetido de actuar consciente y libremente en orden a la perfección o al bien.
La virtud para que sea virtud tiene que ser habitual, y no un acto esporádico,
aislado. Es como una segunda naturaleza a la hora de actuar, pensar,
reaccionar, sentir, pues cuando se adquiere hace más fácil hacer el bien. La
humildad, la pureza, la generosidad, la obediencia, la mortificación, etc. son
virtudes que se deben cultivar frecuentemente. Sin embargo, hay unas virtudes
que son del todo especiales pues tienen que ver directamente con nuestra
relación con Dios; son llamadas virtudes teologales: la fe, la esperanza y la
caridad. También existen unas virtudes llamadas cardinales que nos ayudan en
nuestra relación con nuestro prójimo: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la
templanza.
 
Lo contrario a la virtud es el vicio, que es también un hábito adquirido por la
repetición de actos contrarios al bien. Así, la lujuria, la soberbia, la avaricia, etc.
son vicios de los que hay que huir como de la lepra.
 
Para tener un adecuado conocimiento propio es necesario reconocer en
nosotros las virtudes y los vicios que tenemos, las primeras para cultivarlas aún
más y los segundos para eliminarlos definitivamente de nuestra vida.
 
Temperamento y carácter[2]
 
Con frecuencia se confunden el temperamento y el carácter, pero son dos
cosas realmente distintas, aunque íntimamente relacionadas. El temperamento
es el conjunto de las inclinaciones íntimas que brotan de la constitución
fisiológica de los individuos, y el carácter es el conjunto de las disposiciones
psicológicas que nacen del temperamento en cuanto modificado por la
educación y el trabajo de la voluntad y consolidado por el hábito. Según esta
educación el carácter será un buen o malo.
 
Tipos de temperamento[3]
 
Temperamento Sanguíneo
Buenas cualidades: El sanguíneo es afable y alegre, simpático, sensible y
compasivo ante las desgracias del prójimo, dócil y sumiso ante sus superiores,
sincero y espontáneo (a veces hasta la inconveniencia). Su entusiasmo es
contagioso y arrebatador; su buen corazón cautiva y enamora. Suele tener una
concepción serena de la vida, dotado de una exuberante riqueza afectiva.
Sanguíneos ciento por cien fueron el apóstol San Pedro, san Agustín, Santa
Teresa y San Francisco Javier.
 
Malas cualidades: Sus principales defectos son la superficialidad, la
inconstancia y la sensualidad.
 
Temperamento Colérico
Buenas cualidades: Actividad, entendimiento agudo, voluntad fuerte,
concentración, constancia, magnanimidad, liberalidad: he ahí las excelentes
prendas de este temperamento riquísimo. Los coléricos, o biliosos, son los
grandes apasionados y voluntariosos. Prácticos, despejados, más bien que
teóricos, son más inclinados a obrar que a pensar. No son de los que dejan
para mañana lo que deberían hacer hoy, más bien hacen hoy lo que deberían
dejar para mañana. Tales fueron San Pablo Apóstol, San Jerónimo, San
Ignacio de Loyola y San Francisco de Sales.
 
Malas cualidades: La tenacidad de su carácter les hace propensos a la dureza,
obstinación, insensibilidad, ira y orgullo. Si se les resiste y contradice, se tornan
violentos y crueles, a menos que la virtud cristiana modere sus inclinaciones.
Tratan a los otros con una altanería que puede llegar hasta la crueldad. Todo
debe doblegarse ante ellos.
 
Temperamento Nervioso
Buenas cualidades: Los nerviosos tienen una sensibilidad menos viva que la
de los sanguíneos, pero más profunda. Son naturalmente inclinados a la
reflexión, a la soledad, a la quietud, a la piedad y vida interior. Su inteligencia
suele ser aguda y profunda, madurando sus ideas con la reflexión y la calma.
Es el temperamento opuesto al sanguíneo, como el colérico es el opuesto al
linfático. Fueron temperamentos nerviosos el apóstol San Juan, San Bernardo,
San Luis Gonzaga, Santa Teresa del Niño Jesús, Pascal.
 
Malas Cualidades: El lado desfavorable de este temperamento es la tendencia
exagerada hacia la tristeza y melancolía. Se sienten inclinados al pesimismo, a
ver siempre el lado difícil de las cosas, a exagerar las dificultades. Ello les hace
retraídos y tímidos, propensos a la desconfianza en sus propias fuerzas, al
desaliento, a la indecisión y a los escrúpulos.
 
Temperamento Flemático
Buenas cualidades: El flemático trabaja despacio, pero asiduamente. No se
irrita fácilmente por insultos, fracasos o enfermedades. Permanece tranquilo,
sosegado, discreto y juicioso. Es sobrio y tiene un buen sentido práctico de la
vida. Su lenguaje es claro, ordenado, justo, positivo. Es prudente, sensato,
reflexivo, obra con seguridad, llega a sus fines sin violencia, porque aparta los
obstáculos en lugar de romperlos. Santo Tomás de Aquino poseyó los mejores
elementos de este temperamento.
 
Malas cualidades: Su calma y lentitud le hacen perder muy buenas ocasiones,
porque tarda demasiado en ponerse en marcha. No se interesa mayormente
por lo que pasa fuera de él. Vive para sí mismo, en una especie de
concentración egoísta. No son muy apropiados para el mando y el gobierno.
 
Ninguno de estos temperamentos existe en la realidad en estado «puro». La
realidad es más compleja que todas las categorías especulativas. Con
frecuencia encontramos en la práctica, reunidos en un solo individuo,
elementos pertenecientes a los temperamentos más dispares Con todo, es
indudable que en cada individuo predominan ciertos rasgos temperamentales
que permiten catalogarlo, con las debidas reservas y precauciones, en alguno
los cuadros tradicionales.
 
Si quisiéramos recoger ahora en sintética visión de conjunto las características
del temperamento ideal, tomaríamos algo de cada uno de los que acabamos de
describir. Al sanguíneo le pediríamos su simpatía, su gran corazón y su
vivacidad; al nervioso, la profundidad y delicadeza de sentimientos; al colérico,
su actividad inagotable y su tenacidad; al flemático, en fin, el dominio de sí
mismo, la prudencia y la perseverancia.
 
 
El carácter
 
Es la resultante habitual de las múltiples tendencias que se disputan la vida del
hombre. Es como la síntesis de nuestros hábitos. Es la manera de ser habitual
de un hombre, que le distingue de todos los demás y le da una personalidad
moral propia. Es la fisonomía o «marca moral» de un individuo. Es el conjunto
de las disposiciones psicológicas que nacen del temperamento en cuanto
modificado por la educación y el trabajo de la voluntad y consolidado por el
hábito.
 
 
 
Tres son las causas que originan el carácter:
 
El Nacimiento: Hay acuerdo general en que los factores de la herencia capital
tienen importancia en la constitución del carácter. El niño que viene al mundo
trae la «marca de fábrica» que le han impreso sus propios padres, y ese sello
jamás se borrará del todo. De ahí la inmensa responsabilidad de los padres
sobre el porvenir de sus hijos.
 
El ambiente exterior: Bosquejado solamente por la naturaleza, el carácter
queda sometido mientras viva a la influencia de los agentes exteriores que le
rodean. Estos agentes exteriores que actúan sobre nuestro carácter son de tipo
muy vario. Los hay físicos, como la alimentación, el aire, el clima y la higiene.
Otros agentes exteriores son de tipo moral. La educación, las amistades y el
ambiente familiar ocupan el primer lugar.
 
La voluntad: El nacimiento y el medio ambiente: he ahí dos fuerzas formidables
en la formación del carácter. Con todo, una voluntad enérgica y tenaz puede
llegar a contrarrestar su peso e inclinar definitivamente la balanza a su favor.
Tenemos la inquebrantable convicción de que nuestra alma está en nuestras
manos, y que a nosotros corresponde substraerla de la violencia de las
pasiones o abandonarnos ciegamente a ellas.
 
En un carácter ideal la inteligencia es clara, penetrante, ágil, capaz de tanta
amplitud como profundidad. La voluntad es firme, tenaz, perseverante. La
sensibilidad es fina, delicada, serena, perfectamente controlada por la razón y
la propia voluntad. La conciencia es recta pues un hombre sin conciencia es un
hombre sin honor; y sin ella, todas las demás cualidades se vienen abajo. La
conciencia es un  vigía experimentado y fiel que aprueba lo bueno, prohíbe lo
malo. El corazón es bondadoso y se manifiesta en la afabilidad, sencillez y
generosidad. Tiene buenos modales que son como el vestido moral del
hombre. El exterior de una persona deja transparentar sin esfuerzo su interior.
 El Defecto Dominante[4]
 
Con la palabra “defecto” se designa entre otras cosas la inclinación a un
determinado acto pecaminoso producida por la repetición frecuente del mismo
acto. Todos nacemos con predisposiciones naturales a ciertos actos buenos y
a otros malos. Si la voluntad no se opone desde el principio a estas
predisposiciones connaturales al mal, éstas adquieren pronto mayor vigor y se
convierten en verdaderos defectos.  “Defecto dominante” en el hombre es
aquella proclividad cuyo impulso es más frecuente y más fuerte, aunque no
siempre se observe.
 
El defecto dominante, a menudo, nos lleva a cometer faltas o pecados. Si el
defecto dominante no es combatido enérgicamente irá cegando poco a poco la
mente llevando al hombre a culpas cada vez más frecuentes y más graves.
 
Modos de combatirlo
 
Para combatir el defecto dominante es necesario ante todo conocerlo, lo cual
no se consigue fácilmente. Para conocer nuestro defecto dominante:
 
Hemos de orar y examinarnos acerca de las infidelidades que más fácilmente y
a menudo cometemos.
 
Es también conveniente observar el objeto a que se dirigen nuestros
pensamientos y deseos espontáneamente.
 
Otro medio de actuar es abrir sinceramente el corazón al confesor que de esta
manera nos conocerá a fondo y podrá indicarnos nuestro defecto dominante.
 
También debemos tener en cuenta las reprensiones que más se nos hacen.
Después de haber conocido nuestro defecto dominante es necesario trabajar
sin tregua en extirparlo, especialmente con el ejercicio de las virtudes más
directamente contrarias a él.
 
Para conseguir nuestro intento habremos de orar mucho y examinarnos sobre
los progresos que hacemos.
 
A veces se requieren varios años de dura lucha para desarraigar un defecto,
pero no debemos creer que estos esfuerzos son inútiles: con la gracia del
Señor se pueden reformar las naturalezas más rebeldes. Tampoco nos hemos
de creer vencedores hasta el punto de descuidar toda vigilancia durante el
resto de nuestra vida.
 
 
PRÁCTICA
 
Hacer un examen de conciencia escrito en el que identifique: vicios, virtudes,
temperamento y defecto dominante. Al final, hacer propósitos firmes en
búsqueda de la santidad.
 

[1] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na ed. Madrid: La


Editorial Católica (BAC), 2001. Pp.  373-389.
 
[2] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na ed. Madrid: La
Editorial Católica (BAC), 2001. Pp. 760-765.
 
[3] Ibíd., pp. 784-790.
 
[4] P. Miguel Ángel Fuentes. ¿Qué es el Defecto Dominante? Disponible en
internet 2 de julio de 2013 «http://www.teologoresponde.com.ar/respuesta.asp?
id=140»

Texto 14. La tibieza


“Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero
porque eres tibio y no frío o caliente, voy a vomitarte de mi boca.” (Ap 3, 15-
16).
 
Existe un nivel “generalizado” de la tibieza que se describe en la terrible frase:
“el que peca y reza, empata”. Desgraciadamente debemos reconocer que una
enorme cantidad de fieles bautizados padecen esta tibieza que va
generalmente acompañada de un profundo relativismo. 
Detrás de esta expresión y de esta tibieza se esconde una profunda ignorancia
y desamor. En efecto, quien así piensa ignora que el amor a Dios exige
fidelidad y coherencia. ¿Puede un hombre ser infiel a su esposa y tranquilizar
su conciencia diciendo que no le falta con el mercado y con todo lo necesario
para vivir? Ahí no hay amor verdadero. El amor verdadero exige que se ame a
la persona no sólo por momentos, sino siempre. Lo mismo sucede en la vida
espiritual: el que dice pecar y rezar para “empatar” es un tibio y será vomitado
de la boca de Dios.
 
Nótese que aquí nos referimos a las personas que tiene la predisposición de
“pecar y rezar”, bajo la falsa concepción de que esto, a la larga, agradará a
Dios. Porque también es cierto que en nuestra lucha espiritual en ocasiones
somos débiles y pecamos, aunque también recemos, pero una recta conciencia
tiene perfectamente claro que no hay compatibilidad alguna entre pecar y
rezar... ¡se reza precisamente para no caer en pecado! Una verdadera
conversión es remedio para este tipo de tibieza.
 
Sin embargo, existe una tibieza más refinada y por consiguiente más difícil de
detectar. Es la tibieza que padecen las personas que ya han iniciado un camino
espiritual, y esta tibieza se constituye en una de las peores enfermedades de la
vida espiritual: Es como un Cáncer para el alma.
Tibieza en “la gente espiritual”[1]
 
Esta tibieza es una enfermedad espiritual, que igualmente puede atacar a los
principiantes que a los perfectos. Supone realmente haberse adquirido ya cierto
grado de fervor y dejarse llevar poco a poco hacia relajamiento.
 
¿Qué es?
 
Consiste la tibieza cierta especie de relajamiento espiritual, que va parando las
energías de la voluntad, inspira horror al esfuerzo, y recarga pesadamente los
movimientos del vivir cristiano. Es una languidez y entorpecimiento, que no es
aún la muerte, pero que a la muerte lleva insensiblemente robándonos poco a
poco las fuerzas morales. Podríamos compararla con un cáncer que va
consumiendo poco alguno de nuestros órganos vitales. La tibieza en sí misma
no es pecado mortal ni venial, sino un estado de desgano consentido. Sin
embargo, después del pecado es lo que más se opone a la santidad.
 
Causas
 
Dos causas principales contribuyen a su desarrollo: una alimentación espiritual
deficiente, y la invasión de algún germen dañino.
 
Alimentación espiritual deficiente: Para vivir y crecer en la vida, nuestra
alma necesita de una buena alimentación espiritual; pero el pasto del alma son
los diversos ejercicios espirituales, como meditaciones, lecturas, oraciones,
exámenes, el cumplimiento de las obligaciones del propio estado, el ejercicio
de las virtudes que la ponen en comunicación con Dios, la fuente del vivir
sobrenatural. Si, pues, hacemos con negligencia esos ejercicios, si nos
dejamos llevar voluntariamente de las distracciones, si no luchamos contra la
rutina y la flojera, nos privaremos de muchas gracias, nos alimentaremos poco,
se apoderará de nosotros la debilidad, no tendremos fuerzas para el ejercicio
de las virtudes cristianas por muy poco de practicar que estas fueran. Y
entonces, al ver el poco provecho que sacamos de tales ejercicios, empezamos
por acortarlos para acabar suprimiéndolos. Ya no ponemos esfuerzo de nuestra
parte para alcanzar las virtudes, y muy pronto recrudecen los vicios y las malas
inclinaciones. Ante los valores espirituales, sobre todo ante un valor
fundamental como la oración, se pierde el interés. Se convierte en algo
aburrido, pesado, en una pérdida de tiempo. Se la pospone para dar prioridad a
otras actividades presentadas como más atractivas.
Invasión de algún germen: El resultado de semejante apatía espiritual es el
progresivo debilitamiento del alma, una especie de anemia espiritual, que
prepara el organismo para la invasión de un germen morboso, o sea, de alguna
de las tres concupiscencias, o, a veces, de las tres juntas.
Mal guardadas las puertas del alma, los sentidos exteriores e interiores dejan
fácil paso a las sugestiones malsanas de la curiosidad y de la sensualidad, y se
alzan con frecuencia tentaciones, que se rechazan sólo a medias. Luego hacen
presa en el corazón algunas aficiones que ponen un tanto de turbación; se
pasa a cometer imprudencias; se juega con el peligro; se van amontonando los
pecados veniales de los cuales apenas nos dolemos; nos dejamos llevar
cuesta abajo, hasta llegar al borde del abismo y por muy dichosos hemos de
tenernos s nos damos cuenta de ello.
Además, la soberbia, jamás del todo dominada, vuelve al ataque: se complace
el alma en sí misma, en sus buenas cualidades, en sus triunfos externos. Para
ensalzarse aún más se compara con otros más relajados aún, y menosprecia,
como a gentes de corto entendimiento a los que se esfuerzan por ser fieles a
Dios. La soberbia trae consigo la envidia, los celos, movimientos de
impaciencia y de ira, y aspereza en el trato con el prójimo.
La codicia se reaviva: se necesita dinero para gozar un poco más y para lucir.
Para ganar dinero en mayor cantidad se acude a procedimientos poco
delicados, poco honrados, que rayan en la injusticia.
 
De ahí nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que nos dolemos
poco, porque lentamente se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de
la conciencia; se vive realmente en habitual disipación y se hace muy a la ligera
el examen de conciencia al momento de la confesión. Con eso va perdiéndose
el horror al pecado mortal, van siendo más raras las gracias divinas y el alma
se aprovecha menos de ellas; se debilita, en definitiva, todo el organismo
espiritual, y la consiguiente anemia prepara para vergonzosas caídas.
 
En el fondo, la tibieza se produce por la falta de constancia en el amor. Muchos
autores han comparado la vida espiritual a un río con mucha corriente de agua.
Si la persona desea cruzarlo, deberá nadar constantemente, aunque ello le
implique esfuerzo y sacrificio. Si se deja de nadar, aunque sea un momento,
habrá un retroceso; la corriente lo llevará hacia atrás, quién sabe hasta dónde.
Así sucede en la vida espiritual; por la falta de constancia en el amor, en la
lucha, en la oración, en el apostolado, se cae fácilmente en la tibieza espiritual.
 
 
 
 
 
Grados
 
Incipiente: se conserva el horror al pecado mortal pero se cae en el pecado
venial deliberado (voluntario). Se incrementa el defecto dominante y se hacen
las prácticas espirituales por rutina.
 
Consumada: se pierde el horror al pecado mortal; crece el amor del deleite de
tal manera que nos duele que algunos deleites están prohibidos bajo pena de
pecado mortal. Se rechazan blandamente las tentaciones y llega un punto en
que el alma se pregunta, no sin razón, si no habrá perdido el estado de gracia.
 
Daños de la tibieza
 
El principal daño es el debilitamiento progresivo de las fuerzas del alma: esto
es peligrosísimo porque se da casi sin sentir; nadie cae en tibieza espiritual de
un momento a otro; es un proceso en el que el deseo de santidad se va
extinguiendo, el amor por la oración disminuye, el ardor apostólico se apaga.
Ceguera de conciencia: del continuo querer excusar y tapar las propias faltas,
se llega a juzgar falsamente, y a considerar, como leves, faltas de suyo graves.
Se forma así una conciencia laxa, relajada, que no considera la gravedad de
las imprudencias o de los pecados que se cometen, que ya no reacciona para
detestarlos, y que cae culpablemente en errores.
Debilitamiento progresivo de la voluntad: he aquí uno de los principales daños
de la tibieza. Una vez se detecta se hacen esfuerzos vanos e inútiles por salir
de ella, pues no se emprende con verdadera decisión un camino hacia la
recuperación del fuego del amor.
Búsqueda de satisfacciones inferiores: Cuanto acostumbraba a hacer como
buen cristiano, le aburre, le cansa. Siente un gran disgusto al hacer las cosas
que anteriormente le llenaban de satisfacción: la oración, el apostolado, las
buenas obras, el cumplimiento de los deberes del propio estado; de repente le
empiezan a llamar mucho más la atención las amistades frívolas, la diversión,
la televisión, la práctica exagerada de un determinado deporte.... Empieza a
claudicar y cambia sus valores por otros menos valiosos.
De pequeñas caídas se preparan las grandes: por las muchas concesiones
hechas a la sensualidad y a la soberbia en mil cosas pequeñas, se cae en
cosas de mayor importancia. Porque así pasa en la vida espiritual. La Escritura
nos dice que, quien no cuida de las cosas pequeñas, cae en las grandes, y
quien es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho, y quien falta a la justicia
en las cosas pequeñas, faltará también en las grandes (cf. Lc 16,10); todo lo
cual quiere decir que el cuidado o el descuido en ciertas obras redunda en
otras semejantes. El alma tibia acepta el pecado venial con toda tranquilidad;
conoce su maldad, pero como no llega a ser pecado mortal, vive con una paz
aparente, considerándose buen cristiana, buena religiosa, sin darse cuenta de
la peligrosidad de tal conducta: el pecado venial deliberado puede ser para él,
el detonante de pecados mortales graves. De ahí (de la tibieza) nacen muchos
pecados veniales deliberados, de los que apenas nos dolemos, porque poco a
poco se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; se
vive realmente en habitual disipación y se hacen muy a la ligera los exámenes
de conciencia. Con eso va amortiguándose el horror al pecado mortal, van
siendo más raras las gracias divinas, y se aprovecha menos de ellas el alma.
 
 
Se siente fastidio al esfuerzo: debilitada la fuerza de la voluntad, el alma se
deja llevar por los apetitos de la naturaleza desordenada, del no hacer caso de
nada, del amor a los placeres deshonestos. Y esta pendiente es tan peligrosa
que, si no se hace nada por volverla a subir, acaba en pecados graves. Se
pierde el espíritu de sacrificio. Cuanto implique sacrificio, renuncia, esfuerzo,
lucha, queda descartado.
Se resiste a la voz de Dios y se cede a la de la propia debilidad: Obrando en
tibieza, se abusa de las gracias, se resiste a las inspiraciones del Espíritu
Santo; y con esto se escucha más fácilmente la voz de la sensualidad, se cede
a las malas inclinaciones y se cae en el pecado mortal.
Se cae en una visión práctica, utilitaria y activista de la vida: Se pierde el
sentido de la generosidad y se afronta la vida con una visión utilitaria y práctica:
sólo vale lo que reporta ganancia, comodidad, placer o satisfacción. A veces el
activismo puede aparecer como un síntoma de tibieza espiritual; un activismo
motivado mucho más por la vanidad, por el deseo de sobresalir, que por una
verdadera pureza de intención. La persona actúa por respeto humano, por el
qué dirán. El respeto humano es una guillotina de santos... este respeto
humano nos hace obrar por un “qué dirán”, por una complacencia pasajera,
arrebatando la verdadera santidad, que consiste en el amor auténtico a
Jesucristo. El respeto humano es además un asesino de la virtud. Cuántas
obras buenas, cuántos ejemplos de virtud, cuántas acciones apostólicas se han
dejado de hacer en el mundo por el maldito respeto humano. Este vicio roba la
virtud, la traiciona, la asesina; si no se le combate con energía y valor conduce
infaliblemente a la cobardía en la virtud.
 
Remedios contra la tibieza
 
Si hemos caído en la tibieza no hemos de desesperar. Jesús está siempre listo
a volvernos a su amistad y a su intimidad, si nos convertimos a Él. La tibieza no
tiene otra solución que Dios mismo. Es decir, sólo la gracia de Dios nos hará
salir de ella. Sin embargo, hay que emprender el camino auténtico, ahora
doblemente difícil, pues la conciencia no ha sido lacerada en vano: el camino
de la conversión, de la superación, de la perfección. Habrá que desandar por
donde se fue entibiando: es el camino de las cosas pequeñas, sin esperar los
grandes consuelos espirituales.  He aquí algunos remedios para salir del
terrible estado de tibieza espiritual:
 
Acudir con frecuencia a un sabio confesor: Hay que abrirle el alma y pedirle
que sacuda nuestra pereza; recibir y seguir sus consejos con entusiasmo y
constancia. Si el confesor ve al dirigido camino de la tibieza, deberá esforzarse
por lograr del alma una oración pidiéndole a Dios salir de ella.
Práctica fervorosa de los ejercicios de piedad: es la búsqueda del “primer
amor” (Ap 2,4). Hay que volver a los ejercicios de piedad, hechos por amor, en
especial a aquellos que veníamos haciendo antes de caer en la tibieza. Pero
deben practicarse de manera “fervorosa”; el fervor no necesariamente es
sensible, sino que surge de la generosidad de la voluntad que cuida de no
negar a Dios cosa alguna.
Realizar con fidelidad las obligaciones del propio estado: esto implica un gran
esfuerzo de la voluntad y nos lleva a volver a encender el fervor, a reparar
nuestras faltas pasadas y a adquirir de nuevo el espíritu de la penitencia.
Avivar una profunda devoción hacia la Madre de Dios: Nuestra Señora se
encargará, amorosamente, de “sacudir” al alma que se encuentra en el letargo
de la tibieza. Por esta razón es muy provechoso que el tibio suplique a la
Madre de Dios que le alcance la gracia de salir de ese estado.
Algunas consideraciones finales
 
Diferencia entre Tibieza y Sequedad espiritual: Este estado es muy distinto
de la sequedad o de las pruebas divinas; en estas, en vez de dejarnos llevar de
las distracciones, nos duele el tenerlas, y nos avergonzamos de ellas, y
trabajamos seriamente para librarnos; en el estado de tibieza, por el contrario,
damos fácil entrada a mil pensamientos inútiles, nos complacemos en ellos, y
apenas hacemos algo para sacarlos, y no tardan las distracciones en ocupar
casi por entero el tiempo de nuestra oración. La tibieza es una aridez culpable,
como quien estando en un cuarto donde hace mucho frío y teniendo un fuego
en la chimenea, no se acerca a él. Siente el frío, pero no tiene el ánimo ni el
coraje para acercarse al calentador.
 
Normalmente el tibio se “auto justifica”: “No mato, no robo, no hago nada
malo; me comporto mejor que mucha gente, no dejo de ir a Misa los
domingos”.  Bien, pero ¿y lo bueno que se deja de hacer? ¿Los pecados de
omisión? La tibieza se convierte en un proceso en donde la conciencia se va
apagando poco a poco hasta llegar al punto donde ya no reclama, donde todo
lo justifica, donde ya sólo se ve la propia conveniencia. Así, el tibio sólo se
compara con los que considera peores que él; deja de mirar arriba, deja de
tomar a los santos como modelo, se ampara en otra gran cantidad de tibios que
considera buena gente, pero que no son santos.
 
PRÁCTICA
 
Leer una corta biografía de un santo. Compartirla en la siguiente reunión de
preparación.
 

[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo


II. 1ra Ed. Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 809-815.

Texto 15. Sentido del sufrimiento

Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que
todos suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan
de explicar este misterio desde los más diversos ángulos, en muchas
ocasiones prometiendo que de aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante
inmunes al padecimiento y libres de sufrimientos: “el sufrimiento no es real,
sino una obra de tu mente. 
 
Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un
producto de tu sueño”. Esta tremenda mentira que forma parte de una peligrosa
corriente de pseudo-espiritualidad oriental, intenta dar respuesta al sufrimiento,
negándolo, invitando a las personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que
las cosas nos afecten. ¿Alguien podría decirle la anterior frase a una mamá
que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se atrevería a decirle: “señora, ese
sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa teoría es tan
contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio
peso.
 
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que
llaman una “estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y,
en este orden de ideas, se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por
qué a nosotros que somos “tan buenos”?» Claro, parece lógico: los malos
hacen cosas malas y lo deben pagar... los buenos hacemos cosas buenas y se
nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero... ¿quiénes son los malos y
quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al lado de los
buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese
camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como
buenos nos sitúa en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la
medida de la maldad de los demás a la vez que hace gala de la propia bondad.
Seguramente comparándonos con los santos quedaríamos del lado de los
malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
 
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la
pregunta sobre el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la
sombra del misterio, pero iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente
claridad como para poderle dar un sentido.
 
¿Por qué existe el sufrimiento?
 
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento no hacía parte del plan
de Dios. Dios llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno
en el cumplimiento de su voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo
mejor para sus hijos. Sin embargo, como consecuencia de la caída de Adán
y Eva entra la muerte, “salario del pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda
clase de sufrimientos físicos y morales. A partir de ese momento la mujer da a
luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al trabajar la tierra que
ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia fratricida
que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el
hombre deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del
egoísmo (cf. Gén 11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el
sello del sufrimiento. Tales son las terribles consecuencias de la desobediencia
al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se debe entender el sufrimiento como “la
venganza” de Dios contra el hombre por haberle desobedecido; ¡no!, es
simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre por alejarse
de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por
alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado!
Así, el hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo
bueno y verdadero se alejó de él.
 
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa
miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son
comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que
nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es
“muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y
pagó por nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo? Porque aunque
Cristo nos redimió, seguimos padeciendo las consecuencias del pecado
original: «El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado
original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la
naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al
combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es
consecuencia del pecado original.
 
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de
nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando
de nuestra libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de
sufrimientos que nos evitaríamos si no pecáramos: cuántas enfermedades
físicas que son producto de los vicios simplemente no existirían, cuántos
sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre fieles, cuántas quiebras
económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos avaros, cuántas
peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz habría
en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede
afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de
conversión se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el
misterio de la libertad del hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño,
prefiere, todavía hoy, tomar el fruto prohibido creyendo más a la serpiente que
al mismo Dios.
 
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del
sufrimiento sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la
perplejidad. En efecto, vemos personas muy buenas, santas, abnegadas,
generosas, que sencillamente no paran de sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para
arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender que todo sufrimiento es
producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y por esto
hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos
tipos de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
 
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre,
sino que se deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del
hombre y de la creación. Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el
final de nuestra vida terrena. Las calamidades provocadas por terremotos,
inundaciones y otras catástrofes naturales, las epidemias, las enfermedades,
así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se denomina físico. Esto
evidentemente produce sufrimientos físicos.
 
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y
por depender de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo
moralmente malo, se dice que ha pecado. El mal moral es radicalmente
contrario a la voluntad de Dios, su autor es el hombre que ha hecho mal uso de
su libertad.
 
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir
ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin
embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un
mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae
consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la
desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con
las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el
bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado
su perfección.[2]
 
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia
su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden
desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo,
incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna
manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral.»[3] (Catecismo,
310-311).
 
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
 
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza
para resistir en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar.
Sin embargo, es siempre legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal,
siempre y cuando nuestra oración esté sometida a su Divina Voluntad: “Padre,
si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la
tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy
santamente y, no obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido
tentación superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la
tentación os proporcionará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral
determinará nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
 
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su
criatura» (Catecismo, 311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios
pidiéndole que nos libre del mal físico que es incomparablemente menor al mal
moral. Pedimos a Dios que nos libre de la enfermedad, de la catástrofe, de la
muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los males, no solamente
tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además, tendría que
evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto
la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que
evite todas las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en
el momento en que va a pecar: es el precio de la libertad.
 
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor:
 
«“Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría
jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente
poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal”[4].
 
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia
todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso
moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus
hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros
pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...]
un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal
moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios,
causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia
de su gracia (cf. Rom 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de
Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un
bien.
 
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom
8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo
que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del
hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
 
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada
puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que
nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las
Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
 
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era
preciso mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que
todas las cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán
para bien” (“Thou shalt see thyself that all manner of thing shall be
well” (Revelation 13, 32).» (Catecismo, 312-313).
 
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
 
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del
sufrimiento, sin embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos
darle un sentido al dolor. La muerte de Jesús en la cruz no es una respuesta
al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la muerte de Cristo en la cruz no
responde al desgarrado grito de dolor de la  madre que pierde a su hijo a
temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el Señor no
pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él
también: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera
solidarizarse con el dolor del ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo
sentido.
 
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la
finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y
acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de
Dios, que a precio de la pasión más cruel y de la muerte más atroz nos redime
del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre las puertas del cielo, nos
enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación
moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que
elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le
conquista para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo
significado de las palabras evangélicas que proclaman bienaventurados a los
que lloran y son perseguidos (cf. Mt 5,5.10).»[5]
 
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a
sufrir con paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en
Cristo el sufrimiento ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo
no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el
sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida
que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo. La
respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme,
ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo,
que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante
el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu
Voluntad’ y repetir con Jesús: Padre mío, si es posible, que pase de mí este
cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres tú (Mt
26,39).»[6]
 
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la
cruz de Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor.
Es como si el Padre Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de
esta manera podemos decir con san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta
a la tribulación de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col
1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de esta forma
puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
 
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres
queridos, purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con
mayor dolor en el purgatorio.
 
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas
que fue precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e
iniciar un proceso serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la
necesidad que tenemos del Señor.
 
Nos desprende de las cosas de la tierra: nos hace experimentar con mucha
fuerza que la tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
 
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que
teníamos todo bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando
su ayuda.
 
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le
invoca: “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
 
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que
padece, compadece. Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de
aliviar el dolor de los demás en la medida de sus posibilidades.
 
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable
cantidad de grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una
voluntad firme, inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades,
sino que las enfrenta con valentía.
 
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras
hacía milagros y predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz.
Es la hora de la prueba la que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro
prójimo, haciéndolo superar la fase meramente sentimental.
 
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una
manera perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa
configuración con Cristo.
 
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana
tiene tanto valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida
espiritual.
 
El dolor será vencido definitivamente
 
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia
Católica que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que
Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia
nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro
conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos
serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los
dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el
reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y
la tierra.» (Catecismo, 314).
 
 
PRÁCTICA
 
Realizar una oración ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo. En esta
oración se escribirá toda la vida agradeciendo al Señor por los momentos
bellos y pidiéndole que sane los momentos difíciles, a la vez que se ofrecerán
esos sufrimientos que se vivieron por la propia conversión.
 
 

[1] cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6. 


 
[2]  cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71.
 
[3]  cf. San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás
de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1
 
[4] San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3
 
[5] ROYO, Antonio. Dios y su obra. 1ra Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC),
1963. P. 613.
 
[6] Juan Pablo II, Mensaje a los enfermos, México, 24 de enero de 1999.

Texto 16. El Perdón

A todos nos han ofendido... todos hemos llegado a sentir ese dolor que
produce la ofensa del otro y en muchas ocasiones esto ha generado rencores
en nuestro corazón. 
Aunque es natural sentir ese dolor ante el sufrimiento que se nos causan, las
razones por las que una persona puede sembrar el terrible mal del odio en su
corazón son múltiples:
Las altas expectativas que tenemos de las demás personas.
El orgullo que nos ciega y no tolera que se nos trate así.Existen personas con
temperamentos excesivamente impresionables que hacen que actitudes de
otros que para algunos apenas generarían un pequeño disgusto, para éstos
siembra un odio profundo
Simpatías y antipatías humanas, que generan una inexplicable aversión hacia
ciertas personas; aversión que de no ser rechazada puede terminar sembrando
un resentimiento del todo irracional.
Para aproximarnos adecuadamente al tema del perdón, es importante saber
que el odio se inspira en una “justicia” mal entendida: “la justicia de la
crueldad”, que expresa: “el que me la hace, la paga”, pensando que la única
manera de responder a una agresión es con otra agresión; así se hace, de
nuevo, actual la “ley del talión”: “ojo por ojo, diente por diente”. Los cristianos
fuimos llamados por Nuestro Señor a superar esta ley, a detener la cadena del
odio, de la venganza, de la crueldad: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y
diente por diente’. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te
abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra.” (Mt 5,38). ¿Significa
esto que debemos estar de acuerdo con las injusticias? No, más bien significa
que ni la peor injusticia puede dañar nuestro corazón, y que más grande que “la
justicia” hacia nosotros debe ser nuestro amor hacia quien nos ofende. Es
cierto que esto es más fácil decirlo que vivirlo, por eso para perdonar se
requiere de la gracia de Dios, que no la negará a quien la pida
humildemente y con perseverancia.
El odio es algo terrible. Quien odia pierde la gracia de Dios haciéndose
semejante a satanás, padre del odio. Es como quien se toma un veneno
esperando que se muera la persona a la que odia... ¡es el que odia el que se
envenena! El que odia es semejante a una persona que toma un carbón
encendido en la mano, esperando que se queme el otro. El rencor es propio de
almas pequeñas, limitadas, de corazones estrechos y mezquinos; personas
que no han conocido el verdadero amor. Lo curioso es que quien odia sigue
dando poder al otro para hacerle daño. En definitiva, quien no perdona se
tortura a sí mismo.
El  perdón, en cambio, es sanador. Perdonar es tomar la decisión de
desprendernos del pasado para sanar el presente. El per-dón es un
“perfecto don”, un “súper don”, pues un don es tanto más perfecto cuanto
menos lo merezca quien lo recibe. Si una persona trabaja todo un mes y a
cambio de este trabajo recibe una remuneración, decimos que esta persona
recibió lo que merecía. Aquí no hay ningún don, ningún regalo, sólo recibe el
producto de su esfuerzo. Pero si tenemos a otro que no trabaja en todo el mes
y, no obstante, también recibe la remuneración, entonces aquí tenemos
un don, un regalo que se da a quien no lo merece, algo que no nace de la
“justicia” -que en este caso exigiría no dar nada a quien nada ha hecho- sino de
la grandeza del corazón de quien da. Pero supongamos que esta persona no
sólo no ha trabajado en todo el mes sino que se ha empecinado en hacerle
absolutamente difícil el trabajo al prójimo y, sin embargo, este le sigue
recompensando... bajo el criterio del mundo aquí tenemos a un tonto, bajo el
criterio del evangelio aquí tenemos un corazón semejante al de Jesús que no
se cansó de darnos aunque le rechazamos, un corazón que ama
verdaderamente. Así es el perdón, requiere grandeza de corazón, requiere la
lógica del amor, de la generosidad, de la magnanimidad: es el perfume que
exhala la flor después de ser pisoteada.
Visto así, pareciera que el perdón sólo trajera beneficio a la persona que lo
recibe, lo cual no es cierto. Siendo honestos, el perdón beneficia más a quien lo
da que a quien lo recibe. Quienes han tenido o tienen algún odio o
resentimiento en su corazón, saben lo terrible que es llevar esa carga. Puede
estar viviendo el día más feliz de su vida, y de repente ve a esa persona contra
la que tiene resentimiento, y todo el día se echa a perder. Cuando una persona
perdona, suelta esa carga y experimenta libertad, paz, tranquilidad. ¿Qué
pierde una persona cuando perdona de corazón? ¡Nada! Al contrario lo gana
todo. En realidad el perdón es un requisito indispensable para ser feliz. En este
sentido, el perdón es dos veces bendito: bendice a quien lo da y a quien lo
recibe. Las personas que aprenden a perdonar viven más tranquilas, asumen
con más valentía el dolor, se deprimen menos, sufren menos ansiedad, menos
estrés, son más optimistas, aumentan su seguridad y aprenden a quererse
más.
Lo repetimos: la gracia de perdonar procede de Dios. Y estamos seguros que
el Señor no niega a nadie el don de perdonar pues él mismo pidió innumerable
cantidad de veces que perdonemos.
La vida del Señor Jesús se desarrolló en torno al perdón; su ministerio fue
fundamentalmente de reconciliación. Vino para que recibiéramos el perdón de
Dios (Ef 2,14.18); perdonó a la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) y a los que le
crucificaron (Lc 23,34).
Pero no sólo con su ejemplo nos enseñó a perdonar; además pidió una gran
cantidad de veces que lo hiciéramos:
En la oración del Padre Nuestro, nos enseñó a decirle al Padre: “perdónanos
nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a todo el que nos
debe.” (Lc 11,4). Es tan importante esta frase en esta oración, que una vez  la
termina de recitar el Señor, vuelve sobre el tema del perdón diciendo: “Que si
vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a
vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco
vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).
En otra ocasión san Pedro le pregunta al Señor por el número de veces que
debemos perdonar: “¿hasta siete veces?” a lo que Jesús responde: “no te digo
hasta siete veces sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22). Si consideramos
que el número siete es símbolo de perfección en las Sagradas Escrituras, lo
que san Pedro le estaba preguntando al Señor era si debíamos perdonar
totalmente, con perfección, es decir, “siempre” y todas las cosas, a los que nos
han hecho daño; no obstante, el Señor considera que aún decir “siempre” es
poco y multiplica por setenta ese siete, como respondiendo a Pedro: “el perdón
debe darse más allá de lo que tú consideras perfecto”. Esta respuesta confirma
la importancia capital que Nuestro Señor da al perdón.
Inmediatamente después de lo anterior, el Señor narra la parábola del siervo
sin entrañas (Mt 18,23-35). En resumen, un rey perdona a un criado una deuda
de diez mil          talentos[1]; este criado se encuentra con alguien que le debe
cien denarios[2] y no lo perdona. El rey se entera, se enfada y envía a este
siervo inicuo a la cárcel. El Señor concluye diciendo “Esto mismo hará con
vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro
hermano” (Mt 18,35). La enseñanza es clara; es un eco de la petición del Padre
Nuestro. El Señor nos ha perdonado la deuda infinita del pecado, ¿quiénes
somos nosotros para no perdonar a los que nos han ofendido si su falta es
infinitamente inferior a la que cometemos nosotros contra Dios?
¿Por qué tanta insistencia en el tema del Perdón? Lo repetimos: porque es
indispensable para ser feliz. Quien no perdona no ama lo suficiente a Dios
porque no le obedece, no se ama suficientemente a sí mismo porque se
amarga la vida, además de correr el riesgo de ir a aquella cárcel de que habla
el Señor (cf. Mt 18,34), y no ama suficientemente al prójimo porque en la
inmensa mayoría de ocasiones es hacia él hacia quien va dirigido el rencor...
sin amor ¿quién puede ser feliz?
 
Niveles del Perdón
Existen tres niveles diversos de perdón:
 
Sanar el sentimiento de rencor que se pueda tener hacia Dios
Es evidente que Dios no nos ha hecho nada malo pues de Él sólo procede
bondad y amor para sus criaturas: “Amas a todos los seres y nada de lo que
hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado.” (Sab 11,24-26).
Sin embargo, en muchas ocasiones se ha sembrado en algunos un sentimiento
de rencor contra Dios, haciéndole culpable de los acontecimientos dolorosos de
la vida. Frases como: “¿por qué Dios permitió que sucediera esto? ¿Por qué
aquel accidente, aquella enfermedad? ¿Por qué a nosotros si somos tan
buenos?”
Dios no se enoja con esos porqués siempre y cuando el corazón que los grite
esté dispuesto a escuchar la respuesta de Dios, que en muchas ocasiones,
sólo es clara con el tiempo. La misma María Santísima dijo a su hijo, cuando
éste fue hallado en el Templo: “Hijo ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48);
el mismo Señor Jesús, se solidariza con el dolor del hombre gritando en la
cruz: “¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
Es claro que lo primero que hay que sanar es esa falsa imagen de Dios que
nos hace pensar que Él desea esos acontecimientos dolorosos de nuestra vida.
Debemos tener claro que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los
que le aman” (Rom 8,28). Esta intervención de Dios no significa que Él desee
nuestros sufrimientos, pero en el misterio de la libertad humana, los permite.
Los sufrimientos que nos afligen son causados, la inmensa mayoría de veces,
por el pecado; otros, son sufrimientos que no dependen de nuestra libre
responsabilidad y debemos tener una visión de fe para creer que éstos, de una
manera misteriosa, se dan para nuestro bien, aunque ahora no lo
comprendamos. Para entender esto se requiere una fuerte dosis de humildad y
de fe.
 
Perdonar al prójimo
Ya hemos dicho que debemos perdonar, para que Dios nos perdone. Pero esto
no siempre es fácil y requerimos de su gracia. Sin embargo, hay algunas
consideraciones que ayudan mucho al momento de perdonar a alguien que nos
ha hecho daño:
 
Excusar las faltas del otro: no es justificar el daño que nos ha hecho
nuestro prójimo aprobándolo como algo bueno, sino tratar de considerar al
ofensor más como un enfermo que como alguien malvado. Así tendremos más
misericordia con él y apreciaremos justamente que la actitud del otro muchas
veces está condicionada por cientos de circunstancias que desconocemos y
que tal vez, en su caso, hubiéramos actuado igual o peor. Por ejemplo, ¿qué se
puede esperar de una persona que tuvo una figura paterna cruel y dominante?
en muchas ocasiones, la misma actitud... si nosotros hubiésemos tenido esa
figura paterna ¿seríamos diferentes?
Somos víctimas de víctimas: siguiendo la lógica anterior, debemos tener
conciencia de que esas personas de las que somos víctimas, son, a su vez,
víctimas de otros. ¡Hay que cortar la cadena!
Orar por los que nos han hecho daño: uno de los mejores caminos para la
sanación es orar por esas personas que nos han hecho daño. En la
autobiografía de santa Laura Montoya, se relata un pasaje estremecedor.
Huérfana de padre desde muy pequeña, su madre le enseñó el valor de la
oración y el perdón. Notaba que desde pequeña, en todas las oraciones pedían
con mucho fervor por una persona en especial:
“Cuando ya grandecita le pregunté (a mi madre) dónde vivía Clímaco Uribe,
ese señor que amábamos y que yo creía miembro de la familia, por quien
rezábamos cada día, me contestó: ‘Ese fue el que mató a su padre; debemos
amarlo porque es preciso amar a los enemigos porque ellos nos acercan a
Dios, haciéndonos sufrir’. Con tales lecciones era imposible que, corriendo el
tiempo, no amara yo a los que me han hecho mal”[3].
 
Revivir el momento, pero con Jesús: Los acontecimientos dolorosos son
inevitables, pero llenarse de rencor sí se puede evitar. El problema no fue el
acto concreto que otro hizo y nos causó dolor, sino la manera en que lo
asumimos, sin Cristo, con soberbia, y así se introdujo la semilla del odio en el
corazón. Para perdonar al otro, debemos vivir todos estos momentos con
Cristo, desde la cruz, y como auténticos discípulos de Jesús gritar con san
Esteban: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,60). Así pues,
perdonar no es estrictamente olvidar, sino recordar sin dolor.
El santo no odia, ofrece: El incremento en la vida espiritual, nos debe llevar, a
asumir todos los dolores uniéndolos a Cristo en la cruz. De esta forma, el dolor
en vez de sembrar odio, fortalece la voluntad, nos une más a Dios, y logra la
conversión de aquellos mismos que nos ultrajan, tal como la muerte de san
Esteban cooperó en la conversión del joven Saulo que después se convirtió en
san Pablo.
Perdonar y reconciliarse: Es cierto que perdón y reconciliación no son lo
mismo. En algunas ocasiones se puede perdonar a una persona de corazón,
es decir, dejar de sentir el resentimiento en el corazón hacia esa persona y no
poder reconciliarse con ella. Así por ejemplo, una mujer puede perdonar de
todo corazón a su esposo borracho que le golpeaba y ultrajaba, y esto no
significa que deba volver a exponerse a estos golpes y ultrajes. No obstante,
siempre que se pueda dar, hay que tratar de que junto con el perdón se dé
también la reconciliación y se restablezcan así las relaciones rotas.
Perdonarse a sí mismo
Si Dios nos perdona, ¿quiénes somos nosotros para no perdonarnos? Hay una
innumerable cantidad de cosas que han hecho que tengamos rencor hacia
nosotros mismos.
 
En el aspecto moral, psicológico y espiritual
 
Los pecados y errores cometidos: de los pecados hay que pedir perdón a
Dios y olvidarlos. Cuando el Señor perdona, los borra, los quita, los elimina, ya
no existen más que en el recuerdo de quien quiere seguirlos recordando. La
contrición de corazón no tiene como intención llenarnos de rabia contra
nosotros, sino de amor hacia Dios que nos sigue perdonando, aunque seamos
débiles. Del pasado oscuro hay que aprender para no repetirlo, para ser más
humildes, para confiar más en la misericordia de Dios y para ser
misericordiosos... pero nunca para odiarnos por eso.
 
El propio carácter: es cierto que siempre hay muchas cosas que mejorar en
nuestro carácter, pero esto generalmente es un proceso. Hay que hacer un
esfuerzo férreo, constante y valiente para cambiar. Mientras lo logramos,
debemos crecer en humildad ante nuestras limitaciones, pero jamás odiarnos
por esto.
La respuesta a los llamados de Dios: muchas personas no se han podido
perdonar el hecho de no haber respondido a Dios con la generosidad que Él
exigía. Cierto es que “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), sin
embargo, siempre estamos a tiempo para decirle a Dios: “hágase en mí según
tu Palabra” (Lc 1, 38), pues el Señor sabrá conducirnos aún después de
nuestros equívocos. Entonces no es resentimiento contra nosotros mismos sino
disposición y apertura a escuchar la voz de Dios en las circunstancias actuales.
 
En el aspecto físico y humano
 
En ocasiones no nos aceptamos tal como somos en nuestro aspecto físico y
esto nos trae rencor contra nosotros mismos, desprecio y vergüenza de lo que
somos. Quien se burla de alguien por sus defectos físicos deja al
descubierto sus defectos mentales y espirituales. Debemos tener claro que
somos creación de Dios y que despreciar nuestra presencia física es, de algún
modo, despreciar al que nos creó, decirle que se equivocó, que su obra no es
buena. Detrás de una persona que no acepta su aspecto físico, se esconde un
carácter débil e inseguro. Más vale cultivar el carácter y la confianza que
invertir altas sumas de dinero en conseguir una apariencia física que se
acomode a los estándares de un mundo superficial.[4] «La moral exige el
respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a
una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a
sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo.
Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los
débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones
humanas.» (Catecismo, 2289).
 
Otros factores que pueden generar algún resentimiento contra sí mismo o
vergüenza ante los demás son las condiciones sociales, económicas,
académicas, etc. Se debe tener claro que la persona vale por sí
misma independientemente de las circunstancias que le rodeen, del
conocimiento que tenga, de la cantidad de dinero que tenga en el banco...
Nuestra dignidad procede del hecho de que somos hijos de Dios y eso no lo
puede cambiar nada ni nadie. En esta profunda convicción de la paternidad de
Dios se encuentra la sanación a esta falsa concepción de sí mismo, promovida
por el utilitarismo y superficialidad de que es presa nuestra sociedad.
 
¿Cómo perdonar?
 
Después de todas las consideraciones anteriores, es importante establecer un
derrotero para poder liberarnos definitivamente del odio y experimentar la
alegría que produce el perdón. Para perdonar se requiere básicamente dos
cosas: Una firme decisión de hacerlo y pedir ayuda a Dios.
 
Decisión de perdonar: el perdón no es un sentimiento sino una decisión. No
debemos esperar para “sentir” el deseo de perdonar, hay que tomar la decisión
de hacerlo por encima de nuestros sentimientos. En el momento en que se
toma la decisión de sacar el resentimiento de nuestro corazón empieza la
sanación. Al principio parece que nada sucediera, pero la voluntad unida a la
gracia de Dios va logrando sanar ese sentimiento y crea la convicción del
perdón. Con esta decisión se le dice al Señor: “¡yo quiero!” y el Señor
responde: “¡yo puedo!”
Pedir ayuda a Dios por medio de María: No basta la decisión de perdonar
para hacerlo, sino que, fundamentalmente, hay que suplicar a Dios, por medio
de su Madre Santísima, el don de perdonar. Quien humildemente y con
perseverancia suplica a Dios la gracia de perdonar la recibirá con certeza, se
configurará con Cristo y aprenderá a ser realmente feliz.
 
PRÁCTICA
 
Realizar la oración del perdón pidiendo a Dios la gracia de sanar todo
resentimiento de nuestro corazón. Esta práctica se realizará en comunidad y
será dirigida por el preparador.
Oración de Perdón (Ver Aquí)

[1] Representa, en moneda de hoy, unos 400,000 dólares.


 
[2] Representa, en moneda de hoy, unos 50 centavos de dólar.
 
[3] MONTOYA, Laura. Autobiografía. 2da. Ed. Cali: Carvajal S.A., 1991. P. 22.
 
[4] Las cirugías plásticas sólo serían justificables cuando con ellas se intenta
subsanar una malformación grave.

Oración de Perdón
En un profundo clima de oración y recogimiento, y después de haber invocado
la presencia del Espíritu Santo, se hará esta oración con todo el corazón y con
calma.
 
Señor Jesucristo, hoy te pido la gracia de poder perdonar a todos los que me
han ofendido en mi vida. Sé que tú me darás la fuerza para perdonar. Te doy
gracias porque tú me amas y deseas mi felicidad más que yo mismo.
 
Señor, yo renuncio a el sentimiento de rencor que tengo contra ti, por
todas las veces que pensé que tu enviabas la muerte a mi familia y la gente
decía que era “la voluntad de Dios”. Si ha habido un resentimiento
subconsciente en mí, renuncio a él.
 
También por las dificultades, problemas económicos, castigos, ya que pensaba
que tú los enviabas a mí y a mis familiares. Señor, es posible que desde niño
haya guardado estos resentimientos, pero, ahora yo renuncio a eso.
¡Comprendo que me amas y que quieres siempre lo mejor para mí!
 
Señor me perdono a mí mismo por mis pecados, por mis faltas y mis caídas.
Por todo lo que es verdaderamente malo en mí, por todo lo que pienso que es
malo, me perdono a mí mismo.
 
Me perdono. Por tomar tu nombre sin necesidad, y por no adorarte como tú te
mereces.
 
Por haber herido a mis padres, por emborracharme, por drogarme, por mis
pecados contra la pureza, por adulterar, por abortar, por robar, por mentir. Por
todo esto me perdono sinceramente. Gracias Señor por tu gracia en este
momento.
 
Señor, perdono a todos los que me han hecho daño. Yo perdono
sinceramente a mi mamá. Yo le perdono todas las veces que ella me hirió, me
causó resentimiento, que se enojó conmigo y todas la veces que me castigó; le
perdono las veces que ella prefirió a mis hermanos y a mis hermanas en vez de
mi. Le perdono las veces que me dijo: “tonto”, “feo”, “estúpido”, “el peor de
todos mis hijos” y, también, porque dijo que le costé mucho dinero. Por las
veces que ella me dijo que no era deseado, que vine a este mundo por
accidente o que no era lo que ella había deseado, que fui una equivocación...
yo la perdono de todo corazón.
 
Yo perdono a mi papá. Le perdono por las veces que no me ayudó, por su falta
de amor, afecto y atención. Le perdono por su falta de tiempo y por no estar
conmigo dándome su compañía. Le perdono sus hábitos de beber, sus
discusiones y peleas con mi mamá y con mis hermanos. Por sus castigos
severos, por abandonarnos, por haberse alejado de casa, por divorciarse de mi
mamá y por las veces que prefirió estar fuera de casa. Yo lo perdono.
 
Señor, quiero que mi perdón llegue a mis hermanos y hermanas. Perdono a
los que me rechazaron, mintieron acerca de mí, a los que me odiaron y me
guardaron rencor, a los que me hirieron física y espiritualmente y a los que
rivalizaron por el amor de mis padres. Aquellos que eran demasiado severos
conmigo y me castigaron y que de alguna manera me hicieron la vida
desagradable. Yo los perdono.
 
Señor, yo perdono a mi esposo(a), por su pérdida de amor, afecto,
consideración, apoyo, atención, comunicación; por sus faltas, sus errores, sus
debilidades, lo rutinario de su amor, sus acciones y palabras que me hirieron y
me molestaron.
 
Jesús, perdono a mis hijos por sus faltas de respeto, obediencia, amor,
atención, apoyo, afecto y comprensión; por sus malos hábitos, por no querer ir
a la Iglesia y por todas las malas acciones que me molestaron.
 
Dios mío, perdono a mi yerno, a mi nuera y a mis otros parientes
políticos que trataron a mis hijos sin amor. Por todas sus palabras,
pensamientos, acciones y omisiones que me hicieron daño y causaron dolor,
yo les perdono, Señor.
 
Señor, ayúdame a perdonar a mis parientes, mis abuelitos y abuelitas que
hayan interferido en mi vida familiar, que hayan sido posesivos en relación a
mis padres, quienes pudieron haber causado confusión o hecho que uno de
ellos esté contra el otro.
 
Jesús, ayúdame a perdonar a mis compañeros de trabajo que me desagradan
y que me hacen la vida molesta. A aquellos que me recargan de tareas, que
me critican, que no cooperan conmigo y a los que se esfuerzan por quitarme mi
trabajo; yo les perdono Señor.
 
También perdono a mi obispo, a mi párroco, a mi Iglesia, a mi
comunidad por su falta de apoyo, su mezquindad, falta de amistad; por no
alentarme como debían, por no ser una inspiración para mí, por no ponerme en
puestos en que yo me sentía capacitado, por no invitarme a servir en tareas en
que yo creía que podía ser útil y por todas las heridas que me causaron; yo les
perdono en este momento Señor.
 
Señor, yo perdono a todos los profesionales que en alguna forma me
ofendieron: doctores, enfermeras, abogados, policías, empleados de
hospitales, etc. Por lo que me hayan hecho, yo les perdono en este día.
 
Señor, yo perdono a mi jefe por no pagarme lo debido, por no apreciar mi
trabajo, por no ser bondadoso y razonable conmigo, por tener mal carácter, ser
poco amistoso, por no darme un puesto mejor y no felicitarme en mi trabajo
cuando lo merecía.
 
Señor perdono a mis profesores e instructores tanto del pasado como del
presente. Aquellos que me castigaron, me humillaron, insultaron, fueron
injustos conmigo, se burlaron, me dijeron tonto, estúpido e hicieron que me
quedara después de clase.
 
Señor, yo perdono a mis amigos que hablaron mal de mí, que perdieron
contacto conmigo, que no me dieron apoyo, que no estuvieron disponibles
cuando yo les necesitaba, a los que les presté dinero y no me devolvieron, a
los que me criticaron.
 
Señor Jesús, yo oro en forma especial para obtener la gracia de perdonar a la
persona que más me haya ofendido. Yo te pido poder perdonar a quien
considero mi peor enemigo, al que me cuesta más perdonar o al que digo que
nunca le perdonaría.
 
Gracias Señor, porque tú me libras del mal y me ayudas a perdonar. Gracias
por tu amor y paz. Haz que tu Espíritu Santo ilumine todos los rincones de mi
mente. Amén.

Texto 17. Sin Oración no hay salvación


“El que ora ciertamente se salva, el que no ora ciertamente se condena” (San
Alfonso María de Ligorio). Esta sola frase de San Alfonso María de Ligorio es
suficiente para mostrar la importancia capital de la oración: es requisito
indispensable para la salvación. 
 
En otras palabras, toda persona que quiera llegar al cielo debe orar y orar bien.
Hay cosas opcionales en la vida espiritual; una persona podría tener más
afinidad a una espiritualidad que a otra, siempre y cuando éstas sean católicas,
podría tener más devoción a un santo que a otro, podría gustar más de una
práctica de piedad que de otra. Sin embargo, el hacer oración no es una
opción.
Es un llamado universal de Dios: «Dios vivo y verdadero llama
incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la
oración.» (Catecismo 2567) «Dios llama siempre a los hombres a
orar.» (Catecismo 2569).
 
¿Qué es la oración?
 
Santa Teresita del niño Jesús decía: “Para mí, la oración es un impulso del
corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento
y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría.”[1]
 
Santa Teresa de Ávila: “Es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a
solas con quien sabemos nos ama.”[2]
 
San Juan Damasceno: “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición
a Dios de bienes convenientes.”[3]
 
Santo Tomás de Aquino, recoge la definición de san Juan Damasceno y
dice: “La oración es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle
cosas convenientes a la eterna salvación”[4]. Recojamos los principales
aspectos de esta definición[5]:
 
“Es la elevación de la mente a Dios”: el que no advierte que ora por estar
completamente distraído, en realidad no hace oración.
 
“Para alabarle”: es una de las finalidades más nobles de la oración. Sería un
error pensar que sólo sirve de puro medio para pedir cosas a Dios.
 
“Pedirle cosas convenientes a la eterna salvación”: no se nos prohíbe pedir
cosas temporales; pero no principalmente, ni poniendo en ellas el fin único de
la oración, sino únicamente como instrumento para mejor servir a Dios y tender
a nuestra finalidad eterna.
 
Para orar, pues, es indispensable mantener la conciencia de que Dios está
siempre con nosotros, pues «la vida de oración es estar habitualmente en
presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él.» (Catecismo
2565).
 
IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN
Jesús oraba
 
Lo primero que manifiesta la capital importancia de la oración es contemplar a
nuestro Señor Jesucristo y su continua vida de oración. En todos los
acontecimientos de su vida, Jesús nos mostró la importancia de la oración:
 
«El Hijo de Dios, hecho Hijo de la Virgen, también aprendió a orar conforme a
su corazón de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de
ella, que conservaba todas las “maravillas” del Todopoderoso y las meditaba en
su corazón (cf. Lc 1, 49; 2, 19; 2, 51). Lo aprende en las palabras y en los
ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo.
Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la
edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2,
49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los
tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por
fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de
ellos.
 
El Evangelio según San Lucas subraya la acción del Espíritu Santo y el sentido
de la oración en el ministerio de Cristo. Jesús ora antes de los momentos
decisivos de su misión:
 
Antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo (cf. Lc 3, 21) y de su
Transfiguración (cf. Lc 9, 28).
 
Antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (cf. Lc
22, 41-44).
 
Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la
misión de sus apóstoles:
Antes de elegir y de llamar a los Doce (cf. Lc 6, 12).
Antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20).
Y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la
tentación (cf. Lc 22, 32).
La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide
es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad
amorosa del Padre.
 
“Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus
discípulos: ‘Maestro, enséñanos a orar’” (Lc 11, 1). ¿No es acaso, al
contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar?
Entonces, puede aprender del Maestro de oración. Contemplando y
escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.
 
Jesús se retira con frecuencia a un lugar apartado, en la soledad, en la
montaña, con preferencia durante la noche, para orar (cf. Mc 1, 35; 6, 46; Lc
5, 16).» (Catecismo, 2599-2602).
 
Si nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, oraba tan frecuente e intensamente
¿no necesitaremos nosotros tener una vida de mucha mayor oración?
 
Es indispensable para la salvación
 
Como ya lo hemos dicho, la oración es indispensable para la salvación: sin
oración no hay salvación. Así dice san Alfonso María de Ligorio:
 
“El que ora se salva ciertamente, el que no ora, ciertamente se condena. Si
dejamos a un lado a los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron
porque oraron, y los condenados se condenaron porque no oraron. Y ninguna
otra cosa les producirá en el infierno más espantosa desesperación que pensar
que les hubiera sido cosa muy fácil el salvarse, pues lo hubieran conseguido
pidiendo a Dios sus gracias, y que ya serán eternamente desgraciados, porque
pasó el tiempo de la oración.”[6]
Frutos de la oración
 
Cuando la oración se hace bien trae innumerable cantidad de frutos en todo
sentido. Aquí presentamos algunos de ellos, seguros de que la persona que
ora con frecuencia encontrará que los aquí expuestos son pocos en proporción
a los que ellos contemplan en su propia vida.
 
Nos saca del pecado: es el primer fruto de la oración. Así decía santa Catalina
de Siena: “o dejamos la oración o dejamos el pecado”. En este orden de ideas,
“la oración restablece al hombre en la semejanza con Dios” (Catecismo,
2572) y transforma el corazón. (cf. Catecismo, 2739).
 
Acrecienta el Amor: El amor es el termómetro de la oración. La oración
verdadera se refleja en un incremento en el amor. La oración nos «hace
participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud» (Catecismo,
2572).
 
Nos da  a conocer la Voluntad de Dios en nuestras vidas y nos da la
fuerza para vivirla: Esto se refleja con claridad en la oración del Padre
nuestro: “hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
 
Nos da fuerza en la tentación: «velando en la oración es como no se cae en
la tentación (cf. Lc 22,40.46).» (Catecismo, 2612).
 
Acrecienta la confianza: quien ora no se desespera.
 
Da fortaleza para afrontar las contradicciones de la vida: «A solas con
Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión.» (Catecismo, 2584).
 
Da alegría espiritual: que es un fruto que el Espíritu Santo da
abundantemente a quien ora con constancia.
 
Es un gran medio para conocernos a nosotros mismos: la oración, cuando
se realiza bien, trae consigo permanentes gracias que dan muchas luces para
lograr el propio conocimiento.
 
Expresiones de la oración[7]
 
La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos en todo momento. Es
necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar. Pero no se puede
orar «en todo tiempo» si no se ora, con particular dedicación, en algunos
momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y
en duración.
 
La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de
oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen
en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud
vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de
estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.
 
La oración vocal
La oración vocal, fundada en la unión del cuerpo con el espíritu en la
naturaleza humana, asocia el cuerpo a la oración interior del corazón a ejemplo
de Cristo que ora a su Padre y enseña el “Padre Nuestro” a sus discípulos.
 
La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los
discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña
una oración vocal: el “Padre Nuestro”. Esta necesidad responde también a una
exigencia divina. Dios busca adoradores en espíritu y en verdad, y, por
consiguiente, la oración que brota viva desde las profundidades del alma.
 
Esto es “rezar”, es decir, recitar oraciones bellísimas que grandes
hombres de Dios han elaborado. Algunas personas quieren crear una
oposición entre rezar y orar, como si lo primero fuera algo mecánico y sin alma
y lo segundo fuera auténtico. No obstante, Cristo rezaba los salmos, ¿era
mecánico y vacío ese rezar? Lo importante está en que nuestro corazón esté
atento y que nos apropiamos de esas palabras que repetimos. Cuando Jesús
estaba en el huerto de Getsemaní, después de exhortar a sus discípulos, “oró
repitiendo las mismas palabras” (Mc 14,39). Esto significa que cuando se reza,
se ora, siempre que se haga de corazón. Los “cuatro vivientes” del apocalipsis,
que están ante la presencia de Dios “repiten sin descanso día y noche: Santo,
santo, santo...” (Ap 4,8).
 
La meditación
La meditación es una búsqueda orante, que hace intervenir al pensamiento, la
imaginación, la emoción, el deseo. Tiene por objeto la apropiación creyente de
la realidad considerada, que es confrontada con la realidad de nuestra vida.
 
La meditación es, sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el
porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el
Señor pide. Habitualmente se hace con la ayuda de algún libro, que a los
cristianos no les faltan: las sagradas Escrituras, especialmente el Evangelio,
etc. Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo confrontándolo consigo
mismo. Aquí se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la
realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos que
agitan el corazón y se les puede discernir.
 
El santo Rosario es una meditación acompañada de una oración vocal y
cuando se hace bien, produce inmensos frutos espirituales.
 
 
 
La oración contemplativa
La oración contemplativa es la expresión sencilla del misterio de la oración. Es
una mirada de fe, fijada en Jesús, una escucha de la Palabra de Dios, un
silencioso amor. Realiza la unión con la oración de Cristo en la medida en que
nos hace participar de su misterio.
 
La contemplación busca al “amado de mi alma” (Ct 1, 7; cf. Ct 3, 1-4). Esto es,
a Jesús y en Él, al Padre. Es buscado porque desearlo es siempre el comienzo
del amor, y es buscado en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de Él y vivir
en Él.
 
La contemplación es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del
Padre, en unión cada vez más profunda con su Hijo amado.
 
Así, la oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la
oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y
en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de alianza establecida
por Dios en el fondo de nuestro ser (cf. Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la
Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, “a su semejanza”.
 
La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me
mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el
Sagrario[8]. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el
corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos
enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los
hombres.
 
Condiciones para una buena oración
 
Humilde: Sabiendo quien es Dios y quienes somos nosotros, sabiendo que
nosotros somos quienes necesitamos de Él. Como en la parábola del fariseo y
el publicano (cf. Lc 18, 9-14), que se refiere a la humildad del corazón que ora.
“Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador”. La humildad también somete
nuestra oración a la Voluntad de Dios “no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc
22,42).
 
Perseverante: Con constancia, sin desfallecer, asiduamente. Como el amigo
inoportuno (Lc 11,5-13) que invita a una oración insistente: “Llamad y se os
abrirá”. Al que ora así, el Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”, y sobre
todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones; y la viuda inoportuna (Lc
18,1-8) que está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario
orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe.
 
Confiada: “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis
recibido” (Mc 11,24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien
cree” (Mc 9, 23), con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). La oración de fe no
consiste solamente en decir “Señor, Señor”, sino en disponer el corazón para
hacer la voluntad del Padre (Mt 7, 21). Jesús así se admira ante la “gran fe” del
centurión romano (cf. Mt 8,10) y de la cananea (cf. Mt 15, 28).
 
Disposiciones para la oración de intimidad[9]
 
Tiempo
 
Dos cosas hay que tener muy en cuenta: la necesidad de señalar un tiempo
determinado del día y la elección del momento más oportuno.
 
En cuanto a lo primero, es evidente la conveniencia de señalar un tiempo
determinado para dedicar a la oración. Si se altera el horario o se va dejando
para más tarde, se corre el peligro de omitirla totalmente al menor pretexto. La
eficacia santificadora de la oración depende en gran escala de la constancia y
regularidad en su ejercicio.“Pero no todos los tiempos son igualmente
favorables para el ejercicio de que hablamos. Los que siguen a la comida, al
recreo o al tumulto de las ocupaciones no son aptos para la concentración de
espíritu; el recogimiento y la libertad de espíritu son necesarios para la
ascensión del alma hacia Dios. Según los maestros de la vida espiritual, los
momentos más propios son: por la mañana temprano, por la tarde antes de la
cena y a medianoche.
 
Si no se puede dedicar a la oración más que una sola vez al día, es preferible
la mañana. El espíritu, refrescado por el reposo de la noche, posee toda su
vivacidad[10]; las distracciones no le han asaltado todavía, y este primer
movimiento hacia Dios imprime al alma la dirección que ha de seguir durante el
día.” (Ribet).
 
Los sagrados libros señalan también la mañana y el silencio de la noche como
las horas más propias para la oración: “Ya de mañana, Señor, te hago oír mi
voz; temprano me pongo ante ti, esperándote” (Sal 5,4); “... y mis plegarias van
a ti desde la mañana” (Sal 87,14); “Me levanto a medianoche para darte
gracias por tus justos juicios” (Sal 118,62); “... y pasó la noche orando a
Dios” (Lc 6,12).
 
Lugar
 
Para algunos -religiosos, seminaristas, etcétera- está determinado
expresamente por la costumbre de la comunidad cuando la oración se hace en
común. Suele ser la capilla o el coro. Y aun en privado conviene hacerla allí por
la santidad y recogimiento del lugar y la presencia augusta de Jesús
sacramentado. Pero en absoluto se puede hacer en cualquier lugar[11] que
invite al recogimiento y concentración del espíritu. La soledad suele ser la
mejor compañera de la oración bien hecha. Jesucristo la aconseja
expresamente en el Evangelio; y es útil no sólo para evitar la vanidad (Mt
6,6), sino también para asegurar su intensidad y eficacia. En ella es donde Dios
suele hablar al corazón (Os 2,14).
 
“¿Sería bueno hacer la oración ante los espectáculos de la naturaleza: sobre
las montañas, a la orilla del mar, en la soledad de los campos? Hay que
responder que lo que para unos es conveniente, representa para otros un
obstáculo. Las disposiciones particulares y la experiencia deben señalar aquí la
regla de conducta”. (Ribet).
 
Postura
 
La postura del cuerpo tiene una gran importancia en la oración. Sin duda es el
alma quien ora, no el cuerpo; pero, dadas sus íntimas relaciones, la actitud
corporal repercute en el alma y establece una especie de armonía y
sincronización entre las dos.
 
En general, conviene una postura humilde y respetuosa. Lo ideal es hacerla de
rodillas, pero esta regla no debe llevarse hasta la rigidez o exageración. En la
Sagrada Escritura hay ejemplos de oración en todas las posturas imaginables;
de pie (Jdt 13,6; Lc 18,13): sentado (1 Rey 7,18); de rodillas (Lc 22,41; Hch
7,60); postrado en tierra (1 Rey 18,42; Jdt 9,1; Mc 14,35), y hasta en el
lecho (Sal 6,7).
 
Evítense, cualquiera que sea la postura adoptada, dos inconvenientes
contrarios: la excesiva comodidad y la mortificación excesiva. La primera,
porque, como dice Santa Teresa, «regalo y oración no se
compadecen” (Camino 4,2); y la segunda, porque una postura excesivamente
penosa e incómoda podría ser motivo de distracción y aflojamiento en el fervor,
que es lo principal de la oración.
 
Duración
 
La duración de la oración mental no puede ser la misma para todas las almas y
géneros de vida. El principio general es que debe estar en proporción con las
fuerzas, el atractivo y las ocupaciones de cada uno.
 
Se comprende que, si el tiempo es demasiado corto, apenas se hará otra cosa
que despejar la imaginación y preparar el corazón; y cuando se está ya
preparado y debiera empezar el ejercicio, se deja. Por esto con razón se
aconseja que se tome, para hacer oración, el más largo tiempo posible; y mejor
fuera darle una sola vez largo tiempo, que en dos veces poco tiempo cada una.
 
Sin embargo, los antiguos monjes solían hacer breves pero frecuentes e
intensas oraciones, que encajaban muy bien con el habitual recogimiento de la
vida monástica.
 
El Doctor Angélico enseña […] que la oración debe durar todo el tiempo que el
alma mantenga el fervor y devoción, debiendo cesar cuando no pueda
continuarse sin tedio y continuas distracciones. Pero téngase cuidado con no
dar oídos a la tibieza y negligencia, que encontrarían fácil pretexto en esta
norma para sacudir el penoso esfuerzo que requiere casi siempre la oración.
Es importante, finalmente, advertir que la oración, cualquiera que sea su
duración, no puede considerarse como un ejercicio aislado y desconectado del
resto de la vida. Su influencia ha de dejarse sentir a todo lo largo del día
embalsamando todas las horas y ocupaciones, que han de quedar
impregnadas del espíritu de oración. En este sentido -advierte el Angélico en el
mismo lugar-, la oración ha de ser continua e ininterrumpida. Mucho ayudará a
conseguir esto la práctica asidua y ferviente de las oraciones jaculatorias, que
mantendrán a lo largo del día el fuego del corazón. Pero, sea como fuere, hay
que conseguirlo a todo trance si queremos llevar una vida de oración que nos
conduzca gradualmente hasta la cumbre de la perfección cristiana. Sin vida de
oración sería escasísimo el fruto que reportaríamos, de media hora diaria de
meditación aislada.
 
 
Consejos para realizar una oración de intimidad
 
Es muy útil, al momento de tener una “oración de intimidad con el Señor”
valerse de un método que facilite el desarrollo de la misma. Sin embargo, es
importante entender que el método está al servicio de la oración y no la oración
al servicio del método. Así pues, si en algún punto de la oración se experimenta
una moción que lleve al alma a quedarse allí más tiempo, o quedarse allí
definitivamente se debe  acoger la moción.
 
Hay un método que es extremadamente sencillo y sirve tanto para los que
están iniciando en su vida de oración como para aquellos que llevan tiempo
caminando. Consiste en dedicar cinco minutos de diálogo espontáneo a
diferentes tipos de oración, de la siguiente manera:
 
Después de haberse puesto en clima de oración, se invoca al Espíritu Santo
para que nos llene con su presencia; luego se empieza de la siguiente manera:
 
Acción de gracias: se contempla atentamente todas las bendiciones
espirituales y materiales que hemos recibido de Dios y se da gracias por ellas.
Petición de perdón y reparación: se le suplica al Señor que nos perdone por
los pecados de acción u omisión que hemos cometido. Además se hacen actos
de amor y reparación por ellos.
Alabanza y adoración: se eleva el espíritu a la alabanza y adoración del
Señor con salmos, palabras espontáneas, cánticos, etc.
Petición por los demás: Muchas personas nos piden oración. Este es el
momento para orar por ellas, ojalá con nombre propio.
Petición por las propias necesidades (espirituales y materiales): En primer
lugar se piden con fe las gracias espirituales que más necesitamos para ser
santos, pues esto es lo que más nos conviene para nuestra alma. Después se
pide por nuestras necesidades materiales sometiéndonos amorosamente a la
Voluntad de Dios y sabiendo que sólo se nos concederán si nos convienen
para la Salvación Eterna.
Escucha de la Voz de Dios y propósitos: La oración no es un monólogo
donde yo hablo y Dios escucha; no, la oración es un diálogo donde ambos
hablamos y escuchamos. Por esto, al final de nuestra oración debemos
escuchar en silencio la voz de Dios, dejar que esas mociones hablen a nuestra
alma, leer en los acontecimientos que hemos vivido recientemente qué nos
quiere decir el Señor, pero sobre todo, qué nos quiere decir el Señor con la
Palabra de Dios proclamada ese día en la Eucaristía.
 
Se termina con una oración de Consagración a la Santísima Virgen para que
sea Ella la que custodie los frutos espirituales de esta oración de intimidad.
 
Dificultades en la oración
 
«La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte.
Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes
de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la
oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las
astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la
oración, de la unión con su Dios. El “combate espiritual” de la vida nueva del
cristiano es inseparable del combate de la oración.» (Catecismo 2725).
 
Distracciones
 
Las distracciones en general son pensamientos o imaginaciones extrañas que
nos impiden la atención a lo que estamos haciendo. Existen varios remedios:
 
No impacientarse, y estar decidido a luchar, sabiendo que aún si no logramos
estar plenamente libre de ellas, Dios valora enormemente nuestros esfuerzos.
 
Leer, fijar la vista en el sagrario o en una imagen expresiva, entregarse a una
oración afectiva, con frecuentes coloquios, etc.
 
Buscar lugares adecuados y silenciosos; dedicar un tiempo en que no se esté
muy disperso y adoptar una postura adecuada.
 
Tratar de mantener un espíritu de recogimiento durante todo el día.
 
Sequedad y aridez
 
Consiste en cierta impotencia o desgano para producir en la oración actos del
entendimiento o del afecto. Como remedios han de considerarse:
 
Convencerse de que la devoción sensible no esencial al verdadero amor de
Dios, basta querer amar a Dios para amarle ya en realidad.
 
Perseverar, a pesar de todo, en la oración, haciendo todo lo que aún entonces
se puede hacer.
 
Unirse al divino agonizante de Getsemaní, que “puesto en agonía oraba con
más insistencia.” (Lc 22,44).
 
Pedir al Señor y a Nuestra Madre que cese la prueba de la aridez, para que
podamos “gozar siempre de sus divinos consuelos”.
 
Apego a los consuelos
 
Es un mal que engendra en el alma una especie de “gula espiritual” que la
impulsa a buscar los consuelos de Dios en vez de al Dios de los
consuelos. Remedios:
 
Renunciar voluntariamente a estos apegos, expresando frecuentemente a Dios
que le amamos a Él mucho más de lo que amamos lo que nos da.
 
Dar gracias a Dios por los “dulces” que nos da durante la oración, con la
conciencia clara de que llegará, inevitablemente, el momento en que no los
tengamos.
 
Aprovechar el tiempo de consuelo para adquirir el hábito de la oración, de tal
suerte que cuando no se experimenten, el hábito adquirido nos mantenga
firmes en nuestras prácticas.
 
Desánimo
 
Es un mal que se apodera de las almas débiles y enfermizas al no comprobar
progresos sensibles en su larga vida de oración. No obstante, también se
puede desanimar una persona que padezca de un excesivo optimismo
creyéndose más adelantado de lo que en realidad está. Remedios:
 
Tener la certeza de que “todo desánimo proviene del demonio”[12]. Por eso
hay que rechazarlo siempre con vehemencia y constancia.
Exhortarse a sí mismo para emprender la vida de oración con un nuevo
entusiasmo.
 
No hacer depender la oración del estado de ánimo, sino, al contrario, saber que
el amor nos exige ser fieles a nuestras prácticas de oración.
 
 PRÁCTICA
 
Hacer 15 minutos de oración personal diaria, durante la semana, siguiendo el
método de los seis pasos.
 
Ver: El Santo Rosario. (Ver Aquí).
 

[1] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrit C, 25r: Manuscrists


autohiographiques [Paris 1992] p. 389-390.
 
[2] Vida 8,5. Se refiere propiamente a la oración mental.
 
[3] San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24].
 
[4] Santo Tomás de Aquino, II-II, 83,1 c et ad 2.
 
[5] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na Ed. Madrid:
Editorial Católica (BAC), 2001. P. 627.
 
[6] San Alfonso María de Ligorio, Del gran medio de la oración. P. I. párrafo
final, p. 70 en la ed. de Madrid 1936.
 
[7] Esta sección ha sido tomada, en su mayoría, del Catecismo de la Iglesia
Católica nn. 2697-2724.
 
[8] Cf. F. Trochu, Le Curé d’Ars Saint Jean-Marie Vianney.
 
[9] ROYO, Antonio. Op. cit. Pp. 671-674.
 
[10] Hay, sin embargo, excepciones. A veces, las horas de la mañana -sobre
todo en los que por cualquier causa han tenido por la noche un reposo
insuficiente- son las más pesadas y somnolientas del día. En todo es menester
discreción y atenerse a las circunstancias de los casos particulares.
 
[11] “Quiero que los hombres oren en todo lugar” (1 Tim 2,5). Recuérdese la
conversación de Cristo con la samaritana a propósito de adorar al Padre en
cualquier sitio, con tal que sea “en espíritu y en verdad” (Jn 4,20-24).
 
[12] BARRIELLE, Ludovico. Reglas para el discernimiento de los espíritus. 1ra
ed. Quito: Jesús de la Misericordia, 2004. P. 36.

Catequesis del Santo Rosario


La palabra Rosario significa ‘Corona de Rosas’. La Virgen María ha revelado a
muchas personas que cada vez que rezan un Ave María le entregan una rosa y
por cada Rosario completo le entregan una corona de rosas. La rosa es la reina
de las flores, así que el Rosario es la reina de todas las devociones a María.
 
El Santo Rosario es considerado como la oración perfecta porque junto con él
está aunada la majestuosa historia de nuestra salvación. Con el rosario de
hecho, meditamos los misterios de gozo, de dolor y de gloria de Jesús y María.
El Santo rosario es una oración bíblica por excelencia, pues no es más que
meditar el Evangelio con el Ave María como música de fondo.
 
Es una oración simple, humilde como María. Es una oración que podemos
hacer con ella, la Madre de Dios. Con el Ave María la invitamos a que rece por
nosotros. Ella une su oración a la nuestra. Por lo tanto, ésta es más poderosa,
porque María recibe lo que ella pide, Jesús nunca dice no a lo que su madre le
pide. En cada una de sus apariciones, nos invita a rezar el Rosario como una
arma poderosa en contra del maligno, para traernos la verdadera paz.
 
Historia del Santo Rosario
 
La práctica de rezar el  rosario comenzó desde los primeros siglos de la Iglesia
cuando los laicos quisieron imitar a los monjes, quienes oraban los 150 Salmos
cada día. Los laicos, que en su mayoría no sabían leer, sustituían los salmos
por 150 Ave Marías; y para contar iban haciendo nudos en un lazo.
 
En el siglo XIII, Domingo de Guzmán, un santo sacerdote que luchaba para
convertir a los que se habían apartado de la Iglesia por la herejía de los
albigenses -quienes enseñaban que Jesús no es Dios, negaban los
sacramentos y la verdad de que María es la Madre de Dios-, trabajó por años
en medio de estos desventurados. Con su predicación,  oraciones y sacrificios
logró convertir a unos pocos, pero las conversiones  se desvanecían
rápidamente.
 
La Virgen acudió en ayuda de Santo Domingo. Se le apareció en el año 1208; 
en su mano sostenía un rosario y le enseñó a recitarlo. Le encargó predicar
esta devoción por todo el mundo y  le dijo, además, que lo utilizara como arma
poderosa en contra de los enemigos de la Fe, prometiéndole que muchos
pecadores se convertirían y obtendrían abundantes gracias. Domingo salió de
allí lleno de celo, con el rosario en la mano. Efectivamente, lo predicó, y con
gran éxito porque muchos albingenses volvieron a la fe católica.
 
El rosario se mantuvo como la oración predilecta durante casi dos siglos.
Cuando la devoción empezó a disminuir, la Virgen se apareció al beato Alano
de la Rupe y le dijo que reviviera dicha devoción. La Virgen le dijo también que
se necesitarían volúmenes inmensos para registrar todos los milagros logrados
por medio del rosario y reiteró las promesas dadas a santo Domingo referentes
al rosario.
 
Promesas de Nuestra Señora, Reina del Rosario
Quien rece constantemente mi Rosario, recibirá cualquier gracia que me pida.
Prometo mi especialísima protección y grandes beneficios a los que
devotamente recen mi Rosario.
El Rosario es el escudo contra el infierno, destruye el vicio, libra de los pecados
y abate las herejías.
El Rosario hace germinar las virtudes para que las almas consigan la
misericordia divina. Sustituye en el corazón de los hombres el amor del mundo
con el amor de Dios y los eleva a desear las cosas celestiales y eternas.
El alma que se me encomiende por el Rosario no perecerá.
El que con devoción rece mi Rosario, considerando sus sagrados misterios, no
se verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada, se
convertirá si es pecador, perseverará en gracia si es justo y, en todo caso será
admitido a la vida eterna.
Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los Sacramentos.
Todos los que rezan mi Rosario tendrán en vida y en muerte la luz y la plenitud
de la gracia y serán participes de los méritos bienaventurados.
Libraré bien pronto del Purgatorio a las almas devotas a mi Rosario.
Los hijos de mi Rosario gozarán en el cielo de una gloria singular.
Todo cuanto se pida por medio del Rosario se alcanzará prontamente.
Socorreré en sus necesidades a los que propaguen mi Rosario.
He solicitado a mi Hijo la gracia de que todos los cofrades y devotos tengan en
vida y en muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la corte
celestial.
Los que rezan Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi
Unigénito Jesús.
La devoción al Santo rosario es una señal manifiesta de predestinación de
gloria.
 
Objeciones y respuestas acerca del Santo Rosario
 
Primera objeción: “El Rosario no está en la Biblia”.
 
Respuesta: El Rosario es la oración bíblica por excelencia; pues en él se
contemplan uno a uno los misterios de la vida de Cristo, desde su infancia
(misterios gozosos), pasando por su vida pública (misterios luminosos), hasta
su pasión y muerte (misterios dolorosos). El rosario es un compendio del
Evangelio. Es una oración bíblica y Cristocéntrica por excelencia.
 
El Ave María está en la biblia, es más, es una oración compuesta por el mismo
Dios (Lc 1,28; 39). El Padre Nuestro está en la biblia (Mt 6,8). y cada uno de
los misterios que se contemplan en el corresponden a pasajes del Evangelio.
 
Segunda objeción: “El Rosario es la repetición de la repetidera”
 
Respuesta: El Rosario, más que oración es meditación y redunda en el bien de
los cristianos cuando lo hacemos en un profundo espíritu de meditación en los
misterios de la fe.
 
La repetición de oraciones vocales sólo marca el tiempo de la meditación. El
mismo Jesús (nos dice la Biblia) repetía las mismas palabras una y otra vez en
el huerto de los Olivos (Mc 14, 39). En la liturgia celestial que se describe en el
apocalipsis, los “cuatro vivientes” que estaban ante el trono de Dios “repiten sin
descanso día y noche: Santo, santo, santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel
que era, que es y que va a venir” (Ap 4,8).
 
Los hermanos pentecostales repiten una y otra vez palabras, tales como:
«Aleluya», «Gloria a DIOS», «Amén», entre otras.
 
La inmensa mayoría de cosas que hacemos en un día son repeticiones: ¿Qué
es caminar? Es repetir pasos, ¿Qué es respirar? Es repetir inhalaciones y
exhalaciones. ¿Qué es el palpitar del corazón? repetidos e incansables sístoles
y diástoles al ritmo del “pum”, “pum”... desayunamos, almorzamos y comemos
todos los días; nos aseamos todos los días... eso es repetir. Es más, a todos
nos gustaría que nos dijeran que nos aman; pero si nos lo dicen 50 veces, nos
gusta más. Cuando se repite con una nueva intención, cada repetición es como
si fuera la primera vez.
 
Tercera objeción: “Sólo lo hago cuando siento”
 
Respuesta: como sabemos, el amor más que un sentimiento es una decisión;
una mamá no solo atiende a su bebé recién nacido cuando siente ganas de
hacerlo, de seguro que si el niño llora en la madrugada ella no se sentirá muy
bien levantándose a ocuparse de él; sin embargo, su amor de madre está por
encima de lo que siente. Así mismo debe ser el amor que nosotros profesamos
a Dios y a su Santísima Madre, no puede estar marcado por el sentimiento,
debe ser una fuerte convicción. Sabiendo, además, que no es Dios quien
necesita de mi oración, soy yo mismo quien la necesita. Si dejo de orar Dios no
pierde nada por eso, soy yo quien me pierdo de sus gracias.
 
Testimonios del Santo Rosario
 
Milagro del Santo Rosario en Hiroshima: 6 de agosto de 1945
 
Durante la Segunda Guerra Mundial dos ciudades japonesas fueron destruidas
por bombas atómicas: Hiroshima y Nagasaki. En Nagasaki, como resultado de
la explosión, todas las casas en un radio de aprox. 2.5 Km del epicentro fueron
destruidas. Quienes estaban dentro quedaron enterrados en las ruinas. Los
que estaban fuera fueron quemados.
 
En medio de aquella tragedia, una pequeña comunidad de Padres Jesuitas
vivía junto a la iglesia parroquial, a solamente ocho cuadras (aproximadamente
1 Km) del epicentro del epicentro de la bomba. Eran misioneros alemanes
sirviendo al pueblo japonés. Como los alemanes eran aliados de los japoneses,
les habían permitido quedarse. La iglesia junto a la casa de los jesuitas quedó
destruida, pero su residencia quedó en pié y los miembros de la pequeña
comunidad jesuita sobrevivieron. No tuvieron efectos posteriores por la
radiación, ni pérdida del oído, ni ninguna otra enfermedad o efecto.
 
El Padre Hubert Schiffer fue uno de los jesuitas en Hiroshima. Tenía 30 años
cuando explotó la bomba atómica en esa ciudad y vivió otros 33 años más de
buena salud. El narró sus experiencias en Hiroshima durante el Congreso
Eucarístico que se llevó a cabo en Filadelfia (EU) en 1976. En ese entonces,
los ocho miembros de la comunidad Jesuita estaban todavía vivos. El Padre
Schiffer fue examinado e interrogado por más de 200 científicos que fueron
incapaces de explicar como él y sus compañeros habían sobrevivido. Él lo
atribuyó a la protección de la Virgen María y dijo: “Yo estaba en medio de la
explosión atómica... y estoy aquí todavía, vivo y a salvo. No fui derribado por su
destrucción.” Además, el Padre Shiffer mantuvo que durante varios años,
cientos de expertos e investigadores estudiaron las razones científicas del
porqué la casa, tan cerca de la explosión atómica, no fue afectada. El explicó
que en esa casa hubo una sola cosa diferente: “Rezábamos el rosario
diariamente en esa casa”.
 
 
 
 
El Rosario de Madre Teresa
 
Jim Castle estaba cansado cuando abordó el avión una noche de 1981.
Después de una semana llena de reuniones y seminarios, ahora descansaba
tranquilo en su asiento agradecido de volver a casa: Kansas City .En cuanto
más pasajeros abordaban el avión, más se oía el murmullo de sus
conversaciones mezcladas con el sonido de los equipajes de mano
guardándose en los compartimientos. De repente, un silencio... Jim volvió su
cabeza para ver qué pasaba. Se quedó con la boca abierta.
 
Caminando por el pasillo, venían dos monjas vestidas en hábitos blanco con un
borde azul. El reconoció esa cara a la primera mirada: piel arrugada, ojos
cálidos. La misma cara que estaba en la portada de la revista TIME , y que
siempre aparecía en el noticiero de televisión. Las dos monjas se detuvieron y
Jim reconoció que su compañera de vuelo sería la propia Madre Teresa.
 
En cuanto los pasajeros estaban acomodados, Madre Teresa y su compañera
sacaron sus rosarios. Cada decena de cuentas tenía diferente color, “cada
decena representa varias áreas del mundo”, le dijo, “rezo por los pobres y
moribundos de cada continente” - añadió.
Comenzó el vuelo, las dos monjas comenzaron a rezar, dejando oír sólo
murmullos. Aunque Jim no se consideraba católico practicante y asistir a la
Iglesia no era su hábito, inexplicablemente se encontró envuelto en el rezo.
Cuando hubieron terminado, Madre Teresa se volvió hacia él. Una sensación
de paz lo envolvió.
 
‘Joven’ -le dijo. ‘¿Rezas el rosario frecuentemente?’ -preguntó- ‘No’ - admitió
Jim.
 
Ella tomó la mano de Jim. Mirándolo a los ojos, sonrió: ‘Bueno, lo harás de
ahora en adelante’ - replicó, mientras dejaba caer su Rosario en la palma de la
mano de Jim.
 
Una hora más tarde, en el aeropuerto de Kansas, describió a Ruth su esposa lo
ocurrido, y el por qué traía un Rosario en la mano. ‘Es como encontrarse con
una verdadera hermana de Dios’ - decía.
 
Nueve meses más tarde, visitaron a una amiga de hacía mucho tiempo:
Connie. Connie tenía cáncer en los ovarios. ‘Voy a luchar, no me daré por
vencida’ -decía Connie. En ese instante Jim recordó el rosario que Madre
Teresa le había dado. Después de contar la historia le dijo Jim a Connie:
‘Quédatelo, puede que te sirva’. ‘Gracias, espero poder regresártelo’ - contestó
Connie.
 
Pasó más de un año... Connie regresó el rosario. “Lo mantuve conmigo todo el
tiempo... el mes pasado los médicos hicieron una segunda cirugía y el tumor ha
desaparecido -añadió por eso te regreso el rosario” - dijo agradecida.

El Santo Rosario
MISTERIOS GOZOSOS (Lunes y Sábado)
 
1. La Encarnación del Hijo de Dios
(Lc 1,26-38).
2.  La Visita de María a Santa Isabel
(Lc 1,39-56).
3.  El Nacimiento del Niño Jesús
(Lc 2,1-20).
4.  La Presentación en el templo
(Lc 2,22-35).
5.  El Niño perdido y hallado en el templo
(Lc 2,41 52).
 
MISTERIOS LUMINOSOS (Jueves)
 
1. El Bautismo de Jesús en el Jordán
(Mt 3,13-17).
2. La Autorevelación de Jesús en las bodas de Caná
(Jn 2,1-11).
3.  El Anuncio del Reino de Dios invitando a la Conversión
(Mt 5,1-48).
4. La Transfiguración del Señor
(Mt 17,1-13).
5. La Institución de la Eucaristía
(Mt 26,26-29).
 
MISTERIOS DOLOROSOS (Martes y Viernes)
 
1. La Oración de Jesús en el Huerto
(Lc 22,39-48).
2. La Flagelación del Señor
(Mc 15,6-15).
3. La Coronación de espinas
(Mt 27,27-31).
4. Jesús con la Cruz a cuestas
 (Lc 23,26-31).
5. La Crucifixión del Señor
(Lc 23,32-46).
 
MISTERIOS GLORIOSOS (Miércoles y Domingo)
 
1. La Resurrección del Señor
(Mc 16,1-18).
2. La Ascensión del Señor al Cielo
(Hch 1,3-11).
3. La Venida del Espíritu Santo
 (Hch 2,1-13).
4. La Asunción de la Virgen María al Cielo
(Jdt 13,18-20).
5. La Coronación de la Virgen María 
 (Ap 12,1; Cant 6,10).
 
1. Credo de los Apóstoles
 
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en
Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de
Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al
tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la
derecha de Dios, Padre todopoderoso.
 
Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
 
Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica,  la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,  la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.
 
2. Cierre sus ojos un instante y recuerde todas las cosas (hechos,
palabras, pensamientos, omisión) con que ha ofendido al Señor.
Profundamente arrepentido diga:
 
¡Señor mío Jesucristo!, Dios y Hombre verdadero, Creador Padre y Redentor
mío; por ser vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de
todo corazón haberte ofendido y no haberte amado. Propongo firmemente no
volver a pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Te
ofrezco mi vida, obras y trabajos, en satisfacción de todos mis pecados. Así
como os lo suplico, así espero y confío, que en vuestra bondad y misericordia
infinita me los perdonaréis y me daréis gracia para enmendarme y para
perseverar en vuestro santo servicio, hasta el fin de mis días. Amén.
 
3. Ofrecimiento del Rosario
 
- En honor y gloria a la Santísima Trinidad.
- En agradecimiento por los beneficios recibidos.
- Por las Benditas Almas del Purgatorio.
- Por el Papa y la Santa Madre Iglesia Católica; por los sacerdotes y en
especial por el sacerdote que hemos adoptado.
- En expiación y reparación por todos nuestros pecados y los del mundo entero.
- Por la conversión de los pecadores y por nuestro Celo Apostólico.
- Por los agonizantes, encarcelados y enfermos.
- Para pedir las virtudes de la humildad, pureza, obediencia, fidelidad, oración y
la caridad.
- Por todos directores y futuros directores de nuestra comunidad.
- Por la paz del mundo y en especial, la de nuestro país.
-  Por la perseverancia de los que han sido evangelizados por LAM para que el
Señor les infunda Celo Apostólico y suscite vocaciones santas.
- Por todos los servidores públicos y gobernantes.
- Por las intenciones del Inmaculado Corazón de María y súplicas e intenciones
personales.
 
4. Ven Espíritu Santo, ven por medio de la poderosa intercesión del
Inmaculado Corazón de María tu amadísima esposa (3 veces).
 
5. Entre el Padrenuestro y las 10 Avemarías, se reza esta
oración:
 
- María es Madre de gracia y Madre de misericordia.
- En la vida y en la muerte, ampáranos Madre Nuestra.
-  Dios te salve María... (10 veces)
Gloria al Padre, al Hijo...
 
6. Se rezan las siguientes jaculatorias
 
- Sea amado y adorado en todo momento Jesús en el Santísimo Sacramento.
- ¡Oh Jesús mío perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno,
lleva al Cielo a todas las almas y especialmente a las más necesitadas de tu
misericordia!
- El Rosario de María nos libre de todo mal, alabemos noche y día a la Reina
Celestial.
- Ven divina voluntad, ven a reinar en los corazones  de Lazos de Amor
Mariano y en los del mundo entero. Amén.
 
 
 
 
7. Oración por el Papa y las Benditas Almas del
Purgatorio
 
Un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria por las intenciones del Santo Padre
Francisco y para ganar las indulgencias de este Santo Rosario.
 
Ánimas del Purgatorio quién las pudiera aliviar, que Dios las saque de penas y
las lleve a descansar.
 
Padre nuestro y Avemaría
Concédele Señor, el descanso eterno y brille para ellas la luz perpetua. Que las
almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios, descansen el paz.
Amén
 
8. La Salve
 
Dios te salve, Reina y Madre, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza
nuestra.  Dios te salve a ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti
suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.  ¡Ea, pues, Señora
abogada nuestra! Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después
de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.  ¡Oh
clemente! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!
 
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de
alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo Amén.
 
9. Oración a San José
 
San José, que tu poder se extienda sobre todas nuestras necesidades, tú
puedes hacer posible lo que parece imposible. Protege con paternal amor
todas nuestras familias e intereses. Amén.
 
San José, Padre adoptivo de Nuestro Señor Jesucristo y verdadero esposo de
la Santísima Virgen María, ruega por nosotros y por los agonizantes de esta
noche. Amén.
 
San José varón prudente y justo, intercede por nosotros ante el Santo de los
Santos, La Trinidad Santísima. Amén.
 
10. Oración a San Miguel Arcángel
 
San Miguel Arcángel defiéndenos en la pelea. Sé nuestro amparo contra la
maldad y las asechanzas del demonio. ¡Reprímele Oh Dios como
rendidamente te lo suplicamos!
 
Y tú, Príncipe de las Milicias Celestiales, armado del Poder Divino, Precipita al
Infierno a Satanás y todos los espíritus malignos que para la perdición de las
almas, vagan por el mundo.
 
San Miguel Arcángel, con tu luz ilumínanos, San Miguel Arcángel con tus alas
protégenos, San Miguel Arcángel con tu espada defiéndenos. Amén
 
11.  Oración al Ángel de la guarda
 
Santo Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche
ni de día, hasta que me pongas en el cielo en paz y alegría, junto con todos los
santos, con Jesús, José y María a quienes doy el corazón y el alma mía. Amén.
 
 
 
 
12. Bendición final
 
Contigo voy virgen pura y en tu poder voy confiado, pues yendo en ti amparado
mi alma volverá segura. Dulce Madre, no te alejes, tu vista de nosotros no
apartes; ven con nosotros a todas partes y solos nunca nos dejes y ya que nos
amas tanto como verdadera madre haz que nos bendiga el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.  Amén.

Oraciones del Consagrado


1. PARA PEDIR EL AMOR DE JESUCRISTO
 
“No espere alcanzar misericordia de Dios quien ofenda a su Madre bendita”.
Para alcanzar de tu misericordia, una verdadera devoción hacia tu Santísima
Madre y difundir esta devoción por toda la tierra, concédeme amarte
ardientemente y acepta para ello la súplica inflamada que te dirijo con San
Agustín y tus verdaderos amigos:
 
“Tú eres, Oh Cristo,
mi Padre Santo, mi Dios Misericordioso,
mi Rey Poderoso, mi Buen Pastor,
mi Único Maestro, mi Mejor Ayuda,
mi Amado Hermosísimo, mi Pan Vivo,
mi Sacerdote por la Eternidad,
mi Guía hacia la Patria,
mi Luz Verdadera, mi Dulzura Santa,
mi Camino Recto, mi Sabiduría Preclara,
mi Humilde Simplicidad, mi Concordia Pacífica,
mi Protección Total, mi Rica Heredad,
mi Salvación Eterna…
 
¡Cristo Jesús, Señor amabilísimo! ¿Por qué habré deseado durante la vida algo
fuera de ti, mi Jesús y mi Dios? ¿Dónde me hallaba cuando no pensaba en ti?
 
Anhelos todos de mi corazón, inflámense y desbórdense desde ahora hacia el
Señor Jesús; corran, que mucho se han retrasado, apresúrense hacia la meta,
busquen a quien buscan.
 
¡Oh Jesús! ¡Anatema quien no te ame! ¡Rebose de amargura quien no te
quiera! 
 
¡Dulce Jesús, que todo buen corazón dispuesto a la alabanza, te ame, se
deleite en ti, se admire ante ti! ¡Dios de mi corazón! ¡Herencia mía, Cristo
Jesús! ¡Desfallezca el latir de mi corazón! Vive, Señor, en mí; enciéndase en mi
pecho la viva llama de tu amor, acrézcase en incendio; arda siempre en el altar
de mi corazón, queme en mis entrañas, incendie lo íntimo de mi alma, y que en
el día de mi muerte comparezca yo del todo perfecto en tu presencia. Amén”.
 
 
2. CONSAGRACIÓN DE SÍ MISMO A JESUCRISTO LA SABIDURÍA
ENCARNADA POR MEDIO DE MARÍA
 
¡Oh Jesús! Sabiduría eterna y encarnada, te adoro en la gloria del  Padre,
durante la eternidad, y en el seno virginal de María, en el  tiempo de tu
Encarnación.
 
Te agradezco que hayas venido al mundo -hombre entre los hombres y
servidor del Padre- para librarme de la esclavitud del pecado.
 
Te alabo y glorifico porque has vivido en obediencia amorosa a María, para
hacerme fiel discípulo tuyo.
 
Desgraciadamente, no he guardado las promesas y compromisos de mi
bautismo, no soy digno de llamarme hijo de Dios.
Por ello, acudo a la misericordiosa intercesión de tu Madre, esperando obtener
por su ayuda, el perdón de mis pecados y una continua unión contigo,
Sabiduría encarnada.
 
Te saludo, pues, Oh María Inmaculada, templo viviente de Dios: en ti ha puesto
su morada la Sabiduría eterna, para recibir la adoración de los ángeles y de los
hombres. Te saludo, oh Reina del cielo y de la tierra; a ti están sometidas todas
las criaturas. Te saludo, refugio seguro de los pecadores,  todos  experimentan
tu gran misericordia.
 
Acepta los anhelos que tengo de la Divina Sabiduría y mi consagración total:
 
Consciente de mi vocación cristiana, renuevo hoy, en tus manos, mis
compromisos bautismales.
 
Renuncio a Satanás, a sus seducciones y a sus obras y me consagro a
Jesucristo para llevar mi cruz con Él, en la fidelidad de cada día a la voluntad
del Padre.
 
En presencia de toda la Iglesia, te reconozco ahora por mi Madre y  Soberana.
Te ofrezco y consagro mi persona, mi vida y el valor de mis buenas acciones
pasadas, presentes y futuras. Dispón de mí y de  cuanto me pertenece para la
mayor gloria de Dios en el tiempo y la eternidad.
 
Madre del Señor, acepta mi oblación y preséntala a tu Hijo; si Él me  redimió
con tu colaboración, debe también ahora recibir de tu mano el don total de mí
mismo. Que yo viva plenamente esta consagración para prolongar en mí la
amorosa obediencia de tu Hijo y dar respuesta vital a la misión que Dios te ha
confiado en la historia de la salvación.
 
Madre de misericordia, alcánzame la verdadera sabiduría de Dios y hazme
plenamente disponible a tu acción maternal.
 
Oh Virgen fiel, haz de mí un auténtico discípulo de tu Hijo, la Sabiduría
encarnada. Contigo, Madre y modelo de mi vida, llegaré a la perfecta madurez
de Jesucristo, en la tierra, y a la gloria del cielo. Amén.
 
 
 
3. ORACIÓN DE CONFIANZA
 
Acepta, querida Madre y Reina mía, toda mi persona y cuanto con la gracia de
tu querido Hijo he podido hacer de bueno.
 
Yo mismo no soy capaz de conservarlo dada mi debilidad e inconstancia, ¡y la
forma en que me combaten continuamente mis enemigos espirituales!
 
Veo todos los días caer por tierra los cedros del Líbano, y convertirse en aves
nocturnas las águilas que volaban en torno al sol.
 
Mil justos caen a mi izquierda; diez mil a mi derecha… (Sal. 91, 7). Más yo
confío en ti mi poderosa y más que poderosa Madre:
 
Tenme que no caiga; conserva mis bienes, que no me saqueen; protege en mí
la vida divina.
 
¡Defiende a quien a ti se ha consagrado! Yo te conozco bien y en ti confío: eres
la Virgen fiel a Dios y a los hombres, que no dejas perder nada de cuanto a ti
se confía; eres la Virgen Poderosa: nadie podrá hacerte daño ni perjudicar
tampoco a los que tú amas. Amén.
 
4. ORACIÓN A JESUCRISTO
 
Gracias, Señor Jesucristo, por haberme concedido la gracia de consagrarme a
María.
 
Ella será mi socorro, que levantándome de  mi propia miseria, me introducirá
más y más profundamente en tu amistad.
 
Ay, Señor, débil como soy, sin Ella ya hubiera naufragado en mis pecados. ¡Sí,
María me hace falta ante ti y en todas partes!
 
Con Ella, en cambio me libraré del pecado y de sus consecuencias y podré
acercarme a ti, dialogar contigo y agradarte en todo; aceptar radicalmente tu
Evangelio, salvarme e irradiar tu amor y salvación a mis hermanos.
 
¡Cómo quisiera, oh Jesús, publicar ante todas las criaturas tu gran misericordia
a favor mío! Y hacer que todo el mundo conozca, que a no ser por María, hace
tiempo estaría yo condenado ¡y agradecerte dignamente este favor!
 
¡María está conmigo! ¡Qué tesoro tan precioso! ¡Qué alegría tan inmensa!
 
Pero Señor, amor con amor se paga: qué ingratitud la mía si no me consagrara
a Ella totalmente.
 
Salvador mío amadísimo: antes morir que vivir sin Ella mil y mil veces como,
Juan ante la Cruz (Jn 19, 27) he aceptado a María como tu don más precioso, y
¡cuántas veces me he consagrado a Ella, aunque todavía con tanta
imperfección!
 
Por ello quiero ahora, con la madurez y disponibilidad que esperas de mí,
consagrarme a Ella nuevamente.
 
Arranca de mi ser cuanto no pertenezca a tan augusta Reina: pues, si no es
digno de Ella, tampoco es digno de ti.
 
5. AL ESPÍRITU SANTO
 
Oh Espíritu Santo, ayúdame a cumplir mi compromiso, concédeme todas las
gracias; planta y cultiva en mí el árbol de la vida verdadera que es la
amabilísima María para que crezca y dé flores y frutos abundantes.
 
Oh Espíritu Santo, concédeme amar y venerar a María tu esposa fidelísima,
apoyarme en su amparo maternal y recurrir a Ella confiadamente en toda
circunstancia. Forma con Ella en mí a Jesucristo hasta la plena madurez
espiritual (cf. Ef. 4,13). Amén.
 
6.  A  MARÍA
 
¡Oh María, Hija predilecta del Padre, Madre admirable del Hijo, Esposa
fidelísima del Espíritu Santo!
 
Tú eres mi Madre espiritual, mi admirable maestra y soberana, mi gozo, mi
corona, mi corazón y mi alma.
 
Tú eres toda mía por bondad del Señor y yo te pertenezco por justicia.
 
Más, aún no soy tuyo cuanto debo: por ello, hoy me consagro a ti en
disponibilidad plena y eterna, comprometiéndome a arrancar de mí cuanto
desagrade a mi Dios y a plantar, levantar y producir todo lo que tú quieras.
 
Que la luz de tu fe disipe las tinieblas de mi espíritu, que tu humildad profunda
sustituya a mi orgullo, que tu contemplación contenga a mi alocada fantasía,
que tu visión no interrumpida de Dios llene con su presencia mi memoria, que
el fuego de tu ardiente caridad incendie la tibieza y frialdad de mi pecho, que
mis pecados cedan el paso a tus virtudes y el fulgor de tu gracia me acompañe
al encuentro con Dios.
Madre mía amadísima, alcánzame la gracia de no tener más espíritu que el
tuyo para conocer a Jesús y su Evangelio; más alma que la tuya para alabar y
glorificar al Señor; más corazón que el tuyo para amar a Dios como tú lo amas.
 
No te pido visiones, ni revelaciones, ni gustos, ni consuelos aún espirituales.
 
Para ti, el ver claro sin tinieblas ni dudas; para ti, el saborear el gozo pleno;
para ti, el triunfar junto a tu Hijo; para ti, el dominar cielos y tierra y humillar los
poderes del maligno; para ti, el difundir como tú quieras los dones del Altísimo.
 
Esta es tu mejor parte, que no te será nunca arrebatada y me llena de gozo el
corazón.
 
Para mí solamente gozarme en tu alegría, seguirte en tu camino, creer confiado
solamente en Dios, sufrir con alegría cerca a Cristo, morir al egoísmo cada día,
colaborar contigo para salvar al mundo.
 
Te pido solamente poder decir tres veces Amén, en todos los momentos de mi
vida:
 
Amén a cuanto hiciste en este mundo, Amén a cuanto hoy haces en el cielo,
Amén a cuanto ahora haces en mi alma, para que en ella Cristo sea glorificado
en plenitud, en el tiempo y en la eternidad.
 
 
7. VEN,  ESPÍRITU  CREADOR
 
Ven, Espíritu Creador,
nuestras almas visita
y tu gracia infinita
infunde al corazón.
 
Tú eres el abogado,
don de Dios, viva fuente,
fuego y amor ardiente
y espiritual unción.
 
Fuente de siete Dones,
mano de Dios abierta,
del Padre rica oferta,
hálito inspirador.
Infúndenos tu lumbre
y con tu viva llama
el corazón inflama,
dale fuerza y vigor.
 
Aleja al enemigo
danos paz y victoria,
guíanos a la gloria,
Divino defensor.
 
Obtennos conocerte,
Espíritu Divino
vivir en ti, Dios Trino,
y disfrutar de tu Amor.
Amén.
 
8. OH SANTA MARÍA
 
Oh Santa María
de mares estrella,
Virgen de Dios Madre
y del cielo puerta.
 
Retomando el Ave
que Gabriel te diera,
la paz corrobora
cambia el nombre de Eva.
 
Al ciego ilumina
y libra al cautivo,
ahuyenta los males
da bienes Divinos.
 
Haz ver que eres Madre,
por ti nuestras preces
reciba el que es tuyo
y ser nuestro quiere.
Bendita Señora
la más dulce y buena:
borrando el pecado,
endulza las penas.
 
Danos vida santa
y recto camino
para que en el cielo
veamos a tu Hijo.
 
Gloria al Padre Eterno,
Gloria a Jesucristo,
Gloria al Santo Espíritu
y Gloria a los tres.
Amén.
 
9. MAGNÍFICAT
 
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
 
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha
hecho obras grandes   por mí:
 
su Nombre es Santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación.
 
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del
trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma
de bienes y a los ricos los despide vacíos.
 
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia -como lo había
prometido a nuestros padres- en favor de Abraham  y su descendencia por
siempre.
Amén.
CORONILLA DE ALABANZAS A MARÍA
 
V/. Dígnate aceptar mis alabanzas, Virgen Santísima.
R/. Dame fuerzas contra tus enemigos.
 
1. Corona de EXCELENCIA
 
* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.
 
Bienaventurada eres, Virgen María, que llevaste en tu seno al Señor y Creador
del mundo: engendraste al que te formó, permaneciendo siempre virgen.
 
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Oh Virgen Santa e Inmaculada, no sé con qué alabanzas honrarte dignamente,
porque llevaste en tu seno al que no pueden contener los cielos.
 
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Muy hermosa eres, oh María, no hay en ti mancha alguna.
 
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Hay más virtudes en ti, Virgen María, que estrellas en el cielo.
 
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
 
Gloria al Padre, y al Hijo...
 
2. Corona de PODER
 
* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, Reina del universo, condúcenos contigo a la felicidad del Cielo.
 
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, tesorera de las gracias del Señor: danos participar en los dones de
Dios.
 
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, mediadora entre Dios y los hombres:
haz que sea más íntimo nuestro encuentro con Cristo.
 
V. Regocíjate, Virgen María.
R. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
Gloria a ti, Triunfadora sobre las fuerzas del mal:
sé nuestra piadosa guía por los senderos del Evangelio.
 
V. Regocíjate, Virgen María.
R. ¡Regocíjate mil veces!
 
Gloria al Padre, y al Hijo...
 
3. Corona de BONDAD
 
* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, Refugio de los pecadores: intercede por nosotros ante el Señor.
 
V. Regocíjate, Virgen María.
R. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, Madre de los hombres: enséñanos a vivir como hijos de Dios.
 
V. Regocíjate, Virgen María.
R. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, Alegría de los justos: condúcenos contigo a las alegrías del cielo.
 
V. Regocíjate, Virgen María.
R. ¡Regocíjate mil veces!
 
* Dios te salve, María.
 
Gloria a ti, prestísima ayuda nuestra en la vida y la muerte; llévanos contigo al
reino de los cielos.
 
V. Regocíjate, Virgen María.
R. ¡Regocíjate mil veces!
 
Gloria al Padre, y al Hijo...
 
OREMOS:
 
Dios te salve, María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del
Espíritu Santo, Templo augusto de la Santísima Trinidad.
 
Dios te salve, María, Señora mía, mi tesoro, mi belleza, Reina de mi corazón,
Madre, vida, dulzura y esperanza mía queridísima, –más aún– mi corazón y mi
alma.
 
Soy todo tuyo, Oh Virgen benditísima, y todo lo mío es tuyo.
 
More en mí tu alma para engrandecer al Señor, more en mí tu espíritu para
regocijarme en Dios.
 
Oh Virgen fidelísima, ponte como un sello sobre mi corazón, para que en ti y
por ti permanezca fiel al Señor.
 
Concédeme, por tu bondad, la gracia de contarme en el número de los que
amas, enseñas, diriges, nutres y proteges como a hijos.
Haz que despreciando por tu amor todos los consuelos terrenos, aspire
continuamente a los bienes celestiales, hasta que por medio del Espíritu Santo,
tu Esposo fidelísimo, y de ti, Esposa suya fidelísima, sea formado en mí
Jesucristo, tu Hijo, para gloria del Padre celestial.
Amén.

Texto 18. El valor del sacrificio


Todos hemos escuchado de las fuertes mortificaciones que realizaron los
grandes santos. Prolongados ayunos, largas vigilias, duras penitencias. Es
particularmente conmovedor el pasaje de la vida de san Francisco de Asís, en
que se revolcaba entre espinas para alejar la tentación de lujuria[1]. Hoy nos
preguntamos: ¿Está bien esto? ¿No debemos cuidar nuestro cuerpo que es
Templo del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 6,19)? ¿Por qué estas mortificaciones tan
extremas?
Para responder estas preguntas, es necesario comprender el valor del alma, de
la salvación, del amor a Dios y medir cuánto estamos dispuestos a dar por
estos tesoros. Si usted tuviera una enfermedad terminal y le dicen que para
salvarse de la muerte inminente debe vender todo lo que tiene para comprar
una medicina costosísima; debe, además, someterse a una rigurosa dieta
donde le prohíben todo tipo de alimento delicioso; debe abstenerse totalmente
del deporte del que más gusta y, finalmente, debe renunciar a todo vicio... ¿qué
haría? ¡Seguramente estaría dispuesto a eso y hasta más! La razón es
evidente: la vida tiene un valor tan importante que estaría dispuesto a hacer
grandes sacrificios por cuidarla. Pues bien, el Señor Jesús ha dicho que hay
algo más importante que la propia vida física: ¡la vida eterna! Al punto que, si
fuera necesario, deberíamos estar dispuestos a sacrificar la vida terrena para
ganar la eterna: “quien quiera salvar su vida, la perderá: pero quien pierda su
vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). En este mismo sentido, el Señor nos
manda a no temer a quien pueda matar el cuerpo, sino a quien pueda “llevar a
la perdición el alma” (Mt 10,28). La conclusión es del todo lógica: si es bueno
hacer sacrificios por la salud del cuerpo, es mucho más bueno hacer
sacrificios por la salud del alma. Esta es la razón por la que los santos
hacían estos heroicos sacrificios, no por despreciar el cuerpo, sino por sanar el
alma. Pero, ¿por qué mortificar el cuerpo da salud al alma?
 
¿Por qué es necesaria la mortificación?[2]
 
Mortificar significa, literalmente, “dar muerte”, “hacer morir”. Esto no se refiere
a dar muerte al cuerpo -a la materialidad de nuestra dimensión física- sino al
pecado y a la inclinación a este. (cf. Col 3,5). Así, pues, la mortificación es
necesaria para la salvación por cuatro motivos principales: 1- Porque el mismo
Cristo la pide. 2- Porque nos sana de las consecuencias del pecado original. 3-
Porque nos sana de las consecuencias de nuestros pecados actuales
(Penitencia). 4- Porque nos asemeja a Cristo crucificado.
 
Porque el mismo Cristo la pide
“El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame” (Mt 16,24). Nuestro Señor Jesucristo habló en muchas ocasiones
sobre la mortificación. Todo sufrimiento en su vida fue ofrecido al Padre por la
redención de las almas. En el Sermón de la Montaña, nos enseña la necesidad
de la mortificación, es decir de la muerte al pecado y a sus consecuencias,
insistiendo sobre la sublimidad de nuestro fin sobrenatural que consiste en ser
“perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial” (Mt 5,48).
 
Pero esto exige la mortificación de todo lo que hay en nosotros de vicioso, la
mortificación de los movimientos desordenados de la concupiscencia (cf. Mt
5,28), de la cólera (cf. Mt 5,22), del odio (cf. Mt 5,24), del orgullo (cf. Mt
6,1), de la hipocresía (cf. Mt 6,5).
 
Estos, entre otra enorme cantidad de textos bíblicos, manifiestan la importancia
que el Señor le dio a la mortificación, al sacrificio, como condición
indispensable para seguirle. ¿Alguien dudaría del valor de la mortificación
después de ver cómo nuestro divino Salvador la recomendó incansablemente?
 
Porque nos sana de las consecuencias del pecado original
“La vida del hombre sobre la tierra es una lucha” (Job 8,1). Esta batalla interior
ha sido descrita en la tradición bíblica y espiritual de la Iglesia como la “lucha
entre la carne y el espíritu”, entre el “hombre viejo y el hombre nuevo” (Ef 4,17-
32), “porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es
contra la carne; y éstos se oponen entre sí”  (Gál 5,17). Esta lucha no es contra
la corporeidad que en sí misma que es buena, sino contra los apetitos
desordenados de la carne.
 
El viejo hombre, tal como nace de Adán, encierra un desequilibrio no pequeño
en su naturaleza herida. Lo vemos claramente si consideramos lo que era el
estado de justicia original, antes del pecado original. Era una armonía
perfecta entre Dios y el alma creada para conocerle, amarle y servirle, y entre
el alma y el cuerpo; en tanto el alma guardaba esa sumisión a Dios, las
pasiones de la sensibilidad permanecían también sometidas a la recta razón
iluminada por la fe, y a la voluntad vivificada por la caridad; el cuerpo
participaba por privilegio de esta armonía, y no estaba sujeto ni a la
enfermedad, ni a la muerte.
           
Esta armonía fue destruida por el pecado original. El primer hombre, por su
pecado, como lo dice el Concilio de Trento, “perdió para sí y para nosotros la
santidad y la justicia original”, y nos transmitió una naturaleza caída, privada de
la gracia y herida. Preciso es reconocer, con Santo Tomás, que venimos al
mundo con la voluntad alejada de Dios, inclinada al mal, débil para el bien, con
una razón que fácilmente cae en el error, y la sensibilidad violentamente
inclinada al placer desordenado y a la cólera, fuente de injusticias de toda
clase.
 
Existe, también el desorden de la concupiscencia, de la inclinación al mal. En
lugar de la triple armonía original entre Dios y el alma, entre el alma y el
cuerpo, entre el cuerpo y las cosas exteriores, nació el triple desorden de que
nos habla San Juan cuando escribe (1 Jn 2,16): “Porque todo lo que hay en el
mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia
de la vida; lo cual no nace del Padre, sino del mundo.”
           
El bautismo nos sanó, indudablemente, del pecado original, aplicándonos los
méritos del Salvador y dándonos la gracia santificante y las virtudes infusas;
así, por la virtud de la fe, nuestra razón fue sobrenaturalmente esclarecida, y,
por las virtudes de esperanza y caridad, nuestra voluntad se volvió hacia Dios;
también recibimos las virtudes infusas que ponen orden en la sensibilidad. No
obstante, aún continúa, en los bautizados en estado de gracia, la
debilidad original y las heridas en vías de cicatrización, que a veces hacen
sufrir, y que nos han sido conservadas, dice Santo Tomás, como ocasión de
lucha y merecimientos (cf. Rom 6,6-13).
 
A este “hombre viejo”, no sólo hay que moderarlo y someterlo; es preciso
mortificarlo y hacerle morir. De lo contrario, nunca conseguiremos el dominio
sobre nuestras pasiones, y siempre seremos esclavos suyos. Y habrá
oposición y perpetua guerra entre la naturaleza y la gracia.
           
La mortificación nos es, pues, necesaria contra las consecuencias del pecado
original, que continúa existiendo aun en los bautizados, como ocasión de lucha,
y hasta de lucha indispensable para no caer en pecados actuales y personales.
No tenemos por qué arrepentirnos del pecado original que no fue voluntario
sino en el primer hombre; pero debemos esforzamos por hacer desaparecer
las pecaminosas consecuencias de ese pecado, en particular la
concupiscencia, que inclina a los demás pecados. Si lo hacemos así, las
heridas, de que antes nos hemos ocupado, se van cicatrizando más y más con
el aumento de la gracia que sana y que, a la vez, nos levanta a una nueva vida.
Muy lejos de destruir la naturaleza, por la práctica de la mortificación, la gracia
la restaura, la sana y la vuelve más dócil en las manos de Dios.
 
Porque nos sana de las consecuencias de nuestros pecados actuales
(Penitencia).
La penitencia es la mortificación que se hace para reparar por nuestros
pecados personales. Es pues cosa clara que la mortificación es para nosotros
una necesidad en razón de las consecuencias de nuestros pecados
personales. El pecado actual repetido engendra vicios. Cuando confesamos
nuestras faltas con contrición o atrición suficiente, la absolución borra el
pecado, pero deja en el alma cierta disposición a volver a caer en el mismo
vicio, que es consecuencia del pecado. De modo que aun después del
bautismo queda el fondo de todas las malas pasiones. No hay duda, por
ejemplo, que aquel que se ha dado al vicio del alcoholismo y se confiesa con
atrición suficiente, si bien recibe, con el perdón, la gracia santificante y la virtud
infusa de la templanza, conserva, sin embargo, la inclinación a aquel vicio y, si
no huye de las ocasiones, volverá a caer en él.
 
Por ese espíritu de penitencia hemos de mortificarnos para expiar los
pecados pasados y ya perdonados, y evitarlos en lo venidero. La virtud de
penitencia, en efecto, no sólo tiene por fin detestar el pecado, que es ofensa de
Dios, sino también la reparación; y, para esto, no basta dejar de pecar; es
también necesaria la satisfacción ofrecida a la justicia divina, ya que todo
pecado merece una pena o castigo, de la misma manera que cualquier acto
inspirado por la caridad es acreedor a la recompensa. Por este motivo, cuando
se nos da la absolución sacramental, que borra el pecado, se nos impone a la
vez la penitencia o satisfacción, para que así obtengamos la remisión de la
pena temporal que aún nos quedaría por pagar. Esta satisfacción es parte del
sacramento de la penitencia por el cual se nos aplican los méritos del Salvador;
y contribuye así a devolvernos la gracia o a aumentárnosla.
Así queda saldada, en parte al menos, la deuda contraída por el pecador con la
divina justicia. Para conseguir tal efecto, debe ese pecador aceptar con
resignación las penalidades de la vida; y si esta paciencia y resignación no son
suficientes para purificarlo del todo, deberá pasar por el purgatorio, pues nadie
entra en el cielo sin antes haberse purgado totalmente. El dogma del purgatorio
es, de esta manera, una confirmación de la necesidad de la mortificación, al
enseñarnos que toda deuda ha de quedar cancelada, ya por los méritos en
esta vida, o bien por el fuego purificador en la otra.
 
Un arrepentimiento lleno de amor borraría la falta y la pena, como las dichosas
lágrimas que Jesús bendijo cuando dijo: “Le han sido perdonados muchos
pecados, porque amó mucho” (Lc 7,47).  Si, pues, la penitencia es necesaria a
todos los cristianos, ¿cómo será posible negar la necesidad de la mortificación?
Eso equivaldría a desconocer en absoluto la gravedad del pecado y sus
consecuencias. Los que hablan contra la mortificación llegan poco a poco a
beber la iniquidad como se bebe un vaso de agua; luego llaman imperfección a
lo que con frecuencia es un verdadero pecado venial, y humana debilidad al
pecado mortal.
 
Tampoco hemos de pasar por alto que tenemos que luchar contra el
espíritu del mundo y contra el demonio, según las palabras de San
Pablo (cf. Ef 6,10-20). Para resistir a las tentaciones del enemigo, que primero
nos inclina a faltas ligeras para llevarnos después a otras más graves, Nuestro
Señor mismo nos ha exhortado a recurrir a la oración, al ayuno y a la limosna.
Así la tentación se convertirá en ocasión de actos meritorios de fe, esperanza y
amor de Dios.
 
Porque nos asemeja a Cristo crucificado[3]
Otro de los motivos por el cual nos es necesaria la mortificación, es la
necesidad de imitar a Jesús crucificado. La santificación consiste en un
proceso cada vez más intenso de incorporación a Cristo. Se trata de una
verdadera cristificación, a la que debe llegar todo cristiano bajo pena de no
alcanzar la santidad. El santo es, en fin de cuentas, una reproducción de Cristo,
otro Cristo, con todas sus consecuencias. Ahora bien; el camino para unirnos y
transformarnos en Él nos lo dejó trazado el mismo Cristo con caracteres
inequívocos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su
cruz y sígame” (Mt 16,24). No hay otro camino posible: es preciso abrazarse
del dolor, cargar la propia cruz y seguir a Cristo hasta la cumbre del Calvario;
no para contemplar cómo le crucifican a Él, sino para dejarse crucificar al lado
suyo. Un santo muy ingenioso pudo establecer la siguiente ecuación, que
juzgamos exactísima: santificar, igual a cristificar; cristificar, igual a
sacrificar. La comodidad moderna y el amor propio humillado ante la propia
cobardía podrán lanzar nuevas fórmulas e inventar sistemas de santificación
cómodos fáciles, pero todos ellos están inexorablemente condenados al
fracaso. No hay más santificación posible que la crucifixión con Cristo. De
hecho, todos los santos están ensangrentados. Y San Juan de la Cruz estaba
tan convencido de ello, que llegó a escribir estas terminantes palabras: “si en
algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina
de anchura y más alivio, no le crea ni abrace aunque se la confirme con
milagros, sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas.
Y jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz.”
           
San Pablo añade que padecemos con Él para ser glorificados con Él (cf. Rom
8,12-18). En este sentido la mortificación tiene su raíz profunda en el
bautismo en el que somos introducidos en la muerte de Cristo para resucitar
con él (Rom 6,1-14). El Apóstol de los Gentiles vivió profundamente lo que
enseñó, por eso pudo escribir: “Mas este tesoro lo llevamos en vasos de barro,
para que se reconozca que la grandeza del poder (del Evangelio) es de Dios, y
no nuestra. Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por
eso perdemos el ánimo; nos hallamos en graves apuros, mas no
desesperamos; somos perseguidos, mas no abandonados (por Dios); abatidos,
mas no enteramente perdidos. Traemos siempre en nuestro cuerpo por todas
partes la mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste
también en nuestros cuerpos... Así es que la muerte imprime sus efectos en
nosotros, más en vosotros la vida.” (2 Cor 4,7-10) Y narra otra suerte de luchas
en (1 Cor 4,9). Los mismos apóstoles después de ser azotados por amor a
Cristo salieron “muy gozosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir
aquel ultraje (los azotes) por el nombre de Jesús.” (Hch 5,41). Los santos
verdaderamente llevaron sus cruces y fueron así formados a imagen de Jesús
crucificado, para continuar la obra de la Redención con los mismos medios que
empleara el Redentor.
 
«El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y
sin combate espiritual (cf. 2 Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y
la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las
bienaventuranzas» (Catecismo, 2015).
 
Práctica de la mortificación[4]
La mortificación debe practicarse con prudencia y discreción. Debe ser
proporcionada a las fuerzas físicas[5] y morales[6] de cada cual, y al
cumplimiento de las obligaciones de nuestro propio estado[7]. Es importante
mortificar todos los sentidos:
 
El tacto, no dándole todos los placeres que pide. Cuidándonos principalmente
de los malos deleites. Pero también se ha de renunciar a los deleites
peligrosos, para no exponerse al pecado; y aún hemos de abstenernos de
algunos placeres lícitos para asegurar el imperio de la voluntad sobre los
sentidos.
Los ojos, rechazando definitivamente el ver cosas deshonestas, evitando ver
cosas peligrosas y ofreciendo alegremente el sacrificio de no ver cosas
superficiales.
El oído, dejando la vana curiosidad de querer oírlo todo y huyendo de las
conversaciones deshonestas.
El olfato, soportando pacientemente olores desagradables y no teniendo
inclinación desordenada a perfumes y olores agradables.
El gusto, imponiéndose gustosamente sacrificios respecto a la comida: “si has
terminado de comer y no hiciste ningún pequeño sacrificio… ¡Comiste como un
pagano!”. El ayuno, ocupa el lugar privilegiado en cuanto a la mortificación del
gusto.
El ayuno[8]
 
Llamamos ‘ayuno’ a la privación voluntaria de comida durante algún tiempo por
motivo religioso, como acto de culto ante Dios.
 
Era el ayuno, en la Antigua Ley, una de las grandes obras expiatorias (cf. Lv
16,29.31). En la Ley Nueva, el ayuno es una práctica de dolor y de penitencia;
por eso los apóstoles no ayunan mientras el Esposo está con ellos, sino que
ayunarán cuando no esté (cf. Mt 9,14-15). Nuestro Señor, para pagar por
nuestros pecados, ayunó cuarenta días y cuarenta noches (cf. Mt 4,1-12), y
dijo a sus Apóstoles que hay algunos demonios que no pueden arrojarse sino
con la oración y el ayuno (cf. Mt 17,20). Fiel a esas enseñanzas, ha instituido la
Iglesia el ayuno de la Cuaresma, de las vigilias y de las temporadas para que
los fieles puedan expiar sus pecados. Muchos de esos proceden directa o
indirectamente de la afición a los placeres sensibles, de exceso en el comer o
en el beber, y no hay mejor manera de repáralos que privarse del alimento, lo
cual ataca la raíz del mal, porque mortifica el amor a los placeres de la carne.
Esta es la razón de que los santos hayan practicado tan frecuentes ayunos,
aún fuera de los tiempos señalados por la Iglesia; los cristianos fervorosos los
imitan, o, por lo menos, procuran guardar en parte el ayuno propiamente dicho
privándose de algún alimento en cada una de las comidas para ir matando así
la sensualidad.
 
Pero no sólo nuestro Señor Jesucristo y la Iglesia recomiendan vivamente el
ayuno; también nuestra Señora, en sus apariciones ha pedido insistentemente
el ayuno.
 
El ayuno es importante porque nos ayuda:
A vencer las tentaciones de lujuria, pues los placeres de la mesa preparan
los de la carne; la gula es la antesala de la lujuria. Por esta razón hay que
mortificar el sentido del gusto.
A solidarizarnos con el que sufre el hambre por la injusticia social; por esta
razón el ayuno debe movernos a ejercer la caridad con el pobre.
A tener hambre de Cristo, recordando que “no sólo de pan vive el hombre, sino
de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
A entender la fragilidad humana, dándonos cuenta de la absoluta dependencia
que tenemos del alimento. Esto nos muestra lo limitados que somos y da una
bofetada a nuestra orgullosa locura que cree no necesitar de nada.
¿Cómo se hace el ayuno?[9]
 
El ayuno, que ha de guardarse el miércoles de ceniza y el Viernes Santo.
Consiste en no comer sino una sola comida al día; pero no se prohíbe tomar
algo de alimento en la mañana y en la noche, guardando las legítimas
costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos. Se recomienda 
pan y agua. Deben ayunar los católicos entre los 18 y 59 años.
 
La abstinencia consiste en no comer carne. Son días de abstinencia y ayuno:
miércoles de Ceniza y Viernes Santo. La abstinencia obliga a partir de los 14
años.
 
PRÁCTICA
 
Hacer ayuno el viernes próximo, de la siguiente manera: medio desayuno,
almuerzo completo y media cena. Entre comidas sólo agua. Ofrecerlo en
reparación por los propios pecados.
 
 
 
 
 

[1] Disponible en internet el 3 de julio de 2013:


«http://www.ewtn.com/spanish/saints/santos/francisco_as%C3%ADs.htm»
 
[2] Explicación basada en LAGRANGE, Garrigou. Las Tres edades de la vida
interior I. 9na. ed. Madrid: Palabra, 1999. Pp. 332-336.
 
[3] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na Ed. Madrid:
Editorial Católica (BAC), 2001. P. 332.
 
[4] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística II. 1ra
Ed. Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 506-513.
 
[5] Por ejemplo, no excediéndose en el ayuno si se es de constitución débil.
 
[6] Por ejemplo, no poniéndose al principio privaciones excesivas que no se
puedan cumplir por mucho tiempo.
 
[7] No estaría bien, por ejemplo, que una persona sacrificara su sueño si esto
le afecta gravemente en su trabajo.
 
[8] TANQUEREY, Adolphe. Op. Cit. Pp. 492-493.
 
[9] Código de Derecho Canónico cc.1249-1253.

Texto 19. Obediente hasta la muerte


A la susceptibilidad del hombre actual, la sola palabra ‘obediencia’ le estremece
y le genera repulsa. El hombre, al dar la espalda a Dios y erigirse a sí mismo
como tal, considera que la manera de obrar se debe ajustar, exclusivamente, al
propio criterio, fundamentado por lo general en el capricho, en la sensibilidad, o
en su confundido entendimiento afectado por el error. Aparecen, así, frases
como: “a mí no me manda nadie”, “yo me mando a mí mismo”, “si obedece, se
la montan”, etc.
El valor de la obediencia se entiende cuando se contrasta con su opuesto, la
desobediencia, y se observan las terribles consecuencias de esta:
 
Por desobedecer, algunos ángeles se convirtieron en demonios: «La Escritura
habla de un pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta “caída” consiste en la
elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e
irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en
las palabras del tentador a nuestros primeros padres: “Seréis como
dioses” (Gén 3,5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn 3,8), “padre
de la mentira” (Jn 8,44).» (Catecismo, 392).
 
Por desobedecer, nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso: «El
hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su
creador (cf. Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al
mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rom
5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de
confianza en su bondad.» (Catecismo, 397).
 
La desobediencia de nuestros primeros padres tuvo que ser reparada de la
manera más atroz: ¡con la muerte del Hijo de Dios en la cruz! “En efecto, así
como por la desobediencia de un hombre todos fueron constituidos pecadores,
así también por la obediencia de uno todos serán constituidos justos” (Rom
5,19). Así, Cristo “se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz” (Fil 2,8).
 
¡Cuán terribles son las consecuencias de la desobediencia! Convirtió bellos
ángeles en demonios, expulsó a Adán y Eva del jardín más bello y “obligó” al
Hijo de Dios a morir en la cruz para reparar por ella.
 
¿Qué es la obediencia?
 
La obediencia es una virtud moral sobrenatural que nos inclina a someter
nuestra voluntad a la de los superiores legítimos en cuanto son
representantes de Dios.[1]
 
Al ver que el hombre no se bastaba a sí mismo para su desarrollo físico,
intelectual y moral, quiso Dios que viviera en sociedad. Pero la sociedad no
puede subsistir sin una autoridad que coordine todos los esfuerzos de sus
miembros hacia el bien común; Dios quiere, pues, que haya una sociedad
jerárquica, con superiores legítimos a quienes corresponde el mandar, y
súbditos a quienes toca obedecer.
El fundamento de la obediencia es la autoridad del superior recibida directa o
indirectamente de Dios. En realidad es a Dios a quien se obedece en la
persona del legítimo superior ya que toda potestad viene de Dios (cf. Rom
13,1). Por eso añade san Pablo que quien resiste a la autoridad, resiste al
mismo Dios (cf. Rom 13,2).
 
La obediencia es una virtud de enorme importancia, veamos: con la virtud de la
pobreza se sacrifican los bienes exteriores; con la virtud de la castidad se
sacrifican los bienes corporales. Pero con la virtud de la obediencia se ofrece a
Dios el holocausto de la propia voluntad.[2]
 
¿Quiénes son los legítimos superiores?
 
Aquellos que fueron puestos por Dios al frente de las diversas sociedades.
En el orden natural podemos distinguir tres clases:
La familia, al frente de la cual están los padres, y especialmente el cabeza de
familia.
La sociedad civil, que gobiernan los poseedores legítimos de la autoridad
según los sistemas admitidos en las diversas naciones. Son los presidentes,
alcaldes, policías, guardas de tránsito, etc.
La sociedad profesional, en la que hay patrones y empleados, cuyos
respectivos derechos y deberes se hallan determinados por el contrato de
trabajo.
 
En el orden sobrenatural los superiores jerárquicos son:
El Santo Padre, cuya autoridad es suprema e inmediata en la Iglesia universal.
Los Obispos, que tienen jurisdicción en sus diócesis respectivas, y, bajo su
autoridad, los curas y vicarios, cada uno dentro de los límites que señala el
Código de Derecho Canónico.
Además hay dentro de la Iglesia comunidades particulares con reglas,
estatutos y constituciones aprobadas por el Sumo Pontífice o por los Obispos, y
que tienen superiores nombrados según sus Constituciones, estatutos o reglas;
también son legítimas autoridades. Por consiguiente, todo el que entra a una
comunidad, se obliga, por ende, a guardar las reglas y a obedecer a los
superiores en lo que manden dentro de los límites definidos por la regla.
Límites en el ejercicio de la autoridad[3]
 
Es famosa la frase que dice: “el que obedece no se equivoca… se equivoca el
que ordena”. Esta frase es cierta, siempre y cuando, quien ejerza la autoridad
no se extralimite en sus funciones. Hay, entonces, algunos límites a la hora de
obedecer:
 
Cuando se ordena algo que sea pecado: Es evidente que no se debe ni se
puede obedecer a un superior que mande alguna cosa contraria a las leyes
divinas o eclesiásticas; habría que decirle aquello de san Pedro: “Antes se ha
de obedecer a Dios que a los hombres” (Hch 5,29). Esta frase es liberadora,
pues asegura la libertad cristiana contra toda tiranía. Así enseñaba san
Francisco de Sales: “como los superiores no pueden mandar cosa en contrario
(a la ley de Dios), tampoco los inferiores tienen obligación alguna de obedecer
en ese caso, y si obedecieren, pecarían”[4].
 
Cuando se manda algo, en la práctica, imposible: Quien claramente no
puede realizar lo que se le solicita, no está obligado a hacerlo. Nótese que se
dice que sea imposible “en la práctica”, pues aunque nuestras fuerzas físicas o
morales, estrictamente hablando, puedan lograr lo que se está mandando,
puede suceder que es prácticamente imposible. Así, por ejemplo, si un director
espiritual le ordenara a un hombre casado, con trabajo y demás ocupaciones
propias de su estado, que rezara todos los días diez veces el rosario, aunque
física y moralmente pudiese llegarlo a hacer sacrificando cosas de su estado
propio, se consideraría que en la práctica es imposible y no estaría obligado a
obedecer. No obstante, en caso de duda hemos de presumir que tiene razón el
superior.
 
Cuando el superior ordena algo más allá de sus atribuciones: por ejemplo,
cuando un padre se opone a la vocación maduramente considerada de su hijo,
traspasa sus deberes, y no hay obligación de obedecerle. Lo mismo ha de
decirse del superior de una comunidad que ordenare cosa más allá de lo que le
permiten las constituciones, estatutos y reglas, habiendo estas determinado
sabiamente los límites de su autoridad. 
 
Grados de la obediencia[5]
 
Obediencia de principiante: Se aplican antes que a otra cosa a guardar
fielmente los mandamientos de Dios y de la iglesia; y a someterse por lo menos
exteriormente a las órdenes de los superiores legítimos con diligencia 
puntualidad y espíritu sobrenatural.
 
Obediencia de adelantado: No se contentan con obedecer exteriormente si no
que interiormente someten su voluntad aun en las cosas trabajosas contrarias
a su manera de ser; y lo hacen de corazón sin quejarse, buscando poder
asemejasen más perfectamente a Jesús y a María que son su modelo.
 
Obediencia perfecta: Es aquella obediencia que somete su juicio al del
superior sin pararse a examinar las razones por las que las mandaron, siempre
y cuando no se extralimite en el ejercicio de su autoridad.
 
Cualidades de la obediencia[6]
 
La obediencia, para ser perfecta, debe vivirse con mirada sobrenatural, en todo
tiempo y todo lugar e integralmente.
Con mirada sobrenatural: Quiere decir que debemos ver a Dios mismo, a
Jesucristo, en nuestros superiores, porque no tiene autoridad sino de Él.
 
En todo tiempo y en todo lugar: En cuanto que debemos obedecer todas las
órdenes de nuestro superior legítimo, siempre que mande legítimamente. De
esta manera, como dice San Francisco de sales, la obediencia “se somete
amorosamente a todo lo que se le mande con entera sencillez sin mirar jamás
si lo que se le manda está bien o mal mandado, con tal que quien la manda
tenga potestad de mandar, y sirva lo mandado para unirnos con Dios”
 
Integralmente: Significa que la obediencia debe ser puntual, sin restricción,
constante y alegre.
 
Puntual: porque el amor, que es el que mueve la obediencia perfecta, nos
hace obedecer prontamente. Lo mismo dice San Bernardo: “el verdadero
obediente no sabe de dilaciones, tiene horror a dejarlo para mañana; no
entiende de demoras; se adelanta al mandamiento: está con los ojos fijos, el
oído atento, la lengua pronta a hablar, las manos dispuestas a obrar, los pies
prontos a correr; está enteramente recogido para entender enseguida lo que se
le manda.”
Sin restricción: porque andar eligiendo obedecer en unas cosas sí y en otras
no, es  perder el mérito de la obediencia, y dar a entender que nos sometemos
en lo que nos agrada es mostrar que no es sobrenatural nuestra obediencia.
Constante: en esto está uno de los mayores méritos de la obediencia; porque
hacer con gozo una cosa por una sola vez que se nos manda, o cuando nos
conviene, cuesta muy poco: pero cuando te dicen; harás siempre esto mismo
mientras vivas, en eso está la virtud, en eso la dificultad.
Alegre: si no se inspira en el amor, es difícil que la obediencia sea alegre en lo
penoso. No hay trabajo para el que ama, porque no piensa en lo que padece,
sino en aquel por quien padece.
Falsificaciones de la obediencia[7]
 
Sin llegar a los excesos de la franca y formal desobediencia, que es el pecado
diametralmente opuesto a la obediencia, ¡cuántos modos y maneras ha de
falsificar o deformar esta virtud, tan contraria al instinto de natural rebeldía
propio del espíritu humano! He aquí algunas de sus principales
manifestaciones:
 
Obediencia rutinaria: puro automatismo, sin espíritu interior como el reloj, que
da las horas puntualmente, pero ignorando que las da…
 
Obediencia sabia: siempre con el Código Canónico o la regla en la mano para
saber hasta dónde está obligado a obedecer o dónde empieza “a excederse” el
superior. ¡Qué mezquindad!
 
Obediencia crítica: “El superior es superior… ¡no faltaba más!, pero eso no
impide que sea poco simpático, riguroso, frágil, impulsivo, sin pizca de tacto;
que le falte a menudo cordura, prudencia, oportunidad y caridad”. Se le
obedece al mismo tiempo que se le despelleja…
 
Obediencia momificada: no se tiene ocasión de practicarla, porque el superior
no se atreve a mandar o porque el súbito se substrae habilidosamente de tener
que obedecer…
 
Obediencia seudomística: desobedece al superior bajo el pretexto de
obedecer al Espíritu Santo. ¡Pura ilusión!
 
Obediencia paradójica: es la que pretende obedecer haciendo su propia
voluntad, o sea imponiéndosela al superior.
Obediencia farisaica: que entrega una voluntad vencida, pero no sumisa…
cobardía e hipocresía al mismo tiempo.
 
Espíritu de oposición: grupos, bandos, partidos “de oposición” a cuanto
ordene o disponga el superior. Espíritu verdaderamente satánico, que siembra
la división y la discordia…
 
Obediencia egoísta: inspirada en motivos interesados para atraerse la
simpatía del superior y obtener de él cargos o mandatos que cuadren con sus
gustos o aficiones.
 
Obediencia murmuradora: que acepta de mala gana la orden de un superior
y  murmura interiormente… y a veces exteriormente, con escándalo de los
demás y daño manifiesto al bien común…
 
Sabotaje y falta de perfección: al ejecutar la orden. “Barrer consistirá en
cambiar el polvo de sitio, y hacer meditación, en dormitar dulcemente”.
 
Obediencia perezosa: “no tuve tiempo... estaba ocupado… no pensaba que
fuese tan urgente… iba a hacerlo ahora”. Hay que mandarle doce veces cada
cosa y termina haciéndola mal.
 
PRÁCTICA
 
Obedecer estrictamente a toda autoridad a la que estoy sometido: padres,
profesores, patrones, normas civiles y de tránsito, etc.
 
[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística II. 1ra
Ed. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 679.
 
[2] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na Ed. Madrid:
Editorial Católica (BAC), 2001.  P. 578.
 
[3] TANQUEREY, Op. cit. P. 682.
 
[4] Pláticas Espirituales, cap. 9.
 
[5] TANQUEREY, Op. cit. P. 683.
 
[6] Ibíd. Pp. 684-687.
 
[7] ROYO, Antonio. Op. cit. Pp. 580-581.

Anexo. Método de reconocimiento de la


Fertilidad
Acá puedes ver los videos del método de reconocimiento de la
fertilidad que te darán luces en este hermoso estilo de vida, de cara a
Dios, viviendo una sexualidad tal como Dios la quiere. Estos videos
son recomendados para los esposos o personas que estén pensando
en casarse en el corto plazo.

Metodo Billing

https://www.youtube.com/watch?v=hpI0BRZBh1s

Reconocimiento de la fertilidad
https://www.youtube.com/watch?v=Tc2jHvabP8g

Casos difíciles

https://www.youtube.com/watch?v=imOgQdpqI_Y

Conoce mas sobre el método

https://www.youtube.com/watch?v=YkbZzXYRD64

Taller del método Billing

https://www.youtube.com/watch?v=npOiwgmFO0E

Amor fecundo

https://www.youtube.com/watch?v=h-gPY5VVhqE

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