Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Como lo observa el semiólogo Jean Molino: “El texto no inscribe sino lo que es
importante; tiene una relación particular con la verdad” (1990:22). En el
imaginario de los hombres y la memoria de las culturas, la escritura
efectivamente está investida de un formidable valor simbólico. Entre los asirios
y los babilonios, los escribas constituían una casta aristocrática que pretendía
ver en la disposición de las estrellas “la escritura del cielo”. Para los antiguos
egipcios, la escritura era la creación del dios Thot, que la había obsequiado a los
hombres. La palabra “jeroglífico”, por otra parte, significa “escritura sagrada”, y
la pluma del escriba también era el símbolo de la verdad (Jackson, 1982: 23). En
la cultura hebrea, el libro es sagrado en tanto depositario de la palabra de Dios.
Los griegos de la época clásica no conocieron una casta encargada de preservar
el secreto de la escritura, y por eso no se vieron tan llevados a sacralizar el libro.
Crítico respecto a la escritura, Platón se inquietó por las transformaciones que
esta invención corría el riesgo de llevar a la cultura tradicional. Al considerar
que constituía una extensión de la memoria del hombre, tanto la individual
como la social, presentía que la escritura iba a transformar la manera en que la
tradición se había transmitido hasta entonces. Fue sin duda por apego a la
tradición oral, aún vivaz en su maestro Sócrates, como el filósofo compuso una
gran parte de su obra en forma de diálogos:
Para Sócrates, los textos escritos no son nada más que un ayudante de la
memoria para el que ya sabe aquello de lo que se trata en dichos escritos, pero
jamás pueden otorgar la sabiduría; ése es el privilegio del discurso oral (Curtius:
371).
De igual modo, la Roma antigua no magnificó el libro. Pero la situación cambiará
radicalmente con el advenimiento del cristianismo. Acaso en virtud de sus
raíces judaicas, la religión cristiana está profundamente penetrada del
pensamiento del libro y la escritura, y precisamente se encontrará en el origen
de la difusión del códice. A partir de los primeros siglos de nuestra era,
concederá una posición envidiable a la representación del libro, a tal punto que
se ha podido decir que era una religión del libro (ParKes, 1993:14).
Surgida de la doble fuente judeocristiana, esta valorización del libro se
mantendrá durante mucho tiempo. Culminará en un poeta como Mallarmé,
según el cual “todo en el mundo existe para desembocar en un libro” (1945: 378).
La misma exaltación se encuentra en escritores inspirados en la tradición judía,
como Edmond Jabés.
A manera de hipótesis, cabe preguntarse si ese extraordinario prestigio del
escrito, que supera los aspectos meramente funcionales de una invención
mayor, no descansaría en el hecho de que la lectura del texto combina dos
sentidos mayores, a saber: la vista, que es el sentido noble por excelencia, y el
oído, que es el sentido asociado a nuestra primera experiencia del material
lingüístico. Estos dos instrumentos de captación de los datos exteriores se
combinaron durante mucho tiempo en el movimiento de la lectura, por lo
menos mientras este fue acompañado de fenómenos de vocalización o
subvocalización. Y esta fructífera combinación que se produce en el espíritu del
lector tiende a ubicar el texto bajo el sello de la verdad, ya que la vocalización
aportaba la confirmación de lo que primero había sido percibido por el ojo, y
viceversa (Vandendorpe, 2003:19).