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Escribí esto hace exactamente diez años en La Habana, para un grupo de educadores

populares. Ha pasado mucho tiempo...

TODOS SOMOS CULTOS *

Magaly Muguercia

A las educadoras (y educadores) populares


del Centro Martin Luther King.

Con frecuencia, en el lenguaje cotidiano, asociamos la idea de cultura con una


acumulación e integración de conocimientos de carácter más bien intelectual o erudito;
a veces restringimos esta noción a la esfera exclusiva del arte y la literatura. Dentro de
esta acepción común del término decimos, por ejemplo, que el panel del programa
“Escriba y Lea” está compuesto por personas muy cultas. El inculto sería el que tiene
"pocas lecturas", no posee nociones intelectuales densas ni sistematizadas y, por
supuesto, es lego en materia de arte. Completamos el retrato del inculto imaginándolo
torpe, incapaz de desenvolverse con soltura, de emplear los gestos y las palabras
convenientes en los ambientes "distinguidos".

Pero cuando Martí dijo "ser cultos es la mejor manera de ser libres" hacía entrar en la
noción de cultura algo más que lo cognoscitivo y que lo aprobado en círculos de élite.
El vínculo que él establece entre los términos cultura y libertad sugiere otro enfoque
según el cual la cultura movilizaría no sólo capital intelectual, ni sólo los valores y usos
autorizados. En su frase está implícita la idea de que la cultura moviliza una energía
espiritual más abarcadora y, también, potencialmente subversiva, capaz de inducir
cambios y renovación. La cultura tributaría a las ciencias y a la academia, pero también
a la ética, la estética y la política, dominios donde se verifican con intensidad los
movimientos hacia lo liberador. Según la imagen de Martí, un hombre culto estaría
definido por su capacidad para trascender el orden real existente.

El enfoque martiano nos ayuda a situar la noción de cultura en un trasfondo más amplio
que la primera acepción, aunque tiene en común con ella la idea de que habría seres
provistos de cultura y otros carentes de ella.

A nosotros nos interesa examinar aquí una tercera acepción posible y más general : la
cultura como una dimensión consustancial al comportamiento de la especie humana, en
la que tienen lugar aquellos procesos de producción de subjetividad que dan fundamento
a la existencia colectiva.

Para asumir esta perspectiva debemos, por un momento, dejar de considerar lo cultural
como un ámbito exclusivo de determinada categoría de personas o como algo que se
adquiere sólo por vía de estudios especializados.

Todo grupo humano -y cada individuo como miembro de él- posee saberes, creencias,
disposiciones y costumbres -algunas ancestrales, muchas inconscientes, unas más
profundas y constantes, y todas, en última instancia, cambiantes. Es a esto a lo que
llamamos aquí cultura. Ella nos da coordenadas para orientarnos en nuestra relación con
el mundo natural, con el resto de la sociedad y con nosotros mismos. Estos sistemas de
sentidos dejan su huella en nuestro comportamiento físico y mental y nos permiten
reconocernos como miembros de una determinada comunidad o grupo.

No existe ser humano que no disponga de esos modelos interiorizados -empezando por
el idioma materno que hablamos. Contra ellos podemos rebelarnos, podemos hacerlos
cambiar, pero no sin trabajo, pues forman parte de nuestro ser entero. Es por eso que
una revolución -que es un profundo cambio cultural- resulta tan difícil. Porque implica
una lucha contra estructuras que están incrustadas en nuestro cerebro y en nuestra piel.

Muchas de nuestras conductas no son tan espontáneas como parecería a primera vista.
Lo que es cultural se arraiga a veces de manera tan profunda que llega a hacerse
"segunda naturaleza" y percibimos como “natural” lo que en realidad ha sido aprendido
en la cultura.

Al mismo tiempo, no hay que pensar que las formaciones culturales son bloques
cerrados, dados de una vez y por todas. Son procesos y están abiertos al cambio. En
cada nivel de la cultura se movilizan tensiones. La inteligencia colectiva, por un lado,
reproduce normas y valores centrales para la comunidad; por el otro, genera impulsos
hacia lo renovador y la ruptura. También la personalidad individual, con su inflexión
única y no del todo predecible, introduce en el tejido de la cultura un factor de
movilidad e indeterminación

Hay, pues, algo paradójico en este territorio en el que intentamos abrirnos paso. La
cultura salvaguarda, preserva lo socialmente aceptado, alimenta los pactos tácitos de la
comunidad. Es, en este sentido, “conservadora”. Al mismo tiempo, desencadena
dinámicas de cambio, lo cual hace de ella un agente potencial de lo revolucionario y
trasgresor.

Ahora volvamos a la noción común de cultura de la que partimos al inicio. ¿Acaso ella
no recoge algunos datos ciertos? Por ejemplo:

- que la cultura es "saber"; en efecto, se funda en un proceso de aprendizaje, sea


este consciente o no.
- que el arte y la literatura son zonas especiales de la cultura; ciertamente, en ellas
la tendencia innovadora y creativa de lo cultural se revela con un dinamismo especial.
- que no todos disponemos del mismo “capital” cultural; lo cual es cierto. Como
veremos más adelante, hay tipos de cultura más influyentes o “autorizadas” que otras.

En resumen, dado que todos participamos, aún sin darnos cuenta, de estos movimientos
básicos de la subjetividad social, creo que pudiéramos afirmar, parafraseando a
Gramsci, que "todos somos cultos de alguna cultura”.[1]

Algunas definiciones

Varias ciencias y métodos generales de análisis que se consolidaron como campos


intelectuales autónomos durante el siglo XX, están muy relacionados con las reflexiones
en torno a la cultura. Este sería el caso de la antropología, la sociología, el sicoanálisis
-y sus reformulaciones críticas-, la lingüística, el estructuralismo, la semiótica, la teoría
de la comunicación y la sicología social, entre otros. Campos científicos de fronteras
imprecisas como la "culturología" o la reciente disciplina que bajo el nombre de
Cultural Studies (Estudios de la Cultura) se ha desarrollado en el ámbito universitario
anglosajón, forman parte de esta inclinación del pensamiento contemporáneo a poner el
foco en lo cultural. Vale agregar que el conjunto de teorizaciones, así como la
sensibilidad de época a los que hemos dado en llamar posmodernidad, también le
otorgan un lugar central a los fenómenos de índole cultural y sus lógicas.

Lo cierto es que, con los más variados sesgos ideológicos, en el pensamiento social
contemporáneo el interés por la cultura se ha generalizado. Un siglo en el que las
dominaciones se ejercen (y los proyectos liberadores se conciben) cada vez más como
construciones de subjetividad, ha ayudado a constituir a la cultura como un campo
autónomo de investigación dentro de lo social.

Son muchos los estudiosos y los prácticos que hoy indagan en esos resortes, con
frecuencia escondidos, que mueven al espíritu humano y que organizan las energías
colectivas.

Para el contexto cubano se hace especialmente necesario subrayar que, dentro de la


tradición marxista, ha habido visiones que han pretendido negar autonomía e influencia
a la cultura. El término mismo a veces desaparece y es asimilado a las nociones de
“superestructura” o “conciencia social”. El economicismo, promovido por un marxismo
simplificador, quiso ver a la “conciencia” como algo derivado y secundario, como un
mero reflejo de relaciones -determinantes en sentido absoluto- que tendrían lugar en el
nivel de la “base” económica o el “ser social”.

Entre las visiones que, desde el propio marxismo, han contrarrestado a lo largo de este
siglo tal reduccionismo empobrecedor, marca un hito la obra de Antonio Gramsci,
desarrollada entre los años 20 y 30 de este siglo (aunque sólo a partir de los años 40
comienza a difundirse). También habría que mencionar la labor de los pensadores
vinculados a la Escuela de Franckfurt. A partir de los años 60, la obra de muchos e
importantes pensadores marxistas ha añadido nuevas contribuciones decisivas a la
reevaluación de lo cultural.

Particularmente en la América Latina el legado es de una impresionante fertilidad. Él


incluye desde la obra deslumbrante de José Carlos Mariátegui, contemporáneo de
Gramsci y conocedor de sus aportes, hasta, más cercanas, las teorizaciones del peruano
Alberto Flores Galindo, el brasileño Darcy Ribeiro o el argentino Néstor García
Canclini, por solo citar unos pocos. Una corriente revolucionaria de la importancia de la
Teología de la Liberación tiene, entre otros, el mérito de haber conciliado tesis
marxistas medulares con un rescate de lo subjetivo, la espiritualidad, la religiosidad
popular y la cultura. El pensamiento de Paulo Freire y sus concepciones sobre la
educación popular, las tesis de Augusto Boal sobre el Teatro del Oprimido, la
originalidad de la insurgencia zapatista, son otros tantos proyectos marcados por la
valoración específica de lo cultural en la liberación.

Infinidad de definiciones de cultura han sido ofrecidas por múltiples autores, desde
diversas disciplinas y tendencias de pensamiento.

Se debe al inglés E. B. Tylor, en 1871, la clásica definición de cultura como:


esa totalidad compleja que incluye conocimiento, creencia, arte, moral, ley,
costumbre y todas las demás capacidades y hábitos adquiridos por el hombre
como miembro de la sociedad. [2]
Esta definición de Tylor introdujo la perspectiva de lo cultural como aquello que
diferencia al hombre del animal. Sobre esta base se sustentó la oposición –desde
entonces clásica– entre “naturaleza” y “cultura”, que en este siglo ha sido ampliamente
desarrollada, entre otros, por Claude Lévi-Strauss, padre de la antropología estructural.

En la década de los cuarenta el antropólogo francés escribe:

Todo lo universal en la humanidad surge del orden natural y se caracteriza por


la espontaneidad; todo lo que está sujeto a una norma pertenece a la cultura y
posee los atributos de lo relativo y particular.[3]

La oposición cultura-naturaleza suministra un criterio generalmente aceptado para


delimitar, en principio, las fronteras de lo cultural. Para Camille Camilleri:

El orden cultural es “artificial” en un sentido apropiado de la palabra; es decir,


es creado por el arte humano. Es diferente del orden natural.[4]

Patrice Pavis, el teórico francés del teatro, dice: “lo cultural se opone a lo natural, lo
adquirido a lo innato, la creación artística a la expresividad natural.” En el teatro el
cuerpo del actor se hace texto y cultura. El actor entra en escena y su “carne vacilante se
transforma instantáneamente en jeroglíficos más o menos legibles...”[5]

Ha dicho también Lévi-Strauss:


Lo que la herencia determina en el hombre es la aptitud general para adquirir
una cultura, cualquiera que esta sea, pero la que será la suya dependerá de los
azares de su nacimiento y de la sociedad de la cual recibirá su educación.[6].

Esta perspectiva de Levi–Strauss introduce otro aspecto de la cuestión: la cultura como


un “lenguaje” común que cada grupo humano particular produce, adopta y en el que se
reconoce; la cultura como códigos grupales diferentes, no necesariamente compartidos
por el resto del universo social.

También al definir la cultura surgen enfoques variados en cuanto al vínculo que se le


atribuye a esta con la esfera de las producciones materiales. A veces se distingue entre
cultura material y cultura espiritual. Algunos estudiosos consideran las técnicas y los
utensilios parte integrante y fundamental de la cultura; otros reservan el término cultura
para el ámbito de las representaciones, de lo subjetivo. En realidad estas no deberían ser
visiones excluyentes, teniendo en cuenta que las técnicas y los artefactos, además de
poseer valor utilitario, también forman parte de procesos comunicativos y simbólicos y,
en tanto tal, constituyen hechos culturales.

El estudioso soviético Elmar V. Sokolov propone la siguiente definición de cultura:


un conjunto de respuestas -exitosas y fallidas- a las necesidades fundamentales
del hombre, de los grupos humanos y de la personalidad, que surgen en la
esfera de la existencia social de los hombres y en la esfera de su conciencia
social generada por esa existencia.[7]
En esta definición deja su huella la tendencia ya mencionada de un cierto marxismo a
oponer “ser” y “conciencia”, a hacer aparecer lo “material” como subordinante y “lo
espiritual” como subordinado. Esta relación estrecha de jerarquía está implícita en la
acotación final de Sokolov: la conciencia, según él puntualiza, es generada por la
existencia; de manera sutil la cultura queda explicada como una producción secundaria,
y por lo tanto determinada por lo económico y material.

Veamos ahora qué dicen los semiólogos. Para el estonio Iuri Lotman la cultura es la
actividad de "formación de sentido" que realiza la "inteligencia colectiva".[8] Él
establece, como vemos, la existencia de un registro de pensamiento no igualable a lo
que él llama "conciencia natural" o individual; al mismo tiempo, vincula lo cultural al
orden de los sentidos, esto es, al de las producciones simbólicas. Este enfoque de la
cultura ha tenido una influencia decisiva en la segunda mitad de nuestro siglo y será
objeto de un trabajo aparte.

Situado en el mismo hemisferio de Lotman, para el norteamericano Clifford Geertz la


cultura es:
un sistema de símbolos gracias al cual los seres humanos confieren un sentido
a su propia experiencia. Los sistemas de símbolos creados, compartidos,
convencionales, ordenados y obviamente aprendidos por los pueblos, les
otorgan a estos un escenario inteligible para orientarse en relación con otros,
con un trabajo vivo o consigo mismos.[9]

"Formaciones de sentido" en Lotman, "sistemas de símbolos" en Geertz. Continuamos


en el terreno de teorías sobre la cultura que han recibido el impacto de la semiótica.

Por último, dejemos hablar al sociólogo francés Pierre Bourdieu. También él considera
que la cultura está constituida por "fenómenos simbólicos" y que en ella tiene lugar “la
producción de las representaciones del mundo social”.[10] De la cultura, según
Bourdieu, formarían parte las instituciones y el habitus.

La sociedad existe en dos formas inseparables: por un lado, las instituciones,


que pueden tomar la forma de cosas físicas, como monumentos, libros,
instrumentos, etcétera; por otra, las disposiciones adquiridas, las formas
duraderas de ser o de actuar que encarnan en los cuerpos, a lo que yo llamo
habitus. [11]

Los importantes estudios de Bourdieu sobre la cultura están influidos en parte por
Gramsci y el marxismo. Esto se refleja muy marcadamente en su noción del “campo”
cultural como el escenario de una lucha permanente por la posesión de un “capital”
simbólico específico. Para Bordieu la cultura sería el terreno humano por excelencia en
el que se libra la confrontación entre los dominadores y los dominados.

Al mismo tiempo, siguiendo el camino de la fenomenología y la antropología, Bourdieu


considera esencial a la cultura lo corporal. Ha dicho:
Todo mi esfuerzo está dirigido a descubrir la historia allí donde mejor ella se
esconde: en los cerebros y en los pliegues del cuerpo.[12]

El recorrido por estas variadas definiciones ha relevado algunos ángulos importantes del
problema que nos ocupa, a saber:
- la cultura como lo que no es natural sino adquirido y aprendible
- la cultura como diferencia
- la cultura y su relación con la esfera de la producción material
- la cultura como producción simbólica o de sentido
- la cultura y el poder
- la cultura y el cuerpo

Cultura y diferencia

La estudiosa francesa Camille Camilleri define la cultura como:


...una cierta forma, ciertas inflexiones específicas que marcan nuestras
representaciones, nuestros sentimientos, nuestra actividad, en resumen y en
sentido general, cualquier aspecto de nuestra vida mental y aun de nuestro
organismo biológico bajo la influencia del grupo.[13]

Los enfoques de orientación antropológica subrayan la capacidad de la cultura para


constituir identidades grupales particulares.

En efecto, esos patrones de comportamiento, o esos sistemas de significaciones, sin los


cuales es imposible imaginar la vida de la especie, no se manifiestan de la misma
manera en cada colectividad humana. Los grupos poseen una singular capacidad para
realizar de diferente modo la misma función.

Asistimos a un espectáculo de teatro japonés o hindú; nos paseamos por las calles de
Nueva York o de Teherán -las mujeres con sus velos tapándoles el rostro-; sale a darnos
la bienvenida en la playa una hawaiana, y de inmediato nos sentimos confrontados con
"otros mundos", universos lejanos cuyos "alfabetos" culturales tendríamos que aprender
a descifrar.

La cantidad de acciones que caben en un minuto newyorkino resulta intolerable para mi


ritmo cubano. He regresado recientemente de un país geográficamente tan cercano
como Haití impactada por la "extrañeza" cultural que percibí allí. Entre otras
curiosidades, me asombraba la ausencia de prisa en la gente; ello se debía, a mi modo de
ver, a un sentido circular del tiempo que actúa en lo profundo de esta cultura, muy
apegada a estructuras tradicionales. La ansiedad de que el tiempo se "acabe"
corresponde a una percepción lineal de este, propia de la modernidad occidental.

Imaginemos ahora una excursión con la máquina del tiempo. Desembarcamos en el


Egipto de los faraones, en la Grecia clásica, o en París, plaza de la Bastilla, el 14 de
julio de 1789... o en la China de la dinastía Tang, o en una ceremonia presidida por el
Gran Inca, en la ciudad sagrada de Machu Pichu. Nuestra misión en todos los casos será
pasar inadvertidos...

Si por arte de magia cambiaran nuestros rasgos étnicos y domináramos la lengua


vernácula a la perfección, aun así ¡cuánto tendríamos que aprender... y que desaprender
para no ser sorprendidos! Nos delatarían multitud de usos cotidianos, así como la
manera misma de razonar, la lógica de nuestro cerebro, o aspectos tan sutiles como la
percepción del tiempo o del espacio. ¡Quién sabe lo que podríamos desencadenar con
una sonrisa o con un inocente gesto de cabeza!... ¡o las consecuencias de una selección
errónea del color del traje o de un aplauso! (Los chinos, por ejemplo, baten palmas para
expresar aflicción o desencanto).[14]

Mejor no viajar tan lejos en la máquina del tiempo si queremos cumplir exitosamente
nuestra misión.

Desembarquemos en la Habana de Cecilia Valdés (alrededor de 1830). La bahía y el


Morro ya estarían allí y las condiciones climatológicas serían poco más o menos las
actuales. Pero no sabríamos cómo comportarnos en un sarao, cómo preparar la enagua
almidonada, ajustar la leontina en el chaleco o conducir una volanta (sarao, enagua,
leontina, volanta... palabras poco usadas hoy). Comprarle a la verdulera o al bodeguero
también nos plantearía dificultades. ¡Ni hablar de las torpezas que cometeríamos
insertados en el ambiente de los amos! ¡O en el de los esclavos!

Así que facilitemos nuestra tarea. La máquina del tiempo sólo va a retroceder hasta La
Habana de los años cincuenta. Conservando nuestro propio sexo y nuestra edad,
tendremos que pasar inadvertidos... Es un día cualquiera. ¿Pueden imaginar algunas
situaciones en las que llamaríamos la atención? ¿En qué casos pareceríamos extraños al
común de la gente? Esta experiencia hipotética nos permitiría apreciar la trascendencia
de algunos cambios que introdujo, en un nivel cultural profundo, la Revolución Cubana.

Dondequiera que nos deposite la máquina del tiempo tendremos material suficiente para
escribir una novela sobre divertidos o dramáticos desencuentros culturales.
Hay posiblemente determinadas constantes universales en la cultura. Pero cada grupo
humano las incorpora con un sello particular. Para detenernos en planos más cercanos a
lo biológico y por tanto más estables: ¿cuántas formas culturales no habrá de comer? La
combinación de lo agrio y lo dulce, muy apreciada en la cocina china, está
prácticamente excluida de otra gran cocina mundial: la francesa. Hay culturas que
admiten sin escandalizarse el homosexualismo. Hay otras en las que la mujer debe
ocultar al hombre su disfrute sexual. Dice Lévi-Strauss que la única prohibición cultural
universal es la del incesto.

Las identidades culturales, además, como nuestro ejercicio con la máquina del tiempo
sugirió, varían con el tiempo, no permanecen las mismas en el decursar de la historia.
Por si fuera poco, el propio Lévi-Strauss nos recuerda otro aspecto de las diferencias
culturales:

Una misma colección de individuos, siempre que cumplan con la condición de


hallarse objetivamente localizados en el tiempo y el espacio, depende
simultáneamente de varios sistemas de cultura: universal, continental, nacional,
provincial, local, etcétera; y también familiar, profesional, confesional,
político, de género y otros.[15

Luego, todos somos partícipes, al mismo tiempo, de varias culturas. Usamos al unísono
diferentes "códigos" que se superponen, se cruzan, chocan o se entretejen en nuestros
comportamientos.

Yo soy occidental-cristiana, latinoamericana, caribeña, cubana, intelectual, "de


izquierdas", teatróloga y mujer. ¿A cuántas "razas" pertenezco? ¿Cuántos aprendizajes
han realizado mi mente y mi cuerpo?
La coexistencia sobre el planeta de grupos que se identifican con comportamientos y
sistemas simbólicos muy diferentes y hasta opuestos, plantea un problema humano de la
mayor importancia. No podemos abordar aquí el asunto en toda su extensión, pero
detengámonos al menos en algunos aspectos.

Existe una tradición humanista que, en diferentes épocas, ha invocado como un valor
específico la tolerancia hacia el “extranjero”, hacia el diferente.

En sus famosos Ensayos Miguel de Montaigne dijo: “No tenemos otra mira de la verdad
y de la razón que no sea [...] las opiniones y usanzas del país en que estamos”. Y
agregó: “Cada uso tiene su razón”.[16] Este temprano representante del respeto a la
diferencia — y del relativismo cultural — argumentó en el siglo XVII, adelantándose a
muchas prédicas contemporáneas, que nadie tenía derecho a juzgar el comportamiento
del “extraño”.

La radical magnanimidad de Montaigne nos coloca, sin embargo, ante dificultades. Si el


Islam tiene la firme creencia de que las mujeres son constitucionalmente inferiores y en
eso funda el trato discriminatorio hacia ellas, o si en determinadas culturas se acepta la
tortura o los sacrificios humanos, ¿debemos abstenernos de juzgar estos
comportamientos? Partiendo de la premisa de que “cada uso tiene su razón”, ¿tenemos
derecho a condenarlos?

Frente al escurridizo concepto de la tolerancia, Tz. Todorov, teórico de la cultura y


activo defensor de los derechos de las minorías étnicas, ha advertido: “la tolerancia no
está entre los principios en los que se basa el juicio”. Según Todorov el elogio o la
condena de un comportamiento cultural son válidos siempre que se hagan sobre la base
de principios universales humanos –transculturales, podríamos decir- como son el
respeto a la vida humana, la igualdad de derechos, la solidaridad, etc. Pero al mismo
tiempo, nos pregunta él mismo: ¿qué nos garantiza que los que consideramos principios
humanos absolutos no sean en realidad “la proyección acrítica de nuestras propias
opiniones”? [17]

La tolerancia puede estar inspirada por sentimientos generosos y ser, aun así, tramposa.
La idea del "buen salvaje", la fascinación por las culturas llamadas "primitivas", con
frecuencia encubre la creencia del observador en la superioridad de su propia cultura, su
etnocentrismo. La “tolerancia” del tipo “libertad de prensa” o el eslógan cubano:
“tenemos que desarrollar una cultura de diálogo, compañeros” pueden ser una mera
formalidad si no vienen acompañadas de una disposición a compartir poder y a
garantizar participación real al diferente.

El contrario de la tolerancia sería el fanatismo, que descalifica al "extraño" por


principio. La proclamación de la supuesta superioridad de una raza, una creencia
religiosa o un credo político puede llegar a justificar la eliminación física del “otro”, o
su no menos mortífera exclusión social. El negro, el judío, el homosexual, el opositor
político, pueden ser satanizados y convertidos por el fundamentalismo o el sectarismo
en representantes de todo el mal y toda la degradación.

Lo cierto es que la diferenciación de las culturas será siempre la fuente de un dilema


ético y político.
Enfocada la cuestión desde un plano general cognoscitivo, habría que aceptar que sólo
mediante la confrontación con lo “otro” puede constituirse una identidad; sólo
distinguimos una entidad singular y autónoma si la comparamos con lo que ella no es.
¿Imaginan que pueda existir la identidad “mujer” si no existen hombres? ¿o la identidad
“niño” si no existen adultos?

Visto en un sentido ético, hay razones para pensar que una mente abierta y el
intercambio desprejuiciado con lo diferente trae de regreso una saludable mirada crítica
que enriquece la identidad propia.

Hay culturas especialmente vivas, porque acogen con avidez todo lo que viene de fuera
y lo transforman. Esto es señal de fuerza. La proclamación de un culto desmesurado a lo
propio, el apego estrecho y aldeano a las “raíces” puede ser signo de debilidad. Un
maestro del teatro contemporáneo, Eugenio Barba, lo ha dicho de otra manera: “la
identidad es una casa de dos puertas”[18]. La puerta de entrar, de ser nosotros mismos,
da coherencia. La puerta de dejarse visitar por el “otro”, por lo desconocido y diferente,
da libertad. Sólo en esta tensión se edifica con consistencia y vuelo la casa espiritual.

Es evidente que en el mundo contemporáneo ha aumentado la visibilidad de las


diferencias culturales. El planeta se ha hecho más pequeño (velocidades,
comunicaciones electrónicas, medios masivos, redes computarizadas) y proliferan los
contactos e intercambios con lo que antes permanecía oculto, distante, desconocido,
privativo de un grupo o región. El turismo es hoy una poderosa industria que permite
que alguna gente se pasee por el mundo y se roce personalmente con el “otro”. Los que
no, lo vemos por la televisión. La visita del Papa a Cuba, por ejemplo, permitió al
pueblo cubano familiarizarse con todos los pormenores de la liturgia católica.

Algunos teóricos argumentan que la exacerbación de cruzamientos culturales, la fuerte


tendencia a la interculturalidad propia de la época actual pone en crisis la noción de
identidad, e incluso el concepto mismo de cultura, entendida como “núcleos
homogéneos, más o menos coherentes, de creencias, productos o comportamientos
sociales pertenecientes a una comunidad, grupo o nación”.[19] La tesis de que en el
actual panorama mundial, y muy especialmente en el ámbito latinoamericano, domina
una tendencia a la formación de “culturas híbridas”, desarrollada por Néstor García
Canclini, de ser cierta, obligaría a repensar muchos conceptos en torno, no sólo a la
cultura, sino a lo político y sus estrategias.

Sin embargo, al unísono con esta explosión de interculturalidad, a las puertas del tercer
milenio también se desarrolla un movimiento que parecería contradictorio con lo
anterior.

La transnacionalización y la globalización del capitalismo, a través de esos mismos


recursos tecnológicos que han hecho más accesible lo diferente, han logrado imponer un
fenómeno de homogeneización cultural sin precedentes. Se uniformizan las visiones de
un confín a otro del planeta y se adoptan –adoptamos todos- formas de vivir cotidianas
que nos hacen protagonistas de una perturbación colonializante de las identidades que
Franz Fanon no alcanzó a conocer.
La lógica del capitalismo contemporáneo está centrada en el incremento del consumo.
Para lograrlo, no sólo se fabrican las cosas, sino los deseos de acceder a ellas. Las
mentalidades así creadas consagran consumos materiales y simbólicos a través de los
cuales se reproduce el sistema. Todo ayuda a difundir e imponer un único estándar
planetario. De él forman parte la estética de Hollywood, las emblemáticas
hamburguesas o el patrón de delgadez, pero también la manipulación comercial de un
“otro” exótico, que a la larga sólo viene a confirmar la superioridad del modelo blanco
y capitalista. El mundo de los anuncios está plagado de imágenes como esta que
recientemente observé por la televisión por cable:

Mujeres de una tribu africana, ataviadas con espectaculares peinados, vestidos y


ornamentos tradicionales, sirven de estático telón de fondo a una supermodelo de
pasarela internacional; bajo el “salvaje” sol africano, la modelo, con los labios
provocativamente entreabiertos, finge inocencia para mostrar su desnudez en traje de
baño occidental. Por la parte baja de la pantalla corre una dinta que dice: “todas las
imágenes han sido tomadas en auténticos escenarios ecuatoriales”.

¿Dónde se pueden fabricar deseos? ¿Dónde se fabrican mentalidades? Si el capitalismo


no puede resolver, en la economía, el problema de que tengamos igual, sí puede hacerse
cargo, en la cultura, de que deseemos igual. Conviene a la dominación homogeneizar,
desalentar el florecimiento de lo distinto, plural y vario. Las operaciones dirigidas a este
fin tienen como su principal escenario la cultura.

Cultura y poder

Como ya se habrá hecho evidente, la cultura no permanece de espaldas a las luchas de


poder. Según Max Weber, la dominación es:
...un estado de cosas según el cual una voluntad manifiesta (“mandato”) del
“dominador” o de los “dominadores” influye sobre los actos de otros (del
“dominado” o de los “dominados”), de tal suerte que en un grado socialmente
relevante estos actos tienen lugar como si los dominados hubieran adoptado
por sí mismos y como máxima de su obrar el contenido del mandato
(“obediencia”). [El subrayado es mío.][20]

Podríamos decir, en otros términos, que la dominación es el modo en que, en una


determinada sociedad, un grupo ejerce control sobre el conjunto de las personas en
aquellas esferas de actividad que considera esenciales para perpetuar su mandato; y
también es: las ideas, creencias, opiniones, etc. que sobre la dominación tienen aquellos
sobre los cuales ella se ejerce.

La dominación se vale de poderosos recursos que pone a su disposición la cultura.


¿Cuáles son los vínculos que permiten esta colaboración?

El mundo social no está compuesto sólo por lo que existe objetivamente, por las
relaciones y las cosas que vemos y tocamos y que actúan independientemente de la
opinión que tengamos sobre ellas. Pensar así sería un objetivismo primario.
Las representaciones que cada grupo y persona tienen sobre la realidad, sus opiniones,
percepciones y creencias, también forman parte de la verdad entera del mundo social.
Las creencias de la gente son realidad. Y todo sistema social se sustenta en buena
medida sobre creencias.
Por eso la cultura dominante puede suministrar bloques completos de sentidos que
conviene a sus intereses reproducir, gracias a lo cual los dominadores no siempre
recurren a la eliminación del “otro”, del grupo subalterno, mediante la fuerza bruta o la
coacción. Fernando Martínez Heredia nos presenta el caso de nuestro poeta mulato
Plácido.

Acusado en 1844 de participar en una supuesta conspiración contra España, Plácido


escribe en su celda de condenado a muerte una retractación. A lo largo de veinte folios
escritos de su puño y letra, el poeta denuncia a imaginarios complotados, adula al poder
colonial y se humilla. Fernando Martínez nos pregunta: ¿Cuándo nació y se desarrolló
en Plácido “el deseo de gustar a sus verdugos”? ¿Quién le dictó esta confesión? Y
responde:

...esta historia de dictados comenzó muchos años antes. A Plácido le han


prescrito durante toda su vida la guía de sus comportamientos y de gran parte
de sus sentimientos y pensamientos. Su inferioridad, su pedigüeñería, el ser de
medio pelo en todo. [...] Desde que era un niño le han pautado la obediencia y
la resignación, le han enseñado a “darse su lugar” social y a reconocer la
majestad del poder.[21]

El fiscal no le dictó su retractación. Su cultura de obediencia, forjada a lo largo de toda


su vida, lo preparó para que no fuera necesario dictarle nada. Su autoacusación es
perfecta.

La dominación “dicta” a través de la cultura. Así, sin que los dominadores se ensucien
las manos, nace en la víctima “el deseo de gustar a sus verdugos”. Se produce la
espontánea autodevaluación del sometido.

Los llamados “sentidos comunes” son verdades aceptadas que forman parte de la
cultura; sobre ellos ni siquiera se discute; se “caen de su peso”. Hay sentidos comunes o
“instintos” sembrados en la conciencia cotidiana y que sirven a la dominación.

Antes de la Revolución se decía en Cuba que un negro debía “darse su lugar”. Hoy, por
suerte, no es relevante entre nosotros esta forma de conciencia autodevaluadora. Sin
embargo, otras nuevas han surgido.

En Cuba no expresamos determinados juicios políticos fuera de nuestro círculo íntimo.


Un poderoso “instinto” (un habitus, diría Bourdieu) ha separado en la percepción
cotidiana la esfera privada y la pública y ha introducido como rasgo de cultura la
cautela.

Gramsci fue el primer teórico marxista que indagó sobre el vínculo entre cultura y
dominación, así como sobre el papel de la cultura en el cambio social.

Según él existen “dos grandes planos superestructurales”: el de la “sociedad civil” y el


de la “sociedad política o estado”. A través del estado el grupo dominante ejerce el
“dominio directo”, que consiste en someter “legalmente” a disciplina a los opositores, a
aquellos grupos que no prestan su consenso. Es mediante la función de hegemonía que
el estado y sus instituciones ejercen de manera indirecta la dominación. La hegemonía
no acude abiertamente a la coacción, sino que induce en los oprimidos la aceptación de
su condición subalterna. Ella opera a través de la formación de consensos, los cuales
derivan, según Gramsci, del prestigio que el pueblo reconoce al grupo dominante y de la
confianza que le otorga.[22]

Las dominaciones son muy diversas. La globalización del capitalismo es una expresión
al nivel planetario. Se expresan dominaciones en la lucha entre serbios y bosnios, entre
los zapatistas y el gobierno, entre pensamiento crítico y burocracia. Pero hay también
dominadores y dominados en otros campos no visiblemente políticos. El bailarín
clásico, el gay, el padre o el hijo, el miembro de una cátedra universitaria, también
están insertados en campos sociales específicos en los que se protagonizan luchas por el
poder y se verifican violencias directas o violentamientos sutiles.

Michel Foucault , que ha dedicado una parte fundamental de su obra a hacer una
indagación sobre los fenómenos de poder y la relación de estos con la cultura, ha puesto
su foco sobre grupos y preocupaciones –la cárcel, la sexualidad, el cuerpo, la locura-
que exceden al enfoque macrosocial de la dominación y se ubican en otros ámbitos. Es
lo que él ha llamado la “microfísica del poder”, la actuación de los “micropoderes”.

Explica así su enfoque:

El poder no se aplica pura y simplemente como una obligación o una


prohibición, a quienes “no lo tienen”; él los invade, pasa por ellos y a través de
ellos, se apoya sobre ellos... Lo cual quiere decir que estas relaciones
descienden hondamente en el espesor de la sociedad, que no se localizan en las
relaciones del Estado con los ciudadanos dentro del marco de las clases.[23]

En cuanto a la imbricación de la cultura y el poder añade:

... poder y saber se implican directamente el uno al otro; [...] no existe relación
de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no
suponga y no constituya al mismo tiempo, unas relaciones de poder.[24]

Es esta misma conciencia sobre el vínculo indisoluble entre poder y saber lo que, desde
una perspectiva liberadora y popular hace a Paulo Freire proclamar dos derechos
sagrados del pueblo: “el derecho de saber mejor lo que ya saben” (porque mucho de lo
que está acumulado en la sabiduría popular constituye una riqueza, aunque no presente
una forma ordenada y sistematizada) y “el derecho de participar en la producción del
conocimiento que no está todavía creado.” Freire reclama una “reinvención del poder”
que ponga a este al servicio de las masas populares, tarea que implica de suyo una
“reinvención de la cultura”.[25]

Otro componente en el que se expresa el vínculo entre cultura y poder son las
instituciones.

Las instituciones son agentes sociales, constituidos con una cierta organización y
estructura, que deciden sobre la producción, distribución y/o consumo de algún tipo de
valor (económico, político, religioso, jurídico, estético, científico, etc.). Son
instituciones –en diferentes niveles y con fines diferentes- el estado, la escuela, la
familia, la Iglesia, los partidos políticos, los medios masivos, un sindicato, una
asociación profesional, artística, científica, de mujeres, de jóvenes, etc. La Mafia y el
narcotráfico en algunos países son instituciones. También lo son el anciano sabio de una
aldea o el notable de una comunidad. ¿No podría decirse que en Cuba el “agro” ha
adquirido también el carácter de una institución?[26]

Hay instituciones que representan directamente al estado. Otras pertenecen más bien al
ámbito privado o de la “sociedad civil”. Al interior de los campos culturales y de las
instituciones también tienen lugar, según Bourdieu, luchas por el control del “capital”
simbólico específico que en cada uno de ellos se produce. De ahí que la institución
exista como una tensión entre la ortodoxia –defendida por los que disponen de más
capital específico- y la heterodoxia –estrategias de subversión que tienden a emplear los
que poseen menos capital.[27]

¡Imaginen en este marco cuánto significa la escuela, como institución, para introducir en
la cultura capitales simbólicos al servicio de lo liberador o bien que refuercen la
dominación!

Otro vínculo entre cultura y poder funciona a través de los mecanismos llamados de
legitimación. Mediante ellos se establecen los criterios de la aceptabilidad social. Para
Bourdieu lo legítimo es:
lo que produce lo esencial de sus efectos pareciendo ser lo que no es. Lo
desconocido como dominante es reconocido como legítimo. Un lenguaje en el
que se habla para decir que no se dice lo que se dice.[28]

El profesor no necesita, para imponer autoridad, golpear al alumno con la palmeta.


Dominar con la mirada la totalidad del auditorio, hablar desde lo alto, a distancia, detrás
de un podio, son construcciones del espacio que legitiman, que confieren
implícitamente autoridad. En Cuba, introducir en el discurso frases de Martí es
legitimante. Pueden actuar como capital simbólico espúreo.
Citar a Foucault, como yo acabo de hacer, es de personas cultas y al día. Da prestigio.
La simple enunciación de las palabras socialismo o marxismo, en ciertos contextos
políticos o científicos, puede resultar deslegitimante.

¡Cuántas veces una posición de fuerza no se legitima –y se encubre- recurriendo a los


gestos de la solicitud paternal, a la magnnima condescendencia del que juzga desde lo
alto!

Debemos aclarar que, en general, estos procesos no suceden de manera maquiavélica,


como fruto de un plan deliberado y consciente. Las que actúan son las lógicas de los
sistemas, más allá de las personas mismas que les sirven de portavoces. Como dice un
amigo mío: “se puede ser capitalista y buen padre de familia”.

La naturaleza simbólica de la cultura facilita, pues, el trabajo de la dominación.

Cultura y símbolo

No podemos extendernos aquí sobre el concepto de la cultura como producción


simbólica, pero tratemos muy brevemente de identificar lo esencial de esta noción.
Todo hecho de cultura está basado en la producción de sentidos. Son los sentidos los
que nos motivan a actuar, los que orientan nuestra intencionalidad. Para producir
sentido la cultura se sirve de signos y símbolos (los símbolos son sistemas de signos).
¿Qué es un signo? (¿Qué es un símbolo?) Es lo que sustituye algo por algo. Las
palabras, por ejemplo, son signos. La combinación de sonidos ‘me-sa’, en español,
remplaza un objeto (por lo general de cuatro patas, que se emplea para comer,
trabajar,...etc.). La palabra no es, obviamente, la “cosa” misma, sino su representación
simbólica. Todo hecho de cultura está basado en estas sustituciones que buscan producir
sentido. Por eso decimos que la cultura es de naturaleza simbólica.

Imaginen una manera simbólica de indicar “estoy sin plata”. No mostraríamos todo el
triste cuadro de nuestra pobreza, sino que lo resumiríamos en uno o dos gestos simples.
También pudiéramos escribir una novela sobre una lamentable situación de pobreza. En
ambos casos, lo que habríamos producido son símbolos, o, en la novela, toda una
estructura simbólica.

Así que la cultura tiene como función central crear símbolos, a veces muy complejos,
que nos permiten comunicarnos y transformar la realidad remplazando algo por algo y
otorgándole a ese remplazo un sentido. Se crean palabras, se crean leyes, se crean
cuentos fabulosos -que son los mitos-, se crean rituales, sinfonías y fórmulas
matemáticas. Los sentidos, desde luego, suelen estar teñidos de afectos, de valoraciones;
no suelen ser tan secos como una fórmula matemática (aunque esta también es de
naturaleza simbólica y comunica sentido).

Una vez esbozadas las complicidades entre cultura y poder, cabría preguntarnos: ¿a
quién confiar entonces la labor de “desencantar” esos dispositivos simuladores, esas
dominaciones que, auxiliándose de la cultura, recortan nuestra libertad?
A la cultura.

Ella no sólo tiene la capacidad de conservar y reproducir órdenes y estructuras


conocidos, sino de generar lo nuevo. La invención y la creatividad, la irrupción, la
indeterminación y las “antiestructuras”, las “explosiones”, como diría Y. Lotman,
también pertenecen al orden de lo cultural, germinan dentro de él. De la tensión entre lo
acumulado, sabido y estructurado, y el impulso que produce cambio nacen las
condiciones de cualquier desarrollo, de cualquier libertad imaginable.

Dedicaremos al tema cultura y renovación nuestro próximo encuentro.

abril de 1998

* Inédito.
[1] En El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Antonio Gramsci, el
luchador marxista italiano, al que intentó silenciar el fascismo, dijo: “todos somos
conformistas de algún conformismo”, para referirse al hecho de que todos pertenecemos
a algún grupo con cuyos valores y concepción del mundo nos identificamos.
[2] E. B. Tylor: Primitive Culture, Londres, 1871, vol. I, p. 1, apud Claude Lévi-
Strauss, Antropología estructural, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1970, p. 320.

[3] Claude Lévi-Strauss: Les structures élémentaires de la parenté, Presses


Universitaires de France, 1949, p. 10, apud Patrice Pavis: “¿Hacia una teoría sobre el
interculturalismo en el teatro?”, Conjunto, no. 103, julio-septiembre 1996, p. 40.

[4] Camille Camilleri: “Culture et sociétés: caractères et fonctions”, Les amis de Sèvres,
no. 4, 1982, apud Patrice Pavis, op. cit., p.40.

[5] Patrice Pavis, op. cit., p. 40.

[6] Citado por Patrice Pavis: Le théâtre au croisement des cultures, Corti, París, 1990, p.
15.

[7] Elmar V. Sokolov: “Las funciones básicas de la cultura” (primera parte), Criterios,
no. 13-20, enero 1985-diciembre 1986, p. 267.
[8] Ver Iuri Lotman: “Cerebro-texto-cultura-inteligencia artificial”, Criterios, no. 31,
enero-junio 1994, pp. 212-213.

[9] Clifford Geertz: The Interpretation of Cultures, Basic Books, New York, p. 130,
apud Patrice Pavis: “¿Hacia una teoría sobre el interculturalismo en el teatro?”,
Conjunto, no. 103, julio-septiembre 1996, p. 38.

[10] Ver Pierre Bourdieu: Sociología y cultura, Editorial Grijalbo, México, D.F., 1990,
pp. 95-96.

[11] Ibidem, p. 88.

[12] Ibid., p. 113.

[13] Camille Camilleri: “Culture et sociétés: caractères et fonctions”, apud Patrice


Pavis: ibidem, p. 39.
[14] Ver Elmar V. Sokolov, op. cit., p. 276.

[15] Claude Lévi-Strauss: Antropología estructural, op. cit., p. 267.

[16] Miguel de Montaigne: Ensayos, I, 31 y III, 9, apud Tzvetan Todorov: “El


cruzamiento de las culturas”, Criterios, no. 25-28, diciembre 1989-enero 1990, p. 10.

[17] Tzvetan Todorov: op. cit., p 11.


[18] Eugenio Barba:

[19] Raimundo Mier, Mabel Piccini, Margarita Zires: “Conversación con Néstor García
Canclini”, en Néstor García Canclini: Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de
la modernidad, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992, p. XIX.
[20] Max Weber: Economía y sociedad, Editorial , La Habana, , p. 699.

[21] Fernando Martínez Heredia: “Plácido y el verdugo”, La Gaceta de Cuba, no. 6,


noviembre-diciembre 1994, p. 61.

[22] Ver Antonio Gramsci: Los intelectuales y la organización de la cultura, Editorial


Lautaro, Argentina, 1960, pp. 17-18.
[23] Michel Foucault: Vigilar y castigar, Siglo XXI Editores, México, 1991, p. 34.

[24] Ibidem.

[25] Paulo Freire: Entrevista con Rosa María Torres, en Palabras desde Brasil, Editorial
Caminos, La Habana, 1996, pp. 22-23.

[26] Popularmente se llama “agros”a los mercados donde los campesinos privados
venden a la población a precio libres. Estos suelen ser muy altos, debido a la situación
de escasez.

[27] Ver Pierre Bourdieu, op. cit., p. 137.

[28] Ibidem, p. 133.

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