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Magaly Muguercia
Pero cuando Martí dijo "ser cultos es la mejor manera de ser libres" hacía entrar en la
noción de cultura algo más que lo cognoscitivo y que lo aprobado en círculos de élite.
El vínculo que él establece entre los términos cultura y libertad sugiere otro enfoque
según el cual la cultura movilizaría no sólo capital intelectual, ni sólo los valores y usos
autorizados. En su frase está implícita la idea de que la cultura moviliza una energía
espiritual más abarcadora y, también, potencialmente subversiva, capaz de inducir
cambios y renovación. La cultura tributaría a las ciencias y a la academia, pero también
a la ética, la estética y la política, dominios donde se verifican con intensidad los
movimientos hacia lo liberador. Según la imagen de Martí, un hombre culto estaría
definido por su capacidad para trascender el orden real existente.
El enfoque martiano nos ayuda a situar la noción de cultura en un trasfondo más amplio
que la primera acepción, aunque tiene en común con ella la idea de que habría seres
provistos de cultura y otros carentes de ella.
A nosotros nos interesa examinar aquí una tercera acepción posible y más general : la
cultura como una dimensión consustancial al comportamiento de la especie humana, en
la que tienen lugar aquellos procesos de producción de subjetividad que dan fundamento
a la existencia colectiva.
Para asumir esta perspectiva debemos, por un momento, dejar de considerar lo cultural
como un ámbito exclusivo de determinada categoría de personas o como algo que se
adquiere sólo por vía de estudios especializados.
Todo grupo humano -y cada individuo como miembro de él- posee saberes, creencias,
disposiciones y costumbres -algunas ancestrales, muchas inconscientes, unas más
profundas y constantes, y todas, en última instancia, cambiantes. Es a esto a lo que
llamamos aquí cultura. Ella nos da coordenadas para orientarnos en nuestra relación con
el mundo natural, con el resto de la sociedad y con nosotros mismos. Estos sistemas de
sentidos dejan su huella en nuestro comportamiento físico y mental y nos permiten
reconocernos como miembros de una determinada comunidad o grupo.
No existe ser humano que no disponga de esos modelos interiorizados -empezando por
el idioma materno que hablamos. Contra ellos podemos rebelarnos, podemos hacerlos
cambiar, pero no sin trabajo, pues forman parte de nuestro ser entero. Es por eso que
una revolución -que es un profundo cambio cultural- resulta tan difícil. Porque implica
una lucha contra estructuras que están incrustadas en nuestro cerebro y en nuestra piel.
Muchas de nuestras conductas no son tan espontáneas como parecería a primera vista.
Lo que es cultural se arraiga a veces de manera tan profunda que llega a hacerse
"segunda naturaleza" y percibimos como “natural” lo que en realidad ha sido aprendido
en la cultura.
Al mismo tiempo, no hay que pensar que las formaciones culturales son bloques
cerrados, dados de una vez y por todas. Son procesos y están abiertos al cambio. En
cada nivel de la cultura se movilizan tensiones. La inteligencia colectiva, por un lado,
reproduce normas y valores centrales para la comunidad; por el otro, genera impulsos
hacia lo renovador y la ruptura. También la personalidad individual, con su inflexión
única y no del todo predecible, introduce en el tejido de la cultura un factor de
movilidad e indeterminación
Hay, pues, algo paradójico en este territorio en el que intentamos abrirnos paso. La
cultura salvaguarda, preserva lo socialmente aceptado, alimenta los pactos tácitos de la
comunidad. Es, en este sentido, “conservadora”. Al mismo tiempo, desencadena
dinámicas de cambio, lo cual hace de ella un agente potencial de lo revolucionario y
trasgresor.
Ahora volvamos a la noción común de cultura de la que partimos al inicio. ¿Acaso ella
no recoge algunos datos ciertos? Por ejemplo:
En resumen, dado que todos participamos, aún sin darnos cuenta, de estos movimientos
básicos de la subjetividad social, creo que pudiéramos afirmar, parafraseando a
Gramsci, que "todos somos cultos de alguna cultura”.[1]
Algunas definiciones
Lo cierto es que, con los más variados sesgos ideológicos, en el pensamiento social
contemporáneo el interés por la cultura se ha generalizado. Un siglo en el que las
dominaciones se ejercen (y los proyectos liberadores se conciben) cada vez más como
construciones de subjetividad, ha ayudado a constituir a la cultura como un campo
autónomo de investigación dentro de lo social.
Son muchos los estudiosos y los prácticos que hoy indagan en esos resortes, con
frecuencia escondidos, que mueven al espíritu humano y que organizan las energías
colectivas.
Entre las visiones que, desde el propio marxismo, han contrarrestado a lo largo de este
siglo tal reduccionismo empobrecedor, marca un hito la obra de Antonio Gramsci,
desarrollada entre los años 20 y 30 de este siglo (aunque sólo a partir de los años 40
comienza a difundirse). También habría que mencionar la labor de los pensadores
vinculados a la Escuela de Franckfurt. A partir de los años 60, la obra de muchos e
importantes pensadores marxistas ha añadido nuevas contribuciones decisivas a la
reevaluación de lo cultural.
Infinidad de definiciones de cultura han sido ofrecidas por múltiples autores, desde
diversas disciplinas y tendencias de pensamiento.
Patrice Pavis, el teórico francés del teatro, dice: “lo cultural se opone a lo natural, lo
adquirido a lo innato, la creación artística a la expresividad natural.” En el teatro el
cuerpo del actor se hace texto y cultura. El actor entra en escena y su “carne vacilante se
transforma instantáneamente en jeroglíficos más o menos legibles...”[5]
Veamos ahora qué dicen los semiólogos. Para el estonio Iuri Lotman la cultura es la
actividad de "formación de sentido" que realiza la "inteligencia colectiva".[8] Él
establece, como vemos, la existencia de un registro de pensamiento no igualable a lo
que él llama "conciencia natural" o individual; al mismo tiempo, vincula lo cultural al
orden de los sentidos, esto es, al de las producciones simbólicas. Este enfoque de la
cultura ha tenido una influencia decisiva en la segunda mitad de nuestro siglo y será
objeto de un trabajo aparte.
Por último, dejemos hablar al sociólogo francés Pierre Bourdieu. También él considera
que la cultura está constituida por "fenómenos simbólicos" y que en ella tiene lugar “la
producción de las representaciones del mundo social”.[10] De la cultura, según
Bourdieu, formarían parte las instituciones y el habitus.
Los importantes estudios de Bourdieu sobre la cultura están influidos en parte por
Gramsci y el marxismo. Esto se refleja muy marcadamente en su noción del “campo”
cultural como el escenario de una lucha permanente por la posesión de un “capital”
simbólico específico. Para Bordieu la cultura sería el terreno humano por excelencia en
el que se libra la confrontación entre los dominadores y los dominados.
El recorrido por estas variadas definiciones ha relevado algunos ángulos importantes del
problema que nos ocupa, a saber:
- la cultura como lo que no es natural sino adquirido y aprendible
- la cultura como diferencia
- la cultura y su relación con la esfera de la producción material
- la cultura como producción simbólica o de sentido
- la cultura y el poder
- la cultura y el cuerpo
Cultura y diferencia
Asistimos a un espectáculo de teatro japonés o hindú; nos paseamos por las calles de
Nueva York o de Teherán -las mujeres con sus velos tapándoles el rostro-; sale a darnos
la bienvenida en la playa una hawaiana, y de inmediato nos sentimos confrontados con
"otros mundos", universos lejanos cuyos "alfabetos" culturales tendríamos que aprender
a descifrar.
Mejor no viajar tan lejos en la máquina del tiempo si queremos cumplir exitosamente
nuestra misión.
Así que facilitemos nuestra tarea. La máquina del tiempo sólo va a retroceder hasta La
Habana de los años cincuenta. Conservando nuestro propio sexo y nuestra edad,
tendremos que pasar inadvertidos... Es un día cualquiera. ¿Pueden imaginar algunas
situaciones en las que llamaríamos la atención? ¿En qué casos pareceríamos extraños al
común de la gente? Esta experiencia hipotética nos permitiría apreciar la trascendencia
de algunos cambios que introdujo, en un nivel cultural profundo, la Revolución Cubana.
Dondequiera que nos deposite la máquina del tiempo tendremos material suficiente para
escribir una novela sobre divertidos o dramáticos desencuentros culturales.
Hay posiblemente determinadas constantes universales en la cultura. Pero cada grupo
humano las incorpora con un sello particular. Para detenernos en planos más cercanos a
lo biológico y por tanto más estables: ¿cuántas formas culturales no habrá de comer? La
combinación de lo agrio y lo dulce, muy apreciada en la cocina china, está
prácticamente excluida de otra gran cocina mundial: la francesa. Hay culturas que
admiten sin escandalizarse el homosexualismo. Hay otras en las que la mujer debe
ocultar al hombre su disfrute sexual. Dice Lévi-Strauss que la única prohibición cultural
universal es la del incesto.
Las identidades culturales, además, como nuestro ejercicio con la máquina del tiempo
sugirió, varían con el tiempo, no permanecen las mismas en el decursar de la historia.
Por si fuera poco, el propio Lévi-Strauss nos recuerda otro aspecto de las diferencias
culturales:
Luego, todos somos partícipes, al mismo tiempo, de varias culturas. Usamos al unísono
diferentes "códigos" que se superponen, se cruzan, chocan o se entretejen en nuestros
comportamientos.
Existe una tradición humanista que, en diferentes épocas, ha invocado como un valor
específico la tolerancia hacia el “extranjero”, hacia el diferente.
En sus famosos Ensayos Miguel de Montaigne dijo: “No tenemos otra mira de la verdad
y de la razón que no sea [...] las opiniones y usanzas del país en que estamos”. Y
agregó: “Cada uso tiene su razón”.[16] Este temprano representante del respeto a la
diferencia — y del relativismo cultural — argumentó en el siglo XVII, adelantándose a
muchas prédicas contemporáneas, que nadie tenía derecho a juzgar el comportamiento
del “extraño”.
La tolerancia puede estar inspirada por sentimientos generosos y ser, aun así, tramposa.
La idea del "buen salvaje", la fascinación por las culturas llamadas "primitivas", con
frecuencia encubre la creencia del observador en la superioridad de su propia cultura, su
etnocentrismo. La “tolerancia” del tipo “libertad de prensa” o el eslógan cubano:
“tenemos que desarrollar una cultura de diálogo, compañeros” pueden ser una mera
formalidad si no vienen acompañadas de una disposición a compartir poder y a
garantizar participación real al diferente.
Visto en un sentido ético, hay razones para pensar que una mente abierta y el
intercambio desprejuiciado con lo diferente trae de regreso una saludable mirada crítica
que enriquece la identidad propia.
Hay culturas especialmente vivas, porque acogen con avidez todo lo que viene de fuera
y lo transforman. Esto es señal de fuerza. La proclamación de un culto desmesurado a lo
propio, el apego estrecho y aldeano a las “raíces” puede ser signo de debilidad. Un
maestro del teatro contemporáneo, Eugenio Barba, lo ha dicho de otra manera: “la
identidad es una casa de dos puertas”[18]. La puerta de entrar, de ser nosotros mismos,
da coherencia. La puerta de dejarse visitar por el “otro”, por lo desconocido y diferente,
da libertad. Sólo en esta tensión se edifica con consistencia y vuelo la casa espiritual.
Sin embargo, al unísono con esta explosión de interculturalidad, a las puertas del tercer
milenio también se desarrolla un movimiento que parecería contradictorio con lo
anterior.
Cultura y poder
El mundo social no está compuesto sólo por lo que existe objetivamente, por las
relaciones y las cosas que vemos y tocamos y que actúan independientemente de la
opinión que tengamos sobre ellas. Pensar así sería un objetivismo primario.
Las representaciones que cada grupo y persona tienen sobre la realidad, sus opiniones,
percepciones y creencias, también forman parte de la verdad entera del mundo social.
Las creencias de la gente son realidad. Y todo sistema social se sustenta en buena
medida sobre creencias.
Por eso la cultura dominante puede suministrar bloques completos de sentidos que
conviene a sus intereses reproducir, gracias a lo cual los dominadores no siempre
recurren a la eliminación del “otro”, del grupo subalterno, mediante la fuerza bruta o la
coacción. Fernando Martínez Heredia nos presenta el caso de nuestro poeta mulato
Plácido.
La dominación “dicta” a través de la cultura. Así, sin que los dominadores se ensucien
las manos, nace en la víctima “el deseo de gustar a sus verdugos”. Se produce la
espontánea autodevaluación del sometido.
Los llamados “sentidos comunes” son verdades aceptadas que forman parte de la
cultura; sobre ellos ni siquiera se discute; se “caen de su peso”. Hay sentidos comunes o
“instintos” sembrados en la conciencia cotidiana y que sirven a la dominación.
Antes de la Revolución se decía en Cuba que un negro debía “darse su lugar”. Hoy, por
suerte, no es relevante entre nosotros esta forma de conciencia autodevaluadora. Sin
embargo, otras nuevas han surgido.
Gramsci fue el primer teórico marxista que indagó sobre el vínculo entre cultura y
dominación, así como sobre el papel de la cultura en el cambio social.
Las dominaciones son muy diversas. La globalización del capitalismo es una expresión
al nivel planetario. Se expresan dominaciones en la lucha entre serbios y bosnios, entre
los zapatistas y el gobierno, entre pensamiento crítico y burocracia. Pero hay también
dominadores y dominados en otros campos no visiblemente políticos. El bailarín
clásico, el gay, el padre o el hijo, el miembro de una cátedra universitaria, también
están insertados en campos sociales específicos en los que se protagonizan luchas por el
poder y se verifican violencias directas o violentamientos sutiles.
Michel Foucault , que ha dedicado una parte fundamental de su obra a hacer una
indagación sobre los fenómenos de poder y la relación de estos con la cultura, ha puesto
su foco sobre grupos y preocupaciones –la cárcel, la sexualidad, el cuerpo, la locura-
que exceden al enfoque macrosocial de la dominación y se ubican en otros ámbitos. Es
lo que él ha llamado la “microfísica del poder”, la actuación de los “micropoderes”.
... poder y saber se implican directamente el uno al otro; [...] no existe relación
de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no
suponga y no constituya al mismo tiempo, unas relaciones de poder.[24]
Es esta misma conciencia sobre el vínculo indisoluble entre poder y saber lo que, desde
una perspectiva liberadora y popular hace a Paulo Freire proclamar dos derechos
sagrados del pueblo: “el derecho de saber mejor lo que ya saben” (porque mucho de lo
que está acumulado en la sabiduría popular constituye una riqueza, aunque no presente
una forma ordenada y sistematizada) y “el derecho de participar en la producción del
conocimiento que no está todavía creado.” Freire reclama una “reinvención del poder”
que ponga a este al servicio de las masas populares, tarea que implica de suyo una
“reinvención de la cultura”.[25]
Otro componente en el que se expresa el vínculo entre cultura y poder son las
instituciones.
Las instituciones son agentes sociales, constituidos con una cierta organización y
estructura, que deciden sobre la producción, distribución y/o consumo de algún tipo de
valor (económico, político, religioso, jurídico, estético, científico, etc.). Son
instituciones –en diferentes niveles y con fines diferentes- el estado, la escuela, la
familia, la Iglesia, los partidos políticos, los medios masivos, un sindicato, una
asociación profesional, artística, científica, de mujeres, de jóvenes, etc. La Mafia y el
narcotráfico en algunos países son instituciones. También lo son el anciano sabio de una
aldea o el notable de una comunidad. ¿No podría decirse que en Cuba el “agro” ha
adquirido también el carácter de una institución?[26]
Hay instituciones que representan directamente al estado. Otras pertenecen más bien al
ámbito privado o de la “sociedad civil”. Al interior de los campos culturales y de las
instituciones también tienen lugar, según Bourdieu, luchas por el control del “capital”
simbólico específico que en cada uno de ellos se produce. De ahí que la institución
exista como una tensión entre la ortodoxia –defendida por los que disponen de más
capital específico- y la heterodoxia –estrategias de subversión que tienden a emplear los
que poseen menos capital.[27]
¡Imaginen en este marco cuánto significa la escuela, como institución, para introducir en
la cultura capitales simbólicos al servicio de lo liberador o bien que refuercen la
dominación!
Otro vínculo entre cultura y poder funciona a través de los mecanismos llamados de
legitimación. Mediante ellos se establecen los criterios de la aceptabilidad social. Para
Bourdieu lo legítimo es:
lo que produce lo esencial de sus efectos pareciendo ser lo que no es. Lo
desconocido como dominante es reconocido como legítimo. Un lenguaje en el
que se habla para decir que no se dice lo que se dice.[28]
Cultura y símbolo
Imaginen una manera simbólica de indicar “estoy sin plata”. No mostraríamos todo el
triste cuadro de nuestra pobreza, sino que lo resumiríamos en uno o dos gestos simples.
También pudiéramos escribir una novela sobre una lamentable situación de pobreza. En
ambos casos, lo que habríamos producido son símbolos, o, en la novela, toda una
estructura simbólica.
Así que la cultura tiene como función central crear símbolos, a veces muy complejos,
que nos permiten comunicarnos y transformar la realidad remplazando algo por algo y
otorgándole a ese remplazo un sentido. Se crean palabras, se crean leyes, se crean
cuentos fabulosos -que son los mitos-, se crean rituales, sinfonías y fórmulas
matemáticas. Los sentidos, desde luego, suelen estar teñidos de afectos, de valoraciones;
no suelen ser tan secos como una fórmula matemática (aunque esta también es de
naturaleza simbólica y comunica sentido).
Una vez esbozadas las complicidades entre cultura y poder, cabría preguntarnos: ¿a
quién confiar entonces la labor de “desencantar” esos dispositivos simuladores, esas
dominaciones que, auxiliándose de la cultura, recortan nuestra libertad?
A la cultura.
abril de 1998
* Inédito.
[1] En El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Antonio Gramsci, el
luchador marxista italiano, al que intentó silenciar el fascismo, dijo: “todos somos
conformistas de algún conformismo”, para referirse al hecho de que todos pertenecemos
a algún grupo con cuyos valores y concepción del mundo nos identificamos.
[2] E. B. Tylor: Primitive Culture, Londres, 1871, vol. I, p. 1, apud Claude Lévi-
Strauss, Antropología estructural, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1970, p. 320.
[4] Camille Camilleri: “Culture et sociétés: caractères et fonctions”, Les amis de Sèvres,
no. 4, 1982, apud Patrice Pavis, op. cit., p.40.
[6] Citado por Patrice Pavis: Le théâtre au croisement des cultures, Corti, París, 1990, p.
15.
[7] Elmar V. Sokolov: “Las funciones básicas de la cultura” (primera parte), Criterios,
no. 13-20, enero 1985-diciembre 1986, p. 267.
[8] Ver Iuri Lotman: “Cerebro-texto-cultura-inteligencia artificial”, Criterios, no. 31,
enero-junio 1994, pp. 212-213.
[9] Clifford Geertz: The Interpretation of Cultures, Basic Books, New York, p. 130,
apud Patrice Pavis: “¿Hacia una teoría sobre el interculturalismo en el teatro?”,
Conjunto, no. 103, julio-septiembre 1996, p. 38.
[10] Ver Pierre Bourdieu: Sociología y cultura, Editorial Grijalbo, México, D.F., 1990,
pp. 95-96.
[19] Raimundo Mier, Mabel Piccini, Margarita Zires: “Conversación con Néstor García
Canclini”, en Néstor García Canclini: Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de
la modernidad, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992, p. XIX.
[20] Max Weber: Economía y sociedad, Editorial , La Habana, , p. 699.
[24] Ibidem.
[25] Paulo Freire: Entrevista con Rosa María Torres, en Palabras desde Brasil, Editorial
Caminos, La Habana, 1996, pp. 22-23.
[26] Popularmente se llama “agros”a los mercados donde los campesinos privados
venden a la población a precio libres. Estos suelen ser muy altos, debido a la situación
de escasez.