Sunteți pe pagina 1din 35

La novela corta.

Una biblioteca virtual


www.lanovelacorta.com
Índice
colección
Novelas en Campo Abierto
México: 1922-2000
coordinación y edición
Hay un trecho largo... 5
Gustavo Jiménez Aguirre
y Gabriel M. Enríquez Hernández
La puerta en el muro
© Herederos de Francisco Tario
D.R. © 2012, Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad Universitaria, Del. Coyoacán
C.P. 04510, México, D.F.
Instituto de Investigaciones Filológicas
Circuito Mario de la Cueva, s.n.
www.filologicas.unam.mx
D.R. © 2012, Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
República de Argentina 12, Col. Centro
C.P. 06500, México, D. F.

Diseño de la colección: Patricia Luna


Ilustración de portada: D.R. © Abraham Bonilla

ESN: 0427512102932623599

No se permite descargar ni imprimir esta obra.


Hecho en México.
“Bien ves que nosotros hemos dejado todas
las cosas y seguídote”
(San Lucas, XVIII, XXVIII)
5

Hay un trecho largo hasta aquella puerta y, quien no


conozca bien el camino, corre el riesgo de extraviarse.
Primeramente las calles son anchas, planas,
sin árboles, blanqueadas por el sol y el polvo, con
altos edificios azules, rosados o grises; no hay jar-
dines por los alrededores y las casas se levantan
sobre la misma acera formando una doble mura-
lla de piedra cuyo objeto nadie conoce. Son nu-
merosas las calles, aparentemente iguales y corren
hacia un solo punto lejano, como los tallos de un
ramo de rosas en un florero. Mas, a merced que
se avanza en la infinita y calurosa tarde, las casas
se hacen pequeñas, los colores se atenúan y uno
experimenta el primer impulso en todo el día de
levantar los ojos y mirar al cielo. Ya recorrido un
buen trecho, no hallaréis sino una calle.
Larga para el hombre, cuyas piernas son hombre, un pájaro. Conformaos con la luz. Yo
quebradizas, no debe serlo así para el tiempo, he hecho el recorrido algunos cientos de veces y,
cuya voracidad y resistencia son insaciables. Se ni a una hora ni a otra, jamás tropecé con nadie.
6 tiende en línea recta, sin protuberancias, como De noche, las luces están encendidas —es cier- 7
un eucalipto caído, y alguien diría sin pecar de to— mas también lo están las estrellas arriba y
exaltado o tonto que se bifurca en el horizonte. nuestra incomodidad en la noche no es por eso
¡Tal impresión da! Especialmente a estas horas, más benigna. Tampoco sopla viento y debe hacer
caminando de oriente a occidente, paréceme algunos años que no cae una gota de lluvia. Tal
que el sol descansa al final de ella, quieto allí, vez, en virtud de esto último, el polvo del cami-
reclinado, como un pastor a la sombra de los no sea leve, oloroso y blanco como la arena de
floridos manzanos. Nadie podría suponer quién una playa. Y tal vez, asimismo, a ello se deba el
habita esas casas silenciosas, sumergidas, de co- que los tejados se muestren tan duros. Y que los
lor pizarra, cuyas ventanas están todas cerra- árboles hayan detenido su crecimiento, ensan-
das; nadie podría sospechar qué ocurre tras esas chándose furiosa e inútilmente en un impulso
ventanas, dentro de esas blancas cortinas, cuya constante por estallar. Y que nadie apetezca en-
sombra debe ser tan plácida; y mucho menos treabrir las ventanas y asomarse a ellas, porque
nadie acertaría a aventurar quién sembró esos al hombre le complace la frescura, el rumor de
árboles, quién cultivó esas flores y a quién se le la lluvia, el olor de la hierba joven y la presen-
ocurrió pintar los tejados con unos colores tan cia de las ramas tiernas doblándose bajo el peso
vivos que lastiman la vista. En toda la extensión de los frutos maduros. No, no: allí no madura-
de esta calzada no os sale al paso un perro, un rán los frutos, no hay más murmullo que el del
silencio, y, si algún extraño día lloviera, la calle Y hay quien, al escuchar esto, recoge su me-
se poblaría de gente alegre y bien dispuesta que, cedora o su silla, empuja la puerta de su casa y
sacando mecedoras y sillas de sus casas, se pon- vuelve a sumergirse en la sombra de las cortinas
8 dría a charlar animadamente, lanzando exclama- blancas, persuadido de que efectivamente en la 9
ciones de júbilo, agitando como aspas los brazos, solitaria y polvorienta calle nada tendrá reme-
mirando sin cesar al cielo, en tanto que el agua dio.
les chorreaba por la frente, por las ropas, por el Esto ocurre esporádicamente, de ordina-
vientre y a lo largo de las desconsoladas piernas. rio durante las grandes fiestas de la primavera,
Si algún día lloviera nadie podría transitar por la cuando la juventud, el amor y el canto alegre de
calle, pues el polvo se transforma en lodo; mas el los pájaros parecen prometerles a los hombres:
hombre se sentiría tan satisfecho que se tumbaría —Es bello y admirable vivir, ¿quién lo duda?
a morir allí sobre ese lodo, y los hijos volverían a Tomad vuestras pasiones, hasta el último impul-
sus padres, los hermanos a los hermanos, se re- so de vuestra sangre, y dejad la razón en casa.
conciliarían a reunirse entre sí como las bestias Reuníos pronto con nosotros, pues, contra lo
perdidas en la inmensidad de la montaña. que se supone, la vida es fecunda y pródiga, im-
También alguien diría: perecedera la alegría y sumamente razonables y
—Puesto que llueve es señal de que podemos justas las ilusiones del hombre.
reanudar nuestras labores. Al final de esta calzada hay una puerta. Re-
Aunque nunca falta un escéptico —el que ha flexiono:
visto llover otras veces— que soslaya: —¡Quién quita y hoy sí sea el día!
—¿Qué labores?
Era una mujer limpia, fresca y risueña y pro- Y a lo mejor, de espaldas, poniéndose el som-
pendía a vestirse con telas claras, generalmente brero, sonreía otra vez. O varias. Me tendía en
estampadas en flores. Peinábase con los cabellos la cama, viéndola.
10 recogidos sobre la nuca y se empolvaba con ex- —¡Oh, qué miras! —Y se turbaba—. ¿Qué 11
ceso el rostro. Cuidaba mucho, por otra parte, miras de ese modo? ¿No me conoces?
de sus manos, que sabía mover graciosamente Había sido una vida dura la nuestra. Creo
como un niño o dejar caer abandonadas sobre sus que en el fondo me temía y me admiraba: jamás
faldas en esa actitud un poco religiosa, un poco me lo reveló. Sin embargo, hay algo secreto y
campesina, un poco como en espera de algo que común, mudo, terrible, en la convivencia pro-
tienen las madonas italianas, los párrocos de al- longada de las gentes; algo que no es el amor,
dea y los miserables idiotas. Gustaba de los som- ni el rencor, ni el hábito, ni la inteligencia, ni el
breros altos —yo diría que extraordinarios— y abandono, ni siquiera el orgullo, y, que, a ma-
de las piedras falsas. Y caminaba con sencillez, nera del viento que levanta y se lleva el polvo
hasta tímidamente, como una buena esposa. Era desnudando las rocas, desnuda, expone y anima
tierna, no hay duda, y resultaba comprensible los sentimientos, las reflexiones, el delirio y has-
que me hubiese enamorado de ella. ta los propios ensueños. Ella sufría y es posible
Rara vez se perfumaba. Yo le decía: que yo compartiera su sufrimiento. Otras muje-
—¿Olvidas que te quiero? res habían llenado en mi vida un vacío.
No es agradable ver sonreír siempre. Me —Me sacrifico… —balbuceó una tarde. Te-
exasperaba esto. nía su orgullo.
—¿Hay algo de risible en ello? —le preguntaba. —¿Tú me amas? —le preguntaba.
—¿Y tú? último. No obstante, pronunció aquello que aún
Tampoco replicaba abiertamente; tampo- no olvido y que fue lo único que en realidad me-
co miraba como hubiera sido preciso en ciertos rece la pena de recordarse:
12 momentos. Era una buena esposa y caminaba —Hace algún tiempo que lloro, ¿no te doy 13
con sencillez, sin ruido, sin pretender inquietar lástima?
al hombre. Iba a decir:
Nos sentábamos sin hacer nada. —“Si de verdad me dieras lástima todo se
—¿Piensas algo? —Y hasta me parecía me- habría perdido. Te amo; esto ya es distinto”.
lancólica. En cambio, permanecí de pie, mirando su
Debiera haberme dicho: mirada que no impulsaba a moverse.
—“Pienso en las mujeres que habrás amado”. —“Solamente el llanto de los niños me con-
Recuerdo una vez que la sorprendí llorando. mueve. Así, pues, cállate y escucha”.
El llanto afea tanto los rostros de las mujeres Nada de eso dije. Después me acomodé a su
como los sombreros altos. Me afectó, lo confie- lado y hubiera deseado que reclinara su cabeza
so; y me conmovieron sus manos pálidas sobre en mi hombro. Era orgullosa. Y altiva.
las faldas, igual que las de los párrocos y los —¿Ves cómo llueve? El campo para estas
idiotas. fechas debe estar ya muy hermoso…
—¿Por qué lloras? ¿Estás enferma? Y porque no experimentaba yo ninguna lás-
Hay una mirada que atrae y otra que recha- tima huyó hasta su alcoba.
za; pero hay otra sin sed ni fatiga que invita a Rara vez se perfumaba. Hoy sí.
permanecer en un mismo sitio. Fue terrible esto —¿Y qué perfume es ése?
Debía ser el otoño y ella se sentía a gusto en su —Me voy.
vestido de flores. Incluso, me parecía que su cuer- —¿Te vas?
po movíase con una agilidad, un presentimien- No entreveía yo ni remotamente la pérdida.
14 to, una esperanza desconocidos; que su mirada, —Sí. 15
contra todo lo establecido, impulsaba a moverse —¿Volverás pronto?
también, a rondar en torno a ella como alrededor —¡Nunca!
de un abismo o una llama y —¿por qué no?— a Y me eché a reír.
echarle un brazo por la espalda y contemplar de “—Está de buen humor la señora” —re-
cerca su rostro excesivamente polveado. Sí, era el flexioné allá adentro.
otoño y hasta en la ciudad se advertía su presen- —¿Y adónde encaminarás tus pasos? ¿Tan
cia. En esas tardes de octubre puede el hombre lejos, tan lejos...
emprender los caminos más imprevistos. Puede, Se hallaba ante mí, como el espíritu de sí misma.
igualmente, descubrirse de pronto una nube no —Tan lejos —articuló.
vista antes, un aroma jamás aspirado, una razón Me puse en pie.
heroica o el resquicio de alguna puerta cuyo tenue —¡Mírame! —le dije.
resplandor invita a entrar. ¡Nadie sabe! Cierta- —Ya te miro. ¿Qué?
mente, durante el verano y durante el invierno y No, no había nada en su mirada, como no lo
durante cualquier instante de nuestra vida puede hay en el firmamento lejano y limpio durante los
descubrirse ese resquicio. Pero tenía que ser en cálidos días del estío.
octubre, como tiene que ser un instante preciso —¡Mírame, mírame! Todo depende.
aquel en que deba ocurrir esto o aquello. —Te estoy mirando. ¿Ya?
Fue la menor conmoción de mi vida. Y
de la de ella. Pude decir adiós o hasta luego y
me puse a fumar. Oí la puerta, sus pasos, otra Tomad una piedra redonda y plana y lanzadla
16 puerta allá abajo, como cuando llamaba el car- con todas vuestras fuerzas sobre la superficie de 17
tero, y en la calle un soplo de viento que estre- un estanque. Tomad después otra piedra igual
mecía los árboles. Tal vez experimenté algo de y arrojadla verticalmente contra el remanso.
frío. Aquel mes había llovido copiosamente y ¿Qué preferís, sin duda, la carrera loca y ágil
las montañas vecinas se hallaban cubiertas de sobre las aguas quietas y la inmersión lenta o
nieve. Con el silencio, ese frío se acentuó. Miré el profundo sonido grave de algo que vertical-
hacia atrás, en dirección al espejo, y la proyec- mente desaparece?
ción no me sugirió nada importante. Tuve, eso —Me gusta ver las ondas ampliarse y llegar
sí, la visión de una calle extraordinaria, cubier- a la orilla —decía mi primera amante.
ta de polvo, sin perros ni hombres ni un pájaro El hecho es que era una mujer sin importan-
en el espacio y que se bifurcaba en el horizon- cia y con demasiado vello en las piernas. Por si
te. En seguida, me pareció que el cielo se enca- fuera poco, ha muerto y no viene al caso ocu-
potaba, que algún postigo cedía y que la calle parse de ella.
se poblaba inauditamente como en los sueños.
Todos parecían confusos y me miraban. Contra
la ventana caía la lluvia. Y alguien proclamaba: —¡Ah, sí, sí me acuerdo! De la iglesia conservo
—Puesto que llueve es señal de que podemos una idea general muy vaga: algo así como un
reanudar nuestras labores. montón de pedruscos grises con una cruz gris
en alguna parte. Podría aventurar que las imá- azules tan incapaces, pretendía persuadirnos de
genes eran tornasoladas y crueles y que sobre que, en efecto, Dios era una cosa horrible?
las gradas del altar mayor se alzaban dos can- —“A ver, a ver: Amar a Dios sobre todas las
18 delabros descomunales. Posiblemente, si los cosas”. 19
viera de nuevo convendría en que no miden ni ¡Cómo no he de recordarlo! Y sepa, además,
un metro. Pero, en fin, durante los atardeceres que durante las noches de aquellos días uno se
hacía mucho frío en la iglesia, se veía escasa- arrebujaba entre las mantas, apretaba los mus-
mente por entre las sombras y cuando alguien los y, por precaución nada más, repetía entre
entraba por la puerta trasera todos nos volvía- dientes la lección del catecismo.
mos a mirar a un tiempo como si a cada cuál Ordinariamente mi madre me preparaba al-
lo llamaran por su nombre. Éramos desme- gún postre: era la recompensa a una devoción
drados y a usted le inspirábamos una piedad obligada. Y comía de aquel postre hasta hartar-
cristiana. me, hasta que se me retorcían las tripas y me
—“A ver, a ver —repetía— Amar a Dios so- entraban náuseas. Mi cuarto tenía una ventana.
bre todas las cosas”. Era feliz.
¿Amar a Dios? ¿Amarlo, amarlo? ¿O temer- —Harás bien en amar a Dios sobre todas las
lo, especialmente, cuando usted se encaramaba cosas —me aconsejaba ella.
en el púlpito y con la pesadumbre de quien lle- Esto me preocupaba. ¿Efectivamente, era
va a cabo un acto feo o deshonroso vomita- así?
ba injurias contra los pecadores y prometía el —Si te contara —argüía— que te amo a ti
fuego eterno? ¿Cuando usted, con sus ojos infinitamente más que a Él, ¿qué dirías?
—Diría que has pecado y que deberás hacer y sin sombra, de muy extraña topografía, por
la primera comunión cuanto antes. donde Beethoven, el sordo, debería haber pa-
Y la hice. Y no fue posible nunca nunca que seado en un tiempo.
20 se llevaran a cabo los propósitos de mi madre. 21
¡Acuérdese usted! Éramos alrededor de una
docena y nos sentábamos en la última banca. —¡Por Dios, qué tonta es la gente!
Debe usted perdonarme: me distraían sus her- Y qué desdichada. También esto lo recorda-
mosos ojos azules. ré de cuando en cuando.

Lo primero que oí de Beethoven fue que era sor- ¿Conocéis el juego del “Chorro, Morro, Pico,
do. Después, que era sucio, horrible y muy des- Tayo, Qué Dirás Que Es?”
dichado. Una tarde —ahí sí no sé en qué parte— Pues consiste en esto: de diez, ocho o seis
escuché algo de su música. Alguien pedía: muchachos se forman dos bandos físicamente
—Que se salga el niño. equilibrados, que serán los que se enfrenten. Otro
Un pariente de mi padre me llamaba El Ban- muchacho cualquiera, apacible y de buen aspec-
dido Terrible. to, hará de Madre. La Madre, siempre persuasiva,
—Aquí estoy bien, gracias —dije. sencilla, se sentará en el primer peldaño de una
Y me senté con las botas sobre el asiento. escalera o en algún muro de poca altura, con las
Fue la primera vez que sospeché muy oscu- piernas entreabiertas. Los dos bandos echan a
ramente que debería existir una calle dolorosa suertes y el triunfador se apresta a la lucha. Uno
de los sometidos, con las ancas erguidas, apoyará —¡Morro!
su cabeza en el regazo de la Madre; el siguiente Y era Pico, puesto que se trataba del dedo
colocará la suya entre las piernas del primero; medio.
22 el tercero entre las del segundo y el cuarto en- A continuación la historia se repite hasta que 23
tre las del tercero. De pronto, uno de los del los asnos acierten. Así siempre.
bando contrario, tomando empuje y aliento Este juego se practica en los colegios, duran-
como el percherón frente a la yegua, saltará te las horas de asueto, y provoca en el ánimo un
sobre sus enemigos para treparse en las costi- excepcional entusiasmo.
llas del que se ayuda en la Madre. Y así suce-
sivamente los demás. Naturalmente, el éxito
de estas maniobras consiste en caer tan pesa- Nunca supe —y traté de esclarecerlo a toda cos-
damente sobre los supuestos asnos como sea ta— por qué se veló aquella placa.
posible; con la misma brutal alegría y el ¿Tal vez, de haber ocurrido de otro modo,
mismo ardor de quien pretende hacer valer un me habría convertido de golpe en el primer fo-
grave privilegio. Ya todos a cuestas, el primero tógrafo de paisajes o, bien, habría resuelto sin
dice: proponérmelo el teorema universal de la invisi-
—¿Chorro, Morro, Pico, Tayo, Qué Dirás ble enlutada?
Que Es?
Y muestra uno de los cinco dedos de la mano.
La Madre, árbitro infalible, de infalibilidad Hay un cabaret horrible en un pueblo de la
taciturna, observa. De abajo, aventuran: costa. Se encuentra situado en una lejana y te-
nebrosa barriada de pescadores, tan próximo al plateados toca la música. Es una charanga de seis
mar que a marea alta las espumas llegan hasta profesores dormidos: seis criminales de la peor
su puerta, penetran por las grietas de la fachada ralea que han dejado el mar o la cárcel y se han
24 y con frecuencia tiene uno que descalzarse para sentado allí con algo entre las manos donde so- 25
entrar en él. Lo conocí una noche. plan o golpean, esperando no diré que la Muerte
Es un local muy amplio, dividido en dos sa- sino la Justicia que les eche mano. Las piezas que
lones, el primero de los cuales es el bar. Allí, a tocan son salobres y monótonas y los parroquia-
altas horas de la noche, siempre hay gente que nos así las exigen, puesto que el baile está sujeto
bebe, chilla o duerme contra una mesa o bajo una a tarifa y la fricción ha de durar lo suficiente a fin
mesa. Las mesitas son cuadradas, muy bajas, pin- de que unos y otros se sientan satisfechos. Tras
tadas de azul añil, como los muros. El techo es las ventanas del bar tiembla la oscuridad miste-
alto y negro, opaco, y la luz más turbia todavía, riosa del océano. Hay también unos espejos altos,
como si se filtrara a través de un colador lleno de como para gigantes, donde nadie se mira. Y si se
nata. De las lámparas cuelgan largas tiras de papel da el caso de que alguno lo haga, tópase impre-
de seda y unos caballitos de cartón con las orejas vistamente con un horripilante visitante, verde y
demasiado solemnes y que, a impulsos del viento cadavérico, que os contempla desde un mundo de
marino, revolotean circularmente en el aire o se cerveza, sonambulismo y conchas marinas. Ni os
acometen unos a otros produciendo en el ánimo conocería vuestro propio padre; pero la música
del más tonto la impresión de que algo terrible suena y esto es lo interesante.
puede ocurrir bajo esos caballos de un momento Todo el mundo sabe que no es un cabaret
a otro. Sobre una plataforma con dos escalones propiamente —sea de la índole o categoría que
sea— el lugar adecuado para esparcir una pena, algunas entre ellos, y el calor era excesivo. En aquel
ahuyentar una preocupación grave o mitigar cier- momento —recuerdo— no sonaba la música.
tos estados de ánimo rayanos en la desesperación Ah, sí me senté, y es conveniente saber que
26 o el remordimiento. El cabaret, sea de topacios, me encontraba por aquel tiempo en un periodo 27
agua marina o sal común y corriente, es un rincón extremadamente difícil de mi existencia.
espléndido para el hombre sano y en su juicio, con No era, que se diga, ninguna tragedia espe-
cierta ilusión por delante, que procura reír alegre- cial mi vida, sino que me hallaba... relativamen-
mente, beber y comer aceptablemente y acariciar te enfermo. Convaleciente, sería más justo. Rara
con languidez las deliciosas caderas de quien a vez visitaba el mar y esta vez lo hacía huyendo
esto se preste. No obstante, ni alegre ni muy en mi de ciertos excesos que el doctor dio en llamar
juicio, ni con la más leve aurora en perspectiva, prohibitivos. Me explicaré. Había quebrantado
me arremangué los pantalones aquella noche de mis nervios en una tensión endiablada, y, los ner-
marea alta y penetré en el tugurio. Era ya muy tar- vios, tan resistentes en mí a cualquier esfuerzo de
de —suponía que la madrugada— y tropecé con toda índole, habían cedido como los maderos de
un escaso mundo de borrachos que, tras haber he- una construcción defectuosa. Eran prolongadas
cho lo humanamente posible, hallábanse en ese e inquebrantables mis jornadas ante la mesa e
periodo especial y somnoliento de los humores innumerables y borrascosos mis excesos amoro-
resecos, las caricias sin consuelo y los codos so- sos. Fue una época sórdida y grave, angustiosa
bre la mesa como único apoyo en el sexo y el es- y sombría, que pudo llevarme a la muerte —de
píritu. No hablaban ni reían y miraban la mayor no haber buscado el remedio a tiempo—. Como
parte hacia la puerta. Chinches o mujeres había resultado de todo esto, bebía mucho, fumaba y
consumía el café por litros. Recuerdo algunas y que me producía el estupor de quien a cada ob-
madrugadas —las que me anunciaron el colap- jeto que toca se le adhiere reciamente a las manos.
so— sentado impávidamente en la cama, obnu- Y los objetos eran blandos, serosos, y no había
28 bilado y confuso, como en un pasmo de epilep- puerta lo suficientemente sólida que permitiera 29
sia. Recuerdo las noches dilatadas, catastróficas, ser abierta. No seguía adecuadamente el curso de
sentado ante mi mesa, repitiendo sin cesar una los acontecimientos y, en cambio, comprendía-
misma palabra a la que no hallaba modo ni ma- me perseguido atrozmente por ellos; ni seguía el
nera de que sucediera otra. Y recuerdo, tiempo ritmo del hombre que vive, sino de aquel cuyos
adelante, aquellas crisis poco aparatosas, más te- pies abandonaron la tierra y cuyos nervios autó-
rribles, ciertas ondas de locura, durante las cua- nomos a fuerza de prolongarse y desgarrar la piel
les con el rostro de un muerto asomábame a la han echado raíces en el vacío, captando lo que
claridad helada del espejo sin encontrar la razón, en él se desarrolla y que resulta para los demás
el sentido y la memoria, perdido —me imagina- inasible. Por olvidar, había olvidado de reírme
ba— en un pozo de oscuras cenizas o en un acei- —que es el más cruel anuncio de todo colapso.
toso mar de olas amarillentas donde mi propio Muy natural, por consiguiente, que convale-
cuerpo se diluía. Recuerdo mis turbulencias afec- ciente de estos males, repuesta mi salud en parte,
tivas, el desorden brutal de mi espíritu, la trepi- mi sensibilidad quedase enferma y a flor de piel
dación de mis arterias, los gritos desgarradores y como una espantosa herida. El mar la curaba;
trágicos de mi conciencia que agonizaba. Diríase más se advertía su presencia. Veríamos.
que el mundo actuaba con una vertiginosidad y ¡Cómo bebí aquella noche! Vestida de mo-
resonancia desusadas, incomprensibles para mí, rado, con los pozos de sus ojos más profundos
que la misma noche, ella fue la culpable. Por guardo memoria de sus tacones raídos y sus
prescripción médica habíaseme vuelto a permi- piernas hambrientas, surcadas de venas. Pero
tir el tabaco y el ejercicio moderado; mas no el tenía los cabellos espesos y lacios y podría be-
30 alcohol, entre otras cosas. Debieron ser quince sársela, llegado el caso. 31
o veinte los vasos que ingerí en pocas horas. He de mencionar cómo intenté el suicidio.
Pude o no perder el conocimiento. Y recuerdo El cabaret, ya digo, hallábase sobre las
ahora muy distintamente los espejos submari- mismas espumas; mas, para la madrugada,
nos donde los monstruos de mar substituían había bajado la marea y se extendía la costa,
a los hombres borrachos, y los caballitos de limpia y rara, invitando a seguirla. A tramos,
cartón golpeándose no en el aire sino en la crecían algunos cocoteros. O había luna o yo
arena, y los músico-criminales apretujados en me lo supuse de este modo; la veía. Y no era una
un rincón huyendo estrepitosamente de la Jus- luna común y corriente, sino levemente purpú-
ticia. Recuerdo que el vestido de ella era bri- rea, al parecer en extremo pesada y bogaba por
llante, que se le untaba a las ancas como un entre las nubes con una lentitud insólita. Sali-
pulpo en celo y que sus uñas violetas producían mos. Era con objeto de despejar la cabeza. En
la impresión, bajo la luz de leche, de diez sucias cuanto a mí, habría seguido cualquier rumbo.
y enfermas amatistas. Recuerdo que se inclina- Mas no dejaba de ser extraño, para alguien que
ba sobre mí para encenderme un cigarrillo y nos hubiera visto, caminar sin decisión alguna,
que sus senos también se inclinaban como algo lentos y pesados como la luna, ajenos y extra-
destinado a amputarse allí mismo con un cu- ños, casi enemigos, sobre las plateadas y lisas
chillo de los que utilizan las cocineras. También arenas. Se comprende que a tales horas baje a
la playa un renacuajo extraviado, un pajari- daremos a cualquier rincón sin despertarla. En-
to enfermo o una pareja de amantes. También tonces tú te meterás en su cama y a lo mejor te
un par de amigos; o de asnos. A la mañana si- quedas allí para siempre. Tengo diez criados que
32 guiente examiné nuestras pisadas y tal parecía te servirán si yo lo mando. 33
que un buen número de personas habían toma- Lo que buscaba estúpidamente eran unas ro-
do esa ruta. Debía ser cómica y espeluznante cas donde sentarme: en la insensatez de mi esta-
la marcha. Pero me hallaba a salvo y esto me do olvidaba que no había rocas y que sobre la
produjo alegría. arena puede uno reposar cómodamente.
—Un poco más, otro poco... —Y sujetándola —¡Ya verás qué bien se duerme entre aque-
del antebrazo, no le permitía alejarse demasiado. llas sábanas! Toma, te adelanto esto.
—De un momento a otro llegaremos. ¿Dis- La mujer se me reunió y le eché el brazo al
tingues aquella luz verde? cuello. Caminábamos con el agua a la rodilla.
Era una luz amarilla y el lenguaje de ella ver- ¡Oh, cómo me reí!
gonzoso. —Y tengo otras muchas cosas. Tengo un
—Si por aquí no hay nadie —y avanzaba—. gran jarrón de porcelana y una mesa llena de
Si aquí o allá da lo mismo. ¿Qué temes? trastos viejos y unos cigarrillos de tabaco rubio
—Vamos, pues, ¡sígueme! Verás qué admi- que endulzan el aire. Tengo un jardín con ce-
rable es mi casa. rezos y una ventana cubierta de hiedra donde
Preguntaba qué tal le pagaría. podrás reclinarte. Tengo jamón y huevos fres-
—Tengo diez criados y mi mujer duerme. cos y fruta fresca en la cocina. ¿Sientes hambre?
Ella duerme como nadie se imagina y la trasla- Podrás comer cuanto apetezcas; puedes comer
en cuanto llegues, ¿no lo recuerdas? Son diez —“¿De qué me servirán mañana?” —levan-
los criados y se desvivirán por servirte. taba el brazo, mas el agua era ya tan alta que su
Con las diez sucias uñas de amatista apretu- intento fue del todo vano. Perdió al fin la carte-
34 jaba la cartera, llena de misterios. ra, que recuerdo como una larva. Ya no se podía 35
—Esto a ti no te importa, pero tengo tam- hablar, con el agua al cuello. Y mi inmediata im-
bién tres hijos. presión fue ésta: que tornaba a asomarme como
Debían ser algunos los kilómetros recorridos. tantas veces al espejo de mi alcoba en busca de
—Tres hijos pequeños y rubios que no saben la razón, la verdad y la conciencia. Mas el espe-
nada de esto. jo era tan inmenso que alcanzaban a proyectar-
De pronto se detuvo abominando de ellos. se en él el doctor y mis hijos y mi mujer junto al
—¡Verás qué espléndido! jarrón de porcelana.
Abracé la idea dúplice y repentina de un sui- —¡Se ahoga! —gritó alguien tras un biombo.
cidio y un crimen. Y me volví. Tal vez por ser la voz de uno de
—¡Tú no sabes! Aventurémonos más aden- mis hijos verifiqué el impulso. Yo pensé en ese
tro. Es claro que se resistía y como que reía o llo- instante que quien se ahogaba era él.
raba; que lo fresco de la espuma en su cintura le —“No sería justo” —y sí, sí me volví.
despejaba la cabeza; que advertía por no sé qué Fue lo que me salvó la vida, y lo agradez-
oscuros presagios que la broma era ya excesiva. co. Mas no deja de inquietar a uno por las no-
—Unos pasos más qué importan... ches la visión de aquel vestido nocturno que se
Resultaba extravagante su mortal terror a alejaba sobre las aguas revueltas igual que una
que la cartera con los billetes se mojara. barca colmada o unos negros labios que sonríen.
Sí, era un vestido increíble y chillante con una —Está bien, ¿y para qué?
pobre vida dentro. Y con una sola línea entre las cejas, con las
puntas de los pitillos en dos hileras, pónese uno
36 Muy bien. Mas hablando de hechos dolorosos, a estrujarse el corazón y la cabeza buceando en 37
ninguno como recordar que a mi pobre padre, la horrenda vida de los hombres.
en vida, le triscaban siempre los zapatos. Pro- Son los momentos diurnos o nocturnos, pero
bad a oírlos sobre unos peldaños de madera con implacables, en que el viento nos arrebata las pá-
el carácter de él tan retraído y tímido. ginas, yergue en alto las colillas ateridas y forma
—Tras, tras... tras, tras... con todos estos elementos, bajo un cielo mor-
Debía ser inflexible y cruel mi madre, pues- tal o inmortal —¡qué importa!— la somnolienta
to que, rascándose los sabañones, solía pregun- callejuela de polvo donde no se ve a nadie: ni a
tarle a menudo si de verdad había cubierto su un perro, ni a un hombre, ni a un triste pájaro
importe. en el espacio.

Uno deliberadamente razona y se devana los se- La que me abandonó, prorrumpió un día:
sos y jamás en la vida llegará a aclarar debida- —Sí, realmente se vive mejor que por estos
mente por qué se escribe. Quiero decir, por qué rumbos. ¡No sabes qué dichosa me has hecho!
escribe uno. Frente a las páginas dispuestas — De veras.
tantas, tantísimas horas—, al iniciar un nuevo Eran los tiempos felices.
trabajo, viene a uno de repente la inquietante y
quejumbrosa pregunta:
Cierto día de niebla abofeteé a un tonto que se No hay nada sobre la Tierra tan irritante y
rió de mi cabeza rapada. En un principio, me di- estúpido como la tontería.
virtió y llenó de optimismo pensar que existiera
38 alguien tan despreocupado y alegre que un inci- Y se me ocurre pensar que de todos los pasos y 39
dente tan simple le produjera risa; porque al reír todas las huellas, nuestros pasos y nuestras hue-
es bien sabido que el hombre se olvida de todo. llas son los más importantes.
Y, al olvidarse de algo, significa que no hay mu- —Por lastimosos e inexplicables que sean
cho de qué acordarse. En fin, consideré que era —como dijo una tarde.
testigo de algo muy saludable, primaveral y dig- Puede que, debido a esto, uno guste de tos-
no de envidia. Mas, a poco, advertí cuán equi- tarse al sol, verse el cuerpo desnudo y saber con
vocado estaba. Me detuve y le dije: certeza que las mujeres hermosas nos desean.
—Usted perdone.
Fue cuando descargué el puño. A su lado
temblaba una criatura tristísima, inconsolable y Las ceremonias pueblerinas, de no llegar a Dios
cadavérica —que debería ser su hijo—. Es claro —como me imagino—, sirven al menos para
que en circunstancias tales aquél era sin duda un mostrarle qué dolorosa y lamentable es la espe-
tonto. cie humana; qué cándidos son sus pobres espí-
—Usted perdone. ritus atormentados y qué urgencia vital tienen
Debía suprimir el engendro y se reía. Un ton- de buscar por todas partes un soporte, una ayu-
to, incuestionablemente. da. Sirven, positivamente, para que Él se deten-
—Eso es, usted perdone. ga con mayor calma a escuchar esta música de
abajo y contemplar —no sé si fraternal, paternal los primeros días: algunos hombres. Y mujeres.
o socarronamente— esos rostros extáticos, con Y niños, en el peor espectáculo. ¡Oh, no, hablo
la fe de los niños, y esos cogotes humanos que de los metales exquisitos! Me avergonzaría a mí
40 nadie ha explicado satisfactoriamente, y, que, mismo. Contra lo que se supone, no hay nada 41
en los pueblos de tan quemados y humildes pa- sensacional en la miseria; ni en la opulencia.
recen sarmientos. Las ceremonias pueblerinas —Accidents will happen —dicen los ingleses.
sirven para que aquél que ha engañado a alguien Y así es, ni más ni menos.
comprenda bien qué cruel ha sido su engaño y Pero seguid este diálogo:
para que los engañados arranquen el llanto al —Yo te aguardaba.
prójimo: el prójimo que llega y se detiene en —¿Me aguardabas? No sé quién eres.
suspenso como quien topa de pronto con una —Todos nos conocemos o nadie se conoce;
montaña. El prójimo de afuera —que a fin de podía ser de este modo o del otro. El hecho es
cuentas da lo mismo. que te esperaba.
He aquí una misa de pueblo o una boda. ¿Y —Me alegra eso. ¿Así piensas?
qué es ello? Pero no hace al caso. El pueblo es —Así pienso. Te aguardaba de tanto tiem-
fértil, oloroso y profundo. Hay como en todos po atrás que ni recuerdo. Te tenía en mis sueños,
los pueblos huertas y perros y mujeres en cinta en mis reflexiones, en mi angustia; te tenía en
y acaso un río; y hay casas en ruinas y amplias forma de una implacable esperanza que me
sombras perfumadas y unas tiernas vacas me- desangraba. Sabía, pues, que llegarías, que de-
lancólicas, con las ubres llenas de estiércol. Hay berías aparecer sin falta.
una plaza, algunas bancas y lo que hubo desde —Supongamos que he llegado.
—Has llegado, de hecho. me, por no sé qué razones, que en el momento
—¿Y bien? menos pensado se abrirá la tierra por todas
—Te amo. partes como una misteriosa granada madura y
42 —¿Me amas? que germinarán hasta en los riscos menos pro- 43
—¿Te sorprende? picios flores y frutos desconocidos, aromas que
—Infinitamente. Quisiera creerlo. nadie ha aspirado y formas nuevas en qué delei-
—¡Ah, sí, créelo, porque es necesario. tarse. Para estupor del que sobreviva estallarán
—Lo creo y me alegra. los viejos astros y surgirán otros nuevos y, a cada
—No debiera alegrarte demasiado. alumbramiento de éstos, el mar rebasará sus lí-
—¡No comprendo! mites, arrullará las ciudades y el perfume de sus
—Toma, pues, mi mano y escucha: Siento algas será tan intenso que se marchitarán los re-
ahora mismo que la vida es infinita... toños en sus tiestos, aunque la juventud infinita
—¿Me explicarás convenientemente eso? les será otorgada a los hombres. Nadie hablará
—Siento que alguna vez por alguna causa más de la hiedra en el muro, ni de la puerta en
imprevista la vida de alguien sobre la Tierra no el muro, sino de la nueva montaña; nadie culti-
se extinguirá nunca; que sus pasos serán cada vará la hiedra, ni el enebro, ni las madreselvas,
día más firmes y que su voz se escuchará siem- porque la tierra producirá unas flores azules
pre con la continuidad y vigor de los ríos. Siento de cristal que, trepando por la corteza de los
que hay una música que no concluirá jamás en árboles, derramarán su contenido sobre el que
el tiempo y que un mismo soplo de aire agita- camina...
rá hasta la eternidad el mismo árbol. Antojáse- —Sigue, sigue...
—El amor, entonces, será muy distinto a lo faro, resbaladiza como el hielo y tan bienhecho-
que ha sido. Y también los placeres. ra como una gota de agua. Te preguntaré más
—Sigue, te escucho. tarde de qué proviene el sombrío color de tus
44 —No habrá cuatro estaciones, sino una sola; pómulos y me señalarás algo muy lejos. Miraré 45
ni habrá años y meses sino un solo día; y habrá donde tú me indicas y descubriré el sol más ex-
un solo viento, un céfiro nómada y perpetuo, tan traordinario que jamás nadie haya visto: el sol
blando que no turbará la llama pero suficiente será violáceo y áspero, orlado de crisantemos, y
para que con él se estremezcan las nuevas ramas sus rayos serán ondulantes como las ondas del
y caigan sin violencia los frutos. océano. Te revelaré secretamente que tu voz me
—Será la primavera... suena extraña, que tu voz me asombra porque el
—Si quieres que así sea, que sea, pues, la pri- lugar es abierto y debiera sonar de otro modo, y
mavera. Y tú estarás sentada bajo uno de los me explicarás que no es tu voz lo que oigo sino el
nuevos árboles, y tu vestido será amarillo, y las errante rumor del río, el hálito de tu pensamien-
escamas del árbol doradas, y sus frescas ramas to y el latido del corazón de las fieras. Tendré
azules, y sus frutos de un color que aún no existe. reparos en apresar tu cuerpo y, tú, tomando una
Tú estarás sentada, te digo, y te preguntaré qué hoja entre los dedos, la dejarás caer al abismo
extraña luz ilumina tus ojos. Y tú me respon- para que yo vea que ni las piedras más aguzadas
derás con un ademán de la mano, señalándome pueden inmolarla. Tu humedad será ardiente,
la montaña de enfrente. Yo miraré la montaña, olorosa y sagrada. Será estéril. ¡Mira! Y goteará
arriba el río, y descubriré que es transparente miel de las altas copas y la miel te arroyará por el
y marina como un cuarzo, luminosa como un cuello. Y yo beberé esa miel cristalina y los labios
me arderán como fuego. Me arderá la garganta y —Y es triste la vida.
el pecho. Y tú, esparciendo tus cabellos rosados, —Y es triste que así sea todo.
tan húmedos como la hierba, me dirás: “descan- Hablaban los clarividentes.
46 sa un poco, cierra los ojos y verás qué frescos”. —¿Por qué llora la plebe? 47
—O te diré: sólo a ti amo. Él respondía:
—También dirás eso. —Porque temen.
—Y algo más: tómame, aunque me muera. —¿Por qué toca esa música?
Se interrumpía el diálogo o, más bien que in- —Para acallar los temores.
terrumpirse, cedía y se hacía imperceptible por- Pero insistía:
que la música en la iglesia tronaba de tal suer- —¿Qué temen?
te como si los engañados, en una demoníaca y —Ni ellos mismos lo saben.
subterránea revelación, hubieran descubierto la —¿Temen a Dios?
ignominia y vociferaran en el templo apretando —Temen por sí mismos. Saben que han de
los puños y crispando los dientes contra aquél morirse.
que predicaba. Algo —un milagro, una mirada —El alma se revela demasiado pronto.
o el resplandor de una casulla y un rumor de —Son, pues, inteligentes. ¡No lo parecen!
campanillas lejanas— apagó el estruendo y se —Viven simplemente. Se palpan.
oyó a la multitud caer de rodillas arrepentida. —¡Quisiera dejar de oír esa música!
—¡Gloria a Dios en las alturas! —entonaban. —¿No te agrada su ritmo?
Y el diálogo ya no parecía el mismo. —¡Quisiera dejar de oír esas voces!
—Es triste esa música. —Ya callan.
—También yo tengo miedo... getación infernal había dado en brotar por todas
—Estás blanca. partes, y que la iglesia, y la plaza, y los bronces,
—Déjame apoyarme en tu hombro. y hasta los mismos engañados y las ubres de las
48 —O apóyate en mi pecho. ¡De nada sirve! vacas se volvían rígidos y crecían, crecían hasta 49
—Tengo miedo, mira. lo imposible adoptando las más extravagantes
Y él miró y advirtió que se encontraban en posturas.
una calzada polvosa, dilatada hasta la angustia, —Es un horrible camino.
con unos árboles preñados de aire tibio y unas Y lo era. Ambos lo sabían y se quedaron así,
casas de color pizarra. La calzada se prolonga- quietos, uno contra otro, esperando dilucidar si
ba hasta el horizonte y como que a lo lejos se lo que obstruía la calle era un viajero, un sar-
divisaba un muro; mas podía ser otra calzada miento o un muro o bien esperando también a
más alta, alguien tendido en mitad del arroyo o que de lo alto cayera una gota de agua, una sola,
un sarmiento calcinado. Podía ser asimismo un y que esa gota hiciera germinar de entre el polvo
viajero que volvía y a quien la puerta no había no una flor nueva, de cristal azul y muy oloro-
sido abierta. O algo incorpóreo. sa, sino una florecilla cualquiera o una manzana
—¡Protégeme, tengo miedo! muerta de esas que uno pisa sin reparar en ellas
Y él la protegía, sin disponer de protección cuando va por el campo aspirando el aire fresco.
alguna para sí mismo.
—Es un horrible camino, ciertamente.
El polvo y la hiedra mustia envolvían total- —Hay algo tan humano e íntimo como es la es-
mente al pueblo. Diríase que, de pronto, una ve- carlatina o un buen plato de alubias que todo
eso que estás parloteando me parece inoportu- un ojo, del color de las maderas viejas. Estoy se-
no y necio. guro que si, como aquél, supiera tocar el violín
Fue —lo recuerdo— con motivo de una aca- o algún otro instrumento semejante, llegaría en
50 lorada discusión sobre arte. las tardes con el estuche bajo el brazo y, en la 51
cómoda penumbra de mi alcoba, se pondría a
tocar algo muy triste o muy alegre, con sus pe-
En memoria mía.
queñísimos ojos en blanco. Como conservo ge-
neralmente la puerta abierta, le veo venir desde
lejos a lo largo de un estrecho pasillo. Es angu-
—… y cumplir, en fin, con sus deberes. loso y deforme, de nariz roma y boca singular-
No he cumplido; pero lo hubiera hecho, en mente apretada y larga. Pisa con los pies abier-
efecto, y las horas serían igual de lentas, de rá- tos y camina por costumbre con las dos manos
pidas, de dulces o miserables. Todo el mundo en los bolsillos. Pienso que a últimas fechas su
debiera tener noticia de esto último. abdomen y su giba han aumentado de volumen,
y él lo sabe y procura no dejarse ver mucho de
la gente. ¡Extraordinario Yumi!
Mas he aquí que entra Yumi, el jorobado; y no —Trae acá esa butaca y siéntate —le digo.
precisamente el de Eremburg. ¡Excelente tipo! Tiene cara compungida.
Entra como acostumbra siempre, pisando sua- —¿O has bebido mucho?
vemente la alfombra con sus desproporcionados Puesto que así lo prefiere iremos a mi bi-
zapatones llenos de barro y guiñando sin cesar blioteca. Es caprichoso el hombre y sospecho
que alguna confesión especial quiere hacerme. tazo. O ni atiende como fuera debido. Puede ser
O quizá intente pedirme dinero. que dependa de que no cuentas las cosas con la
Bebe ajenjo. propiedad que el buen gusto exige. ¡Pues mucho
52 —¿Y no has vuelto a inventar historias? peor, entonces! Quiere decirse que el interés de 53
Parpadea. las historias está en las palabras. ¡No lo entien-
—¡Habla cuanto se te apetezca! —respondo. do, de veras!
Está sentado junto a una ventana, con las Tentaba el filo de la copa y se frotaba sus fla-
piernas incómodamente cruzadas, dejándome cas manos de avaro.
ver sus burdas suelas de goma. —¡No es mal asunto, después de todo, traer-
—Yo no tengo fe en las historias, tú sabes. se a cuestas una giba! —Y se contrajo un poco
Las historias se leen y a lo mejor nos divierten, buscando la luz azul del cielo.
siendo que si las vivieras te partirían el alma. Tú Le interrumpí:
inventas una deliciosa historia y la gente te lo —Cuenta ya eso.
agradece; pero nadie sospechará ni remotamen- Me sonrió, confiado, y echó un sorbo.
te cuántas lágrimas derramaste al escribirlas o Cuando era presa de alguna emoción impor-
qué alegría te embargaba entonces. “¡Es un tipo tante sobaba su giba contra el respaldo del
inteligente!” —dicen—. Eso es todo. asiento y parpadeaba más rápidamente que
Algo se traía entre manos Yumi. Era de lo otras veces.
más sosegado. —¿Te lo cuento? ¡Es excelente! Sí, creo que
—Por el contrario, cuentas una historia que voy a contártelo.
te ha ocurrido y la gente te aparta de un mano- Me dije:
—“Con tal que no haya asesinado a alguien. vez con la cerveza pusiera el establecimiento”
¡Pudiera haberlo hecho!” —me dije. ¿Comprendes? Bueno, pues pedí otra.
—El caso es que uno no sabe cómo suceden Y otra: ni una más. Cuando salí era ya de
54 las cosas, verás. Ayer fue un día terrible. ¿Por qué noche y el asunto no me pareció tan urgente 55
sería así, Dios mío? Habíamos comido mi mujer como para echarse a tocar puertas y más puer-
y yo en paz —y comido muy bien, te lo aseguro. tas y trastornar a los vecinos. Caminé un buen
Un pescado... Entonces le dije: “Creo que sí voy a tramo, porque la taberna está lejos. Entonces
poner la relojería”. Como padece de reuma, esto comenzó a llover como si dieran palos y apreté
le pareció digno de aplauso. “Tendremos una sir- el paso. Viendo que mis zapatos no estaban en
vienta —calcularía— y yo podré así levantarme buen estado, comprendí sin mayor esfuerzo que
más tarde y ponerme los paños que me ordena el la relojería debía ponerse. Y me supuse que a ta-
médico”. Muy bien, no me comí las espinas de les horas mi mujer andaría con el reuma, espan-
gusto porque supuse que me habrían hecho daño, tando las moscas... “¡Pobrecilla! —me dije—.
pero las limpié perfectamente y formé con ellas Llevamos treinta años de casados y las cosas no
un montoncito sobre el borde del plato. Hubiera deben seguir en tal estado”. Te darás cuenta: lle-
aceptado otro trozo, desde luego. Por la tarde gué algo compungido.
me fui a la calle y no volví a pensar más en la —Ea, mujer —le solté sin ningún preám-
relojería. O sí pensé, ¿para qué mentirte? Pen- bulo—, creo que el local lo tendremos mañana
sé hasta que me dolieron los sesos. Me aburrió mismo.
aquello. ¡Al diablo la relojería! Ya al oscurecer, me No se quejaba, pero traía un pañuelo untado
metí a una taberna y bebí una cerveza. “Tal de algo y sujeto a la cabeza.
—También mañana, en cuanto amanezca, —¡Vaya, lárgate de una vez al diablo!
iré a hablar con quien tú sabes. Y se puso a llorar.
Y aquí viene lo grave. Alguien, de pronto, ¡Perfectamente! Pues tardó más en soltar
56 me dijo: la primera lágrima que yo en ponerme en pie 57
—“No mientas, Yumi. Tu mujer sufre con el y darle un manotazo con todas mis fuerzas.
reuma y tú sabes que nunca pondrás ese estable- ¡Fíjate bien y no lo olvides por si algún día te
cimiento. Haces mal en ilusionarla”. resuelves a escribirlo! Como supuse en aquel
Era cierto, amigo. Pero escucha bien para momento que con la mano abierta no le haría
que lo entiendas todo. bastante daño, la cerré furiosamente y continué
—¡Sí lo pongo! —grité. golpeándola. Se le cayó el pañuelo y la camisa
Y la enferma dijo: por un hombro. “Ahora mismo le arrancaré los
—No grites, hombre. ¡Me alegro! cabellos”. Soy un perdido.
—¡Que sí lo pongo, te digo! —¡Me matas, Yumi! ¡Me matas! —grita-
—Mejor te callas o te vas a otra parte. ¿A ba—. ¿No te das cuenta de lo que haces?
eso vienes? Estaba ciego.
Mi mujer no es una beldad, que digamos; —¡Toma, toma! Y no acabaremos en toda la
pero nunca me había irritado. Es así de alta. Y noche. ¡Toma! ¡Ahí tienes tu establecimiento!
terca... Nadie habrá golpeado a un ser humano
—¿A eso vienes? de esa forma. Ni se defendía; pero podía muy
Yo debí mostrarme más razonable y no olvi- bien haberme matado. Y esto me exasperó más.
dar que le dolía la cabeza. Mientras la azotaba me venían a la cabeza ocu-
rrencias extrañas: mis zapatos hechos una lásti- Y vine. ¿Tú aciertas a suponer por qué hice eso
ma, la nalga de mi mujer con el reuma, las espi- anoche? ¡Yo tampoco! ¿Piensas realmente que
nas del pescado y un policía que decía por decir sea un perdido? ¡Yo, no, desde luego! ¿Y sabes
58 algo: “pon sin falta lo que te propones para que lo que sufría? Ni cuando enterré al pequeño. 59
tu mujer pueda tener una sirvienta”. Es natural Y volveré a pegarle cualquier día de estos, no hay
que me fatigara y que la piel se le llenara de car- remedio. ¡Hasta con un garrote! Bueno, pues así
denales. Me dolían los huesos. lo han hecho a uno...
—¡Toma! ¡Toma! Y no tengas ninguna prisa Yumi se empequeñeció en el fondo del gran
porque me quedan fuerzas de sobra. sillón de cuero como si la sombra del atardecer
Tranquilízate: no la maté. Pero la noche en- o el dolor lo fuesen absorbiendo.
tera se la pasó tiritando. Un poco antes de irse —El caso es...
a dormir marchó al baño y volvió sin sangre, O se miraba las suelas o las manos.
ya con el pañuelo atado a la nuca. Le pregunté, —Con cualquier cosa tendría suficiente: es
por entre las mantas: para unos crisantemos. ¡Le gustan!
—¿Te punza mucho la cabeza?
Tenía hipo.
—No mucho, Yumi —me dijo. —Ni una vez ocurrida tu muerte sucederá en el
¡Con qué gusto vi entrar el sol por las ren- mundo nada extraordinario. ¿Qué especie de te-
dijas y pensé que los comercios estarían por mores, pues, te detienen en vida?
abrirse! “Ya todo el mundo trabaja e iré a verlo Nadie habría acertado a replicarle.
cuanto antes. No me pondrá la menor traba”.
Dura tan poco la lluvia que la calle es ahora más Es evidente que les preocupa menos el aspecto
polvorienta que antes. El lodo se ha resecado, general de la calle. Tal vez zurzan o rían o lan-
los troncos se han ensanchado otro poco y el guidezcan o se vistan prematuramente de luto.
60 color de los tejados es prácticamente irresistible. El amor en aquellas viviendas color pizarra no 61
Quedan, pero muy leves, las huellas de aquellos debe ser exquisito. No sé por qué se me anto-
que habían salido con sus mecedoras o sus sillas ja que sus catres serán muy duros, la atmósfera
y la camisa entreabierta para que los refrescara pesada y que los corazones no experimentarán
la lluvia. Por entre el polvo, descúbrese a largos la ansiedad conveniente. Ignoro si los prisione-
trechos la punta de algún cigarrillo. Tras las cor- ros tengan relojes, mas, en tal caso, los mirarán
tinas echadas se transparentan las complacientes de tarde en tarde. El tiempo es un principio sin
figuras de algunos hombres que se mueven, con significación para el hombre y en esta calle lo
grandes libros en las manos. Escasamente algu- han aprendido. Han aprendido, incluso, que la
no descorre los visillos por una punta y asoma lluvia es un bien transitorio y que lo único que
la nariz a la calle. Lo hacen indecisamente, sin procede hacer es sentarse a la intemperie y de-
curiosidad y menean levemente la cabeza. jar que aquella resbale libremente sobre nues-
¿Esperan a alguien? ¿Me ven pasar? O sim- tro cuerpo. Agradecen el agua; mas comprenden
plemente se preguntan: de qué poco sirve. Nadie ni nada limpiará por
—¿Hasta cuándo durará el polvo en el ca- mucho tiempo el polvo del camino, alegrará los
mino? sarmientos en sus jardines y hará perdurar por
Las mujeres deben hallarse más ociosas o un día siquiera el regocijo en las almas.
atareadas, pues no he sorprendido a ninguna. —¿Qué pasa y quién es ese?
Comienzo a intrigarles. Ved a aquél, con la medio. No fue un héroe, y en esto lo aplaudo:
nariz de pato contra el cristal. mucho antes lo hubiéramos conocido. Tampo-
—Ni orgullo le queda, pues contemplad co fue un asceta, un morigerado, sino que sus
62 sus zapatos —musita. Y otro ser a su lado se dientes mordieron con fuerza en las frutas y 63
mueve—. Tuvo reputación —o la tiene— y muy flores más exquisitas. En cuanto a legalidad,
mal ganada: fue un criminal, se ve en sus ma- dejó un testamento y tres hijos legítimos. Mas
nos. Admiraba el campo abierto, los ríos cau- de nada sirve que la langosta y la ternera sub-
dalosos, las tardes invernales, y todo eso lo ha sistan, y que nuevos y muy lujosos restaurantes
dejado atrás indefinidamente. Tuvo un amigo se abran al público, y que los hombres descu-
y se compadeció de él. ¡Alguien podrá agrade- bran nuevos manjares, puesto que el polvo del
cérselo! Lo recuerdo una noche, dentro de su camino ha arruinado su apetito. Fue un secre-
frac anticuado, enderezando las ancas y sepul- to su temor de Dios, mas en secreto se queda.
tando el abdomen para mostrarle a una dama Como testimonio de su talento deja un buen
qué encantado se sentía con sus ojos. Aborre- montón de papeles y, en prueba de sus dotes
ció, amó y sintió envidia y debido a esto vedlo filiales, solía acompañar a su madre tullida
ahora caminar con los hombros caídos, como por las tardes. Tuvo amores y hermosas citas
si fuera un anciano. Practicaba la caridad y aún secretas. En tanto oía, escuchaba música: ni
sus monedas ruedan. Por ingratitud, alguien lo la música que escuchó queda. Y aprendió que la
recuerda. Por gratitud, muy pocos lo han per- lluvia es una espantosa esperanza, descubrien-
donado. Pretendió vengarse, mas pospuso la do hasta muy tarde que escasamente tiene cier-
venganza para una fecha que ya nada tuvo re- ta utilidad para los labradores. ¿Lo veis bien?
Y abominó del mal gusto, de la necedad de las de todas las conclusiones— hasta qué punto
gentes y de la hipocresía de quienes lo rodea- un amo puede ser cruel y despiadado con sus
ban: ellos quedan y él se marcha. ¡Ni siquiera subordinados.
64 huye! Vedlo, vedlo, vale la pena. La belleza, el —Veamos. 65
ingenio, la agilidad, el regocijo, la sinrazón, ¡Al diablo el hombre aquel de la ventana!
el fastidio, la devoción, los celos, la salud, la
ira, el egoísmo, la exaltación, la pesadumbre,
la sed, sus zapatos nuevos... todo lo ha per-
dido, lo ha dejado. ¿Voluntariamente? Ah, él
piensa recuperarlo pronto, volviendo sobre sus
pasos. Piensa que volverá, porque confía que
la puerta aún no le será abierta. Pero, ¿veis
lo que ocurre desde esta ventana? Es doloroso
que un alma compasiva no lo haya prevenido a
tiempo.
Y me digo:
—¡Quién quita y hoy sí sea el día!
Verdaderamente lo único que me preocupa
ante la inminencia es que al otro lado de ese
muro y esa puerta continúe la calle polvorien-
ta y desolada. Nadie puede anticipar —a pesar
La puerta en el muro, de
Francisco Tario, se termi-
nó de editar el 3 de julio de
2012. En su composición, a
cargo de Patricia Luna, se
emplearon tipos Sabon de
23 puntos.

S-ar putea să vă placă și