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Literatura
Secretaría de Cultura
Dirección General de Publicaciones
Av. Paseo de la Reforma 175, col. Cuauhtémoc,
C.P. 06500, Ciudad de México
ISBN 978-607-745-816-6
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Escucho las hojas del otoño hacerse trizas bajo mis pies.
Mis pasos tímidos y solemnes se enfilan uno tras otro a un
ritmo pausado. No tengo prisa. Ya no. En el interior de los
bolsillos de mi gabardina, mis manos juegan con diferentes
objetos: la derecha, con el cambio que acabo de recibir al
comprar un paquete de cigarros; la izquierda, con dos pie-
dritas que recogí algunos pasos atrás.
Uso sombrero. Aunque no me gusta porque siempre he
pensado que resalta el tamaño de mi nariz, prefiero cubrir-
me de las eventuales lloviznas con el fieltro y no con un
paraguas. Una vez estuve cerca de perder un ojo porque
una señora no midió el ancho de su sombrilla y ahora vivo
con la cicatriz de aquel día en el rostro. No quiero dejarle
heridas eternas a nadie, por eso me refugio en la antipática
seguridad de mi sombrerito.
Cuando veo que alguien se acerca, me apresuro a sacar
un cigarro del paquete. El temblor de las manos evidencia
mi torpeza y mi nerviosismo hasta provocar una risita en
aquel que cruza mi camino. Nadie pensaría que llevo fu-
mando más de dos tercios de mi vida, porque pareciera que
no sé ni sostener un cigarrillo. Le hago una seña al desco-
nocido para pedirle fuego deseando que traiga un encen-
dedor y no unos cerillos. Odio los cerillos. Siempre tengo
que usar tres o cuatro para encender mi cigarro, lo cual re-
sulta más vergonzoso si la recalcitrante varita está siendo
sostenida entre los dedos de alguien más.
Me despido con una inclinación de cabeza; para eso
resulta muy útil el sombrero. Camino un poco más hasta
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A mi madre
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II
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—Ajá.
—El cadáver de mi ’apá está en el Semefo, pero no sa-
bemos en cuál; hay uno en Los Mochis y uno en Culiacán.
Necesito que vayas a reconocerlo y a reclamarlo. Con eso de
que nunca le entraste al negocio, tú ni has de tener expe-
diente.
—¿Y si me quieren usar de chivo?
—Ni les interesa ni les conviene. No quieren mezclar
temas y tú como maestra sindicalizada perteneces a otros
enjuagues, además eres poblana. El pedo no es contigo, era
con mi ’apá y, si acaso, conmigo.
—¿Qué hacía tu ’apá en Sinaloa?
—Nuestro. Quería la plaza el muy cabrón. Se le hizo
fácil y se lanzó a ver si sacaba algo. Tienes que ir ya. Si lo
sacan de ahí ya nos chingamos, porque entonces lo habrán
reconocido. Yo ya estoy acá en Guasave; en cuanto me di-
gas dónde está, unos compas y yo nos chingamos el cuerpo
y le damos sepultura. Ya hasta tiene su capillita preparada
en el rancho.
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—¿Puedo?
—Si usted quiere.
La extremidad helada le hace pensar que está tocando
la plancha de metal; el rígido metal, como el del sartén con
el que Jairo la golpeó hasta cansarse porque ella pidió ollas
nuevas; gélido y duro, como la mano que pasó su padre por
su frente cuando ella apenas recuperaba la conciencia.
“M’ijita, no puedes ser tan ambiciosa. Lo que tiene Jai-
ro es lo que puede dar..., no te le pongas tan exigente.”
Furiosa, azota la mano inerte contra la plancha.
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vizante —le dijo al cuerpo que yacía sin vida. Con un pie
movió el cadáver y se dirigió a la puerta trasera. Terminó
de colgar la ropa mojada (incluido el suéter rosa) y tomó el
otro cesto para ir a lavar y tender a casa de la vecina. Decidi
da, caminó airosa por la banqueta celebrando ya sus próxi
mos triunfos.
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