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Diego Javier Fares, SJ

FORMAR

ELCORAZÓN

ENESPERANZA
Propuestas para
la formación de sacerdotes

y consagrados/as

NIHIL OBSTAT, otorgado por Álvaro Restrepo, SJ.

Provincial de La compañía de Jesús ~ Argentina

Fares, Diego

Formar el corazón en esperanza : propuestas para la formación de sacerdotes


y consagrados/as

1. Religión. I. Título

Edición y corrección: Ma. Victoria Cabanne

Diseño de interiores y cubierta: Natalia Siri Queda hecho el depósito que


indica la Ley 11.723

Todos los derechos reservados

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler,


la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o en
cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias,
digitalización u otros mé-

todos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por
las Leyes 11.723 y 25.446.

Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has
descubierto,

eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas
comunicar a los otros.
(Evangelii Gaudium 121)

A Alfonso Villalba, SJ

PRÓLOGOALAPRIMERAEDICIÓN

uy agradecido a editorial Bonum y a Diego Javier

Fares, SJ, por pedirme que hiciera este prólogo a M

Formar el corazón en esperanza, que sale a la luz y me honro en presentar


como religioso y como educador.

Como religioso y compañero de formación, me gusta-ría remarcar tres


momentos del libro, esenciales para toda formación, y que dejan entrever, en
ellos, rasgos del autor.

Por lo pronto, comienza con la elección. La que hace el rey David de seguir
al Señor. Podríamos decir que el autor ha elegido, y ha elegido bien. Está
satisfecho con su elección. Las páginas de su libro no hacen más que
confirmar la tranquilidad y cierta serenidad con que las personas que han
elegido bien enfrentan los desafíos cotidianos. Digamos que trasuntan ese no
reprocharse nada por la elección hecha.

La imagen del rey David, incómodo con el traje de guerra de Saúl, nos dice
también que Diego es un hombre que se ha acostumbrado a pelear con armas
propias. Con sus propias armas. No hay arrogancia en el David que rechaza
las 5

armas de guerra de Saúl, y ni siquiera temor en el aceptar las armas de toda la


vida (su honda).

Me atrevería a decir que, desde la “roca” de la caridad con sus alumnos de


filosofía y con sus huéspedes de El Hogar de San José, el autor consiguió
revestir de cotidiano lo que es un combate mayor. A tal punto, que involucra
la Eternidad en lo cotidiano. Con la naturalidad de lo diario y la contundencia
de lo sobrenatural. Lo bajo del pecado y lo sublime del perdón.

Buen soldado del Señor y compañero de Jesús, no ig-nora ni desconoce al


enemigo. Tampoco lo menosprecia.

Su olfato rastreador descubre el camino correcto y el vado que permite cruzar


el río embravecido. Hay cierto ritmo de espera paciente y pertinaz reticencia
a bajar los brazos aunque el enemigo aparezca grande y fascinante.

Como educador, diría que este libro, que está orienta-do a aquellos que son
formadores de semanarios, religiosos y consagrados, puede ser útil para todo
educador que quiera ser formador de corazones. Está destinado a aquellos
que quieran formar el corazón de sus discípulos. De sus amigos. ¿Quizá de
sus alumnos?

¿Por qué no? En el alma de todo religioso, o religiosa, o cura, o monja, y en


el todo maestro-docente, subyace ese niño que aún quiere aprender. Y en
cada niño se oculta ese padre-maestro que quiere llegar a ser.

Hugo Salaberry, SJ

Obispo de Azul

PRESENTACIÓN

F ormar el corazón en esperanza salió como libro en el año 2001. Su


reedición y traducción al italiano requiere alguna actualización, ya que quince
años son mucho tiempo. Pero si pensamos en términos del nuevo milenio,
podemos decir que quince años no son nada, seguimos estando al comienzo,
alistando la barca para “na-vegar mar adentro”, como nos mandó San Juan
Pablo II. El Papa Francisco ya se nos adelanta, saliendo él mismo, una y otra
vez, a todas las fronteras.

A sugerencia de mi editor, comencé a trabajar agregando al texto algunas


pequeñas notas de Evangelii Gaudium y de la Carta del Papa Francisco con
ocasión del Año de la Vida Consagrada1. Pero pronto me di cuenta de que las
referencias eran muchas y pensé que era mejor dejar el libri-1 Papa
Francisco, Carta Apostólica a todos los consagrados con ocasión del Año de
la Vida Consagrada, 21 de noviembre de 2014.
7

to como salió, al comienzo del milenio, y agregar un capí-

tulo con las cosas nuevas.

El espíritu y la estructura del libro lo permiten, porque nació como un rejunte


de materiales diversos en torno a un único deseo: el de ayudar a los que se
interesan por la formación espiritual. La imagen de David, que elige a ma-no
cinco piedras para combatir a Goliat, fue la que me llevó a organizar el libro
en cinco capítulos y como es una imagen en la que el número no es decisivo
(sí en cambio al calidad y forma de las piedras) creo que da lugar a que a-
greguemos un capítulo más. Y quizás la imagen sugerente sea la de “la piedra
desechada por los arquitectos, que ha venido a ser la piedra principal” (Lc 20,
17).

INTRODUCCIÓN

ALAEDICIÓNITALIANA

ELPAPAFRANCISCO

YSUMODODE

“FORMARELCORAZÓN

E N E S P E R A N Z A”

La expectativa:

formar gente en la que se pueda confiar

El nuevo capítulo es sobre el Papa Francisco y la formación del corazón. ¿Por


qué? Porque el libro es, en gran medida, expresión de lo que pude aprender
de Jorge Bergoglio como formador. Y lo más hondo que aprendí es que se
puede “formar en Cristo” el corazón de los que el Señor llama. Aprendí que
la confianza total que Bergoglio puso en nosotros, y que despertó una lealtad
también total en el 9

corazón de muchos, hace a un estilo de formación que implica la persona


entera del formador: de allí lo de “formar artesanalmente, a mano”,
discerniendo en medio de la vi-da compartida e insertos en medio del pueblo
fiel de Dios al que somos enviados. Conservo aún el primer “Memorial” de
su visita a nuestro Noviciado, con una notita escrita a mano y firmada en la
que me agradecía “por la ayuda del otro día” (que no recuerdo qué fue), en la
que nos hablaba de esta confianza:

“Con el discernimiento espiritual se forma el sentido de la propia


responsabilidad y de la verdadera libertad”. El P. General (Pedro Arrupe) no
cesa de insistir que el apostolado que debemos asumir hoy los jesuitas exige
que se pueda confiar en nosotros. El Superior debe tener total confianza en la
responsabilidad y la discreción del jesuita. Antes, la vida apostólica era más
ordenada; actualmente el ritmo y la problemática de la vida moderna nos
exige ser ‘testigos y Ministros aptos de la fe, que podamos ser enviados como
miembros de la Compañía, a situaciones dificultosas. Por eso es fundamental
que la Compañía pueda confiar en sus jesuitas. Esta confianza de-be darla el
novicio ya desde el primer año de noviciado. Es uno de los principales signos
de vocación. Se trata de una confiabilidad que se va gestando en la medida en
que el novicio asimile, enfrente y sepa resolver las situaciones difíciles y
conflictivas del noviciado. Ni eludir el conflicto ni quedarse en él; asumirlo y
resolverlo con la conciencia de que la unidad del cuerpo de la Compañía es
superior a todo conflicto.

(…) Por tanto les recomiendo que aprendan a ser hombres de horizontes
amplios, hombres magnánimos; que se cuiden de los ‘males de clausura’ que
vuelven pusilánime nuestro corazón, apocan nuestras decisiones y nos hacen
sórdidos en las actitudes de hombres de Iglesia (…) Aprendan que la
magnanimidad del jesuita radica tanto en ‘no asustarse ante las 10

grandes empresas como en el tener en cuenta los pequeños detalles del


reino’” 2.

Sintonizar con esta “confianza en la formación”, que es-tá encendida como


un fuego en el corazón de todo formador y formadora deseoso/a de transmitir
el carisma de su Instituto a otros hermano/as, es el deseo que me llevó a
escribir este librito. Como no es un libro erudito sobre la formación ni
pretende estar a la última moda en lo que a dinámicas se refiere, no necesita
estar totalmente al día. Es más, cierta desactualización puede servir para
“despertar”

ese fuego del Espíritu que entusiasma a formadores y formandos a iniciar


juntos procesos de formación, para poder servir luego al pueblo de Dios y de
manera especial a los que más sufren.

Francisco supo, y sabe, despertar el gusto por la formación. Formación en el


sentido fuerte: que “se forme Cristo en un alma” (Gal 4 19), que una persona
se convierta en un hombre o una mujer “de iglesia”, que tome la forma de su
carisma y de la misión que le es encomendada al servicio de su pueblo, y sin
perder nada de su personalidad, sino to-do lo contrario, llegue a poder decir,
como Pablo: “no vi-vo yo sino que Cristo vive en mi” (Gal 2, 20).

La confianza en que es posible formar es para mí decisiva y es una confianza


que hoy sufre muchas tentaciones en la vida religiosa. Francisco, junto con
los jesuitas que lo acompañaban en esta tarea de formar al puñadito de
novicios que éramos, luego de diez años de crisis en la que no había quedado
nadie en la formación en nuestra provincia 2 J. M. Bergoglio, s.j. Memorial
público de la visita hecha por el R. P. Provincial al Noviciado, San Miguel,
22 de agosto de 1976 (los subrayados son suyos).

11

Argentina, tarea a la que se dedicaron con alma y vida, nos hizo —nos
hicieron— sentir que formar religiosos era la tarea más importante del
mundo, que apostaban todo a nosotros y que de esa formación saldrían
grandes frutos para la Iglesia. Recuerdo que al escuchar sus primeras
homilías, como provincial, a los siete novicios que éramos, pensaba:

“Este hombre tendría que estarle hablando a todo el país”.

Ahora que le habla al mundo y que el mundo lo escucha, se confirma y se


refuerza al ciento por uno, aquella consolación que experimentábamos con
sus homilías y gestos cotidianos.
La esperanza amorosa
como “formalidad” esencial

En cuanto a los temas del libro, las mejores cosas son desarrollo de ideas
suyas, que compartimos a lo largo de los años de formación y, luego,
trabajando juntos en San Miguel y en Buenos Aires. El capítulo “Formar en
Esperanza”, tiene como antecedente un artículo suyo del año 1990: “Y
conforme a esta esperanza”. Recuerdo que me lo dio a corregir y me pidió
que le pusiera títulos, para que se destacara la estructura. Mi impresión
siempre fue que los títulos quedaron un poco “escolares” y que no hacen
justicia a la intuición de fondo, pero él los dejó igual. Su forma de trabajar
con otros siempre fue así, desprendida de toda auto-referencialidad: no le
molestaba que un escrito suyo “disminuyera” en calidad en algunos aspectos,
al hacerlo pasar por la mano de otro. Le importaba más lo que se ganaba: que
las cosas se hicieran, que aprendiéramos a 12

trabajar en equipo, sintiendo la alegría y la responsabilidad de que nos


confiara cosas suyas.

El punto es que en ese texto formula lo de la “esperanza amorosa” que titula


este capítulo, su concepción diná-

mica de toda formación y conformación de un cuerpo apostólico:

“La esperanza tiene un colorido dinámico, de acción, de caminar a la vez que


es capaz de dar sustancia (cfr. Hebr. 11, 1) a las cosas que no se ven.
Remitirse a ella como virtud de fundamento tiene la ventaja también de
subrayar lo dinámico que debe existir en la concepción (y en la teología) de la
con-servación y aumento del cuerpo de la Compañía, y, por ende, del logro
de la unión de los ánimos. (…) La esperanza tiene un carácter ordenador
dinámico, que produce orden como tirando hacia el fin, ascendiendo. No
constituye en sí misma un orden preestablecido, sino que es capaz de dar
orden, ordenar, tirando hacia el fin, ascendiendo, las diversas
particularidades, las diversidades, formando un todo, una totalidad, una
unidad (…). En la mente de San Ignacio, la diversidad es elemento esencial
de la ‘unio animorum’. El principio y fundamento de esta unión de ánimos es
la esperanza en Dios (esperanza que da orden, ordena, en forma ascendente) y
el vínculo principal es el amor que desciende (que da orden, ordena, en forma
descendente y como causa eficiente).

Por tanto la formalitas definitiva que da unidad a los miembros de la


Compañía conformándolos en un cuerpo es la esperanza amorosa”. 3

3 J. M. Bergoglio s.j., “Y conforme a esta esperanza…”, Algunas reflexiones


acerca de la Unión de los Ánimos” en “Reflexiones en esperanza, Ed.
Universidad del Salvador, Buenos Aires, 1992, págs. 221 y ss. Publicado en
CIS, VOL XX, RO-MA, 1990, 63-64, págs. 121-142.

13

Transcribo este texto porque puede ayudar a comprender el tipo de orden que
tiene en mente Francisco, su dinamismo de “salida”, de trascendencia (hacia
Dios y hacia el prójimo) y que, a los que consideran que hay orden sólo
cuando todo está quieto, los preocupa y angustia.

Padre, maestro y compañero o

“nada que ver con el mal superior y su imagen”

El capítulo sobre “El director espiritual como compa-

ñero, maestro y padre”, lo tiene a él como modelo: “hay personas que tienen
la gracia de ser “padres adoptivos” de otros, a quienes engendran en la fe. En
ese altísimo sentido son padres el Papa, los obispos, los sacerdotes, los
‘padrinos’… y el padre espiritual” 4. La intuición de que el “formador” según
el Evangelio no está atado a ningún paradigma sólo humano y que puede
valerse o no de todas las ciencias actuales, porque encuentra gran libertad
espiritual para formar mirando a la Trinidad, viene de haber experimentado
siempre con agradecimiento y admiración esa capacidad de Bergoglio de ser,
al mismo tiempo y sin “división ni confusión”, como dice la fórmula
Cristológica, padre, maestro y compañero.

El sub-capítulo sobre “El padre espiritual”, con la clave de la fecundidad y de


“pasar la herencia”, es una reflexión que tiene en cuenta el “antitipo” que
Bergoglio tipificó en 4 Cfr. pág. 85.

14

“El mal superior y su imagen” 5. Me hacía notar un amigo jesuita que en este
artículo que Jorge nos compartió como Rector en 1983, se encuentra una
reflexión fuerte sobre un problema central que hay en la formación desde
hace años y que es que pocos se animan a mandar y a formar. Los superiores
(padres, maestros, formadores, obispos…) no se animan a mandar ni a
formar. En un mundo donde los que se dedican a los negocios mandan, sin
contemplaciones, buscando el beneficio de sus empresas, los que tienen a su
cargo hacer rendir los talentos del reino temen mandar. Bergoglio, en aquella
plática ponía el acento no en la imagen del mercenario que se opone
clásicamente a la del buen pastor, sino la imagen del “hombre o la mujer que
venden la heredad que recibieron gratuitamente” (228). “Pa-ra Jesús, quien
vende su heredad, quien no pastorea a su pueblo con lealtad a las promesas
recibidas, es un “guía ciego” (229). Los prototipos bíblicos del que no
negocia ni vende la heredad son Nabot, Susana, la madre de los Macabeos,
las vírgenes prudentes, Esteban… Y la imagen de los que venden la heredad
son Sansón, Esaú, Ananías y Safira…

No tiene desperdicio la fenomenología del mal superior que desarrolla


Bergoglio. Si a alguno le hizo bien, para con-fesarse, meditar al fin del
adviento pasado con las “enferme-dades de la curia”, seguramente le
ayudarán las reflexiones de Bergoglio de hace 30 años acerca del superior
perezoso (que se cansa mal y no sabe del buen cansancio, de ese que a lo
noche a uno lo deja rendido y alegre, constante y lo lleva junto al sagrario
para interceder una vez más por 5 J. M. Bergoglio s.j., Reflexiones
espirituales, Buenos Aires, Ed. Diego de Torres, 1988, págs. 228 y ss.

15

sus ovejas, de las que no se avergüenza y por las que peleará delante del
Señor”), del superior desmemoriado (que ha perdido la memoria de su
familia religiosa y la capacidad de discernir, por tanto, para el bien de su
heredad), y del superior falto de piedad (virtud que garantiza nuestra
pertenencia a una familia religiosa, al carisma fundacional y a las tradiciones
del Instituto). Bergoglio distingue, paradojalmente, este “ser ciego” del mal
superior, con el

“no ver” la plenitud de la heredad y ser capaz de “saludar las promesas desde
lejos”, con júbilo, propio del buen superior (238-239).
El formador es
superior a “la formación”

El capítulo sobre “La formación del corazón” se centra en la “capacidad de


integrar con el corazón” y es una reflexión sobre los famosos “cuatro
principios” que Francisco consagró en Evangelii Gaudium y que aquí
podríamos parafrasear diciendo que “el superior —en cuanto persona— es
superior a la formación —en cuanto métodos, técnicas y doctrina—. Los
cuatro principios provienen de una reflexión (suya y de otros jesuitas)
analizando una Carta de Rosas a Quiroga, dos prohombres de la historia
argen-tina, en torno a la conducción del proceso de institucionalización del
país6. Toda la carta es un intento de mostrar 6 Cfr. para lo que sigue: Juan
Manuel de Rosas, “Carta desde la “Hacienda de Figueros, 20 de diciembre de
1834, en:

www.lagazeta.com.ar/hacienda_de_figueroa.htm.

16

con ejemplos cómo la realidad es superior a la idea y no basta con dictar una
Constitución ideal para que unifique a los pueblos. Decía Rosas:

“La máxima de que es preciso ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no


se les pueda hacer variar de resolución es muy cierta; mas es para dirigirlos
en su marcha, cuando ésta es a buen rumbo, pero con precipitación o mal
dirigida; o para hacerles variar de rumbo sin violencia, y por un convenci-
miento práctico de la imposibilidad de llegar al punto de sus deseos”.

El principio de que el tiempo es superior al espacio está tomado de frases


como esta:

“Si se me preguntase dónde está hoy ese lugar (para sede de la capital de la
nación) diré que no sé, y si alguno contesta-se que en Buenos Aires, yo diría
que tal elección sería el anuncio cierto del desenlace más desgraciado y
funesto a esta ciudad, y a toda la República. El tiempo, el tiempo solo, a la
sombra de la paz, y de la tranquilidad de los pueblos, es el que puede
proporcionarlo y señalarlo”.

El principio de que la unidad es superior al conflicto puede verse cuando


Rosas dice que:

“El Gobierno general en una República Federativa no une los pueblos


federados, los representa unidos: no es para unir-los, es para representarlos en
unión ante las demás naciones: él no se ocupa de lo que pasa interiormente en
ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí.

En una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno general, la


desunión lo destruye; él es la consecuencia, el efecto de la unión, no es la
causa, y si es sensible su falta, es mucho ma-17

yor su caída, porque nunca sucede ésta sino convirtiendo en escombros toda
la República”.

Por fin, el principio de que el todo es superior a la parte:

“Obsérvese que el haber predominado en el país una facción que se hacía


sorda al grito de esta necesidad ha destruido y aniquilado los medios y
recursos que teníamos para proveer a ella, porque ha irritado los ánimos,
descarriado las opiniones, puesto en choque los intereses particulares,
propagado la inmoralidad y la intriga, y fraccionado en bandas de tal mo-do
la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose
su furor a romper hasta el más sagrado de todos y el único que podría servir
para restablecer los de-más, cual es el de la religión; y que en este lastimoso
estado es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando primero en pequeño; y
por fracciones para entablar después un sistema general que lo abrace
todo”.

Es hora de agacharse y recoger las cinco piedras para la honda de David

La introducción, con la imagen de David y sus cinco piedras, el Cardenal


Bergoglio la retomó en su Carta a los Sacerdotes, Consagrados y
Consagradas de la Arquidiócesis de Buenos Aires, en 20077. La carta, nos
decía, le nació de un “fuerte impulso”, que:
7 J. M. Bergoglio, Carta a los Sacerdotes, Consagrados y Consagradas de la
Arquidiócesis de Buenos Aires el 29 de Julio de 2007.

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“Al comienzo fue una pregunta: ¿Rezo?, que se extendió luego: los
sacerdotes, los consagrados y consagrados de la Arquidiócesis ¿rezamos?,
¿rezamos lo suficiente, le necesario? Tuve que darme la respuesta sobre mí
mismo. Al ofrecerles ahora la pregunta mi deseo es que cada uno de ustedes
también pueda responderse desde el fondo del corazón”. Nos advertía
entonces contra el “pesimismo difuso” que nos “unge con una psicología de
derrotados”. Corremos el peligro de “llegar maltrechos al final del día y que
se nos filtre en el corazón un cierto pesimismo difuso que nos abroquela en
‘cuarteles de retirada’ y nos unge con una psicología de derrotados que nos
reduce a un repliegue defensivo” .

Y agrega:

“Cuidado: nuestra lucha no es contra poderes humanos si-no contra el poder


de las tinieblas (cfr. Ef. 6, 12). Como pasó con Jesús (cfr. Mt. 4, 1-11)
Satanás buscará seducirnos, deso-rientarnos, ofrecer “alternativas viables”.
No podemos darnos el lujo de ser confiados o suficientes. Es verdad,
debemos dialogar con todas las personas, pero con la tentación no se dialoga
(…) Nos hará bien decirnos que no es tiempo de censo, de triunfo y de
cosecha, que en nuestra cultura el enemigo sembró cizaña junto al trigo del
Señor y que ambos crecen juntos. Es hora no de acostumbrarnos a esto sino
de agacharse y recoger las cinco piedras para la honda de David (cfr. 1 Sam.
17, 40). Es hora de oración” (…) Tenemos ya el triunfo, como nos lo
proclama la segunda lectura. Bien parados allí, afirmados en esta victoria, les
pido que sigamos adelante (cfr. Hebr. 10, 39) en nuestro trabajo apostólico
adentrándonos más y más en esa familiaridad con Dios que vivimos en la
oración. Les pido que hagamos crecer la parresía tanto en la acción como en
la oración. Hombres y mujeres adultos en Cristo y niños en nuestro
abandono. Hombres y mujeres trabajadores hasta el límite y, a la vez, con el
cora-19

zón fatigado en la oración. Así nos quiere Jesús que nos llamó. Que Él nos
conceda la gracia de comprender que nuestro trabajo apostólico, nuestras
dificultades, nuestras luchas no son cosas meramente humanas que
comienzan y terminan en nosotros. No se trata de una pelea nuestra sino que
es “guerra de Dios” (2 Cron. 20, 15); y esto nos mueva a dar diariamente más
tiempo a la oración”.

La profundidad histórica
del testimonio
Dejar los temas tal como fueron escritos en 2001, un poco como en medio
entre lo que nos enseñó Bergoglio durante los 30 años anteriores y lo que
ahora nos enseña Francisco, a partir del 2013, tiene el valor de dar “espesura
temporal” a la palabra. Contar la historia de una semilla que dio fruto ayuda a
poder saborearla íntegra en las distintas etapas de su crecimiento, ayuda a
confiar en la auten-ticidad de una doctrina y en la coherencia de un mensaje
que se encarnó y se hizo vida.

Mi testimonio es el de un discípulo que se alegra de haber comenzado a


aprovechar antes de Bergoglio lo que mu-chísimos estamos aprovechamos en
la actualidad de Francisco. Y esto es algo propio del Señor, cuya “sabiduría
se acredita por sus hijos” (Lc 7, 35). Ahora que su palabra se escucha y se
publica en todas las lenguas, se puede ver cuánto le deben los escritos de los
que fuimos y somos sus discípulos. Lo mismo vale para nuestras obras de
caridad social, que iniciamos siguiendo su ejemplo y bajo su inspiración.
Creo que hace a la formación este acreditarse un 20

formador por sus formandos y también el hecho de formar de tal manera que
el discípulo también forme a otros, sin que esto quite nada, sino todo lo
contrario, a la figura del maestro. Cuentan que San Pedro Canisio (creo que
fue él y si no algún otro de los primeros jesuitas), que había hecho sus
Ejercicios con Pedro Fabro, había quedado muy impresionado de su persona
(Ignacio mismo decía que Fabro era el que mejor daba los Ejercicios). El
asunto es que Canisio tenía que ir a conocer a Ignacio y pensaba si se-ría
posible que fuera más “especial” (o grande o santo, no sé cómo decir) que
Fabro. Y que cuando lo vio y lo trató, Fabro le parecía un niño de escuela al
lado de Ignacio.
Mirar al futuro
Termino con una reflexión acerca de lo que nos pide el Papa Francisco con
ocasión del Año de la Vida Consagrada haciendo notar la sintonía con las
propuestas del libro, que quiere leer “La vida religiosa en clave de esperanza”
(36

y ss.) y se había inspirado en la Exhortación final de Juan Pablo II en Vita


Consecrata, donde nos invitaba a “Mirar al futuro”. Francisco, que había
participado en el Sínodo para la Vida Consagrada del año 1994, retoma este
texto y nos dice: “Ustedes no solamente tienen una historia glo-riosa para
recordar y contar, sino una gran historia que construir. Pongan los ojos en el
futuro, hacia el que el Es-píritu los impulsa para seguir haciendo con ustedes
grandes cosas” (VC 110).

Y más adelante nos propone como tercer objetivo para este año, “Abrazar el
futuro con esperanza”. Dice: 21

“La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras,


sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12) y para
quien ‘nada es imposible’ (Lc 1, 37). Esta es la esperanza que no defrauda y
que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el
futuro, al que debemos seguir mirando, conscientes de que hacia él es donde
nos conduce el Espíritu Santo para con-tinuar haciendo cosas grandes con
nosotros” (Carta a los consagrados, I, 3).

El pueblo fiel de Dios


como formador
El último capítulo sobre “Criterios de conducción espiritual en el
Deuteronomio” es una reflexión que puede ayudar a comprender mejor las
exhortaciones de Francisco a salir a las fronteras, teniendo en cuenta que no
hay contradicción entre una formación personalizada y la atención al pueblo
de Dios en su conjunto. Es que el mismo pueblo fiel al que somos enviados
nos forma a los que luego lo hemos de formar y conducir.

Las “cosas grandes” que el Espíritu Santo quiere hacer con nosotros, como
hizo con nuestra Señora, el Papa Francisco las sitúa no en un ámbito “elitista”
sino en medio del Pueblo Fiel. Como dice Evangelii Gaudium en un parágra-
fo muy original: “Todos somos discípulos misioneros”. Allí Francisco se
explaya en esa confianza suya en el Pueblo Fiel de Dios, que es infalible “in
credendo” y “cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para
explicar su fe” (EG 119).

22

Aquí es donde se debe situar la formación de los consagrados y consagradas:


en medio del pueblo fiel que nos evangeliza y al que somos enviados a
evangelizar.

Ese ponernos en contacto con el pueblo de Dios y formarnos en medio de la


vida de nuestra gente sencilla, en los barrios de San Miguel, fue quizás su
intuición más honda y fecunda, ya que el pueblo fiel sabe “formar” a los que
luego lo “formarán y conducirán”.

“Por supuesto, dice Francisco, que todos estamos llamados a crecer como
evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una
profundización en nuestro amor y un testimonio más claro del Evangelio. En
este sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen
constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la misión
evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos (…). Tu corazón sabe que no
es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te
ayuda a vivir y que te da esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los
otros. Nuestra imperfección no deber ser una excusa. (…) Como san Pablo
decimos: ‘no es que lo tenga ya conseguido o que yo sea perfecto, sino que
continúo mi carrera (…) y me lanzo a lo que está por delante’ (Fil 3, 12-13)”.

Toda la esperanza que nos contagia Francisco puede re-sumirse en ese


“andiamo avanti” que le es tan querido y que siempre expresa de manera tal
que da coraje para seguir caminando.

23

INTRODUCCIÓN

“ELIGIÓDELTORRENTE

C I N C O C A N T O S D E P I E D R A …”

(1 Sm 17, 40)

“Bendito sea Yahveh, mi roca,

que adiestra mis manos

para el combate,

mis dedos para la batalla”

(Sl 144, 1)

E stas “propuestas para la formación” fueron surgien-do del trabajo en grupo


en diversos talleres con formadores a lo largo de los últimos años. Cada parte
de lo que hoy es este pequeño libro nació de un pedido concreto (hablar sobre
la esperanza, tratar el tema de la direc-25

ción espiritual, qué es lo principal en la formación…) y en contextos diversos


(reuniones con sacerdotes del interior, preocupados por cómo hacer para
mantener la dirección espiritual en medio de un trabajo pastoral muy
exigente; reuniones con superiores mayores y maestros de novicios de
distintas congregaciones; charlas con religiosas y seminaristas…).
Cuando l egó el momento de buscar una imagen que u-nificara estas
“propuestas para la formación”, surgió la imagen de David pastor. La imagen
de ese David pastor (que ya es rey de Israel en lo secreto) cuando se mete en
el río y elige —sopesándolos— los cinco cantos de piedras con que va a
enfrentar a Goliat.

El ir rezando y trabajando esta imagen tan rica —en la que se juntan la guerra
y el viaje, símbolos de la vida y, por lo tanto, también de la vida religiosa—,
salió esta primera reflexión acerca de “las armas de Dios” para la formación,
que puede introducir el libro a manera de un prólogo largo.

En este libro, hablaremos de cinco grandes temas: la virtud teologal de la


esperanza; la formación del corazón; los votos como seguimiento de Jesús; el
carácter trinitario de la dirección espiritual, y algunos criterios para la
conducción espiritual tomados del Deuteronomio.

Son temas un poco elegidos un poco “al azar”, a la manera como David eligió
como armas aquellos “cantos de piedra”. Pero el azar (o, mejor, la
providencia) está nada más en que se encuentre y se prefiera, en un momento
dado, es-te o aquel “canto de piedra”, en que las meditaciones sean hoy éstas
y tengan esta forma; pero no es casual la intención de fondo de buscar una
formación sólida, que permita recorrer el camino de seguimiento de Cristo, y
vencer a los enemigos que se van presentando a los largo de la vida.

26

Lo que todo formador busca es esa “Piedra” —desechada muchas veces por
los arquitectos— que es capaz de destruir el mal y ser cimiento sólido para
apoyar el pie y edificar en Dios.
La imagen de David
Pero vayamos a esa historia en la que encontramos esa imagen de David que
queremos contemplar.

El libro de Samuel nos cuenta cómo David fue envia-do por Jesé, su padre, al
campamento, para llevarles unos quesos a sus hermanos y enterarse de su
salud. Cuando, al acercarse al campamento, oye los gritos de Goliat, que

“injuria a las huestes del Dios vivo”, David se llena de in-dignación (algo de
esto suele haber en ese “jugarse entero”

que está en el origen de toda vocación religiosa) y se ofrece para combatir.

En el preciso momento en que deja de ser una visita, un espectador, y quiere


participar en la batalla, todo cambia para el joven pastor: comienza la batalla
interior. Sus mismos hermanos lo hostigan; se encuentra con un ejército de
hombres maduros, conscientes de sus fuerzas y de las del enemigo, pero
temerosos de enfrentarse al gigante Goliat, y con un Saúl que se burla un
poco del (ya estaba nacien-do la envidia diabólica que teñiría de luto y sangre
la historia posterior de Israel): “No puedes ir contra ese filisteo para luchar
con él, porque tú eres un niño y él es hombre de guerra…”.

Pero David no se achica; tiene claro que su batalla contra Goliat será “en
nombre de Yahveh Sebaot”. Por eso res-27

ponderá a las burlas del gigante dando testimonio de que, cuando lo mate,
toda la asamblea de Israel sabrá “que ni por la espada ni por la lanza salva
Yahveh, porque de Yahveh es esta guerra y Él te entrega en nuestras manos”
(1 Sm 17, 47).

Pero miremos con más precisión y concentrémonos en un detal e…Cuenta la


Biblia que, una vez que los grandes le aceptaron a David que peleara por
ellos…

Saúl mando que vistieran a David


con su propio vestido (el del Rey),

le puso un casco de bronce en la cabeza,

le cubrió con una coraza

y ciño a David su espada sobre su vestido.

Intentó entonces David caminar,

pues aún no estaba acostumbrado y dijo a Saúl:

“No puedo caminar con esto,

pues nunca lo he hecho”.

Entonces se lo quitaron.

Tomó su cayado en la mano,

eligió del torrente cinco cantos de piedra lisos y los puso en su zurrón de
pastor,

en su morral, y con su honda en la mano

se enfrentó al filisteo…

(1 Sm 17, 38-40)

28

Las armas de los hombres


y las armas de Dios
Como ven, no se trata de un detalle sino de dos: las armas del rey Saúl y los
cantos de piedra del torrente, esos que en la mano prudente y esperanzada de
David se convertirán en las armas de Dios. En ese pasaje está todo el intento
de las reflexiones de este libro, que, para comenzar y mirando a David en
medio del río, podemos sintetizar en tres afirmaciones:

; En la formación, hay que “elegir a mano” (con la pru-dencia y el buen ojo


de quien compra fruta o elige piedras). No hay recetas que no pasen por ese
“mano a ma-no” del formador y del que está en formación.

; En la formación, hay que apostar fuerte y apuntar alto; tanto como dé la


esperanza, y más aun, “contra toda esperanza”, porque de lo que se trata es de
una guerra y de una aventura que son de Dios, no de nosotros.

; Y, de ultima, hablando en criollo, podemos decir que “a Goliat no hay con


que darle si no es con las piedras de Dios”.

La vida sacerdotal y religiosa es seguimiento de Cristo y tiene mucho de


aventura evangelizadora y de vida de comunidad fraterna y alegre, pero no se
puede soslayar la presencia de ese Goliat burlón y asesino, que cada mañana
amenaza con sus gritos desde la otra orilla del Jordán.

Y a ese Goliat, sea como sea que cada uno lo visualice

—el demonio, el mundo y/o la carne, como dirían los antiguos—; a ese
Goliat que siembra el temor y el descon-29

cierto en el campamento de los amigos del Señor; a ese Goliat que provoca
divisiones internas y huidas que toman la forma de posturas temerosas o de
posturas bravuconas que terminan mal, no hay con que darle si no es con las
armas de Dios.

Si la imagen de “tirar piedras” al enemigo resulta demasiado bélica para


alguno, puede servir también esta otra, la de “hacer pie” en la piedra para
vadear el río y llegar a la otra orilla, la del Dios Mayor, esa desde la que
siempre nos llama el Señor. Esa piedra en la que uno hace pie pa-ra pegar el
salto a la vida religiosa, el motivo último por el que uno entra y permanece,
es una gracia. Gracia fundante que siempre debemos conservar en la memoria
para que, cuando “corra agua bajo el puente”, no se nos olvide en quién nos
afirmamos para dar el salto.

Podemos recordar aquí esa otra imagen tan linda de Jo-sué sacando las doce
piedras —que luego erigiría como memorial— de en medio del Jordán, cuyas
aguas separó el Señor para que entrara el Pueblo a la tierra prometida: Una
vez que pasó toda la nación,

el Señor dijo a Josué:

Elige doce hombres, uno por cada tribu

y dales la orden siguiente:

Saquen doce piedras del lecho del Jordán,

del mismo lugar donde estuvieron

parados los sacerdotes.

Llévenselas y colóquenlas en el lugar

donde acamparán esta noche”.

Josué hizo llamar a los doce hombres

que había elegido de las doce tribus

de Israel y les ordenó:

30

“Caminen delante del Arca hasta el medio del Jordán y traigan de allí al
hombro una piedra por cada tribu.

Ellas permanecerán entre ustedes


como una señal de esta hazaña,

pues cuando sus hijos les pregunten en el futuro qué significan para ustedes
estas piedras,

ustedes podrán responder:

Cuando el Arca del Señor iba atravesando el Jordán las aguas se dividieron
ante ella.

Así estas piedras servirán de memorial

a los israelitas para siempre.

(Jos 4, 1-7)

En el fondo, lo que queremos decir es que la vida religiosa es, a la vez, viaje
y guerra, y la formación debe abrir caminos y dar armas, para que la buena
semilla de la vocación —que crece por sí sola— madure y dé el ciento por
uno.

Aunque aquí nos referimos específicamente a la formación en la vida


religiosa y sacerdotal, la pregunta va también para todo formador, para todo
aquel que tenga la mi-sión de formar a otros: ¿No nos estará pasando un poco
lo de Saúl y lo de los hombres de guerra de Israel?

Los medios técnicos que tenemos a nuestro alcance pa-ra formar a otro nunca
han sido tantos y, sin embargo, pareciera que no logramos formar bien. Como
si no supiéramos qué hacer con las personas…

¿No será que, a la hora de formar, miramos más las “cosas” —lo accesorio—
que el corazón? Nos preguntamos por las técnicas que hay que usar, por los
medios que hay que disponer, por la casa ideal en la que hay que vivir, por la
31

inserción en la sociedad que debemos tener, por los recursos con los que
podemos contar…; pero ¿nos preguntamos si es eso lo que entusiasma a
alguien para entrar y perseverar en la vida religiosa?
¿No será que hacemos —como dice Crispino Valenzia-no— planes
pastorales y de formación “cosistas”, que se ocupan de las cosas y de las
necesidades, y no de las personas y de los carismas, planes que no
entusiasman, porque no “queman por dentro” ? 8

Es cierto que no todos los hombres son como David, capaces de rechazar las
armas inútiles y salir a combatir con las propias, confiados en el Señor.
Muchos se desilusionan ante cierto escepticismo de los mayores, parecido al
de Saúl, que de muchas maneras les hace sentir “no eres un hombre de
guerra”, y no se acercan a nuestras filas o salen malheridos a poco de haber
entrado a la vida religiosa.

Otros aceptan con gusto todas las armaduras que se les brindan y se revisten
de corazas defensivas, cosa que el mundo no los toque, cuando lo propio del
cristianismo es esa apertura al Dios Mayor que nos interpela en el diferente,
ese amor que acepta “la herida del otro”.

Pero, más allá de estos dos extremos —de los que no se acercan o se van y de
los que buscan asegurarse—, es bueno pensar en los jóvenes que, como
David, sienten amor a la Iglesia —a la “asamblea de Israel”—, les duelen en
el corazón las injurias del mundo y desean “irse en busca de la justicia, de la
fe y de la caridad” (2 Tm 2, 22), como le dice san Pablo a su hijo espiritual
Timoteo.

8 “Entusiasmo” viene de thysis: fervor, incendio. Cf. C. Valenziano,


Vegliando sul gregge, Magnano, 1994, pág. 11.

32

Lo más rico que tienen es su esperanza y su corazón sin-cero. Esa esperanza


que también a nosotros, los adultos, nos llevó un día a irnos tras los pasos de
Jesús y a querer enfrentar al Goliat de este mundo con las piedras de nuestra
honda; ese mismo corazón que nos hizo sentir a nosotros, los adultos, que “la
guerra era la de Dios”, y que no había otros intereses en nuestro corazón.

Allí tiene que apuntar toda tarea formativa: a ayudar a que tome forma y se
consolide esa gracia que el Señor suscita como semilla en los corazones de
todas las generaciones y que se llama vocación, contando con que es la
Sabiduría de Dios la que “renueva el universo; en toda las edades, y
entrando en las almas santas, forma en ellas amigos de Dios y profetas”
(Sab 7, 13).

No se trata de reírse de las armas de Saúl (con esas actitud burlona con que
algunos miran las costumbres y las modas de la vida religiosa preconciliar)
para reemplazarlas por otras más modernas. Son “armas”, al fin, ellas
también.

No vaya a ser que, a cambio de los escudos y las corazas antiguos (de tocas y
sotanas…), carguemos a nuestros jó-

venes con el peso de los escudos y las corazas modernos, y que, llenos de
teléfonos celulares y computadoras personales, en vez de guerreros que
combaten en esperanza las batallas de Señor nos salga un campamento de
refugiados…

No vaya a ser que, en vez de jóvenes que siguen los pasos de Jesús con
alegría y olvido de sí, formemos gente que se enrosca cada vez más en su
propio yo y termina siendo eternos clientes de psicoanalistas. No vaya a ser
que, en vez de evangelizadores que den testimonio ante la Asamblea del
poder del Señor, nos salgan entusiastas del e-mail o puros expertos en
márketing clerical, gestores eficientes de un 33

mundo intraeclesial que no incide en la vida de la gente ham-brienta de


testimonios de vida consagrada.

Está bien tomar conciencia del “modelo eclesial” que queremos —hoy en día,
se habla de un modelo eclesial de comunión ecuménica que deje atrás el
modelo de la contrarreforma—, pero recordemos que no fue un modelo lo
que seguían nuestros hermanos mayores, los santos, sino a Jesucristo
viviente, que los llenaba de fervor en el servicio y la evangelización de sus
hermanos. Es una fervorosa caridad la que justifica la vida religiosa, y no el
modelo desde el que se explica luego o en el que adquiere forma.

La fascinación ante el enemigo

La primera mirada para formar en la vida sacerdotal y religiosa no puede


estar dirigida a curiosear a Goliat sino a vencerlo cada vez que nos impida
tener la mirada puesta en el seguimiento de Jesucristo. Hay maneras de mirar
al Goliat de este mundo que en el fondo son huidas. Actitudes que parecen
muy opuestas, muchas veces, responden a una misma tentación, que
podríamos categorizar como

“la fascinación ante el enemigo” .

Detrás de muchos “prudentes”, que revisten a sus formandos con todas las
armas habidas y por haber, y los convierten en una especie de “caballeros de
armaduras oxidadas”, suele esconderse una mirada que, fascinada por el
enemigo, lo ve tan cruel y poderoso que todo el esfuerzo se les va en armarse,
y terminan encerrados en sus armaduras sin abrirse a la esperanza en el que
ha vencido al mundo.

34

Esta mirada suscita la burla de muchos “audaces” que no se preocupan por


procurarse arma alguna y estudian con entusiasmo a Goliat, no viendo en él
otra cosa sino

“los desafíos del mundo moderno”. Son éstos los que quieren responder cada
una de sus bravuconadas reinventando hábitos y misiones como desde cero y
desbaratando la serenidad que requiere la formación al ritmo de los seudo-
desafios de moda.

Si la otra fascinación hacia ver a Goliat más fiero de lo que en realidad es,
este otro tipo de fascinación —más mun-dano y actualizado— parece negar
la maldad y la capacidad de dañar personas concretas que tiene el enemigo.
Este tipo de fascinación se puede ver en aquellos en los que to-do su
entusiasmo “se les va en papeles”: hacen planes es-tupendos mientras pierden
una a una las vocaciones concretas que el Señor les mandó.

Y hay una tercera fascinación que es del tipo paralizante. Tiene también
variadas formas; consiste en “no ver al enemigo”: de tanto miedo que
produce, se lo niega, no se lo ve. Pero la señal de que esto es una fascinación
se puede deducir de algunas actitudes de los fascinados: tienen gestos y
movimientos de “sitiados”. No ven al enemigo, pero no se alejan de su
campamento; no ven al enemigo, pero se disputan pequeños espacios de
poder —siempre dentro del campamento—; no ven al enemigo, pero
acumulan provisiones personales en vez de salir a sembrar; no ven al
enemigo, pero en su no salir a combatir para entrar en la tierra prometida se
esconde un rechazo a “tener hijos espirituales” que los sucedan. De eso, en
todo caso, se tendrá que ocupar Dios, si el posmodernismo lo deja.

35

La rigidez, el vértigo y la parálisis son señal de una ú-

nica fascinación ante el enemigo, que evita el verdadero combate.

Esperanza para el viaje, coraje para la batalla Por eso, las propuestas para
la formación que buscamos quieren ir por el lado de la esperanza y del coraje:
con David, tienen que surgir del corazón de todo formador un sí lleno de
esperanza a Dios nuestro Señor y un no repetido a cada forma de fascinación
y de huida.

Ese sí esperanzado es real cuando se traduce en la decisión de cada familia


diocesana y religiosa de dedicar lo mejor de sus fuerzas y a su mejor gente a
los hijos en formación, cuando los formadores ponen la fuerza en acompañar
personalmente cada vocación y no se contentan con proporcionar algunas
corazas o algunas técnicas espirituales o proyectos apostólicos que nacen,
viven, mueren y re-sucitan… en el papel.

Respecto del coraje, hay una imagen muy linda en el libro del Eclesiástico, en
la que el que habla es un verdadero formador. Es el que dice a su hijo: “Hijo,
si quieres acercarte a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba”

(Ecl 2, 1). El buen formador prepara a los suyos para una larga marcha y los
entrena para una lucha a muerte. No los ilusiona con aventuras fáciles ni los
arma para peleas de sacristía. El pasaje del Eclesiástico es muy hermoso y
puede ayudarnos releerlo entero:

36

“Hijo, si quieres acercarte a servir al Señor, prepara tu alma pa-ra la


prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te aceleres en la hora de
la adversidad. Adhiérete a él, no te separes, para que seas exaltado al final
de tu vida. Todo lo que te sobrevenga, y en los reveses de tu humillación sé
paciente. Porque en el fuego se purifica el oro, y los adeptos a Dios [se
purifican] en el horno de la humillación… Confíate a él, y a su vez, te
cuidará, endereza tus caminos y espera en él. Los que temen al Se-

ñor, aguarden su misericordia, y no se desvíen, para no caer. Los que temen


al Señor, confíense a él, y no les faltará la recompensa. Los que temen al
Señor, esperen bienes, alegría eterna y misericordia. Miren a las
generaciones de antaño y vean: ¿Quién se confió al Señor y quedó
confundido? ¿Quién perseveró en su temor y quedó abandonado? ¿Quién le
invocó y fue desatendi-do? Que el Señor es compasivo y misericordioso,
perdona los pecados y salva en la hora de la tribulación. ¡Ay de los
corazones flacos y las manos caídas, del pecador que va por senda doble!

¡Ay del corazón caído, que no tiene confianza! Por eso no será protegido.
¡Ay de ustedes, los que perdieron el aguante! ¿Qué van a hacer cuando el
Señor los visite? Los que temen al Señor no desobedecen sus palabras, los
que le aman guardan sus caminos. Los que temen al Señor buscan su agrado,
los que le aman quedan llenos de su Ley. Los que temen al Señor tienen
corazón dispuesto, y en su presencia se humillan. Caeremos en manos del
Señor y no en manos de los hombres pues, como es su grandeza, tal su
misericordia” (Ecl 2, 1-18).

Esperanza para el camino, coraje para la batalla. “Prepárate para la prueba,


endereza tu camino y espera en él”

son palabras de un buen formador y compañero. David, que aquel momento


no tenía “formador” y se tuvo que jugar sólo, se las decía a sí mismo,
tomando fuerza de su fe en el Dios vivo:

37

“Que nadie se acobarde por ése. Tu siervo irá a combatir con ese filisteo
[…]. Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venia el
león o el oso y se llevaba una oveja del rebaño, salía tras él, lo golpeaba y se
la arrancaba de sus fauces, y si se re-volvía contra mí, lo sujetaba por la
quijada y lo golpeaba hasta matarlo […]. Yahveh, que me ha librado de las
garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo” (1 Sm 32
ss.).

Nombrar explícitamente al enemigo

La mención explícita del Maligno —“Goliat”— en esta reflexión


introductoria está hecha con humildad y con intención. Seguimos en esto a
Anselm Grün, que ha marcado el camino práctico para enfrentar al Demonio
integrando espiritualidad y psicología9, insistiendo en que “nombrarlo ya es
poder enfrentarlo”.

El sólo gesto de nombrarlo nos despierta de sus fascina-ciones y le da un


respiro a la lucha que, con tanta frecuen-cia, los que pertenecemos a la Iglesia
y a la vida religiosa dirigimos neciamente contra nuestros propios hermanos y
hermanas, llamados por Cristo y compañeros de lucha, en vez de aunar
fuerzas contra el único enemigo común.

El enemigo principal no es enemigo de carne y hueso; por eso tenemos que


revestirnos con las armas de Dios.

Como dice Pablo:

“Revístanse de las armas de Dios, para poder resistir a las a-cechanzas del
Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la 9 Cf. A. Grün, Nuestras propias
sombras, Madrid, 1991.

38

carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Po-testades, contra
los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que
están en las alturas. Por eso, tomen las armas de Dios, para que puedan
resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, mantenerse firmes”

(Ef 6, 11-13).

Pero, aunque el espíritu del mal ande por las alturas

—en esos principados de las herejías de moda que no tienen autor que les
ponga su nombre pero que influyen en nuestra mentalidad y ejercen un
dominio mayor que el de cualquier persona—, es saludable recordar ese
lenguaje del Señor, que no tenía miedo de decirles a sus amigos: “‘¿No los he
elegido yo a ustedes, los Doce? Y uno de ustedes es un diablo’. Hablaba de
Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste le iba a entregar, uno de los
Doce” (Jn 6, 71).

Y, si esto asusta, recordar a David que se dejaba tirar piedras por Semeí
cuando huía de Jerusalén, subiendo la cuesta del Monte de los olivos (2 Sm
16, 6); recordar a Pedro, que también se dejó decir “Aléjate de mí, Satanás” ,
y ese “pie-drazo” de su Señor le sirvió para humildad, para discernimiento, y
para dejarse perdonar y conducir por su Amigo y Salvador Jesús, y ser
“Piedra” para la edificación de la Iglesia.

Esperamos que estas reflexiones ayuden a despejar el camino para que dentro
de la Iglesia nos formemos con la alegría de los amigos en el Señor y la
solidez de la esperanza puesta sólo en Cristo.

39

.I.

FORMAR

ENESPERANZA

“En Dios sólo descansa, oh alma mía,

de él viene mi esperanza;

sólo él es mi roca, mi salvación,

mi ciudadela, no he de vacilar;

en Dios mi salvación y mi gloria,

la roca de mi fuerza.

En Dios me refugio; confía en él,


oh pueblo, en todo tiempo;

derrama ante él tu corazón”

(Sl 62, 6-9)

INTRODUCCIÓN.

ELESPÍRITUSANTO:

CUSTODIODELAESPERANZA

“El Espíritu Santo —dice Juan Pablo II— no deja de custodiar la esperanza
en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas, y
especialmente de aqullas que

‘poseen las primicias del Espíritu’ y ‘esperan la redención de su cuerpo’


(Rm 8, 23)” (Dominum et vivificantem, 67).

¡Custodiar la esperanza! Esta frase fue la que motivo el título de estas


reflexiones acerca de la formación. 10

Podemos preguntarnos: ¿Por qué es el Espíritu en persona el encargado de


custodiar la esperanza? Él es el Custodio por excelencia, el defensor y
consolador. El Espíritu es el que custodia la Verdad. Y la esperanza mira a la
verdad última del hombre y aspira a alcanzarla. El Espíritu es el custodio de
la santidad, de la vida divina en nosotros. Y

10 Estas reflexiones son fruto de un taller de formación que compartimos con


los superiores mayores de los Oblatos de María, en septiembre de 1998.

43

la esperanza es el motor más poderoso de la vida. El más poderoso y, a la


vez, el más frágil.

Humanamente es así. “Mientras hay vida, hay esperanza”, decimos. Y lo


mismo vale al revés: “Mientras hay esperanza, hay vida”. Sin esperanza, sólo
queda la cáscara de la vida. Y también es así en las cosas de Dios. El Padre
ya nos ha dado la vida, y Jesús, la redención. La tarea del es-píritu es cuidar
esa vida, hacerla crecer en santidad. Y la vida crece por donde hay esperanza.

La esperanza es como ese instinto de raíces y hojas que

“olfatean” el agua y la luz.

Lo que más añoran los no cristianos

Es conmovedor ver cómo los que no creen ponen los ojos en la esperanza
cristiana. Ellos no se fijan tanto en nuestra fe —que pueden discutir—, ni en
nuestra caridad —cuyos gestos visibles comparten aunque no comprendan la
motivación profunda, el amor al prójimo por amor a Dios—, sino que ponen
los ojos en nuestra esperanza.

Es la alegre esperanza de nuestros santos en las pequeñas cosas de todos los


días lo que les llama más la atención. Es ese brillo en los ojos de una Madre
Teresa lo que los con-mueve. Es esa serena esperanza en el rostro de nuestros
mártires lo que los golpea. Sin eso, nuestro cristianismo es po-co interesante.

44

En el hermoso librito que escribieron Eco y Martini, En qué creen los que
creen, 11 el primer planteo que hace Eco es sobre la esperanza.

“¿Existe una noción de esperanza (y de propia responsabilidad en relación


al mañana) que pueda ser común a creyentes y no creyentes? Sólo si se
cuenta con un sentido de la dirección de la historia (incluso para quien no
cree en la parusía) se pueden amar las realidades terrenas y creer —con
caridad— que exista todavía lugar para la Esperanza. Pues de otra manera
sería perfectamente admisible, incluso sin pensar en el fin, aceptar que éste
se aproxima, colocarse ante el televisor (resguardados por nuestras
fortificaciones electrónicas) y esperar que alguien nos divier-ta, mientras las
cosas, entre tanto van como van. Y al diablo los que vengan detrás” .

Martini le responde planteando el problema de la esperanza —que es


indestructible a nivel de instintos y de corazón— en la reflexión. La
esperanza está en el corazón del hombre. Decir esperanza es el equivalente a
decir vida. Pe-ro no todos se animan a pensar con claridad y coraje el
mensaje que encierra.

“Para que una reflexión sobre el fin estimule nuestra atención tanto hacia el
futuro como hacia el pasado, para considerarlo de manera crítica, es
necesario que este fin sea ‘un fin’, que tenga el carácter de un valor final
decisivo, capaz de iluminar los esfuerzos del presente, y dotarles de
significado. […] La experiencia nos demuestra que solamente nos
arrepentimos de aquello que presentimos poder hacer mejor” .

11 U. Eco y C. M. Martini, En qué creen los que no creen, Buenos Aires,


1998, págs.

20-21 y 29-30.

45

Martini reconoce la importancia de la esperanza —esperanza que en la


práctica se ve tanto en los creyentes co-mo en los no creyentes, aunque no se
formule— y plantea el problema de cómo tener esperanza sin un fin claro y
Absoluto, sin formularlo explícitamente y vivir en consecuencia.

Pero lo admirable es que Eco tenga nostalgia de la Esperanza (que escribe


con mayúscula). En el fondo, nos pide lo que nos exige el Nuevo Testamento:
que sepamos “dar ra-zón de nuestra esperanza”.

Lo que más le asombra a Dios

Charles Peguy, el socialista francés que se convirtió al cristianismo y murió


joven en la batalla del Marne, con la que finalizo la primera guerra mundial,
es uno de esos hombres a quien Dios da el don de revelar algunos de sus
secretos.

Mediante el recurso poético de contraponer las virtudes teologales, que


siempre se dan juntas porque Dios las in-funde conjuntamente y lo tienen a él
mismo como objeto, Peguy acentúa lo que nos parece “ya sabido” y nos
vuelve a poner en contacto con el asombro ante lo más misterioso de nuestro
cristianismo.
La fe que Yo más amo, dice Dios, es la esperanza.

La fe, eso no me asombra

No es sorprenderte

Yo brillo de tal manera en mi creación.

Que para no verme verdaderamente sería necesario que estas pobres gentes
fueran ciegas.

46

La claridad, dice Dios, eso no me asombra.

No es sorprenderte.

Esas pobres criaturas son tan desdichadas que, a menos de tener un corazón
de piedra, cómo no van a tener ninguna caridad unas con otras.

Cómo no van a tener nada de caridad con sus hermanos.

Cómo no se van a sacar el pan de la boca, el pan de cada día, para dárselo a
los pobres chicos que pasan.

Y mi Hijo ha tenido para con ellos una caridad así.

Mi Hijo, su hermano.

Una caridad tan grande.

Pero la esperanza dice Dios, aquí esta lo que me asombra.

A mí mismo.

Eso es sorprendente.
Que esos pobres niños vean todo lo que sucede y, sin embargo, crean que
mañana será mejor.

Que vean qué pasa hoy día y crean que todo será mejor mañana por la
mañana.

Eso es increíble y es la maravilla más grande de nuestra gracia.

Y Yo mismo estoy admirado.

Debe ser que, en efecto, mi gracia tiene una fuerza increíble.

Lo que me admira, dice Dios, es la esperanza.

Esa pequeña esperanza que tiene cara de poquita cosa.

Esa niña pequeña esperanza.

Inmortal.

La fe es una esposa fiel.

La caridad es una madre.

La esperanza es como una niña pequeña, una poquita cosa.

Que ha venido a este mundo la Nochebuena del año pasado.

Esa niña pequeña que, sin embargo, atravesará los mundos.

Esa niña pequeña, poquita cosa.

Ella sola, llevando a las otras, que atravesará los mundos revolucionados.

47

La fe va de lo suyo. La fe marcha sola. Para creer, no hay más que dejarse


ir, no hay más que mirar. Para no creer, habría que violentarse, torturarse,
atormentarse…

La caridad va lastimosamente de suyo. La caridad marcha sola. Para amar


al prójimo, no hay más que dejarse ir, no hay más que mirar tanta necesidad.
Para no amar, habría que desnaturalizarse. La caridad es el primer
movimiento del corazón.

Pero la esperanza no va de lo suyo. La esperanza no va sola.

Para esperar, hijo mío, hace falta ser muy afortunado, hace falta haber
obtenido, recibido una gracia muy grande.

El pueblo cristiano no ve sino a las dos hermanas mayores.

Que marchan en el tiempo presente.

En el instante momentáneo que pasa.

La que va a la derecha y la que va a la izquierda.

Y no ven a la que va en el medio.

Es ella, la pequeñita, la que arrastra todo.

Porque la fe no ve sino lo que es.

Y ella ve lo que será.

La caridad no ama sino lo que es.

Y ella ama lo que será.

En el futuro del tiempo y de la eternidad.

Mis tres virtudes, dice Dios, no son otra cosa que hombres y mujeres en una
casa familiar.

No son los chicos los que trabajan


Pero no se trabaja jamás sino es por los chicos. 12

12 Ch. Peguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, en Oeuvres


poetiques, Pa-rís, 1951, págs. 169 y ss. (trad. nuestra).

48

Esta hermosa cita de Peguy nos revela de manera nueva lo que es la


esperanza. En algunas frases, pareciera que el poeta va a contramano de la
teología. Si se tomaran aisladamente, podrían chocar frases como “la fe va de
suyo” o “la caridad va lastimosamente de suyo”, Pero es claro que Peguy
quiere decir que la fe esperanzada “no va de suyo”, que la esperanza “no va
lastimosamente de suyo”, sino que son un gran don. Un don que recupera su
esplendor desde la nitidez y la claridad de la esperanza.

Es que resulta difícil engañarse con ella. Más difícil que con las otras dos. La
esperanza no se puede fingir. Además, aun humanamente, es indestructible
pues siempre renace, pero esa indestructibilidad no tiene nada de armadura
externa: la esperanza renace siempre débil y pequeña como un niño recién
nacido. Su existencia en nuestro corazón se po-ne en juego cada día. Cada
mañana, nos despierta con una invitación, nos hace una propuesta. Y le
somos fieles o la traicionamos.

Con ella no hay términos medios ni componendas. La llamita vuelve a


encenderse, pertinaz como esas velitas de cumpleaños que, apagadas, vuelven
a chisporrotear. Vuelve a encenderse aun después de las tragedias más
terribles, aun después de las rutinas mejor armadas, esos tiempos eternos en
los que no pasa nunca nada.

La esperanza es inmortal. Y, sin embargo, es tan vulnerable. O más bien


somos nosotros los vulnerables, los que somos mortales. Es nuestro tiempo,
el de cada uno, el personal e intransferible, lo único que le pone límites a la
esperanza. Una esperanza rechazada día a día volverá a brillar siempre una
vez más, pero no siempre habrá tiempo de e-jercitarla y de alegrarse en ella.

49

Los gestos de la esperanza


El Espíritu custodia la esperanza.

No es tarea mía hacer que se encienda.

Se me regala cada mañana como un don.

Tampoco es tarea mía mantenerla resguardada.

De eso se encarga Él.

Lo que me toca es iluminar con su lucecita mis gestos, dejar que ella les
transmita su calidez.

Gestos lucidos —mirar con esperanza—, gestos cálidos

—darme una esperanza—.

Ésa es la señal de una esperanza puesta en acción.

No importa qué.

La acción puede ser la misma: me levante, fui a mi trabajo y trabajé todo el


día.

Eso no es lo importante.

La diferencia puede parecer pequeña porque la esperanza es pequeña (y la


desesperanza también…, ¡esas pequeñas desesperanzas!).

La diferencia pequeña se nota en el corazón. Y se ve en los ojos.

En la consistencia de mi corazón.

En la transparencia de mis ojos.

Cuando termino y vuelvo a casa —a mi comunidad—,

tengo que pulsar mi corazón.


¿Regresa cálido o frío?

¿Pueden mirar mis hijos —mis hermanos— a través de él (en mis ojos es
donde se nota), o vuelvo con los ojos velados?

50

¿Vuelve transparente mi corazón, luego de pelear con las cosas, ansioso de


refrescarse en los ojos de los chicos…

—en la soledad del sagrario—?

¿Vuelve con ganas de rezar o con ganas de olvidar?

LAVIDARELIGIOSA

E N C L AV E D E E S P E R A N Z A

Al comienzo de Vita consecrata, el Papa nos dice que “la vi-da consagrada
es un don a la Iglesia”, un don esencial, “porque está en el corazón mismo
de la Iglesia como elemento decisivo para su misión ya que indica la
naturaleza intima de la vocación cristiana y la aspiración de toda la Iglesia
hacia la unión con el Esposo (Lumen gentium 44) ” (VC 3).

Al final de esta exhortación apostólica, el Papa nos exhorta diciendo “poned


los ojos en el futuro, hacia el que el Espíri-tu os impulsa para seguir
haciendo con vosotros grandes cosas.

Haced de vuestra vida una ferviente espera de Cristo, yendo a su encuentro


como las vírgenes prudentes van al encuentro del Esposo. Estad siempre
preparados, sed siempre fieles a Cristo, a la Iglesia, a vuestro Instituto y al
hombre de nuestro tiempo” (VC 110).

La esperanza es la forma propia de la consagración religiosa. ¿Qué otra cosa


son los votos sino una renuncia a realizar por nosotros mismos nuestras
esperanzas más legitimas —de poseer lo nuestro, de ser fecundos y de hacer
lo que queramos— para poner sólo en Jesús nuestra Esperanza, confiados en
sus promesas?
51

En este sentido, creo que es una ventaja el que el mundo moderno haya hecho
entrar en crisis la vida religiosa en cuanto forma de vida culturalmente
aceptada. Lo propio de la vida religiosa es ser “contracultural”.
“Contracultural”, no por una cuestión de ascética o de rechazo del mundo.
Es-to suele ser una consecuencia.

La clave está en la esperanza, la esperanza puesta sólo en Cristo, que hace


que la vida religiosa levante la mirada de todo lo conseguido y de todo lo
conseguible en este mundo, y mire más allá. El religioso es el portero que
está vigi-lante, esperando la llegada de su Señor. Y en esta esperanza tenemos
que formar a los que entran y mantenernos en una formación permanente los
que ya estamos consagrados.

La pregunta sería: ¿Cómo formarnos en la esperanza? El que la esperanza


“rompa” toda forma no significa que no tenga contornos bien definidos,
tiempos precisos, tareas concretas… Hay modos de ir más allá que son
esperanzadores, y otros que siembran desaliento.

No se trata, por ejemplo, de arrancar cizaña, sino de cuidar el trigo hasta el


tiempo de cosecha. No espera bien el que entierra su talento, sino el que
negocia y lo arriesga en empresas concretas —y luego pone entera la
ganancia en manos de su Señor—. No se trata de no dormirse —la vírgenes
prudentes se durmieron tan profundamente como las necias—, sino de tener
aceite en las lámparas…

Tenemos que llegar a ser “hombres que esperan contra to-da esperanza”
(Rm 4, 18), como Abraham. Hombres que les pasan la antorcha a los jóvenes,
como Pablo a Timoteo, “por mandato de Jesús nuestra esperanza (1 Tm 1) .
Hombres que, co-mo pide Pedro, estén “siempre dispuestos a dar respuesta a
to-do aquel que nos pida razón de nuestra esperanza” (1 P 3, 15).

Hombres que, como Juan, se dejen purificar por la esperan-52

za, porque “todo el que tiene esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él


es puro” (1 Jn 3, 3).
A la luz de la esperanza, vamos a reflexionar sobre las tensiones
fundamentales entre las cuales nace, crece y adquiere su forma definitiva la
vida religiosa. Desde la perspectiva de la esperanza, la vocación nace y se
mueve entre el recuerdo agradecido del don que recibimos y que tenemos que
guardar y cuidar, y la mirada atenta que aguarda el don definitivo.

Lo que llamamos “formación permanente”, desde la perspectiva de la


esperanza, va mucho más allá de una actualización en conocimientos
teológicos y en métodos pastorales.

Apunta a una verdadera conversión. Uno se convierte únicamente de aquello


que tiene esperanza de mejorar. Por eso la conversión está ligada a la
esperanza.

Se trata de una conversión en la que, en un mismo movimiento —como el


hijo prodigo—, nos levantamos del chi-quero del pecado al que nos
condujeron nuestras esperanzas vanas y nos ponemos en camino hacia la casa
del Padre, siguiendo a Jesucristo, nuestra Esperanza.

La tensión decisiva, en la que la vida religiosa adquiere su forma última, es la


que nos lleva a conformarnos con Cristo muerto y resucitado. Sólo en
esperanza se puede estar muerto y resucitado al mismo tiempo. Es decir,
sentirse ben-decidos allí donde somos criticados, fecundos allí donde somos
débiles, salvados allí donde nos sabemos pecadores.

53

LAVOCACIÓN:

MEMORIAYESPERANZA

Toda vocación es un don vivo de Dios. Es el Padre el que

“atrae” a alguien y lo acerca su Hijo. En todo hombre o mujer que “se inclina
decididamente a consagrarse a Dios esta vocación nace en primera instancia
de una honda y raigal experiencia espiritual […] de que Dios es el Absoluto
[…].
Esta experiencia es sentida como evidencia interior, la que entraña una
atracción profunda hacia Dios, raíz del alma, casi irresistible”. 13 Es Jesús
mismo el que mira de manera especial a alguien y lo llama a su seguimiento;
es el Espíri-tu el que suscita los modos de seguir al Señor.

Por eso, la formación en sus etapas debe apuntar a lo esencial, debe ponerse
al servicio del ese don de Dios y nu-trirlo con alimentos de vida eterna. Y lo
esencial es ese ca-rácter absoluto del don, que debe recordarse siempre y
renovarse cada día. Alimentar la memoria del don recibido significa
reconocer que la vocación no es un entusiasmo humano sino un don de Padre:
“nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae”.

Alimentar la esperanza, esa esperanza que sólo se pone en Dios, significa ir


purificando la vocación de todas las motivaciones parciales que se agregan a
ese acontecimiento espiritual que es el llamado.

13 Cf. F. Boasso, Fundados sobre piedra, Buenos Aires, 1999, pág. 29.

54

Ante las futuras vocaciones

Si hablamos en términos de desafío, algunas de las preguntas que podemos


hacernos ante las futuras vocaciones y los que se están formando son las
siguientes: ¿Nos anima-mos a mostrar, a los jóvenes que entran, un pasado
que es una bendición de Dios? ¿A contarles, no la historieta llena de chismes
de nuestros fracasos y sueños vanos, sino la historia de salvación de nuestro
Instituto?

¿Tenemos esperanza de encontrar cosas nuevas que están ocultas en nuestro


pasado? ¿O la única esperanza que podemos ofrecerles es la de un futuro
“ideal”, utópico, proyec-ción de nuestras frustraciones intelectualizadas?
¿Cómo hablamos de nosotros mismos, de nuestra historia?

Importancia de la relación

entre jóvenes y ancianos


Los jóvenes pueden sentirse atraídos por las ideas de nuestra espiritualidad y
por la eficacia de nuestros trabajos, pe-ro sólo entraran a la vida religiosa si
ven una esperanza vi-va en nuestros ojos, especialmente en los de los más
ancianos. Y si ven que los jóvenes y adultos de ese Instituto tienen también
puestos sus ojos en la esperanza viva en los ancianos, si veneran a sus
mayores, si los cuidan. Cuidar a los ancianos como se cuida a los jóvenes es
señal de esperanza viva en los adultos. Si este puente está roto, es difícil que
la vida religiosa entusiasme de veras.

55

Cuando la tarea de buscar y formar vocaciones no tiene el apoyo de todo un


Instituto, cuando se considera que es tarea sólo de algunos especialistas, y los
demás están especializados en “otros” trabajos, significa que anda floja la
esperanza. En una familia, tener hijos y formarlos no es un

“trabajo” más. Y, cuando un Instituto no se preocupa de los ancianos, cuando


se los considera pasados de moda, y se los esconde y se los trivializa para
mostrarles a los jóvenes “cosas más interesantes”, también esto es señal de
que falta esperanza.

No podemos ocultar los “resultados” de una vida religiosa vivida en nuestras


comunidades. Nuestros ancianos son

“el fruto viviente” de nuestro modo de vida. Son modelos reales a donde los
jóvenes tienen que apuntar. Porque hay que ser realistas. Como dice la
Escritura “no soy [no seré]

mejor que mis padres” (1 R 19, 4). Un joven que entra en la vi-da religiosa
tiene que poder mirar a los ancianos y encontrar algunos, uno al menos, del
que pueda decir: “Yo, si lle-go a viejo, quisiera ser como ése”.

No en el sentido cerrado de imitar sus ideas o su lenguaje; no en cuanto a


reeditar sus costumbres, sus métodos apostólicos o sus gustos en la liturgia…
Me gustaría llegar a viejo con la esperanza de ése. La esperanza alegre en los
ojos de nuestros ancianos es uno de los “anzuelos” verdaderos para “pescar”
vocaciones que perseveren.
56

Sólo espera el que conserva


las promesas en su memoria
Un sinónimo de esperar es “aguardar”. Y sólo a-guarda el que guarda algo,
sólo vigila el que tiene algo que cuidar, sólo está atento a un don el que ya ha
recibido algo, el que conserva las promesas en su memoria. Nuestro mundo
con-sumista tiende a adormecer este sentido del valor de lo que se tiene.

El progreso y la mejora constante de los productos y de los entretenimientos


que se nos ofrecen, hacen ver lo que poseemos siempre como ya gastado.
Apenas compramos una computadora, y ya nos damos cuenta de que es el pe-
núltimo modelo. En la vida espiritual, en cambio, lo decisivo está en el
comienzo.

En la gracia fundante que recibió el fundador y, más en el fondo, en la muerte


y resurrección del Señor que se actualiza en cada Eucaristía. La memoria viva
de estas gracias fundantes es lo que permite mirar con esperanza el futuro.

Como dice Pablo: “El que entregó a su propio Hijo por nosotros, ¿cómo no
nos dará con él graciosamente todas las [demás]

cosas?” (Rm 8, 32).

Por eso es que, antes de toda planificación apostólica, antes de ponernos a


planear cosas nuevas o a revisar lo que no anda bien, tenemos que dar un
tiempo al agradecimiento y a la valoración de ese don que es esencial para la
vida religiosa, tanto en general como en particular.

Como dice la Carta a los Hebreos: “la fe [en lo que Dios ha hecho] es el
fundamento, el argumento de las cosas que se esperan” (Hb 11, 1 ss.).

57

Tentaciones contra la esperanza El que entra en la vida religiosa debe


aprender a leer el pasado (el del Instituto, el de la Iglesia y el suyo propio)
como historia de salvación. Las dos tentaciones contra es-ta esperanza que —
como un árbol— se proyecta al mismo tiempo hacia el pasado y hacia el
futuro (hacia lo profundo y hacia lo alto) son, por un lado, la de considerar el
pasado como un tesoro que se debe reeditar tal cual en cada tiempo nuevo
(restauracionismo espiritual) y, por otro la-do, la tentación de considerar el
futuro como lugar de experimentos siempre distintos que hay que empezar de
ce-ro (progresismo desencarnado).

Las ideologizaciones de la esperanza —todos los tipos de mesianismo— y las


“esperanzas a medida” —esa especie de eternidad virtual en la que somos
“espectadores” y no “esperadores”— que nos ofrece el mundo moderno
deben ser una invitación a reflexionar acerca de la verdadera esperanza
cristiana. Esperanza de un Cristo que vendrá pero que, al mismo tiempo, es
un Cristo que ya ha estado y está entre nosotros.

La esperanza mira primero hacia atrás

Tener esperanza no consiste en hacer predicciones pa-ra el futuro, al estilo


“esperamos que todo esto mejore un poco…”. Las promesas ya las hizo el
Señor, y nadie puede quitarles ni agregarles nada. Aunque parezca una
parado-58

ja, el que vigila tiene como tarea mirar primero hacia atrás: en lo hondo de la
memoria.

Es que el olvido es el territorio de la desesperanza. Ésa es una enseñanza de


Jesús resucitado con los discípulos de Emaús. El Señor les corrige la mirada.
“Nosotros esperábamos…” , le dicen ellos, desilusionados. Y Él les recuerda
la Escritura y les parte el pan. Cuando lo ven partir el pan

—el memorial de nuestra fe—, recuerdan “como les iba ar-diendo el


corazón” mientras les hablaba por el camino. Y re-cuperan la esperanza.

La esperanza custodia nuestra memoria. Mira primero hacia atrás. Allí están
escondidas las maravillas que el Se-

ñor hizo con nosotros. Porque el espíritu ya sembró lo que nos promete para
adelante. Recordar con esperanza es la gracia del Espíritu.

¿Qué quiere decir esto? El que no tiene esperanza de ver algo nuevo en su
pasado es difícil que lo espere para adelante. Hacia adelante, humanamente,
las expectativas se acortan. “Si el Señor no me hizo santo a los veinte, difícil
que logre algo mucho mejor el año que viene”. Esta manera de pensar no es
cristiana. Lo primero que se hace al con-vertirse de veras es recuperar el
pasado. O como gracia o como pecados perdonados.

No hay santidad sin una valoración inmensa del pasado, que pasa a ser visto
como providente preparación de Dios.

Agustín es el maestro en esto de mirar el pasado con esperanza. “Tarde te


amé…” , se lamenta ante su Señor, y cada confesión de pecados se convierte
en un canto de esperanza. Agustín escribe y reza para volver a vivir con amor
lo que vivió sin amor y ocupa su presente y su futuro en amar recordando.

59

¿Qué pasado estoy proyectando?

Cuando uno anda desesperanzado, un remedio consiste en preguntarse: ¿Qué


pasado estoy proyectando? Y animarse a extenderlo un poco. Uno se
pregunta: ¿Por qué veo ne-gras las cosas? ¿Será porque van mal desde hace
unos días?…

¿Será porque van mal desde hace meses o años?

Mirar más atrás, mirar hasta encontrar la última consolación que tuve, como
dice san Ignacio. Y, si no encuentro motivos, mirar más hondo…, hasta
encontrar al Señor.

Hasta encontrar las cosas sencillas que quizás desprecié al construir mi vida:
el agua pura del Bautismo, la fe que tenía en mi primera comunión, el cariño
de mis padres… Mirar más hondo, hasta encontrar al niño que fui y que
quizás abandoné. “Si no te haces como este niño” es una invitación a
recuperar la esperanza mirando al pasado.

¿Acaso no se escribió así la Escritura? En los momentos de crisis, Israel —a


través de sus profetas— reemprende el camino hacia atrás. Vuelve a buscar al
Señor de la Alianza al punto mismo en que lo abandono. “Acuérdate,
Israel…”
es la exhortación a la esperanza.

Éste es el primer desafío de la vida religiosa. Mantener el contacto con el


Dios de la Alianza. Mantener fresco el recuerdo de la vida de Cristo.
Conservar ardiente el rescol-do del “primer amor” (Ap 2, 4), volver “a
encender el fuego del carisma” , como le dice Pablo a Timoteo (2 Tm 1, 6).

Allí donde la Iglesia se pone quejosa y desilusionada, recordar las promesas.


Si no es para mantener encendida es-ta Esperanza, qué sentido tiene renunciar
a otras esperanzas legítimas y razonables.

60

Puede ayudar recordar aquí el pasaje de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-
35) y releerlo en clave de esperanza, tomando algunos puntos para meditar.

Podemos contemplar, en primer lugar, ese dinamismo de la desesperanza


(“nosotros esperábamos”) que los lleva a alejarse de la comunidad. La
desesperanza los hace regresar (el dinamismo es “regresivo”) a su vida
anterior. Vuelven tristes y discutiendo. No terminan de reconocer plenamente
—aunque algo presienten, y se les va calentando el corazón— a Jesús que
camina con ellos: “Yo estoy todos los días con ustedes…” (Mt 28, 20).

Detrás de todo abandono de la vida religiosa, detrás de toda “regresión”, hay


escondido un “nosotros esperábamos”, una falsa ilusión que debió ser motivo
de trabajo en cada etapa de la formación, y no lo fue. Si no se enfrentan estas

“esperanzas no purificadas”, por llamarlas de alguna manera, en los


momentos importantes de la formación (entrada al noviciado, votos, cambios
de destino, ordenación, primeras experiencias pastorales fuertes…), se corre
el riesgo de que la persona pase por una serie de pequeñas crisis sin asumirlas
y no las experimente como una invitación al crecimiento. Cuando se da una
crisis mayor, esas “esperanzas no purificadas” se convierten en poderosas
razones pa-ra volver atrás.

Miremos ahora el dinamismo de la esperanza tal como se hace visible en los


gestos de Jesús: hacérseles cercano, acompañarlos, hacerlos hablar, retarlos y
consolarlos recordándoles la Escritura: “¿No era necesario que el Cristo
pade-ciera eso y entrara así en su gloria?” .

Jesús nos da todo un programa de dirección y acompa-

ñamiento espiritual para formar en la verdadera esperanza, 61

en esa esperanza que se ordena a la caridad, porque el que experimentó el


amor sólo espera más amor.

CONVERSIÓNYSEGUIMIENTO

“Formación permanente” es un concepto dinámico. Sa-le al frente de ese


peligro que todos advertimos en la vida religiosa: el peligro de que se
fosilice. Cuanto más grande es la gracia que Dios da a una familia religiosa,
cuanto mayor su fuerza histórica de estructurarse como forma de vida que
convoca a muchos a vivir en comunidad y que se extiende fecundamente en
éxitos apostólicos, mayor es el riesgo de fariseísmo, de autocomplacencia, de
funcionalismo.

Por eso la formación permanente debe apuntar a una conversión permanente


—como invitación a volver al primer amor— y a un seguimiento permanente,
ese que desinstala e invita a dar “saltos en esperanza”.
Custodiar la esperanza
Recordamos lo que afirma el Papa:

“El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón


del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y especialmente de
aquellas que ‘poseen las primicias 62

del Espíritu’ y ‘esperan la redención de su cuerpo’ (Rm 8, 23) ”

(DV 67).

El Espíritu custodia la esperanza, y lo hace “recordándonos” toda la verdad


sobre Jesucristo. Esto es lo que toca al formador: hacer el papel del Espíritu
Santo. Esto es lo que hace Pedro, como buen pastor, cuando dice: “estaré
siempre recordándoles estas cosas” (2 P 1, 12); lo que hace Juan, el
“presbítero”, cuando nos deja, no un mandamiento nuevo, sino

“el que tenemos desde el comienzo” (2 Jn 1, 1-5); esto es lo que hace Pablo
con Timoteo, cuando lo exhorta: “conserva el buen depósito mediante el
Espíritu Santo que habita en nosotros” (2 Tm 1, 14).

La tarea principal de los consagrados es la de custodiar la esperanza en el


corazón de la Iglesia, así como la Iglesia la custodia en el mundo. No es que
se puedan separar las tres virtudes, pero en la vida religiosa la esperanza les
da un tono especial a las otras dos. Los religiosos somos los que renunciamos
a toda esperanza terrena —aun a las naturales y buenas— para poner nuestra
fuerza y toda nuestra atención en esperar al “Esposo”.

Cuando Pedro le pregunta a Jesús “¿dices esto para nosotros o para todos?”
(Jesús estaba hablando de “estar como los que aguardan a su Señor”), el
Señor le responde con la parábola del administrador fiel y solícito: “al que
mucho se le confió, más se le exigirá” (Lc 12, 48). Esperarlo todo de Él,
esperarlo a Él —en Él sólo tener nuestra esperanza—, ésa es “la mejor
parte” .

63
Que el Espíritu sea el Señor
de nuestra esperanza
El Espíritu “no deja de ser el custodio de nuestra esperanza”, pero es también
tarea nuestra “dejarlo realizar bien su trabajo”. Y dejar que el Espíritu
custodie nuestra esperanza no es tarea fácil. Para un cristiano, pareciera que
la caridad se impone por su propia fuerza: “hacer el bien” es una ley que está
escrita en nuestro corazón, y basta acercarse un poco al que está necesitado,
al que sufre, para que se nos vuelva claro lo que tenemos que hacer.

La fe pareciera que tampoco es tan difícil. Todo acto de conocimiento —


especialmente, el conocimiento interper-sonal— se basa en una confianza, en
una fe natural. Y, pa-ra el que ha nacido en el seno de la Iglesia, llamar
“Padre” a Dios es decir “Jesucristo es el Señor” , es algo que forma parte de
nuestra misma alma de bautizados. Aceptamos con cierta facilidad que se nos
eduque en la fe y en la caridad.

Pero, al entrar en juego la esperanza, todo se modifica; la fe y la caridad se


ponen en movimiento. Como la esperanza trata de lo que no se ve, entra en
juego lo subjetivo, lo más personal. Y entonces descubrimos que, confesando
exteriormente la misma fe y ejerciendo los mismos actos de caridad, se
pueden tener esperanzas muy distintas, que no hay dos esperanzas iguales.

Cuando nuestra caridad no es esperanzada, se va convirtiendo en deber, en


cumplimiento, y la señal es el cansancio: se trabaja como quien se saca las
cosas de encima, y no como quien siembra esperando mucho fruto. La di-
námica de la esperanza, en cambio, pone calidez y alegría en el cumplimiento
de nuestro deber. Uno termina sus ta-64

reas y pide al Señor que las bendiga, con la esperanza de que sean semillas
que den fruto.

Cuando falta la esperanza, la fe se convierte en un lími-te ante el que uno se


rinde intelectualmente, y no en un punto de partida. Se cree como diciendo
“hasta aquí lle-go”. La expresión del Antiguo Testamento es “hasta cuán-do,
Señor” (Habacuc 1, 1-2). La dinámica de la esperanza, en cambio, hace
exclamar: “creo, pero aumenta mi fe” (Lc 17, 5
ss.), “creo y espero confiar cada vez más” . El Señor compara la fe con un
grano de mostaza, no porque sea pequeño (podría compararla con un grano
de arena), sino porque es algo que puede y debe crecer. La esencia de la fe es
crecer siempre más a partir de lo que ya nos ha sido dado.

La esperanza es lo que nos introduce en el camino de los consejos


evangélicos. Si los mandamientos son límites, los consejos son invitaciones:
“Si quieres ser perfecto…” . A los que llama a estar con Él y a seguirlo el
Señor no les pone lí-

mites, apela a su libertad, y les abre su corazón y el mundo entero. La


invitación es a tener un corazón misericordioso como el del Padre, que espera
la salvación de todos los hombres (hace l over sobre justos y pecadores,
espera al hijo prodigo, sale en busca de la oveja perdida…) y de todo el
hombre (el hombre interior, que ora y trabaja en lo secreto).

No poner límites a la esperanza

Dejar que el Espíritu custodie la esperanza en nuestro corazón quiere decir


dejarlo ser Señor de nuestra esperanza.

Esto implica no ponerle límites. Están los límites negativos de nuestro


escepticismo o de nuestra desilusión. Pero tam-65

bién están esos límites “positivos” —de nuestras cualidades y aun de la


misma misión que emprendimos en servicio del Señor—, en los que ponemos
nuestra esperanza y condicionamos la Esperanza verdadera.

Una tentación, a cierta altura de la vida religiosa, es la de apoderarse de tal


manera de la misión, que ya no se nos puede pedir otra cosa: “me formaron
para esto”, “sólo puedo dar frutos en este trabajo o en este lugar”. La falta de
disponibilidad se puede disfrazar de coherencia, pero en el fondo es un
rechazo a dejar nuestra esperanza en manos del Señor a través de la Iglesia.

Dejar el tiempo en manos de Dios

Que el Espíritu sea Señor de nuestra esperanza implica dejar en sus manos,
con alegría, el manejo de los tiempos.
Hay dos maneras pecaminosas de manejar el tiempo: la presunción y la
desesperación. La presunción es una forma de anticipación: uno anticipa el
gozo que se le prometía en esperanza y dispone de él a gusto o antes de
tiempo. Esta forma de desesperanza se esconde en lo profundo de todas
nuestras vanidades y concupiscencias.

La desesperación es también una forma de anticipación: en vez del gozo y la


gloria, se anticipan el fracaso, la derrota. En la raíz de todas nuestras perezas
y de todas las formas de bronca y resentimiento, se esconde esta forma de
desesperanza.

Hace bien identificar las raíces de nuestros pecados, y ver allí, como raíz
principal, la falta de esperanza. Curiosamente, en el momento mismo en el
que uno confiesa al Señor 66

la falta de esperanza que se manifestó en cada pecado, el Señor nos la


renueva. La esperanza vive ensanchando sus límites y le es esencial el
reconocimiento que hacemos de ese límite, para que el Señor la pueda hacer
crecer.
Los saltos de la esperanza
Formación permanente significa conversión permanen-te. Una conversión en
la que se dan momentos fuertes, momentos en los que el Señor nos hace dar
“saltos en esperanza”. La formación de Pedro es “tipo” de lo que entendemos
como formación permanente.

San Lucas nos muestra como el Señor entra primero en la familia de Pedro —
yendo a su casa y curando a su sue-gra—, luego en su trabajo —rogándole
que le preste su barca para predicar: “en tu palabra echaré las redes” (Lc 5,
5)—, y por fin en su corazón.

En el momento en el que Pedro se reconoce pecador

—“aléjate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador”—, Jesús le da la


misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 10). Esta
dinámica de “hacer entrar a Je-sús en lo nuestro y dejar que nos saque de
nosotros mismos y nos misione” marcará toda la vida de Pedro.

Así termina el Evangelio de Juan, con Pedro siguiendo a Jesús, sin mirar
atrás: “A ti que te importa, tú sígueme” (Jn 21, 22). La imagen definitiva de
Pedro es la del hombre que salta de la barca y sigue a Jesús, caminando sobre
las aguas (Mt 14, 28-31). Ha dejado toda seguridad para quedar a merced del
Señor, que lo toma consigo y lo lanza a la misión.

67

Pedro es formado en el dejarse lavar los pies (Jn 13, 6), en el dejarse tomar la
mano ( “Al punto Jesús, tendiendo la mano, asió de el” , Mt 14, 31), en el
dejarse mirar por Jesús ( “… y el Señor miró a Pedro” , Lc 22, 61). Los
Evangelios expresan esto con la frase “tomar consigo” . Jesús “toma consigo
a Pedro…” en la Transfiguración (Mt 17, 1) y en la Agonía en el huerto (Mt
26, 37).

Este “ser tomado” con Jesús ira suscitando en Pedro el deseo profundísimo
del seguimiento: “¿por qué no puedo se-guirte ahora?” (Jn 13, 37); que será
confirmado por el Señor con el “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15 ss.) y el
“tú sígueme”

(Jn 21, 22), que lo convierte en “Apóstol de Jesucristo… re-engendrado en la


esperanza” (1 P 1, 1-3), “Servidor y apóstol”

(2 P 1, 1).

ALEGRÍAYPACIENCIA:

L A F O R M A D E F I N I T I VA

DELAESPERANZA

Hablar de la forma definitiva de la vida religiosa es hablar de esa gracia que


más anhela un corazón consagrado y que se expresa en el deseo de “morir
como hijo de la Iglesia”, como decía santa Teresa, y “como hijo de la familia
religiosa a la que se pertenece”. Esta gracia supone la conciencia de la altura
a la que uno fue llamado y de lo poco que se aprovechó. De ahí el deseo de
que esa “forma de vida” se apodere totalmente de uno.

68

Esa forma definitiva, más que una conquista, es una entrega: es la confesión
de haber sido conquistado. Quizás la imagen más concreta y real de un
religioso que ha recibido esta forma definitiva —aparte de los mártires— la
dan esos ancianos pacientes y alegres que tanto bien nos hacen en nuestras
casas religiosas. Esos que “son buenos enfermos”, que todo lo soportan con
una sonrisa, derrochan alegría y buen humor, que se vuelven como niños y
que saben morir serenamente.

“Por Cristo, con Él y en Él”

Como dice Vita consecrata, lo específico del seguimiento en la vida religiosa


es “señalar al hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que
todo tiende… Por tanto, en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a
Cristo con todo el corazón, amándolo ‘más que al padre o a la madre’ (Mt
10, 37) , como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la
adhesión ‘conformadora’ con Cristo de toda la existencia, en una tensión
global que anticipa, en la medida de lo posible en el tiempo y según los
diversos carismas, la perfección escatológica” (VC 16).

Hablar de “perfección escatológica” y de “adhesión conformadora” suena un


poco abstracto.

Si decimos “conformarnos con Cristo muerto y resucitado”, la imagen del


Señor que nos muestra sus llagas glo-riosas es más concreta, tiene fuerza de
alimento para nuestros ojos. La buena imitación de Cristo en esta vida es la
que se deja moldear —en el seguimiento— por el Señor crucificado-
resucitado. No sólo “por” Él sino “con” Él. Este 69

“con” le da otro tono al seguimiento, que quizás esta demasiado determinado


por el deber que se expresa en el “por”.

¿Por quién hago las cosas? ¿Para qué me he consagrado? Por Cristo, para Él,
respondemos. Pero puede ser que nuestra vida se vaya deslizando hacia el
cumplimiento, hacia la eficacia. ¿No será que, cuando decimos que todo lo
hacemos en definitiva “por” Él, le estamos ofreciendo nuestra eficacia,
cuando lo que Él quiere es nuestro corazón? Y no sólo que se lo ofrezcamos
—¡si ya es suyo!—, sino que lo compartamos.

En la meditación de los dos reyes, san Ignacio les hace decir, tanto al rey
temporal como al Rey eterno, “quien quisiera venir conmigo ha de ser
contento… de trabajar conmigo… porque, siguiéndome en la pena, también
me siga en la gloria” (EE 93-95). Esta triada conmigo-trabajos-
contento/gloria tiene que mantenerse unida en nuestra vida religiosa.

Y la clave, lo que amalgama penas y alegría, trabajos y glorias, es ese


“conmigo”.

Cómo cambia todo cuando uno dice “con Vos, Señor”.

Voy a rezar “con Vos”, voy a celebrar la eucaristía con Vos, voy a trabajar
con Vos… Al fin y al cabo, ése es el primer fin del llamado y de la vida
religiosa entera. Como dice Marcos: “llamó a los que Él quiso… para que
estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14).
Esto es lo primero que “imitamos” de Cristo: su “estar con el Padre”. “En el
principio era la Palabra y la Palabra estaba con Dios” (Jn 1, 1). Por eso, el
Señor en su vida terrena vive como hombre ese estar con el Padre: “Yo nunca
estoy solo, el Padre está conmigo” . Él es el Emmanuel, el “Dios con
nosotros” prometido. Él es el que nos promete: “Yo estoy con ustedes todos
los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Él es el crucificado-resucitado a
quien se lo reconoce al partir 70

y compartir el pan. Ésta es nuestra esperanza: “Si con Él mo-rimos, viviremos


con Él” .

Alegría y paciencia

Para que la “perfección escatológica” que esperamos se convierta en algo


cordial, en algo vivo que se expresa, tiene que pasar de la palabra a los
sentimientos: “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2, 5).
¿Qué sentimientos habitan el corazón traspasado-resucitado del Señor?

Los podemos concentrar en torno a dos sentimientos que marcan el ritmo


constante de todo corazón, que dan la melodía de fondo: paciencia y alegría.
La señal de que el consagrado permanece con Cristo en este doble misterio de
la Cruz y la Gloria, es esa rara mezcla de alegría y paciencia de la que está
hecha la esperanza. “Alegres en la esperanza y constantes en la tribulación”
, como dice Pablo (Rm 12, 12).

La unión de paciencia y alegría es fruto de la Palabra, de la Escritura. Son los


sentimientos fundamentales del Verbo hecho carne, los sentimientos que
modelan “indivise et inconfuse” el corazón crucificado-resucitado del Señor.

Pablo lo expresa así: “Con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras,
mantengamos la esperanza, y que el Dios de la paciencia y del consuelo les
conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos según
Cristo Jesús” (Rm 15, 4-5).

Esa esperanza, mezcla de alegría y de paciencia, es la clave del espíritu de las


bienaventuranzas que nos transmite el Señor: “Alégrense y regocíjense
[cuando los injurien, los persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra us-71
tedes por mi causa] porque su recompensa será grande en el reino de los
cielos” (Mt 5, 12). Pedro lo ha aprendido y lo expresa diciendo: “alégrense
en la medida en que participan de los sufrimientos de Cristo, para que
también se alegren albo-rozados en la revelación de su gloria” (1 P 4, 13).

Las dos lecciones de Señor

Si comprendemos adónde apunta el Señor, cómo es su corazón a imagen del


cual quiere formar el nuestro, comprendemos su pedagogía. El corazón del
religioso debe irse convirtiendo en un corazón esperanzado, un corazón que
permanece con Cristo en la cruz y en la resurrección. De ahí esa pedagogía
del Señor que va formando a los apóstoles en la paciencia y en la alegría.

San Ignacio —siguiendo a los Padres— habla de “las dos lecciones que el
Señor acostumbra dar o permitir. La una da, la otra permite; la que da es
consolación interior… Ésta nos muestra y abre el camino de lo que debemos
seguir, y huir de lo contrario; ésta no está siempre en nosotros, mas camina
siempre (a nuestro lado y Dios ordena sus tiempos); y todo esto para nuestro
provecho; pues quedando sin esta tal consolación, luego viene la otra lección
(la desolación que Dios permite)… contra la cual tenemos que ir sin tomar
resabio alguno, y esperar con paciencia la consolación del Señor , la cual
secará todas las turbaciones y tinieblas de fuera” (Carta 5, a Teresa
Rejadell).

Este aprender a “esperar con paciencia la consolación del Señor para que nos
muestre y abra el camino a seguir”

es la clave para la formación de un corazón consagrado. De aquí salen todas


las reglas de discernimiento, tanto personal 72

como comunitario: “no hacer mudanza de la desolación”,

“en la desolación trabajar por estar en paciencia”, “hacer contra a la


desolación misma (no sólo a los pensamientos que salen de ella)”, “en
consolación humillarse y abajarse”

y “tomar fuerzas”.
En los consagrados, la contemplación y la acción —la fe que opera por la
caridad— adquieren su forma definitiva desde la esperanza. La espera
paciente de la consolación definitiva —el “Ven, Señor Jesús” del “Espíritu y
la Novia” —

pone su sello tanto a la oración cotidiana como a todo gesto profético y de


servicio a los demás.

Aquí tiene que estar puesta la mirada de los formadores.

Esta esperanza es lo que hay que planificar y evaluar. La formación


permanente debe estar al servicio de ella.

Íconos de Cristo transfigurado

La esperanza es anticipación de los bienes futuros. Futuros en el sentido de


últimos, definitivos. Hay que anti-ciparlos…, pero bien, no con la
anticipación que proviene de la presunción o de la desesperación. El modelo
de este “poner gestos de esperanza, que anticipen la Gloria”

es el Señor en la Transfiguración. Allí se nos da una clave para toda


formación.

El Papa imposta toda la primera parte de Vita consecrata sobre la base del
pasaje de la Transfiguración del Señor (Mt 17, 1-9). Ser “íconos de Cristo
transfigurado” es la propuesta (VC 14). “La transfiguración no es sólo
revelación de la Gloria de Cristo, sino preparación para afrontar la Cruz.
Ella implica un ‘subir al monte’ y un ‘bajar del monte’” (VC 14).

73

Subir con alegría al monte de la consolación. Subir con paciencia al monte de


la Cruz. Y bajar transfigurados a la vi-da cotidiana. Como Moisés: “Siempre
que Moisés se presen-taba delante del Señor para hablar con Él, se quitaba
el velo hasta que salía, y al salir decía a los hijos de Israel lo que el Se-

ñor le había ordenado. Los hijos de Israel veían entonces que el rostro de
Moisés irradiaba, y Moisés cubría de nuevo su rostro hasta que entraba a
hablar con el Señor” (Ex 34, 34-35).

En Redemptoris Mater, Juan Pablo II esboza una teología del ícono en torno
a María. Algunos pasajes pueden ayudarnos a comprender mejor que
significa eso de ser “íconos de Cristo transfigurado”.

“María está representada o como trono de Dios, que lleva al Se-

ñor y lo entrega a los hombres (Theotokos) , o como camino que lleva a


Cristo y lo muestra (Odigitria) , o bien como orante en actitud de
intersección y signo de la presencia divina en el camino de los fieles hasta el
día del Señor (Deisis) , o como pro-tectora que extiende su manto sobre los
pueblos (Pokrov) , o co-mo misericordiosa Virgen de la ternura (Eleousa) .
La Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el Niño Jesús, que
lleva en brazos: es la relación con el Hijo la que glorifica a la madre. A
veces lo abraza con ternura (Glykofilousa) ; otras veces, hierática, parece
absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia (cfr. Apoc
5, 9-14) . […] En estos íconos la Virgen resplandece como la imagen de la
divina belleza, mora-da de la sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo
de la contemplación, ícono de la gloria: aquella que, desde su vida terrena,
poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a los razona-mientos humanos,
ha alcanzado con la fe el conocimiento más sublime. Recuerdo también el
ícono de la Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del
Espíritu Santo. ¿No podría ser ésta como un signo de esperanza para todos
aquellos 74

que, en dialogo fraterno, quieren profundizar su obediencia en la fe?” (RM


33).

Más allá de una discusión “estética” acerca del ícono —

que a algunos les puede gustar menos en cuanto expresión de un arte más
estático—, lo importante es considerarlo una expresión de la Palabra, que en
definitiva es lo que cuenta. Los íconos son imágenes a través de las cuales
Dios nos mira.

La propuesta de ser “íconos de Cristo transfigurado” apunta a que el mundo


se sienta mirado por el Señor a través de nosotros, a que cada carisma de vida
religiosa de-je transparentar una mirada de Dios sobre el hombre y la historia.
A través de los religiosos, la Iglesia y el mundo deben sentirse mirados por
un Dios que se entrega, un Dios que intercede, un Dios que protege con
ternura, un Dios que espera ser recibido.

Mirando a María, nos sentimos mirados por el Dios trino y uno, y podemos
ser ventana para los demás. Ir transfigurándonos bajo la mirada del Señor
hasta llegar a ser co-mo Él nos ve, como Él nos soñó desde antes de la
creación del mundo.

75

.II.

ELDIRECTOR

ESPIRITUALCOMO

COMPAÑERO

MAESTROYPADRE

“Todos bebieron la misma bebida espiritual,

pues bebían de la roca espiritual

que los acompañaba (akolouthouses);

y la roca era Cristo”

(1 Co 10, 4).

E ste capítulo fue escrito primero que los demás y tu vo como origen dos
cursos sobre la dirección espiritual, uno para sacerdotes y otro para
seminaristas.

Varias amigas religiosas, a quienes di el manuscrito para que me ayudaran


con sus sugerencias, coincidían en que la in-sistencia en hablar de “padre”
espiritual les hacía sentir que no se incluía suficientemente a la mujer. Y es
cierto.

Teniendo en cuenta que la paternidad de Dios incluye y requiere tanto de la


maternidad como de la paternidad humanas, haría falta escribir otro artículo
acerca de la manera de ser “compañera, maestra y madre” espiritual —quizás
siguiendo más la imagen de nuestra Señora—. Es decir, no basta con adaptar
el lenguaje y donde dice “padre”

agregar “madre”.

Esta charla fue dada a varones, y por eso el enfoque se fue por una sola
vertiente, así que la adaptación de lo que es común y lo que haría falta
diferenciar y agregar tienen que hacerla la lectora o el lector, espero que con
benevo-lencia. Para lo cual quizás ayude darnos cuenta de que lo que polariza
hacia arriba las tensiones que se dan en la dirección espiritual es,
precisamente, lo “espiritual”, al servi-79

cio de lo cual están las tensiones horizontales (padre/madre, varón/mujer,


discípulo/maestro, etc.).

Así como la conciencia psicológica tiene por objeto descubrir e interpretar las
mociones psicológicas, sobre todo las provenientes de fuerzas inconscientes,
y así como la conciencia moral tiene por objeto determinar el grado de
libertad y advertencia que hubo en una acción, la conciencia espiritual tiene
por objeto descubrir, sentir e interpretar lo que es de Dios en cuanto Otro que
nos ofrece su gracia co-mo don gratuito y sobrenatural.

En este sentido, el Espíritu unifica, en definitiva, con su fuerza y su claridad,


lo que puede ser percibido por una conciencia femenina y por una conciencia
masculina con matices diversos.

En este sentido, también, se podría entender lo de Pablo de que “en Cristo no


hay varón ni mujer…” (Ga 3, 29). El único Padre del Cielo es el que nos
atrae hacia su Hijo, el único Buen Pastor que nos apacienta y nos envía el
único Espíritu Santo a pastores y pastoras, padres y madres espirituales,
compañeros y compañeras, maestros y maestras.

CARÁCTERTRINITARIO
DELADIRECCIÓNESPIRITUAL

Si en los años posteriores al Concilio se hablaba de una crisis en la valoración


de la dirección espiritual, actualmente se viene dando el fenómeno de un
incremento en el in-80

terés por esta práctica. El monje J. Rousse preguntaba en 1972:

“¿Existen todavía maestros espirituales? La pregunta puede parecer brutal.


De hecho, no es tan nueva como podría hacernos creer una visión pesimista
del mundo contemporáneo. En el siglo VI, según Barsanufo, un maestro
espiritual del desierto de Ga-za, ‘la tierra contaba con sólo tres hombres
perfectos delante de Dios, que habían sobrepasado la medida humana y
recibido el poder de atar y desatar: Juan en Roma, Elías en Corinto y otro en
la eparquía de Jerusalén’. ¿Qué decir de nuestros días? —se pregunta
Rousse— , ¡si algunos aseguran que apenas si se encuentra uno por
generación!” 14

Sin embargo, el hecho de que los gurúes y los seudo-maestros espirituales15


se multipliquen por doquier parece indicar que la crisis de fondo persiste.
Tanto el escepticismo acerca del valor de la dirección espiritual como la in-
quietud por ponerla a la moda son dos caras de la misma moneda.

La preocupación por encontrar nuevas modalidades y técnicas se refleja en


los diversos nombres con que se presenta la dirección espiritual. Algunos
siguen utilizando el nombre genérico de “dirección espiritual”; otros
prefieren hablar de “acompañamiento”, y están también los que utilizan 14
Cf. J. Rousse, “Reflexions sur le maître spirituel”, en La vie spirituelle, París,
1972, págs. 167-168.

15 Y, para la gente que no le gusta “personalizar”, se multiplica la oferta de


“técnicas” y los libros de autoayuda.

81

el término inglés “counseling” , 16 que hace referencia a un modo de


relacionarse menos “perceptivo” y más tendiente a ayudar a la
autorrealización personal.
La tendencia actual es llamar acompañante o asesor —

en vez de “padre” o “madre” espiritual— al que tiene el rol de guiar o ayudar


a otro. Recordemos que el término “padre” espiritual, o simplemente “padre”
( “abbas” , o “ammas”

si es una mujer la que hace de “madre” espiritual), es usado en Oriente,


especialmente en el ambiente monacal, pa-ra designar al director o la
directora espiritual. Entre ellos se habla también de “anciano”
(“presbyteros”) y de maestro (“didascalos”).

Ahora bien, los cambios en la manera de nombrar algo siempre son


indicación de un fenómeno más profundo. Por eso vamos a tomar este punto
del ovillo para profundizar en nuestras reflexiones. La intuición que nos guía
parte del Evangelio, en el cual los roles que juegan el Padre, Jesús nuestro
Señor y el Espíritu Santo, en relación con el que desea dejarse guiar por ellos
(“hacer su voluntad”), no se contraponen entre sí, sino todo lo contrario: se
necesitan y complementan unos a otros.

Que el hijo de Dios se haya hecho nuestro hermano y compañero no quita


que Dios sea también Padre. Por eso, 16 Tanto la “terapia no directiva” de la
escuela de Rogers como las técnicas inspira-das en Jung suelen ser útiles para
crear un clima de confianza y de distensión en los comienzos de la dirección
espiritual y cuando se trata de enfrentar pequeñas neurosis. El “counselor”
rogeriano se contenta con servir de espejo al relato del otro, repitiéndole de
modo integrativo —sin sugerencias ni juicios de valor— lo que éste expresa
quizás de modo desintegrado. Esto ayuda a que el otro se libere
emocionalmente al sentirse escuchado, comprendido y aceptado. La escuela
de Jung trata de “integrar los complejos al resto de la personalidad”, sin
exigir que se encuentre o se reviva el traumatismo original. Cf. A. Grün, La
mitad de la vi-da como tarea espiritual, Madrid, 1993, y Nuestras propias
sombras, Madrid, 1991.

82

antes de buscar nombres nuevos que respondan a las expectativas actuales, es


necesario y puede resultar prove-choso reflexionar sobre la complejidad y la
riqueza de la dirección espiritual, y profundizar en su sentido teológico.
Lo primero que queremos destacar es que el vínculo que se da en la dirección
o el acompañamiento espiritual cristiano es algo enteramente peculiar, un
fenómeno original que —sin negar similitudes y cosas comunes— no tiene
igual en ninguna otra relación “maestro-discípulo”, tal co-mo puede darse en
otras religiones o escuelas filosóficas o psicológicas.

Por lo tanto, no puede entenderse en primer lugar co-mo si fuera un caso más
dentro del género universal “relación discípulo-maestro” o “paciente-
analista”. La relación que se establece en la conversación espiritual sólo se
entiende a la luz del Evangelio, desde la fe y desde la práctica de la Iglesia,
puesto que es una relación teológica y no meramente pedagógica, curativa o
de autorrealización.

Este punto de partida, que consiste en buscar “lo específico cristiano” de la


dirección espiritual, busca hacer con-trapeso a otra búsqueda legitima, que es
la de encontrar lo que tenemos de común con prácticas similares ejercidas en
otras religiones, escuelas filosóficas, etc.

Es propio del pensamiento católico avanzar y profundizar siguiendo estas dos


grandes direcciones: la que nos lleva a encontrar lo común (lo universal) con
los demás —que nos enriquece— y la que nos lleva a encontrar lo especifico
nuestro —que nos distingue de todos y con lo que en-riquecemos a los demás
—. Es importante poder discernir cuándo se debe pasar de un modo de pensar
al otro.

Un criterio puede ser tener en cuenta si la verdad que se intenta exponer es


una verdad que está en proceso de ilu-83

minar una realidad y va siendo aceptada por todos o si es una verdad que ya
se da por supuesta en un medio cultural y de la cual se parte como de un
supuesto para iluminar otras cosas.

Por ejemplo: el discurso sobre la “justicia” en los años 60 y 70 siguió el


camino de buscar lo común con otros discursos (el socialista, el marxista…),
y luego, a partir del fin de los 80 y en los 90, el discurso giró hacia la
búsqueda de la “justicia evangélica”, de lo especifico cristiano. Algo similar
puede verse en la dirección espiritual: luego de una etapa —en la que todavía
estamos— de búsqueda de seme-janzas con otras escuelas (psicológica y de
espiritualidad oriental, por ejemplo), hay una vuelta a profundizar lo
específico cristiano.

Lo específico cristiano de un acompañamiento o una dirección espiritual es


que la relación que está en juego es con el Dios uno y trino, revelado en
Jesucristo. Teniendo esto en cuenta, vamos a enfocar algunos aspectos de la
dirección espiritual desde un punto de vista trinitario, tomando como modelos
al Padre, a Jesús nuestro Señor y al Es-píritu Santo.

Creemos que esta perspectiva, que parte de la Escritura, puede ayudar a


superar posturas dicotómicas mostrando cómo pueden recobrar un valor
evangélico ciertos aspectos de la dirección espiritual que, desde otras
perspectivas, parecerían ya superados. Partiendo de los nombres —padre
espiritual, acompañante espiritual y consejero o asesor (maestro) espiritual—,
vamos a hacer algunas reflexiones acerca de las relaciones de paternidad, de
amistad y de en-señanza espirituales, viendo cómo cosas que parecen anta-
gónicas en un nivel superficial se muestran completamen-te integradas en un
nivel más profundo.

84

La relación de padre-hijo que se establece entre el padre espiritual y su


dirigido, si tiene como modelo la relación entre Dios Padre y su Hijo
Jesucristo, es una relación fundamentalmente evangélica, sana y sanadora.
Tenemos un solo Padre: el Padre del Cielo; y el que con su predicación y su
acompañamiento ayuda a que Jesucristo nazca y se forme en un corazón hace
las veces de este único Padre. Esto supone que se implica afectivamente en la
historia de salvación de su “hijo espiritual”, sufre y se alegra con él, y le
transmite su “espíritu”, su herencia espiritual.

Es cierto que pueden darse deformaciones que exageren este vínculo familiar:
actitud de paternalismo por parte del que dirige…, dependencia rígida de un
modelo por parte del dirigido…; pero esto tan malo como que no se dé
ningún tipo de vínculo “familiar”.

Hacemos aquí un pequeño excursus.

Puede suceder que, en algunos casos, se entremezclen afecciones adventicias,


propias de otras relaciones duales (padre-hijo, esposo-esposa…), que no se
realizaron en la persona o que han quedado frustradas en ella, y pueden
perturbar la relación sana entre padre e hijo espiritual, e incluso hacerla
desaparecer.

La causa hay que ponerla en la superación imperfecta de situaciones afectivas


precedentes en el dirigido o en el director, en la reviviscencia de situaciones
de la infancia o la juventud, o en el despertar de otras tendencias duales exis-
tentes en la persona humana y que ahora se sobreponen o sustituyen la
relación cordial de dirección espiritual.

También influye que, en la entrevista espiritual, el dirigido se vuelve en cierto


modo como un niño en el aspecto psicológico, en cuanto busca soluciones,
pregunta si algo está bien, pide que se le forme… Esto hace que pueda surgir
85

una ocasión propicia para que se dé una identificación con el otro, o se juegue
con una relación ambivalente. Cuando esto sucede, la relación de paternidad
espiritual queda dañada o rota.

Si el problema está en el director, debe cortarse inmediatamente la dirección,


pues no podrá hacer un bien. Si el problema está en el dirigido, depende de la
integración afectiva del director y de su serenidad para superar estos pa-
rásitos afectivos y restablecer la relación normal.

El “transfert” afectivo, puesto de relieve por el psicoaná-

lisis, juega siempre un papel en las relaciones afectivas. El pasado deja


cicatrices psicológicas que proyectan su influencia en el presente sin que uno
tenga conciencia de ese influjo. Un ejemplo característico es que, a veces,
surja en el dirigido una carga de agresividad sin motivo objetivo a-parente
contra el director. Sin saberlo, está proyectando en él la imagen de su padre,
demasiado autoritario, atribuyéndole la misma intransigencia.

Esto es la “transferencia”. Por ella, el dirigido reviste al director con las


cualidades de alguna figura importante de su pasado, de modo que —
inconscientemente— siente, piensa y actúa con respecto al director como si
fuera el objeto original de esos sentimientos.
Puede verlo como el superior intransigente contra el que se resiste; como
fiscalizador ante quien tiene que justificar-se; como bienhechor potente que
puede sacarlo de todo apuro —y por eso trata de tenerlo contento—; como
padre que decide todo por él, rehuyendo toda responsabilidad en sus
decisiones; como un simple profesional en psicología que le aclarará todos
sus problemas…

Al caer en la cuenta de esto, no hay que prestarse al juego y se debe objetivar


la relación y enderezarla a Dios. El 86

director debe también estar atento a sus propias transferencias, que lo llevan
“buscar con interés” a algunos dirigidos y a rechazar a otros; debe hacerse
consciente de lo que el otro despierta en él, para enderezarlo al bien del
redirigido, y no proyectar en el dirigido sus propios problemas e intereses. 17

Ahora bien, el tipo de distancia afectiva y el tipo de se-paración de roles que


se da en una relación terapéutica o funcional no tienen nada que ver con el
tipo de relación que propicia Jesucristo. (Suele ser bueno, por dar sólo un
ejemplo, que el terapeuta cobre un arancel, lo cual no tiene sentido que se
plantee en la dirección espiritual).

En el Evangelio, todo es de ida y vuelta. En una dirección espiritual, el


modelo es el Señor que se liga a la vida de los suyos y los liga a ellos consigo
de modo tal que co-rren su misma suerte. Fuera de esta relación dual “padre-
hijo”, que se da en la unidad de la Iglesia —en el Espíritu Santo—, se podría
decir que no puede haber verdadera comunicación y crecimiento de la fe.

La relación de maestro-discípulo, si toma como modelo al Espíritu Santo —


maestro interior y conductor de la Iglesia entera—, resuelve los problemas de
la distancia y los conflictos entre lo interior y lo exterior, entre carisma e
institución. El Espíritu es quien nos recuerda toda la verdad de lo que dijo e
hizo nuestro Maestro Jesucristo. La enseñanza espiritual no se hace desde
afuera, como un profesional que da técnicas de discernimiento y oración.

17 Cf. L. M. Mendizábal, Dirección espiritual, Madrid, 1978, págs. 79 y ss.

87
El maestro espiritual es el que sigue al Maestro interior, el cual ayuda al
discípulo a leer los acontecimientos presentes desde la memoria de su historia
de salvación, de mo-do que pueda dar un paso más en la misma dirección
salvífica, siempre integrado a la Iglesia. Para eso, el maestro, tiene que haber
vivido y acompañado la historia de su discípulo, o hacerse cargo de los
tramos en los que otro lo acompañó.

La relación de acompañamiento espiritual, si toma como modelo las


relaciones de Jesús nuestro Señor con sus amigos, es una relación de igual a
igual que no anula la relación Padre-hijo, sino que la potencia. En la
encarnación del Hijo que se hizo “compañero” nuestro, en su estilo sen-cillo
de aproximarse a los suyos y convivir entre ellos como uno más, el rasgo
dominante es el abajamiento y el servicio humilde en el cual brillan
“subcontrario” la majestad y la gloria del Padre.

El Señor se iguala con sus amigos para hacerlos dejar la condición de siervos,
pero enseguida se baja él —como en el lavatorio de los pies— o los misiona a
ellos. El rostro del Padre está siempre presente en el rostro del Señor-amigo y
compañero. Su amistad no es intimista, excluyente, cerra-da, sino siempre
abierta —atrayendo hacia el Padre o mi-sionando hacia los hombres—,
fecunda, incluyente…

Ahora bien, lo común de los tres tipos de relación de que hablamos es que
son “espirituales”. “Espiritual” en griego es “pneumatikos” . Pablo lo define
en la primera carta a los Corintios, cuando dice que habla “no con palabras
aprendi-das de la sabiduría humana sino del Espíritu, expresando realidades
espirituales en términos espirituales. El hombre natural 88

(psychiko) no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él… En
cambio, el hombre espiritual (pneumatiko) lo juzga todo; y a él, en cambio,
nadie puede jugarlo… Nosotros poseemos el pensamiento de Cristo” (1 Co
2, 14-16).

Para Pablo, es hombre espiritual es el que predica el Evangelio de Cristo


crucificado, el que tiene la sabiduría de la Cruz (1 Co 1, 17- 2,2).

Para Juan, el hombre espiritual es “el que no se fía de cualquier espíritu sino
que examina… El que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios” (1
Jn 4, 1-2). A la vez, el espiritual es el que “ha recibido espíritu de hijo
adoptivo, que le hace exclamar ‘Abba’ Padre” (Rm 8, 15).

Es decir: espiritual es el que tiene y se guía por el Espíri-tu que procede del
Padre y del hijo, y que confiesa al Hijo venido en carne, muerto y resucitado
por nosotros para hacernos hijos adoptivos del Padre celestial.

Lo importante, pues, en la dirección o acompañamiento es que sea espiritual,


es decir: que no se guíe por pareceres meramente humanos, por criterios de la
época, por dependencia de juicios humanos, para complacer o no dis-placer a
los hombres.

El paradigma de esta relación espiritual será, en algunos casos, el de la


relación que se da entre un padre y un hijo espiritual; en otros, la que se da
entre compañeros, y en otros, la que se da entre un discípulo y su astro. Pero,
en todos los casos, lo determinante es la búsqueda y el seguimiento de la
voluntad de Dios.

89

JESUCRISTO:

AMIGOYCOMPAÑERO

ESPIRITUAL

Partimos de Jesucristo. En él se nos revelan la forma y la medida de lo que


puede llegar a ser la “dirección espiritual” específicamente cristiana. Es el
que nos da al Espíri-tu como Maestro interior, para que nos “enseñe la verdad
plena”. Es el que nos abre el camino al Padre y nos enseña a llamarlo “Abba”
y a hacer su voluntad.

Vamos a tomar el pasaje de Lucas sobre los discípulos de Emaús. El Señor


resucitado que se acerca a los discípulos desesperanzados y, acompañándolos
por el camino, los va conduciendo al fervor del corazón, puede servir como
prototipo de lo que significa acompañamiento espiritual (Lc 24, 13-33).

Por parte de Jesús: Por parte de los discípulos:


1. Llama la atención su aproximación 2. Llama la atención cómo le abren su
indirecta. Aproximación porque se les corazón y le cuentan todo tal como lo
hace cercano, prójimo, como el buen sa- sienten en su interior: con su énfasis,
sin maritano al herido; indirecta porque no disfrazar su perplejidad (por la
jerarquía se da a conocer en un primer momen-de los que mataron al Señor),
sus des-

to, sino que se muestra interesado por ilusiones (respecto de lo que esperaban
lo que les sucede a ellos (¿de qué conde él), su incredulidad y desconfianza

versáis mientras vais caminando con ai- (respecto de los anuncios de las
mujere entristecido?). Jesús los escucha sin in- res), su tristeza: “ellos se
detuvieron con tervenir, y algo en su actitud hace que aire entristecido y le
dijeron: “eres tú el ellos se confíen.

único forastero…”. Se nota una cierta

“transferencia” en el sentido de dirigir

la bronca hacia Jesús, que con buen hu-

mor los deja hablar.

90

3. El Señor, que primero los deja ha-4. Los discípulos se sienten atraídos por
blar, luego habla él (no se da tanto un el Señor: lo han escuchado con gusto,
dialogo vivaz y con muchas preguntas y sin interrumpirlo porque se dan
cuenta respuestas, sino un dialogo con dos mo- de que no es una
conversación sobre te-mentos bien definidos). El Señor habla mas lo que
acontece, sino que es una ex-con fuerza y familiaridad (parresia), los
periencia espiritual: se les va enfervori-reta y exhorta (paraklesis) —los
conven- zando progresivamente el corazón (conce de pecado pero para
conversión—, de solación) a medida que el forastero les manera tal que les
quita la desolación: abre el sentido de las Escrituras. Esto lo los hace
reaccionar (se darán cuenta des- reflexionan luego, pero es lo que los ha-
pués). El tono de Jesús les cambia el áni- ce jugarse a invitar a pasar al
forastero.
mo. El Señor habla haciéndoles recor-

Adhesión afectiva de los discípulos al

dar la Escritura y lo que ellos ya sabían, compañero del camino tan


bondadoso de modo que les abre la mente a un nue- —consciente o
inconscientemente— es vo sentido de la misma experiencia que adhesión al
mismo Cristo.

ellos habían contado desolados. Luego,

el Señor se calla y se hace a un lado, “hi-

zo ademán de seguir su camino”.

5. Desaparición de la visibilidad huma- 6. Conversión entusiasta de los


discípu-na del acompañante espiritual para de-

los: son ellos mismos quienes, consola-

jar paso a la fe (“desapareció de su vista”).

dos, vuelven sobre sus pasos y cambian

la dirección de su camino, retornando

a la comunidad de la que se habían ale-

jado. El Señor no les mandó nada, pero

la fuerza de sus sugerencias los lleno de

fervor interior.

Destacamos, en primer lugar, como propio de Jesucristo, la Palabra hecha


carne, su hacerse cercano, prójimo, compañero. Si lo propio del Espíritu,
como veremos, es una especie de aproximación indirecta, a través de la
sugerencia, lo característico de Jesús es su cercanía total, en la carne.
Jesús entra en nuestra vida por lo más carnal: se hace hombre en el seno
inmaculado de nuestra Señora, se ocu-91

pa de la carne enferma de los hombres, se hace pan para alimentarnos,


resucita en la carne… La carne de Cristo es el encuentro con Dios. Y de ese
encuentro, cordial, amis-toso…, surgirá el dialogo, que también es propio del
que es La Palabra.
Encuentro cordial
El paradigma de encuentro cordial lo tenemos en los encuentros del Señor. Si
algo se destaca en Jesús, es su capacidad de establecer relaciones cordiales
desde el primer momento con las personas de buena voluntad. San Juan lo
pone de relieve ya desde el comienzo, cuando, dándose vuelta, les pregunta a
Andrés y a Juan: “¿qué quieren?”…, y ellos se van con él y se quedan con él
aquel día (Jn 1, 38-39).

Bastó que lo vieran pasar para que lo siguieran…, y apenas los invita a ir y
ver dónde vive, lo acompañan y per-manecen con el todo el día. Podemos
imaginar lo que sería la conversación de Jesús… Cómo les habría ido
“haciendo arder progresivamente el corazón” , como a los de Emaús (Lc 24,
32). Con sus discípulos, una vez que trabaron amistad, el Señor compartió
todo. Jesús nunca estuvo aislado: tanto en grupo como en soledad, siempre
vivió abierto a los demás.

Había algo en el Señor que hacía que la gente se le a-cercara. Basta que pase
no muy lejos por el camino para que el ciego Batirmeo lo reconozca, para que
la hemorroí-

sa se acerque —por detrás— a tocarle el manto, para que las madres le lleven
a sus niños para que los bendiga, para 92

que la gente lo siga por el desierto y por el lago y se quede escuchándolo…

En el primer gesto, en la primera mirada, en la primera palabra, se juega


mucho. En el pasaje del joven rico, se nos da un detalle de cómo miraba
Jesús: “Jesús, fijando en él su mirada, le amó” (Mc 10, 21).

Es importante que el director espiritual reciba como verdadero amigo al que


viene a él. No importa si es oportuno o inoportuno. Sentirse bien recibido en
cualquier momento es clave para que el dirigido se anime a abrir el corazón.

Más importante que solucionar un problema, que puede ser archisabido para
el director, es establecer y fortalecer el clima de amistad y de encuentro, que
hace sentir al otro su importancia como persona, más allá del “caso” que trae
entre manos.

El director que logra despertar en el otro la confianza de que será bien


recibido siempre ha ganado lo principal.

Cuando hay problemas serios, en los que uno se juega el todo por el todo, el
demonio tienta a la persona para que se aísle. Entonces, cualquier imagen de
irritabilidad, de apuro o de desinterés que haya dado el director espiritual se
convierte en un motivo poderosísimo para que el dirigido no se acerque.

En cambio, la imagen de que recibirá una acogida cordialísima de su padre y


amigo surge en la conciencia con una fuerza invisible y motiva el ponerse en
camino, como el hijo prodigo, como tantos pecadores que se acercaban al
Señor.

93

Diálogo cordial:

don de entender a las personas


y de inspirar confianza
Un dialogo cordial implica, en primer lugar, dar tiempo…, el tiempo que la
persona necesita. En esto, el Señor es maestro: con algunos, le bastan dos
palabras: “ven y sí-

gueme”, como le dijo a Mateo. Con otros, tiene largas charlas, donde utiliza
todos sus recursos, sin excluir el humor (con esa pizca de ironía divina que
lastima y cura sin da-

ñar), como cuando “lo carga” a Nicodemo, que es maestro en Israel y no sabe
que hay que nacer de nuevo, o cuando le pregunta a la Samaritana por sus
maridos…

El diálogo cordial supone un cierto don de entender a las personas: de saber


leer en su alma, como hacia el Señor en grado sumo, y de infundir confianza
para que el otro se abra y hable. No hablamos aquí del don de la cardiog-
nosis, que puede darse de modo habitual en algunas almas privilegiadas, pero
que no es raro que en alguna medida lo experimente todo sacerdote en algún
momento de su vida en que, en una confesión o en algún momento, uno

“adivina” lo que el otro quiere decir o necesita que le pregunten, y se siente


como movido por el Espíritu a decir algo que nunca había pensado decir.

San Ignacio tiene muchas expresiones que apuntan a este “adivinar y


simpatizar en el Espíritu”: “cuando el que da los ejercicios siente que el que
los hace…” (está tentado, o no tiene mociones…).

En un grado normal, es una gracia de tener cierta pron-titud para captar lo


que se quiere decir. Es el don de sinto-nizar bien con el otro y de llegar
rápidamente a lo esencial 94

sin que tenga que dar fatigosas explicaciones. San Ignacio decía que, más
importante que entender lo que el otro iba explicando, era darse cuenta del
estado fundamental del al-ma —si consolada o desolada— y discernir los
movimientos de espíritu que en ella se dan. Es importante saber ver el estado
de ánimo de la persona en pequeños gestos: mo-do de caminar, de gesticular,
brillo en los ojos…, etc.

Infundir confianza para dialogar supone que el dirigido se sienta ante “otro el
mismo” que es más sereno, bueno e imparcial que él mismo. Suele suceder
que, luego del “en-canto” de una entrevista, sobrevengan bronca y vergüen-
za ante el director que ahora conoce los secretos del dirigido… Esto se debe
advertir, y en el trato habitual no se debe notar que influye lo que el otro ha
contado.

Como vemos, la delicadez en este punto debe tener la misma seriedad que el
secreto de la confesión. ¡Ni qué hablar de los que comentan cosas de
conciencia o de dirección espiritual sin permiso del dirigido! O de los que las
utilizan para manipular. Cuando se dan estas situaciones, estamos en el
terreno, no del pecado o del error, sino de la corrupción moral y espiritual.

Por parte del director, es imprescindible una vida de oración y de familiaridad


con el Señor. La entrevista espiritual requiere que el director esté sereno, en
paz, dueño y señor de sí, de modo que no interfiera con sus cosas en el otro
sino para bien, para recibirlo y serenarlo.

También es oficio suyo rezar por sus dirigidos, interceder por ellos.

Además, debe rezar haciendo de sus dirigidos el objeto de su contemplación,


para llegar a conocer lo que el Señor espera de estas personas que le ha
confiado.

95

La entrevista espiritual

como diálogo

La vida de la gracia es un dialogo ente el alma y Dios: el amor del Padre que
nos da la vida como a hijos predilectos se hace palabra en cada persona, una
palabra que se va clarificando en la medida en que el alma responde a los
llamados amorosos de Dios.
El diálogo se da entre los gemidos inefables del Espíritu y la Palabra
inteligente de la Sagrada Escritura. Y la tarea de la dirección espiritual es
ayudar a que ese dialogo se es-tablezca, se vuelva familiar y fructuoso, se
superen los obstáculos con que el mal espíritu interfiere, y el alma pueda
recibir claramente las invitaciones del Señor y elegir lo que Él elige para su
vida.

Hay que estar atento para discernir qué nivel de dialogo tiene el alma con
Dios.

1. En algunos —los niños y las personas sencillas—, el director espiritual


ayudará a que ese dialogo se despierte, haciendo conscientes las gracias que
el Señor va dando al alma, de modo que ésta se anime a rezar.

2. En las personas que están enfermas espiritualmente, por alguna tentación


que ofusca su alma de manera habitual

—los que están dominados por alguna pasión o por alguna “falacia” o engaño
del enemigo—, el director ayudará a discernir la voz del mal espíritu que
utiliza esa pasión o mentira armada con apariencia de verdad, pa-ra que el
alma crea que no puede hablar con Dios. El Señor dialogaba con los
pecadores con más gusto que con los “fariseos”. El diálogo de misericordia,
de humil-96

de confesión de las faltas, de un amoroso ponerse en manos del Señor, que


nos hace de médico y de buen pastor, se ve siempre obstaculizado por el
demonio que hace de “acusador”, mezclando rabia, culpa, remordi-miento y
desesperanza de curación, de modo que el al-ma enferma no pueda dialogar
con Aquel que quiere y pueda sanarla.

3. En los que van “de bien en mejor subiendo” y progre-sando en la vida


espiritual, la tarea del director será ayudarlos a discernir las tentaciones “sub
angelo lucis” —ba-jo especie de bien— que son fundamentalmente “alter-
nativistas”. Allí donde el dialogo entre el alma y Dios esta afianzado, el
demonio busca medrar proponiendo alternativas “destructivas” o “menos
buenas” y, si no lo logra, tratando de quitar algo de alegría o de confianza al
alma que no se aparta del Señor.
Carácter eclesial de la conversación espiritual En el dialogo entre el Señor
resucitado y los discípulos de Emaús, Jesús despierta la fe de los discípulos
que, en un primer momento, no lo reconocen. Se da allí una duali-dad: el que
los acompaña les habla del Cristo, y eso les va

“haciendo arder el corazón”. Luego, al partir el pan, descubren la identidad:


el que les hablaba del Cristo era el mismo Jesucristo.

Así sucede también en la dirección espiritual. Puede que, en un primer


momento, parezca que los dos que conversan hablan de las cosas de Dios, de
lo que pasó, de diversos sentimientos y mociones espirituales que el dirigido
sintió en 97

la oración…, pero imperceptiblemente el Señor se hace presente: —“allí


donde dos se juntan [ “synfoneo” significa con-sonar o sonar juntos, estar de
acuerdo, en armonía de voces] en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos”—,
y la misma conversación espiritual se convierte en un acto eclesial.

Un acto eclesial que es imagen de la Trinidad, ya que el director hace las


veces de Padre, y el dirigido del Hijo, que busca la voluntad de Dios, y entre
ambos reina el Espíritu, que pone de acuerdo los corazones, crea un ambiente
de cordialidad y de paz, de alegría y confianza.

En la dirección espiritual, se trata de introducir sapien-cialmente a una


conversación no con Alguien adecuada-mente diverso con Quien está
presente y manifestándose a través del mismo conversar, como interlocutor
verdadero, aunque misterioso, de la entrevista.

La Iglesia, cuerpo de Cristo, no es tal independientemente de los miembros


que la forman. La unión del Cristo total al Padre y de la Iglesia al Señor
crucificado, la formación interior de esta comunión salvífica, pasa por las
personas, no se abstrae de ellas. Como dice Pablo: “Mire cada cual cómo
construye” (1 Co 3, 10). El Apóstol puso el cimiento, que es Jesucristo, pero
luego unos construyen con oro, otros con plata, otros con piedras preciosas…

98

ELESPÍRITU:
MAESTROINTERIOR

El oficio propio del Espíritu Santo es el de enseñar la verdad confortando el


corazón: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la
verdad completa, pues no hablara por su cuenta, sino que hablará lo que
oiga… él me da-rá gloria porque recibirá de lo mío” (Jn 16, 13-14).

Y el rasgo más característico de este “Guía espiritual” es el de no decir nada


propio: el Espíritu recuerda y esclarece lo que reveló Jesucristo (quien, por su
parte, habla de lo que oye decir al Padre). Por eso, decimos que la tarea del
maestro espiritual, en consonancia con el Maestro interior, no consiste ni en
inculcar sus ideas al discípulo ni en ayudarlo a que se autorrealice en sus
propias ideas y afectos, sino en ayudarlo a que descubra y realice la voluntad
de Otro, del Padre, y practicándola se vuelva “espiritual” (“pneumatikos”).

El maestro espiritual está plenamente comprometido con el mensaje


evangélico (con lo que es “de” Jesús —“recibirá de lo mío”—). Es cierto que
debe ir acompañando el proceso interior del discípulo, pero el contenido y el
tiempo que debe respetar son los de Dios (que, a veces, no coincide con los
del dirigido, sobre todo cuando está tentado).

Es por esto por lo que, entre maestro y discípulo espirituales, no hay que
preocuparse, en primer lugar, porque se dé una “distancia” afectiva o una
postura “neutral”, tal co-mo se tiene que dar en otras relaciones duales (entre
un analista y su paciente, por ejemplo). A algunos (o algunas veces), esto
vendrá bien, y otras no. Depende de lo que el Señor quiera.

99

Recordemos que el Espíritu no revela la verdad de mo-do frío e impersonal


sino todo lo contrario: consolando, gimiendo en nuestro interior,
defendiendo, exhortando…, es decir: comprometiéndose hasta la médula con
su discípulo de manera personal. Cada relación espiritual entre maestro y
discípulo es única. Lo importante es que la paternidad y el acompañamiento
(con mayor o menor grado de amistad) sean en el Espíritu, sean espirituales.

Quien no ha tenido un “padre espiritual” será toda su vi-da un “huérfano


espiritual”, y su evolución afectiva cristiana no será del todo perfecta. Pablo
es el modelo de esta paternidad espiritual que es formativa. Formativa en el
sentido de inculcar la “forma” de Cristo en el alma del hijo espiritual: “¡Hijos
míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo
formado en vosotros” (Ga 4, 19). El padre o la madre espiritual busca hijos
para Dios, hijos en el espíritu…
Pablo
En Pablo vemos con cuánta pasión se compromete con sus hijos en la fe. Al
escribirles, su tarea es la de un “maestro espiritual” que les recuerda lo que
hizo como Padre y como amigo y hermano en Cristo. No tiene intereses
propios, su enseñanza no es ideológica, pero tampoco deja al discípulo en
plena libertad de ser como quiera.

Pablo busca con toda su alma que sus discípulos aprendan “las normas de
conducta en Cristo”. Verdadero “pedagogo” espiritual sólo puede serlo el que
ha sido Padre.

O el que recuerda lo que hizo el Padre y construye sobre 100

ese fundamento. En su primera carta a los Gálatas, Pablo muestra lo que es


un modelo de afecto tal como debe darse en una dirección espiritual:

“Nunca nos presentamos, ustedes bien lo Pablo se presenta humildemente


hacien-saben, con palabras aduladoras ni con pre-

do hincapié en su debilidad para que se

textos de codicia, Dios es testigo, ni bus-

muestre la fuerza de la Cruz.

cando gloria humana, ni de ustedes ni de No busca seducir.

nadie. Aunque pudimos imponer nuestra No utiliza a las personas para


provecho autoridad, por ser apóstoles de Cristo, nos propio.

mostramos amables con ustedes, como una No es vanidoso.

madre que cuida con cariño a sus hijos.

No es autoritario ni manipulador.
De esta manera, amándolos a ustedes que- Es amable. No es frío ni distante:
su A-ríamos darles no sólo el Evangelio de Dios, fecto está lleno de ternura.
No tiene mie-sino incluso nuestro propio ser, porque han do a identificarse
con una madre. No es llegado a sernos muy queridos…

un mero intermediario ni un funciona-

Como un padre a sus hijos, lo saben bien, rio del Evangelio: es mediador —
entre-a cada uno de ustedes los exhortamos y a- ga todo su ser—.

lentábamos, conjurándolos a que vivieran Hace el oficio de Padre y del


Espíritu pa-de una manera digna de Dios, que los ha ráclito: como un padre
exhorta: alienta, llamado a su Reino y gloria (1 Ts 2, 5-11) . conjura y
consuela.

¡Corintios! Les hemos hablado con toda la El padre espiritual abre su


corazón de par franqueza; nuestro corazón se ha abierto en par primero. Se
juega y se implica con de par en par. No está cerrado nuestro co-sus hijos.

razón para ustedes; los de ustedes sí que lo Por eso puede ser mal pagado:
con ingra-están para nosotros.

titud y traición. La apertura de concien-

¡Correspóndannos! ¡Les hablo como a hijos: cia y la familiaridad confiada es


reque-

ábranse también ustedes!” (2 Co 6, 11-13) .

rida desde un amor que se abre prime-

No les escribo estas cosas para avergonzar- ro: no se exige sino luego que se
ha dalos, sino más bien para amonestarlos como do todo.

a hijos muy queridos.

Hay un solo padre espiritual, que nos en-

Pues aunque hayan tenido diez mil peda- gendra en la fe y nos da otros
“hijos” su-gogos en Cristo, no han tenido muchos pa- yos para que a su vez
nos hagan de padres. He sido yo quien, por el Evangelio, dres.

los engendré en Cristo Jesús. Les ruego que

sean mis imitadores. Por eso les envió a Ti-

moteo, hijo mío querido y fiel en el Señor:

él les recordará mis normas de conducta en

Cristo (1 Co 4, 14-17) .

101

Ignacio

Otro ejemplo de buen maestro espiritual es san Ignacio.

En sus ejercicios espirituales, tanto en las meditaciones y las contemplaciones


que propone estructuralmente, como en los distintos modos de rezar y en sus
reglas de discernimiento, se revela un don pedagógico sorprendente.

Podríamos decir que el buen maestro espiritual es el que logra formular para
su dirigido “reglas” del tipo de las de Ignacio. ¿Cuál es la característica de
estas reglas? Nos dice monseñor Gil:

“Son instructivas, pero no meramente doctrinales o teóricas, sino adaptadas a


la situación del ejercitante. Y normativas, también, pero no con la pretensión
de validez racional universal como las leyes matemáticas o lógicas, ni con la
autoridad propia de una norma jurídica, sino con la pretensión de ayudar en
situaciones determinadas y concretas, y con una autoridad espiritual aceptada,
dentro de la relación personal entre ejercitante y director… Las instrucciones
contenidas en estas reglas tienen siempre una intencionalidad práctica.

Son imperativas, pero a modo de apotegmas sapienciales”. 18

Podríamos decir que de la charla espiritual van surgien-do ciertas reglas que
son verdaderos “universales concretos”
para el discípulo. En las reglas de san Ignacio, se pueden distinguir tres
niveles en la ayuda al discípulo.

18 D. Gil, Discernimiento según san Ignacio, Roma, 1983, pág. 19.

102

Niveles de ayuda

1. Ayudar a darse cuenta: algunas indicaciones son más propias para


ayudarlo a darse cuenta, a sentir las mociones interesantes para el
discernimiento, aumentando la capacidad de atención. Hay descripciones de
Ignacio que ayudan a “pescar” el estado fundamental del alma —ir

“de bien en mejor subiendo” (o “de mal en peor bajando”; EE 315)—, y a


olfatear el accionar del buen espíri-tu y distinguirlo claramente del malo:
“propio es de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y
go-zo espiritual, quitando toda tristeza y turbación, que el enemigo induce”
(EE 329), “El enemigo se hace como mujer en ser flaco por fuerza y fuerte
de grado…” (EE 325).

En este punto, la ayuda principal del maestro es la de animarse a sentir sin


temores lo que siente el discípu-lo, yendo incluso más allá, de modo que el
otro tenga valor para sentir sin bloqueos lo que siente.

2. Ayudar a interpretar espiritualmente: otras indicaciones ayudan más para


reconocer el sentido de esas cosas que ocurren en nuestro interior. El primer
paso consiste en distinguir las mociones que uno se ha animado a sentir.

El segundo es aprender a juzgar el valor y el significado de las mociones,


jerarquizándolas para descubrir la gracia o la tentación principal, y
distinguirlas de las tácticas que usan el buen y el mal espíritu. En este punto,
es clave que el maestro haga como el Espíritu: que recuerde escenas o
palabras del Evangelio dentro de las cuales se puede interpretar lo que
acontece en el alma del discípulo.

103
3. Ayudar a elegir espiritualmente: hay también indicaciones que apuntan a
establecer una verdadera escuela del bien elegir espiritualmente, conduciendo
a través de mi-crodecisiones hacia la macrodecisión que se está buscando. Lo
más importante del maestro espiritual en este nivel es saber manejar los
tiempos prudentemente: saber cuándo el discípulo tiene que esperar (rezar
más hasta ponerse indiferente) y cuándo hay que apurar. También es
importante saber cuándo hay que cambiar de modo de proceder (en tipos de
oración, practicas ascéticas, tiempos de descanso…).

Algunas características

del que “da los Ejercicios”

1. Sugerir con sencillez y eficacia

Ignacio recomienda al que da los ejercicios “narrar fielmente la historia”,


siendo breve en las declaraciones propias, de modo que el otro, “discurriendo
y razonando por sí mismo”, halle alguna cosa de provecho. Uno de los
apotegmas de Ignacio es que: “no el mucho saber har-ta y satisface el alma
sino el sentir y gustar de las cosas internamente” (EE 2). El principio es
“hacer trabajar al discípulo (¡y al Espíritu Santo!)”. Lo poco que el discípulo
descubre por sí mismo “es de más gusto y fruto espiritual” que si el maestro
se extiende en muchas y sabias consideraciones.

104

2. Motivar al tibio Si el discípulo no tiene mociones, si no tiene lucha ni le


pasa nada…, el maestro tiene que “pedirle cuenta de-tallada de si hace los
ejercicios, cómo los hace…”. Para esto, ayuda a veces el “proponerle cosas
más grandes o dificultosas para rezar o practicar”, y enseguida se verá que
hay movimiento de espíritus. El principio es que “es bueno que haya
movimiento de espíritus” . ¡Si no, no se puede discernir!

3. Consolar al triste

Con el discípulo que está desolado y tentado, el maestro no tiene que


mostrarse “duro ni desabrido con él, sino blando y suave, dándole ánimo y
fuerzas para adelante, descubriéndole las astucias del enemigo de natura
humana, y haciéndolo que se prepare para la consolación que viene” (EE 7).

4. Dejar obrar a Dios y a la persona En general, el maestro debe estar como


una balanza, e-quilibrando al discípulo, sin inclinarlo ni a un lado ni a otro
(en Ejercicios), de modo que deje de obrar más in-mediatamente al Creador
con su creatura y a la creatura con su Creador (EE 15).

5. Equilibrar al indiscreto

Con el discípulo que anda consolado y con mucho her-vor, el maestro debe
prevenirle que no haga propósitos inconsiderados (EE 14).

105

6. No dejarse llevar por los afectos desordenados del otro, sino saber
moverse poniendo todas sus fuerzas para hacer contra a la tentación

En general, el principio se puede formular así: “con el que tiene algún afecto
desordenado” y está inclinado mal hacia alguna cosa, el que le da los
ejercicios tiene que “moverse a sí mismo poniendo todas sus fuerzas” para
inclinar la balanza hacia el lado contrario de la tentación, de manera que el
que está tentado encuentre un punto de apoyo para equilibrarse.

7. Examinar los espíritus: moverse a nivel espiritual, y no meramente


humano

Mucho aprovecha al que da los ejercicios no querer “saber los propios


pensamientos y pecados del que los recibe”, sino “ser informado fielmente de
las varias agita-ciones y pensamientos que los varios espíritus le traen”, para
poder darle ejercicios adecuados. El principio es: importa más conocer cómo
actúan Dios y el mal espí-

ritu en la persona que la psicología de la misma persona (que se descubre


indirectamente por el modo de actuar de los espíritus).

8. Salvar la proposición del prójimo Tanto al que da como al que recibe los
ejercicios les ayudará y aprovechará “presuponer que todo buen cristiano ha
de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y, si
no la puede salvar, preguntar cómo la entiende, y si el otro entiende mal,
corríjale con amor, y si no basta, busque todos los medios convenientes para
que, bien entendiéndola, se salve” (EE 22).

106

El arte de sugerir con sencillez y eficacia Nos detenemos en este punto, que
es clave en la pedagogía del maestro espiritual. Jesucristo anuncia en el
Evangelio que el Espíritu Santo, cuando venga, actuará con un influjo a
manera de sugerencia o recuerdo: “Él les enseñara todo y les traerá a la
memoria cuanto les he dicho” (Jn 14, 26).

El Espíritu habla por medio de invitaciones, de llamados a nuestra libertad, de


sugerencias que nos mueven a elegir de corazón. San Ignacio habla de
“mociones” espirituales.

Por eso, supuesta la presencia del Espíritu en el discípu-lo, supuesta su


apetito espiritual por el bien y su fervor, las normas espirituales del maestro
conviene darlas no tanto en tono imperativo o exhortativo cuanto a manera de
sugerencia o recuerdo. El tono imperativo deja la impresión de que uno obra
movido exteriormente y quita energía.

En cambio, cuando la persona es fervorosa y está atenta a todo lo que dice su


director, la sugerencia que se le in-funde se convierte en determinación
formal de su apetito vital, que de esta manera pasa al acto con la alegría de
haber captado una invitación y de moverse por sí mismo, con libertad y en
consonancia con el maestro.

El arte de sugerir implica un gran conocimiento del otro y es una muestra de


confianza en su capacidad de comprender y en su deseo de obedecer
libremente.

En el Evangelio, el Señor usa mucho este estilo de sugerir, De hecho, las


parábolas responden a este estilo. Podemos recordar a nuestra Señora en las
bodas de Cana, con su simple “no tienen vino”, que mueve a Jesús a
adelantar su hora. También están las proposiciones condicionales del Señor:
“Si tuvieran fe como un granito de mostaza…”, “Si 107
quieres ser perfecto…”, “El que quiere seguirme cargue con su cruz…”.

Una manera de sugerir es dar doctrina. En algún momento de la


conversación, si es posible sin que parezca una alusión directa a un problema
concreto, suele ser bueno recordar alguna frase doctrinal, de esas
compendiosas como los “apotegmas” o las “reglas” que hemos visto, y
hacerlo en forma de una proposición general y abstracta, de modo que el
discípulo “pesque” lo que el Espíritu le haga pescar.

También se sugiere con gestos, encomendando alguna tarea de confianza,


pidiendo ayuda u oración para sí: “Reza por mí”…

Dos cosas deben sugerirse siempre y de modo constante, mediante gestos o


palabras: una es la estima de que go-za el dirigido, no sólo como persona sino
también en su capacidad de progresar y crecer en santidad. La otra es que la
dirección se mueve en un ámbito espiritual, por ello el recurso a la oración
como medio sobrenatural debe ser constante.

La relación entre maestro y discípulo tiene su origen en una gracia de Dios y


se mueve buscando acrecentar esa gracia, Todo lo demás —afecto humano,
trabajo en conjunto, etc.— se debe sentir como subordinado a esa relación
espiritual.

108

ELPADREESPIRITUAL

Si lo propio del Espíritu es sugerir —en un ámbito de consolación— y lo


propio de Jesús es dialogar —en la cercanía de la carne—, lo propio del
Padre es el silencio: el Padre es silencioso porque es puro don, un darse sin
medida que es Vida pura.

Acerca de esa vida hablan Jesús y el Espíritu. Y porque es puro don es


esperanza, una esperanza también silenciosa que no se cansa y va atrayendo
todo hacia sí. El Padre es el que siembra sin medida y el que espera la
cosecha; el que prepara el banquete y espera a los invitados; el que da trabajo
en su viña y espera los frutos; el que reparte la herencia y espera a que sus
hijos sientan que Él mismo es su mejor herencia.
A imagen de este modelo, que lleva adelante un proceso desde el principio al
fin, debe obrar el padre espiritual, ayudando a que Jesucristo se forme en el
corazón de sus hijos espirituales… El título de padre espiritual es lo más al-to
que se puede dar a una persona en esta tierra.

Como dice Pablo: “Pues aunque hayas tenido diez mil pedagogos en Cristo,
no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os
engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4, 17).

El criterio que usa Pablo para hablar de paternidad es el Evangelio (cf. Fil 2,
22). La buena nueva de que, en Cristo, somos hijos de Dios, hace que el que
anuncia e inculca esta verdad de manera definitiva y constante en el corazón
de otro participe de la paternidad del único Padre del Cielo.

Llamar “padre” a otro, en sentido cristiano, no sólo no atenta contra el


mandato de Jesús “a nadie llaméis padre en esta tierra”, como si se dijera que
lo usamos en sentido 109

“figurado”, sino que es la manera perfecta de cumplir con ese mandato del
Señor: haciendo notar que aquella persona que más nos influye
humanamente, engendrándonos a la fe, es padre porque participa de la
paternidad del único Padre celestial.

No es padre en sentido terrenal, como si hubiera hecho algo por sí mismo, ni


en sentido figurado, como si no fuera nada y Dios obrara sin mediaciones: es
padre en el Padre (como Jesús, a quien, con ese sentido de fe profundí-

simo que tiene, llama “Padre” nuestro pueblo fiel). Quizás la imagen correcta
sea la de “padre adoptivo”. En el mismo sentido en que somos “hijos
adoptivos” de Dios, gracias a Jesucristo, podemos decir que hay algunos que
tienen la gracia de ser “padres adoptivos” de otros, a quienes engendran en la
fe. En ese altísimo sentido son padres el papa, los obispos, los sacerdotes, los
“padrinos”… y el padre espiritual.
El padre misericordioso
La parábola del padre misericordioso nos revela el modelo de paternidad
espiritual en la figura del Padre que es capaz de seguir el proceso de cada
hijo, de darles el tiempo que necesitan para descubrir su amor. El padre es
con quien tenemos que identificarnos en esperanza: desear ser padres de
todos, sin condiciones, soportando todo, esperando todo…

El Padre quiere a sus hijos en casa. A ellos, tal como son, sin condicionar su
presencia a determinadas actitudes. Los quiere a ellos aun afuera, por eso sale
a buscarlos y los es-110

pera. Al alejamiento de los hijos responde con una fiesta, no con un reproche.
Lo entrega todo lleno de alegría, lo comprende todo, lo espera todo, todo lo
soporta, todo lo perdona. El padre es el que sabe vivir de esperanza: cada día
subía a la azotea a otear el horizonte esperando la vuelta de su hijo… El
padre es el que sabe vivir sin reproches, aun sabiendo que su hijo mayor está
resentido.

El padre es el que sabe curar a un hijo con otro. El padre es el que sabe
participar su herencia. Aunque los hijos la codicien mal, él la va dando con
generosidad. El padre es el que sabe hacer fiesta por las personas y no se
detiene en sus actitudes cambiantes (buenas y malas). Se mueve a un nivel
ontológico: he recuperado a mi hijo, todo lo mío es tuyo. Sabe hacer silencio
durante mucho tiempo, reparte sin hablar, convive con el mayor sin tocar el
tema, y luego responde al diálogo desde una profundidad mayor a la que
tienen los hijos: su planteo es superador de conflictos.

Un padre espiritual debe distinguir el estado fundamental del alma de quien


viene a dirigirse. Como el hijo menor, algunos han tomado su parte de la
herencia y la han mal-gastado, por eso vuelven cansados y avergonzados.
Como el hijo mayor, otros han permanecido en casa, cumplien-do todo, pero
están tentados de resentimiento. Hay en estas dos figuras como un paradigma
de toda relación con el Padre: la actitud de ambos hijos, por caminos
distintos, quiere eliminar al padre para reemplazarlo, desean la herencia. El
pródigo se la apropia de entrada; el mayor es capaz de esperar.
El director espiritual, tanto si se siente como el hijo menor como si se
identifica con el mayor, a lo que está llamado es a ser como el Padre
misericordioso. Puede decirse a sí mismo: “Toda tu vida has estado buscando
amigos y re-111

clamando afectos: que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha


llegado la hora de ser fiel a tu verdadera vocación: ser un padre
misericordioso que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles
explicaciones, sin reclamar nada a cambio”. 19 Lo que la gente necesita es un
padre capaz de reclamar para sí la autoridad de la verdadera compasión.

Parábola del hijo prodigo. El menor es el que se marchó. Pedir la herencia


equivalía a desear que el padre mu-riera. Ningún hijo haría eso y, si lo
hiciera, ningún padre se la daría. Más que una falta de respeto, fue una
traición a la familia y a su pueblo.

Dejar el hogar es haber dejado el centro de su ser. El lugar donde resuena la


voz del Padre: tú eres mi hijo amado.

El país lejano es el de sus adicciones: adicción al trabajo, al pecado, al


reconocimiento, a sus costumbres…, a su imagen. Es amado en tal medida,
que el Padre lo ha dejado libre para abandonar el hogar.

Hay que ver si es capaz de volver y dejarse tratar como hijo, o si viene a la
dirección espiritual como empleado. La falta de alegría ¿no se debe a que, por
sus pecados, no se de-ja tratar como hijo y sigue diciendo “trátame como uno
de tus jornaleros” ?

Parábola del hijo resentido. El mayor está perdido en su resentimiento.


Atribuye su falta de alegría a su hermano, que se la dilapidó toda. Juzga al
menor y juzga al Padre.

Su corazón está lleno de quejas y razones que justifican sus 19 Cf. H. J. M.


Nouwen, El regreso del hijo pródigo, Madrid, 1997, pág. 28.

112

quejas. Es incapaz de compartir la alegría de su padre. Se ha convertido en un


extraño en su propia casa. Todo en él es sospecha, cálculo, reproche.

La parábola no tiene final feliz: deja en suspenso si el hi-jo mayor entró o no


en la fiesta. La pregunta es: ¿te juegas y confías en el amor del Padre que lo
perdona todo, o te quedas con tu distribución de justicia “afuera” de la fiesta?
El hijo mayor no puede entrar por sí mismo a la fiesta, por eso el Padre sale a
buscarlo. No hay final feliz porque el amor de Dios no depende de nuestra
aceptación.

El Padre tiene una palabra de igual ternura para el mayor:

“Hijo [niño] , todo lo mío es tuyo, tú estás siempre conmigo” .

El Padre no compara los hijos, los ama a ambos con amor total. Contra el
resentimiento, puedes oponer la gratitud ante Aquel que es el único que sale a
buscarte, contra los otros hijos que se siente aun más “mayores” que el mayor
y no lo perdonarían.
Magnanimidad y confianza
Magnanimidad y confianza son dos virtudes propias del Padre misericordioso
y son, por lo tanto, modelos del padre espiritual.

La magnanimidad consiste en animarse a seguir regando en campo seco, a


perseverar en la confianza de que se es-tá sembrando buena semilla, aunque
parezca que el otro no da fruto. En algunos momentos de una dirección
espiritual prolongada, se siente la tentación de cortar, abandonar.
Especialmente si el dirigido tiene una crisis profunda que uno no sabe cómo
manejar. Aquí es importante la pa-113

ternidad que no se reduce a enseñar o a dirigir procesos, sino que es capaz de


aguantar hijos, de quererlos tal como son, con magnanimidad, sin perder la
ilusión ni la esperanza de su salvación y su crecimiento, aun contra toda
esperanza.

La confianza en que el Señor lleva adelante lo que comenzó, y no uno con


sus fuerzas y recursos, es lo único capaz de sostener, muchas veces, a un
padre espiritual que no sabe cómo guiar bien a su hijo en el Señor.
Afecto cordial y sano
La santa cordialidad es fruto del Espíritu Santo, fruto de la caridad de que
habla Pablo a los corintios. La cordialidad se abre en el encuentro cordial
comunicativo y com-prensivo, y se mantiene en un afecto habitual
permanente, propio de un corazón de Padre.

Cuando una persona que se ha ganado el respeto por su estilo de vida y a


quien se tiene confianza, en cuanto es capaz de conducir espiritualmente a
quien le abre su corazón, se muestra cordial en su trato, produce un gran
afecto en el alma.

Como dice san Ignacio, refiriéndose al general de la Compañía: “Muy


especialmente ayudará, entre otras cualidades, el crédito y autoridad para
con los súbditos, y el tener y mostrar amor y cuidado de ellos; de manera que
los inferiores tengan tal concepto que su superior sabe y quiere y puede bien
regirlos en el Señor nuestro” . 20

20 S. Ignacio de Loyola, Constituciones, parte octava, N.° 667.

114

Respetabilidad

Una señal de que un sacerdote ha madurado bien, de que puede ser padre
espiritual porque se ha convertido en

“presbítero” (anciano) sin perder juventud ni alegría, es la respetabilidad.

Respeto viene del latín “re-spicere” , mirar dos veces. Lo tomamos como
actitud de los demás ante el sacerdote, cuando “lo miran dos veces”; es decir,
cuando se nota su presencia, cuando se lo busca para pedir consejo, cuando se
lo imita; y también como actitud del propio sacerdote ante sí mismo, ante los
demás, ante las cosas y ante Dios.

El que respeta mira dos veces antes de hablar y de actuar, pondera, tolera…,
no se deja llevar por la emotividad.
El respeto es lo contrario de esa tentación de los ancianos que provocan un
sentimiento de menosprecio porque se los ve fundamentalmente “chochos”,
sumidos en su mundo, arrastrados por sus estados de ánimo cambiantes.

Pero, si algunos pierden la respetabilidad por flaqueza y debilidad, son


peores, con mucho, los que hacen la farsa de la respetabilidad: los que en su
ancianidad siguen metidos en las luchas por el poder, los que hablan mal de
todo el mundo y no se juegan sino por sí mismos, los que adoptan una pose
respetable pero en el fondo siguen a merced de las tentaciones primarias o
han sucumbido a las dos más espirituales: la vanagloria y el orgullo.

Son los que adoptan por cara una máscara de piedad en la liturgia y no son
buenos con las personas; los que mane-jan las propias avideces con
moderación, pero no por virtud sino por miedo a la muerte y por un
seguimiento hi-pocondríaco de los consejos médicos; los que subliman las
115

pasiones más bajas, y refinan la sensualidad y la ira de manera tal que se


vuelven casi espirituales; los que no dejan que se trasluzcan sus estados de
ánimo, porque llevan una coraza que no sólo es externa sino de esas que
sofocan to-da tormenta interior antes de que nazca. Para ellos, es la frase del
Señor a la iglesia de Sardes: “Tienes nombre de vi-vo pero estas muerto” (Ap
3, 1).
Pasar la herencia
Un rasgo propio del Padre, y que debe serlo de todo acompañante espiritual,
es el de pasar la antorcha, el de transmitir la herencia que uno escribió. En la
relación con los más jóvenes, con los hijos, es donde la respetabilidad no
puede ser fingida.

Existe en los jóvenes (se sobreentiende que hablamos de los jóvenes que
comienzan su seguimiento de Cristo y es-tán enamorados de su vocación, y
no del joven necio e indiscreto que desprecia a los ancianos virtuosos) una
especie de sexto sentido ante los mayores, que hace que a algunos se los
respete y se los sienta cercanos, se los trate con cari-

ño, se los busque y se les pida consejo, se les abra el corazón en confesión y
dé gusto sentarse a su mesa.

En cambio, a otros los jóvenes se les burlan o los igno-ran, ni se les pasa por
la cabeza acercarse espontáneamente, se los respeta sólo formalmente…
Aunque no lo formulen matizadamente, hay una tendencia a la cercanía o a
alejarse, que sale por los poros de la piel. Se “pesca” al que no quiere “soltar
la manija”, al que le interesa cuidar su imagen, al que no se juega ni muestra
el corazón cuando se da una 116

charla más personal, al que es egoísta, al que miente, al que dice a todos que
sí para no “quemarse” cuando, en realidad, está chamuscado por entero…

En el fondo, lo que se percibe es que la persona no quiere transmitir ninguna


herencia. Y esto se debe a que no la posee. Solamente la ha administrado y
para su provecho, por eso no tiene nada que transmitir y, si pierde la admi-
nistración, se queda sin nada. Es el que se cree “vivo” pero, en realidad, está
muerto, como dice el Apocalipsis. Dios no se ha interiorizado en su corazón.
Lo sigue viendo con mentalidad adolescente, como alguien exterior, que le
perdonará sus pecados o pecaditos —todos tenemos—, pero no ha
descubierto al Dios que le reclama su corazón.

Pablo, en su relación con Timoteo, es el prototipo del anciano que está a


punto de ser “derramado en libación” (2

Tm 4, 6), que sabe dejar su herencia a un joven… Pablo comienza su carta


diciéndole: “tengo vivos deseo de verte, al a-cordarme de tus lágrimas
[cuando se despidieron en Éfeso] , para llenarme de alegría” (2 Tm 1, 4).
Pablo es el anciano que, en el atardecer de su vida, en el que todo es lucha y
perse-cuciones, mantiene dos cosas: su vocación, la fe inconmo-vible en
Aquel que lo llamó “para anunciar la promesa de vida que está en Cristo
Jesús”, y su paternidad. Timoteo es

“su hijo querido”, de quien se “acuerda noche y día” en sus oraciones, a


quien exhorta a mantenerse fiel.

La alegría es el signo de que nuestro corazón está ante su bien. Y el bien


ultimo de nuestro corazón no consiste en el dominio de ninguna situación —
de lo que se dice o se hace en nuestro ambiente—, o de lo que sucede en
nuestro interior—, sino en el amor a las personas concretas —el Padre, el
Hijo, el Espíritu Santo, nuestra Señora y nuestros 117

prójimos—, por encima de las cuales no existe ningún reino ideal de valores
que merezca nuestros afanes.

Por eso, cuando nos preguntamos por nuestra alegría ministerial, no tenemos
que hacer la pregunta en términos de eficacia ni de ascética ni de cantidades,
sino que tenemos que mirar las fuentes de la alegría que son los corazones. Y
las preguntas pueden ser ésas, las mismas dos: si estamos ya listos para “ser
derramados en libación” —si nos vamos convirtiendo en hostia pura
inmaculada y santa pa-ra entrar en nuestro Dios—, y si estamos cuidando
bien nuestra herencia —los hijos que nos han sido dados—, preparándolos
para recibir la antorcha.

ALGUNASPREGUNTAS

PARATRABAJARENGRUPO

OPERSONALMENTE

1. ¿Qué experiencia tengo de dirección espiritual en mi vi-da de seminario y


como sacerdote? ¿Tengo o tuve a alguien que considere padre espiritual?
¿Pienso que es necesario dirigirse con alguien o basta la confesión? ¿Me
interesan los libros de autoayuda? ¿Me dirigiría con al-gún compañero?

2. ¿Qué es la transferencia afectiva? ¿Qué sentimiento me produce la


dirección espiritual? ¿Puede ser que, en mi valoración positiva o negativa de
esta práctica, estén in-volucrados algunos sentimientos inconscientes que me
influyen?

118

3. ¿Cuál sería el modelo teológico de un buen director espiritual? Padre,


maestro y amigo.

4. El director espiritual ¿tiene que mantener distancia de su dirigido o


implicarse en su vida? ¿Con qué criterios justifico mi opinión?

5. Leer 1 Ts 2, 5-11; 2 Co 6, 11-13 y 1 Co 4, 14-17. Características de la


dirección espiritual paulina.

6. ¿Qué ayuda tiene que dar un director espiritual? Distinguir diversos


niveles.

7. ¿Cuál debe ser el tono del director espiritual, su manera de enseñar


(moralizante, compresivo, directo, indirecto…)? El arte de sugerir… ¿Qué
sugerencias deben ser constantes?

8. Leer Lc 24, 13-33. Características de Jesús como maestro y de los


discípulos.

9. ¿Qué papel juega la cordialidad en la dirección espiritual?

10. ¿En qué se fija un buen director espiritual?

11. ¿Cómo se dialoga con diversos tipos de personas? ¿Que debo pretender
como fin al dialogar con niños, con personas enfermas psicológica o
moralmente, con personas que caminan hacia una mayor santidad y
perfección?
12. ¿Tiene un carácter eclesial la dirección espiritual?

13. ¿Cuáles son los dos estados fundamentales del alma pe-cadora,
representados en los dos hijos? (El tercer hijo se-ría Jesús, que es pródigo
pero para los demás y cumpli-dor sin rencores; ejemplo del alma formada a la
que hay que guiar a todo hijo espiritual).

14. Características del padre espiritual cuyo modelo es el Padre


misericordioso.

15. Virtudes principales de un padre espiritual.

119

16. Leer 2 Tm 4, 6 y 2 Tm 1, 4. ¿Me preocupo por tener hijos espirituales a


quienes dejar la herencia o soy más bien un funcionario…?

120

.III.

LAFORMACIÓN

DELCORAZÓN

“Yo les daré un solo corazón

y pondré en ellos un espíritu nuevo:

quitaré de su carne el corazón de piedra

y les daré un corazón de carne,

para que caminen según mis preceptos,

observen mis normas

y las pongan en práctica,


y así sean mi pueblo

y yo sea su Dios”

(Ez 11, 19-20).

L as reflexiones que siguen fueron escritas, en primer lugar, en forma de una


charla para formadores. 21 Pe-ro, luego, los mismos temas los fuimos
tratando con grupos de gente en formación. El tener que pensar cómo le
hablaría a una persona que entra en la vida religiosa, o a una que se encuentra
en los primeros años de formación, hizo que cambiara el tono de las
reflexiones, y que cobra-ran importancia otros temas que no habían salido al
medi-tarlos en abstracto o al intercambiar opiniones entre formadores.

Al poner en el centro a las personas que están en formación y hablarles


directamente a ellas, creo que se dio una gracia para compartir y que puede
servir de ayuda en la tarea de formar y formarse.

21 Estas reflexiones son fruto de un taller de formación que compartimos con


los formadores y los provinciales de los Misioneros del Sagrado Corazón, en
enero de 1998.

123

FORMARELCORAZÓN

Un corazón sin doblez

Antes que nada, quisiera compartir con ustedes el porqué de este título en el
que se menciona el corazón. ¿A qué hacemos alusión y de qué lo
distinguimos cuando hablamos de “formar un corazón”?

Karl Rahner, hablando acerca del corazón de Jesús, dice:

“Existen esas palabras originarias que sirven de conjuro, que recoge y une,
en las cuales —en cuanto le es posible a una criatura que ha de salir
continuamente a una pluralidad propiamente tal— en cierta manera se
recoge todo en uno y se “interioriza” . 22
Una de estas palabras originarias es “corazón”.

Al hablar de “formación del corazón”, no queremos distinguir el corazón de


nada, sino que queremos apuntar a formarnos en ese lugar donde “todo” se
interioriza y se unifica.

Queremos hablar de la formación allí donde todo tiene su centro integrador.

Cuando decimos “todo”, significa que el corazón no es sólo el lugar de los


sentimientos actuales, sino también el lugar de los recuerdos y los proyectos;
el corazón no es sólo el lugar de la vida afectiva en cuanto distinta de la vida
intelectual, sino que es el lugar de nuestros pensamientos más hondos, de
nuestras intuiciones más verdaderas; el cora-22 K. Rahner, “El sentido
teológico de la devoción al Corazón de Jesús”, en Escritos de Teología VII,
Madrid, pág. 519.

124

zón no sólo es el lugar donde otros —especialmente Dios—

pueden habitar y estar presentes.

El corazón es lugar de paradojas: es centro y está totalmente descentrado; es


lo más tiernamente carnal y lo más espiritual (no deja de llamar la atención el
hecho de que, en su mayor parte, sea hueco); nunca deja de moverse y está
crucificado; es lo más interior, y se lo siente latir en los extremos más
lejanos; es lo que consideramos más “nuestro”

y, sin embargo, es justamente el lugar donde no nos pertenecemos, donde


otros viven dentro de nosotros; en él se nos imponen los que queremos y los
que nos cuesta aceptar.

Como el corazón está oculto, se manifiesta en los gestos

—en el rostro, en lo que dicen los labios, en lo que testimonian los actos—.
Y, así como puede manifestarse sin-ceramente, también tiene la posibilidad
de volverse doble.

Hablar de “formación” del corazón significa apuntar a que se consolide un


corazón sin doblez, como el de Natanael, a quien Jesús elogia diciendo “ahí
tienen a un verdadero israelita, en quien no hay doblez” (Jn 1, 47).

Un corazón sin doblez quiere decir un corazón unificado y que unifica, un


corazón donde un único amor integra la intimidad de la vida de oración, la
calidez familiar de la vida comunitaria, el trabajo apostólico y la creativi-dad
intelectual.

125

Bajo la mirada de nuestra Madre Luego de hablar del corazón, quiero que
nos pongamos bajo la mirada de nuestra Madre, la Virgen, para solicitar su
ayuda y tenerla como primera formadora.

Ustedes quieren entrar a vivir en la vida religiosa, y la vi-da religiosa es vida


de familia. Toda forma viviente se modela en un ámbito maternal… Así nos
formamos antes de nacer, así se formó Jesús, así se formarán ustedes.

En María, encontramos no sólo un modelo, en cuanto fuente inagotable de


inspiración para todos los que quieren seguir más de cerca a Jesucristo, sino
también a la formadora que nos quiso dejar Jesús. El “hagan todo lo que Él
diga”, que viene a ser la regla práctica de la vida religiosa, no lo puede decir
cualquiera. Tiene que ser escuchado con el tono de voz de nuestra Madre.

Y, de entre tantas cosas hermosas que encontrarán en nuestra Madre para


llenar sus ojos y alegrar sus corazones, quisiera que se fijaran, antes que
nada, en su esperanza. Porque querer formarse es un acto de esperanza.

En el Magníficat, María es la mujer transfigurada por la esperanza, es aquella


que se deja mirar por Dios en su pequeñez y que contempla la historia con los
ojos misericordiosos de Dios. Así tienen que dejarse mirar por nuestro Padre
Dios al entrar al noviciado.

En la mirada de María, se juntan la esperanza de lo grande y la esperanza de


lo pequeño (“hizo de mí grandes cosas”, “miro con bondad mi pequeñez”).
En su mirada, el pasado y el futuro están presentes en esperanza. Lo que la
misericordia del Señor ha hecho es una cosa con lo que ha-rá (“acordándose
de su misericordia, como lo había prome-126
tido a nuestros padres, a Abraham y su descendencia por los siglos”).

¡A que esa esperanza se les transparente en sus miradas, en sus corazones y


en sus manos es a lo que están llamados en la vida religiosa!

Con el cuidado de un padre

Quiero expresarles ahora cuál es el sentimiento más in-sistente que


experimento al comenzar a hablarles de su formación: es un sentimiento de
preocupación; los formadores estamos preocupados por la formación de
ustedes. Preocupados no en el sentido de inquietos o ansiosos, sino con el
sentimiento de quien cuida la fragilidad de la vida de su hi-jo para que se
fortalezca y crezca bien.

Uno de nuestros filósofos contemporáneos, Fernando Savater, a quien quizás


hayan oído nombrar, manifiesta su asombro ante una realidad en términos
que pueden servir-nos para comenzar estas reflexiones.

“Nunca veo que los filósofos actuales digan que el problema de nuestro
tiempo es pensar la educación… Es esencial debatir qué valores deben ser
transmitidos o cómo se enseña el pensamiento crítico” (diario Clarín, 12 de
diciembre de 1996, pág. 7 del suplemen-to Cultura y Nación).

Quiero confesarles que “preocuparnos por su formación”

nos hace sentir situados en la corriente de la vida misma.

Nos sentimos cercanos a nuestros hermanos de sangre, que se preocupan por


sus hijos pequeños. Personalmente, me 127

siento cercano al padre Remigio, el que me bautizo y con quien tuve la dicha
de concelebrar una misa hace poco.

El viejo agustino estaba contentísimo de que concelebráramos y al salir hizo


su “Nunc dimitis…” (lo que di-jo el viejo Simeón cuando tomo en sus brazos
al niño Je-sús: “ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo muera en paz…”).
Le dijo sonriendo al sacristán: “¡Nos vamos los buenos, pero vienen los
mejores!”.
Les confieso que esa frase, salida de su corazón, con sus más de ochenta años
y ya listo para “irse en paz”, es más

“formadora” que todas las reflexiones que podamos hacer.

Espero que nuestro dialogo sea en ese espíritu. Que sientan que les habla un
padre que se siente muy hijo, here-dero de otros que le inculcaron su amor a
Jesús y a nuestro estilo de vía.

La vida se mantiene transformándose constantemente, transmitiendo


“valores” y respondiendo “críticamente” a los nuevos desafíos del medio
ambiente. Las especies que no “se preocupan” por esta dinámica, o bien
perecen o bien se mantienen idénticas a sí mismas a lo largo de los siglos; no
crecen.

Por eso les digo que preocuparme por su formación no tiene nada de
“profesionalismo” —aunque tengamos que encarar las cosas lo más
seriamente posible—, y sí mucho (todo, más bien) de cuestión vital. Si no
hablara de estas cosas con ustedes, mis otras palabras —las palabras de toda
nuestra familia religiosa— no tendrían ningún sentido.

Si no hay verdadera preocupación —esa que nace de un corazón de padres—,


por los que entran y por los que es-tán en formación, la vida religiosa se
convierte en el peor de los mundos cerrados, y nos atacan en tropel todos los
128

males de clausura. “No se trabaja sino es para los hijos” , dice Peguy.

No sé cuál sea la imagen de padre que cada uno tiene

—la tendrán que ir asumiendo y purificando durante su formación—, pero


tengo que advertirles que, en la vida religiosa, la paternidad es un poco
“rara”. Digo “rara” para que presten atención. En realidad, debería decir que
es al-go muy misterioso.

La paternidad y la maternidad espirituales son un don que el Señor da a los


que dejan todo para seguirlo (el ciento por uno) y que, a veces, no se
manifiesta en lo exterior o toma formas paradójicas. Por eso tendrán que estar
atentos. La tarea es “a medias”: si su deseo es ser buenos hijos, encontrarán
verdaderos padres en cualquier lugar adonde vayan.

Preocuparse por la formación de los nuevos no es tarea exclusiva de una


persona sola, ni tampoco algo abstracto que sólo se realiza en “equipos”. No
vayan a creer que se trata de “mi” obra: en la vida religiosa, no hay “hijos
únicos”. Pero tampoco crean que su ingreso (y —el Señor no lo quiera— su
eventual egreso) de nuestra familia se inscriben como un caso más para
nuestra familia; se inscriben como un caso más para nuestras estadísticas.

Una lectura superficial de nuestros catálogos puede dar la impresión de una


mentalidad que sólo se preocupa si los números dan negativo y que luego se
tranquiliza si se ve que el promedio histórico más o menos se mantiene. La
paternidad espiritual se va gestando en una tensión misteriosa entre lo más
personal y lo más comunitario; entre el sentimiento agradecido de que el
Señor nos haga “padrinos”

predilectos de sus hijos y también nos pida el despojo de que su vida no pase
siempre por nuestras manos.

129

En la vida religiosa, encontrarán todo tipo de personalidades, y en esto de la


paternidad, a veces, les dará la sen-sación de que alguno los busca como si
fueran su hijo úni-co y otro se mantiene tan distante que nunca recuerda el
nombre de los novicios.

Pero recuerden que el don de la paternidad está prometido por el Señor a


todos los que lo siguen y puede manifestarse en cualquier momento de la
vida. Hay religiosos y religiosas que, durante gran parte de su vida, dan la
impresión de ser “tías gruñonas” —como dice Pronzato—, más que madres o
padres; pero, si les toca visitarlos al final de su vida, en alguna de nuestras
enfermerías, por ahí se encuentran con la sorpresa de un tesoro de paternidad
que estuvo escondido.

La herencia que deja cada religioso se cosecha más en las enfermerías que en
la vida “publica” de lo que opinamos unos de otros. Es personal y se
transmite personalmente, a veces en un gesto, al que hay que estar atento.
El formador tiene que ser un padre. Pero el Padre es uno solo, nuestro Padre
del Cielo. Por eso, les diría que lo que tienen que tienen que esperar de un
formador al cual les dan por padre espiritual es que trate de seguirle los pasos
a san José. Que sea un poco “la sombra del Padre” en sus vidas. Uno que los
pastoree como buen pastor, junto con muchos hermanos, junto con todo el
pueblo fiel de Dios.

El desafío que nos plantea su formación no consiste en transmitirles una


forma que ya poseemos para que sumen numéricamente y mantengan “la
especie”. Su formación nos obliga a una transformación constante de nuestra
vida en todos sus aspectos. Nos cambia todos los planes, como los recién
nacidos cambian los planes de sus padres.

130

Este cambio es a lo que nos referimos cuando hablamos de “formación


permanente”. No se trata tan sólo de formarlos a ustedes y a sus compañeros
para que continúen nuestras obras, sino de transformarnos nosotros mismos y
las obras en las que trabajamos, para que las puedan heredar ustedes. Ustedes
concretos: distintos de nosotros y en un mundo que será mucho más distinto
del que nos dejaron nuestros mayores. Distintos pero con un mismo espíritu
de familia.

Configurados —en el sentimiento—

con Jesús

Cuando los religiosos hablamos de “formación”, les tiene que quedar claro
que lo hacemos en términos evangé-

licos. El formador bien puede decir, como Pablo, que sufre “dolores de parto
hasta ver a Cristo formado” en cada uno de los hijos espirituales que son
puestos a su cargo en la vida religiosa (Ga 4, 19).

Lo que tiene que formarse en nosotros, la forma a la que aspiramos, no es


otra que la del Señor. Como dicen las oraciones de la misa votiva del Sagrado
Corazón: “Señor, te pedimos que nos revistas de la paciencia y la humildad
del corazón de tu Hijo, para que configurados a imagen suya merez-camos
participar de su redención eterna” .

Configurados a imagen de Jesucristo, el cual, “teniendo la forma de Dios, no


consideró como un botín el ser igual a Dios, sino que se vació a sí mismo,
tomando la forma de esclavo…, y Dios lo exaltó…” (Flp 2, 6-9).

131

Como ven, esto ya nos está hablando de una formación que no tiene nada de
estático ni de estereotipado. Si Dios mismo puede vaciarse de su forma
divina, tomar forma de esclavo y, pasando por la muerte, adquirir una forma
nueva que lo recapitula todo en sí, no piensen en una formación que consista
en lograr un tipo de madurez meramente humana, que siempre hay que
procurar pero no siempre se da en la vida religiosa.

Esto les tiene que quedar claro desde el vamos. Porque, si no, se encontrarán
un buen día lamentándose de que no pudieron “realizarse como personas” en
la vida religiosa, que los usaron para “tapar agujeros” o que no se tuvieron en
cuenta todas sus capacidades…

Si lo pensamos bien, Jesús no pudo “realizarse” en muchos aspectos de la


vida humana: no experimentó, por ejemplo, un largo período de vida adulta, y
no pudo llegar a la ancianidad. Cumplir la voluntad del Padre aceleró sus
tiempos y lo llevó rápidamente a la Cruz.

Configurarse con Jesús es seguirlo a Él. Estar formado significa estar


disponible para seguir al Señor en el tipo de vida que nos toque, dando
testimonio de su amor. Se trata de que viva Él, y no nosotros.

Y, si hablamos de “configurarnos” en el sentido de imitar a Cristo, hay que


tener en cuenta aquello de que “en la parte brilla el todo”. Los grandes
fundadores nos han dado, en cada época, la forma en que el Espíritu quiere
que se dé testimonio del Señor, cultivando algún “rasgo” de Cristo, según
cada carisma, en el que brilla el todo.

Como ven, cuando hablamos de “formación” y de “configurarnos” con


Cristo, no lo hacemos en un sentido esen-cialista, como si habláramos de una
forma que está en el reino de las ideas y que pudiera ser fijada por entero en
reglas 132

y fórmulas precisas. Y, sin embargo, esa forma que se nos propone es simple
y clara. Un buen religioso o una buena religiosa se distinguen claramente. Y,
si son verdaderamente santos, su figura se va haciendo más y más nítida con
el tiempo.

La forma o figura que tienen que buscar va por el lado de un principio vital,
integrador de diversidades. Si la figura de Cristo es concreta y universal, si no
se la puede separar del proceso en el que se gestó y se reveló, entonces
formarse en Cristo implicará que participen de su vida, de su muerte y
resurrección.

A lo que están invitados es a participar en el drama de la salvación que llevó


al Hijo de Dios a asumir toda nuestra realidad humana (encarnación), hasta lo
más alejado de Dios (la muerte en cruz), para recapitular en sí todas las cosas
y presentarlas restauradas al Padre (resurrección), para gloria suya (cf. Flp 2).

Esto tiene que estar claro en sus corazones desde el primer momento y cada
día de su vida. Porque, y aquí viene el problema, a veces pareciera que el
Señor hace “trampas”.

Los tiempos de encarnación, pasión y gloria que el Señor nos tiene


reservados no los controlamos nosotros.

Hay tiempos en que esos pasos se dan “ordenadamente”.

Sería lo lógico que primero los dejara formarse bien, luego vinieran las
pruebas, y terminaran sus días en paz, con la bendición bíblica de ver su
familia religiosa floreciente y las obras en las que participaron creciendo
fecundamente…

Pero eso nadie se los puede prometer de manera “com-probable”. La promesa


vale para los ojos de la fe. Y tendrán que saber descubrirla aunque todo se dé
en tiempos distintos. Puede ser que les toque entrar en tiempos de gloria y
luego vengan destierros. O que la cruz se apodere de su vi-133

da religiosa desde el comienzo, y tengan que dar testimonio con su sangre,


como sucede en muchos países donde hay persecución religiosa. Incluso
puede pasarles que la persecución venga no de afuera sino de adentro de su
misma familia religiosa.

El desafío consiste en que puedan leer todo lo que les pase a la luz del
Evangelio. Otro tipo de interpretaciones no hará más que desconcertarlos.
Configurarse con Cristo es la meta, ¡y felices de ustedes si no se desilusionan
de Él!

De aquí pueden salir tres grandes invitaciones o llamados para ustedes, que
desean emprender el camino de la formación (y mantenerse en él),
sintiéndolo como un proceso en Cristo: la invitación a que asimilen el
Evangelio, lo cual les implicará el trabajo de asumir todo lo humano, el
trabajo de madurar, de compartir, de aprender, de hacerse todo a todos…
(inculturación); la invitación a que participen en la locura de la Cruz, que les
va a requerir que acep-ten ser redimidos y perdonados, e incorporen en su
vida nueva de discípulos y apóstoles todo lo que es humillación y pobreza
para irse haciendo más parecidos a Jesús; y la invitación a que se gocen de la
gloria del Resucitado, lo cual implicará que aprendan a dejarse consolar por
Cristo resucitado y a dar testimonio de que la vida que viven en medio de este
mundo es una vida nueva que está “oculta con Cristo en Dios”.

Formarse en Cristo requiere que sus corazones se pongan en camino de


seguimiento y vayan integrando su capacidad de ser evangelizados, su
capacidad de ser perdonados y de padecer con amor, y su capacidad de gozar
del consuelo de Dios y ser misionados para consolar a los de-más (cf. 2 Co 1,
3-7).

134

Corazones que aprenden a integrar Si me preguntan en qué consistirá su


formación, qué se-rá aquello central que tendremos que ir proponiendo y e-
valuando, les diría que es su capacidad de integrar con el corazón. Ése es el
desafío.

Para ello, tendrán que aprender a conocer su corazón, dejar que el Señor se
adueñe de él y aprender a darlo. En la medida en que su corazón adquiera,
despliegue y se adueñe de su propia forma, se convertirá en un corazón capaz
de darse.

Si no están integrados, sólo darán “cosas”, pero no a ustedes mismos. Y, en la


misma medida en que se vayan formando, irán siendo capaces de pasar a ser
formadores, personas que puedan comunicar su forma a otros.

Sus formadores tendremos que acompañarlos y ayudarlos para que, a la luz


de los dones que el Señor les da, descubran y maduren como personas que
viven en comunidad.

Las dimensiones personal y comunitaria (que se extiende a lo eclesial y a lo


social) las consideramos en su vincula-ción mutua. Vivir en ustedes mismos
de la más alta forma y al mismo tiempo ser capaces de relacionarse con todo
el universo: ambas cosas, juntas, integran ni más ni menos la esencia de su
espíritu humano.

Por eso, cuanto más se unifiquen interiormente (por la oración), más se


abrirán a los demás (en la vida comunitaria y en la acción apostólica). Cuanto
más elevada sea su in-terioridad (gracias a la fe y al estudio), tanto mayores
dimensiones tendrá su campo de relación, es decir, el mundo y las personas
con que se relacionen.

135

La espiritualidad como don

El modo que tiene cada familia religiosa de integrar y desarrollar las diversas
dimensiones del corazón constituye su espiritualidad. Nuestra espiritualidad,
como las otras, es un don del Espíritu, gratuito y misterioso, siempre refe-rido
a la caridad. Un don que se justifica desde el Espíritu mismo, y no desde los
criterios del mundo.

¿Qué quiero decirles con esto? Que su principal tarea consistirá en ir


conociendo y amando nuestra espiritualidad, y probando a ver si su corazón
se siente a sus anchas en ella (como estructura de vida), y si la incorporan
vitalmente de manera que se les hagan carne nuestro estilo y nuestra forma de
sentir y obrar.
Muchas veces, se preguntaran: ¿Por qué esto, si se podría hacer de otra
manera? Aquí es donde entra eso del don que no se justifica sino desde el
Espíritu. Hay cosas que en ca-da familia se hacen de determinada manera, no
por razones abstractas sino por “tradición de familia”.

Por supuesto que todo se puede mejorar. Pero, antes de cambiar nada, tendrán
que pescar “en el estilo, al hombre”

—como se dice—, “en el estilo y las costumbres, el espí-

ritu de familia”. Nuestra misma espiritualidad, encarnada en tradiciones, nos


da el modo de ir cambiando y adaptándonos a los tiempos y los lugares
nuevos.

Esto del estilo es importante; no es “nada más que una cuestión de estilo”,
como se dice a veces, para quitar importancia a algún cambio. Porque el que
da fecundidad —y de eso se trata en la vida religiosa, de fecundidad— es el
Espíritu. Y el Espíritu “sopla donde quiere”. Cuando dos 136

o tres se ponen de acuerdo en nombre del Señor, Él está en medio de ellos.

Y cada familia religiosa nació así: del acuerdo de dos o tres hombres o
mujeres que se juntaron y —en un mismo Espíritu— propusieron un estilo de
vida evangélico con rasgos propios que el Señor quiso bendecir. Quiero decir
que los bendijo enteros. Bendijo la esencia de esa familia y su modo de
proceder, su estilo.

Por eso es que, en cuestiones de estilo, tendrán que ser cuidadosos y discernir
el espíritu con que planteen las cosas. Al fin y al cabo, las cosas que los
fariseos le criticaban a Jesús comenzaron siendo cuestiones de estilo: les
molestaba ese modo de ser de Jesús que comía con publicanos y pecadores,
que sus discípulos no ayunaban o no se lavaban las manos, que curaba en
sábado…

Y el Señor, que era capaz de hacerse todo a todos, no transigía en nada con el
estilo de los fariseos… Al final, se descubrió lo que había en el fondo: los
fariseos veían, en el modo de obrar de Jesús, que “se hacía Hijo de Dios”, y
eso era lo que no aceptaban.
Como nuestro estilo de vida nació libremente, y dado que hay muchos y muy
variados en la Iglesia, uno tiene que examinar bien y probarse para ver si le
sienta. Y, si no, muy en paz, buscar otro en el cual pueda servir mejor al
Señor.

Una imagen evangélica que ayuda a pensar esto es la de Marta y María. ¿Se
han dado cuenta de que el reproche de Marta es que su hermana la deja con
“todo” el trabajo, y que Jesús le responde diciendo que María “eligió la
mejor parte”? En esta pequeña frase, se esconde un gran secreto de la vida
religiosa: elegir la mejor parte.

Elegir es cuestión del corazón. Y cuesta. Porque nuestra mente nos muestra el
todo: “todo lo que hay que hacer”, 137

“todas las otras posibilidades”, “todo lo que tendrían que hacer los demás”…
Pero, cuando uno elige con amor una pequeña parte, el Señor se hace cargo
del todo.

Les pongo dos ejemplos. Es el Espíritu el que da fecundidad apostólica y


convierte en misionera a una santa Te-resita sin moverla de su pequeña
comunidad contemplativa y el que convierte en Doctora de la Iglesia
universal a la que reza y piensa en el límite estrecho de las páginas de un
diario personal.

Es también el mismo Espíritu el que da fecundidad interior a un apostolado


directo y simple como el de la Madre Teresa y convierte sus gestos de
caridad en alimento para la oración y para el pensamiento crítico de la Iglesia
universal.

No trataremos, pues, de darles una formación ideal partiendo de criterios


abstractos. Ni tampoco juntaremos un poco de cada lado. Nuestra
preocupación principal estará en mostrarles “nuestra forma de vida”, nuestra
espiritualidad, descubriendo juntos y tratando de que se hagan carne en
ustedes esas “síntesis integradoras” que el Espíritu suscitó en nuestra familia
religiosa, y de estar atentos a cómo las van asimilando y permitiendo
activamente que ese “sello”, esa “forma”, configure su manera de sentir, de
pensar y de actuar.
Mucho alimento de cualquier tipo sin asimilación po-dría convertirlos en algo
parecido al caballo de la fábula de Castellani, que era flaco y barrigón. Era
ese matungo viejo y flaco al que soltaron en un alfalfar florido y, sin
embargo, no engordó nada, sino que “echó panza”. Por la floje-dad de sus
músculos y su incapacidad de asimilar. Así le pasa a mucha gente —dice
Castellani—: “Al que lee mucho 138

y estudia poco, al que come en grande y no digiere, al que reza y no medita,


al que medita y no obra. Flacos y barrigones” . 23

Pues bien, como vemos, lo que permite asimilar e integrar lo que uno recibe
en la formación va por el lado de la espiritualidad, de una espiritualidad
encarnada en tradiciones de familia, libremente recibidas y siempre
reformables, con tal que se conserve el mismo espíritu.

LOSÁMBITOS:

O R A C I Ó N , A P O S T O L A D O,

COMUNIDADYESTUDIO

Al comienzo, les decía que con la formación apuntábamos a su corazón, “un


corazón donde un único amor integre la intimidad de la vida de oración, la
calidez familiar de la vida en comunidad, el trabajo apostólico y la creati-
vidad intelectual”.

Se suele decir que la meta de una buena formación es lograr que la persona
integre bien estas dimensiones de la vi-da religiosa. Nuestro interés aquí
consiste en encontrar algunos criterios que los ayuden a ustedes —y a
nosotros, los formadores— a discernir si esta integración se va dando, es
decir, si lo que se va formando es realmente su corazón, y no algún otro
aspecto más exterior de sus personas.

23 Cf. L. Castellani, Camperas, Buenos Aires, 1986, pág. 109.

139

Para este discernimiento, les propongo que reflexione-mos aprovechando la


riqueza de cuatro máximas o principios de origen sapiencial. Recuerdo que
las oí por primera vez en una charla de monseñor Bergoglio, que en ese
entonces era mi provincial en la Compañía. Él las había tomado de una carta,
no sé si de Rosas a Quiroga o de Quiroga a Rosas, en la que el autor hacía
referencia a la conducción de un proceso (el de la formación de nuestra
nación) y que formulaba así:

“El tiempo es superior al espacio,

la realidad es superior a la idea,

la unidad es superior al conflicto,

el todo es superior a las partes”.

Nosotros vamos a utilizarlas aquí para pensar el proceso de formación de un


corazón en la vida religiosa. Y decimos que, para formar bien un corazón en
la vida religiosa, el tiempo es superior al espacio, la realidad es superior a la
idea, la unidad es superior al conflicto, y el todo es superior a las partes.

Oración y tiempo

“El tiempo es superior al espacio”: apliquemos este principio a la vida de


oración. ¿Estarían de acuerdo conmigo si les digo que lo más importante de
su oración es que le dé tiempo a Dios, nuestro Señor? Un tiempo cada día, a
ciertas horas, de manera llevadera y constante, para que estén ustedes con Él,
y Él pueda estar con ustedes.

140

Al decir que es lo más importante, quiero decir: más importante que las
técnicas de oración que puedan aprender, y hasta me animaría a decir que es
más importante que el contenido mismo de su oración. La experiencia
primaria en la oración es la de estar en presencia de Otro, del Dios misterioso
y cercano, en presencia del que nos está dando vida y es nuestro Padre…

Y esa presencia requiere tiempo. Pero tiempo real, no la presencia de las


propias ideas ni la de ese “vacío” que nos viene de las técnicas orientales,
sino la presencia del Dios que estuvo presente en nuestra historia y que nos
revela su plan de salvación. Presencia que es memoria y esperanza.

Nuestro corazón marca nuestro tiempo, no sólo con el ritmo cronométrico de


sus latidos, sino, fundamentalmente, con su capacidad de re-cordar y de
esperar lo que ama.

Podríamos decir que, si es más propio de nuestra inteligencia el moverse en


el ámbito de lo espacial (ideas, imá-

genes, planes…), lo propio de nuestro corazón es moverse en el ámbito de lo


temporal.

Es el corazón el que bucea en el mar de la memoria los recuerdos queridos y


el que nos lanza hacia adelante con el deseo y la esperanza de encontrar algo
digno de ser amado.

Y, como la oración es dialogo de amor —es asunto de corazones—, necesita


tiempo (más que técnicas), se alimenta de tiempo pasado junto al Señor. Por
eso decimos que, para formar nuestro corazón en esa presencia y en ese diá-

logo con Dios, “el tiempo es superior al espacio”. Darle al Señor tiempo real,
es decir, tiempo en el que nos encontramos cara a cara con Él, como Señor de
nuestra historia, y lo amamos, lo adoramos, le damos gracias…, es más
importante que las ideas que entendamos o los planes que hagamos en la
oración.

141

Decir que el tiempo es superior al espacio es una confesión de humildad, ya


que el hombre puede dominar espacios, pero nunca el tiempo. En la oración,
privilegiar el tiempo que uno pasa con el Señor es privilegiar su gloria y su
señorío, es confesarnos creaturas, es ponernos nosotros mismos en sus
manos.

Darle tiempo a Dios es darle nuestro propio corazón, no conquistas ni


fracasos. Por eso, la formación de ustedes requiere que aprendan a tener
tiempos controlables en los que dejen todo para estar a disposición del Señor,
“por si Él les quiere hablar”.

Oración y realidad

Tomemos ahora un momento el otro principio, el que dice que “la realidad es
superior a la idea”. Antes de filo-sofar un poco, digamos de forma bien clara
que este principio significa que nuestra oración tiene que estar llena de
rostros, más que de ideas. De rostros, de nombres, de ani-versarios, del rostro
del santo del día, del nombre de los que bautizaremos, del amigo querido que
ya partió al Padre, de los rostros de la gente que vamos a encontrar durante el
día, con los que tendremos que trabajar y celebrar, sufrir y compartir…

Este principio se complementa con el anterior, podríamos decir, ya que la


realidad está marcada por el tiempo, las cosas reales tienen historia concreta;
en cambio, las ideas son abstractas. Cada idea tiende a absolutizarse, a crecer
dentro de su propia universalidad y a encerrarnos en ella.

142

Poner mucho el acento en las ideas es lo que se llama “in-telectualizar” la


oración.

En cambio, rezar contemplando la realidad incómoda cuesta trabajo. Es que


la realidad es opaca, problemática, ambigua… Pero justamente por eso nos
obliga a salir del mundo de las ideas (de nosotros mismos) y a encontrarnos
con el Dios siempre más grande, con el Señor de la vida y de la historia. El
que reza con ideas nada más corre el riesgo de encandilarse con su claridad y
de no estar en presencia del Dios siempre mayor, sino ante sí mismo, como
quien se mira al espejo; o, lo que también es peligroso, ante el

“paradigma de moda”.

Oración y Palabra

Ahora bien, la realidad más viva a la que tenemos que mirar en primer lugar
en la oración es la realidad de Jesucristo, tal como nos viene al encuentro en
la Palabra de las Escrituras. Poner nuestro tiempo a disposición del Señor
significa, en concreto, dar tiempo a la “lectio divina” , dar tiempo a la
Palabra.

Cuando le damos tiempo a la Palabra, en la lectura pau-sada, en la meditación


atenta y en la contemplación amorosa, se nos revela como Palabra viva, no
como mera idea.

Cada escena del Evangelio contemplada con amor es una fuente siempre viva
que alimenta nuestra vida interior.

Interiorizamos la Palabra cuando accedemos al nivel de la contemplación.


Por eso, la formación debe fomentar en ustedes el gusto por la
contemplación. En la oración, sólo se vuelve “realidad” —dejando un fruto
perdurable— lo que 143

uno llega a contemplar, entendiendo por contemplación una oración que nos
hace salir de nosotros mismos. Pero un salir que es un entrar, un salir hacia el
Otro que habita en nuestro interior más profundo. Fue Agustín el que mejor
descubrió y formuló el misterio de que Dios esté en nuestro interior: toda
obra se centra en este Dios más íntimo que lo más íntimo nuestro.

En esta salida que es entrada, la Palabra obra una integración de nuestra


sensibilidad (los sentidos espirituales), de nuestra inteligencia y de nuestra
voluntad, poniéndolas a su servicio.

Se darán cuenta de que están contemplando cuando sus sentidos espirituales


se aquieten en sentir y gustar al Señor; cuando su inteligencia salga de sus
esquemas abstractos e ideológicos, y logre discernir la voluntad de Dios,
experi-mentando que se les abrieron los ojos y vieron algo nuevo; cuando su
voluntad se adhiera al Señor, lo adore, le dé gracias y elija lo que Él les
muestra con un corazón indiviso.

Se darán cuenta de que han estado con el Señor y de que han contemplado
verdaderamente su vida cuando salgan de la oración con un corazón más
eclesial, en el que hay si-tio para todos los hombres, sus hermanos. El
encuentro con el Señor en la oración siempre es eclesial, nos remite al pró-

jimo, a aquel con quien compartimos la comunidad de amigos y amigas en el


Señor, y a aquel a quien somos enviados a evangelizar y a servir. El
Evangelio une los corazones, crea fraternidad, crea comunidad: una
comunidad evange-lizada y evangelizadora.

144

Oración, comunidad y apostolado Los discípulos de Emaús nos muestran


esta dinámica: los que en la desolación se alejaban de la comunidad,
encerrados en sus propias ideas —“nosotros esperábamos”—, vuelven a ella
luego de tener una experiencia real de contemplación en la que el Señor les
abre los sentidos (los ojos) luego de hacerles arder el corazón y haberles
abierto la mente a la Escritura.

Es interesante en este pasaje —modelo de formación—

el tiempo que el Señor se toma para acompañarlos e ir evangelizándolos.


Luego, ellos le corresponden no querien-do despedirlo. Lo invitan a
permanecer, y entonces el Se-

ñor les regala la Eucaristía, que los hace comunidad.

Se darán cuenta de que han estado con el Señor y han sido evangelizados por
Él en su oración cuando salgan llenos de alegría y deseosos de evangelizar.
Como decía Pablo VI en la Evangelii nuntiandi: “Evangelizar constituye la
dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (EN
14).

La alegría inextinguible en la evangelización es la señal de que el apostolado


brota de una vida de oración profunda; es señal de que el apóstol se deja
formar el corazón; es señal de que sabe gastar tiempo con el Señor y llenarse
el alma de contemplación; es señal de que se deja ungir con el don de la
piedad.

La integración en la vida comunitaria —más que el apostolado— suele ser el


mejor test para evaluar la vida de oración del que está en formación. El que
intelectualiza su oración, sea por el lado de la mística, sea por el lado de lo
145

psicológico o de lo social, suele tener dificultades para estar con los demás y
para los pequeños servicios de cada día.

En cambio, el crecimiento en capacidad contemplativa se traduce siempre en


gestos fraternos concretos en bien de la comunidad.

El tiempo que uno “gasta” en la contemplación se convierte en tiempo que


uno tiene para los demás. Ése es el secreto de las personas que siempre están,
las que siempre tiene tiempo a pesar de sus muchas ocupaciones: la oración
contemplativa. En lo profundo, en lo interior, en la cercanía con el Señor, el
tiempo se toca con la eternidad —deja de ser el Cronos griego que se devora
a sus hijos y se transforma en el “Kairos” , el tiempo favorable para la
caridad y la salvación—.

El que contempla el Evangelio y tiene allí su corazón hace que en torno a él


el tiempo tenga otra densidad: bastan unos momentos con una persona
contemplativa para sentir que uno ha estado largo rato con ella. En cambio, el
que vive en la superficialidad se agita en muchas cosas y nunca tiene tiempo
para nada. Como dice la sabia máxima: el que quiere más acción necesita
más contemplación.

El movimiento en la oración es principalmente de inte-riorización. Y los dos


principios, el del tiempo y de la realidad, nos han ayudado a discernir cuándo
se interioriza bien, nos han permitido perfilar algunos criterios para darnos
cuenta si aquello con lo que alimentamos nuestro corazón es el Señor mismo
y el amor al prójimo, o si sólo in-teriorizamos “ideas”.

146

Apostolado y tiempo

Contraponiendo interior y exterior, podríamos decir que la formación de la


dimensión apostólica de su corazón consistirá en que salga bien al “exterior”.
Lo que equivale a decir: que se inserten testimonialmente en la realidad de la
Iglesia —del pueblo fiel de Dios— y del mundo (sin “mun-danizarse”). Cosa
que ya está medio ganada si la oración la van viviendo como decíamos antes.

Una tentación que tienen que aprender a discernir desde el comienzo de su


formación es la tentación de concebir el apostolado —planificarlo, realizarlo
y evaluarlo— en términos espaciales meramente, sin tener en cuenta que “el
tiempo es superior al espacio”.

El buen pastor sabe que ninguna planificación pastoral (ninguna idea) tiene
éxito instantáneo. Dios obra transfor-mando la realidad de los corazones a lo
largo del tiempo y quiere que el pastor acompañe fielmente a su pueblo,
aprendiendo y recibiendo de los mismos pobres, atendiendo sus reclamos,
desgastándose y deshilachándose en la tarea pastoral diaria. Por eso, el buen
pastor es el que se mete a caminar con su pueblo y apuesta el tiempo desde el
corazón.

¿Cómo reconocerán si se están volviendo “espacialistas”?

El espacialista es fácilmente reconocible por su tendencia a creer que todo se


puede dibujar, planificar, llevar al papel. Y, como el tiempo real no se puede
representar, tiende a repetirlo (los tradicionalistas) o a simularlo mediante
experimentos cambiantes (los progresistas).

El espacialista, como es una caricatura de sí mismo, al no animarse a vivir en


el tiempo de Dios, tiende a caricaturizar a los demás (siempre el predominio
del papel): si él, co-147

mo caricatura, ha adoptado los rasgos solemnes de un conservador,


caricaturizara a los que no piensen como él con los rasgos ligeros de un
progresista; y, si ha adoptado para sí, como caricatura, los rasgos cambiantes
y posmodernos de un progresista, caricaturizará a sus contrincantes con los
rasgos rígidos y aburridos de un conservador.

El espacialista, en lo primero en que se fija es en las líneas (no ve personas


sino líneas): “¿En qué línea estás?”. Si estás en su línea, seguro que eres
confiable, inteligente, compin-che…

El espacialista lo primero que dice es “planificar”: “hay que planificar”; o, si


es más bien conservador, dirá: “de acuerdo con lo que desde siempre ya está
planificado”… Y, entre ese “planificar” y un “aplanar” la realidad —
quitándole profundidad, matices, colorido y esperanza—, hay un solo paso.

El intento de dominar espacios puede tomar las formas más variadas y


opuestas, se lo encuentra tanto en las personas más conservadoras como en
las más progresistas y su característica más sobresaliente me animaría a
definirla co-mo una falta de horizonte apostólico grande (el “vayan por todo
el mundo” del Señor), que se traduce en entusiasmo por las luchas internas en
la Iglesia.

En estas peleas, que trataremos cuando hablemos de la comunidad, suele


hablarse de distintas “líneas”, de “bandos”, de “posiciones”… Todos
términos que indican una división o confrontación concebida en términos
espaciales.

Y, cuando se usan categorías temporales, como “conservador” y


“progresista”, que se contraponen sólo en apariencia, late en ellas un mismo
intento de dominio del tiempo como si fueran un espacio: unos del pasado,
para conser-varlo, y los otros del futuro, para adelantarlo.

148

Los conservadores quieren someter el presente a las leyes del pasado, y los
progresistas (paradójicamente) quieren someter el presente a las leyes del
“futuro” tal como ellos (o la sociología) prevén que será. En el fondo, lo que
quieren, o lo que logran de hecho, es someter por un tiempo la realidad a sus
ideas. Lo curioso es que ambos tipos de personas suelen ser igualmente
autoritarias, despóticas y dog-máticas en lo que se refiere al tiempo presente,
cuando tienen autoridad o cargos de gobierno en la Iglesia.

Las propuestas del Señor en el Evangelio llevan a todo cristiano a ser


conservador (en el sentido de conservar el de-pósito de la fe) y progresista
(en el sentido de crecer siempre en esperanza) al mismo tiempo, viviendo el
presente en la caridad. Una caridad que es igualmente respetuosa con todas
las dimensiones del tiempo, que conserva la memoria agradecida por las
maravillas que el Señor hizo en el pasado y tiene la esperanza atenta al Señor
que viene, siempre novedoso y desinstalante.

El próximo milenio requiere pastores que quieran servir humildemente a lo


largo del tiempo de su vida, y no seudopastores que pretendan dominar
espacios. Les dirán
—y ustedes ya se han dado cuenta— que se pasó el tiempo de los “pastores-
príncipes”; pero tienen que estar atentos a la misma ambición del poder
intraeclesial que se esconde en algunos que la juegan de democráticos y de
bus-cadores de consenso.

Pero ¿es pertinente hablarles de todo esto cuando la propuesta en este punto
era reflexionar sobre la dimensión apostólica de su corazón? ¿A qué viene
esta caricatura de los caricaturistas, esta condena de los que fomentan las
luchas internas? ¿Qué tiene que ver con la alegría de evangelizar, con el salir
a compartir nuestra vida, como hizo el Señor, 149

con nuestro pueblo fiel, con el dar testimonio de nuestra fe y de nuestra


esperanza en el seguimiento de Cristo?

Es que la ambición de dominar espacios, es esa “raíz a-marga” que lleva a las
peleas internas en la Iglesia, y estas peleas atentan directa y fatalmente contra
la misión apostólica. Corroen la credibilidad del Evangelio, que el Señor
quiso ligar a nuestro amor fraterno.

Es la falta de horizonte apostólico real lo que termina por achicar el espacio


interno y se convierte en caldo de cul-tivo para las divisiones intraeclesiales.

Decir esto puede sonar un poco pretencioso. Equivale a reducir a una sola
causa todas las decisiones de la Iglesia.

Es que la vida de la Iglesia es “seguimiento” y “misión”.

Mientras resuene en sus oídos lo que podríamos llamar la “fórmula del


seguimiento” —“Y a ti qué te importa. Tú sí-

gueme” (Jn 21, 22) del Señor a Pedro (cuando éste se tienta de mirar atrás y
detenerse a comentar con Jesús lo que se murmuraba acerca de Juan)—, la
exigencia del horizonte apostólico de un Jesús en camino impedirá que
arraigue cualquier conflicto que se dé entre ustedes.

Mientras resuene en sus corazones el “vayan por el mundo y proclamen el


Evangelio a toda la creación” y salgan “a predicar por todas partes” (Mc
15, 15 y 20), como los apóstoles, el Señor volverá (o se los llevara a ustedes)
antes de que hayan terminado de cumplir su encargo, y no habrán tenido
tiempo de instalarse a disputar espacios con otros cristianos.

La fórmula del Evangelio contra los defensores del espacio es: “en la ciudad
[que es espacio físico pero puede ser también un espacio ideológico] en que
entren y no los reciban…

digan: hasta el polvo de su ciudad [de su ideología] que se nos ha pegado a


los pies, se los sacudimos” (Lc 10, 10-11).

150

Lo que les estoy diciendo es que, detrás de toda pelea intraeclesial, lo que
tienen que buscar no es quiénes son los malos y quiénes los buenos, quiénes
tiene razón y quiénes están equivocados, sino esa raíz más honda donde una
concepción apostólica en principio buena se volvió frente de conflictos por
privilegiar el espacio al tiempo, la idea a la realidad.

Ahora bien, esa raíz desde donde comienza a desdibu-jarse el horizonte


apostólico del Evangelio, que siempre es fecundo y llena de fervor y amor
fraterno a los que lo siguen, no es ninguna idea. Si me piden que defina de
alguna manera de dónde proviene ese angostamiento de horizontes que
provoca peleas, diría que unas veces proviene de un apuro y otras de un
cansancio que nos distancian del pa-so que lleva, en su peregrinar, el pueblo
fiel de Dios.

Por eso es que la dimensión apostólica del corazón, esa dimensión que
ensancha un corazón hasta abarcar todo el mundo y lo hace latir juntando en
un mismo amor el recuerdo del Señor que vino con la esperanza del Señor
que volverá, no se puede formar bien sino en medio del pueblo fiel de Dios.

No sirven ni los talleres de restauración de los “tradicionalistas”, con sus


fórmulas embalsamadas, ni los laborato-rios de utopías de los “progresistas”,
en los que todo surge como de la nada, y un experimento reemplaza a los
siguientes, antes que se termine de experimentar. El horizonte que se produce
en estos ámbitos reducidos siempre queda chico y es semilla de conflictos
insolubles.
De aquí la importancia de que ustedes, durante su formación, tengan al
menos alguna experiencia apostólica de largo aliento que los ponga en
relación vital con la totalidad del pueblo fiel de Dios. De modo que las
fronteras sean 151

las reales, las que están siempre en lucha. Esto no quita que puedan tener
diversas experiencias de corta duración y mayor intensidad.

Pero la columna vertebral debe ser alguna experiencia de inserción en la que


acompañen a una porción del pueblo de Dios, periódicamente y durante un
tiempo prolon-gado. De esta manera, experimentarán el fatigoso caminar del
pueblo de Dios, y su corazón será probado en el fervor.

La realidad sólo se muestra en toda su profundidad a lo largo del tiempo. En


las experiencias cortas, es más fácil que sólo se vean “ideas”, y el corazón se
engolosine con un cierto eficientismo.

Jesús nuestro Señor nos dio ejemplo de esta inserción prolongada durante
todo el tiempo de su vida oculta, antes de la vertiginosa y cambiante
actividad de sus cortos años de vida pública.

Pero fíjense bien que privilegiamos aquí la duración y la periodicidad de la


inserción por encima del lugar donde uno se inserta. Si bien es importante la
inserción en la vida de los pobres, por ejemplo, tan importante como ella son
las mediaciones desde y en las que uno se va insertando.

Hay apostolados que ya han sido “probados” en la vida de la Iglesia, que


siempre estarán —como la catequesis, la visita a los enfermos, el servicio en
tareas humildes…— y que son más aptos para formar en el fervor a los que
comienzan. Una vez probada la tolerancia, es bueno que vengan otras etapas
en las que se tengan en cuenta otros aspectos, más especializados, por
ejemplo, del apostolado.

Es de nuevo la Evangelii nuntiandi la que nos describe el fervor al que


tenemos que apuntar cuando pensamos en la formación de un corazón
apostólico: el fervor apostóli-co se manifiesta en esa “dulce y confortadora
alegría de evan-152
gelizar, incluso cuando hay que evangelizar entre lágrimas…

con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de ex-tinguir” (EN 80).

El Santo Padre diagnostica, como indicio de la falta de fervor, la fatiga y la


desilusión, la acomodación al ambiente (mundanidad espiritual), el
desinterés, la falta de alegría y de esperanza (esa “herejía silenciosa, sin
estridencias” de la que hablaba el cardenal Daneels).

Pero, en donde más se detiene, es en los pretextos de quienes creen más en su


conciencia y en sus concepciones o sus elucubraciones humanas (en las
“ideas”), que en la enseñan-za de la Iglesia y en los pedidos del Pueblo fiel
(cf. EN 3-4).

Vida comunitaria:

“la unidad es superior al conflicto”

Nos toca reflexionar ahora acerca de la vida en comunidad. Si nos fijamos


en el Evangelio, podemos ver en la vi-da del Señor y en la de los que lo
siguen tres momentos que están muy claramente marcados: hay momentos de
oración (“Enséñanos a orar…”), momentos de apostolado directo —muchas
veces extenuante— y momentos de compartir en comunidad. Tomemos por
ejemplo el capítulo 6

de san Marcos:

“Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían


hecho y lo que habían enseñado. Él entonces les dijo:

‘Vengan también ustedes aparte, a un lugar solitario, para des-cansar un


poco’. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni
para comer. Y se fueron en la barca, aparte, 153

a un lugar solitario. Pero les vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta;


y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que
ellos. Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues
estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas
cosas” (Mc 6, 30 ss.).

En medio de un ritmo de vida que está volcado decididamente a la misión —


Jesús lo deja todo cada vez que el pueblo fiel lo necesita y lo busca—, el
Señor sabe encontrar, para sí mismo y para los suyos, tiempos de oración y
de descanso en comunidad. En esos momentos, se comparte la comida, se
cuentan las cosas vividas en la misión…, y no están ausentes las “clases” de
teología —el momento de estudio, diríamos—, en el que Jesús “en privado
les explicaba” las parábolas (cf. Mc 4, 34).

En los momentos de comunidad, especialmente en el momento comunitario


por excelencia que es la Eucaristía, Jesús privilegia el tema de la unidad. En
los discursos de despedida, el Señor habla de la unidad explícitamente.

“No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su
palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Co-mo tú, Padre, en mí, y
yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que
tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean
perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has
amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17, 20-23).

Pero también en muchas otras partes, cuando se quedan solos, el Señor hace
reflexionar a los apóstoles para que descubran las virtudes que favorecen la
unidad: la humildad (“tomando un niño, lo puso en medio de ellos…”; Mc 9,
36), el servicio (“El que quiera ser grande entre ustedes 154

que sea su servidor”; Mt 20, 26), el perdón (“¿Cuántas veces tengo que
perdonar…?”; Mt 18, 21), el ponerse de acuerdo para pedir (“Si dos de
ustedes se ponen de acuerdo en la tierra…”; Mt 5, 47), el amor, en
definitiva.

Es que unidad es un fin, no es ningún medio para obtener otras cosas. Sólo
estando unidos podemos desarro-llarnos plenamente como personas. Y, en el
Evangelio, de la unidad dependen tanto la presencia del Señor (“cuando dos
o más están reunidos en mi nombre yo estoy en medio de ellos”; Mt 18, 29)
como la eficacia apostólica (“… para que el mundo crea…”).

Para reflexionar acerca de la unidad, puede ayudarnos ese principio que


dice: “La unidad es superior al conflicto” . Es-te principio supone los otros
dos.

Supone el principio “El tiempo es superior al espacio” porque la unidad


verdadera es la que se da en el tiempo: hay que pedirla siempre como don al
Señor e irla gestando ca-da día en la caridad, en el perdón, en la actitud de
humildad y de servicio.

Supone también el otro principio que dice “La realidad es superior a la


idea” porque no es de esas unidades ideales que se logran sólo en el papel,
esas unidades por consenso en las que se vota para lograr un fin o derrotar a
un adver-sario, y luego hay que repartir otra vez el botín porque entre los
aliados no hay verdadera unión de corazones.

Este principio de la unidad supone a los otros y los reú-

ne desde la perspectiva de la persona. Porque la unidad de la que hablamos


es la unidad de las personas concretas junto con las cuales el Señor nos
llama a compartir su seguimiento.

Por lo dicho, ya deben ver claro que la unidad que es superior a los
conflictos no es cualquier unidad: no puede 155

ser ni la unidad funcionalista, ni la meramente consensua-da, ni la de


conveniencias coyunturales. La única unidad que les permitirá superar todos
los conflictos que se les vayan presentando en su vida es esa unión que
llamamos de corazones.

Es una unidad profunda, que se da sólo entre personas, no entre sus ideas,
sus intereses o sus conveniencias, tomados aisladamente, sino entre personas
tomadas en su in-tegridad: con su historia y sus planes, con sus familiares y
sus amigos, con su vocación, sus trabajos, los dones y los carismas con que
el Señor las ha dotado, y también con sus defectos y sus pecados.

No se trata aquí de otra cosa sino de unión de corazones en el amor común


al Corazón del Señor, a través del cual el Padre nos derrama al Espíritu.

El mayor escándalo que damos los cristianos en general, y los consagrados


en particular, son nuestra divisiones, nuestros cismas, nuestras luchas
internas. El Señor lo dijo claramente: sólo seremos creíbles si nos amamos
unos a otros, si somos uno como el Padre y Él son uno.

Por eso ha de ser que somos tan tentados en la unidad:

¡en torno a ella se centra nada menos que la fecundidad apostólica! Pero no
una fecundidad apostólica entendida co-mo algo posterior —como si
dijéramos: primero nos unimos y luego hacemos apostolado—, sino que el
estar unidos ya es en sí mismo apostólico, porque es testimonial: es el
mensaje de la primacía de la caridad vivido comunitariamente.

Todo en su formación tiene que mirar a la unidad: ustedes entran en el seno


de una familia religiosa unida dentro del seno de la Iglesia unida. Los
conflictos mismos entre los cristianos son la mejor prueba de la fuerza
indestructible de la unidad que el Señor conquistó para la Iglesia.

156

Una y otra vez, la Iglesia se renueva y se restaura a sí misma desde adentro,


en la unidad del Espíritu, y los causan-tes de división, con el tiempo, a lo
más logran el triste resultado de dividirse a sí mismos, si es que no se dejan
reconciliar humildemente y vuelven a la unidad del rebaño.

Por eso, todo en su formación tiene que estar al servicio de la unidad. Lo


cual no tiene nada de un ingenuo es-conderles los conflictos. Todo lo
contrario: tendrán que ir aprendiendo a ver, en los conflictos mismos, que la
unidad es más fuerte.

Ese aprendizaje tiene que ser progresivo. Por eso es que no queremos
introducirlos desde el comienzo en nuestras peleas de familia: ni en las de la
familia religiosa ni en las de la Iglesia. Ni mucho menos darles a ustedes, los
jóvenes, un rol protagónico en nuestras discusiones internas.

Puede ser que, si se enteran de entrada de las peleas de familia, se ilusionen


y se conviertan en excelente soldados (fanatizados, obsecuentes) al servicio
de una de las líneas en pugna. Pero sepan que el tiempo que pierdan en estas
disputas “políticas” se lo restarán a su formación personal y, a la primera
crisis afectiva que tengan, es muy probable que la vocación salte por la
borda.

Una cosa es que discutan y peleen los que ya se han so-portado durante años
como miembros de una misma familia, y otra que lo hagan los que no tienen
lazos afectivos sólidos con la familia.

De las tres fronteras que deben cuidar como religiosos

—la interior (vía espiritual), la externa (celo apostólico) y la “intermedia”


(su pertenencia a la comunidad)— cuando hay luchas internas, es esta ultima
la que polariza toda la atención, en desmedro de las otras dos. El activista de
internas es —al decir de san Juan— uno que pretende ir más 157

allá de la comunidad, con su proyecto propio: es el “proa-gon” (cf. 2 Jn 9).

Formarse en medio de estas luchas —que siempre se dan con distintos


grados de virulencia— implicará, para ustedes, fortalecer las otras dos
fronteras, evitando centrarse có-

modamente en las luchas internas. Es decir: cuando vean o escuchen que hay
luchas internas, deberán insistir más en su vida espiritual y en su apostolado,
para que ayuden, desde abajo, a que los mayores superen los problemas.

Una familia religiosa dividida o no puede engendrar hijos —no tiene poder
de convocatoria— o engendra hijos enfermos. Esto último puede ser de dos
maneras: o porque convoca personas enfermas o porque las forma mal. Una
familia religiosa está sana cuando las distintas posturas internas se discuten
abiertamente, en los ámbitos apropiados, y los mayores saben relativizar sus
posturas en bien de la unidad del cuerpo, sin marginaciones ni exclusiones.

Una buena señal pueden verla en los que son capaces de resaltar ante
ustedes lo bueno de otro que no piensa co-mo ellos (lo malo suele saltar
sólo). Aunque mas no sea, siempre es posible resaltar que el otro ha
perseverado en su vocación, y un joven no tiene derecho a criticarlo sin tener
en cuenta esto, ya que él mismo no sabe si será capaz de perseverar.

En la tarea de formarse en la unión fraterna, tienen que tener en cuenta


diversos frentes. Uno podría caracterizar-se de la siguiente manera: que
creen ambiente de familia, que favorezcan un espacio y un tiempo en los que
se “ha-ga” comunidad. Recuerdo un formador que nos decía que teníamos
que saber hasta “aburrirnos en comunidad”.

Cada uno tendrá sus “tentaciones de fuga” de la comunidad: en alguno,


puede ser que se dé hacia el interior —el 158

que se encierra en su propio mundo (en la computadora, en la TV, en su


pieza)—; en otros, hacia el exterior (el que siempre tiene una cita con gente
de afuera y nunca cena en casa). Hay otro tipo de fuga: hacia los conflictos
de la comunidad, de la familia y de la Iglesia, que suelen servir de excusa
para no ocuparse de la formación personal.

Otra de nuestras tareas para la construcción de la comunidad consistirá en


que prestemos atención y revisemos pe-riódicamente nuestras normas de
convivencia… El grupo tiene que participar en el discernimiento de las
normas necesarias para la vida en común, de modo que no sean ni una
imposición rígida y externa ni tampoco “que cada uno haga su vida”. Si no
participan todos, tendremos esas casas-hoteles o esas casas-penitenciarias
en las que hay car-teles por todas partes y nadie les hace mucho caso.

Pero lo más importante será que vayan aprendiendo a relacionarse bien —


fraternalmente—, tanto con los superiores como con sus compañeros. Que se
vayan haciendo

“amigos en el Señor”. Con una amistad que sepa hacerlos leales con los
superiores y, al mismo tiempo, con sus compa-

ñeros, evitando las “patotas” —el mito de que los formandos son un grupo
que debe defenderse de los de arriba—

y el intimismo —las amistades particulares—.


Estudio y tiempo
He dejado para lo último el tema de su formación intelectual. En realidad,
pensaba no tocarlo ya que, por una parte, en lo metodológico, la formación
intelectual es lo que está más estructurado por las exigencias académicas, y
por 159

otra, en cuanto a los contenidos, no sé si pueden preverse los desafíos


intelectuales que les tocará enfrentar a ustedes.

¡Dicen los que saben que el mundo cambiará más en los próximos veinte
años de lo que cambió en los últimos cien!

Lo que sí me parece que puede ayudarnos aquí es reto-mar los principios que
venimos viendo y usarlos para iluminar la vida intelectual.

En primer lugar, la cuestión del tiempo que tienen para dedicar al estudio.
Durante la formación, el estudio suele llevar mucho tiempo: ya sea el estudio
más formal para los que serán sacerdotes, ya sean los diversos estudios y
cursos de formación que en medida creciente ocupan, hoy más que nunca, a
todos los que están en la vida religiosa.

También aquí es válido lo de que “el tiempo es superior al espacio”.


Recordemos que hemos hablado de “dar tiempo a la oración”, “tener un
apostolado estable a lo largo del tiempo, que permita acompañar al pueblo
fiel de Dios”,

“dar tiempo a la vida de comunidad”, “valorar el tiempo de vida religiosa


de cada persona al juzgar sus ideas…”.

Pues bien, lo mismo diremos en lo que toca al estudio: dar tiempo al estudio
—que se haga el hábito de estudiar—

es lo que significa en primer tiempo “formarse” intelectualmente. Y es tan


importante como el “contenido” de lo que estudien. Hay una tentación, que
no por obvia deja de ser seria, y en la que muchos solemos caer. Es la de
desubi-carnos en los tiempos. Así como uno se desubica espacial-mente, y
muchas veces no está en donde tiene que estar, abandona su puesto de
trabajo o lo que tiene encomenda-do, y se dispersa en otras cosas, con
nuestro tiempo nos sucede lo mismo.

Es probable que, durante el tiempo de estudio, sientan más consuelo en


hacer cosas prácticas. Y que luego, cuan-160

do estén metidos de lleno en la vida activa y tengan tareas apostólicas a toda


hora, sientan el anhelo de tener tiempo para cultivar su vida intelectual.

Pensar bien, poder analizar profundamente un problema intelectual,


comprender las ideas que mueven nuestro mundo les requerirán un tiempo
largo de estudio serio y a fondo. Y, si se fijan bien, allí donde vean en sus
mayores que su predicación del Evangelio se vuelve repetitiva y tediosa, o
que no logra armonizar distintas maneras de pensar y es fuente de conflictos
estériles, seguramente lo que sucede es que detrás hay problemas de falta de
profundidad filosófica y teológica.

La falta de profundidad intelectual es fuente de discusiones estériles. y es


causa también del tedio propio de los que se mueven en la superficie de los
problemas o quedan a merced de las modas ideológicas.

Por eso esperamos que sientan que su tiempo de estudios es un tiempo de


gracia.

Gracias porque les permitirá sumergirse en el tesoro de la tradición de la


Iglesia y del pensamiento humano. En los grandes pensadores, encontraran
alimento para su es-píritu y compañeros de viaje en esa aventura inagotable
que significa pensar.

Gracias también porque, en ese trabajo con las ideas, su intelecto se irá
adueñando de su propia forma, y aprenderán a pensar de manera ordenada,
profunda y creativa.

161

Un corazón unificado
Utilizando las categorías de Hans Urs von Balthasar, pa-ra quien la
formación de la persona se va dando en la medida en que se unifican sus
actitudes estética, ética y teorética, 24

podemos examinar si nuestro pensamiento y las formula-ciones que hacemos


de la realidad (planes de formación, de vida comunitaria y de apostolado) se
quedan en un plano meramente estético (si nos dejan como espectadores,
críticos o fascinados por ideas), o si nos l evan a insertarnos en el

“drama” de la salvación, con su lucha, sus rostros, sus tiempos favorables, y


las decisiones que debemos tomar en el seguimiento del Señor.

No hay que engañarse creyendo que quedarse en el plano “meramente


estético” se reducirá a contemplar estam-pitas se santos, y que basta con
participar en congresos que hablen sobre la justicia social o insertar el
noviciado en un barrio pobre para estar siendo verdaderamente actores del
drama de la Redención.

El peligro de que nuestro pensamiento no nos lleve al amor puesto en acción


—como decía la Madre Teresa— es tan actual hoy como siempre. Y más
quizás en esta época en 24 Balthasar piensa los procesos de “formación” en
sintonía con Goethe, para quien es importante que la teoría sobrepase la
estrechez de ser puro pensar y se abra a la amplitud de los trascendentales,
en una actitud que abarca pensar, obrar y sentir. Esto significa un proceso
de formación en diálogo con los otros y con las cosas del mundo. Formación
que en el fondo es dejarse formar por Dios (el Fin existente), y no un
realizarse a la luz de un ideal irreal. Las tres actitudes activas no deben
quedar desintegradas (sólo-pensar como especular, sólo-obrar como técnica
manual, sólo-sentir como impulso erótico inextricable), sino integrarse —las
unas en las otras— para configurar una totalidad que implica la realización
de ca-da una mediante las otras.

162

que se privilegia la “realidad virtual”; es decir el espacio y la idea por sobre


el tiempo y lo real: todo lo contrario de lo que venimos proponiendo aquí.

La desintegración de un proceso de formación puede o-currir por diversos


motivos: uno puede ser el de excluir alguno de estos aspectos (estético-ético-
teorético), ya sea por no darle su importancia, ya sea también por exagerar
la importancia de otro.

Cada época tiene lo suyo, y en esta cuestión de los acentos se van dando
“ciclos” que el Señor de la historia conduce misteriosamente: si una
generación privilegia lo intelectual, la siguiente pareciera que reclamara
más sentimiento y más vida práctica… Esto es bastante fácil de ver. Lo que
no resulta tan fácil es discernir de dónde proviene la desintegración en
nuestra época.

Por un lado, es evidente que, en parte, se da por exce-so. La “acumulación”


indiscreta de todo lo bueno que ha existido y de lo que nos enteramos a cada
momento hace que haya cierta ansiedad por experimentar cosas nuevas.

Como si hubiera que experimentar el paradigma de la formación al ritmo de


los tiempos posmodernos, cuando, precisamente, lo tramposo de estos
tiempos es su ritmo: ese cambiar todo a una velocidad de superficie
vertiginosa sin que en realidad cambie nada de fondo. ¡La crítica y el ajus-te
que hacemos tienen que ser más radicales!

Cuando oímos decir que ha cambiado el “paradigma” de la vida religiosa,


que estamos pasando del paradigma de la contrarreforma —que era de
autoacentuación de lo católi-co— a un paradigma en que católico quiere
decir más bien

“ecuménico” — en un ámbito donde se buscan el consenso y la comunión—,


no podemos menos que asentir.

163

Pero un paradigma no es sólo una visión teórica del mundo, sino también
una visión encendida por el fuego de un fervor y empapada por el sudor de
un trabajo que hace real ese paradigma. Hoy pareciera que un paradigma es
despla-zado por otro “más abarcador y profundo” antes que uno haya
alcanzado a ponerse la camiseta —no digo a sudarla—.

Algunas preguntas para ayudarlos a autoevaluarse en su formación


Vida de oración

; ¿Dedican tiempo a la oración personal o la respetan aunque estén


desolados u ocupados, o sólo rezan tanto cuanto lo “sienten”?

; ¿Conciben su oración personal como un tiempo que ponen a disposición


del Señor para que Él les hable si lo desea —es decir, buscan conocer a
Jesucristo— o toman la oración como un momento para explayar sus propias
personas solamente?

; ¿Saben conectar su vida apostólica con su vida de oración? ¿Hay


“rostros” —gracias y problemas de gente concreta— en su oración o está un
poco desconectada de la vida apostólica, y todo gira en torno a sus propias
personas?

; ¿Su oración se va traduciendo en gestos concretos que muestran su


crecimiento en la vida comunitaria y apostólica o está un poco desconectada
de la vida?

; ¿Cuál es la relación entre lo que dicen que rezan (tiempo, entusiasmo por
los buenos deseos) y su mortificación y su entrega a los pobres (trabajos
humildes, disponibi-164

lidad para la obediencia, tolerancia a humillaciones, capacidad de


acompañamiento a pobres, enfermos, necesitados…)?

; ¿Van gustando y participando de la oración de la Iglesia, en especial de la


Eucaristía, de modo que se va convirtiendo en el centro de sus vidas, o les
interesan más otro tipo de oraciones menos “aburridas”?

; Lo que ustedes cuentan de su vida de oración ¿está en relación


proporcionada con lo que van viviendo en su vida comunitaria y apostólica?

; El fruto de su oración ¿es que se integren más a la comunidad (vuelvan a


ella) y estén más alegres en el apostolado?

; Cuando hablan de su oración, ¿cuentan más bien las ideas que tuvieron o
saben detenerse en los sentimientos, y principalmente en las gracias y las
tentaciones que experimentaron? ¿Intelectualizan o buscan llegar a sentir y
gustar internamente las cosas (contemplación)?

Fervor apostólico

; ¿Son capaces de apostolados de largo aliento, de inserción prolongada?

; ¿Son capaces de soportar situaciones que no pueden resolver —de pobreza


o sufrimiento de la gente— y la saben acompañar con su presencia silenciosa
y constante, y con su oración, o sólo eligen campos de apostolado donde
puedan tener éxito con cierta facilidad o ser eficientes?

; ¿Saben compartir con alegría en la comunidad todo lo que vivieron en el


apostolado?

; En el trabajo apostólico en que se van especializando, ¿se van haciendo


capaces de abrirse desde ese apostolado particular a todo tipo de gente o la
especialización los secto-165

riza —“yo sólo trabajo con jóvenes” o “a mí lo que me gusta es sólo…, así
que no me den otras cosas…”—? ¿Saben unir la diversidad del pueblo de
Dios o sectorizan?

; ¿El apostolado los va interpelando a trabajar con hora-rios, en obediencia


a un “patrón”, sin mucho reconocimiento, junto con otros…, como cualquier
obrero de nuestro pueblo, o su perfil es más bien el de “pichones de
ejecutivo” (para empezar a trabajar, necesitan computadora, celular,
videograbadora, automóvil…, etc.)?

; ¿Su capacidad crítica va pareja con su capacidad creativa, o sus críticas


esconden excusas —la situación es tal que “aquí (o así) no se puede
trabajar”—?

; ¿Saben trabajar con lo que tienen? ¿Saben presentar “sus cinco panes” al
Señor?

; ¿Buscan o son capaces de aceptar y de llevar adelante apostolados


humildes y ocultos?
; ¿Tienen celo por la salvación de las personas y por su crecimiento humano
y espiritual, o prevalecen en ustedes la competitividad, el deseo de ser
queridos y reco-nocidos, el ansia de protagonizar…?

; ¿Transmiten el Evangelio de Jesucristo con humildad y alegría?

Vida comunitaria

; ¿Son hermano de todos? ¿Construyen la fraternidad?

; ¿Van siendo personas que buscan la unidad cuando hay conflictos o ya son
de los que dividen con sus comenta-rios y sus actitudes?

; Y si no dividen: ¿es porque buscan unir seriamente o porque se dieron


cuenta de “lo útil que puede ser en la vi-da religiosa mostrarse siempre
‘neutral’”?

166

; ¿Se dan cuenta de que la “neutralidad” suele ser tenta-da de capitalizar en


provecho propio los problemas de la familia, en vez de sufrirlos y ayudar a
solucionarlos o sobrellevarlos?

; ¿Van integrando bien las tensiones que se dan en la relación con los
superiores y los compañeros?

; ¿Saben ser obedientes y, a la vez, buenos amigos?

; ¿Han sentido la tentación de pensar que la amistad con sus compañeros los
aparta de sus superiores?

; O viceversa: ¿han experimentado que alguna preferencia por parte de los


superiores los hace alejarse de sus compañeros?

; ¿Participan en la vida de comunidad, o son de los que se encierran en su


mundo o tienen sus amigos afuera?

; ¿Cuidan con cariño las cosas y los lugares comunes? ¿Sienten como suya
la casa que les tocó o están siempre con la esperanza de mudarse a otra
ideal?

ELCRITERIOÚLTIMO

Luego de recorrer estos ámbitos de la formación —la oración, el apostolado,


la comunidad y el estudio—, y de haber reflexionado acerca de la manera de
integrarlos en su corazón, tenemos que profundizar un poco más y enfocar lo
que llamaríamos el criterio último, aquello que nos hace ver y juzgar así
estas cosas.

Es importante plantearlo lo más claramente posible porque es, en definitiva,


aquello por lo cual nos quedamos en 167

la vida religiosa. Hablar de un criterio último es ponerse ante el misterio de


lo que Agustín llama “el peso del alma”, aquello que la atrae y la hace girar
en torno a Jesucristo: la caridad.

Todo lo que les suceda en la vida religiosa —el l amado, la formación, la


consagración definitiva, las crisis, los destinos…—, todo tiene que ser
confrontado con ese amor gratuito y libre del Señor.

El amor a Jesús

Si tomamos una imagen para meditar qué espera Jesús de los que lo
seguimos en la vida religiosa, si nos preguntamos qué es lo único que le
preocupa frente a uno que lo sigue, creo que su último diálogo con Pedro, en
el Evangelio de Juan, es de lo más revelador.

El Evangelio nos muestra a dos hombres conversando.

Están sentados frente al lago, unas brasas a un costado indican que han
comido. Uno de esos hombres es Pedro. El otro es Jesús. Jesús resucitado. Y
la conversación es la última que tendrán sobre esta tierra. El Señor está listo
para subir al Padre. He aquí el dialogo:

Después de comer, le dice Jesús a Simón Pedro: “ Simón , hijo de Juan, ¿me
amas más que estos?” Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice
Jesús: “Apacienta mis corderos”.
Vuelve a decirle por segunda vez: “ Simón , hijo de Juan, ¿me amas ?”. Le
dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice Jesús: “Apacienta mis
ovejas”.

168

Le dice por tercera vez: “ Simón , hijo de Juan ¿me quieres co-mo amigo ?”.
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez ¿me quieres como
amigo? y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice
Jesús: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17).

Nunca dejarán de maravillarnos las preguntas que Je-sús le hace a su amigo


“Simón”.

Porque las preguntas de Jesús son a “Simón, hijo de Juan”, y esto se ve


claramente confrontándolo con el evangelista, que, como narrador, lo llama
“Simón-Pedro” y “Pedro”.

A Jesús le interesa Simón, su amigo, el hombre. Esta manera de llamar a


Pedro —“Simón, hijo de Juan”— es propia del cuarto Evangelio y nos
recuerda el primer encuentro de Jesús con Pedro, cuando el Señor le dice:
“Tú eres Si-món, hijo de Juan; tú te llamaras Cefas, que quiere decir
‘piedra’” (Jn 1, 42). Y, como dice Mateo, esa “piedra” es la piedra sobre la
que Jesús fundo su Iglesia (cf. Mt 16, 18).

Jesús le pregunta tres veces a su amigo: “¿Simón, me amas?”. La misión que


le quiere dar ocupa la otra parte de la frase: “Apacienta mis ovejas”. Como
si el Señor quisiera indicarle en qué quiere fundamentar la misión que le da:
en su amor de amigo.

Pero no hay que apurar las cosas. No se trata de un “quiero darte una
misión, y por eso necesito saber si me amas”.

No hay nada de funcionalismo en el Señor. Jesús se detiene prolijamente en


sus preguntas sobre el amor. Detengá-

monos también nosotros a contemplar la escena, mirando a las personas,


escuchando lo que dicen, tratando de entrar en sus corazones.
Una interpretación que achata este dialogo tan rico consiste en suponer que
Jesús ya sabe que Pedro lo ama y sólo 169

quiere que tome conciencia de su amor. Las respuestas de Pedro darían pie a
esta suposición porque Simón Pedro apela al “tú sabes”, al “tú lo sabes
todo”.

Pero Jesús insiste con sus preguntas. ¿Se puede decir que basta con “saber”
que otro nos ama? ¿Las preguntas que se hacen los que se aman son
retóricas? ¿O son el alimento del amor que necesita renovarse dando
testimonio de que está fresco y activo, que no se ha entibiado, que quiere
crecer? Responder una y otra vez a la pregunta ¿me amas? es esencial al
amor.

¿No es mejor pensar que Jesús “no quiere usar su saber para las cosas del
amor”, sino que quiere que Simón se lo exprese? Lo mismo pasa con la fe:
Jesús quiere que le digan si tienen fe en Él: “¿crees esto?”.

Y no sólo quiere que Simón se lo exprese, sino que quiere depender de su


respuesta, con todos los matices que puede tener una respuesta que pesa la
calidad y la profundidad del propio amor. Entonces da vértigo pensar que
todo lo que ha hecho Jesús y todo lo que espera que haga su Iglesia pende de
la respuesta de un Simón (de un Simón “cualquiera”, uno más, un hombre
solamente).

Es como si Jesús quisiera dudar de todo, poner todo entre paréntesis. Es


como si no quisiera tener ningún poder ni ejercer ninguna influencia hasta
aclarar lo del amor. En su actitud no hay nada de… “bueno, ya las cosas
están claras, la resurrección es indubitable, mi gracia te sostiene, ya eres
‘Pedro’, el Papa: pues bien, a trabajar”. Nada de eso.

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”

No le pregunta: “¿estás convencido —tienes fe— de que soy el Mesías?” (Cf.


Jn 6, 69; Mt 16, 16). Tampoco le pregunta: “¿quieres seguirme?” o “¿tienes
clara tu misión?”. No lo invita como antes: “síganme y los haré pescadores
de hom-170
bres” (Lc 5, 10). No lo confirma: “tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). No lo manda: “tú sígueme” (Jn 21, 22). No
le reprocha: “me negaste” (cf. Lc 22, 34). Le pregunta si lo ama más que los
otros.

La roca parece ser una pequeña piedrita. La semilla parece recién


sembrada. Todo depende de una respuesta gratuita de amor.

Si confrontamos las tres preguntas, podemos notar no tanto una progresión


cuanto una simplificación. Primero es:

“¿me amas más que éstos?”. A veces expresamos el amor en términos


comparativos. Les preguntamos a los niños: “¿a quién quieres más?”, “¿me
quieres mucho…, hasta dónde?”.

Pedro no se anima a decirle que lo ama más que los otros. Le responde
simplemente: “Tú sabes que te quiero”.

Es decir, responde apelando a su amor de amigo: Señor, si lo que quieres ver


es quien te ama más para ponerlo al frente de tus ovejas, yo no lo sé. Tú
sabrás. Yo sólo sé que te amo como amigo.

De todas maneras, este carácter comparativo del amor tiene su importancia.


A veces, uno se da cuenta de que, de hecho, ama más a alguien, que alguien
reclama una preferencia, y uno la siente en su corazón. En ese “más”, hay
una invitación de hacerse cargo, libre y alegremente.

Quizás Pedro recién se dio cuenta de este más cuando, según la tradición, se
iba escapando de Roma y se encontró con Jesús, que venía en dirección
contraria, y le dijo:

“Voy a Roma, a morir de nuevo”. Quizás fue al í donde Pedro se dio cuenta
plenamente de que, si no iba él, Jesús no tenía otro. Que Jesús era tan pobre
que, si el que lo amaba más no lo seguía, tendría que empezar todo de nuevo.

171

Podemos pensar que, ante la partida de Jesús, Pedro estaba preocupado


porque le caía el peso de la misión y entendía la pregunta por el “más” en
ese sentido.

Jesús valora este “más” que es característico de Pedro, es una realidad en


su corazón y le va a ser útil pastorear: en la Iglesia tiene más autoridad el
que más ama. Pero, luego de hacerlo comparar su corazón y el de los otros,
no insiste en este “más”, sino que lo acepta y le simplifica la pregunta.

La segunda pregunta, en efecto, es más simple: “Simón,

¿me amas?”. Como si dijera “no me interesa tanto comparar. Si me amas


simplemente, eso basta para apacentar mis ovejas”. Puede ser que esté
también presente la distinción entre corderitos y ovejas. Al amor mayor se le
confían los más pequeños, los más débiles. El amor simple sirve para todo el
rebaño. Eso puede ser lo que le aclare Jesús a Pedro, que siente en su
corazón estos “cuestionamientos” propios de quien ama. Pedro responde de
nuevo con la misma frase: “Tú sabes que te quiero”.

En la tercera pregunta, Jesús asume las respuestas de Si-món y le pregunta


usando el mismo verbo: “phylein” . “Si-món, ¿me eres amigo?”. El
Evangelio nos dice que “se entristeció Pedro de que le preguntara por
tercera vez ¿me quieres como amigo?”. Como las otras dos preguntas ha-
bían sido “me amas (“agapas”), podemos pensar que la tristeza no viene de
la repetición sino de la novedad.

Si preguntar a otro “me amas” alimenta el amor, preguntar “¿eres mi


amigo?” pareciera que hace tambalear la amistad. Es una pregunta que
supone alguna situación ambigua, en la que hubo infidelidad, y requiere que
se con-firme la lealtad, la fidelidad. Por eso, puede ser que Pedro se haya
entristecido, pensando que Jesús le recordaba sus negaciones.

172

Aquí es donde Simón cambia el “tú sabes” (“oidas”) a-gregando: “Señor,


todo lo sabes, tú conoces [ gignoskeis] que te quiero”. Ese “todo lo sabes”
puede ser admirativo, como cuando uno dice, “te das cuenta de todo”, “no te
puedo ocultar nada”, “te diste cuenta de mi preocupación más honda”. La
experiencia de sentirse totalmente conocido libera el amor.
A pesar de que me conoces en mi debilidad, eres mi amigo, y no dudas de
que te quiero como amigo. Ese conocimiento purifica y fortalece la amistad,
no deja sombras ni resquemores. Pedro siente que Jesús comprende su
tristeza por haberlo traicionado como amigo y se da cuenta de que ese amor
de amistad es “la roca”, porque Jesús reitera la misión, “apacienta mis
ovejas”, con ese amor.

Eso es lo que ama su amigo Jesús: que él, Simón, lo ame como amigo
entristecido por la negación y confiado en que el Señor ya lo sabía y había
rezado por él.

Jesús ama el amor de Simón, no otra cosa de Pedro. No le pregunta si lo


ama sin pecado, si lo ama sin infidelidades, si lo ama de manera perfecta.
Tampoco le preguntó esto al comienzo de su vocación. Al comienzo, el Señor
se le acercó porque quiso, se le subió a la barca y se le metió en su vida
medio por la fuerza. Aprovechó sus entusiasmos y se lo llevó a cuestas.

Lo llamó Pedro de entrada, si preguntarle si quería o no.

Pero, a medida que pasó el tiempo, pareciera que —en vez de “tenerlo
agarrado”— lo comenzó a soltar. “¿Ustedes también quieren dejarme?” es
una pregunta que le hace cuando Pedro ya lo ha dejado todo y se ha jugado
por él. ¡Lo dejará dudar, ser zarandeado, negarlo incluso!

Los l amados de Jesús —la vocación— apelan siempre a una respuesta de


amor libre y gratuito. Y, cuanto más ma-173

dura la persona, cuanto más dueña se hace de sus afectos, el llamado, que
quizás al comienzo se sirvió de entusiasmos humanos, de la influencia del
entorno, de tantas cosas que se mezclan en una vocación, se hace más libre y
requiere que pongamos todo en juego.

Les digo esto porque hoy en día es común que la persona que sigue a Jesús
de joven, en un determinado momento de su vida, tome conciencia de las
motivaciones “humanas” que influyeron en su vocación y, en vez de ponerse
de nuevo ante Jesús, que le pregunta si lo ama “más” que otros, si lo ama
gratuitamente, con amor de caridad, si quiere ser su amigo…, comience a
mirar para atrás.
Miran si “lo amaron”, si “fueron totalmente maduros”, si lo siguieron “por
motivos puros”. En el preciso momento en que se adueñan con más realismo
de su propio corazón y ven sus limitaciones —cosa que “entristece”, como le
paso a Simón—, en el momento en que, gracias a la misma formación que
tuvieron, el Señor los ha vuelto más libres para amar, le responden a Jesús
con menos generosidad que cuando lo siguieron empujados por idealismo y
necesidades.

El criterio último de la vida religiosa es cuestión de amistad, cuestión de


hombres, no de roles o funciones, ni tampoco de intereses o motivaciones que
no tengan nombre propio: el de cada uno de nosotros y el nombre de Je-sús.
Ese nombre de Jesús-amigo es el nombre al que Jesucristo apela en vez de
usar el de “Señor” (“ya no los llamo siervos sino amigos”).

Una reflexión mía, que pueden seguir si los ayuda, y si no, no, es que el amor
de amistad tiene una característica muy particular y algo extraña. ¿Se han
fijado que uno pue-174

de ser amigo de alguien que piensa distinto, como muchas veces sucede entre
los que son amigos de la infancia?

También se puede ser amigo de alguien de otra generación —de un anciano


o de un niño—; e incluso experi-mentamos la amistad con algunos animales
superiores: se puede ser amigo de un caballo o de un perro fiel… Hay algo
en la amistad que supera todas las distancias y no de-ja que le hagan mella
las diferencias.

El amor de amistad es algo tan simple y tan esencial que trasciende todo otro
tipo de relación. Es más, pareciera que se da mejor y de manera más pura
cuando no hay otra cosa que sostenga la relación (necesidad, interés,
gustos…), sino la pureza de la amistad por sí misma.

Me gusta pensar que, entre el amor “erótico” —en el cual reinan la


necesidad y la posesión— y el amor de “á-

gape” —que es puro don gratuito—, el amor de amistad tiene una mezcla
especial de gratuidad y “construcción”
voluntaria. Quizás por eso el Señor estriba allí para fortalecer el amor de
Simón. Jesús, en este pasaje, privilegia el amor de amistad y nos marca un
camino para nuestra relación con Él.

Podemos ser “amigos” de Dios. Hijos lo somos, pero

“adoptivos”. La diferencia de naturaleza siempre se mantiene. Pero amigos


podemos serlo como lo somos con nuestros otros amigos. Por eso, la
esperanza de Jesús es que lo amemos como amigos y que, en cada situación
de la vida, nos apoyemos sólo en ese amor sobre el cual se constitu-yen los
demás.

El amor de amistad tiene una visión positiva —agradecida— del pasado:


todo lo que ocurrió, especialmente lo que sufrimos juntos, se recuerda con
alegría porque lo vivimos juntos. En las cosas que uno vivió solo, muchas
veces pe-175

sa más lo negativo, la culpa, lo que no fue. En cambio, lo que se vivió junto


con un amigo siempre se recupera y es fuente de nuevas gracias.

El amor de amistad siempre mira con esperanza en el futuro. Más allá de que
se prevean circunstancias favorables o difíciles, los amigos sienten:
“contigo, me animo”. No hay lugar para la infecundidad ni para los
intereses mez-quinos —hablar sólo de “negocios”— en la visión de futuro
entre amigos.

El amor de amistad vive el presente gratuitamente con alegría: alegría del


encuentro, alegría de planear algo concreto, alegría del recuerdo. No hay
lugar para la charla superficial ni para el apuro. No es lo central el chisme
ni la queja.

Agradecimiento, esperanza y alegría son lo propio del amor de amistad. Y,


cuando Jesús nos llama “amigos”, significa que estas cosas son las que
pesan en su corazón al mirarnos y encontrarnos en la Eucaristía. El Señor
agradece al Padre por sus amigos, intercede lleno de esperanza por nosotros
y nuestras obras, y se alegra de compartir el pan y el vino con los suyos.

Él no espera menos de nosotros, sino que, con la misma actitud de amistad,


nos acerquemos a Él, agradeciendo y pidiendo alegremente este don gratuito
y trabajado que es “ser amigos en el Señor”.

Digamos, por fin, que la amistad es “una perla rara” (un

“cisne negro” la l amaba Immanuel Kant), no porque no se ofrezca a todos


los hombres —al contrario—, sino porque muchas veces, cuando uno se da
cuenta de que podría haber cultivado una amistad, ya se pasó la
oportunidad.

La amistad necesita “tiempo vivido”, oportunidades de encuentro bien


aprovechadas. Y el mundo de hoy nos deja 176

poco tiempo… Los amigos son esos “hermanos que hemos podido elegir a
gusto” (¡que linda definición de Martín Descalzo!), y si uno no los eligió o
dejó pasar las situaciones gratuitas en las que se podía hermanar
gratuitamente, la amistad no se habrá dado.

Eso sí, el sabor amargo de no haber cultivado una amistad siempre queda en
el corazón. Si hasta un perrito entiende de amistad, no es digno de llamarse
hombre el que no es capaz de llorar todo lo que robó o mezquinó a la
Amistad en sus amigos. Y tanto más cuanto menos éstos se lo reprochen.

Muchos son, pues, los que dejan pasar la oportunidad de cultivar amistades
y se pueden llamar a sí mismos necios o cobardes. Pero, una vez que la
amistad se dio, se gustó y cultivó, el que deja que se eche a perder no puede
hacerse el que no supo (necio) o el que no pudo (cobarde): es simplemente
un traidor. La amistad es “lo de una vez”, como dice Peguy. De allí que
dejarse llamar “amigo” por el Se-

ñor es un compromiso para toda la vida.


El amor del padre
El amor de amistad con Jesús es el corazón de la vida religiosa. Sin
embargo, para decirlo humanamente, el Señor no deja que la amistad con Él
se quede en una relación só-

lo entre dos. La amistad es fundamentalmente abierta, y no es raro que, si


dos amigos logran mantener su amistad a lo largo de toda su vida, se lo
deban en parte a la amistad de un tercero, y aun un cuarto, que los ayudó.

177

Si nos fijamos en los más amigos del Señor, vemos que la amistad entre el
Señor y Pedro le debe mucho a Juan —el único que perseveró como amigo
fiel al pie de la Cruz—.

En gran parte gracias a Juan Pedro no se alejó más del Se-

ñor en la Pasión, se quedó cerca del lugar donde era juz-gado Jesús y pudo
alcanzarlo su mirada. Judas, en cambio, no había cultivado ninguna amistad
profunda, por lo que parece, y se quedó terriblemente solo con su traición.

Pero la amistad con el Señor no sólo nos abre a otros amigos, sino que, y
esto sobrepasa todo lo que podamos pensar o soñar, nos abre a la amistad
con el mismo Padre del Cielo.

Previendo el peligro de que sus discípulos se escandali-zaran de él, Jesús, en


los discursos de despedida, hizo entrar más explícitamente al Padre en el
campo de la visión de los apóstoles, ampliándoles el horizonte y revelándoles
el sentido último de todo lo que estaba por acontecer. Fue en la última cena
cuando el Señor pronunció esa frase que es una de las promesas más
hermosas del Evangelio: “El que me ame será amado por mi Padre” (Jn 14,
24).

El amor del Padre es un amor que pasa de manera exclusiva por Jesucristo.
Después de la venida de Jesús a nuestro mundo, el Padre ama a los que
aman a Jesús y cumplen sus andamientos. Su plan se ha vuelto concreto: uno
solo es el camino. Jesús nos lo ha revelado: “A ustedes los llamo amigos
porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer” (Jn 15, 15).
Y el que ha conocido a Jesucristo no puede regresar al Dios de antes, al Dios
cuya imagen se formó individualmente, a partir de sus experiencias
humanas.

El plan del Padre, que Jesús nos revela, nos hace mirar de otra manera
nuestro pasado, que se amplía gracias a la revelación: no crean que fueron
ustedes los que eligieron a 178

Jesús (y quizás se equivocaron o no calcularon bien): “Tuyos eran, Padre, y


tú me los has dado sacándolos del mundo”

(Jn 15, 16). “No me han elegido ustedes a mí, sino que Yo los he elegido a
ustedes” (Jn 15, 16).

La revelación del plan del Padre les abre también un futuro inmenso: “La
gloria de mi Padre está en que ustedes den mucho fruto, así serán
discípulos” (Jn 15, 8). “Los he destinado para que vayan y den fruto, y un
fruto que permanezca, de modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre
se los conceda” (Jn 15, 16).

Hay, además, una voluntad precisa de Jesús para su presente: “Padre,


quiero que donde Yo esté estén también conmigo los que me has dado” (Jn
17, 24). “No te pido que los saques del mundo sino que los guardes del
maligno… conságralos en la verdad… que todos sean uno [también]
aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí” (Jn 17, 15-21).

Aquí están las claves para leer su historia, la historia de su vocación. Su


relación con Jesucristo no la pueden leer sólo en clave psicológica o
sociológica. Al estilo de “yo me entusiasmé con el Señor por la familia en
que nací, por el ambiente en que me crié, por mi necesidad de seguridad o de
gloria…”.

Lo propio de nuestra psicología es ir evolucionando se-gún sus propias


leyes; cada uno madura cuando madura, diríamos, y también: “la gracia
supone (no suprime ni ha-ce dar saltos) a la naturaleza”. El proceso de
maduración se da “en el árbol” en que fueron injertados y en el lugar donde
fueron plantados. Pero fue el Padre el que los acercó a Jesús, y Jesús el que
lo eligió. Son ellos los que los han destinado para dar fruto. Como Juan,
ustedes fueron “dados”

por el Señor a nuestra Madre —“Mujer, ahí tienes a tu hi-179

jo”—, y es desde esta conciencia teológica desde donde deben agradecer y


rezar su vocación.

El criterio último en la vida religiosa es el amor del Padre que —como don
libre y gratuito de su misericordia—

se antepone a todo lo que ya vivimos y a todo lo que nos tocará vivir. Es


amor de predilección en el que uno elige libremente vivir y desde el cual
interpreta todo lo que le acontece.

El espíritu del amor

Si la “forma” de cada familia religiosa es un don especial del Espíritu, el


criterio último para planear o evaluar su proceso de formación debe
provenir del mismo Espíritu.

Los fundadores y las fundadoras de las familias religiosas a las que ustedes
se quieren integrar, o se van integrando, son personas que han recibido una
gracia. Una de esas gracias que forman familia. Y lo propio de cada familia

si bien todas tienen cosas comunes— es ser únicas. Cada familia tiene sus
rasgos característicos, ese “aire familiar”

—ese Espíritu—, que ustedes perciben al ver a sus miembros reunidos, al


entrar en sus casas, al verlos actuar.

Lo propio de estos dones que el espíritu regala abundan-temente a la Iglesia


es que son dones dados gratuitamente a personas concretas, en torno a las
cuales se agrupan otras. Recién después de un tiempo de vida en común, sur-
gen las reglas y los modos de organizarse para perdurar en el tiempo.

La experiencia fundante es una experiencia de amor personal. La


institucionalización necesaria que brota luego de 180

ese núcleo viviente siempre es instrumento al servicio de ese amor. Y el amor


del Espíritu es, a la vez, concreto y universal, personal y eclesial. Universal
porque está abierto a la catolicidad de la Iglesia, abierto, en principio, para
recibir a todos y para servir a todos. Concreto porque la universalidad del
amor nunca es algo general: de hecho, no cualquiera puede adoptar esa
forma de vida ni se pretende una cosa así, de la misma manera que uno tiene
bien claro que estar abierto al matrimonio no significa casarse con
cualquiera sino todo lo contrario; la apertura conlle-va la gracia y el trabajo
de encontrar y elegir a la persona que es para uno.

Formarse en una “forma” así tiene sus exigencias. Exigencias que, como el
amor, también son concretas/universales. Con el estado de vida religiosa se
les plantearán desafíos similares a los que se plantean en el estado de la vi-
da matrimonial. ¡¿Cómo formar para el matrimonio?!, nos preguntamos
todos. Es lo más común y a la vez lo más ú-

nico.

Nadie puede “formar” a otros para su vida en familia.

Tienen que formarse los propios interesados, los que se aman. ¿Cómo?
Abriendo su alma, dejándose conocer, probando su capacidad de vivir
unidos, proyectando y examinando sus gustos, sus sueños, su manera de
pensar…

Y, cuando vienen los hijos, al tener que educarlos, se hacen más claros (o
entran en colisión) los valores comunes de los padres. En la medida en que
—atentos a la persona de cada hijo— los padres les enseñen a descubrir y
amar progresivamente los valores, con cariño y firmeza, ellos mismos los
descubren más y los aprenden a amar mejor.

Si piensan ustedes en términos de vida de familia, se les aclararán muchas


cosas. Del formador, especialmente del 181

maestro o la maestra de novicios y novicias, deben esperar que sea capaz de


transmitirles el amor a la familia religiosa de manera personal.
El sello que se imprime como forma en el alma del que se decide a entrar a
la vida religiosa sólo puede transmitirlo alguien que es padre espiritual.
Aquí vale lo de Pablo: “Pues aunque hayáis tenido 10.000 pedagogos en
Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio,
os engendré en Cristo Jesús. Os ruego, pues, que seáis mis imitadores” (1 Co
4, 15-16).

Su maestro de novicios tiene que ser capaz de asumir la paternidad espiritual


que se revela en esta frase, para poder decirles a ustedes: “He sido yo quien,
por nuestra espiritualidad, los engendré en nuestra Familia religiosa” .

No tengan miedo de esperar una paternidad tan decidida. El que es


misionado para decir esta frase en la fe —nadie podría pensar en decirla por
sí mismo— queda resguardado por la fuerza misma del Evangelio y de la
propia espiritualidad. Las objeciones que puedan surgir provienen de “los
10.000 pedagogos” que no se animan a ser padres espirituales o, lo que es
peor, de los que con sus 10.000 pedagogías no dejan que haya padres
espirituales.

Nadie acusará, por ejemplo, de “personalista” a un papá que se hace querer


de todo corazón por sus hijos y quiere transmitirles amorosamente sus
valores, esos que él descubrió y que alimentan su espíritu. Precisamente
porque lo que más quiere un padre es que su hijo aprenda a elegir
libremente, por eso mismo no deja de proponerle, con los recursos y los
encantamientos del amor, sus preferencias personales (que van desde el
equipo del que es hincha hasta sus ideas políticas y su fe). Al mostrar y hacer
gustar sus e-182

lecciones personales, lo que inculca no es ante el “objeto elegido” sino el


gusto mismo de elegir.

El delicado y frágil equilibrio que supone una transmisión de valores que


puedan ser reelegidos en libertad por los hijos sólo puede hacerse en el
amor. La misión de los padres —naturales y espirituales— es transmitir el
amor (que elige) a los valores, más que este o aquel valor. Y esta actitud, que
valora por encima de todo la libertad del otro para elegir aquellos valores
que sólo pueden elegirse por amor gratuito, es actitud de padre.
Lo que se transmitió con amor permanece, aunque to-me otras formas. Lo
que se impuso o se dejó indefinido con poco amor es fuente de conflictos. Es
tan pernicioso el que transmite sus opciones personales como si fueran
únicas como el que pretende ser neutral.

Sólo en el amor desinteresado y comprometido, pleno y total, a la propia


familia religiosa, vivido de manera personal por el formador, el que se forma
puede discernir si quiere adherirse libremente a esa familia y ser formado
co-mo hijo en esa espiritualidad.

183

.VI.

LAFORMA

DEVIDAPOBRE,

PURAYOBEDIENTE,

DEJESÚS

Pero a mí, que estoy siempre contigo,

de la mano derecha me has tomado, me guiarás

con tus consejos, y tras la gloria me llevarás.

¿Quién hay para mí en el cielo?

Estando contigo, no hallo gusto ya en la tierra.

Mi carne y mi corazón se consumen:

¡Roca de mi corazón, mi porción,

Dios por siempre!

(Sal 73, 23-26)


P ara comenzar esta breve reflexión25 acerca de los votos, quisiera apelar a
dos experiencias que suelen ser comunes entre las motivaciones de los que
entramos a la vida religiosa.

Una experiencia es ese deseo de dedicarnos más enteramente a Jesucristo.


Uno siente que la persona del Señor inclina el peso de la balanza en su favor
y que ya no se puede tenerlo como “uno más”, “al lado” de otras personas,
trabajos, ocupaciones… El deseo de servir y conocer exclusi-vamente al
Señor se vuelve central y ocupa el corazón.

Otra experiencia se podría formular así: uno quiere hacer el bien a los
demás y ve que el mayor bien que puede hacerles es acercarlos a Jesús. Más
que cualquier otro trabajo bueno, uno desea evangelizar y transmitir el amor
del Señor.

El amor exclusivo del Señor es el rasgo más saliente de toda consagración.


Un amor que buscar conocer y transmitir sólo al Señor, que quiere esperar y
recibirlo todo sólo 25 Charla breve dada a un grupo de religiosas en
formación.

187

de Él, que quiere dar a los demás y comunicar, en primer lugar, sólo a
Jesucristo.

Así, vemos que es la persona del Señor lo que motiva en el fondo toda
consagración religiosa. De lo que se trata, pues, con los votos, es de hacer
presente al Señor en nuestra vida personal y comunitaria.

Por eso, en esta pequeña reflexión acerca de nuestros votos, elegiremos esa
perspectiva (no es la única, por supuesto) que nos hace recordar lo
siguiente: no se trata de dar testimonio de “mi” pobreza ni de “la” pobreza,
sino de la pobreza del Señor. Lo que tengo que hacer presente con mi
testimonio es a “Jesús pobre”, a “Jesús casto”, a “Jesús obediente”. Los
votos son para acercar al Señor a nuestra vida, y a la de la Iglesia y el
mundo.

En Vita consecrata, hablando de los votos, nos dice el Pa-pa: “Su forma de
vida [la de Jesús] , casta, pobre y obediente, aparece como el modo más
radical de vivir el Evangelio en es-ta tierra” (VC 18).

Notemos que el Papa se refiere al Señor: a “su forma de vida”, en primer


lugar, forma de vida en la que nos invita a participar mediante el
seguimiento.

188

LOSTRESVOTOSCOMOMODO

DECOMPARTIR

MÁSPROFUNDAMENTELAVIDADECRISTO

“Además, la práctica de los consejos evangélicos es un modo par-


ticularmente íntimo y fecundo de participar también en la mi-sión de Cristo,
siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó
ponerse al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda
misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la
Anunciación:

‘he aquí la servidora del señor, hágase en mi según tu palabra’”

(Lc 1, 38)” (VC 18).

Vita concecrata presenta los votos como una manera de

“compartir más profundamente la vida de Cristo”. En es-to nos vamos a


detener unos instantes, buscando algunas pistas que nos centren en la
persona del Señor y nos alejen de todo formalismo abstracto.

Un problema que tenemos con los votos es que, con su

“solemnidad”, con las renovaciones, con su aspecto jurí-

dico, se nos pueden ir convirtiendo en “una cosa”, en al-go agregado que


queda al lado de nuestra relación con el Señor. Una cosa “especial”, “muy
importante”, “santa”…, pero “una cosa más”. O más bien “tres cosas”: la
pobreza, la castidad y la obediencia.

En realidad, cuando hablamos de los votos, tenemos que poner la mirada en


Jesús, en la persona de nuestro Señor.

Y en nuestra Señora, la Virgen María. La invitación que les hago hoy es a no


mirar tanto “la pobreza”, por ejemplo

—con todas las resonancias que trae consigo en la actua-189

lidad esta palabra: servir a los pobres, promover la justicia, desprendernos


de las cosas que hacen burguesa nuestra vida…—, sino a poner nuestros ojos
un momento en Jesús pobre.

Y lo mismo haremos con los otros votos, tratando de ver cómo son aspectos
de la relación personal del Señor con el Padre.

¿CÓMOERAPOBREELSEÑOR?

Nos preguntamos entonces: ¿Cómo era pobre el Señor?

Jesús nació pobre. Trabajó durante más de treinta años en un trabajo


manual, humilde y escondido. Durante su vida pública, no vivía en casa fija
(no tenía “donde reclinar la cabeza”; se quedaba dormido hasta en la barca
y en medio de una tormenta, del cansancio que a veces tenia).

No llevaba ni un jarro para sacar agua de los pozos (por eso le tiene que
pedir a la Samaritana). Caminaba muchí-

simo (“se les adelantaba”, dice Marcos). No se preocupaba por el mañana.


Vivía alegre las cosas del día, sin angustiar-se por el futuro. Se sentía
cuidado por el Padre. Le gustaba compartir su vida con los pobres:
enseñarles “con calma”, curarlos, evangelizarlos.

Jesús era pobre de corazón, no sólo de cosas. Es decir, pobre de sí mismo:


“todo me lo ha dado mi Padre” . La pobreza del Señor en esta tierra
“encarna” lo que Él es en el cielo: pobre porque lo recibe todo del Padre. El
Señor no es nada por sí mismo sino apertura al Padre.
190

Jesús era pobre “en agenda”. Tenía tiempo para irse a rezar solo, para estar
solo con su Padre. Claro que el tiempo se lo hacía, porque muchas veces
rezaba de madrugada o a la medianoche… Pero lo que quiero decir es que
tenía esa libertad interior para desprenderse de compromisos que no fueran
lo esencial.

Jesús era pobre en exigencias y reclamos a los demás (reclamos de cosas,


quiero decir, porque en lo respecta al amor era exigentísimo, lo quería
todo); más que exigir, estaba siempre dispuesto a servir y a dar.

Jesús era pobre en ira, en presunción, pobre de poder, pobre de riquezas…,


humilde y manso de corazón. Pobre de “muchas cosas” para “comprarse la
perla o el tesoro escondido en el campo”, pobre para ganarse lo único
necesario. Pobre para no tener impedimentos en el seguimiento de la
voluntad del Padre. Como dice Pablo, defendiendo el sentido de la pobreza
del Señor: “Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual,
siendo rico, por nosotros se hizo pobre, a fin de enriquecernos con su
pobreza”

(2 Co 8, 9).

Curiosamente, la pobreza del Señor, ese no tener nada entre las manos, no
sólo le permite darse sino también recibir. El Evangelio nos muestra a Jesús
como alguien muy accesible: la gente sencilla tenía acceso directo al Señor
(¡hasta se le tiraban encima!). En Jesús pobre, se da esa cercanía del que no
tiene nada entre las manos, tan distinta del que aleja con sólo verle el
portafolios.

Al estar con Jesús pobre —el Jesús real que está en los pobres a los que
servimos—, quizás lo más importante que nos sucede es que aprendemos de
ellos a recibir bien: con agradecimiento, con humildad, con alegría…

191

También podemos contemplar a María: ella es una de las “pobrecitas” del


Señor, que está abierta a recibir el mayor tesoro de parte de Dios y a servir
humildemente to-da su vida.

La actitud del Señor y de María son las de los que quieren tener una
“entrega total” y, por eso, lo van dando todo en vez de acaparar.

¿CÓMOERAPUROELSEÑOR?

Nos preguntamos también: ¿Cómo era puro el Señor?

Nos hace bien enfocar nuestra mirada en Jesús al hablar de la castidad.


Inmediatamente, se ve que su castidad está integrada en una pureza amplia.
Todo es puro en el Señor, sin doblez ni mezcla: sus sentimientos, sus deseos,
sus pensamientos.

La pureza del Señor es algo que brota de su interior:

“Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro. Lo
que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre” (Mc 7, 14-23).

La pureza de Cristo se opone a todo legalismo farisaico.

Es la actitud del que ama con un corazón indiviso (VC 21).

El Señor pone la pureza en la intención, en lo más personal de nuestro


corazón. Y la saca del ámbito externo o ajeno. Para “ver a Dios”, hay que
tener los ojos y el corazón puros: mirar con intención pura, sin intereses
mezqui-nos o torcidos, sin doblez… Y lo que nos purifica es “su palabra” (Jn
15, 3), y el humilde servicio de “lavarnos los 192

pies” (Jn 13, 10). Como dice Pablo: “Todo es puro para los puros” (Tt 1,
15).

Podríamos decir que, si la pobreza es más “cuantitativa”, la pureza hace


más a lo “cualitativo”: a que la mirada y el amor sean radicalmente limpios,
sin mezcla, sin doble intención, de una sola calidad. Y ambas actitudes en el
Señor son una expresión de su amor exclusivo por el Padre: sólo el Padre
(siendo pobre de todas las demás cosas), y puramente al Padre (absorbido de
tal manera por su amor que no hay lugar a mezcla ni a intenciones dobles,
aunque sean sanas).
La Palabra del Señor purifica porque es pura ella misma. Detrás de todo
deseo nuestro, hay una palabra. Palabra que a veces es confusa o doble:
“esto es bueno para ti en este momento, no te aclares mucho las cosas, si no,
no lo vas a poder aprovechar, se te pasará la oportunidad…”. Y

así es como tenemos deseos mezclados —impuros—. Las motivaciones del


Señor son puras: hace esto por amor a mí. En sus palabras no hay doblez, y
por eso nos purifica.

En la misma línea de estas reflexiones, y mejor expre-sado, puede ayudar


aquí leer lo que Gabino Uribarri, SJ, escribe sobre el celibato de Jesús,
diciendo que “Jesús sintió el Reino de una manera cualitativamente distinta.
Y esa manera de sentir lo condujo inexorablemente a ser un eu-nuco por el
Reino”:

El celibato de Jesús dice a los judíos claramente: estamos en el YA de las


promesas: “el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (Mc 1,
15) . Jesús no explica su celibato desde la funcionalidad del anuncio del
Reino. No es célibe porque así es más libre para poder andar libremente de
un lado a otro y dedi-carse con más libertad a la oración. Es célibe porque el
tiempo 193

se ha cumplido, por el carácter escatológico de su anuncio al Reino, no por


la necesidad de dedicar a este anuncio más y mejores energías. […] Jesús es
célibe para expresar en su vida y en su carne la presencia del Reino entre
nosotros como lo más gran-dioso, valioso, definitivo y relativizado de todo lo
demás. […]

Jesús experimentó una seducción por Dios que llenó su vida y su alma, que le
absorbió radicalmente, que se apoderó de su corazón, haciéndole vitalmente
incapaz de compaginar la misión recibida de Dios, su relación tierna y
afectiva con su “Abba”, con otras dimensiones sanas y buenas de la vida. 26

¿CÓMOERAOBEDIENTE

ELSEÑOR?
La obediencia de Jesús al Padre es incondicional. “Aquí estoy, Señor, para
hacer tu voluntad” (Hb 10, 7). Jesús ama al Padre y se lo demuestra
haciendo lo que al Padre le complace. Si la pobreza y la castidad son más
bien pasivas —

quitar todo lo que estorba al amor exclusivo del Padre—, la obediencia es


activa —hacer la voluntad del otro, como modo de manifestarle el propio
amor—.

La dependencia no es servil sino filial (VC 21). Obedecer a una persona


pone de manifiesto que el valor más alto es la persona (del Otro), por encima
de lo que se hace, de los efectos, de los criterios, cosas todas éstas que se
pueden ir “corrigiendo”.

26 G. Uribarri, SJ, Reavivar el don de Dios, Santander, 1997, págs. 44-45.

194

Jesús es el obediente por excelencia. Obediente en el sentido de “ob-audire”


: oír a otro, no oírse sólo a sí mismo.

En la pobreza y en la pureza, el corazón se despoja pa-ra recibir el Amor del


Padre. En la obediencia, ese amor se pone en acción y se entrega la Gloria
al Otro como se-

ñal de amor. El Señor, cuando obedece, le está diciendo al Padre: lo hago


porque Tú lo dices y como Tú lo dices; por lo tanto, la gloria es tuya, y ésa es
mi alegría.

195

.V.

CRITERIOS

DECONDUCCIÓN

ESPIRITUALENEL
DEUTERONOMIO

“Me sacó de la fosa fatal,

del fango cenagoso;

asentó mis pies sobre la roca,

consolidó mis pasos”

(Sl 40, 30).

C ompartiendo algunas reflexiones con un grupo de sacerdotes con quienes


realizamos un breve “curso”

sobre dirección espiritual y ejercicios ignacianos, surgió el siguiente


cuestionario: ¿No es una utopía plantear-se el problema de una atención
personalizada en un contexto de escasez de pastores y de extrema pobreza en
la gente?

Más bien pareciera que lo que hay que buscar es una pastoral de grupos,
más que de individuos, y que la urgencia obliga a poner el acento en lo
social antes que en lo espiritual.

El problema se ubicó cuando nos dimos cuenta de que una atención


personalizada es todo lo contrario de una atención individualista. El modelo
es el Señor que pastorea a su pueblo al mismo tiempo que va formando a los
Do-ce. Esto nos dio la pauta de que no hay verdadera dirección espiritual
personalizada que no apunte al bien de la comunidad, ni tampoco puede
darse una verdadera conducción pastoral de conjunto que no se concentre y
dedique su tiempo especial a la atención de aquella persona en quien en la
comunidad se cohesiona y se fundamenta.

El primer ejemplo que tenemos en la Sagrada Escritura de lo que sería una


dirección espiritual de este tipo lo en-199

contramos en el Deuteronomio, donde Moisés conduce espiritualmente al


pueblo, a la vez que prepara a Josué pa-ra recibir la herencia. Una lectura
del Deuteronomio desde la perspectiva de la dirección espiritual hace que
muchas de sus riquezas y particularidades encuentren un núcleo que las
organiza en torno a sí sin forzarlas, como por su propio peso.

El Deuteronomio es modelo de una “conversación espiritual”, en la que se


practica un discernimiento de la voluntad de Dios.

El Deuteronomio no es un libro jurídico, árido y lega-lista, sino que el autor


lo escribe como un “sermón sobre la Ley”, en el cual trata de mover el
corazón del pueblo pa-ra que la Ley se le grabe en la memoria y la cumpla
por amor a la Alianza con su Dios. Más que un sermón, po-dríamos
considerarlo una conversación que se da en el corazón de Moisés entre él,
Yahveh y su pueblo (“Yahveh nos dijo…”, 1, 6; “entonces yo os hablé
así…”, 1, 9; “Vosotros respondisteis…”, 1, 14).

Este estilo dialogal nace de Dt 5, 2, que pertenece al libro original, en donde


el pueblo, luego de que Moisés les da los Mandamientos, se acerca a él y le
dice: “Acércate tú

[a Yahveh] , escucha lo que te diga…, transmítenos lo que te haya dicho:


nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” . Los agregados
siguen el mismo modelo diagonal entre maestro y discípulos o padre-
conductor y pueblo.

El Deuteronomio es el único libro en que Moisés habla al pueblo (en los


otros, es Dios quien habla a Moisés y al pueblo). El narrador es un narrador
omnisciente que, luego de breves introducciones que dan comienzo a los tres
discursos de Moisés y a los apéndices, se mete en el corazón de Moisés, y
desde allí va recordando y proyectando, 200

va reflexionando “lo que Yahveh dijo”, “lo que el pueblo hizo”, lo que él les
dijo…, va discerniendo lo que siente Yahveh, lo que siente el pueblo y lo que
él mismo siente que debe decir y hacer.

En el texto central, en el que Moisés da los Mandamientos y las leyes de


culto, su mediación es más formal: transmite lo que el Señor le dice. En otras
partes, “reflexiona”

más, discierne. De estas reflexiones de Moisés sobre la relación de Dios con


su pueblo, podemos aprender mucho.

El criterio principal de conducción se fundamenta en un recurrir a la


memoria:27 mirada retrospectiva de la historia de Israel para interpretar
correctamente el momento presente del pueblo y hacerlo progresar en su
historia de salvación.

Una cosa que resultó inspiradora fue descubrir cierto paralelismo entre el
momento en que fue escrito (y luego redescubierto) el Deuteronomio y
nuestra situación actual en América Latina. El problema que enfrentaba el
pueblo de Israel, dominado por los asirios, era el del sincretismo religioso,
fomentado por el Imperio como forma de do-minación.

La parte central del Deuteronomio se cree que fue escrita en la época de la


caída de Samaria en manos del Imperio Asirio (722 a. C.), unos quinientos
años después del acontecimiento del Éxodo. Algunos sacerdotes del reino del
Norte que huyeron a Jerusalén llevaron los rollos del libro y lo escondieron
en el templo. Unos cien años des-27 El primer discurso de Moisés tiene dos
grandes partes: una mirada retrospectiva sobre la historia de Israel
(memoria) y una exhortación a cumplir la Ley de la alianza. Moisés recuerda
las gracias y las tentaciones del pueblo, y lo consuela y fortalece para que se
mantenga fiel.

201

pués, en la época del rey Josías y del profeta Jeremías, fue descubierto el
libro y sirvió para la reforma religiosa que trataba de conservar la identidad
el pueblo ante la amenaza inminente del destierro.

Es entonces cuando se escriben los primeros capítulos del Deuteronomio


donde el autor utiliza el recurso de me-terse en el corazón de Moisés para ir
reflexionando acerca de su modo de conducir al Pueblo en un diálogo
constante con su gente y con Yahveh.

Al acabar de celebrar los 500 años del comienzo de la evangelización en


nuestras tierras, y amenazados en nuestra identidad por el sincretismo
religioso y cultural, es bueno “redescubrir” el Deuteronomio y tratar de
meternos
“Biblia adentro”, para rastrear la voluntad de Dios tomando ese modelo
arquetípico de conducción pastoral que se nos dio en la figura de Moisés.

Puede ser útil recordar, como dice el cardenal Martini, que, si Moisés fue el
hombre de las multitudes —siempre ocupado con gran cantidad de personas
respecto de tareas que involucraban a todo el pueblo—, Jesús es el hombre
de los encuentros personales, que tiene tiempo para el diá-

logo íntimo con los apóstoles, con la Samaritana, con Nicodemo… y tantos
otros. Y de ambas figuras debemos sacar enseñanza.

Siguiendo el método de la “lectio divina” , daremos dos de sus pasos:


primero, una simple lectura de los primeros 4 capítulos del Deuteronomio, y
luego, una reflexión desde la perspectiva de la dirección espiritual. Al leer
los textos desde esta perspectiva, se iluminan ciertos valores que pueden ser
inspiradores para nuestra conducción pastoral.

Agruparemos nuestra reflexión en torno al tiempo y al espacio.

202

CRITERIOSTEMPORALES

Dar tiempo a la oración

Un primer problema surge de la distancia que existe entre el tiempo de


Moisés y el nuestro. Podríamos decir que el tiempo de la Escritura es un
tiempo en el que Yahveh

“hablaba” directamente con su Pueblo. Podemos preguntarnos cómo


hacemos nosotros para estar seguros de que un criterio que sacamos en
nuestra reflexión es palabra de Dios.

Aquí es donde viene en nuestra ayuda el Deuteronomio, ya que pareciera que


ese mismo problema es el que se planteó al autor de los primeros capítulos:
¿Cómo mantener al pueblo cohesionado en torno a la Alianza en una
situación de sincretismo cultural y amenaza de destierro, en la que Yahveh
no habla directamente como en tiempo de Moisés?
Al tener que dar respuesta a nuevos problemas, el deu-teronomista entra en
un diálogo orante con Moisés y recrea desde una nueva perspectiva las
conversaciones entre Moisés, Yahveh y el pueblo. Los capítulos que se
agregar son, al mismo tiempo, memoria de las maravillas pasadas e
iluminación de las nuevas necesidades en orden a dar un nuevo paso en la
historia de la salvación.

¿Cómo sabemos, pues, si Dios nos habla? Podríamos decir que son palabra
de Dios aquellas que, cuando les damos tiempo en nuestra oración, nos
ayudan a integrar estas dimensiones de la historia de la salvación. Otras
palabras, en cambio, desintegran la historia.

203

Algunas son meros eslóganes —consignas de moda, pu-ro presente sin


memoria— que se reemplazan unos a otros sin pena ni gloria. Otras
palabras son “futuribles” —falsas profecías que dicen saber ya el futuro y
desprecian lo presente, que no se adapta a lo que sucederá “indefecti-
blemente”—. Otras son caricaturas que reducen el pasado resaltando
algunos rasgos grotescos y eliminan las huellas de Dios.

Nuestros tiempos no son los tiempos de Dios

Lectura de Deuteronomio 1

1 Éstas son las palabras que dijo Moisés a todo Israel al otro la-do del
Jordán en el desierto, en la Arabá, frente a Suf, entre Paran y Tófel, Labán,
Joserot y di Zahab. 2 Once son las jorna-das desde el Horeb, por el camino
del monte Seír, hasta Cadés Barnea. 3 El año cuarenta, el día uno del
undécimo mes, habló Moisés a los israelitas exponiendo todo cuanto Yahveh
le había mandado respecto a ellos. 4 Después de batir a Sijón, rey de los
amorreos, que moraba en Jesbón, y a Og, rey de Basán, que moraba en
Astarot y en Edrei, 5 al otro lado del Jordán, en el país de Moab, decidió
Moisés promulgar esta Ley. Dijo: 6 “Yahveh, nuestro Dios, nos habló así en
el Horeb: “Ya habéis estado bastante tiempo en esta montaña. 7¡En
marcha!, partid y entrad en la montaña de los amorreos, y donde todos sus
veci-nos de la Arabá, la Montaña, la Tierra Baja, el Négueb y la costa del
mar; en la tierra de Canaán y el Líbano, hasta el río grande, el río Éufrates.
8 Mirad: Yo he puesto esa tierra ante vosotros; id a tomar posesión de la
tierra que Yahveh juró dar a vuestros padres Abraham, Isaac y Jacob, y a su
descendencia después de ellos”. 9 Yo os hablé entonces y os dije: “No puedo
cargar con todos vosotros yo solo. 10 Yahveh, vuestro Dios, os ha multi-204

plicado y sois ahora tan numerosos como las estrellas del cielo.

11 Yahveh, el Dios de vuestros padres, os aumente mil veces más todavía y


os bendiga como os ha prometido. 12 Pero ¿cómo voy a poder yo solo llevar
vuestro peso, vuestra carga y vuestros liti-gios? 13 Escoged entre vosotros
hombres sabios, perspicaces y experimentados, de cada una de vuestras
tribus, y yo los pondré a vuestra cabeza”. 14 Me respondisteis: “Está bien lo
que propones hacer”. 15 Yo tomé, entre los jefes de vuestras tribus, hombres
sabios y experimentados, y los hice jefes vuestros: jefes de millar, de cien, de
cincuenta y de diez, así como escribas para vuestras tribus. 16 Y di entonces
esta orden a vuestros jueces: “Escucharéis lo que haya entre vuestros
hermanos y administraréis justicia entre un hombre y su hermano o un
forastero. 17 No haréis en juicio acepción de personas, escucharéis al
pequeño lo mismo que al grande, no tendréis miedo al hombre, pues la
sentencia es de Dios. Es asunto que os resulte demasiado difícil, me lo
remitiréis a mí y yo lo oiré”. 18 Yo os prescribí entonces todo lo que te-níais
que hacer. 19 Partimos del Horeb y fuimos por ese enorme y temible desierto
que habéis visto, camino de la montaña de los amorreos, como Yahveh
nuestro Dios nos había mandado, y llegamos a Cadés Barnea. 20 Yo os dije:
“Ya habéis llegado a la montaña de los amorreos que Yahveh nuestro Dios
nos da. 21 Mi-ra: “Yahveh tu Dios ha puesto ante ti este país. Sube a tomar
posesión de él como te ha dicho Yahveh el Dios de tus padres; no tengas
miedo ni te asustes” . 22 Pero todos vosotros os a-cercasteis: “Enviemos
delante de nosotros hombres para que exploren el país y nos den noticias
sobre el camino por donde hemos de subir y sobre las ciudades en que
podemos entrar” . 23 Me pareció bien la propuesta y tomé de entre vosotros
do-ce hombres, uno por tribu. 24 Partieron y subieron a la montaña;
llegaron hasta el valle de Eskol y lo exploraron. 25 Tomaron en sus manos
frutos del país, nos los trajeron, y nos informaron: “Buena tierra es la que
Yahveh nuestro Dios nos da”. 26 Pero vosotros os ne-gasteis a subir; os
rebelasteis contra la orden de Yahveh vuestro Dios, 27 y os pusisteis a
murmurar en vuestras tiendas. “Por el odio 205
que nos tiene nos ha sacado Yahveh de Egipto, para entregarnos en manos
de los amorreos y destruirnos. 28 ¿A dónde vamos a subir? Nuestros
hermanos nos han descorazonado al decir: Es un pueblo más grande y
corpulento que nosotros, las ciudades son grandes y sus murallas llegan
hasta el cielo. Y hasta anaquitas hemos visto allí”. 29 Yo os dije: “No os
asustéis, no tengáis miedo de ellos. 30 Yahveh vuestro Dios, que marcha a
vuestro frente, combatirá por vosotros, como visteis que lo hizo en Egipto, 31
y en el desierto, donde has visto que Yahveh tu Dios te llevaba como un
hombre lleva a su hijo, a todo lo largo del camino que ha-béis recorrido
hasta llegar a este lugar”. 32 Pero ni aun así con-fiasteis en Yahveh vuestro
Dios, 33 que era el que os precedía en el camino y os buscaba lugar donde
acampar, con el fuego durante la noche para alumbrar el camino que debíais
seguir, y con la nube durante el día. 34 Yahveh oyó encolerizado vuestras
palabras y juro así: 35 “Ni un sólo hombre de esta generación per-versa
verá la tierra buena que yo juré dar a vuestros padres, 36 ex-cepto Caleb,
hijo de Yefunne: él la vera, y yo le daré a él y a sus hijos la tierra que ha
pisado, porque siguió cabalmente a Yahveh”. 37Por culpa vuestra Yahveh se
irritó también contra mí y me dijo: “Tampoco tú entrarás allí . 38Será tu
ayudante Josué , hijo de Nun, el que entrará. Fortalécele, ya que él dará a
Israel posesión de la tierra. 39 Pero vuestro pequeños, de los que dijisteis
que iban a servir de botín, vuestros hijos que no conocen todavía el bien y el
mal, sí entrarán allá, a ellos se la daré yo, y ellos la poseerán. 40 Y vosotros
ahora volveos y partid hacia el desierto por el camino del mar de Suf”. 41
Vosotros me respondisteis: “Hemos pecado contra Yahveh nuestro Dios .
Subire-mos y combatiremos como Yahveh nuestro Dios nos ha mandado” .
Ceñisteis cada uno vuestras armas y creísteis fácil subir a la montaña. 42
Pero Yahveh me dijo: “Diles: No subáis a combatir porque no estoy yo en
medio de vosotros, y así seréis derrotados por vuestros enemigos ”. 43 Yo os
hablé, pero vosotros no me escuchasteis; fuisteis rebeldes a la orden de
Yahveh y tuvisteis la osadía de subir a la montaña. 44 Los amorreos, ha-206

bitantes de aquella montaña, salieron a vuestro encuentro, os persiguieron


como lo hubieran hecho las abejas, y os derrotaron en Seír hasta Jormá. 45
A vuestro regreso llorasteis ante Yahveh, pero Yahveh no escuchó vuestra
voz ni os prestó oídos. 46 Por eso tuvisteis que permanecer en Cadés todo
ese largo tiempo que ha-béis estado allí.
En este capítulo, Moisés reflexiona sobre el tiempo de Dios, que no coincide
con el tiempo de su pueblo. Cuando el Señor ordena “En marcha. Partid” (1,
7) y “Sube a tomar posesión del país como te ha dicho Yahveh el Dios de tus
padres” (1, 21), el pueblo dice: “Enviemos explorado-res…” (1, 22). Y éstos
los demoran y luego los descorazonan (“nuestros hermanos nos han
descorazonado al decir: es un pueblo más numeroso y más alto que
nosotros”, 1, 28).

Y, cuando el Señor los castiga por murmurar y se irrita también contra


Moisés (que consintió en la demora, 1, 23),

“tampoco tú entrarás allí [en la tierra prometida]; será tu ayudante Josué el


que entrará” (1, 37-38), el pueblo se en-capricha en ir a combatir y es
derrotado (1, 4-46).

Discernir los tiempos de Dios es la primera tarea del que guía


espiritualmente a otros. Es más importante saber cuándo hay que hacer las
cosas de Dios que cómo.

Por ejemplo, cuando se dan ejercicios espirituales de mes para elegir estado
de vida, una de las cosas principales a las que debe estar atento el que da los
ejercicios es a cuándo tiene que hacer su elección el ejercitante. Hay un
momento especial en el que el ejercitante recibe la gracia de la in-diferencia
y el que da los ejercicios le dice: Haz tu elección ahora.

Luego vendrá el tiempo de confirmación, con sus luchas y su tentaciones,


pero hay un momento justo, un “kairos”

207

en el que el Señor dispone especialmente el alma para que pueda elegir bien.
Dejarlo pasar supone a veces un “volver a dar vueltas en el desierto”, y
otras, una pérdida para siempre (como en el caso del joven rico).

El cómo suele parecer (y ser) imposible para los hombres, pero “nada es
imposible para Dios” (Lc 1, 37). El cardenal Martini, en su hermoso libro
sobre Moisés, compone un pequeño “midrash” , a la manera de los rabinos,
en el que recrea la discusión que debió darse en la tienda de Moisés la noche
del cruce del mar Rojo.

El Señor había hecho salir a Israel de prisa la noche de Pascua, y el pueblo


había obedecido. Pero todo había des-embocado en una situación
desesperada en la que no se veía cómo podrían encontrar una salida. Los
“cómos” humanos que los ancianos le presentan a Moisés son varios:
escaparse —abandonar la escena, suicidarse como hacen algunos políticos
luego de llevar a su pueblo a un enfren-tamiento sin salida—; armar al
pueblo y morir como hé-

roes, cubriéndose de una gloria faraónica; organizar el regreso negociando


con el faraón; o confiar en Dios diciendo: “Señor, tú me has traído aquí; tú
obrarás”.

Una posibilidad casi de locura, porque consiste en no hacer nada. Es lo que


Moisés hizo, valientemente ante el pueblo, y con miedo y angustia ante
Yahveh (como el Se-

ñor en el huerto). Y el cómo lo resolvió Dios. 28

En varios pasajes, Moisés habla del castigo que recibirá por culpa del
pueblo. No podrá entrar a la tierra prometida: “Por culpa vuestra Yahveh se
irritó contra mí y juró que yo no pasaría el Jordán ni entraría en la tierra
buena que Yahveh 28 Cf. C. M. Martini, Vida de Moisés, Madrid, 1986, págs.
59-73.

208

tu Dios te da en herencia. Yo voy a morir en este país y no pasaré el Jordán.


Vosotros en cambio lo pasareis y poseeréis esa tierra buena. Guardaos,
pues, de olvidar la alianza que Yahveh vuestro Dios ha concluido con
vosotros” (Dt 4, 21-23).

Más allá de cuál haya sido el problema, vemos que Moisés, como buen
padre, sufre para que la otra generación reciba el fruto de sus esfuerzos.

Es Josué el que entra en la tierra prometida: “¡Sé valiente y firme! Tú


entrarás con este pueblo en la tierra que Yahveh juró dar a sus padres!” (31,
7).

Se suele dar, en toda buena relación espiritual, un in-tercambio


“desfavorable para el padre”. En el caso de Moisés, fue que le tocó cargar
con la culpa del pueblo y no poder gozar del premio prometido. Esto puede
darse de muchas maneras, pero siempre hay algo de cruz, y el mayor peso
cae o es asumido por el que conduce y hace las veces de padre.

Pasar la herencia requiere que el testador muera. Los que se transmite no es


una “técnica” que se puede compartir, sino el propio espíritu. Y para
entregar el espíritu se debe morir.

209

CRITERIOSESPACIALES

Conquistar el espacio que el Señor da

Lectura de Deuteronomio 2

1 Luego nos volvimos y partimos hacia el desierto, por el camino del mar de
Suf, como Yahveh me había mandado. Durante muchos días anduvimos
rodeando la montaña de Seír. 2 Yahveh me habló y me dijo: 3“Ya habéis
dado bastantes rodeos a esta montaña: dirigíos hacia el norte” . 4 Y da al
pueblo esta orden:

“Vais a pasar por el territorio de vuestros hermanos, los hijos de Esaú, que
habitan en Seír. Ellos os temen; pero vosotros tened mucho cuidado, 5no los
ataquéis, porque yo no os daré nada de su país, ni siquiera la medida de la
planta del pie , ya que el monte Seír se lo he dado en posesión a Esaú. 6 La
comida que comáis se la compraréis por dinero, y por dinero les compraréis
también el agua que bebáis. 7 Pues Yahveh tu Dios te ha bende-cido en todas
tus obras: ha protegido tu marcha por este gran desierto, y hace ya cuarenta
años que Yahveh tu Dios está contigo sin que te haya faltado nada”. 8
Pasamos, pues, al lado de nuestros hermanos, los hijos de Esaú que habitan
en Seír, por el camino de la Arabá, de Elat y de Esyón Guéber; después,
cambiando de rumbo, tomamos el camino del desierto de Moab. 9 Yahveh me
dijo: “ No ataques a Moab, no lo provoques al combate pues yo no te daré
nada de su país , ya que Ar se la he dado en posesión a los hijos de Lot. 10
(Antiguamente habitaban allí los emitas, pueblo grande, numeroso y
corpulento como los anaquitas. 11 Tanto a ellos como a los anaquitas se los
tenía por re-faítas, pero los moabitas los llamaban emitas. 12 Igualmente en
Seír habitaron antiguamente los joritas, pero los hijos de Esaú los
desalojaron, los exterminaron y se establecieron en su lugar, como ha hecho
Israel con la tierra de su posesión, la que Yahveh les dio). 13 Y ahora
levantaos y pasad el torrente Zered”. Y pasa-210

mos el torrente Zéred. 14 El tiempo que estuvimos caminando desde Cadés


Barnea hasta que pasamos el torrente Zéred fue de treinta y ocho años; por
lo que había desaparecido ya del campamento toda la generación de
hombres de guerra, como Yahveh les había jurado. 15 La misma mano de
Yahveh había caído sobre ellos para extirparlos de en medio del
campamento hasta hacerlos desaparecer. 16 Cuando la muerte había hecho
desaparecer a todos los hombres de guerra en medio del pueblo, 17 Yahveh
me hablo y me dijo: 18 “Vas a pasar hoy la frontera de Moab, por Ar 19 y
vas a encontrarte con los hijos de Ammón. No los ataques ni les provoques;
pues yo no te daré nada de ese país de los hijos de Ammón , ya que se lo he
entregado a los hijos de Lot en posesión. 20 (También éste era considerado
país de re-faítas, los refaítas habitaron aquí antiguamente; y los ammonitas
los llamaban zanzumitas, 21 pueblo grande, numeroso y corpulento como los
anaquitas; Yahveh los exterminó ante los ammonitas, que los desalojaron y
se establecieron en su lugar; 22 así había hecho también en favor de los
hijos de Esaú, que habitaban en Seír, exterminando delante de ellos a los
joritas; aquéllos los desalojaron y se establecieron en su lugar hasta el día
de hoy.

23 Y también a los avitas, que habitan en los campos hasta Ga-za; los
kaftoritas, venidos de Kaftor, los exterminaron y se establecieron en su
lugar). 24Levantaos, partid y pasad el torrente Arnón. Mira, yo pongo en tus
manos a Sijón, el amorreo, rey de Jesbón, y todo su país. Comienza la
conquista; provócale al combate. 25Desde hoy comienzo a infundir terror y
miedo de ti entre todos los pueblos que hay debajo del cielo: al tener noticia
de tu llegada, temblarán todos y se estremecerán” . 26 Del desierto de
Quedemot envié mensajeros a Sijón, rey de Jesbón, con estas palabras de
paz: 27 “Voy a pasar por tu país; seguiré el camino sin desviarme a derecha
ni a izquierda. 28 La comida que como véndemela por dinero, el agua que
beba dá-

mela por dinero; sólo deseo pasar a pie, 29 como me han dejado los hijos de
Esaú que habitan en Seír y los moabitas que habitan en Ar, hasta cruzar el
Jordán para ir hacia la tierra que nos 211

da Yahveh nuestro Dios”. 30 Pero Sijón, rey de Jesbón, no quiso dejarnos


pasar por allí porque Yahveh tu Dios le había empe-dernido el espíritu y
endurecido el corazón, a fin de entregarle en tus manos, como lo está todavía
hoy. 31 Yahveh me dijo: “Mira, he comenzado a entregarte a Sijón y su país;
empieza la conquista, apodérate de su territorio ”. 32 Sijón salió a nuestro
encuentro con todo su pueblo, y nos presentó batalla en Yahas. 33 Yahveh
nuestro Dios nos lo entregó y le derrotamos a él, a sus hijos y a todo su
pueblo. 34 Nos apoderamos entonces de todas sus ciudades y consagramos
al anatema toda ciudad: hombres, mujeres y niños, sin dejar superviviente .
35 Tan sólo guardamos como bo-tín el ganado y los despojos de las ciudades
tomadas. 36 Desde Aroer, al borde del valle del Arnón, y la ciudad que está
en el valle, hasta Gallad, no hubo ciudad inaccesible para nosotros; Yahveh
nuestro Dios nos las entregó todas. 37 Únicamente respe-taste el país de los
ammonitas, toda la ribera del torrente Yab-boq y las ciudades de la montaña,
todo lo que Yahveh nuestro Dios había prohibido.

En el capítulo 2, Moisés reflexiona sobre el espacio que Dios le quiere dar.


La promesa es de toda la tierra, pero tienen que conquistarla paso a paso,
según Dios se los vaya concediendo. Lo primero es que se dejen de “dar
rodeos”

(“Ya habéis dado bastantes rodeos”, 2, 3). Luego, viene la recomendación de


“no atacar” (aunque “ellos os temen”) ni a los de Seír ni a los de Moab ni a
los amonitas, “pues Yo no os daré nada de su país” (2, 5; 2, 9; 2, 18). Y, por
fin, el mandato de comenzar la conquista y “provocar el combate” (2, 24),
de “apoderarse de su territorio” (2, 31) y consagrar “al anatema”
(exterminar) sus ciudades (2, 34).

El Señor pone a algunos enemigos en manos de Israel y a otros no. A los que
Yahveh entrega hay que exterminar-212
los, sin negociación ninguna. A los otros se los respeta por el momento.

El que guía espiritualmente a otros no sólo debe conocer al enemigo, sino


que tiene que ayudar a discernir qué enemigo debe combatir su discípulo en
cada momento (contradicción principal) y qué enemigos hay que “respetar”
por el momento (contradicciones secundarias).

La pregunta puede ser: ¿Cuál es el espacio a conquistar en este momento,


para esta persona? ¿Debe conquistar primero un espacio de oración o debe
fortalecer el espacio psicológico de un sano dominio de sus pasiones? ¿Debe
hacerse un lugar en la comunidad aunque descuide otras tareas?

¿Hay que ganar espacio apostólico aunque no se cuente con medios para
mantenerlo o se debe conservar lo que se tiene?

El espacio común:
primero lo de todos
Lectura de Deuteronomio 3

1 Luego nos volvimos y subimos por el camino de Basán. Og, rey de Basán,
salió a nuestro encuentro con todo su pueblo y nos presentó batalla en Edreí.
2 Yahveh me dijo: “No le temas, porque yo le he entregado en tus manos con
todo su pueblo y su país. Haras con él lo que hiciste con Sijón, el rey
amorreo que habitaba en Jesbón”. 3 Yahveh nuestro Dios entregó en
nuestras manos también a Og, rey de Basán, con todo su pueblo. Le batimos
hasta no dejarle ni un superviviente. 4 Nos apoderamos entonces de todas
sus ciudades; no hubo ciudad que no les tomáramos: sesenta ciudades, toda
la confederación de Argob, reino de Og en Ba-sán, 5 plazas fuertes todas
ellas, con altas murallas, puertas y ce-rrojos; sin contar las ciudades de los
perizitas, en gran número.

213

6 Las consagramos al anatema como habíamos hecho con Sijón, rey de


Jesbón: anatema a toda ciudad: hombres, mujeres y ni-

ños; 7 aunque guardamos como botín todo el ganado y los despojos de estas
ciudades. 8 Así tomamos entonces, de mano de los dos reyes amorreos, el
país de Transjordania, desde el torrente Ar-nón hasta el monte Hermón 9
(los sidonios llaman al Hermón Siryón, y los amorreos lo llaman Senir): 10
todas las ciudades de la Altiplanicie, todo Galaad y todo Basán hasta Salka y
Edreí, ciudades del reino de Og en Basán 11 (Og, rey de Basán, era el último
superviviente de los refaítas: su lecho es el lecho de hie-rro que se halla en
Rabba de los ammonitas, de nueve codos de largo por cuatro de ancho, en
codos corrientes). 12 De este país tomamos posesión entonces: desde Aroer,
a orillas del torrente Ar-nón, la mitad de la montaña de Gallad con sus
ciudades se la di a los rubenitas y a los gaditas. 13 A la media tribu de
Manasés le di el resto de Galaad y todo Basán, reino de Og: toda la
confederación de Argob. (A todo este Basán es a lo que se llama el país de
los refaiítas.) 14 Yaír, hijo de Manasés, se quedó con toda la confederación
de Argob, hasta la frontera de los guesuritas y de los maakatitas, y dio a
Basán su nombre que aún conserva: Aduares de Yaír. 15 A Makir le di
Galaad. 16 A los rubenitas y a los gaditas les di desde Galaad hasta el
torrente Arnón —la mitad del torrente marcaba la frontera— y hasta el
torrente Yab-boq, frontera de los ammonitas. 17 La Araba y el Jordán hacían
de frontera, desde Kinneret hasta el mar de la Araba (el mar de la Sal), al
pie de las laderas del Pisga, al oriente. 18 Yo os ordené entonces: “Yahveh,
vuestro Dios, os ha dado esta tierra en posesión. Vosotros pasaréis armados
al frente de vuestros hermanos los israelitas, todos hombres de armas.
19Sólo vuestras mujeres, vuestros hijos y vuestros rebaños (pues sé que
tenéis rebaños numeroso) quedarán en las ciudades que yo os he dado,
20hasta que Yahveh conceda reposo a vuestros hermanos, como vosotros, y
ellos también hayan tomado posesión de la tierra que Yahveh vuestro Dios
les ha dado al otro lado del Jordán; entonces volveréis cada uno a la
heredad que yo os he dado” .

214

Moisés se apodera de todo el territorio, con todas sus ciudades, y las va


repartiendo a su pueblo. Del consejo que da acerca de esperar a que todos
tomen posesión de su parte para dejar de pelear, sacamos otra regla acerca
del espacio: que se debe luchar hasta que todos “hayan tomado posesión de
la tierra que Yahveh les ha dado” (3, 20), y no luchar cada uno por su
parcelita.

El que guía espiritualmente a otro debe tener en cuenta el bien común, y no


sólo el proceso individual de la persona. No se puede dirigir bien a uno si el
“espacio comunitario” anda mal, y no se enfrenta ese problema.

E L E S P A C I O D E L A M I S E R I C O R D I A Hay lugar para todos,


también para los infractores Lectura de Deuteronomio 4

41 Moisés reservó entonces tres ciudades al ende el Jordán, al oriente, 42 a


las que pudiera huir el homicida que hubiera matado al prójimo sin querer,
sin haberle odiado anteriormente, y huyendo a una de estas ciudades,
salvara su vida. 43 Eran éstas, para los rubenitas, Béser, en el desierto, en la
Altiplanicie; para los gaditas, Ramot en Gallad; para los mansitas, Golán en
Basán.
Es interesante ver cómo Moisés se preocupa de que ha-ya “tres ciudades” en
las que puedan encontrar asilo lo que hayan “matado a su prójimo
involuntariamente, sin haber-215

le odiado anteriormente”, para que puedan “salvar su vi-da” y refugiarse (4,


41-42). Moisés deja espacio para éstos, que podrían representar “las
pasiones no controladas”, lo que el otro no maneja conscientemente. No
maltrata los límites, sino que siempre deja un espacio abierto, el espacio de
la misericordia, donde refugiarse.

El que guía espiritualmente a otros debe saber dar salida a muchos


problemas que no tienen una resolución in-mediata y clara. Si hay buena
voluntad, todo “cabe” en la dirección espiritual, no hay problemas que no
tengan lugar para manifestarse con confianza y seguridad de que se-rán bien
atendidos.

ELTIEMPOYELESPACIO

DEDIOSSECONCENTRAN

ENLALEY

La ley de Dios no es una ley abstracta. Es una ley que se funda en


acontecimientos históricos, en gracias que el Señor otorgó gratuitamente a
su pueblo, y en la libertad del Pueblo que aceptó hacer alianza con su Dios.
Por eso, el enunciado de la ley siempre comienza con un “recuerda, Israel”.
En la conducción espiritual, esto es la clave, pues hay varias tentaciones que
atentan contra la historicidad de la ley.

Cuando uno está tentado, lo primero que surge en el corazón es un deseo de


“revisar” la ley. ¿Por qué tengo que cumplir esto? ¿Hay razones que
justifiquen esta ley (estos votos, 216

este estado de vida, este orden que cumplo)? ¿No habrán sido fruto de mi
inmadurez?

Y se olvida que la ley de Dios, aun siendo racional, es una ley fruto de la
libertad de dos que se aman y, por ese amor, se propusieron guardar unos
mandamientos (y consejos). Muchas cosas que se fueron convirtiendo en ley
pueden perder sentido si se pierde la memoria de la historia vivida.

Otra tentación que se da en torno a esto de la historicidad consiste en usar la


dirección espiritual para hablar de muchas cosas que no son pertinentes. O
del flujo de los pensamientos de la persona, o de sus sentimientos…, pe-ro en
una especie de presente sin mucha historia. La gracia de Dios siempre es
histórica.

La preocupación por ser fiel:

no añadir ni quitar, guardar

Una vez asegurado (en esperanza) el espacio de la tierra prometida, Moisés


se preocupa por la Ley, que crea un ámbito de relaciones que duran en el
tiempo y dan forma al pueblo. La Ley ha sido dada por Yahveh y es la
sabiduría del pueblo. Esa Ley esta promulgada y escrita en el corazón del
pueblo.

Lo que recuerda y advierte Moisés, con promesas y amenazas, es que a la


Ley no hay que añadirle ni quitarle nada: hay que guardarla. La Ley la
conocen; el trabajo del que guía espiritualmente a otros es mover el corazón
para que la amen y mostrar los peligros de ser infiel.

217

“Guárdate de olvidar a Yahveh tu Dios descuidando los mandamientos,


normas y preceptos que yo te prescribo hoy; no sea que, cuando comas y
quedes harto, cuando construyas hermosas casas y vivas en ellas, cuando se
multipliquen tus vacas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en
abundancia, y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón se enfrié y olvides
a Yahveh tu Dios que te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre;
que te ha con-ducido a través de este desierto grande y terrible entre
serpientes abrasadoras y escorpiones […] a fin de humillarte y ponerte a
prueba para después hacerte feliz” (Dt 8, 11-15).

El que guía espiritualmente a otros debe estar atento a las tentaciones que se
dan en tiempo de paz, advirtiendo contra la tentación de olvidar a Dios y de
atribuirse a sí mismo las gestas liberadoras. Estas tentaciones se manifiestan
en una suerte de “estado de disconformidad”, que no permite “gozar
totalmente de las gracias recibidas”; en una especie de tristeza que se
muestra en un “cierto espíritu que-jumbroso” que atenta contra “el
seguimiento consolador, paciente y aguantador del Señor en toda la vida
cotidiana”. 29

Estas reflexiones a la luz del Deuteronomio nos hacen caer en la cuenta de


una característica propia de nuestra época: actualmente, el pastor debe
enfrentar al mismo tiempo cosas que en el Antiguo Testamento se daban
sucesiva-mente. Para el pueblo de Israel, cada etapa fue diferente y tuvo sus
gracias y tentaciones, que eran las mismas para to-do el pueblo.

Hoy, un pastor, en la porción de pueblo fiel que le toca conducir, tiene gente
que está esclavizada como Israel en 29 Para este tema de fidelidad en
tiempos de paz a la luz del Deuteronomio, cf. J.

M. Bergoglio, “Sobre la incertidumbre y la tibieza”, en Reflexiones


espirituales, San Miguel, 1987, págs. 189 y ss.

218

Egipto —sus salarios son de hambre o está desocupada—; tiene gente que ha
sido desterrada de su tierra y sufre una fuerte desintegración cultural; tiene
también gente que es-tá bien instalada y que corre el riesgo de olvidar a
Dios…

¡Para conducir hoy nuestro pueblo, se requeriría ser no sólo Moisés, sino
David y los profetas!… O quizás no pretender imponer un solo criterio sino
buscar primero la u-nión de los pastores, al estilo de la primera Iglesia que,
ante los malentendidos entre Pedro y Pablo, se reúne en conci-lio y resuelve
las cosas afirmando la unidad de la fe en la diversidad de culturas.

Esta reflexión acerca de la complejidad de nuestro mundo puede ayudarnos


a comprender mejor los problemas de perspectivas que se dan en el seno de
la Iglesia, y a sentir profundamente la necesidad de una conducción que sepa
mantenerse unida en la diversidad.
219

ÍNDICE

Prólogo a la primera edición ..................................................... 5

Presentación ......................................................................................... 7

Introducción a la edición italiana ........................................... 9

Introducción ..................................................................................... 25
I.
FORMAR EN ESPERANZA ........................................................ 41

Introducción. El Espíritu Santo: custodio

de la esperanza ................................................................................. 43

Lo que más añoran los no cristianos ................................ 44

Lo que más le asombra a Dios............................................ 46

Los gestos de la esperanza ....................................................... 50

La vida religiosa en clave de esperanza .............................. 51

La vocación: memoria y esperanza ...................................... 54

Ante las futuras vocaciones .................................................... 55

Importancia de la relación entre jóvenes

y ancianos ...................................................................................... 55

Sólo espera el que conserva las promesas

en su memoria ............................................................................. 57

Tentaciones contra la esperanza .......................................... 58

La esperanza mira primero hacia atrás .......................... 58

¿Qué pasado estoy proyectando? ......................................... 60

Conversión y seguimiento ........................................................ 62

Custodiar la esperanza ............................................................ 62


Que el Espíritu sea el Señor

de nuestra esperanza ................................................................ 64

No poner límites a la esperanza .......................................... 65

Dejar el tiempo en manos de Dios ................................... 66

Los saltos de la esperanza ....................................................... 67

Alegría y paciencia: la forma definitiva

de la esperanza ................................................................................ 68

“Por Cristo, con Él y en Él” .................................................. 69

Alegría y paciencia ..................................................................... 71

Las dos lecciones de Señor ...................................................... 72

Íconos de Cristo transfigurado ............................................. 73


II.
EL DIRECTOR ESPIRITUAL COMO COMPAÑERO

MAESTRO Y PADRE ..................................................................... 77

Carácter trinitario de la dirección espiritual ................. 80

Jesucristo: amigo y compañero espiritual ....................... 90

Encuentro cordial ...................................................................... 92

Diálogo cordial: don de entender a las personas y de inspirar confianza


........................................................... 94

La entrevista espiritual como diálogo ............................. 96

Carácter eclesial de la conversación espiritual ............. 97

El Espíritu: maestro interior ................................................... 99

Pablo ............................................................................................. 100

Ignacio .......................................................................................... 102

Niveles de ayuda ...................................................................... 103

Algunas características del que

“da los Ejercicios” .................................................................... 104

El arte de sugerir con sencillez y eficacia ...................... 107

El padre espiritual ....................................................................... 109

El padre misericordioso ......................................................... 110

Magnanimidad y confianza ............................................... 113


Afecto cordial y sano ............................................................... 114

Respetabilidad ........................................................................... 115

Pasar la herencia ...................................................................... 116

Algunas preguntas para trabajar en grupo o

personalmente ................................................................................ 118


III.
LA FORMACIÓN DEL CORAZÓN ....................................... 121

Formar el corazón ........................................................................ 124

Un corazón sin doblez ........................................................... 124

Bajo la mirada de nuestra Madre ................................... 126

Con el cuidado de un padre ............................................... 127

Configurados —en el sentimiento— con Jesús .......... 131

Corazones que aprenden a integrar ................................ 135

La espiritualidad como don ................................................ 136

Los ámbitos: oración, apostolado,

comunidad y estudio ................................................................. 139

Oración y tiempo ..................................................................... 140

Oración y realidad .................................................................. 142

Oración y Palabra ................................................................... 143

Oración, comunidad y apostolado ................................... 145

Apostolado y tiempo ................................................................ 147

Vida comunitaria: “la unidad es superior

al conflicto” ................................................................................. 153

Estudio y tiempo ....................................................................... 159


Un corazón unificado ............................................................ 162

Algunas preguntas para ayudarlos a autoevaluarse en su formación


........................................................................ 164

El criterio último .......................................................................... 167

El amor a Jesús .......................................................................... 168

El amor del padre ..................................................................... 177

El espíritu del amor ............................................................... 180


IV.
LA FORMA DE VIDA POBRE, PURA

Y OBEDIENTE, DE JESÚS ....................................................... 185

Los tres votos como modo de compartir más

profundamente la vida de Cristo ....................................... 189

¿Cómo era pobre el Señor? .................................................... 190

¿Cómo era puro el Señor? ....................................................... 192

¿Cómo era obediente el Señor? ............................................ 194


V.
CRITERIOS DE CONDUCCIÓN ESPIRITUAL

EN EL DEUTERONOMIO ........................................................ 197

Criterios temporales .................................................................. 203

Dar tiempo a la oración ...................................................... 203

Nuestros tiempos no son los tiempos de Dios ............. 204

Criterios espaciales ...................................................................... 210

Conquistar el espacio que el Señor da ........................... 210

El espacio común: primero lo de todos ........................... 213

El espacio de la misericordia ................................................. 215

Hay lugar para todos, también para

los infractores.............................................................................. 215

El tiempo y el espacio de Dios se concentran

en la Ley ............................................................................................ 216

La preocupación por ser fiel: no añadir

ni quitar, guardar ................................................................... 217

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