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El Seminario de la Escuela: "El orden simbólico en el siglo XXI

ya no es lo que era. ¿Qué consecuencias para la cura?

El bien-estar en laConde
Begoña culturaBordes
contemporánea

Pregunto a un grupo de personas enfermas mentales que asisten al Centro de


Día donde trabajo qué entienden ellos por “salud”. A todos, excepto a uno, les
parece un concepto difícil de definir. Alguien apunta: “Lo difícil es tenerla”. Una
persona del grupo (una joven diagnosticada de “trastorno de personalidad y
debilidad mental”) nos da una definición próxima a Freud: “La salud es una
enfermedad en la que se pueden tener momentos de ataques de ansiedad o caer en
una depresión, es decir, que tendrías que tomar medicaciones bajo un psiquiatra” .
Un esquizofrénico muy inteligente opina: “La salud perfecta, hoy por hoy, es una
utopía, pues, para mí, ésta es la armonía entre un cuerpo joven y una mente lúcida y
equilibrada” (él piensa que la ciencia llegará un día a evitar la muerte). Otra dice: “El
organismo funciona correctamente y no hay enfermedades. Nuestros órganos
funcionan bien y nosotros tenemos buen aspecto”. Y otra: “Es la salvaguarda del
organismo, activa la vida haciéndola más duradera”. Otra: “Estar en forma física y
mental”. Otra: “Encontrarse bien psíquica y físicamente”. Otra: “El bienestar del ser
humano”. Otra: “Es la capacidad psíquica y física para desarrollar todas las
actividades”.
El grupo en general coincide en que la salud es algo fundamental en el ser
humano, que implica “estar bien”, tanto el cuerpo como la psique y que, lejos de
venir dada, hay que “luchar” por lograrla. Tienen razón: la salud implica un trabajo de
subjetivación; pero el sujeto hipermoderno no necesariamente lo sabe y/o tiene
tiempo para eso. La ciencia y sus objetos no le dan tiempo y le ofrecen la solución
antes de que subjetive el problema.
Les doy la definición de Salud de la OMS: “Estado de completo bienestar
físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.
Esta definición parece complacer a todos. Sólo uno pone en cuestión eso del
“bienestar social”: ”Puedes ser un ermitaño, viene a decir, y vivir tan feliz”.
Preguntados por la posibilidad de realizarse esta definición, piensan que es posible
o, cuando menos, que les gustaría alcanzar ese estado idílico. Afortunadamente se
sorprenden cuando comento que se trata de un ideal y que todo ideal se define por
no ser alcanzable al 100%. Que sólo es una meta hacia la que dirigirse pero que si
no tuviéramos ninguna queja en la vida no seríamos humanos.
Dando un paso más, les llevo a plantearse cómo podría cada uno de ellos
mejorar su propia salud. Las respuestas vienen del lado del ideal-amo: dejar de
fumar, ejercicio físico, buena alimentación… hábitos saludables. Sólo tres
respuestas más particulares: luchar (con lo que de esfuerzo personal connote esta
palabra para esta persona), buscar a alguien que me escuche. Y un tercero, que
antepone sus fines psíquicos (“seguir reduciendo medicación y estudiar más”) a los
“físicos”, los que le vienen del Otro (“fumar menos, cuidar la boca y la alimentación,
hacer ejercicio”). Estas tres respuestas, más subjetivas, provienen de tres de los
sujetos que menos “masa” hacen en el grupo.
El esquizofrénico ilustra mejor que nadie el desacuerdo entre pensar y obrar
que Freud señala como consustancial al ser humano, en “El malestar en la cultura”.
Restablecer el narcisismo quebrado, buscar ser-Uno con el Todo sería la
búsqueda de la protección paterna de la que Freud habla y que justificaría la
alienación al amo por parte de estos pacientes. Pero qué justifica la alienación de la
sociedad contemporánea al ideal del Bien-estar, ideal paradójico pues, al tiempo que
el Discurso dominante nos obliga a estar sanos, también patologiza la vida cotidiana.
Todo desencuentro en la rutina vital es ya enfermedad.
Nosotros partimos de una premisa un tanto diferente. Convenimos con Miller
que, en primera instancia, todos tenemos algo de locos. Curarse, entonces ¿de qué?
¿de ser humanos? ¿o de ser cada vez menos humanos? Creo que en la época
freudiana había que curarse de ser-humano, mientras que actualmente tenemos que
curarnos de nuestra deshumanización, la que introduce nuestra civilización. La
humanización implica hacer lazo social y ello a través del lenguaje, de lo simbólico,
que a su vez produce goce y deseo en un sujeto dividido entre su propio deseo y su
ser objeto del deseo de Otro. Cada uno encuentra su modo de curarse de esa
división con su locura particular sintomática. Pero si lo que la madre ciencia hace es
acallar toda necesidad anticipando su satisfacción, lo que produce es un objeto de
su propio goce. El ideal universalizante que persigue satisfacer la necesidad de
todos nos convierte en objetos. Es la muerte del sujeto y si no hay sujeto no hay
goce ni síntoma.
En realidad, la OMS no hace más que traducir lo que el hombre persigue en
su vida desde siempre y que ya Freud había señalado: la felicidad en su doble
vertiente. De un lado, la positiva: vivenciar intenso placer (estado de completo
bienestar físico, mental y social); del otro, la negativa: evitar el dolor y displacer (dice
Freud); o ausencia de afecciones o enfermedades (dice la OMS).
Nos encontramos, entonces, que la OMS preconiza el principio de placer,
nombrado actualmente como “salud, bienestar”. Pero ya Freud nos advirtió de que
“anteponer el goce –satisfacción en Freud– a la precaución, trae su castigo”. Y he
aquí que se desatan todos los síntomas contemporáneos de una sociedad que, en
posición histérica, denuncia la impotencia de la Ciencia –amo actual– para
satisfacerla. El bien-estar es el significante amo hipermoderno para todos, que se
interpone en el camino del hablante-ser, intentando eliminar el goce de su
humanidad, persiguiendo satisfacer las necesidades de todos y adecuando a todos a
las necesidades de la comunidad. Las técnicas empleadas son el saber científico-
técnico, el control, la estandarización. Así, la psicoeducación, en mi caso –informar
a los enfermos sobre su enfermedad y tratamiento– se supone que ha de atemperar
su malestar. Sin embargo el saber solo no cura; simplemente informar no modifica ni
siquiera las conductas; mucho menos podrá incluir un deseo desestimado, ya no por
la psicosis de estos pacientes sino por la forclusión generalizada del discurso, que
hace del sujeto un objeto plus-de-salud, modalidad del plus-de-goce que el
mercado-ciencia desecha.
Pero el síntoma viene a poner límite al triunfo científico (Scilicet, pág. 294) y
Laurent nos anima a intervenir (Papers nº1) en cuanto, a mayor real –fuera de
sentido producido por la ciencia, más real sintomático tratable por el psicoanálisis.
Rennó Lima nos dice en Scilicet (págs. 191-192) que el síntoma da forma al
incurable de la pulsión, ese desencuentro permanente entre lo que el sujeto desea y
aquello que encuentra, lo rebelde a inscribirse en el lazo social.
El síntoma tiene efecto de sentido, por lo que responde a la interpretación,
pero también valor de goce, un real que escapa al sentido. Es un límite que el
síntoma pone a lo simbólico. Este autor nos recuerda, de Lacan, que al Otro se
puede acceder como objeto a o como el Uno del significante (RSI). En el discurso
Otro de la Salud quedaríamos alojados como objetos, mientras que el
psicoanálisis empieza por el Uno.
En la Conferencia de Clausura de PIPOL 5, Miller es contundente: la salud
nunca ha existido en ningún lugar más que en el discurso del amo, pero es
actualmente cuando se constata con evidencia, ya que hoy, más que nunca, la salud
es asunto de gobierno. Tan asunto suyo –del Otro– que no lo es del sujeto –Uno–.
Hoy todos estamos enfermos, todos somos dependientes. Lo cual conlleva el
imperativo superyoico: salud y autonomía. Se aprueba la ley de dependencia, pero
hay tantos dependientes que no cubre a todos. Y eso que los enfermos mentales
apenas son considerados dependientes: enfermos sí, pero no necesitan ayuda para
producir lo que el Amo exige. ¿Por qué son excluídos estos enfermos de los
estándares de dependencia? Porque la evaluación sigue unos baremos
conductuales que, paradójicamente en este caso sí deducen la
intencionalidad/volición del sujeto (si no se asea es porque no quiere, porque, saber,
sabe hacerlo). Pero. en realidad, los enfermos mentales no son excluidos del
sistema, sino el resto que le vuelve al sistema, Esto es así porque son objetos de
mercado, que se contabilizan y que generan recursos económicos entre las
administraciones. No se trata de que se curen porque eso no se paga, se trata de
que no molesten (orden público, dice Miller) y que sigan en el sistema siendo
“buenos chicos”.
El que se excluye y se cura, o trata de hacerlo , más bien es el que puede y
sabe salirse del sistema de la salud mental y su orden público. El psicoanalista
puede hacer algo allí, un acto que despierte al sujeto, por ejemplo. Pero siempre en
voz baja, aunque con la potencia del deseo (Miller en "Sutilezas analíticas", lección
2, seminario del año 2008-2009).
Desde luego, la obra de Freud es más actual que nunca: malestar en la
cultura por doquier; la psicopatología de la vida cotidiana colapsa las Unidades de
Salud Mental; la psicología de las masas pasa a primer plano. Sólo nos queda el
porvenir de una ¿ilusión? Mejor que ilusión, nos queda la fortaleza de hacer valer la
palabra, el deseo y la particularidad de cada uno.

La responsabilidad de los psicoanalistas en el siglo XXI

Isabelle Durand

Desde el psicoanálisis, la única forma de tratar la emergencia de un goce


desregulado es transformándolo en síntoma, y eso no se puede hacer sin la
dimensión subjetiva. Si se borra la dimensión subjetiva y con ella lo más singular del
sujeto, como lo hace el discurso científico entre otros, no puede haber
responsabilidad, cuya existencia es imprescindible para que pueda haber un
psicoanálisis. Al inicio de la experiencia analítica la responsabilidad es lo que
permite sintomatizar. Al final de un análisis, también la responsabilidad está en
juego: en el saber hacer con el síntoma, y en seguir trabajando sobre su no querer
saber.
Por todo eso me pareció interesante tomar la cuestión de la responsabilidad,
planteando que si ésta está tocada por el debilitamiento del orden simbólico de la
época de la inexistencia del Otro, eso podría tocar las condiciones de posibilidad
mismas de la cura, y por tanto de la existencia misma del psicoanálisis.
La experiencia analítica encierra lo que puede parecer una paradoja, y que
consiste en llevar a un sujeto a responsabilizarse de su modo singular de goce. La
responsabilidad no es un concepto en psicoanálisis. Sin embargo aparece implícita o
explícitamente en muchos lugares de la enseñanza de Lacan. En 1950, y
refiriéndose a los criminales, Lacan enuncia que “la cura no podría ser otra cosa
para el sujeto que la integración de su responsabilidad. (J. Lacan, “Psicoanálisis y
criminología”, 1950, Intervenciones de Lacan en la S.P.P., en Intervenciones y
Textos 1, p. 27). En 1965, en plena moda estructuralista, en la que el sujeto no tenía
lugar, Lacan formula que de nuestra posición subjetiva siempre somos
responsables, y alude al concepto hegeliano de la bella alma, que denuncia el
desorden del mundo excluyéndose de él, negando su participación en el mal que
denuncia. Termina su sentencia, que califica de terrorista, diciendo que el error de
buena fe es entre todos el más imperdonable (J. Lacan, “La ciencia y la verdad”,
Escritos 2, Siglo XXI, México, 1991, p. 837). Lacan también afirma en el Seminario
La ética que la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la
perspectiva analítica, es de haber cedido sobre su deseo. (J. Lacan, La ética del
psicoanálisis, Libro 7, Ed. Paidós, Buenos Aires 1997, pp. 379-380). El final del
análisis está también contemplado por Lacan del lado de la responsabilidad de un
saber hacer con el goce. Uno sólo es responsable en la medida de su saber hacer,
(J. Lacan, El Sinthome, Libro 23, Edición Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 59). Dirá
Lacan en el Seminario XXIII, definiendo el “saber hacer” como un arte, un saber
hacer para dar y extraer algo del orden de la satisfacción. Un análisis produce un
querer saber respecto de un no querer saber. Al principio de un análisis, uno ni
siquiera sabe que no quiere saber. El parlêtre goza y no quiere saber nada de eso.
Al final de un análisis, el rechazo al saber no desaparece, no se erradica, y por eso
el analizante que acabó su análisis se tendrá que hacer cargo de él, y seguir
trabajándolo con su transferencia de trabajo con la Escuela. Miller dice que al final
de un análisis, cuando uno se topa con la inexistencia del Otro, tendrá que elegir que
Otro va a hacer existir. Hay ahí una noción de responsabilidad, y no hacer existir
ningún Otro es un retorno a la irresponsabilidad. No hacer existir ningún Otro es
contradictorio con la consideración de que el analista es responsable de su posición
subjetiva, incluso si tiene la noción de la causalidad que lo determina, y sobre todo
por eso. (…) Para tomar la posición del analista hay que imponerse un Otro, y no
cualquier tipo de Otro,” añade. (J.-A. Miller, Cause et consentement, inédito, p. 28).
En la llamada sociedad hipermoderna, ¿podríamos pensar que hoy la
responsabilidad es menor que antes? ¿O es que sólo han ido cambiando las
coartadas para eludirla?
Ser responsable es saber que cualquier cosa que hacemos o dejamos de
hacer tiene consecuencias. Pero para que haya responsabilidad tiene que haber
alguien que encarne un Otro ante el cual haya que responder, y la particularidad de
la época actual, es que han desaparecido los que antes encarnaban este Otro. Los
adultos han renunciado a su función de regulación que ejercían poniendo límites. En
la política y en lo social, se alega más a la ética de las buenas intenciones que a la
de las consecuencias. Lo que escuchamos es “No era lo que quería... No se podía
prever...”. Es culpa de la crisis económica, de la crisis financiera, del euro, de la
mundialización. Hay algo acéfalo, y en efecto el cambio del modelo económico al
que asistimos está caracterizado por la deficiencia de los Estados-nación a la hora
de regular una economía globalizada. Se creyó durante décadas que los mercados
se autoregulaban por la oferta y la demanda y tendían al equilibrio por sí mismos. No
es que el capitán huyó del barco después de hundirlo, es que ni siquiera había
capitán. Es lo que dicen los políticos: yo no soy el capitán –y como en el ejemplo del
caldero de Freud, añaden– sólo era un capitán con buenas intenciones…
Max Weber distinguió la ética de la responsabilidad, que tiene en cuenta las
consecuencias de un acto, de la ética de la convicción, que sólo se ocupa de las
intenciones. Max Weber da el ejemplo kantiano de decir siempre siempre la verdad,
sin tener en cuenta las consecuencias. En el lenguaje religioso se decía: “El cristiano
hace su deber y por lo que concierne al resultado de su acción, es el asunto de
Dios”. En cambio, la enunciación del que actúa según la ética de la responsabilidad
sería: “Tenemos que responder de las consecuencias previsibles de nuestros actos.”
Ahí Max Weber subraya algo que no carece de interés: “Cuando las consecuencias
de un acto hecho por pura convicción son desastrosas, el seguidor de esta ética no
imputa la responsabilidad al agente, sino al mundo, a la tontería de los hombres o
incluso a la voluntad de Dios que creó los hombres así. Al contrario, el partidario de
la ética de la responsabilidad tendrá en cuenta precisamente los fallos del hombre
(…) y estimará no poder descargarse sobre los demás de las consecuencias de su
propia acción en la medida que pudo preverlas. Dirá entonces: «Estas
consecuencias son imputables a mi propia acción».” (Max Weber, El político y el
científico, Ciencia política, Alianza Editorial, Madrid, 2010, pp. 164-165.)
En la clínica, la responsabilidad es imprescindible para transformar una queja
en un síntoma, para producir un sujeto. El síntoma analítico se constituye cuando el
sujeto toma en cuenta que le sucede algo y que supone que eso puede tener una
causa subjetiva, sin saber cual. Quiere saber lo que le sucede. No se puede hacer
un análisis sin reconocerse de algún modo en eso que es más fuerte que uno. Lacan
lo deja muy claro en la clase III del Seminario Les non-dupes errent: “Lo que haces,
muy lejos de ser el resultado de la ignorancia, es siempre determinado por algo que
es saber, y que llamamos inconsciente. Lo que haces sabe lo que eres [que también
se puede escuchar: “Lo que haces es lo que eres” ya que en francés sait tiene una
homofonía con c’est, es]. (…) Nunca nadie había osado enunciar este veredicto, del
cual os señalo lo siguiente: la respuesta del inconsciente implica el sin perdón, e
incluso el sin circunstancias atenuantes. (…) Freud lo dice en toda su obra.” (J.
Lacan, Les non-dupes errent, Seminario XXI, inédito, clase del 11 de diciembre de
1973, p. 31.)
En efecto, Freud, en su texto de 1925 “La responsabilidad moral por el
contenido de los sueños”, retoma lo ya esbozado en La interpretación de los sueños
de 1900: uno debe considerarse responsable de sus sueños, ya que es una parte de
su ser.( S. Freud, “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, en
“Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto” (1925),
Obras Completas T. XIX, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1993, p. 135.)
En lo que soñamos, en lo que hacemos o decimos sin “querer”, en lo que no
soportamos del otro, siempre está en juego algo de nuestro goce. Este real, en tanto
que imposible de soportar del otro, se coloca siempre en el lugar de la no-relación
sexual.
Lo que entendemos por responsabilidad no es una esencia, un ser del sujeto.
No hay un “ser responsable” previo, ontológico, sino un “creerse, saberse
responsable” o un “hacerse responsable de”, en el après-coup. Por tanto, cuando se
apela a la responsabilidad de un sujeto, cuando se le pide responder, nunca se
puede saber si lo hará. En un análisis, la rectificación subjetiva es siempre el
producto de un acto que, por definición, es sin garantía sobre las consecuencias. No
es que ningún cálculo sea posible, sino que éste tiene límites, y será más allá de los
límites de lo calculable que puede surgir la apuesta del deseo. La responsabilidad
del analista es llamar a la responsabilidad del sujeto, y ayudarle así a sintomatizar.
A modo de conclusión, sólo añadir que la función del psicoanalista hoy, y tal
vez más que nunca, es la de reintroducir la cuestión de la responsabilidad para
hacer la contra a lo real y que así pueda reaparecer algo del deseo. Pero eso no
ocurre sin la transferencia, y por tanto sin el amor. Al final de Una fantasía, Miller nos
recuerda que el último Lacan apunta a que la transferencia es el pivote del Sujeto
supuesto Saber, y no lo contrario. El amor es lo que puede hacer la mediación entre
los unos-completamente-solos. Y añade: el inconsciente no existe. Para que se
convierta en un saber, para hacerle existe como saber, hace falta el amor. (Jacques-
Alain Miller, Una fantasía, Op. Cit., pp. 7-119.)

El Otro del analista: ¿qué lugar para el control?

Mª Antonia de Miguel

Para este breve trabajo en el Seminario de la Escuela he partido de dos


lecciones del curso de Jacques-Alain Miller, Cosas de finura en psicoanálisis; son las
que corresponden al 19 y al 26 de Noviembre de 2008. Capturaron mi interés en el
momento en que las leí y mi gusto al releerlas ahora. Sitúa en ellas el control como
una de las cosas de finura en psicoanálisis y de ahí el título que he dado a esta corta
intervención. Además, de los trabajos reunidos en Scilicet: El orden simbólico en el
siglo XXI, trabajos preparatorios del próximo congreso de la AMP, he escogido, como
referencia también para esta intervención, algunos de los que tienen su entrada
desde la letra D: Desamparo, Deseo, Duelo, Depresión, Desechos...
El psicoanalista tiene inconsciente, más aún, el psicoanalista continúa
aprendiendo de su inconsciente y, todavía más, ser analista no es sólo analizar a los
demás, es también continuar siendo analizante o, dicho de otro modo, ser analista
supone un acto continuo de oposición al “Yo no-quiero-saber-nada-de-eso”. Un
analista cree en el inconsciente, un inconsciente que se le ha revelado como sujeto y
como saber en su análisis y del que resta su deseo de analista, la transferencia al
saber y su posición de desecho. El analista es desecho como son desechos las
formaciones del inconsciente tal y como Freud las lee y Lacan las relee. “El término
desecho tiene amplias resonancias en la enseñanza de Lacan, quien recuerda que
el descubrimento freudiano es el de los desechos de la vida psíquica, desechos de lo
mental como el sueño, el lapsus, el acto fallido y, más allá, el síntoma. En su
Seminario V, sobre Las formaciones del inconsciente, Lacan señala la conveniencia
de prestar atención a los desechos de la vida psíquica, mostrando que “el deseo, si
no recupera, por lo menos indica todo lo que ha perdido durante el trayecto por ese
camino...” (Vicente Palomera, en Scilicet, “Desechos”, págs. 90-91). Y es que el
analista está ahí como una formación del inconsciente como un desecho que apunta
al lugar de la falta, al vacío de significación que causa la división del sujeto.
En 1935 Freud escribe un pequeño texto que Miller recoge para comentarlo
deliciosamente en el curso al que me he referido, en las lecciones nombradas. El
texto de Freud es “La sutileza de un acto fallido”, y este texto nos sitúa ante un viejo
analista que no tiene reparo ninguno en hacerse cargo de sus desechos (de su
inconsciente), que incluso siente curiosidad por ello y que ofrece a la comunidad de
analistas, a sus colegas, para la interpretación, una nada, una pequeña tachadura en
una carta que es su acto fallido: “una nada que vale sin embargo para ser
comunicada”. Si habéis leído este pequeño texto de Freud, directamente o a través
del comentario de Miller, recordaréis cómo en la interpretación que se hace de este
acto fallido se señala la dificultad para desprenderse del objeto y por tanto se señala
el lugar de la falta.
Es en torno a la falta que el analista trabaja, es ahí “Revelando del falo mismo
que no es nada más que ese punto de falta que indica en el sujeto … ahí donde no
hay que arredrarse ante la perspectiva de ser en esa falta, como psicoanalistas
suscitados” (Lacan, “La ciencia y la verdad”, 1965, Escritos I). Suscitado en cada uno
de los análisis que sostiene, como lo ha sido, por supuesto, en su propio análisis.
La falta está sostenida por lo simbólico y por la imposibilidad que el ser
hablante padece –sin remedio– de decir todo sobre el objeto; lo que hace “que
ninguna interpretación esté propiamente hablando terminada...”; y es eso, por otra
parte, lo que anima “es la incompletud de la empresa analítica la que anima a Freud,
en su transmisión hasta el final de su vida, y lo que Lacan, sin duda, en determinado
momento, sin negar la represión primordial o fundamental, trató (de invalidar) con su
construcción llamada del pase... Freud está en su vida cotidiana en relación al yo-no-
quiero-saber-nada-de-eso, como Lacan decía que estaba él y que su enseñanza era
la salida a esa relación” ( J.-A. Miller, Cosas de finura en psicoanálisis, lección II). Y
es que el analista, cuando lleva su trabajo a control, cuando presenta un trabajo,
cuando sustenta una enseñanza, cuando testimonia de su pase, está en combate
con su yo-no-quiero-saber-nada-de-eso al colocarse en relación a sus colegas, a sus
alumnos en posición de analizante “que no sabe lo que eso quiere decir para el otro”
( J.-A. Miller, id.) pero esperando o más bien sabiendo que su mensaje le vuelva en
forma invertida.
El analista ha perdido y lo sabe: ha perdido un ideal [I(A)] y un objeto [i(a)], los
que recubrían el objeto causa y ha perdido la expectativa de suturar su división. Le
queda su función, que anuda los tres registros: hacer semblante del objeto que
bordea un vacío, del objeto que causa la división del sujeto. Toda pérdida apareja un
duelo; para nosotros es el duelo de la función paterna, el duelo de la significación, de
la soldadura del significante y el significado es, en una palabra, el más allá del Edipo,
el duelo edípico. Para hacer este duelo se pone en juego la palabra, lo simbólico y
para que el duelo no sea depresión, aunque cien veces se roce, se vuelve a poner
en juego una y otra vez, la palabra, claro. La posición depresiva es la renuncia a
poner al trabajo el inconsciente, el retroceso ante sus manifestaciones, el horror a
saber de sus formaciones. La pérdida es, en el trabajo analítico, duelo, no depresión.
Es un duelo que se reedita en cada análisis que se sustenta por la relación continua
con la falta que no resuelve el amor de transferencia, ahora convertido en
transferencia al trabajo y al amparo de la función deseo del analista. “Si Freud nos
enseña que en el horizonte del duelo está el desplazamiento del valor fálico del
objeto perdido hacia un sustituto, en la enseñanza de Lacan, en ese mismo
horizonte, se produce el surgimiento del deseo del analista, que implica la existencia
de un duelo propio del acto analítico”. (Romildo do Rego Barros, Scilicet, “Duelo”,
pág. 112). La referencia de Lacan para esta afirmación la encontramos en el
Seminario VIII, La Transferencia: “El amor sólo puede rellenar esta isla, el campo del
ser. Y el analista, por su parte, solo puede pensar que cualquier objeto puede
rellenarlo... No hay objeto que valga más que otro – este es el duelo a cuyo
alrededor se centra el deseo del analista”.
El analista-analizante roza de continuo el desamparo; ya no hay más para él,
en el reencuentro con la Cosa –das Ding–, la expectativa de reencontrar el Otro
absoluto, ese “Otro primordial al que ninguno posterior iguala ya” (Freud,
Correspondencia con Fliess), sino ese vacío central que Lacan, en el Seminario VII,
define como “ajeno a las palabras, lo que de lo real primordial padece del signicante:
entonces es de lo real de lo que se trata en la precariedad del sujeto, en el
desamparo siempre posible que lo amenaza. Se lo descubre en la dependencia del
Otro y en su nucleo extranjero, y en la falta de garantia de los significantes. Sin
embargo, pese a su incertidumbre, éstos ofrecen la única rutina “que da el
sentimiento que tiene cada quien de formar parte de su mundo” (Lacan, El
Seminario, libro 20, Aún). Al igual que la solución significante que siguió al horror de
lo real, tal como lo entrevió en un sueño Irma, la analizante freudiana” (Mónica
Febres Cordero, Scilicet, “Desamparo”, págs. 87-89).
Pero no es el desamparo el afecto que corresponde al analista, sino más bien
el desapego y vuelvo ahora al curso Cosas de finura: el desapego, que Miller
presenta después de un irónico recorrido por las pasiones que no convienen al
analista, más como una función que como un afecto, una función del deseo del
analista “en la medida misma en que su acto consiste en despegar el signicado del
signicante. Es decir, reconducir el significante a su desnudez, allí donde no se sabe
lo que eso quiere decir para el otro...” y esto sólo lo permite el deseo del analista,
producto singular del análisis, desecho, resto del duelo que supone para cada uno
su análisis, función que soporta la desnudez del significante, la falta a la que es
invocado, para cubrir, cada vez que se inicia un análisis y de la que sabe- a poco
que su análisis haya hecho su recorrido- la imposible sutura.
“Cada caso un nuevo caso” no es otra cosa que eso: la desnudez del
significante, la experiencia –en cada análisis que se inicia– del desencuentro entre el
Sujeto Supuesto Saber que ha de funcionar para el analizante y el saber del analista
puesto a prueba “allí donde no se sabe lo que eso quiere decir para el otro, no se
sabe lo que una palabra verdaderamente quiere decir para el otro, no se sabe las
signficaciones que se sedimentaron, las significaciones que se reprimieron. Por cada
palabra que el paciente les dice, ustedes no lo saben. Y cuando ustedes dicen una,
una palabra, ustedes, como analistas, no tienen la menor idea del efecto que eso
puede hacer, no saben lo que hacen repercutir, azarosamente.” (Cosas de finura en
psicoanálisis, lección III). Y esto vale, esto es así cada vez que ponemos nuestra
palabra a disposición del otro, como analistas en la interpretación, también en el
control, en las intervenciones cortas o largas con nuestros colegas, en el trabajo de
enseñanza, en el pase...esta es la sutileza de la palabra también en el siglo XXI y la
única forma de ceder “un poquito del goce del Yo-no-quiero-saber-nada-de-eso” (J.-
A. Miller, Cosas de finura, lección III).

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