El Seminario de la Escuela: "El orden simbólico en el siglo XXI
ya no es lo que era. ¿Qué consecuencias para la cura?
El bien-estar en laConde Begoña culturaBordes contemporánea
Pregunto a un grupo de personas enfermas mentales que asisten al Centro de
Día donde trabajo qué entienden ellos por “salud”. A todos, excepto a uno, les parece un concepto difícil de definir. Alguien apunta: “Lo difícil es tenerla”. Una persona del grupo (una joven diagnosticada de “trastorno de personalidad y debilidad mental”) nos da una definición próxima a Freud: “La salud es una enfermedad en la que se pueden tener momentos de ataques de ansiedad o caer en una depresión, es decir, que tendrías que tomar medicaciones bajo un psiquiatra” . Un esquizofrénico muy inteligente opina: “La salud perfecta, hoy por hoy, es una utopía, pues, para mí, ésta es la armonía entre un cuerpo joven y una mente lúcida y equilibrada” (él piensa que la ciencia llegará un día a evitar la muerte). Otra dice: “El organismo funciona correctamente y no hay enfermedades. Nuestros órganos funcionan bien y nosotros tenemos buen aspecto”. Y otra: “Es la salvaguarda del organismo, activa la vida haciéndola más duradera”. Otra: “Estar en forma física y mental”. Otra: “Encontrarse bien psíquica y físicamente”. Otra: “El bienestar del ser humano”. Otra: “Es la capacidad psíquica y física para desarrollar todas las actividades”. El grupo en general coincide en que la salud es algo fundamental en el ser humano, que implica “estar bien”, tanto el cuerpo como la psique y que, lejos de venir dada, hay que “luchar” por lograrla. Tienen razón: la salud implica un trabajo de subjetivación; pero el sujeto hipermoderno no necesariamente lo sabe y/o tiene tiempo para eso. La ciencia y sus objetos no le dan tiempo y le ofrecen la solución antes de que subjetive el problema. Les doy la definición de Salud de la OMS: “Estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Esta definición parece complacer a todos. Sólo uno pone en cuestión eso del “bienestar social”: ”Puedes ser un ermitaño, viene a decir, y vivir tan feliz”. Preguntados por la posibilidad de realizarse esta definición, piensan que es posible o, cuando menos, que les gustaría alcanzar ese estado idílico. Afortunadamente se sorprenden cuando comento que se trata de un ideal y que todo ideal se define por no ser alcanzable al 100%. Que sólo es una meta hacia la que dirigirse pero que si no tuviéramos ninguna queja en la vida no seríamos humanos. Dando un paso más, les llevo a plantearse cómo podría cada uno de ellos mejorar su propia salud. Las respuestas vienen del lado del ideal-amo: dejar de fumar, ejercicio físico, buena alimentación… hábitos saludables. Sólo tres respuestas más particulares: luchar (con lo que de esfuerzo personal connote esta palabra para esta persona), buscar a alguien que me escuche. Y un tercero, que antepone sus fines psíquicos (“seguir reduciendo medicación y estudiar más”) a los “físicos”, los que le vienen del Otro (“fumar menos, cuidar la boca y la alimentación, hacer ejercicio”). Estas tres respuestas, más subjetivas, provienen de tres de los sujetos que menos “masa” hacen en el grupo. El esquizofrénico ilustra mejor que nadie el desacuerdo entre pensar y obrar que Freud señala como consustancial al ser humano, en “El malestar en la cultura”. Restablecer el narcisismo quebrado, buscar ser-Uno con el Todo sería la búsqueda de la protección paterna de la que Freud habla y que justificaría la alienación al amo por parte de estos pacientes. Pero qué justifica la alienación de la sociedad contemporánea al ideal del Bien-estar, ideal paradójico pues, al tiempo que el Discurso dominante nos obliga a estar sanos, también patologiza la vida cotidiana. Todo desencuentro en la rutina vital es ya enfermedad. Nosotros partimos de una premisa un tanto diferente. Convenimos con Miller que, en primera instancia, todos tenemos algo de locos. Curarse, entonces ¿de qué? ¿de ser humanos? ¿o de ser cada vez menos humanos? Creo que en la época freudiana había que curarse de ser-humano, mientras que actualmente tenemos que curarnos de nuestra deshumanización, la que introduce nuestra civilización. La humanización implica hacer lazo social y ello a través del lenguaje, de lo simbólico, que a su vez produce goce y deseo en un sujeto dividido entre su propio deseo y su ser objeto del deseo de Otro. Cada uno encuentra su modo de curarse de esa división con su locura particular sintomática. Pero si lo que la madre ciencia hace es acallar toda necesidad anticipando su satisfacción, lo que produce es un objeto de su propio goce. El ideal universalizante que persigue satisfacer la necesidad de todos nos convierte en objetos. Es la muerte del sujeto y si no hay sujeto no hay goce ni síntoma. En realidad, la OMS no hace más que traducir lo que el hombre persigue en su vida desde siempre y que ya Freud había señalado: la felicidad en su doble vertiente. De un lado, la positiva: vivenciar intenso placer (estado de completo bienestar físico, mental y social); del otro, la negativa: evitar el dolor y displacer (dice Freud); o ausencia de afecciones o enfermedades (dice la OMS). Nos encontramos, entonces, que la OMS preconiza el principio de placer, nombrado actualmente como “salud, bienestar”. Pero ya Freud nos advirtió de que “anteponer el goce –satisfacción en Freud– a la precaución, trae su castigo”. Y he aquí que se desatan todos los síntomas contemporáneos de una sociedad que, en posición histérica, denuncia la impotencia de la Ciencia –amo actual– para satisfacerla. El bien-estar es el significante amo hipermoderno para todos, que se interpone en el camino del hablante-ser, intentando eliminar el goce de su humanidad, persiguiendo satisfacer las necesidades de todos y adecuando a todos a las necesidades de la comunidad. Las técnicas empleadas son el saber científico- técnico, el control, la estandarización. Así, la psicoeducación, en mi caso –informar a los enfermos sobre su enfermedad y tratamiento– se supone que ha de atemperar su malestar. Sin embargo el saber solo no cura; simplemente informar no modifica ni siquiera las conductas; mucho menos podrá incluir un deseo desestimado, ya no por la psicosis de estos pacientes sino por la forclusión generalizada del discurso, que hace del sujeto un objeto plus-de-salud, modalidad del plus-de-goce que el mercado-ciencia desecha. Pero el síntoma viene a poner límite al triunfo científico (Scilicet, pág. 294) y Laurent nos anima a intervenir (Papers nº1) en cuanto, a mayor real –fuera de sentido producido por la ciencia, más real sintomático tratable por el psicoanálisis. Rennó Lima nos dice en Scilicet (págs. 191-192) que el síntoma da forma al incurable de la pulsión, ese desencuentro permanente entre lo que el sujeto desea y aquello que encuentra, lo rebelde a inscribirse en el lazo social. El síntoma tiene efecto de sentido, por lo que responde a la interpretación, pero también valor de goce, un real que escapa al sentido. Es un límite que el síntoma pone a lo simbólico. Este autor nos recuerda, de Lacan, que al Otro se puede acceder como objeto a o como el Uno del significante (RSI). En el discurso Otro de la Salud quedaríamos alojados como objetos, mientras que el psicoanálisis empieza por el Uno. En la Conferencia de Clausura de PIPOL 5, Miller es contundente: la salud nunca ha existido en ningún lugar más que en el discurso del amo, pero es actualmente cuando se constata con evidencia, ya que hoy, más que nunca, la salud es asunto de gobierno. Tan asunto suyo –del Otro– que no lo es del sujeto –Uno–. Hoy todos estamos enfermos, todos somos dependientes. Lo cual conlleva el imperativo superyoico: salud y autonomía. Se aprueba la ley de dependencia, pero hay tantos dependientes que no cubre a todos. Y eso que los enfermos mentales apenas son considerados dependientes: enfermos sí, pero no necesitan ayuda para producir lo que el Amo exige. ¿Por qué son excluídos estos enfermos de los estándares de dependencia? Porque la evaluación sigue unos baremos conductuales que, paradójicamente en este caso sí deducen la intencionalidad/volición del sujeto (si no se asea es porque no quiere, porque, saber, sabe hacerlo). Pero. en realidad, los enfermos mentales no son excluidos del sistema, sino el resto que le vuelve al sistema, Esto es así porque son objetos de mercado, que se contabilizan y que generan recursos económicos entre las administraciones. No se trata de que se curen porque eso no se paga, se trata de que no molesten (orden público, dice Miller) y que sigan en el sistema siendo “buenos chicos”. El que se excluye y se cura, o trata de hacerlo , más bien es el que puede y sabe salirse del sistema de la salud mental y su orden público. El psicoanalista puede hacer algo allí, un acto que despierte al sujeto, por ejemplo. Pero siempre en voz baja, aunque con la potencia del deseo (Miller en "Sutilezas analíticas", lección 2, seminario del año 2008-2009). Desde luego, la obra de Freud es más actual que nunca: malestar en la cultura por doquier; la psicopatología de la vida cotidiana colapsa las Unidades de Salud Mental; la psicología de las masas pasa a primer plano. Sólo nos queda el porvenir de una ¿ilusión? Mejor que ilusión, nos queda la fortaleza de hacer valer la palabra, el deseo y la particularidad de cada uno.
La responsabilidad de los psicoanalistas en el siglo XXI
Isabelle Durand
Desde el psicoanálisis, la única forma de tratar la emergencia de un goce
desregulado es transformándolo en síntoma, y eso no se puede hacer sin la dimensión subjetiva. Si se borra la dimensión subjetiva y con ella lo más singular del sujeto, como lo hace el discurso científico entre otros, no puede haber responsabilidad, cuya existencia es imprescindible para que pueda haber un psicoanálisis. Al inicio de la experiencia analítica la responsabilidad es lo que permite sintomatizar. Al final de un análisis, también la responsabilidad está en juego: en el saber hacer con el síntoma, y en seguir trabajando sobre su no querer saber. Por todo eso me pareció interesante tomar la cuestión de la responsabilidad, planteando que si ésta está tocada por el debilitamiento del orden simbólico de la época de la inexistencia del Otro, eso podría tocar las condiciones de posibilidad mismas de la cura, y por tanto de la existencia misma del psicoanálisis. La experiencia analítica encierra lo que puede parecer una paradoja, y que consiste en llevar a un sujeto a responsabilizarse de su modo singular de goce. La responsabilidad no es un concepto en psicoanálisis. Sin embargo aparece implícita o explícitamente en muchos lugares de la enseñanza de Lacan. En 1950, y refiriéndose a los criminales, Lacan enuncia que “la cura no podría ser otra cosa para el sujeto que la integración de su responsabilidad. (J. Lacan, “Psicoanálisis y criminología”, 1950, Intervenciones de Lacan en la S.P.P., en Intervenciones y Textos 1, p. 27). En 1965, en plena moda estructuralista, en la que el sujeto no tenía lugar, Lacan formula que de nuestra posición subjetiva siempre somos responsables, y alude al concepto hegeliano de la bella alma, que denuncia el desorden del mundo excluyéndose de él, negando su participación en el mal que denuncia. Termina su sentencia, que califica de terrorista, diciendo que el error de buena fe es entre todos el más imperdonable (J. Lacan, “La ciencia y la verdad”, Escritos 2, Siglo XXI, México, 1991, p. 837). Lacan también afirma en el Seminario La ética que la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido sobre su deseo. (J. Lacan, La ética del psicoanálisis, Libro 7, Ed. Paidós, Buenos Aires 1997, pp. 379-380). El final del análisis está también contemplado por Lacan del lado de la responsabilidad de un saber hacer con el goce. Uno sólo es responsable en la medida de su saber hacer, (J. Lacan, El Sinthome, Libro 23, Edición Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 59). Dirá Lacan en el Seminario XXIII, definiendo el “saber hacer” como un arte, un saber hacer para dar y extraer algo del orden de la satisfacción. Un análisis produce un querer saber respecto de un no querer saber. Al principio de un análisis, uno ni siquiera sabe que no quiere saber. El parlêtre goza y no quiere saber nada de eso. Al final de un análisis, el rechazo al saber no desaparece, no se erradica, y por eso el analizante que acabó su análisis se tendrá que hacer cargo de él, y seguir trabajándolo con su transferencia de trabajo con la Escuela. Miller dice que al final de un análisis, cuando uno se topa con la inexistencia del Otro, tendrá que elegir que Otro va a hacer existir. Hay ahí una noción de responsabilidad, y no hacer existir ningún Otro es un retorno a la irresponsabilidad. No hacer existir ningún Otro es contradictorio con la consideración de que el analista es responsable de su posición subjetiva, incluso si tiene la noción de la causalidad que lo determina, y sobre todo por eso. (…) Para tomar la posición del analista hay que imponerse un Otro, y no cualquier tipo de Otro,” añade. (J.-A. Miller, Cause et consentement, inédito, p. 28). En la llamada sociedad hipermoderna, ¿podríamos pensar que hoy la responsabilidad es menor que antes? ¿O es que sólo han ido cambiando las coartadas para eludirla? Ser responsable es saber que cualquier cosa que hacemos o dejamos de hacer tiene consecuencias. Pero para que haya responsabilidad tiene que haber alguien que encarne un Otro ante el cual haya que responder, y la particularidad de la época actual, es que han desaparecido los que antes encarnaban este Otro. Los adultos han renunciado a su función de regulación que ejercían poniendo límites. En la política y en lo social, se alega más a la ética de las buenas intenciones que a la de las consecuencias. Lo que escuchamos es “No era lo que quería... No se podía prever...”. Es culpa de la crisis económica, de la crisis financiera, del euro, de la mundialización. Hay algo acéfalo, y en efecto el cambio del modelo económico al que asistimos está caracterizado por la deficiencia de los Estados-nación a la hora de regular una economía globalizada. Se creyó durante décadas que los mercados se autoregulaban por la oferta y la demanda y tendían al equilibrio por sí mismos. No es que el capitán huyó del barco después de hundirlo, es que ni siquiera había capitán. Es lo que dicen los políticos: yo no soy el capitán –y como en el ejemplo del caldero de Freud, añaden– sólo era un capitán con buenas intenciones… Max Weber distinguió la ética de la responsabilidad, que tiene en cuenta las consecuencias de un acto, de la ética de la convicción, que sólo se ocupa de las intenciones. Max Weber da el ejemplo kantiano de decir siempre siempre la verdad, sin tener en cuenta las consecuencias. En el lenguaje religioso se decía: “El cristiano hace su deber y por lo que concierne al resultado de su acción, es el asunto de Dios”. En cambio, la enunciación del que actúa según la ética de la responsabilidad sería: “Tenemos que responder de las consecuencias previsibles de nuestros actos.” Ahí Max Weber subraya algo que no carece de interés: “Cuando las consecuencias de un acto hecho por pura convicción son desastrosas, el seguidor de esta ética no imputa la responsabilidad al agente, sino al mundo, a la tontería de los hombres o incluso a la voluntad de Dios que creó los hombres así. Al contrario, el partidario de la ética de la responsabilidad tendrá en cuenta precisamente los fallos del hombre (…) y estimará no poder descargarse sobre los demás de las consecuencias de su propia acción en la medida que pudo preverlas. Dirá entonces: «Estas consecuencias son imputables a mi propia acción».” (Max Weber, El político y el científico, Ciencia política, Alianza Editorial, Madrid, 2010, pp. 164-165.) En la clínica, la responsabilidad es imprescindible para transformar una queja en un síntoma, para producir un sujeto. El síntoma analítico se constituye cuando el sujeto toma en cuenta que le sucede algo y que supone que eso puede tener una causa subjetiva, sin saber cual. Quiere saber lo que le sucede. No se puede hacer un análisis sin reconocerse de algún modo en eso que es más fuerte que uno. Lacan lo deja muy claro en la clase III del Seminario Les non-dupes errent: “Lo que haces, muy lejos de ser el resultado de la ignorancia, es siempre determinado por algo que es saber, y que llamamos inconsciente. Lo que haces sabe lo que eres [que también se puede escuchar: “Lo que haces es lo que eres” ya que en francés sait tiene una homofonía con c’est, es]. (…) Nunca nadie había osado enunciar este veredicto, del cual os señalo lo siguiente: la respuesta del inconsciente implica el sin perdón, e incluso el sin circunstancias atenuantes. (…) Freud lo dice en toda su obra.” (J. Lacan, Les non-dupes errent, Seminario XXI, inédito, clase del 11 de diciembre de 1973, p. 31.) En efecto, Freud, en su texto de 1925 “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, retoma lo ya esbozado en La interpretación de los sueños de 1900: uno debe considerarse responsable de sus sueños, ya que es una parte de su ser.( S. Freud, “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, en “Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto” (1925), Obras Completas T. XIX, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1993, p. 135.) En lo que soñamos, en lo que hacemos o decimos sin “querer”, en lo que no soportamos del otro, siempre está en juego algo de nuestro goce. Este real, en tanto que imposible de soportar del otro, se coloca siempre en el lugar de la no-relación sexual. Lo que entendemos por responsabilidad no es una esencia, un ser del sujeto. No hay un “ser responsable” previo, ontológico, sino un “creerse, saberse responsable” o un “hacerse responsable de”, en el après-coup. Por tanto, cuando se apela a la responsabilidad de un sujeto, cuando se le pide responder, nunca se puede saber si lo hará. En un análisis, la rectificación subjetiva es siempre el producto de un acto que, por definición, es sin garantía sobre las consecuencias. No es que ningún cálculo sea posible, sino que éste tiene límites, y será más allá de los límites de lo calculable que puede surgir la apuesta del deseo. La responsabilidad del analista es llamar a la responsabilidad del sujeto, y ayudarle así a sintomatizar. A modo de conclusión, sólo añadir que la función del psicoanalista hoy, y tal vez más que nunca, es la de reintroducir la cuestión de la responsabilidad para hacer la contra a lo real y que así pueda reaparecer algo del deseo. Pero eso no ocurre sin la transferencia, y por tanto sin el amor. Al final de Una fantasía, Miller nos recuerda que el último Lacan apunta a que la transferencia es el pivote del Sujeto supuesto Saber, y no lo contrario. El amor es lo que puede hacer la mediación entre los unos-completamente-solos. Y añade: el inconsciente no existe. Para que se convierta en un saber, para hacerle existe como saber, hace falta el amor. (Jacques- Alain Miller, Una fantasía, Op. Cit., pp. 7-119.)
El Otro del analista: ¿qué lugar para el control?
Mª Antonia de Miguel
Para este breve trabajo en el Seminario de la Escuela he partido de dos
lecciones del curso de Jacques-Alain Miller, Cosas de finura en psicoanálisis; son las que corresponden al 19 y al 26 de Noviembre de 2008. Capturaron mi interés en el momento en que las leí y mi gusto al releerlas ahora. Sitúa en ellas el control como una de las cosas de finura en psicoanálisis y de ahí el título que he dado a esta corta intervención. Además, de los trabajos reunidos en Scilicet: El orden simbólico en el siglo XXI, trabajos preparatorios del próximo congreso de la AMP, he escogido, como referencia también para esta intervención, algunos de los que tienen su entrada desde la letra D: Desamparo, Deseo, Duelo, Depresión, Desechos... El psicoanalista tiene inconsciente, más aún, el psicoanalista continúa aprendiendo de su inconsciente y, todavía más, ser analista no es sólo analizar a los demás, es también continuar siendo analizante o, dicho de otro modo, ser analista supone un acto continuo de oposición al “Yo no-quiero-saber-nada-de-eso”. Un analista cree en el inconsciente, un inconsciente que se le ha revelado como sujeto y como saber en su análisis y del que resta su deseo de analista, la transferencia al saber y su posición de desecho. El analista es desecho como son desechos las formaciones del inconsciente tal y como Freud las lee y Lacan las relee. “El término desecho tiene amplias resonancias en la enseñanza de Lacan, quien recuerda que el descubrimento freudiano es el de los desechos de la vida psíquica, desechos de lo mental como el sueño, el lapsus, el acto fallido y, más allá, el síntoma. En su Seminario V, sobre Las formaciones del inconsciente, Lacan señala la conveniencia de prestar atención a los desechos de la vida psíquica, mostrando que “el deseo, si no recupera, por lo menos indica todo lo que ha perdido durante el trayecto por ese camino...” (Vicente Palomera, en Scilicet, “Desechos”, págs. 90-91). Y es que el analista está ahí como una formación del inconsciente como un desecho que apunta al lugar de la falta, al vacío de significación que causa la división del sujeto. En 1935 Freud escribe un pequeño texto que Miller recoge para comentarlo deliciosamente en el curso al que me he referido, en las lecciones nombradas. El texto de Freud es “La sutileza de un acto fallido”, y este texto nos sitúa ante un viejo analista que no tiene reparo ninguno en hacerse cargo de sus desechos (de su inconsciente), que incluso siente curiosidad por ello y que ofrece a la comunidad de analistas, a sus colegas, para la interpretación, una nada, una pequeña tachadura en una carta que es su acto fallido: “una nada que vale sin embargo para ser comunicada”. Si habéis leído este pequeño texto de Freud, directamente o a través del comentario de Miller, recordaréis cómo en la interpretación que se hace de este acto fallido se señala la dificultad para desprenderse del objeto y por tanto se señala el lugar de la falta. Es en torno a la falta que el analista trabaja, es ahí “Revelando del falo mismo que no es nada más que ese punto de falta que indica en el sujeto … ahí donde no hay que arredrarse ante la perspectiva de ser en esa falta, como psicoanalistas suscitados” (Lacan, “La ciencia y la verdad”, 1965, Escritos I). Suscitado en cada uno de los análisis que sostiene, como lo ha sido, por supuesto, en su propio análisis. La falta está sostenida por lo simbólico y por la imposibilidad que el ser hablante padece –sin remedio– de decir todo sobre el objeto; lo que hace “que ninguna interpretación esté propiamente hablando terminada...”; y es eso, por otra parte, lo que anima “es la incompletud de la empresa analítica la que anima a Freud, en su transmisión hasta el final de su vida, y lo que Lacan, sin duda, en determinado momento, sin negar la represión primordial o fundamental, trató (de invalidar) con su construcción llamada del pase... Freud está en su vida cotidiana en relación al yo-no- quiero-saber-nada-de-eso, como Lacan decía que estaba él y que su enseñanza era la salida a esa relación” ( J.-A. Miller, Cosas de finura en psicoanálisis, lección II). Y es que el analista, cuando lleva su trabajo a control, cuando presenta un trabajo, cuando sustenta una enseñanza, cuando testimonia de su pase, está en combate con su yo-no-quiero-saber-nada-de-eso al colocarse en relación a sus colegas, a sus alumnos en posición de analizante “que no sabe lo que eso quiere decir para el otro” ( J.-A. Miller, id.) pero esperando o más bien sabiendo que su mensaje le vuelva en forma invertida. El analista ha perdido y lo sabe: ha perdido un ideal [I(A)] y un objeto [i(a)], los que recubrían el objeto causa y ha perdido la expectativa de suturar su división. Le queda su función, que anuda los tres registros: hacer semblante del objeto que bordea un vacío, del objeto que causa la división del sujeto. Toda pérdida apareja un duelo; para nosotros es el duelo de la función paterna, el duelo de la significación, de la soldadura del significante y el significado es, en una palabra, el más allá del Edipo, el duelo edípico. Para hacer este duelo se pone en juego la palabra, lo simbólico y para que el duelo no sea depresión, aunque cien veces se roce, se vuelve a poner en juego una y otra vez, la palabra, claro. La posición depresiva es la renuncia a poner al trabajo el inconsciente, el retroceso ante sus manifestaciones, el horror a saber de sus formaciones. La pérdida es, en el trabajo analítico, duelo, no depresión. Es un duelo que se reedita en cada análisis que se sustenta por la relación continua con la falta que no resuelve el amor de transferencia, ahora convertido en transferencia al trabajo y al amparo de la función deseo del analista. “Si Freud nos enseña que en el horizonte del duelo está el desplazamiento del valor fálico del objeto perdido hacia un sustituto, en la enseñanza de Lacan, en ese mismo horizonte, se produce el surgimiento del deseo del analista, que implica la existencia de un duelo propio del acto analítico”. (Romildo do Rego Barros, Scilicet, “Duelo”, pág. 112). La referencia de Lacan para esta afirmación la encontramos en el Seminario VIII, La Transferencia: “El amor sólo puede rellenar esta isla, el campo del ser. Y el analista, por su parte, solo puede pensar que cualquier objeto puede rellenarlo... No hay objeto que valga más que otro – este es el duelo a cuyo alrededor se centra el deseo del analista”. El analista-analizante roza de continuo el desamparo; ya no hay más para él, en el reencuentro con la Cosa –das Ding–, la expectativa de reencontrar el Otro absoluto, ese “Otro primordial al que ninguno posterior iguala ya” (Freud, Correspondencia con Fliess), sino ese vacío central que Lacan, en el Seminario VII, define como “ajeno a las palabras, lo que de lo real primordial padece del signicante: entonces es de lo real de lo que se trata en la precariedad del sujeto, en el desamparo siempre posible que lo amenaza. Se lo descubre en la dependencia del Otro y en su nucleo extranjero, y en la falta de garantia de los significantes. Sin embargo, pese a su incertidumbre, éstos ofrecen la única rutina “que da el sentimiento que tiene cada quien de formar parte de su mundo” (Lacan, El Seminario, libro 20, Aún). Al igual que la solución significante que siguió al horror de lo real, tal como lo entrevió en un sueño Irma, la analizante freudiana” (Mónica Febres Cordero, Scilicet, “Desamparo”, págs. 87-89). Pero no es el desamparo el afecto que corresponde al analista, sino más bien el desapego y vuelvo ahora al curso Cosas de finura: el desapego, que Miller presenta después de un irónico recorrido por las pasiones que no convienen al analista, más como una función que como un afecto, una función del deseo del analista “en la medida misma en que su acto consiste en despegar el signicado del signicante. Es decir, reconducir el significante a su desnudez, allí donde no se sabe lo que eso quiere decir para el otro...” y esto sólo lo permite el deseo del analista, producto singular del análisis, desecho, resto del duelo que supone para cada uno su análisis, función que soporta la desnudez del significante, la falta a la que es invocado, para cubrir, cada vez que se inicia un análisis y de la que sabe- a poco que su análisis haya hecho su recorrido- la imposible sutura. “Cada caso un nuevo caso” no es otra cosa que eso: la desnudez del significante, la experiencia –en cada análisis que se inicia– del desencuentro entre el Sujeto Supuesto Saber que ha de funcionar para el analizante y el saber del analista puesto a prueba “allí donde no se sabe lo que eso quiere decir para el otro, no se sabe lo que una palabra verdaderamente quiere decir para el otro, no se sabe las signficaciones que se sedimentaron, las significaciones que se reprimieron. Por cada palabra que el paciente les dice, ustedes no lo saben. Y cuando ustedes dicen una, una palabra, ustedes, como analistas, no tienen la menor idea del efecto que eso puede hacer, no saben lo que hacen repercutir, azarosamente.” (Cosas de finura en psicoanálisis, lección III). Y esto vale, esto es así cada vez que ponemos nuestra palabra a disposición del otro, como analistas en la interpretación, también en el control, en las intervenciones cortas o largas con nuestros colegas, en el trabajo de enseñanza, en el pase...esta es la sutileza de la palabra también en el siglo XXI y la única forma de ceder “un poquito del goce del Yo-no-quiero-saber-nada-de-eso” (J.- A. Miller, Cosas de finura, lección III).