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CAPÍTULO X

(…)

–Esta noche reparemos el yerro –dijo el lord–, y nos


abstendremos de toda conversación abstracta. Haga usted oír a la
reunión algunas de las muchas anécdotas e historias amenas y
sustanciosas con que en el curso de nuestros viajes ha enriquecido
usted su cuadernito de apuntes y su memoria.

Sólo que, con todo su propósito, no logró el extranjero alegrar a


sus amigas con su despreocupado palique. Pues luego que su
acompañante hubo despertado con muchas peregrinas, significativas,
joviales, patéticas y terribles historietas, la atención de su auditorio y
llevado al ápice del interés sus ánimos, decidió poner remate a la
sesión con el relato de un suceso, extraño, sí, pero más suave, sin
sospechar que aquél pudiera tocar tan de cerca a sus oyentes.

EL CUENTO DE LOS EXTRAÑOS VECINITOS

Dos hijos de vecinos de principales casas, chico y chica, de


edades que guardaban relación, como para que fueran marido y mujer,
habíanse criado juntos en esa agradable perspectiva, y sus respectivos
padres holgábanse con la idea de su futura unión. No tardaron,
empero, en advertir que la intención parecía malograrse, ya que entre
aquellas dos excelentes naturalezas había surgido una extraña
aversión. Puede que fueran ambos demasiado semejantes uno al otro.
Ambos metidos en sí, francos en su querer, firmes en sus propósitos;
los dos, por separado, queridos y estimados de sus compañeros de
juegos; siempre en pugna cuando se hallaban juntos, siempre haciendo
cosas para ellos solos, siempre estorbándose mutuamente cuando se
encontraban, sin competir entre sí por ninguna finalidad, pero
luchando siempre por algún objeto; buenos y amables en grado sumo,
y sólo rencorosos y hasta perversos en cuanto se referían el uno al otro.
Aquella situación singular vino ya a manifestarse en sus juegos
infantiles, y siguió manifestándose según iban creciendo. Y como los
chicos, para jugar a la guerra, se reparten en bandos y suelen combatir
entre sí, así también la arrogante, brava chica, púsose una vez a la
cabeza de un ejército y combatió con el otro con tales fuerza y saña,
que éste habría sido puesto vergonzosamente en fuga de no haberse
comportado su único adversario con harta bravura y acabado,
finalmente, por desarmar y coger prisionera a su amiga. Pero también
entonces defendióse ella tan denodadamente, que el vencedor, para
salvar sus ojos y no hacer demasiado daño tampoco s su enemiga,
rasgó su corbata de seda y con ella hubo de atarle las manos a la
espalda.

No se lo perdonó aquélla nunca, y, hasta lejos de eso, hizo


secretas gestiones e intentonas por perjudicarle, de suerte que los
padres, que ya hace tiempo repararan en aquellas singulares pasiones,
concertáronse entre sí y decidieron separar a aquellos dos seres hostiles
y renunciar a aquellas amables ilusiones.

No tardó el chico en destacarse en aquellas nuevas


circunstancias. Prendía en él toda suerte de enseñanza. Sus protectores,
así como su propia inclinación, destináronle al estado marcial.
Doquiera encontrárase, granjeábase cariño y respeto. Su fuerte
condición sólo parecía obrar para el bienestar, para la dicha de sus
semejantes, y, sin percatarse de ello claramente, considerábase en el
fondo de su alma muy feliz por haber perdido al único adversario que
le deparara la Naturaleza.

La chica, por el contrario, vino a hallarse de pronto en un estado


distinto. Sus años, una incrementada cultura y, más aún, cierto íntimo
sentimiento, apartáronla de los juegos violentos que hasta allí solía
practicar en compañía de los muchachos. En conjunto, parecía faltarle
algo; nada en torno suyo existía que fuera digno de hacer palpitar su
corazón. Digno de su amor aún no había hallado a nadie.
Un joven, algo mayor que su antiguo adversario, de posición, con
caudales e importancia, querido en sociedad, buscado de las mujeres,
puso en ella toda su inclinación. Era la primera vez que un amigo, un
enamorado, un servidor, se desvivía por ella. La preferencia que el
muchacho le concedía sobre otras muchas señoritas de más edad, más
cultas, más brillantes y con más ínfulas que ella, halagola no poco. Su
asidua atención, sin, no obstante, resultar importuno; su leal ayuda en
distintos trances desagradables; su petición a sus padres, explícita, sí,
pero tranquila y solamente esperanzada, ya que ella parecía aún harto
joven, todo eso inclinábala hacia él, a lo que, sin duda, contribuyeron
con lo suyo (1) la costumbre y las relaciones exteriores, que ya el mundo
tomaba como cosa sabida. Tantas veces se había oído llamar novia, que
acabó por creerse ella misma que lo era, y ni ella ni nadie pensaba que
aún era menester una prueba, cuando hubo de trocar los anillos con
aquel que durante tanto tiempo pasara por su novio.

El plácido rumbo que todo aquel asunto tomara no hubo de


precipitarse tampoco por efecto de los esponsales. Lejos de eso, por
una y otra parte dejóse que las cosas siguieran, como hasta allí, su
curso; holgáronse con la convivencia y quisieron gozar de la buena
estación exactamente igual que de una primavera de la otra vida, más
seria, de lo por venir.

A todo esto, el ausente había adquirido una brillantísima cultura,


escalado un merecido e importante peldaño del destino de su vida, y
hubo de volver con permiso a pasar unos días con sus familiares. Por
modo naturalísimo, y, sin embargo, extraño, hubo de hallarse
nuevamente en presencia de su linda vecinita. Había ésta, en los
últimos tiempos, alimentado exclusivamente su alma de sensaciones
amistosas, noviales, familiares; hallábase de perfecta armonía con
cuanto la rodeaba; creía ser dichosa, y, en cierto modo, lo era. Pero
ahora, por primera vez después de mucho tiempo, volvía a
contraponérsele algo; no era aquello digno de odio y ella habíase
vuelto incapaz de sentir odio; lejos de eso, aquel odio pueril de antaño
que sólo fuera un oscuro reconocimiento del íntimo valer, sólo
manifestábase ahora en joviales asombros, donosas consideraciones, un
grato confesar, un entre quiero y no quiero, y, no obstante, un
necesario aproximarse, siendo todo ello recíproco. Una larga
separación dió pie para más largos paliques. Incluso aquel infantil
desacuerdo sirvió a los interlocutores, ya más avisados, de motivo de
jocosas evocaciones, y no parecía sino que debiesen separar el
emperrado encono cuando menos mediante un trato afectuoso y
deferente, cual si aquel fuerte desconocimiento no debiese quedar ya
sin la compensación de un reconocimiento explícito.

Por parte del joven mantúvose todo aquello dentro de los límites
de una discreta y deseable medida. Su posición, sus condiciones, su
desvelo y su ambición, ocupábanlo tan ampliamente, que hubo de
aceptar la amistad de la linda novia cual una dádiva, digna de
agradecer, con agrado, sin por ello considerarla en relación alguna con
su propia persona, o tratar de malquistarla con su novio, con el que,
por lo demás, se hallaba en las mejores relaciones.

Pero ella, por el contrario, no parecía tomar así las cosas. Diríase
que acababa de despertar de un sueño. Aquella pugna con su joven
vecinito había sido su primera pasión, y aquella violenta lucha no era
otra cosa, en el fondo, tras aquella máscara de hostilidad, que una
vehemente, casi innata inclinación. Y en el recuerdo no se le
representaba tampoco a ella otra cosa sino haberle amado siempre.
Reíase de aquella hostil oposición con las armas en la mano;
acordábase de aquella gratísima sensación que hubo de experimentar
al desarmarla él; creía haber gozado la suma beatitud cuando él
maniatóla; y todo cuanto antaño maquinara con miras a su daño y
enojo imaginábasele ahora simplemente cual inocente medio de llamar
su atención y hacer que se fijase en ella. Maldecía aquella separación,
lamentaba el sueño en que estuvo sumida, renegaba de aquella
rampante, soñadora costumbre por culpa de la cual aceptara aquel
novio tan insignificante; en suma, que estaba cambiada, doblemente
cambiada, material y espiritualmente, según se quiera tomar la cosa.

De haber alguien podido dilucidar sus sentimientos, que


mantenía en secreto, y compartirlos con ella, no la habría regañado;
pues, a decir verdad, no era hombre su novio para sostener parangón
con el vecino, cuando ambos se dejaban ver juntos. Si al uno podía
negársele una cierta confianza, movía el otro a la confianza más
completa, si de buen grado admitíase al uno a la amistad, al otro se le
deseaba por compañero; y si se ponía el pensamiento en cosas de
mayor interés, en casos extraordinarios, del uno habría podido
dudarse, mientras que en el otro se tenía certidumbre absoluta. Para
semejantes cosas, poseen las mujeres un tacto innato, especial y tienen
razones, así como ocasiones, de írsele afinando.

Cuanto más revolvía la linda novia secretamente su imaginación


esas consideraciones, cuanto menos estaba en el caso de exponerlo a
nadie lo que pudiera abogar a favor de su novio, lo que la
circunstancias y el propio deber aconsejaban y mandaban y hasta una
ineludible necesidad parecía irrevocablemente exigir, tanto más
favorecía su corazón la parcialidad; y en tanto por una parte hallábase
atada por el mundo y la familia, por el novio y la propia palabra por
modo indisoluble, de otra parte, el ambicioso joven no guardaba con
ellas ningún secreto respecto a sus ideas, planes e intenciones,
mostrábase con ella simplemente como un leal y ni siquiera tierno
hermano, y ya hasta hablaba de su inminente partida, pareciendo
como si su pueril espíritu volviera a despertarse con todos sus ímpetus
y vehemencias, y ahora se aprestase en un peldaño más alto de la vida
a actuar de manera más principal y nociva. Resolvió ella poner fin a su
vida y castigar así a su ayer aborrecido y hoy adorado vecinito por su
indiferencia; y puesto que no había de ser suyo, desposarse cuando
menos con su imaginación y su arrepentimiento eternos. No habría de
verse libre de la imagen de su cadáver, no cesaría en toda su vida de
dirigirse reproches, por no haber sabido comprender ni averiguar ni
apreciar sus sentimientos.

Esta rara locura acompañábala doquiera. Ocultábala de todos los


modos posibles, y si a los ojos de los hombres resultaba extraña, nadie
era lo bastante atento o sagaz para descubrir las íntimas y verdaderas
razones.

A todo esto, habíanse agotado amigos, parientes y conocidos,


disponiendo toda suerte de fiestas. Raro era el día que no había
organizado algo nuevo e inesperado. Apenas si había un lugar lindo en
el paisaje que no hubiera sido adornado y dispuesto para recibir
muchos alegres huéspedes. Quería también nustro joven vecino, antes
de su partida, hacer lo suyo,(2) e invitó a tal fin a los novios y a un
reducido círculo familiar a una excursión de recreo por el río.
Montaron en una grande, hermosa y bien engalanada embarcación;
uno de esos yates que ofrecen un saloncito y algunos camarotes, y
pretenden trasladar a las aguas la comodidad de la tierra firme.

Deslizáronse por el gran río a los acordes de la música; habíanse


congregado los excursionistas durante la siesta en los camarotes
inferiores para solazarse con juegos de ingenio y de suerte. El anfitrión,
que no sabía permanecer nunca inactivo, habíase puesto al timón,
relevando al viejo contramaestre, que se había dormido a su lado; y
precisamente ahora había menester, el que velaba, de toda su
prudencia pues acercábase a un paraje donde isletas estrechaban el
cauce del río, alargando sus lisas orillas de guijarros, ya a un lado, ya a
otro, y deparaban un peligroso paso. Tentado estuvo el cuidadoso y
perspicaz timonel de despertar al contramaestre; pero confióse y siguió
adelante, rumbo a la referida angostura. En aquel instante hubo de
presentarse sobre cubierta su dulce enemiga con una corona de flores
en el pelo. Quitósela, y arrojósela al timonel: “¡Tómala como
recuerdo!”, gritóle. “No me molestes –gritóle él, cogiendo la corona–
que necesito ahora de todas mis energías y toda mi atención.” “No te
molestaré más –exclamó ella–. No me volverás a ver”, dijo y echó a
correr hacia la proa del barco, desde donde se lanzó al agua. Algunas
voces gritaron: “¡Salvadla! ¡Salvadla! ¡Que se ahoga!” Hallábase el
joven en la mayor perplejidad. Con el alboroto, despertóse el viejo
contramaestre. Quiere coger el timón, quiere el joven cedérselo; mas ya
era tarde para cambiar el mando; embarranca el barco, y en aquel
mismo instante, despojándose el joven de sus prendas de vestir más
pesadas, arrójase al agua y echó a nadar en seguimiento de su bella
enemiga.

Es el agua un elemento amable para quien la conoce y la sabe


tratar. Sostúvolo ella, y el hábil nadador la dominaba. No tardó en
alcanzar a la hermosa, que antes que él se lanzara; asió de ella, y acertó
levantarla y llevársela; a ambos arrastrólos con violencia el río hasta
que dejaron ya muy a su zaga las islas, y el río empezó a fluir
nuevamente anchuroso y cómodo. Entonces fue cuando se percató,
cuando por primera vez recobróse de la primera apremiante necesidad
bajo cuyo influjo obrara mecánicamente, sin discernimiento; miraba
ahora irguiendo la cabeza en torno suyo y nadaba con todas sus
fuerzas rumbo a un lugar llano y arbolado que, grato y ameno, se
perdía en el río. Allí llevó el joven a su linda presa, depositándola en
seco; mas ningún soplo de vida advertíase en ella. Desesperado estaba
el joven, cuando vínosele a los ojos un transitado sendero que
serpenteaba por entre matorrales. Cargó de nuevo con la preciada
carga, no tardando en descubrir una solitaria vivienda, y a ella se
dirigió. Encontró allí buena gente, un matrimonio joven. Declaráronse
en seguida la desgracia, la necesidad. No tardaron en facilitarle lo que
tras alguna reflexión demandara. Ardió un leve fuego; tendiéronse
mantas sobre un lecho; aprontaron en seguida pieles, zaleas y cuanto
capaz de dar calor había allí de repuesto. El ansia de salvar a un
semejante vencía toda otra consideración. Nada se omitió por volver a
la vida aquel bello cuerpo desnudo, medio rígido. Se consiguió. Abrió
la joven sus ojos, miró al amigo y ciñóle el cuello con sus divinos
brazos. Largo rato permaneció así; un torrente de lágrimas corrió de
sus ojos, y acabó de rematar su curación. “¡Y serás capaz de
abandonarme –exclamó– ahora que de esta suerte te recobro?”
“¡Nunca! ¡Nunca!” –exclamó él, y no sabía lo que se decía ni lo que se
hacía–. ¡Cuídate!–prosiguió–. Sólo te pido que te cuides. ¡Piensa en ti,
por ti y por mí!”

Pensó ella en sí, y advirtió por vez primera el estado en que se


encontraba. No podía avergonzarse delante de su amado, de su
salvador; pero de buen grado lo dejó ir para atender a su persona; pues
todavía estaba mojado y chorreaba cuanto tenía puesto.

Los jóvenes cónyuges concertáronse; ofrecieron él al joven y ella


a la muchacha sus respectivos trajes de boda, que aún estaban allí
colgados, sin faltarles una sola prenda, para cubrir a una parejita de
pies a cabeza y por dentro y por fuera. En breve rato quedaron los dos
aventureros no sólo vestidos, sino lo que es más, empolvados.
Mostraban lucidísimo aspecto; miráronse con mutuo asombro al
reunirse, y echáronse uno en brazos del otro con desmedida pasión, y
al mismo tiempo medio riendo de aquel disfraz. La fuerza de la
juventud y la vivacidad del amor reparáronse plenamente en pocos
momentos, y sólo la música les faltaba para ponerse a bailar.

Haber pasado del agua a la tierra, de la muerte a la vida, de un


círculo familiar a un paraje selvático, de la desesperación al deliquio,
de la indiferencia al amor, a la pasión, y todo en un santiamén…; no
basta el cerebro a abarcar tanto; tendría que saltar o enloquecer. En
estas cosas tiene el corazón que poner la mayor parte cuando se ha de
soportar tamaña sorpresa.

Totalmente perdidos uno en otro, sólo pasado un rato hubieron


de pensar en la aflicción, en el sobresalto de los que allá dejaran, y
tampoco ellos pudieron pensar sin algo de angustia y sobresalto en el
modo como habían de encontrarlos de nuevo. “¿Huimos? ¿Nos
esconderemos?”, dijo ella, en tanto se colgaba de su cuello.

El campesino, que les oyó aquella historia del barco encallado,


echó a correr, sin preguntar más, rumbo a la ribera. Los excursionistas
habían arribado felizmente a nado; habíanse escapado con muchos
esfuerzos. Seguían en la incertidumbre, aunque con la esperanza de
volver a encontrar a los perdidos. Por lo que al llamarlos el campesino
a gritos y señas la atención, corrió a un lugar adonde se ofrecía un
ventajoso desembarcadero, e insistiendo en sus gritos y señas,
enderezó el barco su rumbo a la orilla, y ¡qué espectáculo se les ofreció
allí al desembarcar! Los primeros en lanzarse a la orilla fueron los
padres de ambos enamorados. Al novio casi se le había ido el juicio.
No bien hubieron oído que los queridos chicos eran salvos,
destacáronse éstos, saliendo con su raro disfraz de los matorrales. No
los reconocieron hasta que del todo se acercaron. “¿Quién es ése?”,
exclamaron las madres. “¿Quién es ése?”, exclamaron los padres. Los
salvados náufragos echáronse a sus pies. “¡Vuestros hijos!” –
exclamaron–. ¡Una pareja de novios!” “¡Perdonadme!”, imploró la
muchacha. “¡Dadnos vuestra bendición!”, suplicó el joven. “¡Dadnos
vuestra bendición!”, exclamaron los dos a una, visto que todos,
asombrados, callaban. “¡Vuestra bendición!”, oyóse implorar por
tercera vez y ¡quién habría sido capaz de negársela!...

CAPÍTULO XI

Hizo una pausa el narrador, o quizá fuera que ya había


terminado, pues hubo de advertir que Carlota estaba sumamente
conmovida; tanto, que levantóse, y murmurando una disculpa, salióse
de la estancia; pues aquella historia érale conocida. Aquel suceso había
ocurrido realmente al capitán con una vecina, y si no exactamente
como lo refería el inglés, por lo menos no resultaba desfigurado en los
rasgos principales, sino únicamente más elaborado y aderezado en los
pormenores, según a tales historias suele acontecerles, cuando pasan
primero por la boca del pueblo y luego por la fantasía de un narrador
dotado de ingenio y buen gusto. A lo último, las más de las veces,
suele no quedar nada de ellas como estaban.
(…).

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NOTAS:
(1)
Literalmente Das-ihrige -beltragen.
(2)
Literalmente, das Seinnige tum.

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En Obras Completas II, Las Afinidades electivas, J.W. Goethe.


Recopilación, traducción, prólogos y notas de Rafael Cansino Assens,
Aguilar, Madrid, 2003.

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