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Drogas, cambio político e inseguridad

El gobierno mexicano no puede irse contra todas las bandas criminales al mismo tiempo y aplicar las mismas medidas, asegura el
especialista

Por Luis Astorga

Ciudad de México (18 septiembre 2011).- A poco más de un siglo del inicio del sistema
prohibicionista internacional contra ciertas sustancias psicoactivas (1909), y sólo a un poco
menos de haberse instituido ese esquema en México (1920, 1926), los resultados son contrarios
a los planteados en los objetivos originales, que siguen siendo los mismos hoy en día: disminuir
y hasta "erradicar" el cultivo, tráfico y consumo de dichas substancias. A eso hay que agregar la
cantidad de muertos entre traficantes, policías, militares y gente de la sociedad civil caída en
enfrentamientos y fuegos cruzados en lo que la administración Nixon bautizó como "guerra
contra las drogas". La cristalización de esa metáfora ha sido y sigue siendo sin duda más
devastadora y dramática en Colombia y México.

Hay tres dimensiones que deben tomarse en cuenta para tratar de entender mejor los problemas
que enfrenta un país como México. La primera es la dimensión internacional. Ningún país o
bloque de países ha planteado en la Asamblea General de la ONU un cambio radical del
esquema prohibicionista. Ni siquiera Holanda, país multicitado como paradigma de una política
más heterodoxa. Es el límite de lo políticamente posible en el mundo real, no lo políticamente
deseable. El camino que hay que recorrer para modificar ese esquema parece aún largo y
tortuoso.

La segunda es la relación con Estados Unidos, principal consumidor mundial de las drogas
ilegales, impulsor y defensor del esquema prohibicionista internacional, productor y vendedor de
la mayor parte de las armas utilizadas por las bandas criminales en México. En 1986, Ronald
Reagan firmó la Directiva de Seguridad Nacional 221 con la cual instituyó el tráfico de drogas
ilegales como un asunto de esa índole. México forma parte del esquema de seguridad nacional y
regional de Estados Unidos; terrorismo internacional y tráfico de drogas son dos temas de
preocupación permanente para ellos, sobre todo después de los atentados del 11 de septiembre
de 2001, debido a la extensa frontera compartida con México.

Y la tercera es la situación interna, caracterizada por una sociedad con altos niveles de pobreza,
desigualdad, corrupción e impunidad, transformaciones en los campos de la política y el tráfico
de drogas, de los vínculos entre ellos y sus modalidades en el tránsito de un sistema de partido
de Estado a uno de competencia de partidos, de alternancia en el poder; y los problemas que
esto genera cuando existe una sociedad civil débil, y la clase política no tiene una visión de
Estado ni contribuye claramente a la consolidación de la democracia. Terreno fértil para el
avance de grupos de poder, legales e ilegales, armados o no.

Quien esté en la Presidencia de México debe tomar en cuenta esas tres dimensiones para tomar
decisiones en asuntos de drogas. Ninguna es fácil de modificar en el corto plazo, las opciones
no son infinitas y todas tienen costos políticos. La estrategia predominantemente punitiva de la
administración Calderón ha resultado catastrófica en términos de muertes atribuidas a los
conflictos entre traficantes, y de éstos contra las fuerzas de seguridad y la sociedad civil.

Torear las avispas

En México, las bandas de traficantes de drogas ilegales se agreden de manera violenta e


hiperviolenta entre sí, y hacen uso de la violencia material y simbólica contra policías, militares y
sociedad civil. Cualquier grupo armado ilegal que actúa de esa manera es imposible que pueda
ser contenido sin que el Estado responda con el uso legítimo de la fuerza. En un Estado
democrático de derecho no debe ser el único recurso, pero cuando las instituciones de
seguridad existentes no disuaden a quienes a sangre y fuego se disputan la hegemonía en su
propio campo delincuencial y pretenden debilitarlas aún más y subyugarlas, la reacción del
Estado, por lo menos en lo inmediato, no puede ser exclusivamente pacífica, ni la del espectador
neutral que espera la autorregulación de los violentos, o que se acaben entre ellos.

Es comprensible la demanda de parar el baño de sangre en México, es deseable que se haga


en el menor tiempo posible, es justo el reclamo a las autoridades federales, estatales y
municipales para que de una buena vez por todas se coordinen y sean eficaces en las medidas
emprendidas contra la delincuencia, para que eviten la corrupción y que las fuerzas de seguridad
violen los derechos humanos. También hay que exigirle a la clase política que asuma su
responsabilidad, que actúe menos en función de sus intereses partidistas y electorales de corto
plazo, que legisle por el bien del país, que se asuma plenamente como parte del Estado y no
sólo cuando hay que distribuir el presupuesto. A los criminales hay que aplicarles la ley, evitar
que impongan la suya mediante las armas y el terror y que sus acciones sean percibidas como
normales, naturales.

Dice Paulino Vargas en el corrido Clave 7 , registrado en 1980, sobre el legendario traficante
Pedro Avilés: "ya me tumbó mi panal, ahora toree las avispas". ¿Se actuó sin conocimiento de
causa en la administración Calderón al sacudir los panales? Lo dudo, aunque las propias
autoridades hayan hecho suyo, hasta cierto punto y de manera tardía, parte del discurso de
sectores críticos que aseguran que se actuó sin conocer el tamaño del problema, ni las
capacidades corruptoras, de fuego, depredadoras y desestabilizadoras de los delincuentes. La
información pública disponible sobre las bandas de traficantes era abrumadora, y la secreta
tendría que haber sido más precisa. Al no haber resultados contundentes en el corto plazo,
hacen recaer el fracaso en un presunto desconocimiento de los retos que implicaba atacar
frontalmente a las organizaciones criminales, con lo cual evitan centrar el debate en la falta de
acuerdos entre los partidos políticos sobre la seguridad del Estado, y en la descoordinación e
ineficacia de las instituciones a las cuales les corresponden por ley esos asuntos. Otros
sostienen que el presidente Felipe Calderón decidió combatir a los traficantes con militares y
policías sólo por tratar de legitimarse luego de los resultados apretados de la elección
presidencial de 2006, como si se hubiese inventado un enemigo de la noche a la mañana. Ni el
problema ni las bandas de traficantes son nuevos, ni el peligro es inventado. Tampoco algunas
de las principales instituciones encargadas de combatirlos según las leyes vigentes. Por
ejemplo, la Procuraduría General de la República y la Secretaría de la Defensa Nacional. Lo que
ha cambiado es el sistema político y sus mecanismos de control, la correlación de fuerzas en el
campo político, en el del tráfico de drogas, la interrelación entre ambos, el mercado mundial de
las drogas ilegales, y han desaparecido ciertas instituciones con atribuciones extralegales que
operaban en el sistema de partido de Estado, como la Dirección Federal de Seguridad, con
capacidad delegada de contener y proteger simultáneamente a los traficantes. Nada más y nada
menos. No es poca cosa.

Ningún Estado combate a todas las organizaciones criminales al mismo tiempo, con la misma
intensidad y con la misma estrategia. No ejerce de manera perfectamente equilibrada la
represión. Sólo en el discurso. El gobierno mexicano no puede, ni es buena estrategia, irse
contra todas las bandas criminales al mismo tiempo y aplicar las mismas medidas, con o sin el
apoyo de Estados Unidos. Colombia lo entendió y no atacó simultáneamente a Pablo Escobar y
a los Rodríguez Orejuela. Menos si se trata de una democracia joven y con instituciones débiles.
De hacerlo, habría que suponer que hay una separación tajante entre el campo de la política, el
de los negocios legales y el del tráfico de drogas en todo tiempo y lugar, y que por tanto la
acción del gobierno no tendría efectos multiplicadores y probablemente incontrolables en esos
campos. Y esto no es así. No en el caso mexicano, ni en el colombiano, ni en otros. La
concentración de poder en la institución presidencial se ha debilitado y hay cada vez una mayor
separación y autonomía de los tres Poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.

¿Protección débil?

Hay gente que está convencida de la presunta protección del gobierno federal a una
determinada organización de traficantes. Analizan la alternancia política y las atribuciones
presidenciales con las mismas herramientas que fueron útiles para entender el sistema de
partido de Estado. Hablan de Felipe Calderón como si estuvieran describiendo a uno de los
presidentes más poderosos que tuvo dicho sistema; asumen que concentra un poder similar que
le permite controlar de manera férrea a su gabinete de seguridad y que éste coopera entre sí y
se coordina a la perfección, de tal manera que toda esa fuerza se moviliza, o se ha movilizado
desde que se dio la alternancia política en el Ejecutivo federal (2000), presuntamente a favor de
la coalición de traficantes liderada por Joaquín Guzmán Loera. Al mismo tiempo, se acusa al
Presidente de ser débil y de encabezar una administración fallida. Si esto es así, entonces no
puede proteger a nadie sino tratar de protegerse de todo el mundo. ¿De qué le serviría a una
organización criminal una presunta protección tan débil? ¿Quién la querría? Y, en el primer caso,
si concentra tanto poder y lo moviliza para proteger a una organización sobre las demás,
entonces ¿qué otro poder similar o superior protege a la competencia para poder permanecer en
la lucha por la hegemonía en el campo del tráfico de drogas con tanta fuerza y saña? Ni
Malverde, la Santa Muerte, o los dos juntos tienen esa capacidad de protección mágica o
supraestatal. Hay que analizar las distintas fuerzas al interior de las instituciones de seguridad
federales, estatales y municipales y su relación con los partidos políticos que tienen posiciones
de poder en esos niveles. Son quienes pueden establecer relaciones de corrupción, proteger,
asociarse o, si tratan de aplicar la ley, ser amenazados e incluso ser asesinados. La
fragmentación política también ha dado lugar a la fragmentación de las relaciones de corrupción
y protección, y éstas están diferencialmente distribuidas en el país según las posiciones de
poder y los recursos de los diferentes partidos políticos. No es cuestión de gustos: por omisión o
comisión, todos son políticamente responsables, aunque unos más que otros.

Autoridades mexicanas y de Estados Unidos coinciden en señalar escisiones de las antiguas


coaliciones de traficantes que han derivado en unas nuevas y no menos poderosas. Si antes la
organización liderada por Guzmán era rival de la llamada del Golfo y luego se dijo que tanto
esas dos como La Familia estaban asociadas, entonces ¿se protegería a esas tres o sólo a una?
Si fuera sólo a una, ¿las otras dos no se sentirían marginadas y enojadas contra los presuntos
protectores y los beneficiados? ¿No habría razones de peso para escindirse y luchar contra la
presunta consentida? ¿Tiene el actual gobierno federal la capacidad de proteger o combatir a
una organización en cualquier lugar del país sin entrar en conflicto con los poderes políticos en
estados gobernados por partidos distintos al del Presidente? ¿La protección sólo opera desde la
Federación o también desde los poderes políticos locales de distinto signo? En el marco de la
reconfiguración política del país, todos los partidos políticos, solos o en coalición, tienen
posiciones de poder y tres opciones frente a las bandas de traficantes tendientes cada vez más
al ejercicio de estrategias de tipo mafioso-paramilitar: hacer un frente común para aplicar la ley,
lo cual implicaría la creación de una política de seguridad de Estado en la que todos asumen su
responsabilidad y suman fuerzas; establecer relaciones estratégicas de beneficio mutuo entre
grupos políticos gobernantes y organizaciones delictivas; y no hacer nada y dejar que las
organizaciones delictivas impongan sus reglas. Las dos últimas implican consolidación de
relaciones autoritarias y de corrupción en detrimento de la sociedad. No existen las
organizaciones criminales democráticas, tampoco soluciones inmediatas para convertir a México
en una democracia sólida, retirar a las Fuerzas Armadas ni legalizar las drogas actualmente
prohibidas. Lo anterior no significa la inacción ni el abandono de esas aspiraciones. Se pueden
aprovechar, además, los resquicios de las convenciones internacionales sobre drogas de la
ONU y tratar de modificarlas a través de la presión de la sociedad civil organizada y bien
informada sobre el gobierno mexicano para que ejerza una diplomacia inteligente y arriesgada,
en colaboración con países menos ortodoxos en asuntos de drogas y la Comisión Global sobre
Políticas de Drogas, que han mostrado voluntad para contribuir a cambiar el régimen
prohibicionista internacional.

El autor es doctor en sociología por la Universidad de París I. Miembro del Instituto de Investigaciones Sociales de
la Universidad Nacional Autónoma de México. Coordinador de la Cátedra UNESCO "Transformaciones económicas
y sociales relacionadas con el problema internacional de las drogas".

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