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Más allá de la serie (μετάβασις εἰς ἄλλο γένος)

Número 1
Año 2018

ÍNDICE
ARTÍCULOS

El sistema del materialismo filosófico después de Gustavo Bueno 5

José Manuel Rodríguez Pardo

Clausewitz y Schmitt. El Concepto político de la Guerra 45

Pablo Anzaldi

TEXTOS CLÁSICOS

Respuesta a la consulta sobre el Infante monstruoso de dos cabezas, dos cuellos, cuatro
manos, cuya división por cada lado empezaba desde el codo, … 59

Benito Jerónimo Feijoo

RESEÑAS

Philipp Maidländer. Filosofía de la redención. «Reseña» a Mainländer,


Philipp (2014), Filosofía de la redención. Madrid: Ediciones Xorki,
2014, 429 páginas. 73

Felipe Giménez Pérez

La «voluntad de poder» del Imperio Español. «Reseña» a Roca Barea,


María Elvira (2017), Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia,
Estados Unidos y el Imperio español. Madrid: Siruela, 479 páginas. 81

José Manuel Rodríguez Pardo

Revista Metábasis, Número 1 (2018) ISSN 2605-3489 revistametabasis.com

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ARTÍCULOS

El sistema del materialismo filosófico después de


Gustavo Bueno

José Manuel Rodríguez Pardo

(Universidad de Oviedo)

A Gustavo Bueno (1924-2016),


in memoriam.

Resumen: El sistema del materialismo filosófico, fundado por el filósofo español Gustavo
Bueno (1924-2016), lleva desarrollándose desde hace más de cuatro décadas en multitud de
países del mundo y a través de muchos seguidores. Pese a la considerable difusión del
sistema a través de diversos canales, numerosos problemas siguen abiertos en el
materialismo filosófico, tras el fallecimiento del que fuera su acuñador y autor principal.

Palabras clave: Gustavo Bueno, materialismo filosófico, filosofía académica, sistema.

Abstract: The system of philosophical materialism, founded by the Spanish philosopher


Gustavo Bueno (1924-2016), has been developing for more than four decades in many
countries of the world and through many followers. In spite of the considerable diffusion of
the system through diverse channels, numerous problems continue open in the philosophical
materialism, after the death of the one that was its coiner and main author.

Palabras clave: Gustavo Bueno, philosophical materialism, academic philosophy, system.

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SUMARIO

§ 1. PREFACIO.

§ 2. INTRODUCCIÓN. FILOSOFÍA MUNDANA Y FILOSOFÍA


ACADÉMICA.

§ 3. ENSAYOS MATERIALISTAS. POR UNA FILOSOFÍA ACADÉMICA


MATERIALISTA.

§ 4. EL ENSAYO COMO FORMA EN LA QUE CRISTALIZA EL SISTEMA


DEL MATERIALISMO FILOSÓFICO.

§ 5. EL SISTEMA DEL MATERIALISMO FILOSÓFICO NO ES


DEDUCTIVO, SINO «ESTROMÁTICO».

§ 6. LA TEORÍA DE LAS OLEADAS Y EL MATERIALISMO FILOSÓFICO.

§ 7. TEMAS ABIERTOS: LA INVOLUCRACIÓN DE LAS CATEGORÍAS


CIENTÍFICAS Y LA FINALIDAD EN LOS ORGANISMOS VIVIENTES.

§ 8. CONCLUSIÓN.

§ 9. BIBLIOGRAFÍA CITADA.

1. PREFACIO.
El 7 de Agosto de 2016 fallecía «con las botas puestas», tras casi 92 años de desbordante
actividad, el filósofo Gustavo Bueno, fundador y «obrero máximo» del sistema del
materialismo filosófico. Más allá de sus apariciones públicas, ya muy escasas en sus últimos
días pese a mantener una lucidez envidiable, Bueno ejerció su magisterio desde finales de la
década de 1940 hasta prácticamente el final, con la única preocupación de que los alumnos,
tanto los que trató en la enseñanza formal de sus clases como los que le conocieron en la
informal de sus charlas y conferencias, se formasen como verdaderos filósofos, frente a la
confusión de la filosofía ambiental y de las opiniones acríticas y partidistas propias de la
corrección política imperante. Este mero hecho ya sirve para caracterizar a Bueno como un
verdadero materialista, un trabajador a pie de obra y no un fantasioso metafísico o, peor
aún, como una suerte de personaje mediático o «divo», como le descalificaron algunos y
como desgraciadamente han entendido sus autoproclamados «herederos» o «continuadores»
la actividad filosófica, hasta degradarla completamente: «Me gusta ser maestro en el sentido
más humilde» (Avello, M., 23 de Abril de 1978), afirmó Gustavo Bueno en más de una

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ocasión, como prueba de esta visión de su persona.


No obstante, el «maestro humilde» fue capaz de ostentar un considerable prestigio por
encima de épocas y etiquetas ideológicas, pues la importancia de su figura se cifra en algo
tan aparentemente nimio como demoledor: las muestras de condolencia, obituarios y toda
suerte de homenajes que tuvieron lugar desde los primeros días tras el fallecimiento de
Bueno fueron innumerables; por el contrario, el obituario de uno de sus más caracterizados
polemistas en vida, el embajador Gonzalo Puente Ojea, no menos famoso en tiempos que el
propio Bueno, de su misma quinta y fallecido unos meses después, el 10 de Enero de 2017,
pasó prácticamente desapercibido para los medios de comunicación y el ambiente
académico en general.
Con el fallecimiento del individuo Gustavo Bueno se cerró una trayectoria vital única, y
también el ciclo que ha supuesto su obra en el contexto de la Filosofía Contemporánea en
general y en la Filosofía Española en particular; sin embargo, la persona Gustavo Bueno
sigue «viviendo» en su sistema, que hace ya décadas que desbordó al propio Bueno. Cuando
el 1 de Septiembre de 2014 Bueno cumplió noventa años, se publicaron todo tipo de
reportajes sobre esta efeméride. En uno de ellos, publicado en el diario ovetense La Nueva
España, se afirmaba como título que «La filosofía desborda la vida» (Orejas, N., 31-08-
2014), todo un acierto a la hora de definir lo que era su doctrina, ya expandida por la
práctica totalidad del mundo globalizado. Una idea que informa la revista que iniciamos,
Metábasis, asumiendo una de las figuras de la dialéctica que enumeró el propio filósofo, y
que tiene larga raigambre en la tradición filosófica (metabasis eis allos genos, que diría
Edmund Husserl) (Bueno, G., 1995c, 48). El desbordamiento de un género inicial para
formar algo diferente, el proceso de divergencia, sin duda refleja muy bien la propia
trayectoria del materialismo filosófico, que comenzó siendo un sistema enraizado en la
España nacional católica y la institución universitaria española donde surgió, para desbordar
pronto ese ámbito y convertirse en un edificio filosófico que impregna a cultivadores
residentes en buena parte de la comunidad hispánica de naciones y en otros lugares del
mundo.
Y es que la arquitectónica del sistema, ya desde trabajos de Bueno tan antiguos como «Para
una construcción de la idea de persona» (Bueno, G., 1953), o «Las estructuras metafinitas»
(Bueno, G., 1955), publicados respectivamente en 1953 y 1955 en Revista de Filosofía,
insiste en que las distintas realidades van desbordando sus orígenes para constituir otras
nuevas, como la Idea de Persona, que se origina en la máscara que usan los actores en el
teatro per sonare y se convierte en La propia realidad objeto de la crítica filosófica va
transformándose y desbordando diversas épocas: el materialismo filosófico vivió la
Transición española a la democracia realmente existente y la caída de la Unión Soviética, y
el sistema ha sabido dar buena cuenta de las realidades caducas, y presentarse siempre como
una alternativa de análisis capaz de dar cuenta de la complejidad del presente.
Un presente que denominaremos como «nuestro presente», en tanto nos encontramos
envueltos en él, influyéndonos los unos a los otros, pero a su vez conectados con quienes
desde el pasado nos influyen sin que podamos hacer nada en ellos, y con aquellos a quienes
influimos pero no influirán en nosotros, esto es, el futuro. La Revista Metábasis nace con
esta vocación genuinamente filosófica de analizar y criticar las problemáticas actuales que,
sin embargo, se encuentran engarzadas en la tradición que heredamos de nuestro pasado e
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involucradas en el devenir de nuestro futuro; siempre que tomemos en cuenta, como señaló
el propio Bueno, que «Al presente podría dársele el radio (tomando como centro nuestra
generación) de un siglo, pues más o menos ocupan un siglo los hombres vivos que influyen
sobre mi generación y aquellos en los que mi generación influye, así como recíprocamente
(los hombres que influyen en mi generación, sin que ésta pueda influir en aquellos,
pertenecen al pasado; los hombres sobre los cuales mi generación puede influir sin que ellos
puedan influir sobre nosotros, pertenecen al futuro)» (Bueno, G., 1995, 29).
2. INTRODUCCIÓN. FILOSOFÍA MUNDANA Y FILOSOFÍA ACADÉMICA.
El nombre de Gustavo Bueno, tras una larga etapa vinculado a la Universidad española que
finalizó en 1998, siguió prácticamente otras dos décadas más ligado a un sistema filosófico
cada vez más prolijo y complejo, con multitud de análisis en todo tipo de materias, que
suscitó y aún sigue suscitando tras su fallecimiento el interés de un público muy
heterogéneo. No obstante, su concepción de la propia actividad filosófica desbordó desde
sus inicios la mera concepción gremial de una filosofía de profesores para profesores.
Es importante destacar de inicio, frente a quienes identifican la Filosofía con la
caracterización psicológica de «pensamiento» (ejemplificada en el cartesiano cogito ergo
sum), que Bueno siempre señaló que toda sociedad atesora alguna forma de «pensamiento»,
de «reflexión objetiva» sobre los saberes o técnicas que en ella existen. Este pensamiento
público se aproxima al término «filosofía» en un sentido mundano, a la filosofía genitiva, y
habitualmente a la definición de filosofía en sentido amplio o lato, tal como la entienden
muchos antropólogos, equivalente a la weltanschauung de un pueblo o de una cultura, pues
también esta filosofía mundana es una forma de pensar o confrontar los saberes prácticos.
Para Bueno, ya desde el año 1968, en el que polemizó con el filósofo marxista Manuel
Sacristán sobre el papel de la filosofía dentro del saber (o más concretamente dentro de los
estudios universitarios de la época en España), hay una distinción entre la filosofía mundana
y la filosofía académica, es decir, de la filosofía medioambiental con sus tópicos, y la
tradición académica iniciada por Platón en el siglo IV a. c., una filosofía de tradición
helénica que, al contrario de otras formas de pensamiento, toma como referencia los saberes
científicos y políticos de cada presente histórico (Bueno, G., 1970, 244-251).
Dentro de esta filosofía académica que suponemos iniciada en la Academia de Platón,
Bueno encontró, ya en los tiempos donde inició su programa filosófico en la España que se
aproximaba a su Transición democrática, una serie de tendencias por las que discurría o
degeneraba la tradición filosófica. Así, la filosofía académica (no necesariamente
universitaria), tendía a convertirse en una filosofía exenta de los problemas del presente;
idea cristalizada en las actuales Historias de la Filosofía que se imparten en los centros de
enseñanza media e incluso en las Facultades de Filosofía de las Universidades de nuestro
presente, convertida la materia en una suerte de filosofía de profesores para profesores.
Frente a esta concepción, aparecería la idea de una filosofía «inmersa en los problemas de
nuestro presente», donde el tratamiento de temas populares iría dejando aparcada a la
tradición filosófica por unas reflexiones más espontáneas y asistemáticas: «Podríamos
entender, ante todo, la inmersión o implantación de la filosofía en el presente en un sentido
radical, a saber, en un sentido que llegue a negar a la filosofía cualquier tipo de
sustantividad, exenta o actual, declarándola como un saber adjetivo. Por tanto, no sólo como
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un saber de segundo grado, sino, a la vez, como un saber adjetivo, enteramente inmerso en
los saberes mundanos del presente y determinado por ellos» (Bueno, G., 1995, 38).
Sin embargo, Bueno, frente a quienes como Manuel Sacristán consideraban ya entonces la
filosofía como una disciplina sustantiva, exenta de los problemas que atañen al presente
histórico que nos corresponde, «una doctrina cuya estructura pretenda fundarse en
principios axiomáticos e intemporales, exentos de las fluctuaciones del presente y aun del
pretérito» (Bueno, G., 1995, 59), señaló que la filosofía es una institución histórica, no
espontánea, surgida en el siglo V antes de Cristo, en Atenas, de la mano de Sócrates, Platón
y Aristóteles como figuras básicas. El objetivo de esa institución es analizar saberes tenidos
por ciertos y cultivados ya en la tradición anterior, tanto egipcia como griega. Se trata de
saberes religiosos, geométricos, &c. Institución que parte, en consecuencia, no de la
ignorancia absoluta, sino de las problemáticas que plantean otros saberes, principalmente
las ciencias, y que no pueden ser resueltas por las propias categorías científicas, puesto que
las desbordan en el sentido de las Ideas que se constituyen históricamente en torno a los
problemas citados:

La filosofía, en su sentido estricto, no es «la madre de las ciencias», una madre que,
una vez crecidas sus hijas, puede considerarse jubilada tras agradecerle los servicios
prestados. Por el contrario, la filosofía presupone un estado de las ciencias y de las
técnicas suficientemente maduro para que pueda comenzar a constituirse como una
disciplina definida. Por ello también las Ideas de las que se ocupa la filosofía, ideas
que brotan precisamente de la confrontación de los más diversos conceptos técnicos,
políticos o científicos, a partir de un cierto nivel de desarrollo, son más abundantes a
medida que se produce ese desarrollo (Bueno, G., 1995, 13).

Asimismo, la filosofía desde el materialismo filosófico podría definirse «como la disciplina


constituida para el tratamiento de las Ideas y de las conexiones sistemáticas entre ellas.
Ideas que, en tanto brotan de las conceptualizaciones de los procesos del mundo (de un
mundo que, en la actualidad, y precisamente por la acción del desarrollo tecnológico y
científico, se nos ofrece como una realidad conceptualizada en prácticamente todas sus
partes, sin regiones vírgenes mantenidas al margen de cualquier género de
conceptualización mecánica, zoológica, bioquímica, etológica, &c.), no son subjetivas, ni
son eternas, aunque son Ideas objetivas. La Idea de Dios, por ejemplo, no tiene más de 3000
años de antigüedad, y la Idea de Cultura objetiva no tiene más de 200 años». (Bueno, G.,
1995b, 112).

En consecuencia, y frente a la falsa dicotomía entre una filosofía «analítica» dedicada


exclusivamente a la ciencia (o lo que Mario Bunge denomina como «filosofía científica»),
frente a una filosofía «continental» dedicada a la interpretación de los textos de autores del
pretérito, distinción en realidad entre una filosofía «centrada» en torno a los problemas de la
ciencia y una filosofía de carácter cada vez más exento respecto a los problemas del
presente, dedicada al análisis de los textos de la tradición filosófica (Bueno, G., 1995, 32-3,
42), el saber filosófico no puede partir de la nada, sino de distintos saberes previos que han
conceptualizado nuestro mundo, que no pueden ser sustituidos por la filosofía. Podría
decirse que la filosofía estudia precisamente aquellas esferas de la realidad que no pueden

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ser conceptualizadas:

Todas las partes de nuestro mundo están conceptualizadas (con mayor o menor rigor,
sin duda) mediante conceptos tecnológicos o científicos. No es posible ya mirar
«ingenuamente», como si las estuviéramos descubriendo por primera vez, a las
estrellas, a las ruinas, a las lenguas, a las otras culturas. Todos estos campos han sido
ya «pisados» y roturados —conceptualizados— y, por tanto, sólo a través de los
conceptos, podemos, en nuestro presente, enfrentarnos con nuestro mundo de un
modo crítico (una crítica que puede afectar, desde luego, a los propios conceptos).
Nosotros, salvo que practiquemos la poesía, no podremos hablar ingenuamente del
agua como lo hacía Tales de Mileto; el agua de nuestro mundo está conceptualizada
por la ciencia física y química, y sólo a través de sus conceptualizaciones podemos
hoy regresar hacia las Ideas que con el agua estén vinculadas. Se comprenderá, según
esto, la pertinencia de tomar a «nuestro presente» como criterio para diferenciar las
diversas maneras según las cuales puede entenderse la filosofía, en función
precisamente a como estas diversas maneras se refieran al presente (Bueno, G., 1995,
30-1).

3. ENSAYOS MATERIALISTAS. POR UNA FILOSOFÍA ACADÉMICA


MATERIALISTA.
Tras la publicación de El papel de la filosofía en el conjunto del saber (Bueno, G., 1970)
pero especialmente tras Ensayos materialistas (Bueno, G., 1972), las comparaciones
generales entre Bueno y otros autores en su intento sistemático tendían hacia la
simplificación: Bueno era una versión «española» y «muy siglo XX» de Hegel. Una de las
comparaciones más repetidas, en consonancia con la anterior, fue el considerarle «marxista»
por sus referencias constantes a la Unión Soviética ya desde sus primeros años de actividad
en Oviedo; en consecuencia, se le atribuía a Gustavo Bueno la pretensión de reconstruir la
filosofía marxista sobre las bases filosófico-escolásticas de una filosofía estricta, algo de lo
que se habría distanciado en una suerte de «segunda navegación», de «ensayismo político»,
una vez que dejó de impartir docencia reglada universitaria en 1998 (algunos trasladan el
momento arbitrariamente a 1996), por su presunto distanciamiento respecto a la izquierda
política comunista, con la que consideran que convergió inicialmente en sus planteamientos
filosóficos materialistas.

Precisamente, muchos de los críticos de Ensayos materialistas consideraban que Bueno se


había convertido en un «prekantiano» por la presunta «estructura centáurica» de su sistema,
donde se recuperaban las Ideas de la Metafísica tradicional, las de Alma, Mundo y Dios
formuladas por Cristian Wolff bajo la forma de M1, el Primer Género de Materialidad, que
se refiere a la materialidad corpórea, M2, el Segundo Género de Materialidad, tanto aquello
referido a la «conciencia» como a las formas sociales, y M3, el Tercer Género de
Materialidad, referida a las realidades de carácter abstracto, como las formas geométricas,
los teoremas científicos, &c. (Bueno, G., 1972, 292-303).

La reunión de estos tres Géneros de Materialidad es lo que Bueno denomina como mundo

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de los fenómenos, o mundus adspectabilis, dado a la escala humana, bajo la rúbrica de M i.


Asimismo, aparecen en esta obra también otras dos Ideas que tuvieron en su día una gran
censura, por atribuírseles una raigambre metafísica, más concretamente hegeliana: la
Materia Ontológico General (M), que según Bueno es una totalidad crítica, una suerte de
límite de la propia actividad filosófica que nos impide ir más allá (no podemos conocer el
origen del Universo, por ejemplo), y el Ego Trascendental (E), que Gustavo Bueno definió
como el ejercicio de la conciencia filosófica en cada momento histórico, que reasume el
análisis y crítica de Mi.

Desde la perspectiva del materialismo filosófico que ya se estaba desarrollando en Ensayos


materialistas, la Metafísica no se hacía corresponder con el Ser, sino con el monismo, la
negación del principio de symploké (entretejimiento) enunciado por Platón en su diálogo
Sofista, la idea de que ni nada está conectado con nada (el nihilismo), ni todo está conectado
con todo (el monismo): «La Idea ontológico-general de Materia la entenderemos, sobre
todo, como la Idea de la pluralidad indeterminada, infinita, en la que "no todo está
vinculado con todo". Pero esto es tanto como la negación de un orden o armonía universal.
"Materialismo", en el sentido ontológico-general, es, por tanto, una posición solidaria de la
Idea crítica de symploké. Por consiguiente, como posición genuina, disyuntiva del
materialismo ontológico-general, consideramos el monismo en el sentido amplio señalado»
(Bueno, G., 1972, 45-6).

En virtud de estas tres Ideas fundamentales, E, Mi y M, y de su diferente ordenación,


Gustavo Bueno ensayó en 1974 un proyecto de Historia de la Filosofía según el
ordenamiento que se les atribuye en diferentes momentos históricos. Así, en la Edad
Antigua la Filosofía es un saber que aparece como crítica a las concepciones mitológicas,
siendo moduladas a la escala de principios abstractos que segregan a los sujetos operatorios
(el logos de Heráclito, el agua de Tales, etc.), de tal modo que se produce la subordinación
de la conciencia filosófica a tales realidades, E ⊂ Mi ⊂ M, que a la postre es su segregación,
Mi ⊂ M. En la Edad Media, el Ego se identifica con Dios, el Creador del Mundo, de tal
modo que el ejercicio de la conciencia filosófica es la Teología, el desvelamiento de la obra
divina, formulado como Mi ⊂ M ⊂ E. Y finalmente, en la Edad Moderna, la inversión
teológica propicia que Dios deje de ser aquello de lo que se habla para ser aquello desde lo
que se habla, de tal modo que el ejercicio de la conciencia filosófica es la transformación
del mundo, ya sea bajo la forma del materialismo o del idealismo histórico, Mi ⊂ E ⊂ M.
No obstante, el hombre sigue estando limitado por una realidad que no puede totalizar (el
noúmeno kantiano, por ejemplo) (Bueno, G., 1974, 7-35).

No es de extrañar, por lo tanto, que en el ambiente de la época se pensase que Gustavo


Bueno simplemente sustituía la Idea metafísica del Ser por la Idea de Materia. Así lo
expresaba Fernando Savater el mismo año 1972 en un comentario publicado inicialmente en
la Revista Triunfo, que apareció poco después en una recopilación del prolífico escritor
vasco: «En el materialismo de Gustavo Bueno, la Idea de Materia ocupa el lugar que se
guarda tradicionalmente para la Idea de Ser», aunque él mismo reconociese, ejerciendo el
Principio de Symploké, que «su concepción de la materia se opone, fundamentalmente, a la
idea de unicidad del ser, orden, armonía constitutiva del Cosmos; su Idea ontológico-
general de materia se entiende como "Idea de la pluralidad indeterminada, infinita, en la que
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no todo está vinculado con todo"» (Savater, F., 1974, 162).

Sin embargo, semejante referencia no era más que un esquema clasificatorio para recoger
ideas de la tradición filosófica, no una asunción acrítica del realismo escolástico; era una
forma de resituar las coordenadas del propio sistema que se encontraba in nuce clasificando
y analizando elementos que estaban en la propia tradición filosófica. Nunca hubo un
bifrontismo marxista-escolástico en Bueno, sino una reasunción de ciertos postulados suyos
bajo una forma diferente. Tampoco tiene mucho sentido, salvo que se encarezca a Kant por
encima de cualquier otro filósofo, poner como referencia al filósofo de Konisberg como
fulcro para reconocer lo bueno frente a lo malo, lo kantiano frente a lo prekantiano en el
caso de Bueno. Precisamente, Bueno señaló, en crítica al kantismo, que el presunto «giro
copernicano» que se le atribuye a Kant, es en realidad una «contrarrevolución ptolemaica»,
un giro hacia una filosofía que no dejaba de ser escolástica en su método:

Sin embargo, bastaría interpretar la supuesta analogía kantiana como una contra
analogía, para que la eficacia de su fórmula pudiera ser recuperada. La revolución
copernicana, que Kant se autoatribuye, sólo resulta copernicana entonces por su forma
(de inversión o permutación de las relaciones entre dos términos dados); por su
materia es anticopernicana, y en realidad es una contrarrevolución ptolemaica (para
decirlo con B. Russell), en tanto que se orienta, de algún modo, a restituir al hombre
el papel central que como habitante de una Tierra situada en el centro del universo, y
de una Tierra en la que había tenido lugar la unión hipostática entre Dios y el Hombre,
en la figura de Cristo, ocupaba en el Universo; una posición que había ya perdido a
consecuencia de Copérnico, como ya lo advirtió, con toda clarividencia, Giordano
Bruno (Bueno, G., 2004, 4).

Al fin y al cabo, la crítica a la Metafísica realizada por Kant no la negaba, sino que la
situaba en otro nivel: negada como forma de conocimiento, al desbordar cualquier tipo de
experiencia posible, las Ideas de la Metafísica tradicional, Alma, Mundo y Dios son
convertidas en ilusiones trascendentales (ficciones útiles, que dirían los pragmatistas), que
sirven de fundamentación de la moral en la Crítica de la Razón Práctica. Por lo tanto, situar
a Kant como la criba para distinguir la verdadera filosofía de la falsa filosofía es algo
puramente ideológico, pues «el giro copernicano en la Historia lleva el nombre de
Humanismo democrático, del hombre como fin y no como medio de la Democracia y de la
Paz perpetua. Nuestra época habría ido, según esto, más allá de Kant, precisamente tras el
control de la bomba atómica y la supresión de la pena de muerte (asunto que muchos
consideran como la pars pudenda del pensamiento kantiano)» (Bueno, G., 2004, 5).

4. EL ENSAYO COMO FORMA EN LA QUE CRISTALIZA EL SISTEMA DEL


MATERIALISMO FILOSÓFICO.
Gustavo Bueno fue considerado, muy erróneamente sin embargo, por sus contemporáneos
universitarios, y también por muchos estudiantes y curiosos que coincidieron con él en los
tiempos de la lucha antifranquista, como un filósofo sistemático que tomaba como
referencia la idea de sistema que poseyó Hegel. No faltarán profesores que, tras haber
conocido a Bueno, señalasen en sus clases que el materialismo filosófico era una suerte de

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sistema deductivo, donde se intentaba forzar, como quien intenta introducir un cuerpo en el
estrecho lecho de Procusto, la compleja realidad en unos esquemas apriorísticos,
sumamente rígidos. No fueron pocos los que criticaron su querencia por el análisis y la
crítica de carácter dialéctico, considerando la proliferación de tablas y clasificaciones en sus
libros como una manía hegeliana. Ninguno de estos curiosos críticos pareció darse cuenta
que el clasificar no es un imperativo dogmático, sino la necesidad de la dialéctica filosófica,
el agotamiento de todas las alternativas posibles antes de abordar un problema. La «manía
de clasificar» señalada por Platón en el Sofista no es simplemente una manía o vicio, sino
que viene justificada por una cuestión dialéctica: las clasificaciones mantendrán su vigencia
mientras no haya una alternativa mejor. Esto es, las clasificaciones establecidas por el
sistema del materialismo filosófico se mantendrán vigentes mientras no se puedan
desbordar desde sistemas alternativos, o bien hasta cuando desde el propio sistema se
encuentre una alternativa más potente.
Así, no resulta extraño que tras el fin de su docencia reglada universitaria en 1998, los
mismos críticos que desde tan misérrimos postulados considerasen a Bueno como un
filósofo sistemático al estilo de Hegel, le convirtieran paradójicamente en un ensayista que
habría iniciado una suerte de «segunda navegación», dedicado exclusivamente a la
publicación de obras «de carácter político y social» o, en el colmo de la miseria analítica, en
autor de obras «de filosofía mundana» (demostrando su ignorancia al respecto de la
distinción entre filosofía mundana y académica formulada por Bueno ya en 1972); más aún,
la fecha de su «deriva mundana» fue trasladada de forma retrospectiva e interesada incluso
antes de la citada fecha —concretamente, después de 1995, con la publicación del libro
¿Qué es la filosofía? (Bueno, G., 1995), cuyas tesis dejaban en evidencia a la filosofía
universitaria como exenta de los problemas del presente.

Así, la publicación de obras como El mito de la cultura (Bueno, G., 1996), España frente a
Europa (Bueno, G., 1999), Telebasura y democracia (Bueno, G., 2002) El mito de la
izquierda (Bueno, G., 2003), Panfleto contra la democracia realmente existente (Bueno, G.,
2004) España no es un mito (Bueno, G., 2005), La fe del ateo (Bueno, G., 2007), El mito de
la derecha (Bueno, G., 2008) o El fundamentalismo democrático (Bueno, G., 2010), fueron
consideradas bien producto de esa deriva mundana, o bien ni siquiera se consideraron
dignas de atención. Sin embargo, con semejantes críticas parece darse a entender que obras
como los citados Ensayos materialistas (Bueno, G., 1972) u otros como el Primer ensayo
sobre las categorías de las «ciencias políticas» (Bueno, G., 1991) o El animal divino.
Ensayo de una filosofía materialista de la religión (Bueno, G., 1985), anteriores a esa
presunta tendencia, no fueran ensayos sino una suerte de tratados sistemáticos, de verdadera
filosofía, frente a una filosofía considerada más «mundana».

Un ejemplo paradigmático de esta miserable interpretación es el artículo obituario del


historiador de la filosofía española Gerardo Bolado respecto a Gustavo Bueno, que
analizaremos con mayor profusión más adelante:

En este período, [1996-2016] Gustavo Bueno dio rienda suelta a su radicalismo


filosófico en una suerte de filosofía mundana [sic], vertida en ensayos, que se
ordenaba a triturar dialécticamente los mitos, alimentados a su juicio en la opinión

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pública de la democracia española por cierto fundamentalismo socialdemócrata, afín


al PSOE, en el cual situaba no sólo a «intelectuales», sino también a influyentes
catedráticos universitarios de filosofía. A su juicio, sin esa proyección pedagógica de
la filosofía académica, la conciencia individual de los ciudadanos se hundiría en el
infantilismo y la irracionalidad (Bolado, G., 2017, 75).

Asimismo, Bolado llega a señalar, desde una considerable ignorantia elenchi, que «esta
obra ensayística de Bueno pretende desmitificar la conciencia individual de los ciudadanos
de la joven democracia española mediante una dialéctica que establece ideas en el lugar de
los mitos que confunden su opinión pública, y pueden llevarla a decisiones políticas
erráticas que comprometan su destino histórico [sic]» y culmina descalificando de forma
velada a quienes «han interpretado estos ensayos críticos como desarrollos del materialismo
filosófico y parte esencial de su sistemática» (Bolado, G., 2017, 78). Y es que Bolado,
engolfado dentro de su pretendida aunque nula asepsia de análisis pseudosociológico (del
que tendremos ocasión de ver otras muestras más adelante), es incapaz de ver que
«desmitificar» es el ejercicio genuino de la crítica filosófica, no un mero acto de cortesía
académica para con el vulgo (por usar de la orteguiana expresión), sino la misma actividad
filosófica, desde Platón hasta nuestros días.

Se nota que Gerardo Bolado, como decimos, está preso de una considerable ignorantia
elenchi, desconociendo cuáles fueron los motivos, más allá de los burocráticos (obtención
de la correspondiente cátedra universitaria por oposición), que condujeron a Bueno en 1960
desde Salamanca hasta Oviedo. Dejando al margen la Revolución de Octubre de 1934, que
consideró como un hecho histórico de primera magnitud, Bueno siempre mostró
predilección y seguimiento de la obra de Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764),
especialmente por la redacción de su Teatro Crítico Universal (8 tomos, 1726-1740),
considerado como el principal hito de la filosofía en lengua española. El propio Bueno fue
sumamente explícito en varias ocasiones al señalar que «Feijoo es uno de los motivos
esenciales de mi simpatía por Asturias. Lo he dicho muchas veces, en entrevistas» (Avello,
M., 23 de Abril de 1978).

La obra del benedictino Feijoo, compuesta por una serie de «ensayos sobre todo género de
materias, para desengaño de errores comunes», fundó verdadero estilo y es también algo
plenamente reconocido en la Filosofía Española posterior el uso del ensayo como vehículo
de expresión. Los famosos Unamuno y Ortega, los filósofos españoles que gozan de mayor
prestigio a nivel internacional, siempre tuvieron querencia al ensayismo y no a la obra
filosófica en forma de tratado aparentemente cerrado, «científico». Una contraposición
también artificiosa, puesto que los ensayos no son necesariamente textos breves, frente a los
tratados como textos extensos: «La flexibilidad del nuevo género es inmensa: por la
temática, por la estructura interna, por la extensión. Hay ensayos que ocupan unas páginas,
como un Discurso de Feijoo; otros ensayos son "de gran tonelaje", como el de Locke»
(Bueno, G., 1966, 89).

Sin embargo, muchos de quienes encarecen el valor de la obra de Ortega como el filósofo
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más importante de España en el siglo XX, destacan que fue su querencia al ensayismo lo
que provocó que su obra careciera de sistematismo —«Ortega no es filósofo; a lo sumo, es
un ensayista» (Bueno, G., 1966, 92), se diría como resumen de esta afirmación—, aunque
en ello no tuvo nada que ver el vehículo de expresión utilizado, sino más bien la propia
impotencia de Ortega en ese sentido, al intentar pergeñar su raciovitalismo como síntesis de
dos corrientes en principio yuxtapuestas sin relación entre ellas, el racionalismo y las
corrientes vitalistas de la filosofía alemana: «Hasta ahora la filosofía ha sido siempre
utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los
hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez
vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro
del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su
articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por
una razón vital donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación»
(Ortega y Gasset, J., 1923, 153).

Tal es el caso de una rama más «germanófila» de la filosofía española contemporánea, caso
del profesor mejicano de origen español Eduardo Nicol, que considera que el ensayo no es
filosofía en un sentido estricto, sino una especie de «centauro» entre la Literatura y la
Filosofía: «El ensayo se encuentra, pues, a medio camino entre la pura literatura y la pura
filosofía. El hecho de ser un género híbrido no empaña su nobleza, como una banda
siniestra en el escudo. Su título es legítimo, pero no es título de soberanía. Quiero decir que
el ensayo no puede ser demasiado literario sin dejar de ser ensayo, sin dejar fuera mucho
más de lo que en el cabe. El ensayo es casi literatura y casi filosofía. Todos los
intermedios son casi los extremos que ellos unen y separan a la vez. Pero como es un género
y un artificio, tiene sus caracteres propios y debe cultivarse siguiendo las reglas del arte.
Una de las primeras reglas tácitas es la que prohíbe decir algo que no se entienda en
seguida. Cada género delimita el campo de sus posibles oyentes o lectores. Siempre hay o
debe haber una cierta consonancia entre la forma y el fondo de un género y el carácter de
los lectores» (Nicol, E., 1998, 211-2).

No obstante, Nicol reconoce que

El ensayo se dirige a «la generalidad de los cultos». Sea cual sea la especialidad de
cada uno, la lectura de un ensayo no requiere en ninguno la especialización. A la
generalidad de los cultos corresponde «la generalidad de los temas» que pueden
tratarse en estilo de ensayo, y la generalidad en el estilo mismo del tratamiento. El
ensayista puede saber, sobre el tema elegido, mucho más de lo que es justo decir en el
ensayo. La obligación de darse a entender no implica solamente un cuidado de la
claridad formal, sino la eliminación de todos aquellos aspectos técnicos, si los
hubiere, cuya comprensión implicaría en el lector una preparación especializada.
Esto significa que en el ensayo no se pueden analizar los grandes problemas. O mejor
dicho: se puede discurrir sobre algunos grandes problemas, pero no sobre todos, y sin
llegar a su fondo (Nicol, E., 1998, 212).

Pero entonces, ¿por qué Nicol restringe el ensayo respecto a la verdadera filosofía? Pues
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porque vive preso de la idea germánica de la filosofía como una Ciencia (en el sentido que
el idealismo alemán otorgó a la Metafísica), digna únicamente de un tratado vigoroso e
interminable: «Lo mismo ocurre con la filosofía. Como el ensayo es una forma menor, no
cabe desarrollar en él ningún proyecto majestuoso. Las grandes ideas, con su corte
sistemática de ideas subordinadas, requieren mayor espacio. Por tanto, la tarea de llenar este
espacio, que es en verdad la tarea de crearlo, emplea unas técnicas completamente distintas
que las del ensayo, desde la concepción misma del proyecto» (Nicol, E., 1998, 265). Así,
Nicol denigra el ensayo como género menor, marginal: «Es ella, la filosofía sistemática, la
que se ofrece siempre in statu nascendi. El ensayo filosófico es como una pausa en esa
actividad generadora de pensamiento, como una ocupación marginal, respecto de la teoría,
aunque sea central respecto de la vocación del ensayista» (Nicol, E., 1998, 261).

Esto es, para Nicol los ensayos son siempre textos menores; dicho de otro modo acorde con
lo que aquí estamos discutiendo: el filósofo exiliado en Méjico no consideraría a Ensayos
materialistas, en caso de haber tenido acceso a él, como un ensayo «de gran tonelaje», por
usar la expresión de Bueno en su trabajo de 1966, sino como un tratado escrito por el propio
Gustavo Bueno previo a su «deriva mundana», ensayística.

Olvidemos no obstante a estos autores errados y centrémonos en lo importante, en la forma


ensayística como la propia del sistema filosófico. Cuando se aborda la lectura de las obras
de Feijoo, la primera característica de éstas, al menos en los ocho volúmenes de su
Teatro Crítico Universal, es la de ser presentadas en forma de ensayos que tratan «de todo
género de materias, para desengaño de errores comunes». De hecho, es un lugar común
considerar a Feijoo como el fundador del ensayo filosófico en lengua española, o incluso el
fundador de la filosofía en lengua española: «el benedictino gallego Benito Jerónimo Feijoo
resulta ser, en el XVIII el fundador de la filosofía de lengua española, comprensiva de
entonces en adelante, tanto de la filosofía española como de la filosofía hispanoamericana»
(Ardao, A., 1963, 41).

Pese a que al movimiento «ilustrado» en el que se ha situado a Feijoo, en contraposición a


la filosofía escolar de otras épocas, se le ha atribuido una suerte de eclecticismo o mezcla de
empirismo y criticismo, el propio Feijoo señala que su crítica tiene un sentido preciso: la
criba, la clasificación de determinadas posturas enfrentadas entre sí. Por algo Gustavo
Bueno ha señalado que Feijoo y su Teatro Crítico Universal se sitúa en la misma línea
histórica que El Criticón de Baltasar Gracián y El Criterio de Jaime Balmes (Bueno, G.,
2002, 137-68). El propio Feijoo afirmaba disponer de sistema filosófico, inspirado en el
escolástico:

Yo estoy pronto a seguir cualquier nuevo sistema, como le halle establecido sobre
buenos fundamentos, y desembarazado de graves dificultades. Pero en todos los que
hasta ahora se han propuesto encuentro tales tropiezos, que tengo por mucho mejor
prescindir de todo sistema Físico, creer a Aristóteles lo que funda bien, sea Física, o
Metafísica, y abandonarle siempre que me lo persuadan la razón o la experiencia
(Feijoo, B. J., 1775, 162).

Este fragmento señala la voluntad de sistema, aunque no sea simplemente la escolástica, del
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Padre Feijoo. No por casualidad Feijoo en el principal filósofo español del siglo XVIII,
fundador del ensayo filosófico en lengua española y poseedor de una verdadera filosofía
crítica, anterior a la filosofía crítica alemana de los siglos XVIII y XIX, y cuyas bases se
encuentran en la criba, la clasificación de determinadas posturas enfrentadas entre sí.

El sistematismo de Feijoo, del que bebe Gustavo Bueno, es precisamente la forma del
ensayo, forma que es necesario definir. ¿Qué es un ensayo? Para Gustavo Bueno, es el
producto lógico de dos clases relativamente independientes: la de los escritos en que se
expone de forma discursiva una teoría, y la de los escritos redactados en el idioma nacional.
Esto implica dos cuestiones fundamentales: la primera, la necesidad de una serie de nexos
de semejanza y causalidad en los que introducir los fenómenos estudiados, es decir, la teoría
desde la que se analizan los hechos; la segunda, el utilizar un lenguaje nacional, en este caso
el español.

Precisamente, al utilizar de la lengua común, el español, al redactar en un idioma nacional


usa la semántica y la sintaxis de este idioma en la época determinada de su desarrollo
histórico. De este modo, al usar la lengua común, Feijoo se dirige no a una fracción culta de
la población, sino al vulgo, entendido como categoría de la ontología humana: «El vulgo es
el pueblo, ese pueblo a quien Feijoo dedica su primer Discurso, no el pueblo infalible de los
románticos, ni menos el "pueblo necio" a quien hay que halagar; sino más bien el hombre en
tanto que necesita opinar sobre cuestiones comunes que, al propio tiempo, nos son más o
menos ajenas: el hombre enajenado, por respecto a asuntos que, no obstante, tiene que
conocer (Bueno, G., 1966, 102).

Las temáticas tratadas por Feijoo, que aparecen bajo el rótulo de «discursos varios en todo
género de materias, para desengaño de errores comunes», tal y como se muestra en el título
del Teatro Crítico Universal, señalan su característica filosófica, es decir, ligada a la
tradición de la filosofía académica, y que no pueden ser contenidas en ninguna categoría
concreta, sino resueltas analizando las Ideas filosóficas que implican. De este modo, es
normal que el propio Feijoo afirme que «No niego que hay verdades que deben ocultarse al
vulgo, cuya flaqueza más peligra tal vez en la noticia que en la ignorancia; pero ésas ni en
latín deben salir al público, pues harto vulgo hay entre los que entienden este idioma;
fácilmente pasan de éstos a los que no saben más que el castellano» (Feijoo, B. J., 1778,
LXXX). Vulgo será así todo aquel que no pertenezca al ámbito de la filosofía académica.

Y son estas cuestiones, en las que nadie puede reclamar la autoridad de experto, pues todos
son, de una forma u otra, vulgo, aquellas que forman la base y el material a tratar en el
ensayo filosófico: «Precisamente el ensayo constituye uno de los lugares óptimos en los que
tiene lugar la ósmosis entre el lenguaje nacional y el lenguaje científico, o técnico. El
ensayo puede intentar el uso de tecnicismos, a condición de incorporarlos al lenguaje
cotidiano» (Bueno, G., 1966, 103). Para decirlo más claramente: es en el ensayo donde se
produce no sólo la incorporación del vocabulario académico al lenguaje común, sino donde
las diferentes teorías (sociológicas, científicas, míticas, &c.), encuentran una intersección.

Es decir, la lengua nacional será desde entonces el vehículo de expresión de la Filosofía y el


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análisis de esas Ideas filosóficas que están intersectadas en los distintos campos
categoriales, y que por no ser materia de ningún especialista, nadie puede reclamarlas para
uso exclusivo suyo. El ensayo filosófico no admitirá demostración (convictio), aunque ello
no implica que no pueda ser una forma de conocimiento (cognitio):

El ensayo, en tanto que es interferencia de diversas categorías teoréticas, aunque


teorético él mismo, no es científico. Es decir, el ensayo no admite, por estructura, la
demostración, en tanto que una demostración científica sólo puede desarrollarse en el
ámbito de una esfera categorial. [...] La analogía —entendida como analogía entre
diferentes esferas categoriales— es el procedimiento específico del ensayo y, casi
diría, su procedimiento constitutivo. Diríamos que, cuando un escritor ha logrado
acopiar varias analogías certeras, tiene ya la materia para un buen ensayo (Bueno,
G., 1966, 111).

Pero incluso Ortega, antes que Bueno, señala en sus Meditaciones del Quijote exactamente
las mismas ideas, que el ensayo filosófico tiene una prueba implícita y no una demostración
en sus líneas:

Estas Meditaciones, exentas de erudición —aún en el buen sentido que pudiera


dejarse a la palabra—, van empujadas por filosóficos deseos. Sin embargo, yo
agradecería al lector que no entrara en su lectura con demasiadas exigencias. No son
filosofía, que es ciencia. Son simplemente unos ensayos. Y el ensayo es la ciencia,
menos la prueba explícita. Para el escritor hay una cuestión de honor intelectual en no
escribir nada susceptible de prueba sin poseer antes ésta. Pero le es lícito borrar de su
obra toda apariencia apodíctica, dejando las comprobaciones meramente indicadas, en
elipse, de modo que quien las necesite pueda encontrarlas y no estorben, por otra
parte, la expansión del íntimo calor con que los pensamientos fueron pensados. Aun
los libros de intención exclusivamente científica comienzan a escribirse en estilo
menos didáctico y de remediavagos; se suprime en lo posible las notas al pie, y el
rígido aparato mecánico de la prueba es disuelto en una elocución más orgánica,
movida y personal.
Con mayor razón habrá de hacerse así en ensayos de este género, donde las doctrinas,
bien que convicciones científicas para el autor, no pretenden ser recibidas por el lector
como verdades. Yo sólo ofrezco modi res considerandi, posibles maneras nuevas de
mirar las cosas. Invito al lector a que las ensaye por sí mismo, que experimente si, en
efecto, proporcionan visiones fecundas: él, pues, en virtud de su íntima y leal
experiencia, probará su verdad o su error. (Ortega y Gasset, J., 1914, 31-3).

Pero, al igual que sucede con Ortega, quienes no comprenden la naturaleza del ensayo
filosófico tildan a Feijoo de simple polígrafo, de escritor asistemático. Sin embargo, el
propio benedictino era consciente de la importancia del ensayo filosófico como marco
donde componer sus teorías, como objeto formal donde se van recapitulando materiales
muy diversos:

Debo no obstante satisfacer algunos reparos, que naturalmente harás leyendo este
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tomo. El primero es, que no van los Discursos distribuidos por determinadas clases,
siguiendo la serie de las facultades, o materias a que pertenecen. A que respondo, que
aunque al principio tuve este intento, luego descubrí imposible la ejecución; porque
habiéndome propuesto tan vasto campo al Teatro Crítico, vi que muchos de los
asuntos, que se han de tocar en él, son incomprehensibles debajo de facultad
determinada, o porque no pertenecen a alguna, o porque participan igualmente de
muchas. Fuera de esto hay muchos, de los cuales cada uno trata solitariamente de
alguna facultad, sin que otro le haga consorcio en el asunto. [...] De suerte, que cada
tomo, bien que en el designio de impugnar errores comunes uniforme, en cuanto a las
materias, parecerá un riguroso misceláneo. El objeto formal será siempre uno. Los
materiales precisamente han de ser muy diversos (Feijoo, B.J., 1775, LXXIX.).

5. EL SISTEMA DEL MATERIALISMO FILOSÓFICO NO ES DEDUCTIVO, SINO


«ESTROMÁTICO».

De este mismo modo, al no poder distribuirse los distintos trabajos en clases, por ser tan
vasto el campo a abarcar, puesto que o bien no pertenecen a alguna, o bien participan de
muchas, Gustavo Bueno planteó su sistema como una totalidad que no estaba cerrada, sino
abierta, susceptible de ser recompuesta a través del tejer y entretejer constante del filósofo,
siguiendo la metáfora platónica de la symploké.

De hecho, el propio sistema del materialismo filosófico fue redefinido por Bueno después
de la publicación de Ensayos materialistas, redefinición que cristalizó en un artículo en
2009 como una filosofía que trata del Universo y no de la Materia o del Ser (como
falsamente le habían atribuido sus primeros críticos); esto es, que supone grandes tramos de
la realidad que no están formalizados institucionalmente, que no se encuentran dados a la
escala humana, la del Ego trascendental (E) (el monismo de la sustancia, tan característico
tanto del materialismo dialéctico como el idealismo absoluto, carece de sentido, es
metafísico), y que por lo tanto impiden la totalización de la omnitudo rerum, de la Materia
Ontológico General (M):

E es, en cuanto actúa a través de un sujeto operatorio, la «conciencia filosófica», que


reúne en la unidad del Mundo (Mi) a M1 ∪ M2 ∪ M3, a título de Géneros supremos de
materialidad, de los que se compone el Universo. Esta totalización, es decir, M i, es
resultado de una «operación» (totatio) que no podría considerarse ultimada al margen
del enfrentamiento del Universo Mi «finito e ilimitado», con lo que no es él, es decir,
M, como idea negativa en el terreno gnoseológico. Pero no negativa a título de No ser
(ni siquiera de su versión como espacio vacío infinito), puesto que ella es
«materialidad ontológica positiva» y no meramente abstracta (al modo como lo es
materia prima, inmanente al universo, de Aristóteles), es decir, una materialidad
trascendental, una materialidad ontológico general (Bueno, G., 2009, 90).

En este aspecto, el materialismo filosófico no es un sistema axiomático sino estromático


(siguiendo la idea planteada por Clemente de Alejandría en el siglo III en su libro Stromata,
literalmente «tapices»), es decir, que es como una suerte de tapiz que va tejiéndose sin un
marco definido. Y es que el propio Bueno se distanció frente a la idea sistemática de Hegel
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u otros, de carácter puramente deductiva dentro del monismo metafísico del Ser, donde todo
se deducía de todo, rompiendo con el principio platónico de symploké. En ese sentido, no
podía ser que Bueno definiese su Filosofía del Derecho o su Filosofía de la Ciencia como si
fueran ya tratados cerrados (como si la suya fuera la filosofía final, el Fin de la Historia),
porque el continuo tejer y destejer de la filosofía, siguiendo el principio platónico, puede
obligar a rectificar posiciones. De hecho, el propio Hegel es reconocido como un filósofo
que habría caído en logomaquias y en una gran contradicción, pues basó su sistema en la
existencia del principio de contradicción, esto es, que las cosas pueden ser y no ser a un
tiempo, lo que supone paradójicamente el arrumbamiento de toda posibilidad sistemática,
como bien reconoce Gadamer al analizar la dialéctica hegeliana:

El Parménides destaca por derecho enteramente propio entre las obras de Platón. Es
cuando menos problemático decidir si la exhibición de contradicciones en el
Parménides tiene un sentido positivo de demostración, y no se trata tan sólo de un
ejercicio propedéutico que intenta disolver la fijación de las suposiciones ideales y el
rígido concepto eleático del ser que late tras esas suposiciones. Pero Hegel procede
luego a leer el Sofista platónico con la idea preconcebida de que la dialéctica tiene allí
el mismo sentido que en el Parménides, y sobre la base de esa idea preconcebida
encuentra que en el Sofista se expresa, de hecho, la positividad de las contradicciones
absolutas. Lo decisivo que Hegel cree leer aquí es que Platón enseña que lo idéntico
debe ser reconocido, en uno y el mismo respecto, como lo diferente. [...]
Así, pues, el sentido del Sofista está bien lejos de inscribirse en la línea del intento de
Hegel de instaurar la dialéctica de la contradicción por encima de la llamada lógica
formal, como el método de la lógica especulativa superior. [...]
Precisamente aquello que Platón ofrece contra los sofistas como el requerimiento del
pensar filosófico, lo llama Hegel la sofistiquería del entendimiento y de la
imaginación. ¿No habría que concluir que el procedimiento propio de Hegel, que deja
sin especificar los respectos al objeto de exacerbar las determinaciones empujándolas
hacia la contradicción, sería llamado sofística por Platón y Aristóteles? (Gadamer, H.,
1981, 33-6).

De hecho, la propia Idea de Sistema utilizada por Gustavo Bueno deja en entredicho
muchas de las nociones tradicionales que sobre los sistemas se han mantenido. Por ejemplo,
la que sostiene Von Bertalanffy en su Teoría general de los sistemas, donde considera que
la realidad es un todo en el que los distintos teóricos (físicos, biólogos, matemáticos, etc.),
aíslan artificiosamente una serie de conjuntos de elementos en interacción mutua, a lo que
se denomina como «sistemas»:

La única meta de la ciencia parecía ser analítica: la división de la realidad en unidades


cada vez menores y el aislamiento de líneas causales separadas. Así, la realidad física
era descompuesta en puntos de masa o átomos, el organismo vivo en células, el
comportamiento en reflejos, la percepción en sensaciones puntuales, etc. En
correspondencia, la causalidad tenía esencialmente un sentido: nuestro sol atrae a un
planeta en la mecánica newtoniana, un gene en el óvulo fertilizado responde de tal o
cual carácter heredado, una clase de bacteria produce tal o cual enfermedad, los
elementos mentales están alineados, como las cuentas de un collar, por la ley de la
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asociación. Recuérdese la famosa tabla de las categorías kantianas, que intenta


sistematizar las nociones fundamentales de la ciencia clásica: es sintomático que
nociones de interacción y de organización figurasen sólo para llenar huecos, o no
apareciesen de plano.
Puede tomarse como característica de la ciencia moderna el que este esquema de
unidades aislables actuantes según causalidad unidireccional haya resultado
insuficiente. De ahí la aparición, en todos los campos de la ciencia, de nociones como
las de totalidad, holismo, organismo, Gestalt, etc., que vienen a significar todas que,
en última instancia, debemos pensar en términos de sistemas de elementos en
interacción mutua (Bertalanffy, L., 2004, 45).

Así, para Bertalanffy, un organismo vivo es un sistema, puesto que «Considerado el


organismo como un todo, muestra características similares a las de los sistemas en
equilibrio. Hallamos, en la célula y en el organismo multicelular, determinada composición,
una razón constante entre los componentes, que a primera vista recuerda la distribución de
componentes en un sistema químico en equilibrio y que, en gran medida, persiste en
diferentes condiciones, luego de perturbación, con distintos tamaños corporales, etc.; hay
independencia de la composición con respecto a la cantidad absoluta de los componentes,
capacidad reguladora después de perturbaciones, constancia de composición en condiciones
cambiantes y con nutrición cambiante, etc» (Bertalanffy, L., 2004, 124).

Pese a que luego Bertalanffy reconoce que «se dan sistemas en equilibrio en el organismo»,
esto no niega, a juicio suyo el carácter de sistema, sino su carácter de «sistema abierto». Sin
embargo, desde el materialismo filosófico no puede considerarse un organismo, un cuerpo,
como un sistema, sino una unidad compuesta de varios sistemas diferentes, una totalidad
sistática. Los sistemas, por el contrario, son totalidades sistemáticas, distintos elementos
entrelazados peculiarmente, pero de distintos órdenes. No es lo mismo el sistema de la tabla
periódica de los elementos, compuesto de totalidades suprasistáticas, que el sistema
nervioso central, que se encuentran dentro del cuerpo humano, como sistema intrasistático
(Bueno, 2000, 83-4).

Desde el punto de vista del sistema del materialismo filosófico, al no ser éste un sistema
deductivo, Bueno siempre sostuvo que todo sistema opuesto, por muy metafísico que pueda
parecer, contiene en sí mismo algún componente materialista. Más aún, como sostuvo ya
en 1972, que solamente un sistema filosófico puede ser filosofía verdadera en tanto que
pueda ser caracterizado, aun parcialmente, como materialista: «el materialismo no es una
doctrina filosófica más o menos respetable y defendible entre otras. El materialismo estaría
tan característicamente vinculado a la conciencia filosófica que toda filosofía verdadera ha
de ser entendida como materialista, incluyendo, por tanto, aquellas construcciones
filosóficas que pueden ser consideradas como no materialistas, y que habrán de
aparecérsenos como necesitadas de una enérgica, aunque rigurosa y probada,
reinterpretación» (Bueno, G., 1972, 24).

Es una realidad que en un argumento lógico, dotado de premisas y conclusión, desde


premisas verdaderas se puede llegar a conclusiones verdaderas, y desde premisas falsas a
conclusiones verdaderas; sólo está prohibido que desde premisas verdaderas lleguemos a
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conclusiones falsas. Análogamente, desde premisas idealistas se puede llegar a conclusiones


materialistas (la tan invocada influencia del idealismo histórico de Hegel en el materialismo
histórico de Marx, la famosa «vuelta del revés»), y por lo tanto, hay ciertas partes de un
sistema pueden «transformarse, con ligeros retoques, en un ensayo inteligible al margen del
sistema; y no ya porque fuera independiente de todo sistema sino porque podría ser
compatible con sistemas diferentes» (Bueno, G., 1993, 14).

Es decir, existen ciertas líneas o tejidos que confluyen en diversos sistemas, que pueden
«tejerse y destejerse», sin perjuicio de que haya una serie de hilos básicos o incluso
«rúbricas», que pueden coincidir con algunas disciplinas filosóficas históricamente
configuradas, como la Filosofía del Derecho, la Filosofía de la Ciencia, la Filosofía de la
Historia, Filosofía de la Lógica, etc., que entenderemos como totalidades sistáticas que
pueden integrarse en una totalidad sistemática, el sistema filosófico. Pero no a título de
filosofías «centradas» en las ciencias, la Historia, la Lógica, &c., sino como disciplinas
involucradas entre sí, por la propia ligazón que confiere el sistema a esas partes suyas.

6. LA TEORÍA DE LAS OLEADAS Y EL MATERIALISMO FILOSÓFICO.

a. La «teoría de las generaciones» de Gerardo Bolado.

Fallecido Gustavo Bueno, los escritos aparecidos en homenaje a su vida y obra han sido
numerosos y sumamente diversos. Sin embargo, uno de los temas más habituales dentro de
los mismos ha sido la fasificación de su vida y por supuesto de su obra, buscando las
principales etapas de desarrollo del sistema en torno a hitos fundamentales en su biografía.
El anteriormente citado artículo obituario de Gerardo Bolado, aparte de considerar las
últimas dos décadas de la obra de Gustavo Bueno como propias de un período «mundano»
(aunque como veremos prolonga bastante más atrás la época), frente al «académico»
anterior (confundiendo de manera palmaria la filosofía de tradición académica con la
universitaria), pretende periodizar la producción filosófica de Bueno dependiendo de las
instituciones a las que se hubiera ligado, especialmente la universitaria que es considerada
como la única depositaria de la filosofía académica o, en expresión de Bolado, «oficial».

Bolado traza a grandes rasgos un resumen de la vida y obra de Bueno señalando cuestiones
de trazo muy grueso, al tiempo que contrapesa su visión pesimista sobre parte del «oscuro
período» que a Gustavo Bueno le habría tocado vivir con otros más «luminosos»,
relacionados exclusivamente con su etapa universitaria. Así, para Bolado, como para todos
los ideólogos del «tiempo de silencio» que según ellos constituyó el franquismo, resulta
inaceptable el «afán por defender sus años de formación, docencia e investigación durante
el Franquismo»; y es que «Bueno no sólo hizo caso omiso de la desastrosa ruptura cultural y
filosófica que se produjo después de la Guerra Civil, sino que sacó la conclusión de que era
posible hacer filosofía contemporánea donde la libertad había sido hurtada por el
anacronismo cultural y filosófico, y por la represión política e ideológica» (Bolado, G.,
2017, 16) y «repitió acríticamente las falsas consignas de la filosofía oficial —esta, al
contrario de la filosofía oficial «democrática», no es digna de consideración para Bolado—
sobre la vuelta de Ortega a España y la situación de libertad y de privilegio que, según
aquella, disfrutaron tanto él y su Escuela, como Xavier Zubiri en la segunda mitad de los
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Más allá de la serie (μετάβασις εἰς ἄλλο γένος)

años 40» (Bolado, G., 2017, 17). Planteamiento capcioso, puesto que no sólo es un hecho
que Xavier Zubiri, al igual que le sucedió a Julián Marías en otros términos, no fue
perseguido por el franquismo por motivos políticos, sino alejado de la universidad por haber
pasado de religioso a secularizado, sino que asimismo gozó de amplias simpatías de los
jerifaltes principales del régimen franquista. Asimismo, Bueno no sólo atribuyó «libertad de
cátedra» a los citados, sino a él mismo: siempre defendió que, mientras no se nombrasen
personajes del régimen franquista, en la práctica podía hablarse de lo que uno quisiera.

Gustavo Bueno decidió estudiar Filosofía, motivado al parecer por las cuestiones
gnoseológicas y por la positiva influencia del profesor Eugenio Frutos Cortés. Así inició la
licenciatura en la Universidad de Zaragoza, y «escribió su tesis doctoral en la Sección de
Filosofía de la Universidad Central de Madrid durante la ominosa década de los 40, cuando
se estaba produciendo la reorganización de los estudios de Filosofía bajo el signo de la
escolástica tomista y la tutela de la Orden de Predicadores, y con un cuerpo docente
provisional ocupando las cátedras universitarias». No obstante, Frutos Cortés era diferente
al ambiente neoescolástico y nacional católico imperante (era un «orteguiano»), lo que es
nombrado positivamente por Bolado: «Frutos se había licenciado en 1925 en la Universidad
Central de Madrid, donde tuvo como profesores a García Morente y a Ortega y Gasset, por
lo que tenía conocimiento de la tradición filosófica alemana contemporánea, de manera
especial de la fenomenología de Husserl. En los años treinta, debió de interesarse por la
ontología fundamental de Heidegger, por la literatura existencial francesa de finales de los
años treinta y por la incipiente recepción de lógica y filosofía de la ciencia anglosajona en
Cataluña que protagonizó antes de la Guerra especialmente García Bacca» (Bolado, G.,
2017, 15).

Bolado señala que Bueno vivió hechos muy dramáticos de la España contemporánea: no
sólo la Guerra Civil y el primer franquismo, sino que además «era el catedrático de
Fundamentos de Filosofía en la Universidad de Oviedo, cuando intervino en la Transición
política que siguió a la muerte del dictador, Francisco Franco, proponiendo el materialismo
filosófico de una nueva España republicana y socialista [sic]» (Bolado, G., 2017, 14), lo
cual se compadece muy mal con la explicación que Bueno aporta en 1972 de lo que él
denomina como «socialismo» —¿está quizás recayendo Bolado en lo que Bueno denominó
como «secuestro del socialismo» (Bueno, G., 2008, 10-4) perpetrado por la izquierda
socialdemócrata, o se refiere al socialismo soviético?—, que es la negación del
individualismo y del solipsismo de la conciencia, no el socialismo específico de la Unión
Soviética:

El socialismo representa para la conciencia filosófica materialista la condición para la


demostración práctica de sus evidencias más genuinas; por tanto, la condición de su
realización.
Y por ello mismo, el Socialismo no constituye la cancelación de la Filosofía, sino
precisamente su verdadero principio. En tanto la dialéctica de la razón debe siempre
pasar —regressus y progressus— por el episodio del Ego corpóreo (como sujeto de
responsabilidad), será siempre necesaria la disciplina filosófica como instrumento
mismo de la moral socialista. Porque la disciplina filosófica asume ahora como tarea
específica (pedagógica, terapéutica, «pastoral» —y, vista desde fuera,
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Más allá de la serie (μετάβασις εἰς ἄλλο γένος)

«propagandística») la colaboración al proceso de eliminación de las representaciones


inadecuadas del Ego (infantiles, pero también gnósticas, o capitalistas-residuales,
competitivas), no ya en el sentido de su adormecimiento (propio, p. ej., de la
mentalidad del «consumidor satisfecho» del socialismo del bienestar), sino en el
sentido de la instauración de juicio personal crítico, sin el cual es absolutamente
imposible una sociedad democrática (Bueno, G., 1972, 197).

En general, Bolado puede ser diagnosticado no como un historiador riguroso de la Filosofía


Española Contemporánea, sino como mero ideólogo que sólo se preocupa de no transgredir
la Ley de Memoria Histórica aprobada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en
el año 2007.

Además de toda esta tétrica y partidista presentación, Gerardo Bolado usa de manera
tendenciosa el concepto de «escuela», intentando así restringir a Bueno al ámbito puramente
gremial universitario, y no el de sistema para hablar del materialismo filosófico: «El
catedrático de Fundamentos de la Universidad de Oviedo figuraba como la cabeza de una
escuela con una filosofía propia, el materialismo filosófico, por lo que era un centro
asimétrico con respecto al resto de catedráticos de posguerra, […]» (Bolado, G., 2017, 58).

Sentando estas bases, Bolado periodiza en tres etapas la biografía de Gustavo Bueno: la de
«formación del catedrático de Fundamentos de Filosofía de la Universidad de Oviedo
(1940-1959)», subdividida asimismo en la de «Formación universitaria en una década
ominosa (1940-1948)» y «Director y catedrático de filosofía en el Instituto femenino Lucía
Medrano de Salamanca (1949-1959)»; la de «Un catedrático con sistema y círculo de
doctores y doctorandos (1960-1984)», subdividida a su vez en otros dos epígrafes: «El
catedrático de fundamentos de la Universidad de Oviedo en la década prodigiosa» y «El
artífice de la facultad de Filosofía y ciencias de la educación de la Universidad de Oviedo
(1968-1984)»; y, por último, la denominado «El catedrático de Fundamentos en la caverna
(1985-2016)», cuya subdivisión incluye «El catedrático de Fundamentos en los mass media
de la España democrática (1984-1996)» y «Gustavo Bueno en su Fundación (1997-2017)»
(Bolado, G., 2017, 15-68).

Asimismo, incluye como criterio para hablar de las personas involucradas en el desarrollo
del sistema el de «generaciones», presumiblemente inspirado en la teoría de las
generaciones de Ortega y Gasset que pergeña en la obra En torno a Galileo. Recordemos
que Ortega señala la regla de los quince años o «regla del automatismo matemático» para
discriminar los años fundamentales de contacto entre dos generaciones, las que confluyen
en el período que abarca de los 30 a los 45 años (etapa de formación) con la que va de los
45 a los 60 años (etapa de predominio); así pues, «la más plena realidad histórica es llevada
por hombres que están en dos etapas distintas de la vida, cada una de quince años: de treinta
a cuarenta y cinco, etapa de gestación o creación y polémica; de cuarenta y cinco a sesenta,
etapa de predominio y mando. Estos últimos viven instalados en el mundo que se han
hecho; aquéllos están haciendo su mundo. [...] Por tanto, lo esencial es, no que se suceden,
sino, al revés, que conviven y son contemporáneas, bien que no coetáneas» (Ortega y
Gasset, J., 1976, 69).

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En rigor, siguiendo el planteamiento orteguiano, la etapa de verdadera influencia de


Gustavo Bueno sería la que va desde 1969 hasta 1984, esto es, desde los 45 hasta los 60
años de edad. Esta etapa encajaría, seguramente porque Bolado se ha inspirado en Ortega,
con el epígrafe «El artífice de la facultad de Filosofía y ciencias de la educación de la
Universidad de Oviedo (1968-1984)»: los discípulos influidos directamente por Bueno
serían así nombres como Vidal Peña (1941), Julián Velarde (1945) o Pilar Palop (1947), que
habrían leído sus tesis doctorales (criterio gremial, propio de la «filosofía administrada», del
que usará y abusará Bolado en su exposición) en la década de 1970, cuando rondaban
precisamente la treintena, lo que encajaría con la norma orteguiana de encontrarse entre los
treinta y los cuarenta y cinco años de edad. Desde este punto de vista, la etapa de «El
catedrático de Fundamentos en la caverna (1985-2016)» ya sería una época en la que Bueno
no tendría influencia efectiva, siguiendo el criterio orteguiano: la aprobación de la Ley de
Reforma Universitaria en 1983, dando paso a otros catedráticos de otras especialidades,
sería una plasmación de la teoría de las generaciones.

Gustavo Bueno habría pasado «a la caverna» en el momento en el que cumplió los sesenta
años de edad, relegado por estos catedráticos de nueva estirpe y especialidad, y todo lo que
se señala a partir de entonces ya sería simple influencia simbólica, como la del padre con
los hijos ya emancipados. O, como señala Ortega, «en comparación con las otras edades, los
mayores de sesenta años son muy pocos [...]. Pues así es también su intervención en la
historia: excepcional. El anciano es, por esencia, un superviviente y actúa, cuando actúa,
como tal superviviente. Unas veces porque es un caso insólito de espiritual frescor que le
permite seguir creando nuevas ideas o eficaz defensa de las ya establecidas. Otras, las
normales, se recurre al anciano precisamente porque ya no vive en esta vida, está fuera de
ella, ajeno a sus luchas y pasiones. Es superviviente de una vida que murió hace quince
años. De aquí que los hombres de treinta, que están en lucha con la vida que llegó después
de esa, busquen con frecuencia a los ancianos para que les ayuden a combatir contra los
hombres dominantes» (Ortega y Gasset, J., 1976, 70).

El único criterio para considerar valiosa toda esta etapa, en la que surge, a juicio de Bolado,
una segunda generación de discípulos de Bueno, donde se incluye a los «nacidos en torno a
1955», es que «leyeron por lo general sus tesis doctorales dirigidos por el maestro y desde
finales de la década de los 80» (Bolado, G., 2017, 63); la tercera generación, que incluye a
los «nacidos en torno a 1970» (Bolado, G., 2017, 70), habrían leído sus tesis doctorales en
el iniciado siglo XXI. Sin embargo, la cuarta generación, que incluye a los incorporados «a
partir del 2008» y «formados en algunos casos en otras universidades españolas» (Bolado,
G., 2017, 70-1), ya no contempla rigor alguno, pues ni se apela a una fecha de nacimiento
concreta ni a la lectura de la tesis doctoral en fecha alguna.

La propia teoría de las generaciones de Ortega-Marías no constituye algo firme. Señala


Marías que «tiene que haber un ritmo, porque la vida humana tiene una duración media
constante, y una estructura de las edades constantes también. Pero no se trata sólo, ni
principalmente, de lo que esto tiene de ritmo biológico, sino de las funciones sociales de
esas edades; lo importante es que hay una fase de preparación social para la actuación
histórica, otra de actuación, otra de retirada. Imaginemos un hombre excepcionalmente
longevo, que se mantuviese en plenitud de facultades: no podría seguir en un estadio
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indefinidamente; tendría que ir inventando nuevas «edades» o tipos de vida, nuevas


funciones sociales. Por otra parte, la determinación de las generaciones no procede de
acontecimientos históricos importantes; es el error que se desliza en la idea habitual de
"generación del 98", que luego se ha rectificado y perfilado; los acontecimientos son
vividos, con funciones distintas, desde la perspectiva de cada una de las generaciones. Algo
análogo ocurre con los acontecimientos de la vida personal—perder a los padres,
enamorarse, enriquecerse o arruinarse, hacerse famoso—, que se insertan en las edades, con
diferente significación según en cuál se producen, y no las determinan» (Marías, J., 1949,
162-3). Por lo tanto, incluso Gustavo Bueno, inventándose nuevas «edades», podría seguir
influyendo en su mundo entorno, o salir en ayuda de los más jóvenes «para que les ayuden a
combatir contra los hombres dominantes», como diría Ortega, en los conflictos
intergeneracionales. Pero eso es tanto como desvirtuar los criterios previos: la regla del
automatismo matemático no sirve para nada. Ergo, los criterios de Bolado,
sospechosamente coincidentes con los de Ortega-Marías, tampoco sirven de mucho.

Examinemos no obstante lo que afirma Bolado de estas «generaciones» en su trabajo. Así,


la primera generación sería la que vivió la primera etapa de Bueno en la Universidad de
Oviedo; la segunda generación, la que vivió la renovación dentro del círculo de Gustavo
Bueno, ya que «Entre la primera y la segunda edición revisada y aumentada de El animal
divino (1985-1996), se desarrollaron los últimos años de la docencia universitaria de
Gustavo Bueno, en el curso de los cuales se produjo un cambio generacional y de
organización dentro de su Círculo, [...]» (Bolado, G., 2017, 58), y junto a la tercera
generación sería la que conoció a Bueno ya en lo que Bolado denomina despectivamente
como «la caverna»; sin embargo, más adelante ya no hay nada, porque la cuarta generación,
siguiendo la teoría de Ortega, habría de incluir a los nacidos desde 1978 en adelante, para
cumplir con la regla de los treinta a los cuarenta y cinco años, y es aquí donde la edad de
incorporación de los mismos desaparece como criterio...

Bolado, que constantemente cita a Ortega y a Marías, sin embargo no menciona


explícitamente su teoría de las generaciones como fuente para su propio análisis, pero
tampoco hace alusión ni una sola vez a la teoría de las oleadas expuesta por Sharon
Calderón en 2003 (Calderón, S., 2003), señalando a través de diversas décadas la expansión
del sistema filosófico acuñado por Gustavo Bueno, al que habría hace ya tiempo
desbordado; en dicha teoría no se marcan edades para señalar generaciones, sino fechas de
incorporación efectiva al sistema del materialismo filosófico, independientemente de la
edad de los protagonistas; un criterio que aparece en la «cuarta generación» señalada por
Gerardo Bolado, aunque sin demasiada firmeza, y al que sin embargo no se le extrae apenas
capacidad de análisis.

El análisis de Gerardo Bolado sobre la trayectoria vital y sistemática de Gustavo Bueno y el


materialismo filosófico no es el único que mantiene criterios parecidos. Tenemos también el
caso de Luis Carlos Martín Jiménez, quien en un artículo del año 2009 dedicado a las
«Estructuras metafinitas» del año 1955 (Bueno, G., 1955) como obra «preformativa» del
materialismo filosófico, adopta «una perspectiva doxográfica o editorial, aún a riesgo de
una simplificación excesiva o deformante», en la que distingue dos etapas principales: «-1ª
etapa o etapa "preformativa" (1946-1970): la primera etapa de su producción (pero de 24
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años de duración) comienza con la tesis doctoral (1946) y consta de artículos y ensayos,
obras en general menores, si suponemos que un sistema filosófico se desarrolla en tratados
o publicaciones extensas (compendios, libros, &c.).

-2ª etapa o etapa de formación (1970-2004): empieza con El papel de la filosofía en el


conjunto del saber de 1970 (aunque se escribe en el 68), y se afianza con los Ensayos
materialistas (1972) diversificándose en todo lo que será el sistema filosófico del
materialismo, hasta la actualidad (2004)» (Martín Jiménez, L. C., 2009, 49-50).

Dentro de esta etapa, Martín Jiménez distingue lo que él denomina como dos direcciones
«editoriales»: «1. Dirección académica (1970-1998): estaría integrada por obras con vistas a
la filosofía académica (de 28 años de duración); Desde 1970 (en que aparece su primer
libro) hasta 1998 (año en que deja la universidad).

2. Dirección mundana —política— (1998-2004): la última parte de su producción, desde


1998 hasta la actualidad, estaría formada principalmente por obras con un radio temático de
proyección más amplio, pero no por eso de menor rigor y profundidad» (Martín Jiménez, L.
C., 2009, 50).

Sin embargo, aunque pareciera estar recayendo en el mismo criterio sesgado de Bolado
(etapa académica frente a otra mundana), Martín Jiménez aclara que «queremos resaltar que
este criterio editorial para dividir la obra del autor (artículos-libros), e insertar el ensayo a
criticar, es impropio, pues la producción ensayística y los artículos en revistas no sólo será
continuada en la obra posterior (hay que recordar que se funda a tal efecto la revista El
Basilisco y en la actualidad la revista digital El Catoblepas) sino que como intentaremos
defender en este análisis, la segunda etapa es continuación, despliegue y rectificación de
ideas en buena medida elaboradas por ensayos como el presente; [...]» (Martín Jiménez, L.
C., 2009, 50). Y es más, en nota al pie se cuida de señalar que estas etapas no niegan, sino
que intersectan, con las oleadas enunciadas por Sharon Calderón: «La relación de estas
etapas con las oleadas del M.F. (tal y como lo expone Sharon Calderón Gordo en el artículo
del número 20 de El Catoblepas: "El Congreso de Murcia y las oleadas del materialismo
filosófico" la pondremos en relación con la ampliación del curso "temático" del M.F.
(coincidiendo séptima década, tercera oleada y segunda dirección), una vez que la
proyección académica se enfrenta a la desaparición del comunismo, y se atiende a ideas
políticas e históricas, temas en los que habría que situar las turbulencias entre la segunda y
la tercera oleada» (Martín Jiménez, L. C., 2009, 50).

Y es que la teoría de las oleadas, pese a que hoy día parece haber perdido arbitrariamente el
peso que se merece, principalmente por el capricho de terceras personas obsesionadas por
ostentar un protagonismo que no se corresponde con su pobre bagaje, sirve sin embargo
para evaluar el desarrollo y trayectoria del sistema del materialismo filosófico, en sus idas y
venidas, con las correspondientes turbulencias. Teoría que además no se queda en la burda
correspondencia sociológica de un Gerardo Bolado, sino que permite realizar una
reconstrucción exacta de la trayectoria del sistema y de sus hitos principales, prescindiendo
de circunstancias biográficas o teorías generacionales arbitrarias y confusas.

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b. Primera Oleada (1976-1985).

Así, la Primera Oleada (1976-1985) coincidiría con la etapa más pujante de la Universidad
de Oviedo, cuando se implantó el Departamento de Filosofía en la Facultad ovetense y
Bueno pudo desarrollar su idea de sistema filosófico gracias a discípulos directos como
Vidal Peña (1941), Julián Velarde (1945) o Pilar Palop (1947), y en la que se produjeron
importantes hitos, como fueron la elaboración del Estatuto Gnoseológico de las Ciencias
Humanas, la publicación de la obra Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial
(Bueno, G., 1976) o el nacimiento de la revista El Basilisco en 1978, cuya primera época se
cerraría en 1984. Esta década, culminada con la publicación en 1985 de El animal divino,
vio cómo justo dos años antes, en 1983, fue aprobada la Ley de Reforma Universitaria que
tanto encarece Gerardo Bolado, con la que muchos catedráticos jóvenes hasta entonces
desconocidos, gracias al surgimiento de las «especialidades» aprobadas por esa ley,
distintas de la de «Filosofía», dentro de la filosofía administrada, cobrarían fuerza
institucional y presuntamente «superarían» en fama a Bueno por publicar en ciertos medios
de comunicación (¿estará pensando Bolado en el diario El País?).

No deja de ser curioso que Bolado encarezca la eclosión de los nuevos catedráticos, pero
menosprecie las apariciones públicas de Bueno en televisión, que por su resonancia y
continuidad no tuvieron parangón con ninguno de esos henchidos catedráticos. Estas
presencias, que ya se habían iniciado años antes y se prolongaron durante varias décadas,
deberían en consonancia formar parte de lo que Bolado denomina como «la caverna». ¿O es
que los demás catedráticos que bajaban a la arena pública publicando en la prensa
convencional y apareciendo en los medios de comunicación, como hacía Bueno, no acudían
a «la caverna»?

c. Segunda Oleada (1986-1995).

La Segunda Oleada, surgida en medio de la burocratización reinante en la Universidad


española a raíz de la implantación de la Ley de Reforma Universitaria, vio el renacimiento
de El Basilisco en forma de segunda época en 1989, y coincide también con el momento en
que son publicados los cinco primeros volúmenes de la Gnoseología del materialismo
filosófico, la Teoría del Cierre Categorial (Bueno, G., 1992-93), cuya continuación es
desde luego posible para quien sea capaz de unir las diversas «teselas» que fue Bueno
diseminando en diversos trabajos de diferentes épocas, y se cerró de forma muy sintomática
con la publicación de los opúsculos ¿Qué es la ciencia? (Bueno, G., 1995b) y ¿Qué es la
filosofía? (Bueno, G., 1995), anunciando en este último que el futuro de la filosofía
académica ya no se encontraba en una Universidad burocratizada y estancada en conflictos
extrafilosóficos, sino en las aulas de la Enseñanza Secundaria, cuyo alumnado es un fractal
de la sociedad donde se producen los problemas filosóficos de nuestro presente, o en las
modernas ágoras de los medios de comunicación, cuestiones que no encajan en el rígido
esquema de Bolado.

d. Tercera Oleada (1996-2005).


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Fue precisamente durante la Tercera Oleada (1996-2005) cuando se produjo la expulsión de


Gustavo Bueno de la Universidad en 1998, bajo el argumento de una norma burocrática que
le suponía nuevamente jubilado (había pasado a ser parte de las «clases pasivas» con 65
años, en 1989) con 70 años y cuyos contratos de catedrático emérito honorífico se
consideraba también, bajo el argumento de una vulgar «ficción jurídica», que habían
caducado. Su última lección en la Universidad, el 26 de Octubre de 1998, impartida en las
escaleras de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo (de la que este año se
cumplen dos décadas), debiera ser mencionada por todo un historiador como Gerardo
Bolado como el acta de defunción de la Universidad española, donde el proceso de
estandarización en la mediocridad propio de nuestro tiempo, logró expulsar al único «hecho
diferencial» que ya quedaba en Oviedo respecto al resto de España...

Ya unos años antes de que se produjese este hecho, comenzó la explotación, tras constatarse
que la Universidad quedaba como terreno yermo tanto a nivel local como nacional para la
actividad filosófica, de las nacientes para el gran público tecnologías de la información y la
comunicación, con el resultado de la puesta en marcha en 1996 del Proyecto Filosofía en
Español y en el año 2002 con el lanzamiento de la revista digital El Catoblepas, publicación
donde se producirían las polémicas más importantes dentro del sistema del materialismo
filosófico: destaquemos, de entre todas, la que tuvo lugar a propósito de la interpretación del
núcleo de la religión, de los númenes de la religión primaria, tal y como se exponía en El
animal divino, en el año 2005, justo dos décadas después de su publicación; polémica que
cierra esta Tercera Oleada y que supuso una considerable turbulencia entre la segunda y la
tercera oleadas.

Huelga decir que ésta, junto a los primeros años de la Cuarta Oleada (en un período que
demarcaremos desde 1999, justo tras su expulsión de la Universidad de Oviedo, hasta su
culminación en 2010), supone la época más prolífica de Gustavo Bueno en publicaciones,
no sólo de artículos mensuales sino de libros en editoriales del mayor prestigio nacional:
España frente a Europa (Bueno, G., 1999), Televisión: Apariencia y Verdad (Bueno, G.,
2000), Qué es la Bioética (Bueno, G., 2001), Telebasura y democracia (Bueno, G., 2002),
El mito de la izquierda (Bueno, G., 2003), Panfleto contra la democracia realmente
existente (Bueno, G., 2004), La vuelta a la caverna: Terrorismo, Guerra y Globalización
(Bueno, G., 2004), El mito de la felicidad (Bueno, G., 2005), España no es un mito (Bueno,
G., 2005), Zapatero y el Pensamiento Alicia (Bueno, G., 2006), La fe del ateo (Bueno, G.,
2007), El mito de la derecha (Bueno, G., 2008) o El fundamentalismo democrático (Bueno,
G., 2010). Esto es, a un ritmo de más de libro por año. Sencillamente impresionante... para
quien no comulgue con pseudoexplicaciones de derivas mundanas, eso sí.

e. Cuarta Oleada (2006-2015).

Sin embargo, al igual que sucedió tras la Primera Oleada, la Cuarta Oleada (2006-2015)
supuso un decaimiento considerable, más acentuado aún al no poder Gustavo Bueno
mantener el ritmo de publicaciones tan elevado que había llevado hasta entonces: en 2010
publica Bueno El fundamentalismo democrático, su último libro en editoriales de la máxima
difusión a nivel nacional, y de aquí a 2016 el ritmo de publicaciones ya no podrá ser el
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mismo que antaño. No deja de ser sintomático que Bolado, en su pretensión de


menospreciar los años que él denomina «de la caverna», cite como último libro publicado
por Gustavo Bueno El mito de la izquierda del año 2003, dejando fuera de su análisis varios
años de febril publicación dentro del citado ciclo que comienza en 1999, justo tras la
expulsión de Bueno de la Universidad, ya iniciada la Tercera Oleada, y se cierra en 2010, en
plena Cuarta Oleada. Tras el año 2010, Bueno publicará como libros únicamente su Ensayo
de una definición filosófica de la Idea de Deporte (Bueno, G., 2014) y la edición en este
formato del artículo del año 2009 sobre El ego trascendental (Bueno, G., 2016), aparte de la
última edición de El mito de la cultura ese mismo año, con Prólogo del 23 de Abril de 2016,
poco más de tres meses antes de fallecer (Bueno, G., 2016b). Ese breve prólogo de una
página es el último escrito original obra de Gustavo Bueno...

No obstante, pese a que Bueno seguirá publicando artículos con regularidad mensual en El
Catoblepas, la revista digital manifiesta en la Cuarta Oleada una tendencia a la baja
preocupante: como detalle «cienciométrico», destacar que la «Revista Crítica del Presente»,
donde se habían producido importantes polémicas sobre todo género de materias,
especialmente sobre el desarrollo del propio sistema del materialismo filosófico, ya no
volverá a registrar ninguna a partir del año 2012 (concretamente, desde el número 125, de
Julio de 2012). Si desde el año 2002 hasta el año 2005 (números 1 a 46), se registraron la
friolera de 28 polémicas diferentes, desde el 2006 hasta el 2012 (números 47 a 130)
solamente se produjeron 10.

A estos detalles Gerardo Bolado no presta la más mínima atención, sino que se limita a
destacar sociológicamente la presunta renovación de autores de una «cuarta generación»
cuya presencia como hemos visto no se justifica de ninguna manera, y que, para nuestra
mayúscula sorpresa, un detalle que demuestra la falta de sindéresis de este «historiador»:
que la obra de Gustavo Bueno «ha sido discutida durante este período en varios foros
universitarios, pues su filosofía no se conocía a fondo fuera de sus círculos y su figura era
polémica y controvertida: junto a quienes le exaltan como el filósofo español vivo más
original y profundo, están quienes le consideran representante de un patrón filosófico
arcaico. Estos foros evidencian a mi juicio que el conocimiento del materialismo filosófico
se circunscribe al círculo de sus discípulos y es un tanto escolar, por lo que sigue siendo aún
una tarea pendiente su difusión y discusión dentro de nuestra filosofía oficial» (Bolado, G.,
2017 74-5).

Sin embargo, ¿cabe ya más difusión del sistema del materialismo filosófico que la realizada
desde el año 1996? A nuestro juicio, hace ya muchos años que los límites de la difusión
quedaron ampliamente desbordados, ya sea mediante los numerosos y enjundiosos textos
que se publicaron, especialmente durante los primeros años de la revista El Catoblepas, o
mediante todo tipo de contenidos audiovisuales (conferencias, programas televisivos,
debates, «teselas»...), cuya visualización total (y ya qué decir de su asimilación, verdadera
preocupación para quienes se interesan seriamente por el saber filosófico y no por la
propaganda más vulgar y aparente) ya es virtualmente imposible, tanto por su volumen
como por la propia naturaleza del medio (el promedio de duración del visionado de un
vídeo digital no supera el rango temporal de un videoclip, esto es, cinco minutos). Diríase
que, si el objetivo era conseguir que el materialismo filosófico se difundiera todo lo posible,
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las instituciones que durante décadas se han dedicado a tal labor han muerto de éxito. Sólo
les falta conseguir que el materialismo filosófico sea una filosofía meramente adjetiva,
inmersa en el presente, como sucedió con el kantismo en la época de Goethe. Como ya
advirtiera sobre estas y tantas cosas el propio Gustavo Bueno: «Es obvio que cuando la
filosofía se entiende de tal modo entrañada con las propias prácticas cotidianas de los
hombres que concurren en un presente determinado, la "reflexión" sobre sus estrategias,
valores, &c., en cuanto alternativas de otras posibles, podría llegar a verse a sí misma como
redundante, y como un pleonasmo el instituir una "filosofía sustantiva". Goethe expresaba
muy bien este punto de vista cuando respondía a una pregunta de Eckermann (16 de febrero
de 1827) sobre quién, en su opinión, era el mejor filósofo moderno: "Kant, sin la menor
duda"; añadiendo, a modo de advertencia: "aunque no lo haya leído, ha influido en usted.
Ahora ya no lo necesita, porque ya tiene lo que pudiera él darle"» (Bueno, G., 1995, 68).

Si la filosofía universitaria, denominada «filosofía oficial» por Bolado (en realidad filosofía
administrada), no presta en la actualidad interés al materialismo filosófico y a Gustavo
Bueno, no será por falta de difusión sino por el desinterés generalizado de sus protagonistas,
que hace ya décadas que se desentendieron por completo del asunto; desinterés que obedece
a múltiples motivos (algunos ya enumerados en este trabajo) que debieran ser objeto de
análisis de un historiador riguroso. ¿Es que acaso Bolado no se da cuenta que la expulsión
de Gustavo Bueno de la Universidad española, donde se encontraba firmemente asentado, al
menos en Oviedo, es una consecuencia de la causa (no la única, eso sí) de la propia
decadencia de la institución, totalmente cerrada a cualquier desarrollo que no sea el de la
filosofía de profesores y para profesores? Es más, a propósito de la difusión, diríase que la
visualización de estos contenidos ha provocado la exaltación de un género oral en
detrimento de lo que verdaderamente genera peso en un sistema filosófico: la redacción de
artículos y libros, que en el contexto del sistema han pasado a un segundo plano en
correspondencia con las tendencias y desarrollos de nuestra era digital, pasando internet de
ser mero texto a ser sobre todo imagen audiovisual; una era en la que leer ya se considera
algo proscrito. Otro detalle que para Bolado resulta lo mismo que para quien oye llover...

Tampoco los autores incorporados en esta Cuarta Oleada han mostrado, ni por su cantidad
ni por su calidad, una supuesta mejora o «renovación» de ningún tipo: en la práctica, los
autores que llevaban el peso en El Catoblepas o en El Basilisco vienen a ser los mismos en
la Tercera que en la Cuarta Oleada; basta con comprobar los índices para corroborarlo. Sí es
cierto, no obstante, que la tendencia del sistema, paralelamente a la explosión de contenidos
audiovisuales, ha sido en esta Cuarta Oleada al ensimismamiento, a presentar la apariencia
falaz de una obra que sigue expandiéndose sin freno ni límites, y a la repetición de
cuestiones ya añejas y superadas. No es casualidad que esta cuarta oleada se cerrase con el
documental «La vuelta a la caverna» (Muniente, H., 2015), donde la principal preocupación
del guión, pese a que Gustavo Bueno hacía tiempo que había finiquitado ese tema, era situar
el sistema y al propio Bueno cerca de un marxismo y una Unión Soviética ya caducos varias
décadas atrás, y que el propio Bueno despachó en 1991 en su Primer ensayo sobre las
categorías de las «ciencias políticas» (Bueno, G., 1991), y para más inri en los más
recientes El mito de la izquierda (Bueno, G., 2003) y El mito de la derecha (Bueno, G.,
2008). También quedó dentro de dicho documental, para sorpresa de propios y extraños,
totalmente suprimido el activismo de Bueno en defensa de la Nación Española frente a los
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separatismos que la amenazan con especial furia en los últimos años de su vida, plasmado
en obras como España frente a Europa (Bueno, G., 1999) o España no es un mito (Bueno,
G., 2005).

f. Quinta Oleada (2016-2025).

Así, la Quinta Oleada, iniciada en 2016 y aún en formación, que culminará en el año 2025,
comienza con el hito fundamental del fallecimiento de Gustavo Bueno el 7 de Agosto de ese
año, y ello marca decisivamente la suerte del sistema filosófico que él acuñó. Con un
sistema cada vez más ensimismado, viviendo de una fama aparente que reportan los
innumerables contenidos audiovisuales que se presentan al ancho mundo, pero donde la
crítica y la polémica han virtualmente desaparecido, con su «obrero máximo» fallecido, el
sistema filosófico que acuñase ha quedado incompleto y falto de rumbo, con la obra de
Gustavo Bueno sumamente dispersa y en la práctica buena parte de ella inencontrable (no
existe siquiera un proyecto, ni a corto, medio ni largo plazo, de publicación de sus obras
completas). Ni siquiera quienes dicen abanderar, como presuntos «herederos», el sistema
del materialismo filosófico, obsesionados por su «difusión», parecen acordarse de las
afirmaciones del propio Bueno, que figuran en las entrevistas que concedió a diversos
medios de comunicación con motivo de sus noventa años cumplidos (o incluso, sin ir más
lejos, su discurso ofrecido en su ciudad natal, Santo Domingo de la Calzada, el 1 de
Septiembre de 2014): en ese momento afirmó que la expansión de su sistema no le
preocupaba, porque era algo aleatorio y totalmente extrínseco, que del mismo modo que se
había producido se podía apagar cualquier día: «No es que mi sistema haya "alcanzado"
nada. Si lo comparamos con el principio, se puede decir que la difusión es mucho mayor,
está más extendido por América y hasta se ha traducido un libro al chino. Eso no tiene por
qué cesar, está internet... Pero dadas las condiciones, igual puede apagarse que seguir
adelante. [...] Al final es una cuestión aleatoria, meteorológica» (Pérez, L., 01 de
Septiembre 2014).

Y es que la difusión y la divulgación del sistema son elementos accidentales y secundarios


al mismo, como bien supo establecer Bueno años atrás. Esto es algo tan obvio como
evidente para quien conozca el materialismo filosófico, y debiera sonrojar a los que, tras
tantos años en contacto directo con Bueno, hayan optado por tan fácil pero misérrima vía:
no existe un nivel «científico» frente a un nivel «divulgado» de la filosofía que obligue a
difundir un sistema y sus obras como si fueran profundos arcanos que deban ser desvelados;
como si existiera un materialismo filosófico «esotérico» frente a otro «exotérico». Como
señaló Gustavo Bueno en 1995, justo al terminarse la Segunda Oleada, «la filosofía del
presente, tal como pueda ser formulada por los filósofos (y no por cualquier ciudadano), por
intensa que sea la disciplina académica que ella comporte, no puede ser "explicada" a modo
de "divulgación" de un saber hermético, cuyas pruebas se supone que sólo son accesibles a
los "académicos", como ocurre en Matemáticas, en Física o en Biología. Su "explicación
pública" —por difícil que pueda resultar— es su misma construcción "divulgada" [...].
Quien escucha o lee una exposición filosófica (necesariamente dada en lenguaje nacional)
debe poder juzgar por sí mismo, y no le está permitido al filósofo apelar a saberes de
especialista que sólo los académicos pudieran comprender y valorar. En este sentido, una
obra de filosofía, no por estar escrita en lenguaje nacional (en francés, en alemán, en
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español, en inglés) debe necesariamente considerarse como obra de divulgación, pues ésa es
su forma regular de expresión» (Bueno, G., 1995, 90-1).

En resumen, la potencia del sistema del materialismo filosófico es inútil medirla por algo
tan genérico y al alcance de cualquiera como son los contenidos audiovisuales o sus
visualizaciones, que más que convertirse en un símbolo de distinción homologa al sistema a
la mediocridad reinante en nuestra época, donde las telepantallas han sustituido a la lectura.
No deja de ser sintomático que el perfil de las personas que se han acercado al materialismo
filosófico, a partir de la Cuarta Oleada, es el de consumidores de multitud de vídeos que
apenas han leído nada de Bueno o de cualquier otro autor vinculado al sistema. Mayor
número de contenidos o de personas a las que ha alcanzado el sistema tampoco implica
mayor potencia de análisis. Como señaló literalmente Bueno en 1992 en el comienzo de su
Teoría del Cierre Categorial: «La mayor potencia de una teoría de la ciencia respecto de las
otras, no se mide tanto por el número de adhesiones o ventajas burocráticas que haya
alcanzado en un momento dado sino por la mayor capacidad para analizar, en cada caso,
una ciencia o una parte de una ciencia dada» (Bueno, G., 1992, 15).

Como vemos, a la luz de la teoría de las oleadas es muy fácil comprender la situación de
deriva que vive el sistema del materialismo filosófico; teoría que no cabe menospreciar en
defensa de otras de carácter sociológico y cuyo alcance y validez habrá que valorar una vez
que haya transcurrido la actual Quinta Oleada al menos, ya la primera sin la presencia
efectiva de Gustavo Bueno. Sin embargo, al menos hasta el momento de su fallecimiento es
una explicación sumamente válida para entender que la situación actual no es debida
solamente a la desaparición del fundador del materialismo filosófico, sino que provenía de
bastantes años atrás. No obstante, lo cierto es que la pérdida de Gustavo Bueno inicia
necesariamente una nueva etapa en forma de Quinta Oleada del sistema que él acuñó, donde
las personas que han conocido el sistema a lo largo del ancho mundo tienen ante sí una gran
y doble ocasión: derribar la barrera del ensimismamiento y los falsos «ídolos» (en el sentido
baconiano) generados en años anteriores.

Esta Quinta Oleada puede ser, pese a todo, el comienzo de una nueva etapa efectiva de
desarrollo del sistema, como antaño, o simplemente constatar la tendencia de la Cuarta
Oleada: que el materialismo filosófico, sin la activa presencia del que fuera su acuñador y
principal adalid, se ha convertido ya en una filosofía dogmática y exenta de los problemas
del presente, con sus ocasionales presencias en la prensa y los medios de comunicación
convencionales, bajo la forma de una filosofía «inmersa» en los problemas del presente,
pero que ya habría degenerado respecto a la forma canónica de la filosofía de tradición
académica; incluso algunos de sus autoproclamados seguidores adoptan la forma que Bueno
denominó como «galeata», hablando de «análisis estratégicos» o «análisis del presente»
para no hablar directamente de Filosofía, esto es, paradigma de una «actitud antifilosófica
mantenida por escritores de temas realmente filosóficos, pero que, por causas diversas,
desean segregarse de la filosofía» (Bueno, G., 1970, 54). El único modo de evitar este triste
final consiste en prestar atención a aquellos aspectos del sistema que el propio Gustavo
Bueno dejó, por múltiples motivos, sin desarrollar, y que constituyen un considerable
desafío para los verdaderos materialistas filosóficos.

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7. TEMAS ABIERTOS: LA INVOLUCRACIÓN DE LAS CATEGORÍAS


CIENTÍFICAS Y LA FINALIDAD EN LOS ORGANISMOS VIVIENTES.

Tras la publicación por parte de Gustavo Bueno de los cinco primeros volúmenes de la
Teoría del Cierre Categorial (Bueno, G., 1992-93), la Gnoseología materialista que sitúa a
las ciencias como una transformación efectiva de nuestro mundo, no como meras teorías
relacionadas con unos hechos observables, el proyecto fue objeto de sustanciales
modificaciones, a propósito de varias cuestiones que el propio Bueno fue introduciendo en
diversas lecciones, a partir del año 2000 hasta el año 2006 aproximadamente. A partir de
entonces, se centró casi en exclusiva en trabajar en los libros que se le iban encargando de
parte de diversas editoriales de prestigio a nivel nacional, y donde diseminó de forma
pública parte de estos desarrollos de forma fragmentaria; obras que fueron informadas con
estos nuevos conceptos, a falta de la publicación completa de la Teoría del Cierre
Categorial, desde el Tomo sexto anunciado pero no editado, hasta el número 15 que se
había proyectado en su día. De entre todas estas cuestiones abiertas, destacaremos dos por el
considerable tiempo que les dedicó Bueno durante aquellos años, y por su importancia
dentro del sistema: la involucración de las diversas categorías y el problema de la finalidad
en los organismos biológicos, que obligó a pergeñar nuevos lineamientos cuyos hilos
(«estromas») pueden recuperarse. Ambos nos servirán para elaborar nuevos trabajos, a
publicar en esta revista, pero los mencionaremos aquí a modo de esbozo.

a. La involucración de las categorías científicas.

Una de las cuestiones fundamentales a las que Gustavo Bueno dedicó aquellos años fue la
relativa a la involucración entre las diversas categorías científicas. Es decir, el hecho de que
las categorías científicas constituidas como tales no son esferas de la realidad aisladas entre
sí, en el sentido del megarismo como modulación del monismo metafísico («nada está
conectado con nada»), sino que tienen algún tipo de vínculo ya sea compartiendo términos o
descomponiéndolos a diversas escalas. Algo que resulta clave a la hora de determinar los
«principios medios» de cada categoría científica y el surgimiento de nuevas categorías, que
compartirán términos o descompondrán los términos considerados simples en otros más
complejos. Así, la Química clásica, cuyos elementos básicos fueron descomponiéndose a
medida que surgía la teoría atómica o la Genética, y se van incluyendo dentro de la
Biología, la Física, &c:

Porque si «cierre» no es aislamiento o clausura, el hecho de que la Química clásica,


lejos de tener que permanecer aislada o clausurada en un campo y escala definidos por
la tabla periódica, haya entrado en comunicación con la teoría del calor, con la teoría
de la electricidad, y haya sido «inundada» por la teoría atómica, no significa que su
cierre categorial se haya roto o se haya desvanecido. Por el contrario, ese cierre
permanece en la misma medida en la que permanecen los eslabones de la cadena, los
elementos químicos (como la Genética permanecerá en la misma medida en que
permanezcan los «eslabones» genotípicos). Que estos elementos no sean átomos
simples y primitivos no quiere decir que sus configuraciones hayan desaparecido
(Bueno, G., 1993, 135).

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No existen muchas referencias publicadas sobre la cuestión de la involucración entre


diversas disciplinas. Curiosamente, la primera de ellas en un sentido cronológico no es del
propio Bueno, sino de Pelayo Pérez, por aquel entonces un asiduo a las lecciones que cada
lunes ofrecía en la Fundación que lleva el nombre del filósofo, del año 2002, en el contexto
de una polémica sobre el materialismo:

Intento no escribir con un discurso que corresponde más a los académicos y a quienes
mucho mejor que yo dominan la dialéctica del materialismo filosófico, lo que me
obliga a discurrir en medio de dos posiciones al menos. Pero conceptos como
monismo, sustantificación e hipóstasis, no se pueden dejar pasar. Y sobre todo, ese
Sujeto epistémico que mira al mundo, a sus cuerpos, a sus elementos y lo reduce por
entero a Objeto (interior se supone): el de su mirada, cuyo saber analítico, positivo, no
contempla las dificultades ontológicas de ese Mundo y de Sí mismo, de donde que
terminemos por oír cosas como «creación» o dudas entre la fe y el fatalismo como
cierre imposible de un texto que ni una sola vez menciona la «Teoría del Cierre
Categorial», ni considera las categorías como pertinentes de entrar a formar parte del
análisis llevado a cabo (nada digamos, antes de concluir, de la Symploké inexistente o
los problemas al respecto que últimamente Bueno viene introduciendo: la
involucración, por ejemplo, tan pertinente creemos en este caso). El materialismo
aludido que se representa, se mantiene en el plano analítico, siendo aquí la dialéctica
inexistente; no se intenta ni una sola vez oponer unos fenómenos a otros, pues ni
siquiera en realidad se intenta una clasificación «específica, genérica» de los mismos.
No se ve que los autores se hayan puesto frente a las oposiciones que esos géneros, al
menos como hipótesis, plantearían y ni muchos menos, insistimos, se plantean
realmente el estatuto ontológico de sí mismos como sujetos cognoscentes (Pérez, P.,
2002, 11).

Unos meses después de esta referencia de Pelayo Pérez, Gustavo Bueno se refiere
explícitamente a la involucración entre categorías científicas, en el contexto de las posibles
vías de constitución de una disciplina doctrinal (en este caso, una categoría científica) en
función de campos previamente establecidos:

El modo de la «incorporación» en una categoría dada de contenidos propios de otras


categorías o campos, de suerte que una tal incorporación de lugar a contextos
determinados nuevos. El término «incorporación» se toma aquí en sentido muy
amplio; en todo caso, no se reduce al concepto de «involucración entre categorías»,
que tiene un alcance más preciso (por ejemplo: hablamos de «involucración de la
Biología y de la Cristalografía» en situaciones, gnoseológicamente relevantes, tales
como las constituidas por la presencia de cristales no orgánicos de calcita en la
especie Paracentrotus lividus, que obligan a confrontar las categorías cristalográficas
y las biológicas; o bien, hablamos de «involucración de la Aritmética y de la
Geometría» en situaciones gnoseológicas relevantes tales como la constituida por la
«relación de Leibniz»: 1/1 – 1/3 + 1/5 – 1/7... → π/4, que obliga a comunicar los
géneros matemáticos, tradicionalmente designados como cantidad discreta y como
cantidad continua, considerados como incomunicables). (Bueno, G., 2002c, 2)

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Varios años después, en 2011, Bueno vuelve a hacer referencia al problema de la


involucración a propósito de la pluralidad de las ciencias y de disciplinas nuevas, como la
denominada «ciencia enfermera»:

Ahora bien: la característica plural de clase distributiva de las ciencias no es externa.


Históricamente no cabe hablar en singular del factum de la ciencia, porque el factum
de la ciencia ha de entenderse como plural. Y la pluralidad de las ciencias es esencial
a estas ciencias, no es un mero «hecho empírico» o efímero. Porque precisamente esa
pluralidad es la que permite establecer la idea del campo propio de cada ciencia, de
los límites de ese campo, según un criterio gnoseológico, inmanente a las ciencias, y
no epistemológico o metafísico. Precisamente porque cualquier campo es en gran
medida común a ciencias positivas distintas, es por lo que podemos concluir que cada
ciencia no agota íntegramente su campo categorial. Conclusión decisiva en todo
cuanto concierne a los contextos de investigación, y por tanto a la distinción entre las
ciencias cerradas y las ciencias clausuradas. La pluralidad de las ciencias, es decir, la
pluralidad de sus campos respectivos, establece una discontinuidad gnoseológica, que
es un caso particular de la symploké de las categorías: es imposible demostrar,
partiendo de los principios geométricos, las leyes de composición de los elementos
químicos, o viceversa. [...]
Las ciencias categoriales se circunscriben a campos o dominios de contornos
específicos, lo que no excluye la posibilidad de reunirlos en círculos genéricos
próximos o remotos. En cualquier caso, la discontinuidad entre los campos
categoriales de las diversas ciencias no excluye las involucraciones entre ellos
(Bueno, G., 2011b, 2).

Siguiendo a Bueno, las categorías «no tendrían por qué entenderse como esferas autónomas
que introdujeran discontinuidades absolutas en el Universo, porque las involucraciones
entre las categorías o, si se prefiere, los puntos de intersección entre las “esferas” serían la
regla y no la excepción. La razón es que las ciencias categoriales no agotan los campos o
dominios que cultivan, y esto significa que, sin perjuicio de las categorías, quedan muchos
contenidos comunes a diferentes dominios, campos o categorías. Dicho de otro modo: los
campos categoriales no han de concebirse como conjuntos de términos pertenecientes a una
misma clase homogénea de términos; antes bien, los términos de un campo categorial
habrán de entenderse como enclasados en clases diferentes, lo que nos lleva a ver los
campos categoriales no como esferas homogéneas o lisas, sino como agregados
heterogéneos, en los cuales se han logrado establecer clasificaciones pertinentes. Es lo que
la tradición escolástica reconocía, a su modo, al distinguir entre el objeto material (los
agregados heterogéneos) y el objeto formal (quo o quod) de las ciencias, resultado de la
selección de los contenidos materiales» (Bueno, G., 2011b, 2).

De estos fragmentos recuperados para la ocasión se deduce que el problema de la


involucración, lejos de haberse resuelto en vida de Bueno, es una cuestión abierta y a
desarrollar que todo verdadero materialista filosófico debiera encarecer al máximo.

b. La finalidad en los organismos vivientes.


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Uno de los problemas fundamentales que señala Gustavo Bueno a propósito del nuevo
proyecto de la Teoría del Cierre Categorial, que quedó inconcluso, fue el de la finalidad en
los organismos vivientes, que era necesario resolver y al que Bueno dedicó los años 2004 y
2006 principalmente, con vistas a la publicación del Tomo VI de una Teoría del Cierre
Categorial ya sensiblemente remozada. En el comienzo de este ambicioso proyecto, Bueno
parte de un hecho, señalado a propósito de la finalidad como «fin de algo», de una totalidad
(configuracional o procesual): Finalidad dice identidad sintética entre un proceso (o
configuración) y su resultado (contexto), una modalidad de la identidad sintética, ya tanto
en su modalidad objetiva o propositiva, donde se involucra la conducta proléptica de un
sujeto operatorio. Si el referente de un fin es una multiplicidad, un referente definido como
entidad simple o un punto, no sirve para la finalidad ni para la teleología (Bueno, G.,
1992b).

En este contexto, la finalidad cobró, sobre todo en sus lecciones impartidas alrededor de los
años 2004 y 2006, una importancia crucial, sobre todo a la hora de explicar la Biología. Sin
embargo, la finalidad que formulan autores como Ernst Mayr o Jacques Monod tiene una
tendencia metafísica, cuando se hace referencia a la teleonomía (finalidad por programas o
mensaje), o los organismos teleoclinos de Driesch, dirigidos hacia un fin. Es una
recuperación de las causas finales del aristotelismo, aunque el Estagirita señaló que no había
finalidad en el Universo, sino telos, especialmente en el mundo sublunar, pues en el
supralunar, donde las sustancias son eternas e incorruptibles, están actualizadas en su
materia totalmente, incluyendo al Motor Inmóvil de la Física y al Acto Puro de la
Metafísica. Esta idea aristotélica se mantuvo con Santo Tomás de Aquino y la Quinta Vía
para la prueba de la existencia de Dios o el fin final en la Crítica del Juicio de Kant, siendo
recuperada por la biología molecular y el ADN: Jacques Monod señala en El azar y la
necesidad (Monod, J., 1984, 23), que los seres vivos poseen tres características: teleonomía,
invariancia reproductiva y morfogénesis autónoma, que indican no sólo una finalidad y una
constancia en su estructura, sino que ésta evoluciona partiendo de unas bases genéticas
ajenas a las alteraciones del mundo externo.

Esa finalidad en los organismos vivientes ha de darse considerándolos a su vez una suerte
de totalidades atributivas, esto es, compuestas de partes, pero a su vez cambiantes, igual que
el famoso barco de Teseo seguía siendo el mismo barco pese a que todas sus partes han sido
sustituidas, o el río de Heráclito, cuyas aguas se renuevan constantemente pese a ser «el
mismo río» siempre. Es lo que Gustavo Bueno denominó como totalidades joreomáticas,
donde se podrían incluir también sucesiones de carácter idiográfico, como la sucesión de los
Papas del Renacimiento, como diría Heinrich Rickert, «El "conjunto de los papas del
Renacimiento" constituye una totalidad atributiva joreomática, en la que cada elemento
debe desaparecer para que otro aparezca como elemento de la clase (la misma regla a la que
se sometía el ave Fénix, con la diferencia de que las apariciones del ave Fénix no envolvían
diferencia de sustancia, sino que suponían identidad sustancial entre el cuerpo del ave viva,
sus cenizas y el nuevo elemento viviente que renacía de ellas, mientras que a los papas del
Renacimiento se les reconoce una identidad sustancial interindividual» (Bueno, G., 2012,
2).

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Es más, la idea de los organismos teleoclinos no encaja con la de los organismos vivientes,
puesto que estas hacen referencia a conexiones materiales, «aún cuando muchas veces las
conexiones materiales puedan constituir, por sí mismas, un tipo característico de conexiones
formales (tal sería el caso de las «conexiones teleoklinas»)»; las totalidades joreomáticas
son ante todo totalidades analizables desde un punto de vista holótico formal: «son tipos
formales de unidad las unidades sistáticas (partes simul sumptae) y las joreomáticas (la
unidad del río de Heráclito); las unidades homogéneas (la barra de oro del Protágoras
platónico) y las heterogéneas (la unidad del rostro, según el mismo Protágoras); las
unidades compuestas, continuas (cristales) o discretas (tipo Volvox); las unidades fijas (con
partes formales estables, trabadas, &c.) y las unidades permutables (la unidad del barco de
Teseo); unidades amorfas, o unidades hilemórficas; unidades plenamente inconexas, o
unidades plenamente conexas (en las que cada parte tiene conexión con todas las demás,
una idea límite, metafinita)» (Bueno, G., 2012, 2).

En consecuencia, las unidades de los organismos vivientes mantienen así su identidad pese
al cambio de sus partes, en tanto que son consideradas como totalidades joreomáticas: «no
excluimos la reflexividad de los casos en los cuales las unidades término de la relación,
abandonando su aislamiento absoluto, propio de las sustancias absolutas, hayan alcanzado
de hecho unas diferencias compatibles con su unidad de conexión. Citamos de nuevo, como
ejemplo, a las unidades joreomáticas susceptibles de transformación y composición con
unidades de su dintorno tales que sean capaces de reproducir cíclicamente la composición
tomada como original. La reflexión tendrá lugar entonces en el contexto de las
transformaciones idénticas, en las cuales la unidad sustancial se va componiendo con una
serie de unidades del entorno de suerte que sea posible el mantenimiento de la unidad
originaria» (Bueno, G., 2012, 2).

Al nivel de la Biología, no cabe duda que hay finalidad en los organismos, de lo contrario
serían inexplicables cuestiones tales como las homologías existentes entre las aletas de los
anfibios, las extremidades de los mamíferos o las manos y pies de los antropoides o, sin ir
más lejos los órganos oculares o los órganos sexuales en los pluricelulares. Sin embargo,
esta finalidad no puede plantearse a la escala del individuo, de la ontogénesis (ni siquiera
postularse un «Diseño Inteligente»), sino de la filogénesis: los ojos tienen la finalidad de ver
porque estos órganos son producto de la evolución de células fotosensibles hasta el
desarrollo de los pluricelulares. En consecuencia, tomando a los organismos vivientes
como totalidades joreomáticas, susceptibles de modificar sus partes y en constante
transformación sin alterar su identidad, cabría atribuir una idea de finalidad objetiva, no
propositiva.

En 2010, en un artículo dedicado al problema del aborto, Bueno distingue entre finalidad
(etológica), refiriéndose a la finalidad propositiva, y teleología (biológica), pero aclara que
no es una distinción dicotómica:

La distinción entre finalidad (etológica) y teleología (biológica) –aún en los casos en


los cuales no cabe oponerlas por el criterio de la prolepsis (de la propositividad)–, no
es una distinción dicotómica, como lo sería la oposición entre finalidad proléptica y
teleología no proléptica, puesto que hay que reconocer situaciones intermedias o
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ambiguas. Y esto sin tener en cuenta que tanto la finalidad como la teleología
implican movimientos y medidas suyas en el tiempo, pero no en un tiempo orientado,
en fórmula de Aristóteles, «según el antes y el después», sino un tiempo orientado
«según el después y el antes». [...] Un caso en el cual el finalismo etológico y la
teleología fisiológica confluyen profundamente sería el caso del famoso escarabajo
pelotero, el Scarabaeus sacer: la pelota de estiércol que amasa el escarabajo (por
cierto, según una morfología ovoidea), o bien constituye un objetivo dado en el
ámbito de un finalismo nutritivo individual –y en este caso el escarabajo utiliza
cualquier tipo de estiércol «equifinal»– o bien constituye un objetivo dado en el
ámbito de una teleología reproductiva, cuyo objetivo es depositar un huevo en la
pelota ovoide (y para este objetivo el escarabajo utilizará no cualquier tipo de
estiércol, sino el estiércol de carnero): la larva madura comienza a devorar el estiércol
húmedo en el que fue depositado el huevo (Bueno, G., 2010b, 2).

Gustavo Bueno, en aquellas lecciones de 2004 y 2005, tomaba como referencia la idea de la
«sopa primigenia», ya señalada por Darwin en 1871, un totum revolutum de
protoorganismos reconstruible desde los organismos actuales, en la que se recupera la idea
de la involucración, en este caso entre Biología y Química, desde una suerte de hipótesis
causa sui o de un mundo autogenerado, idea muy metafísica sugerida en un artículo que
pasó sospechosamente desapercibido en su día en la revista El Catoblepas sobre «la
hipótesis causa sui» (González Colunga, A., 2004, 17). Así, es muy habitual la metáfora de
la vida como un conglomerado uniforme de células (la «sopa primigenia» ya sugerida por
Darwin en 1871), aplicada incluso al mundo tras el Big Bang:

al fin y al cabo, las partículas que las formaban también parecen haberse creado, no
menos establemente, partiendo de una sopa cósmica inicial. Además, los primeros
seres vivos podrían considerarse con toda propiedad, y de manera muy similar a las
propias partículas que los formaban, inmortales, únicos seres vivos que de hecho lo
han sido. Y esto porque no incorporaban aún en su estructura plazos marcados, curvas
de eficiencia, relojes biológicos de ningún tipo que les condenaran a la mortalidad.
Estos seres primigenios habrían sido permanentes en el tiempo si no fuera porque el
entorno ante el cual reaccionaban habría de sufrir, tarde o temprano, dramáticos
cambios (González Colunga, A., 2004, 17).

Esta idea, sin embargo de carácter metafísica por todo lo que implica (principio finalístico
cuasi aristotélico), Gustavo Bueno la reinterpreta como paso de lo lisológico o genérico, sin
forma definida (la «sopa») a lo morfológico, lo que ya posee una forma específica. Puesto
que definir un organismo viviente como un conjunto de elementos químicos define el
organismo a una escala lisológica, la definición de este mismo organismo desde categorías
anatómicas define el organismo a una escala morfológica. Lo que Gustavo Bueno designa
como operación de conformado o transformación de un campo en estado lisológico en el
mismo supuesto campo, ahora ya en en estado morfológico, una transformación de lo
lisológico a lo morfológico, en un proceso de «conformado» que reproduzca un estado
morfológico originario: «Este tipo de racionalización es el que encontramos en la
explicación científica convencional del curso de evolución de los organismos vivientes: la
explicación comenzará por el estado lisológico de la «sopa biogénica» –o bien, por el
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«cigoto lisológico» previo a la conformación morular, y a la morfogénesis ulterior– y


continuará en el análisis del desarrollo del organismo hasta su descomposición y
putrefacción, es decir, por el retorno al estado lisológico (Bueno, G., 2007c, 2).

Así, «Un ejemplo de conformado fuerte lo encontramos en la teoría del proceso de


explicación de la biosfera a partir de la sopa primigenia, siempre que se interprete esa sopa
primigenia (a la que atribuimos sin esfuerzo el estado lisológico) como una hipótesis de
trabajo, a partir de la cual sea posible dar cuenta de conformaciones reales (en el plano
ontológico) como pudieran serlo (intencionalmente, al menos) los coacervados (de Oparin),
las mitocondrias, las células procariotas o los organismos pluricelulares» (Bueno, G.,
2007b, 2).

Cómo avanzar desde la «sopa primigenia» hasta los organismos pluricelulares vivos, es algo
sin embargo que no puede definirse a la escala humana, de la materialidad que hemos
conformado institucionalmente; pertenece a la Materia Ontológico General (M); y, como
parte de ese mundo no formalizado a nuestra escala, no lo podemos conocer, ignoramus et
ignorabimus.

8. CONCLUSIÓN.

El materialismo filosófico, más que como sistema axiomático, podría ser considerado como
un sistema estromático, es decir, como un tejido de ideas que, como si fueran sus hilos, se
entretejen en una urdimbre formada por hilos paralelos ya establecidos (como núcleo del
sistema) y en una trama que va incorporando, para formar el cuerpo del sistema, nuevas
Ideas tomadas «del exterior» del sistema (es decir, no deducidas de su urdimbre, en el
sentido del idealismo absoluto de Hegel con el que tantas veces fue comparado Bueno). En
este sentido, es una tarea planteada para la posteridad el desarrollo de aquellas partes del
sistema que quedaron inconclusas por parte del propio Gustavo Bueno.

El sistema filosófico, desde la perspectiva del materialismo filosófico, no es algo exento ni


previo a los saberes tecnológicos o científicos, pues bebe de conceptos positivos como el
sistema solar o los sistemas de ecuaciones en Matemáticas; menos aún estos saberes
proceden de una filosofía prístina a la que se atribuyera la condición de «madre de las
ciencias». La filosofía, y sobre todo, en su forma sistemática, no brota de la ignorancia («al
margen de todo supuesto») sino de saberes efectivos de primer grado, y por ello la filosofía
puede considerarse como un saber de segundo grado. Frente a las distinciones un tanto
artificiosas entre una tradición «analítica», centrada en la ciencia, y una tradición
«continental», centrada en el análisis de los textos de la tradición, el materialismo filosófico
clasifica ambas como una filosofía «centrada» en el análisis de las ciencias, en primer lugar,
y una filosofía «exenta» de los problemas del presente, realizada por profesores y para
profesores, en el segundo caso.

9. BIBLIOGRAFÍA CITADA.
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«Sin embargo, en ocasiones, puede ocurrir que las fronteras temáticas de una disciplina se
transgredan indebidamente cuando una de ellas considera como su objeto de estudio el de
otro campo. A este quebrantamiento indebido de fronteras llama Husserl una “μετάβασις εἰς
ἄλλο γένος” (metábasis eis allo genos–transgresión hacia otro género), es decir, una
confusión de ámbitos de investigación. La tesis central de Husserl es que el psicologismo en
todas sus formas incurre en una metábasis con el campo de la lógica, ya que esta no tiene
como referente a nada psicológico».
Barbosa, Pedro (2015), La filosofía de Edmund Husserl.
San Juan de Puerto Rico: Noema, 21.

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ARTÍCULOS

Clausewitz y Schmitt.
El concepto político de la Guerra

Pablo Anzaldi
(Universidad Católica Argentina)

Resumen. El presente artículo indaga la relación entre la Teoría política de la guerra del
autor prusiano Carl Clausewitz y la distinción amigo-enemigo como criterio de lo político
en Carl Schmitt. Muestra, al mismo tiempo, la semejanza de ambos en la visión del orden
interestatal. En ambos casos, se patentiza una teoría política que incluye a la guerra como su
posibilidad y no como su negación o fracaso.
Palabras clave: Carl Clausewitz, Carl Schmitt, guerra, teoría política, amigo, enemigo
Abstract:This article explores the relationship between the political theory of war of the
Prussian author Carl Clausewitz and the friend-enemy distinction as a criterion of the
political in Carl Schmitt. It shows, at the same time, the similarity of both in the vision of
interstate order. In both cases, a political theory is shown that includes war as its possibility
and not as its negation or failure.
Keywords: Carl Clausewitz, Carl Schmitt, war, political theory, friend, enemy

1. INTRODUCCIÓN.
En el presente artículo exploramos la relación de Carl Schmitt con Clausewitz, y
patentizamos que la teoría de la guerra de Clausewitz y la teoría de lo político de Schmitt
presentan importantes aspectos comunes. Clausewitz elucida la politicidad de la guerra y
Schmitt la virtual belicosidad de la política. Poniendo en paralelo ciertos conceptos y
apreciaciones de Schmitt con los que hiciera Clausewitz, se patentiza la influencia que
irradió Clausewitz y se prepara una comprensión más profunda de la elaboración
schmittiana.
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Exploramos las relaciones entre De La Guerra (2005) de Clausewitz, El Concepto de lo


Político (1985) y El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Jus Publicam
Europaeum (1979) de Carl Schmitt. Hemos dejado de lado adrede el opúsculo de Schmitt
Clausewitz como pensador político o el honor de Prusia (Buenos Aires, s.f.) porque se trata
de un análisis, basado en escritos anteriores a De La Guerra, de la especificidad de la
enemistad prusiana contra Napoleón, en comparación con la enemistad española.
2. LA POLÍTICA Y LO POLÍTICO.
Schmitt se pregunta ¿qué es lo político? ¿Es posible un criterio autónomo de lo político?
Pareciera diferenciarse la política, como actividad práctica más o menos conscientemente
desarrollada, de lo político, que aparece como fundante de la política misma. La política
sería un arte práctico que opera sobre una esencia que la sostiene, esto es, sobre lo político.
En Schmitt, a diferencia de la visión clásica, lo político no es la condición comunitaria
natural del hombre sino más bien la contradicción inherente a la condición humana, que es
eminentemente problemática.
Schmitt busca trascender la idea de la política encorsetada en la unidad sistemática liberal,
idea que carece de autoconciencia acerca de sus propios fundamentos. El pensamiento
liberal aparece como un discurso cuyo origen histórico y fundamento estructural quedan
sistemáticamente olvidados. El tránsito de lo político a la política no es lineal. La tesis
clásica de lo político como condición natural del hombre no necesariamente es la base para
una política pacífica o candorosa. Y, en el mismo sentido, la distinción schmittiana de lo
político como relación amigo-enemigo no necesariamente es el fundamento de una política
belicista y agresiva. Puede entenderse lo político como condición comunitaria natural del
hombre y superponerse una política como actividad práctica de alta intensidad a los efectos
de restaurar la armonía perdida. O, como en el caso de los romanticismos desde el
rousseanismo hasta ciertos marxismos, puede entenderse lo político como esencia
conflictiva de la condición humana e inferirse el camino del pacto o contrato como
posibilidad de salida. O el tránsito de la política a lo político, de la experiencia al principio,
(camino de la dialéctica clásica) o el tránsito de lo político a la política, de la premisa a las
conclusiones (camino de la filosofía moderna). La inteligencia de la experiencia es la clave
que posibilita comprender el espectro de lo probable, contingente y mudable del obrar
humano (Lamas, F., 2013, 27). Decimos que la filosofía moderna inicia esa dirección
atendiendo de Hobbes al marxismo: primero se construye una teoría del poder o de lo
político y luego busca —aunque puede perderse— la experiencia. El marcado carácter
deductivo y la logificación de la experiencia —por ejemplo, con el contractualismo
rousseauniano, el positivismo jurídico o la dialéctica marxista— se diferencia de la
tradición clásica cuyo método se inicia en la experiencia y desde ahí se encamina a los
principios (vía inventionis). Sólo la exposición, recorre el camino inverso (vía judici), pero
lo que interesa es que la función de la teoría es patentizar la realidad, más que subsumirla en
esquemas a priori. Por cierto, la diferencia radica en la anterioridad histórica y lógica de la
vía inventionis por sobre la vía judici, no en la eliminación de la segunda. Nos parece que
esa es la modalidad del pensamiento clásico y Clausewitz también en gran medida se
orienta de ese modo.
Schmitt se enfrenta con el problema de lo político de modo radicalizado. Schmitt busca una
distinción específica de lo político, tan específica como son bello y feo para la estética,
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bueno y malo para la moral, etc. En la versión de El concepto de lo político del año 1927 lo
político emerge como un ámbito. En la versión de 1932 —que aquí consideramos— lo
político es una intensidad. A propósito, el Comentario de Leo Strauss al texto de Schmitt
pareciera ser el disparador al menos de ciertas modificaciones. En la versión de 1932, la
nueva tesis central de Schmitt deslinda lo político de un ámbito material específico y lo
ubica como presupuesto de lo estatal, es decir, en el marco de la teoría del Estado. «El
concepto de Estado presupone el de lo político» (Schmitt, C., 1985, 15). Por ello Strauss
sostiene que lo político en Schmitt está al servicio del Estado.
Schmitt afirma que:
la equiparación de «estatal» y «político» es incorrecta y errónea en la misma medida
en que estado y sociedad se compenetran recíprocamente y todos los asuntos hasta
entonces «solo» sociales se convierten en estatales, como ocurre necesariamente en
una comunidad organizada de modo democrático (Schmitt, C., 1985, 15).
La búsqueda de una distinción específica de lo político análoga a las distinciones de bueno
y malo en moral, bello y feo en estética, etc., es puesta en cuestión por Strauss en tanto lo
político —de este modo— constituiría un ámbito más en el interior de la unidad sistemática
liberal, un ámbito de distinciones y convenciones del cual no puede salirse.
Por cierto, la reubicación de lo político como posibilidad formal de lucha que extrae su
fuerza de sucesivos ámbitos materiales (religioso, metafísico, moral, etc.) pero que no se
agota ni reduce a ellos, es el paso schmittiano en la precisión de la autonomía de lo político:
La específica distinción política a la cual es posible referir las acciones y los motivos
políticos es la distinción de amigo (Freund) y enemigo (Freind). Ella ofrece una definición
conceptual, es decir un criterio, no una explicación exhaustiva o una explicación del
contenido (…) es autónoma no en el sentido que constituye un nuevo sector concreto
particular, sino en el sentido de que no está fundada ni sobre una ni sobre algunas de las
otras antítesis, ni es reductible a ellas (Schmitt, C., 1985, 23).
3. RECAPITULACIÓN SOBRE CLAUSEWITZ
La famosa definición de Clausewitz «la guerra es la continuación de la política por otros
medios» implica un concepto en el que la guerra, en principio, es parte estructural de la
política, no su negación ontológica ni su fracaso moral. La guerra pertenece a la política de
modo análogo a la economía, es decir, preserva ciertas reglas de funcionamiento
específicas, que son políticas porque se originan y dirigen hacia fin político. En la frase «la
guerra es la política por otros medios» podemos decir que la guerra es una posibilidad
inherente de la política. Sin embargo, la diferencia es preservada, pues la política aparece
como conducción y administración de los asuntos generales, en tanto la guerra como una
parte de los mismos. Es una relación entre el todo y la parte. La guerra se diferencia
específicamente del todo al que pertenece en la incorporación de medios violentos.
Analíticamente, puede considerarse en su dimensión técnica y tecnológica, es decir,
estratégica, táctica y simplemente operativa, con la salvedad que la política opera como
determinación en los niveles superiores de la acción: es decir, en la estrategia y en lo que
tiene de estratégico la táctica, en las fuerzas morales de los combatientes, &c. del mismo

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modo que la política determina la acción del diplomático en lo que tiene de relevante
políticamente, y va disminuyendo en el protocolo y ceremonial etc. y en las técnicas de
negociación ( que serían el símil de las modalidades de pelea cuerpo a cuerpo, por ejemplo).
Pero el análisis sólo puede ser completo si se lo integra a la dimensión mayor de
pertenencia, a la perspectiva del todo según Clausewitz: la política y el modo en el que se
conecta y determina la parte.
La teoría política de la guerra de Clausewitz se apoya en el principio de hostilidad recíproca
y en el principio político, inducidos de la experiencia. Sobre esta base, puede inteligirse que
la hostilidad como aspecto de la política lleva en sí la posibilidad de la guerra. Por ello
Schmitt cuando dice que «La específica distinción política a la cual es posible referir las
acciones y los motivos políticos es la distinción de amigo (Freund) y enemigo (Freind)»
(Ídem) coincide con la visión de Clausewitz. La guerra es política, es actualización de una
potencia de la política, un desarrollo de las relaciones de amigo- enemigo. Lo que
denominamos principio de hostilidad recíproca en la teoría de Clausewitz se expresa como
principio de enemistad y criterio de lo político en El Concepto de lo Político de Schmitt.
Contextualizándola en medio de la República de Weimar y en el contexto idealista del Pacto
Kellog-Briand, Ernst Jünger supo captar la osadía y sentido de la oportunidad de Schmitt al
señalar que «La distinción que introdujo entre amigo y enemigo fue como una mina que
estalló sin ruido, pero que tuvo sus efectos. A mí me pareció evidente y la hice mía»
(Jünger, E., 1999, 83).
La audacia de sobrepasar la visión liberal y parlamentaria de la política y patentizar
nuevamente un aspecto crítico, polémico, a tono con la circunstancia, no podía escapársele a
Jünger. Ambos eran parte de una nueva élite intelectual y política alemana que irrumpió en
las luchas contra la Paz de Versalles, una élite anímicamente inmoderada y sin recelo a
pensar la posibilidad de la muerte violenta, sino más bien inclinada a apreciarla como
contingencia de la resolución de la existencia finita. Jünger debía hallar en la distinción
schmittiana un pensamiento a la altura de los tiempos, en un horizonte de guerras y
revoluciones.
Schmitt reinterpreta la tradición hobbesiana del estado de naturaleza mediatizado y
prolongado por el espíritu y la distinción alemana entre naturaleza y cultura. Su
hobbesianismo está mediado por la cuestión de la cultura, no se afinca en la teoría de la
naturaleza como materia y movimiento a-teleológicos ni en la idea del homo homini lupus,
sino más bien en la problematicidad de la existencia humana. Al menos en este aspecto
Schmitt es tributario de la tradición idealista alemana, en la que toda la realidad aparece
imbuida de espíritu. Esto se ve claramente cuando Schmitt afirma que «lucha el espíritu
contra el espíritu, la vida contra la vida, y la armonía aquí abajo halla su fuerza en el
conocimiento integral de las cosas humanas» (Schmitt, C., 1985, 90).
La indagación schmittiana desemboca en la co-implicancia entre la enemistad como criterio
de autonomía de lo político y la realidad histórica de la interestatalidad, que supone al
Estado como unidad de orden y de análisis. Un aspecto visualizado por Clausewitz al
subrayar la supremacía de la política, considerada desde el Estado y al no considerar nunca
la posibilidad de la inversión lógica de la definición («la política es la continuación de la
guerra por otros medios»). Schmitt parece exponerse a la dificultad de postular una teoría de
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lo político como tensión existencial en el campo de la cultura. Forzando un poco las cosas,
la esencia no política de la realidad humana, es decir, la totalidad de la cultura en la que
anida la distinción bueno y malo en la moral, bello y feo en estética, útil e inútil de la
economía, presentaría su devenir político de acuerdo a una escala de tensión accidental.
Más allá del sentido último de la distinción amigo-enemigo, puede retomarse el cauce de la
indagación para señalar que ciertos aspectos centrales de la teoría schmittiana —que
reconoce otras fuentes fundidas en una creación original— han sido también inspirados por
Clausewitz.
Por ejemplo cuando Schmitt, deslindando la lucha como competencia puramente espiritual
en una discusión o de la lucha en general que hace a la vida del hombre en tanto tal, subraya
la enemistad y la posibilidad de la eliminación física, todo el argumento es de signo
clausewitziano:
En el concepto de enemigo se incluye la eventualidad, en términos reales de una
lucha. […] La guerra es la lucha armada entre unidades políticas organizadas, la
guerra civil es la lucha armada en el interior de una unidad organizada (que, sin
embargo, precisamente por ello se está volviendo problemática […] Como el término
enemigo, también el de lucha debe ser aquí entendido en el sentido de originariedad
absoluta (Schmitt, C., 1985, 29).
Estas palabras remiten al carácter estructural de la lucha, que todo Estado posee en
condición de potencia que puede actualizarse. No se trata de un aspecto derivado ni
contingente. El concepto schmittiano de la lucha puede ponerse en paralelo con la visión de
Clausewitz cuando afirma:
la mera formación de fuerzas armadas en un punto hace posible ya un combate, que
no siempre tiene lugar en realidad. ¿Debe considerarse ya esa posibilidad como
realidad, como una cosa real? En todo caso. Lo es por sus consecuencias, y esos
efectos, sean cuales fueren, nunca pueden faltar. Los combates posibles han de ser
considerados reales por sus consecuencias (Clausewitz, C., 2005, 144).
Clausewitz explicita la estructura interna de la realidad: no es belicista, ni militarista. Infiere
que el Estado implica la interestatalidad y ésta es una relación entre comunidades
diferenciadas entre sí a partir de la posibilidad de la guerra.
La prescindencia del concepto de los «cambios casuales o dependientes del desarrollo
histórico de la técnica militar y de las armas» (Schmitt, C., 1985) ubica la elaboración
schmittiana en el plano político. Clausewitz se referirá a la lógica, y Schmitt a la esencia del
concepto, pero cabe entenderse en el mismo sentido. En relación al contenido del concepto,
Schmitt sigue a Clausewitz. Por ejemplo, Schmitt dice: «Los conceptos de amigo, enemigo
y lucha adquieren su significado real por el hecho de que se refieren de modo específico a la
posibilidad real de la eliminación física» (Schmitt, C., 1985, 30). Se impone el paralelo con
Clausewitz cuando afirma que «la guerra no es sólo un acto político, sino un verdadero
instrumento político» (Clausewitz, C., 2005, 31). Schmitt parece ser tributario de
Clausewitz en aspectos que constituyen la base misma de su argumentación. Por ejemplo,
cuando afirma que «La guerra deriva de la hostilidad puesto que ésta es negación absoluta
de todo otro ser. La guerra es sólo la realización extrema de la hostilidad» (Clausewitz, C.,
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2005, 31) puede alegarse, con cierta verosimilitud, que sigue a Clausewitz, quien sostiene
que «La lucha entre los hombres consta en realidad de dos elementos distintos, el
sentimiento de hostilidad y la intención hostil» (Clausewitz, C., 2005, 18).
Lo que hemos denominado principio de hostilidad recíproca como constituyente de la
Teoría de Clausewitz reaparece en Schmitt en una dimensión dramática existencial, a su vez
muy a tono con el tipo de meditación clausewitziana. Así, cuando Schmitt dice que la
guerra «no tiene necesidad de ser algo cotidiano o normal, y ni siquiera de ser vista como
algo ideal o deseable» (Schmitt, C., 1985) sigue también a Clausewitz que afirma que «la
guerra no es ningún pasatiempo, ningún mero gusto por la audacia y el logro, ninguna obra
del entusiasmo libre, es un medio serio para un fin serio» (Clausewitz, C., 2005, 30).
Interesa detenerse en la analogía entre «algo cotidiano y normal» de Schmitt y el término
«pasatiempo» de Clausewitz, así como «algo ideal o deseable» de Schmitt y «obra del
entusiasmo libre» de Clausewitz. La gravedad en tanto riesgo de perder la vida es
propiamente la fuerza de imposición de la realidad de la guerra captada como nota común
por ambos. El desprecio por el estilo de vida romántico en el sentido que denota tanto la
ironía como la primacía del consumo y el goce estético se manifiesta como contraparte de
un argumento fuerte de la política. Ambos se deslindan del romanticismo y de la liviandad,
y restituyen en la expresión toda la gravedad y seriedad de la política y su parte violenta, la
guerra. En el mismo párrafo Schmitt señala que la guerra «debe, no obstante, existir como
posibilidad real para que el concepto de enemigo pueda mantener su significado» (Schmitt,
C., 1985). Se trata de un concepto muy similar al sostenido por Clausewitz y citado ex ante.
La posibilidad del combate y el despliegue de fuerzas pueden ser homologados a la
finalidad constitutiva de las fuerzas armadas como parte del Estado. Su sola existencia
denota la posibilidad de la guerra porque el Estado es un ordenamiento concreto que
institucionaliza la virtualidad de la enemistad en el nivel empírico. El Estado supone la
posibilidad de la guerra, la hostilidad como posibilidad permanente de la realidad objetiva.
Schmitt es taxativo al distinguir enemigo (hostis), de enemigo privado (inimicus). Es del
hostis, que proviene de extranjero, de donde se origina la palabra hueste, y hostis significa
pueblo enemigo, país enemigo o enemigo público. Se diferencia del inimicus en que éste
último es el enemigo privado. Schmitt reelabora el principio de hostilidad de Clausewitz,
quien ha tematizado la guerra develando el contenido político —la causa eficiente y final,
su contenido— de los aspectos estratégicos, operacionales y tácticos con los cuales se
prolonga. Al argumentar sobre la naturaleza política de la guerra Clausewitz proporciona a
Schmitt una plataforma conceptual para la elaboración de una idea de lo político que
incluye a la guerra como virtualidad determinante. Por ejemplo, Clausewitz dice que:
no se empieza una guerra, o no se debería razonablemente empezarla, sin decirse qué
se quiere alcanzar con ella y en ella; lo primero es la finalidad, lo segundo el objetivo.
Ésta idea principal marca todas las direcciones, el volumen de medios, la medida de
energías, y manifiesta su influencia hasta en los eslabones más pequeños de la acción
(Clausewitz, C., 2005, 637)
La tesis de la racionalidad de los fines se traspone como tesis de la racionalidad política de
los fines de la guerra en Clausewitz y luego en Schmitt. En este punto, Clausewitz y Schmitt
no está tan lejos del finalismo clásico. El argumento de Schmitt presenta al menos dos
niveles conceptuales diferenciados en el discurso. Veamos:

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La guerra no es pues un fin o una meta, o tan sólo el contenido de la política, sino que
es su presupuesto siempre presente como posibilidad real y que determina de modo
particular el pensamiento y la acción del hombre, provocando así un comportamiento
político específico (Schmitt, C., 1985, 31).
La perspectiva schmittiana de lo político como tensión frente a la perspectiva clásica de la
política como práctica orientada al Bien Común (o la Eutaxia como decía el maestro
Gustavo Bueno) en relación al cual se incluye —por cierto— la posibilidad de la guerra,
desemboca en un razonamiento circular: lo político es la tensión, la tensión es lo político.
Por cierto, Schmitt subsana la dificultad —en línea con Clausewitz— pues entiende al
Estado como la unidad política de un pueblo, respectiva a otras unidades políticas de otros
pueblos. Y la diferencia que sostiene el pluriverso político es la enemistad que porta
consigo la posibilidad de la guerra. Entonces serían relaciones de respectividad estructural
las que hay entre la totalidad de las unidades políticas y la posibilidad de la guerra. Pero
también sobre la base de la distinción entre enemistad y guerra Schmitt puede interpretar a
Clausewitz de modo fundamentado y no como simple repetidor de la famosa frase. A ello se
refiere cuando dice que:
La definición aquí dada de «político» no es ni belicista ni militarista, ni imperialista,
ni pacifista… La misma lucha militar, considerada en sí, no es «la continuación de la
política por otros medios», como se atribuye, de modo extremadamente incorrecto, a
la famosa máxima de Clausewitz, sino que tiene, en cuanto guerra, sus reglas y sus
puntos de vista, estratégicos, tácticos y de otro tipo, que sin embargo presuponen
todos la existencia previa de la decisión política acerca de quién es el enemigo
(Schmitt, C., 1985, 30).
Luego, en la nota a pie, Schmitt cita literalmente a Clausewitz, en la frase que dice que la
guerra tiene su propia gramática pero no su propia lógica, es decir, tiene sus propias reglas
de escritura y articulación pero no sus propias reglas de funcionamiento. Veamos la nota a
pie de página completa:
(Vom Kriege, Parte III, Berlín, 1834, p. 140) escribe: «La guerra no es sino la
continuación de la política por otros medios». Para él la guerra es «un simple
instrumento de la política». Esto es sin duda verdad, pero de ese modo no es posible
todavía captar totalmente el significado que reviste para la comprensión de la esencia
de la política. Observando mejor las cosas, para Clausewitz la guerra no es solamente
uno de los muchos instrumentos, sino la última ratio del reagrupamiento amigo-
enemigo. La guerra tiene una «gramática» propia(o sea un conjunto exclusivo de leyes
técnico-militares) pero su «cerebro» continúa siendo la política: es decir, que la guerra
no está dotada de una «lógica propia». Esta sólo puede ser extraída de los conceptos
de amigo y enemigo, cuya centralidad para el fenómeno político es evidenciada
cuando Clausewitz afirma (Ibíd., Parte II, 812-3): «Si la guerra forma parte de la
política asumirá también su carácter. Cuanta más dimensión y potencia adquiera la
política tanto más asumirá también la guerra: y tal proceso puede llegar a la
culminación en que la guerra asume su forma absoluta». También otros numerosos
pasajes de la obra demuestran cómo toda consideración específicamente política
reposa sobre aquéllas categorías políticas: en particular, por ejemplo, las afirmaciones
en torno a las guerras de coalición y a las alianzas (Schmitt, C., 1985, 30-1)
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Schmitt interpreta a Clausewitz como plenamente coincidente con su propia distinción


amigo-enemigo. Aunque históricamente las cosas hayan sido inversas, interesa destacar la
constatación schmittiana de la coincidencia. La primacía de lo político está dada por la
enemistad potencial que opera como presupuesto de las unidades del pluriverso político. La
guerra se diferencia en su modo de expresión. Agregamos nosotros: las campañas y batallas
pueden analizarse técnicamente en orden a su manifestación fenoménica, poniendo entre
paréntesis la naturaleza política de su realidad efectiva. En todo caso será un análisis de una
gramática cuya lógica está determinada por la lógica política. Es la diferencia entre
manifestación fenoménica y realidad efectiva. Para una comprensión más acabada, en el
sentido de Clausewitz, no alcanza con el análisis de las batallas y maniobras, se requiere la
elucidación de la lógica política que ya posee.
Ello conectará con la notable visión de la totalidad política europea que expone Clausewitz
y con la cual Schmitt, partiendo del derecho internacional, tendrá coincidencias —no
necesariamente explícitas— desarrollando el aspecto jurídico real y poniendo en cuestión el
aspecto normativo. En El Nomos de la Tierra, Schmitt analizará la historia de los
ordenamientos concretos del pluriverso de unidades políticas (Schmitt, C., 1979).
La tesis schmittiana primera sostiene que la decisión se funda normativamente en la nada.
Si esto es cierto, el decisionismo es análogo al acto de creación ex nihilo. Pero en el mundo
de los mortales adquiere un componente nihilista y, desde luego, contrario a la tradición
escolástica que fundamenta la política en los derechos divino y natural, cuyo correlato
institucional es la relación de coordinación y tensión entre la Iglesia y el Imperio, las
comunidades perfectas y supremas in suo ordine. Cuando Schmitt plantea que el orden
planetario después de 1945 es nihilista porque el ordenamiento jurídico está disociado de la
unidad de asentamiento humano morigera la tesis de la decisión fundada normativamente en
la nada. En el mismo sentido, la decisión no está fundada en la nada sin más, ya que la nada
es el no fundamento por definición y el decisor, más que configurador de un orden, sería un
demiurgo de lo real (Ídem). Schmitt reelaborará en El Nomos de la Tierra el entramado de
relaciones entre los Estados que está en la base de las decisiones y hará la línea de
demarcación de las relaciones actuales o potenciales de enemistad. Incluso el estado de
excepción es un momento sólo superable por un orden: podría decirse que es materia
dispuesta para una forma política.
La referencia de la decisión a un orden, a una paz, se ve también explicitada, acaso en
disonancia con la definición —siquiera provisional— de lo político como intensidad, en la
mención de la unidad política de un pueblo, el Estado. Podemos entender la politización que
extrae su fuerza de una diferencia estética, la absorción de la vida artística por el Estado
totalitario. La lucha por el realismo socialista contra toda expresión diferente adquirió
intensidad en la Unión Soviética estalinista y post estalinista. Durante la «Gran Revolución
Cultural Proletaria», la inefable Jiang Qing —esposa de Mao— señaló que cuando se
realiza «una obra de teatro burguesa» la revolución está irremisiblemente perdida. El
comunismo marxista impuso la distinción entre arte burgués y arte proletario. El mismo
nacionalsocialismo aplicó la distinción entre arte degenerado y arte sano, por no mencionar
otras distinciones aberrantes como ciencia judía, etc. Salvo en relación a esos regímenes, las
polémicas, críticas y discusiones en torno al arte, acaecidas en la comunidad de productores
y consumidores, más allá de manifiestos y algún que otro escándalo en la vía pública

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pudieron escalar en intensidad, pero no constituyeron una tensión propiamente política. Así,
por ejemplo, la aparición del cubismo, dadaísmo, surrealismo, &c. puede manifestarse en la
trayectoria de un mismo artista o círculo de artistas o mera evolución de gusto y estilo, con
desgarramiento interno psicológico o con polémicas y discusiones, sin embargo, ninguna
guerra extrajo su fuerza de una diferencia estética.
La lucha por el dominio de los recursos económicos y los mercados mundiales ha sido
causa —recurrentemente— de tensiones y guerras. Los grandes Estados colonialistas y las
grandes compañías como las Indias Orientales, etc. financiaron o impulsaron invasiones,
guerras, y chocaron contra fuerzas o bien de las poblaciones autóctonas o bien de otros
Estados y compañías. Pero la piratería, como señala el mismo Schmitt en otro lugar, se
realizaba allende la amity line, no configurando un caso de guerra justa (Schmitt, C., 1979,
73-96). La tesis leninista de las guerras interimperialistas como escalada de contradicciones
por el dominio de los mercados internacionales puede ser una alternativa política de los
gobiernos o una petición de principio que no siempre tiene correlato con la conducta de los
burgueses empíricos (Aron, R., 1973, 46). La guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay
(1932-1935) pudo ser instigada por las grandes compañías petroleras —como suele
señalarse— pero en el Boquerón no chocaron empleados ni gerentes contra empleados y
gerentes de la competencia, sino un ejército estatal contra otro ejército estatal. La invasión
norteamericana a Irak pudo extraer su fuerza del interés por el dominio y la explotación de
las fuentes petrolíferas; incluso fue directamente alentada por determinados empresarios,
pero el enfrentamiento se produjo entre tropas estatales, primero, y no estatales, luego, pero
respectivas al Estado.
Incluso en los casos aparentemente más diversos, como pueden ser las guerras entre
diferentes etnias y facciones religiosas, la cuestión del Estado aparece como referente
insoslayable: el control y desarrollo estatal emerge como el objetivo de las fuerzas más
disímiles. La respectividad con el Estado es un aspecto decisivo de la cuestión. Por cierto,
para el islamismo radical, la idea nacional puede ser relativizada en función de la Umma
como para el marxismo la lucha política en cada país se relativiza en función de la lucha por
la revolución mundial, pero la lucha es siempre en relación al Estado: para destruirlo,
reemplazarlo, cambiarlo de signo, conducirlo, conquistarlo, someterlo, o ampliarlo.
Difícilmente pueda considerarse como política una lucha entre facciones étnicas sin
remisión a un Estado: peleas entre aldeas, bandas o «tribus urbanas» son meros hechos
delictivos o sociológicos. El genocidio entre pueblos africanos no pierde dramatismo en
ninguno de los casos, pero adquiere una nueva dimensión en la medida que se lo interprete
en el horizonte de las dificultades de los Estados postcoloniales, en un proceso de formación
de nuevo ordenamiento concreto mediante Estados nacionales con representación ante otros
Estados nacionales, en las Naciones Unidas, &c. Las condiciones objetivas para el ejercicio
de la potestad política y la construcción de una administración civil, etc. implican —stricto
lato— decisión configuradora, el acto de imperio. La amenaza de la tendencia
multiculturalista a sobrepasar los límites del Estado puede poner en jaque las condiciones
mismas en las cuales se hace posible su existencia, dando origen a una conmoción histórica
a la usanza balcánica. Son los casos sensibles en los que no siempre la opresión imperialista
sino muchas veces el consumo estético romántico desata en Estados Naciones una espiral
centrífuga y disolvente orientada pretensamente hacia el retorno a una improbable identidad
originaria subyacente, que amenaza con devenir en un nuevo supremacismo,
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segregacionismo o racismo y en un factor de crisis permanente que resquebraja a la Eutaxia.


La lucha o bien manifiesta una vocación identitaria irredenta o directamente la configura al
mismo tiempo que la proclama (algo así aconteció con la guerra de la Independencia: a
medida que se luchaba por la independencia contra la España borbónica, se configuraba la
identidad de las comunidades políticas hasta entonces españolas americanas). En todos los
casos, estas consideraciones tienen como vértice la figura concreta de los Estados,
formalizada en la Teoría del Estado. Sólo en función del Estado —en potencia o en acto—
encuentra su sentido y ordenación un concepto de lo político basado en la lucha.
4. EL ORDEN INTERESTATAL.
La preocupación por representar el Ius Publicam Europaeum configura un nuevo perfil del
multifacético pensamiento schmittiano que deja provisoriamente atrás ese cierto pathos de
la desesperación que lo acompañaba en su juventud, a tono con el vitalismo de época y con
el pulso antiliberal y tensionante de la denominada «Revolución conservadora». Pero la
modificación del pensamiento no es sólo el cambio de tono ni menos la claudicación del
vencido ante el enemigo vencedor. Si, tomando la frase de Gustavo Bueno cuando dice que
«pensar es pensar contra alguien» se patentiza que Schmitt pensó contra el kantismo, el
liberalismo y las Naciones Unidas. Fue siempre un crítico consecuente e incansable. Por lo
tanto, puede entenderse que el camino del pensamiento schmittiano hacia El Nomos de La
Tierra como marco de contención y despliegue de la enemistad es una consecuencia
sistemática de su pensamiento. En efecto, para que haya una relación de amigo-enemigo
entre dos unidades políticas tiene que haber un ámbito de realidad en el que una unidad
política se encuentre frente a otra unidad política. La enemistad política sólo es posible en
cuanto existe ese ámbito. A partir de aquí puede comprenderse el paso que da Schmitt desde
la distinción amigo-enemigo de las unidades políticas hacia el nomos de la tierra como
unidad de asentamiento, reparto y ordenación del espacio. Y puede ponerse en paralelo con
Clausewitz que vincula la guerra con el orden del mundo.
En el vocabulario de la disciplina de las Relaciones Internacionales se distingue entre los
actores políticos y el nivel del sistema (Aron, R., 1963, 127-62; Waltz, K., 1970, 93-138 y
177-206). Es una formulación que alude a dos diferentes perspectivas de análisis. La teoría
de las Relaciones Internacionales, siendo todo lo interesante que se quiera, parece siempre
atenerse a la alternancia y yuxtaposición de factores más que a la captación de la unidad
interna del objeto. En este aspecto resulta pertinente traer a colación a Schmitt cuando
afirma:
Toda ordenación de Derecho de Gentes ha de conservar, si no se quiere desmentir a sí
misma, no sólo el status quo territorial —más o menos casual en sus numerosas
particularidades— de un determinado momento histórico, sino su nomos fundamental,
su estructura espacial y la unidad de ordenación y asentamiento (Schmitt, C., 1979,
221).
La visión schmittiana del orden interestatal como un todo es superior a la suma de las
partes, cuya tendencia fundamental es conservarse a sí mismo, determina que las guerras
ocurran sin poner en cuestión la estructura de la ordenación. La limitación de la guerra en el
siglo XVIII se basó en la aceptación de la guerra como instrumento legítimo de las
relaciones interestatales (o directamente, intraeuropeas) en un mundo centrado en Europa.
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Ningún Estado tenía como objetivo borrar del mapa a otros Estados, ni cambiar su
constitución real, ni aniquilar mediante penalización a los dirigentes vencidos. Más bien las
guerras eran reajustes constitutivos del orden europeo. Prosigamos con Schmitt:
La esencia del Derecho de gentes europeo era la acotación de la guerra. Por otro lado,
lo esencial de tales guerras era un medir ordenado de las fuerzas dentro de un espacio
acotado y ante testigos. Tales guerras representan lo contrario del desorden. En ellas
se revela la forma más elevada de orden de la que es capaz la fuerza humana. Son la
única protección contra el círculo de represalias crecientes, o sea contra los actos
nihilistas de odio y venganza cuya finalidad absurda es la destrucción mutua. La
eliminación o prevención de la guerra de destrucción sólo es posible si puede hallarse
una forma para el medir de las fuerzas, y esto, por otra parte, únicamente es posible si
el adversario es reconocido como enemigo sobre un plano de igualdad, como iustus
hostis. Con ello es creada la base para una acotación (Schmitt, C., 1979, 223).
Para Schmitt, el derecho a la guerra y el Estado como justo enemigo son la base de la
acotación de la guerra y de la atribución como sujeto de derecho del enemigo. Ese derecho,
a su vez, es una pieza de un ordenamiento concreto de la tierra centrado en Europa y
nítidamente distinguido del resto del mundo mediante las líneas de amistad (amity line)
(Schmitt, C., 1979, 73).
En Schmitt, el ordenamiento mundial no se trata de un orden legal en el sentido jurídico
positivo del término. Más bien al contrario, rige la costumbre del derecho de guerra y del
derecho en la guerra, como una verdadera acotación de los fines de la política y de los
objetivos bélicos, lo que se debe a la presencia histórica de un fundamento espacial-
concreto. Políticamente, el orden concreto internacional que Schmitt clarifica está centrado
en la expansión mundial de Europa y su absoluta dominancia. En ese sentido, puede
reconocerse que la visión de la historia mundial se generaliza en Europa y ello posibilita
una expansión tanto de la comprensión como del poder, una actualización histórica de la
capacidad de organizar al mundo. El aparecer de la conciencia histórica es un
acontecimiento metafísico correlativo a la expansión mundial de la influencia política.
Para Clausewitz, la configuración del espacio europeo está dada por la conjugación y el
ensamblaje de las fuerzas políticas. Se corresponde la búsqueda consciente de equilibrio
interestatal como resultado de la experiencia. Clausewitz afirma:
Si pensamos en la república de Estados de la actual Europa encontramos «por no
hablar de un equilibrio de poder sistemáticamente regulado y de sus intereses, que no
existe y que por eso mismo ha sido discutido con razón— indiscutiblemente que los
grandes y pequeños intereses de los Estados y los pueblos se entrecruzan de la forma
más variopinta y variable. Cada uno de estos entrecruzamientos forma un nudo de
sujeción, porque en él la orientación de uno hace de contrapeso a la del otro; todos
esos nudos forman evidentemente una cohesión del todo más o menos grandes, y esa
cohesión ha de ser parcialmente superada en cada cambio que se acomete. De este
modo, las relaciones generales de todos los Estados entre sí sirven más para mantener
el todo en su actual forma que para producir cambios en él, es decir, esa es en general
la tendencia.

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Así, creemos, hay que entender la idea de un equilibrio político, en este sentido
surgirá por sí mismo allá donde varios Estados civilizados entren en múltiple contacto
(Clausewitz, C., 2005, 73).
Primero están los Estados: desde su organización interna surge una política exterior. Luego
se produce la confluencia en la oposición con la política de otros Estados. Allí se produce
un «nudo de sujeción», es decir, un núcleo concreto de intereses equilibrados, pero en
tensión. De la estabilidad de esas contradicciones brota el orden interestatal. Es decir, la
tendencia al orden y no a la disolución ni al caos. El orden no resulta de una armonía
subyacente sino más bien de las tensiones de las partes, es un resultado histórico y no una
intención sistemática: sólo así puede entenderse la idea de equilibrio europeo. Los Estados
pueden favorecer la tendencia o perjudicarla. Como en la naturaleza, la tendencia al orden
parece alterada más o menos subrepticiamente por la aparición de anomalías (Clausewitz,
C., 2005, 374).
Los Estados intervienen en la formación del orden, pero el orden, posterior en aparición
pero primero en dominancia, es el marco en el que se acomodan los Estados y se generan
las guerras. Para que pueda darse la correlación entre orden interestatal y Estados o
Estados y orden interestatal, tiene que existir un consenso básico sobre los beneficios de
ese orden.
Como hemos señalado, la aparición del Nomos de la Tierra marcó un nuevo hito en la
producción teórica schmittiana cuyo perfil histórico-concreto presenta una impronta quizás
más moderada en relación a los escritos de juventud, sin desmedro de su articulación a
partir de una necesidad sistemática. La ordenación de la tierra asciende desde los niveles
grupales y comunitarios hasta la escala planetaria centrada en Europa y opera como
condición de ordenamiento de la historia y el derecho de los hombres y los pueblos. Si en
El Concepto de lo Político la enemistad aparecía como fuerza de la existencia creadora de
identidad en los bordes del nihilismo, en El Nomos de la Tierra es el nihilismo uno de los
problemas principales a conjurar. En El Nomos de la Tierra el problema de la ocupación,
partición y organización del espacio entrelaza una raíz geopolítica, histórica e
institucionalista como núcleo central de la teoría del derecho internacional. Schmitt ubica a
escala del ordenamiento geopolítico del mundo la determinación fundamental de las
posibilidades y ordenaciones políticas y jurídicas. La reelaboración de registros
geopolíticos, históricos, teológicos y jurídicos alcanza en El Nomos de la Tierra una especie
de filosofía de la historia de los órdenes concretos. La enemistad opera una serie de
mutaciones en conexión con el orden concreto, desde la Cristiandad hasta la segunda
posguerra. La unidad de espacio y norma en el Nomos delimita una zona de realidad
concreta frente al avance del Ánomos que, en tanto desorden de las cosas humanas, remite al
Anticristo.
Si pudiera establecerse un vector, en la defensa del Ius Publicum Europaeum Schmitt acota
la categoría de enemigo al enemigo justo, es decir, a un sujeto de derecho que es agente
estatal en guerra contra otro agente estatal. El derecho de guerra entre enemigos justos —
Estados— opera como condición de posibilidad del derecho en la guerra, en relación a la
distinción entre combatientes y no combatientes, el trato a los prisioneros de guerra, &c. La
distinción amigo-enemigo aparece encuadrada por el Ius Publicum Europaeum como
ordenamiento de la tierra, encauzamiento de las tensiones y limitación de la guerra. Es
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decir, por el «saber íntegro de las cosas humanas» (Schmitt, C., 1985, 90). Todo
pensamiento político, en última instancia, tiene finalidad práctica.
5. CONCLUSIONES.
Hemos explorado las coincidencias de Schmitt con Clausewitz en sus textos fundamentales.
En una época como la actual, el saber político basado en el Estado como unidad de orden
histórica y categoría de análisis, de la que se desprende la guerra como posibilidad
permanente, parece bloqueada por la jerga muchas veces confusa de la globalización, la
teoría de conflictos y la instalación de la idea de la guerra como anomalía y negación de la
política, cuyo fundamento en la idea de la política como un pasatiempo sin riesgos ni
responsabilidad, desplegada en un marco posthistórico: nada más lejos de la realidad
efectiva de las cosas. En este sentido, Clausewitz y Schmitt pueden servir como camino de
elucidación de la realidad política perenne y como antídoto para la subjetividad decadente y
la candidez política en la que devino buena parte de la teoría y la práctica comprimida en la
unidad sistemática del liberalismo.

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6. BIBLIOGRAFÍA CITADA.
Aron, R. (1963). Paz y guerra entre las Naciones. Madrid, España: Revista de Occidente.
Aron, R. (1973). Un siglo de guerra total. Buenos Aires: Editorial Rioplatense.
Clausewitz, C. (2005). De la Guerra. Trad. Carlos Fortea. Madrid: La Esfera de los Libros.
Jünger, E. (1998). Los titanes venideros. Ideario último. Entrevistas de Antonio Gnoli y
Franco Volpi. Barcelona: Península.
Lamas, F., ed. (2008). La dialéctica antigua. La lógica de la investigación. Buenos Aires:
Circa Humana Philosophia.
Lamas, F. (2013). El Hombre y su conducta. Buenos Aires: Circa Humana Philosophia.
Schmitt, C. (1985). El concepto de lo político. México: Folios ediciones.
Schmitt, C. (1979). El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Ius Publicam
europaeum. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Schmitt, C. (S.F.). Clausewitz como pensador político o el honor de Prusia. Buenos Aires:
Editorial Struhart & Cía.
Waltz, K. (1970). El Hombre, el Estado y la Guerra. Buenos Aires: Editorial Nova.

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TEXTOS CLÁSICOS

Respuesta a la consulta sobre el infante monstruoso de


dos cabezas, dos cuellos, cuatro manos, cuya división por
cada lado empezaba desde el codo, representando en todo
el resto exterior, no más que los miembros
correspondientes a un individuo solo, que salió a luz en
Medina-Sidonia el día 29 de Febrero del año 1736. Y por
considerarse arriesgado el parto, luego que sacó un pie
fuera del claustro materno, sin esperar más, se le
administró el Bautismo en aquel miembro

Benito Jerónimo Feijoo


(1676-1764)

1. Muy señor mío: Dos partes tiene la consulta. La primera, filosófica, sobre si el monstruo
bicípite constaba de dos individuos, o era uno sólo. La segunda, teológica, si en caso de ser
dos, quedaron ambos bautizados. Y por el mismo orden satisfaré a una y otra parte de la
consulta.
2. Los monstruos de las expresadas circunstancias, aunque no muy frecuentes, tampoco son
de los más raros. El docto premonstratense Juan Zahn (tom. 3 Mundi mirab. scrutin. 5, cap.
4.) en un larguísimo catálogo de varios monstruos, cuyas noticias extrajo de muchos
Autores, y que se vieron en diferentes siglos, y regiones, comprehende hasta treinta y cuatro
de la misma especie del que apareció en esa ciudad; esto es, de infantes bicípites, o de dos
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cabezas; y demás de estos (lo que es más admirable) uno de tres cabezas, y otro de siete,
citando por este último a Ulises Aldrobando, el cual dice nació en el Piamonte el año de
1587.
3. Acaso no todos aquellos hechos merecerán igual fe: porque entre los Autores
compiladores de prodigios, hay no pocos fáciles en creer, y ligeros en escribir. Son muchos
los hombres, que se complacen en referir portentos; y rara vez falta quien eternice con la
estampa sus ficciones, como si fuesen realidades. Pero tres sucesos recientes del mismo
género hallo en la Historia de la Academia Real de las Ciencias, tan completamente
justificados como el de esa ciudad; y de uno de ellos se dará abajo individual noticia.
4. No sólo en la especie humana, mas también entre los brutos, se han encontrado
semejantes monstruos. Paulo Zaquias, citando a Juan Fabro Linceo, como testigo de vista,
refiere, que el año de 1625 nació cerca de Roma un Ternero bicípite. El Padre Regnault en
el tom. 4. de sus Dialogos Physicos, dial. 1, testifica de un Cabrito montés con dos cabezas,
que el año de 1729 fue cogido en el bosque de Compieñe, andando en él a caza del Rey
Cristianísimo. Y en el mismo Diálogo, sobre la fe de los Diarios de Alemania, refiere haber
sido asimismo aprehendida en la caza de otro Príncipe una Liebre de dos cabezas. Gasendo
advierte, que en la especie gallinácea se ha visto muchas veces esta monstruosidad.
5. Siendo uniformes todos los monstruos referidos en la duplicación de cabezas, variaban
mucho en el número de otros miembros, algunos en la colocación de ellos, y aun de las
mismas cabezas. Unos tenían cuatro brazos, y sólo dos piernas, como el de esa ciudad;
otros, cuatro brazos, y cuatro piernas; y dos de los monstruos que compiló el Padre Zahn,
tres brazos, y tres piernas. Unos tenían el órgano de la generación duplicado, otros no; y
entre los que le tenían duplicado, en unos le había de ambos sexos, en otros de uno sólo.
Unos tenían dos hígados, y dos bazos; otros un hígado, y un bazo: unos, dos corazones,
otros uno sólo; aunque sobre la unidad, o duplicación de esta entraña, haremos abajo
particular reflexión; unos un esófago, otros dos, &c.
6. Asimismo, tampoco en todos había uniformidad en cuanto a la colocación de las cabezas,
y otros miembros. Unos tenían las cabezas colocadas lateralmente, como el de esa ciudad;
otros, la una a la espalda de otra; otros mirándose recíprocamente; y aun alguno tenía una de
las dos cabezas como medio inserta en el pecho.
7. Variaba también en muchos la colocación de otros miembros. En la liebre de Alemania
había, en orden a esto una notable singularidad. A cada cabeza correspondían cuatro pies; y
así las cabezas, como los pies, estaban encontradas, o mirando a partes opuestas; de modo,
que cuando una cabeza miraba al suelo, y el bruto se fijaba en los pies correspondientes a
aquella cabeza, la otra cabeza, y los pies correspondientes a ella miraban al cielo. El uso de
esta duplicación de miembros ofrecía un espectáculo, singularísimamente grato a la vista, al
verse el bruto perseguido en la caza; porque cuando se sentía fatigado en la carrera, volteaba
el cuerpo de arriba abajo, y proseguía la fuga con los otros cuatro pies, que antes estaban
descansando.
8. Los monstruos, de que hasta aquí hemos hablado, no deben confundirse con otros, a
quienes no es justo llamar bicípites, sino bicorpóreos, porque consisten en dos cuerpos
enteros, con todos sus miembros distintos; pero unido un cuerpo a otro por alguna parte, en
que también hay, o ha habido bastante variedad. El Abad Tritemio refiere de dos en
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Constancia, uno varón, otro hembra, que salieron unidos por el ombligo. Ulises Aldrobando,
de dos unidos por las nates. Conrado Lycostenes, de otros unidos lateralmente. De otros dos
en este siglo dan noticia las Memorias de Trevoux, conglutinados par las espaldas.
¡Miserable estado de los dos Infantes, donde, sobrevivir con una incomodidad intolerable, a
cada vida amenazaban dos muertes, siendo preciso faltar la una, faltando la otra!
9. Así como se han visto monstruos de dos cabezas, que no tenían más que un corazón, se
han visto también monstruos, que tenían el corazón, y otras entrañas duplicadas, pero una
cabeza sola; bien que esto no ha sido tan frecuente como aquello. Ambrosio Pareo da noticia
de uno de éstos; de otro, Fortunio Liceto. Mr. Hemeri, Médico de Blois, dio noticia de otro a
Mr. de Renaume, y este a la Academia Real de las Ciencias el año de 1703. A Mr. Plantade,
de la Sociedad Regia de Montpeller, estando en París, dentro de pocos días le pusieron a la
mesa dos pollos, de los cuales cada uno tenía dos corazones muy perfectos, que examinó
Mr. Littre, de la Academia Real de las Ciencias. Estos hechos pueden tener alguna
conducencia para persuadir, que acaso sin bastante fundamento han rechazado algunos
Autores, como fábula, lo que Plinio y Eliano, dicen, que las perdices de Paflagonia tienen
dos corazones.
10. Puesta esta noticia histórica de los monstruos que convienen con el de esa ciudad en el
género común de duplicidad, o multiplicidad de miembros, paso a decir la primera duda
propuesta; esto es, si el de esa ciudad se debe reputar un individuo solo o dos: o lo que es lo
mismo, si se debe juzgar informado de dos almas racionales, o de una sola; aunque de
resulta decidiremos la misma duda, en orden a algunos otros, de quienes se hizo arriba
mención, porque esta respuesta dada al público, pueda servir para otros muchos casos.
11. La diligencia, y exactitud con que el Doctor Don Ramón Ohernan, médico, y Don Pedro
Domínguez Flores, cirujano, examinaron anatómicamente el cadáver del monstruo, apenas
dejaron lugar a la duda, o por lo menos me dieron por la parte del hecho toda su luz, que yo
he menester para la respuesta. Consta de su relación, auténticamente testificada que se me
remitió, que por medio de la disección hallaron dos corazones, dos ásperas arterias,
duplicados los pulmones, &c. De modo, que cada una de estas entrañas no estaba
complicada, unida, o confundida con su semejante, sino separada, y bien distinguida.
12. Entre los Autores que tocan la cuestión de cuáles son los miembros, o entrañas, que con
su unidad, o duplicidad, infieren unidad, o duplicidad de almas, o algo perteneciente a ella,
sólo he visto constituida la duda sobre la preferencia entre el corazón, y la cabeza;
pretendiendo unos, que se ha de decidir la unidad, o duplicidad de almas precisamente por
la unidad, o duplicidad del corazón: otros al contrario, por la de la cabeza; por consiguiente
todos suponen, que estando acordes cabeza, y corazón, en cuanto al número, no hay lugar a
la cuestión; dando unos, y otros por cierto, que si no hubiere más que una cabeza, y un
corazón, no hay más que un alma; y si hay dos cabezas, y dos corazones, son también dos
las almas.
13. En orden a otros miembros, la experiencia ha mostrado, que la representación externa de
los que corresponden a un cuerpo solo, del cuello abajo, no obsta a que sean dos las almas.
En Gaspar de los Reyes (Camp. Elys. quest. 45, num. 45.) se leen dos historias decisivas en
orden a esto, de dos monstruos perfectamente semejantes al de esa ciudad. Ambos se vieron
en la Inglaterra; el uno en la provincia de Nortumberland; el otro en el condado de Oxford.
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Uno, y otro tenían dos cabezas, y cuatro manos; pero en todo el resto no parecían más
miembros, que los correspondientes a un individuo. El primero vivió hasta edad de veinte y
ocho años: con que se pudo notar, sin alguna ambigüedad, en la frecuente discordia de las
voluntades, que había en aquel complejo dos almas. Razonaban recíprocamente. Unas veces
estaban convenidos, otras opuestos, gustando el uno de lo que desplacía al otro. Murió el
uno muchos días antes, que el otro, pudriéndose luego poco a poco el que sobrevivió. El
segundo vivió solos catorce, o quince días. Pero aunque por ser tan breve su duración, no
pudo llegar el caso de lograr el uso de la locución, hubo señas muy claras de la distinción de
individuos, o de almas; porque sucedía dormir uno mientras velaba el otro; estar uno alegre,
y otro llorando; y finalmente, murió el uno un día antes que el otro.
14. Si cada uno de aquellos complejos tenía dos corazones, como el de esa ciudad, el caso
es idéntico; porque en lo demás también fue entera la uniformidad, teniendo así cada uno de
aquellos, como éste, dos cabezas, cuatro manos, y la representación de todos los demás
miembros correspondientes a un único individuo. Si no tenía cada uno de aquéllos dos
corazones, se sigue, que basta la duplicación de cabezas para inferir duplicidad de almas:
con que de cualquier modo se infiere con la mayor certeza posible, que en el monstruoso
complejo de esa ciudad había, no una sola, sino dos almas. De modo que no me queda la
más leve duda en que si hubiera vivido algún tiempo, como los dos anglicanos, hubiera
dado las mismas señales sensibles de constar de dos almas. En la relación no se expresa,
pero de ella se infiere, que si no estaba muerto antes de salir del materno claustro, o murió
al extraerle de él, o inmediatamente después de la extracción. Esta es mi respuesta a la
primera parte de la Consulta.
15. La segunda cae sobre el hecho, de que habiendo principiado su nacimiento por uno de
los dos pies, y reconociendo el riesgo de que saliese muerta la criatura, que se juzgó sólo
una, se bautizó, echándole agua en el pie que descubría. Esto excitó la cuestión, que se me
propone, si, en caso de constar el monstruo de dos almas, o de dos individuos, quedaron
ambos bautizados, o uno sólo. La duda propuesta de este modo, envuelve la suposición, de
que por lo menos uno de ellos quedó bautizado. Pero yo pretendo, que esto no se debe
suponer, sino inquirir. Así la pregunta se debe dividir en dos. La primera, si quedaron ambos
bautizados. La segunda, si en caso de no ser así, lo quedó alguno de ellos.
16. En esta materia todos procedemos sobre unos mismos principios Morales. Todos, con
cortísima diferencia, estamos igualmente instruidos de noticias, y para el caso venimos a
usar de los mismos libros. Con todo, como a cada paso sucede en otros puntos Morales, los
dictámenes son varios, por el diferente modo de aprehender las cosas, o por la variedad, con
que ellas se representan a diferentes entendimientos. Yo, en cuanto a lo que tiene de Moral
la cuestión, procederé simplícisimamente, huyendo del método vulgar, y fastidioso de
empezar ensartando notables, amontonando a cada uno citas de varios Autores, con que se
llena mucho papel sin utilidad alguna; pues esas doctrinas comunes, como cualquier
Teólogo las sabe, o por lo menos las tiene a mano en los libros, desde luego se deben dar
por supuestas.
17. Ha sido para mí materia de admiración, que habiendo propuesto por vía de conversación
el punto moral, que tenemos entre manos, a algunos teólogos de esta ciudad, a todos, o casi
todos, ví muy propensos al dictámen, de que ambos individuos quedasen bautizados.
Inclínome a que tal dictámen más fue efecto de un esfuerzo inútil de la piedad, que hijo
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legítimo de la luz de la razón. Todos queremos, sin duda, que ambos quedasen bautizados.
Todos nos dolemos tiernamente de la infelicidad de aquél, a quien no alcanza el soberano
beneficio del Bautismo; y como si nuestra opinión pudiera remediar el daño, con estudio
nos arrimamos a aquel dictámen, que lisonjea nuestro piadoso deseo. Mas supuesto que
nuestro concepto, juzgadas ya las cosas en el Tribunal Divino, no puede hacer feliz al
infeliz, ni al contrario; nuestra obligación se reduce a descubrir, cuanto nos sea posible, la
verdad, alejándonos de las preocupaciones de toda pasión.
18. Digo, pues, lo primero, que no pudieron quedar ambos bautizados, ya por defecto de la
intención del Ministro, ya por defecto de extensión de la forma. Supongo que el Ministro
positivamente aprehendió el pie, en que hizo la ablución, como perteneciente a un infante
solo, o a sólo un alma; y así se expresa en la relación del hecho, que se me remitió, como
consta de las palabras que dejó rayadas arriba; por consiguiente, concibió la forma en las
voces regulares comprehensivas de un solo individuo, Ego te baptizo, &c. Ahora arguyo así:
La intención, ni algún otro acto de voluntad, no se extiende, ni puede extenderse, ni formal,
ni virtualmente, explícita, ni implícitamente, a más objeto que a aquel que existió en el acto
de entendimiento, que precede, o acompaña la intención por la regla generalísima, nihil
volitum, quin praecognitum. O de otro modo: no se extiende la intención a objeto alguno, a
quien no se extiende el acto de entendimiento, que la dirige; sed sic est, que el acto de
entendimiento del Ministro, que dirigió la intención, no se extendió a dos infantes, o
individuos, sino a uno solo, por la suposición hecha: luego, &c.
19. Confieso, que tiene alguna apariencia de sólida la objeción, que luego se viene a los
ojos, fundada en la paridad del sacerdote, que, ignorando que son dos, o tres las hostias, que
hay en el altar, con la intención ordinaria las consagra todas. Con todo, pronuncio, que hay
entre uno, y otro caso una disparidad muy notable, aunque para muchos no muy perceptible.
Lo primero, no es lo mismo ignorar el sacerdote, si las hostias son dos, que tener juicio
positivo, y determinado de que es una sola. Puede suceder lo primero sin lo segundo, y aun
creo que regularmente sucede. Basta que sepa el sacerdote, que muchas veces ha sucedido
poner por equivocación, o falta de advertencia, dos hostias en el altar, para que prescinda el
juicio de si es una, o muchas hostias; y por consiguiente forme la intención de consagrar el
pan, que está presente, sin determinarse a una, ni a dos hostias. Es claro, que regularmente
el juicio del pan, que está presente, se forma con esta abstracción; porque si el sacerdote
pensase sobre si la hostia era una, o dos, procuraría certificarse del número, antes de pasar
adelante.
20. Lo segundo, aun en caso que el sacerdote forme juicio positivo de que es una hostia
sola, el juicio, con esta determinación, no es el que regula su intención deconsagrar; sino
otro concomitante a aquél, que es el que está allí pan, que ha de ser materia de la
consagración; y este juicio, como comprehensivo del pan presente, que esté en una hostia
sola, que dividido en muchas, dirige la intención que es asimismo de consagrar el pan
presente con la misma indeterminación.

21. No es lo mismo de la intención de bautizar en el caso de la cuestión. El ministro, que vió


asomar un pie, hizo juicio determinadísimo, de que aquel pie pertenecía a un individuo
sólo; porque siendo lo contrario extraordinarísimo, y que jamás habría ocurrido a su
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pensamiento, no tendría especie alguna productiva del juicio vago, o indeterminado. Añado,
que aun en caso que se admita, como concomitante de aquél, otro juicio indeterminado de
uno, o distintos sujetos bautizados, el juicio determinado a un sujeto solo es el regulativo de
la intención, no el determinado. Es claro; porque si no, no sólo proferiría la forma
determinada por el pronombre te, a un individuo solo; sino que usaría condicionalmente de
dos formas, una con el pronombre te, otra con el pronombre vos.
22. Mas demos que la intención fuese implícita, virtual, o interpretativamente
comprehensiva de dos individuos. Nada hacemos con esto, si no es comprehensiva de dos la
forma que usa el Ministro. En nuestro caso no lo fue, suponiendo, como evidentemente se
debe suponer, que no dijo baptizo vos, sino baptizo te. Es doctrina corriente, que el que
bautiza, o absuelve a muchos simul, & semel, debe decir, baptizo vos, o absolvo vos; y esto
no sólo para lo lícito, mas también para lo válido; porque las formas de los Sacramentos
tanto valen, cuanto significan: por consiguiente, no significando la del Bautismo, proferida
con estas palabras baptizo te, la Gracia regenerativa, sino comunicada a un individuo solo,
sólo a un individuo puede comunicársela.
23. Tampoco obsta aquí la paridad de la Eucaristía, o por mejor decir, no hay ni la más leve
sombra de paridad; porque el pronombre hoc de la Consagración, es comprehensivo de dos,
o más hostias. Hay notable diferencia entre el pronombre tu, y el pronombre hic. Aquel está
ceñido a significar privativamente una persona sola; éste puede significar muchos
individuos congregados. Con el pronombre hic se puede demostrar un montón de piedras,
un bosque, un ejército, &c. y aun tiene más extensa, o más vaga la significación, puesto en
el pronombre hoc. No niego por eso, que tal vez el pronombre tu pueda aplicarse a
comunidad, o complejo de muchos individuos; pero esto sólo tiene lugar, cuando le
acompañan voces, o señales que expresamente le determinan a ese uso. Así, Cristo,
hablando con la ciudad de Jerusalén, dijo: Quia si cognovisses & tu. Para esto previene el
texto, que hablaba con aquella ciudad: videns Civitatem, flevit super illam, dicens. Y la
misma acción de Cristo de mirar la ciudad al proferir aquellas voces, da naturalmente
aquella extensión al pronombre.
24. Digo lo segundo, que no sólo no quedaron ambos bautizados, pero probabilisamente
ninguno de ellos lo quedó; si no hacemos la suposición de que el pie, que recibió la
ablución, pertenecía privativamente a uno. Pero esta suposición, no sólo carece de
fundamento, pero abajo probaremos que es falsa. Si el monstruo tuviese cuatro pies, como
tenía cuatro manos, tocarían dos a un individuo, y dos a otro, del mismo modo que las
manos; en cuyo caso, aquél, a quien perteneciese el pie, que recibió la ablución, sería el
dichoso. Pero no teniendo más que dos pies, se debe discurrir, que ambos pertenecían
promiscuamente a los dos individuos, y ambos eran informados de dos almas: bajo cuya
suposición estoy persuadido a que ninguno de los dos recibió el beneficio del Bautismo.
25. Fúndome en una doctrina, que comúnmente dan los teólogos en orden al Bautismo, y
otros sacramentos; y es, que para el valor de ellos, es necesario, que la intención del
ministro, y expresión de la forma, se dirijan con designación a determinada persona. Así
será inválida la forma del Bautismo, proferida de este modo: Ego baptizo; la del Sacramento
de la Penitencia, de éste: Ego absolvo; porque ni en una, ni en otra se determina la persona,
que ha de recibir el sacramento; sed sic est, que en el caso de la cuestión, el ministro no
determinó, ni pudo determinar entre los dos individuos a cuál de los dos confería el
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Bautismo, y porque no sabía que eran dos, ya porque, aunque lo supiese, no podía
distinguirlos, para designar a uno más que a otro; luego fue inválida la forma, y a ninguno
bautizó.
26. Confirmo esta razón, lo primero con la paridad del Sacramento de la Eucaristía, donde si
hay muchas hostias, v.gr. seis, expuestas a la consagración, y el sacerdote quiere consagrar
dos, sin designar cuáles, v. gr. las de arriba, las de abajo, o las de enmedio, ninguna quedará
consagrada. Esta doctrina es general entre los teólogos, y la paridad corriente.
27. Confírmola lo segundo con la paridad de la censura, la cual, si se fulmina contra alguno
de muchos delincuentes, sin designar cuál, es totalmente inválida, y a ninguno
comprehende. Donde es muy de notar, que el Padre Suárez, después de dar esta doctrina, en
el Tomo de Censuris, disp. 5, sect. 2, num. 2, la confirma con la paridad de los sacramentos,
suponiendo, que en éstos sucede lo mismo. Nótense estas palabras suyas: Tunc autem
diceretur censurae sententia vagè ferri, quando Judex sententiam proferret, excomunicando
unum ex patratoribus delicti, supponendo eos esse plures, & nullum in particulari
designando; tunc enim esset inepta sententia, & prorsus nulla, utpotè continens
intolerabilem errorem, & aut procedens ex insufficiente intentione ad habendum effectum,
vel certè insufficienter illam pronuntians, & declarans; cum tamen hoc necessarium sit ad
talem effectum, ut in superioribus dictum est. Quod etiam confirmari potest ex simili
doctrina de Sacramentis: nam si intentio non sit satis determinata, & per formam explicetur
cum sufficienti determinatione subjecti, seu materiae, circa quam forma, vel Sacramentum
versatur, nihil fiet.
28. Resta manifestar los fundamentos, que me persuaden, que cada uno de los pies del
monstruo era informado, e influido de almas. Estos son dos, uno tomado de la facultad
anatómica, otro de la experiencia.
29. El primero consiste, en que los nervios que se distribuyen por muslos, piernas, y pies,
son cuatro, que se forman de los ramos mayores de siete pares de los últimos del espinazo;
de suerte, que éste arroja nervios a uno, y otro lado para ambos muslos, piernas y pies.
Véase la Anatomía completa del Doctor Martínez tract. 4, lect. 12, cap. 3. Es, pues,
consiguiente, que en el monstruo de la cuestión, cualquiera de los dos espinazos arrojase
nervios a ambos lados para muslos, piernas y pies, siendo ésta la expansión, y progresión
natural de dichos nervios. Lo contrario sería nueva monstruosidad, la cual nunca se debe
suponer sin que demostrativamente se pruebe. Como la médula espinal es continuación del
cerebro, y la alma, del mismo modo que por los nervios, que salen del cerebro, por los que
salen de la médula espinal, influye sentido, y movimiento a aquellas partes donde se
ramifican dichos nervios; es ilación forzosa, que cada una de las dos almas influyese, por
medio de los nervios expresados de ambas médulas espinales, a uno, y otro muslo, a una, y
otra pierna, a uno, y otro pie: de donde se sigue, que cada pie pertenecía a ambas almas. Ni
de aquí se puede inferir el absurdo filosófico, de que dos formas substanciales informasen
una misma materia; pues aunque las dos almas informasen un mismo pie, mas no en una
misma parte, sino en distintas, y por medio de distintos nervios.
30. El segundo argumento, fundado en la experiencia, se toma de una circunstancia, que
Gaspar de los Reyes refiere del monstruo bicípite de Nortumberland; de que hablamos
arriba; y es, que hiriendo cualquiera de sus piernas, ambas cabezas, caras, y lenguas
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manifestaban sentir el dolor; pero no sucedía esto en las partes, o miembros, en que estaban
separadas las dos almas; esto es, si herían una cabeza, solo esta se quejaba, no la
compañera. Refiere Reyes con admiración suya esta circunstancia: Illud quoque mirabile
fuit, &c. Pero en mí no causa alguna admiración, porque la tengo por consiguiente necesario
al raciocinio Anatómico, que acabo de hacer; antes admiraría que sucediese lo contrario.
Este hecho, digo, prueba concluyentemente, que cada pierna era informada de las dos
almas, y pertenecía en la forma explicada arriba, a ambas cabezas.
31. De todo lo discurrido hasta aquí se infiere, que siempre que en semejantes monstruos
estuviesen duplicados el corazón, y la cabeza, cualquiera de ellos se debe juzgar compuesto
de dos distintos individuos: de que para la práctica Moral se sigue, que aplicando el agua
bautismal a alguno de los miembros que no están aparentemente duplicados, debajo de la
forma contraída a un individuo solo, con las palabras ego te baptizo, es inválido el
Bautismo; al contrario, es válido de este modo, aplicado a cada una de las dos cabezas.
32. ¿Pero qué diremos de aquellos monstruos, en quienes sólo uno de los miembros está
duplicado, esto es, o sólo la cabeza, o sólo el corazón? A la verdad, en orden al uso del
bautismo, importa poco la decisión de la duda por lo respectivo al corazón: porque la
duplicidad, o unidad de esta entraña no puede constar sino mediante la disección anatómica;
y como ésta no se hace, sino suponiendo muerto el monstruo, ya entonces no está capaz del
sacramento. Sin embargo puede suceder el caso del hacer la disección suponiéndole muerto,
y mediante la disección hallar señas manifiestas de vida, como sucedió en el trágico
acontecimiento, que referimos en el primer Tomo del Teatro Crítico, Disc. 5. num. 26. de
aquel caballero español, a quien con el cuchillo anatómico mató, por suponerle muerto, el
famoso médico y anatomista Andrés Vesalio. Así, aun para la práctica moral del Sacramento
del Bautismo, puede importar en algun caso raro la decisión de la duda.
33. Como en el cuerpo político de un Estado, cuando hay guerras civiles, unos reconocen un
príncipe, otros otro; así en el cuerpo humano, divididos los filósofos, unos pretenden el
principado de él para el corazón, otros para la cabeza. Del partido que reconoce por príncipe
al corazón, es Aristóteles el jefe, explicándose claramente a favor suyo en el libro de
Spiratione, y en el tercero de Partibus Animalium, cap. 3. Si las prerrogativas, que supuso
Aristóteles en el corazón, fuesen verdaderas, no se le podía negar el principado, con
preferencia a la cabeza, y demás miembros. En el lib. 2. de Part. Animal. cap. 1, constituye
al corazón principio del sentimiento, movimiento, y nutrición. En el lib. 3, cap. 3, ya citado
arriba, le reconoce por principio de la vida, y de todo sentido, y movimiento: In quo
principium vitae, omnisque motus, & sensus esse censemus. En el capítulo siguiente dice,
que la virtud de sentir, primero, y principalmente reside en el corazón. Y en el lib. 2. de
Generat. Animal. cap. 4. sienta, como máxima inconcusa, que entre todos los miembros, o
entrañas, es el primero en vivir, y el último en morir. De donde se derivó a la Filosofía,
como axioma universalmente recibido, ser el corazón primum vivens, & ultimum moriens.
34. Pero aunque la autoridad de Aristóteles arrastró en este punto casi a todos los filósofos
de los siglos pasados; hoy, con mucha razón, reclaman contra él, y contra ellos muchos
Físicos modernos, a quienes, sin la menor perplejidad, agrego mi dictamen. Lo primero, que
el corazón sea principio del sentido, y movimiento, es un error tan grande, que se debe
admirar, que haya caído en tan grande hombre. Los nervios son los instrumentos de toda
sensación, y movimiento; y es visible, que los nervios no tienen su origen en el corazón,
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sino en el cerebro. Lo segundo, de aquí se infiere, que tampoco el corazón, sino el cerebro,
es principio de la nutrición; porque ésta pende de tales, y tales movimientos, que en el
cuerpo animado recibe el alimento, desde que entra en el estómago, hasta que segregada, y
depurada con varias circulaciones la parte alimentosa, se incorpora, y fija en el viviente.
35. Lo tercero, a la máxima de que el corazón es el primero que vive, por más recibida que
esté, le falta mucho para merecer el grado de axioma. ¿Cómo puede saberse esto, sin que
Dios lo haya revelado? Acaso Aristóteles lo afirmó, por estar en la persuasión, de que entre
todos los miembros, es el que primero se forma. ¿Pero quién no ve, que no es ilación
forzosa, de ser el primero que se forma, ser el primero que se anima? Acaso la alma ha
menester la formación de muchas entrañas, y no de una sola, para introducirse en el cuerpo;
al modo que, cuando se fabrica una casa, aunque tal cuarto determinado se haga el primero,
no por eso se introduce el dueño en él, ni le tiene por conveniente habitación; antes espera a
que todo el edificio esté formado, para hacerle morada suya. Tampoco es preciso, que la
parte principal del cuerpo sea la primera que se forma, porque puede pedir el orden de la
generación, que la precedan otras menos nobles; al modo que frecuentemente sucede en las
obras del arte. Y no faltarán quienes asientan a ello firmemente, fundados en la máxima
escolástica, prius in intentione, est posterius in executione.
36. Fuera de esto, es totalmente incierto, que el corazón se forme antes que todos los demás
miembros. A Aristóteles le pareció, que esto estaba bastantemente probado con la
experiencia de que en el huevo gallinaceo, al tercer día de incubación, se nota esta parte a
manera de un punto (lib. 3. de Part. Animal. cap. 4.). Pero sobre que esta experiencia, en la
forma que él la alega, prueba igualmente del hígado, pues lo mismo dice de uno, que de
otro; esto es, que al tercer día de incubación se descubren una, y otra entraña, a manera de
dos puntos; esta experiencia digo está hecha muy a bulto, y sin la exactitud, que es menester
para fundar sobre ella algún dogma filosófico. El gran observador Marcelo Malpighio, que
hora por hora, con grande atención exploró todas las mutaciones del huevo, a las doce horas
de incubación notó delineada en alguna manera la cabeza del pollo, juntamente con las
vesículas, que son origen de las vértebras. En hechos de anatomía, las observaciónes
modernas deben ser preferidas, con grandes ventajas, a las antiguas, ya porque hoy se
cultiva con mucho mayor aplicación que en los siglos pasados esta parte de la Física; ya por
el grande auxilio del microscopio, de que los antiguos carecieron.
37. Pero la verdad es, que ni el microscopio puede informar con seguridad en el asunto
presente; pues es posible, que una parte anterior a otra en formarse, sea posterior a ella en
descubrirse; ya por estar al principio cubierta de algún involucro, como a veces, según la
observación del citado Malpighio, sucede a los rudimentos de las vértebras, en la
duodécima hora de incubación del huevo; ya porque puede en su primera formación ser tan
menuda, que ni aun por medio del microscopio pueda distinguirse; y juntamente ser su
aumentación tan lenta, que otra parte, cuya formación es posterior, tome antes que ella
volumen bastante para manifestarse. Lo que no tiene duda es, que no va a un compás el
incremento de todas las partes del cuerpo; pues en varios fetos humanos se ha visto, que en
los primeros meses de la concepción, la cabeza proporcionalmente a su tamaño natural,
excede mucho en magnitud a todos los demás miembros. Así, de la anterioridad de alguna
parte en manifestarse a la vista, no puede colegirse su anterioridad en la formación.

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38. Aun con más leve, o ningún fundamento dio Galeno la precedencia de formación al
hígado; otros a los huesos. Algo más razonable parece la sentencia de Hipócrates, lib. 1 de
Dieta, donde decide, que todas las partes se organizan a un tiempo: Delineantur partes
simul omnes, & augentur, nec prius aliae aliis, nec posterius. La prueba se toma de la mutua
dependencia, que tienen unas partes de otras en cuanto al uso. Pero aunque esa dependencia
en los progresos de la vida sea incontestable, para el efecto de conservarla en cada una de
las partes principales, y acaso haya la misma, para empezar a animarse las partes, de modo,
que ninguna pueda ejercer su uso vital, o animal, sin la concurrencia de otras; no veo qué
necesidad haya de establecerla para la simultánea formación; pues bien puede preceder,
como noté arriba, la formación de alguna parte a su animación.
39. En el sistema de muchos modernos, que ponen los cuerpos de todos los vivientes, que
hubo, y habrá organizados en sus semillas, o huevos desde la Creación, no hay lugar a la
cuestión propuesta sobre la precedencia de formación entre las partes, pues en esta opinión,
desde el principio del mundo están formadas todas: con que sólo puede quedar pendiente el
pleito, en orden a la precedencia de animación.
40. Ya por la probabilidad de cualquier sistema moderno, ya por parecerme difícil impugnar
sólidamente la simultánea formación, y animación, me ceñiré a probar sólo hipotéticamente
la preeminencia del cerebro en cuanto a esta parte; esto es, que si alguna parte se forma, y
anima antes que las demás, esta prerrogativa es propia del cerebro, y no del corazón, mucho
menos de otra cualquier parte.
41. Que el corazón, pues, no puede ser formado antes que el cerebro, y por consiguiente, si
uno se organiza antes que otro, va el cerebro delante, se prueba, de que siendo el corazón,
según todos, o casi todos los Anatómicos modernos, verdadero músculo, o dos músculos
complicados, como poco ha descubrió el insigne Anatomista Parisiense Mr. Vinslou; y
constando todos los músculos de fibras nerviosas, necesariamente supone la formación de
los nervios; y la formación de los nervios supone la del cerebro, donde tienen su origen.
Pruébase también, que el corazón no precede en la animación al cerebro; antes éste a aquél,
si la animación no es simultánea: pues todos hoy constituyen al cerebro principio del
sentido, y movimiento. ¿Cómo puede parte alguna animarse antes que aquélla, de quien
recibe su movimiento, y su sentido?
42. De aquí se infiere, que los atributos que vulgarmente dan al corazón de Fuente de la
Vida, Sol del Microcosmos, y otros semejantes, con que se quiere significar, que él es la
pieza principalísima de la máquina animada, que con su movimiento alienta, y hace jugar
todas las demás, son opuestos a la verdadera Filosofía. Como el movimiento del corazón es
perceptible a todos, mas no la influencia del cerebro, conspiró el vulgo de los filósofos (que
también en los filósofos hay vulgo) en dar a aquél la primacía. Pero que el mismo
movimiento del corazón pende de la influencia del cerebro, consta, no sólo de lo dicho, mas
también de la experiencia testificada por Boerhave, y otros anatómicos, de que, si los
nervios del octavo par se cortan, o ligan en la cerviz, al punto desmaya, y en breve cesa el
movimiento del corazón. El Doctor Martínez atribuye aquello poco, que en el propuesto
caso conserva de movimiento, a que no sólo recibe ramos del octavo par, mas también
algunos otros de los intercostales, y de la médula espinal; por lo que supone, que si todos
éstos se cortasen, al punto cesaría del todo el movimiento. (Anat. Comp. tract. 2, lect. 6,
cap. 3.)
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43. Aunque la establecida dependencia del corazón, y demás partes del cuerpo, respecto del
cerebro, sólo hipotéticamente infiere la anterioridad de éste en formación, y animación,
absolutamente prueba contra Aristóteles, y sus secuaces su dominio, o principado sobre el
corazón, y demás miembros, o entrañas. Todas para todos sus actos vitales, y animales,
penden del influjo del cerebro, comunicado por los nervios, porque sin éstos no puede
ejercerse movimiento alguno: luego todos los miembros se han como súbditos del cerebro, y
éste es quien absolutamente domina en la pequeña república del cuerpo animal, sin que el
corazón pueda pretender más, que ser su primer ministro.
44. De esta grande preeminencia del cerebro se puede legítimamente deducir, que su unidad,
o duplicidad infiere unidad, o duplicidad de alma, sin hacer cuenta del corazón; y por
consiguiente del monstruo, que tenga dos cabezas, se ha de hacer juicio, que es un complejo
de dos individuos, aunque sea único el corazón: como al contrario, siendo única la cabeza,
aunque sean dos los corazones, se deberá reputar por un individuo solo.
45. Otra prueba más sensible de esto mismo se puede tomar de varias historias, que hacen
constar, que enteramente separado, o arrancado del cuerpo el corazón, ya en el hombre, ya
en otros animales, se puede conservar la vida por algún tiempo. Reyes refiere algunas de
estas historias, copiadas de varios Autores. Citando al Padre Joseph Acosta (autor
generalmente reputado por fidedigno) dice, que un hombre, a quien los Indios,
sacrificándole a sus Ídolos, arrancaron el corazón, después de caer despojado de él, por casi
treinta escalones, con voz clara pronunció estas palabras: Oh nobles, ¿por qué me matáis?
Añade el mismo Reyes, que en Inglaterra, donde por varios crímenes se aplica el suplicio
atroz de arrancar el corazón a los delincuentes, estando vivos, se ha observado, que algunos
han hablado después de arrancado el corazón.
46. En otros animales ha sido la observación más frecuente. Galeno afirma, que en los
sacrificios, quitado el corazón a las víctimas, y puesto sobre las aras, se vieron algunas
clamar fuertemente, y aun huir por algún espacio. Realdo Columbo, expertísimo
Anatómico, asegura, que si a un perro se le quita sutilmente el corazón, (él mismo enseña el
modo con que se debe hacer) y la herida se liga bien, y le sueltan luego, ladra, y corre: y
Andrés Laurencio testifica haber experimentado esto muchas veces. Tertuliano, de algunas
cabras, tortugas, y culebras, dice, que viven sin corazón; lo que se debe entender, como yo
supongo, por algún breve tiempo. De las tortugas afirma lo mismo Celio Rodiginio;
Calcidio, del cocodrilo; Alejandro Afrodíseo, del camaleón.
47. Como nunca se vio que animal alguno de los que llamamos perfectos haya vivido
después de cortada la cabeza, los hechos referidos dejan al corazón incapaz de toda
competencia con el cerebro, en el asunto de la cuestión. He dicho de los animales, que
llamamos perfectos, porque los insectos tienen sus reglas aparte, y siguen en sus facultades,
como en la organización, otra Física distinta. Supónense también aquí exceptuados los
sucesos milagrosos, como el de San Dionisio Aeropagita, de quien se lee que, degollado,
tomó su cabeza en las manos, y así caminó dos mil pasos.
48. Pero después de todo me queda la sospecha, de que la cuestión de si son dos individuos,
o uno, cuando las cabezas son dos, y uno el corazón, acaso cae sobre un supuesto falso.
Acaso, digo, siempre que son dos las cabezas, son dos los corazones. Martino Weinirich,
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autor que no he visto sino citado en Paulo Zaquias, fue el único que dio en el pensamiento
de que, siendo dos las cabezas, es necesario ser dos los corazones. Impúgnale Paulo Zaquias
con las historias de tres monstruos, en cada uno de los cuales eran dos las cabezas, y único
el corazón. Pero yo pretendo, que estas historias nada prueban, entretanto que no nos consta,
que el examen de la unidad del corazón se haya hecho con toda la delicadeza, que cabe en la
pericia Anatómica; porque el que a la simple, y común inspección el corazón parezca uno,
nada convence.
49. Fúndome en el examen que hizo Mr. Lemeri de un monstruo bicípite, nacido en París el
día 15 de Marzo del año 1721. Este, aunque con dos cabezas bien distintas, y separadas, no
tenía más que dos brazos, y dos piernas, &c. pero el pecho era más ancho, y abultado, que
debiera ser en correspondencia a una sola cabeza. Abierto, se hallaron dos espinazos,
inmediatos uno a otro, que proseguían así hasta el Cóccix; el cual, aunque exteriormente
parecía único, bien reconocido, se vió estar duplicado. El corazón a la vista no era más que
uno, y aun se puede decir, que examinada su cavidad, no representaba ser más que medio
corazón, porque no tenía más que un ventrículo, sin septo medio, que le dividiese, ni en
todo, ni en parte. Con todo, el sabio Anatomista, que hizo la disección, formó juicio
resuelto, y firme de que eran dos corazones incorporados, y como confundidos en uno. Su
gran prueba fue la duplicación del tronco de la aorta, y del de la arteria pulmonar; de modo,
que de un lado salían dos troncos de aortas, y del otro dos de la arteria pulmonar,
evidentemente destinados a repartir la sangre a dos fetos confundidos en uno. En los
pulmones había también su confusión. Mirados a bulto, parecían una entraña sola; pero
examinados con cuidado, se reconocía ser dos; ni podía ser otra cosa, ya por recibir dos
arterias pulmonarias, ya por ser basas de dos tráqueas. Omito otras particularidades, que no
son del caso para el asunto en que estamos, y que se hallan individuadas con mucha
extensión en las Memorias de la Academia Real de las Ciencias del año 1724.
50. Mucho me inclino a que si en todos los monstruos bicípites se hiciese la disección con
toda la exactitud, que observó Mr. Lemeri, en todos se hallarían dos corazones; a lo que me
mueven las siguientes reflexiones. Lo primero, porque esto es más natural, y lo contrario
más monstruoso. Es más natural, digo, que en un complejo, donde hay dos cabezas, haya
dos corazones; y el juicio se debe hacer por lo más natural, siempre que lo contrario no
consta con certeza. Lo segundo, por haberse observado tal vez en otros miembros menos
nobles de semejantes monstruos la duplicación, registrándolos con cuidado, aunque a la
vista se representaba uno solo. Ulises Aldrobando refiere, que el año de 1610 en el territorio
de Pistoya nacieron dos infantes unidos, de los cuales uno, según lo que se ofrecía a los
ojos, no tenía más que una pierna; pero tentándola con diligencia el Cirujano, reconoció en
ella los huesos correspondientes a dos piernas. En el monstruo bicípite de Nortumberland,
de que hablamos arriba, hiriendo cualquiera de las dos piernas, sentían el dolor, como allí
notamos, ambas cabezas; de que se infiere, que debajo de un tegumento común había dos
piernas, una correspondiente a una cabeza, otra a otra. El monstruo de esa ciudad ofrece otra
prueba de lo mismo, pues la división desde el codo en dos brazos, y dos manos, muestra que
el intervalo, desde el hombro al codo, en que se representaba un brazo sólo, había las venas,
arterias y nervios correspondientes a dos brazos; porque si no, ¿cómo pudieran bajar al resto
las correspondientes a dos brazos, y dos manos? De que es natural colegir el hueso, desde el
hombro al codo, también duplicado.

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51. Lo tercero, porque el modo más natural, y aun acaso único, de explicar la formación de
esta especie de monstruos, es por la conglutinación de dos fetos, la cual pudiendo hacerse
de innumerables maneras diferentes; esto es, conglutinándose tales, o tales miembros, y
quedando separados tales, o tales, de aquí resulta la variedad de ellos; pero es consiguiente a
dicha formación, que en cada uno de tales monstruos (a lo menos por lo común) existan
todos los miembros correspondientes a dos individuos, unos conglutinados, otros divididos.
52. Dije, que acaso éste es el único modo de explicar la formación de tales monstruos;
porque pensar, que la cabeza de un feto separada del resto, se pega a otro, no lleva camino.
Porque, ¿cómo aquella cabeza se ha de animar, no circulando por ella la sangre? ¿Cómo ha
de circular por ella la sangre, si sus venas, y arterias no se continúan hasta el corazón?
Agregada la cabeza extraña por un lado del cuello, pongo por ejemplo, topará una vena de
ella con una arteria del otro feto, o con un hueso, o con una membrana, &c. Lo mismo digo
de las arterias. Mucho más fácil se concibe que si a un hombre le cortan una mano, se le
pueda suplir con la mano de otro hombre, no obstante lo cual, todo el mundo tiene este
suplemento por imposible.
53. Por conclusión digo, que aunque los argumentos en que he fundado, que en todo
monstruo bicípite se deben juzgar dos almas, o dos distintos individuos, sean, como me lo
parece, de una gran solidez; como no se puede decir que prueban con evidencia, y aun acaso
se podrá dudar, de si fundan certidumbre moral (porque al fin en los discursos sobre
materias pertenecientes a la Física, casi es transcendente la falibilidad) lo que en orden al
Sacramento del Bautismo se debe hacer, siempre que un monstruo tal saliere en estado de
poder recibirle, es aplicarle absolutamente sobre una cabeza, con la forma dirigida a un
individuo, ego te baptizo; y en la otra con la misma, proferida debajo de la condición, si non
est baptizatus.
He satisfecho lo menos mal que pude al encargo, que V. mrd. me hizo de parte de esa
nobilísima ciudad, y querría se ofreciesen otras ocasiones de manifestar mis deseos de
servir, así a la ciudad, como a Vmd. a quien guarde Dios, &c.

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Nota.
Advierto, que esta respuesta es en parte muy diversa de la que se imprimió primero en
Cádiz, y después en Lisboa. Aquellas impresiones se hicieron sobre copias sacadas de la
que envié manuscrita a Medina-Sidonia, en la cual padecí en cuanto al hecho una notable
equivocación, que conocida después, fue preciso enmendar en esta. Es el caso, que, o
porque la relación del examen anatómico vino en un pasaje algo confuso, o porque yo no
apliqué a su lectura toda la atención necesaria, entendí, que el monstruo no tenía más que
un corazón. Advertido después el yerro, para dar esta respuesta al público, fue necesario
alterarla en parte, y darla nueva forma. Pero la decisión, así por lo físico, como por lo
moral, viene a ser la misma.
{Texto extraído de la obra de Benito Jerónimo Feijoo Cartas eruditas y curiosas, Tomo
Primero (1742). Edición cotejada con la revisada por Silverio Cerra Suárez (1940-2014) y
publicada en Feijoo, Benito Jerónimo (2014), Obras completas, Tomo I. Cartas eruditas y
curiosas I. Oviedo: KRK Ediciones, 247.69}.

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RESEÑAS

Philipp Mainländer. Filosofía de la redención


«Reseña» a Mainländer, Philipp (2014), Filosofía de la redención.
Madrid: Ediciones Xorki, 429 páginas.

Felipe Giménez Pérez


(Universidad Complutense de Madrid)

En 2014 ha aparecido la primera traducción al español y su primera publicación en español


de la obra del filósofo alemán Philipp Mainländer (1841-1876), Filosofía de la redención
(Philosophie der Erlösung), traducido por Manuel Pérez Cornejo.
Mainländer es un pensador pesimista más como Schopenhauer, Eduard von Hartmann, etc.
El indiscutible mentor intelectual de Mainländer fue sin lugar a dudas, Schopenhauer, el
fundador del pesimismo filosófico. En este libro expone toda su filosofía. A continuación se
suicidó como buen pesimista. Era el año 1876.
La filosofía ha de ocuparse del mundo. «La verdadera filosofía debe ser puramente
inmanente, es decir, tanto su tema como su límite ha de ser el mundo». Y además «La
verdadera filosofía, además debe ser idealista» (45). Sigue pues los pasos de Schopenhauer.
El mundo es la representación del sujeto cognoscente pues. «Partir del sujeto, por tanto, es
el comienzo del único camino seguro para alcanzar la verdad». No tiene sentido preguntarse
qué aspecto tendría el mundo si no lo conociéramos o no lo pudiéramos conocer.
Entonces, Mainländer plantea tres tesis sobre el conocimiento:
– Que el sujeto cognoscente produce el mundo completamente por sus propios
medios.
– Que el sujeto percibe el mundo tal como él es;
– Que el mundo es producto, en parte del sujeto, y en parte de un fundamento
fenoménico independiente del sujeto (45).

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Entonces, ser es ser conocido por parte del sujeto cognoscente de acuerdo con las
categorías, sólo la causalidad y el espacio y el tiempo, tal y como sostenía Schopenhauer.
Esto puede ser considerado como un idealismo subjetivo. «Partir del sujeto, por tanto, es el
comienzo del único camino seguro para alcanzar la verdad» (45). La experiencia procede de
los sentidos y de la autoconciencia. El comienzo del conocimiento es la experiencia. Las
impresiones de los sentidos se constituyen en representaciones elaboradas por nuestro
cerebro. «La totalidad de tales impresiones es el mundo como representación (die Welt als
Vorstellung)» (46).
El entendimiento busca la causa de la alteración en el órgano sensorial y ésta es la función
de la causalidad. Es la única categoría kantiana que Schopenhauer admitía en su filosofía
del conocimiento y Mainländer sigue aquí a Schopenhauer. La ley de causalidad es a priori.
Esta función es innata al entendimiento a decir de Mainländer. Es la función apriorística del
entendimiento. El sujeto cognoscitivo existe con independencia de las cosas en sí.
De la misma manera que la ley de la causalidad se encuentra en nosotros, y
ciertamente antes de toda experiencia, es igualmente cierta, por otro lado, la existencia
independiente del sujeto de las cosas en sí, cuya actividad pone en funcionamiento al
entendimiento (47).
Otra categoría o forma previa a toda experiencia es el espacio. Fuera del sujeto que intuye,
no hay ni un espacio infinito, ni espacialidades finitas. Espacio y tiempo no pueden ser en
absoluto formas a priori y de hecho no lo son pero tampoco son formas inherentes a las
cosas en sí. El espacio como forma del entendimiento es el punto: «el espacio como forma
del entendimiento hay que pensarlo únicamente bajo la imagen de un punto» (48-9).
Esto es importante tenerlo en cuenta, pues en nota al pie se dice:
El espacio infinito y el tiempo infinito no son, originalmente, ni esencialmente unas
intuiciones puras de la sensibilidad que todo lo abarcan, sino los productos de una
síntesis del entendimiento, que se prolonga hasta el infinito (…) El tiempo infinito y
el espacio infinito, como tales, no son formas de la sensibilidad, sino enlaces de algo
múltiple, que, como todos los enlaces, son obra del entendimiento……no hay ningún
espacio como intuición pura a priori (48).
La materia es la segunda forma del entendimiento para percibir la causa: «la materia ha de
definirse como el punto en el que se unifican las impresiones transmitidas de los sentidos
que son las actividades de las cosas en sí intuidas, especialmente elaboradas» (49). El objeto
no es otra cosa que la cosa en sí filtrada por las formas del sujeto. La materia es la
objetividad pues. «Sin la materia, no hay objeto alguno, y sin objetos no cabe hablar de
mundo exterior» (49).
Sin la materia pues, no hay objeto, no hay experiencia. Además de la materia Mainländer
afirma que hay que añadir a la materia la fuerza. La fuerza puede no ser materia y estar libre
de materia. Si la fuerza es objeto de la percepción de un sujeto, entonces es materia.

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Schopenhauer afirmaba que el mundo es mi representación. Mainländer afirma que «el


sujeto es un factor principal en la constitución del mundo exterior, aunque él no falsee la
actividad de una cosa en sí, sino que solamente reproduce precisamente aquello que actúa
sobre él» (50).
El entendimiento sirve para descubrir la causa de los cambios y para incluir el objeto en sus
dos formas: espacio y materia. Pero con esto no basta para la constitución del objeto. El
entendimiento no puede proporcionar objetos completamente terminados. «Para que esto
suceda debemos pasar del entendimiento a otra facultad cognoscitiva: la razón» (51).
A diferencia de lo que ocurría en Kant, la función de la razón es la síntesis «o el enlace
como actividad». La razón tiene una forma: el presente. «Pero, en general, la función del
espíritu es acompañar la actividad de todas las facultades con conciencia y unir sus
conocimientos en el punto de la autoconciencia» (52).
El entendimiento no puede enlazar, su función es ir desde el efecto a la causa. La razón es la
que efectúa la síntesis.
Según Schopenhauer, espacio y tiempo eran las formas a priori de la intuición y sólo había
una categoría del entendimiento: la causalidad. Según Mainländer, espacio, causalidad y
materia son las categorías del entendimiento y «el tiempo es un enlace de la razón y no,
como suele suponerse, una forma a priori de la facultad cognoscitiva [...] el tiempo es la
medida subjetiva del movimiento» (55-6).
El ámbito de la intuición no agota todo el mundo de la experiencia. También tenemos la
representación de objetos no captados intuitivamente, por ejemplo, la representación del
universo.
La substancia es igual que el tiempo, un enlace a posteriori de la razón, basado en una
forma a priori.
Frente a la unidad de la sustancia, como enlace ideal, se encuentra en el ámbito real el
universo, la unidad colectiva de fuerzas, que es totalmente independiente de aquella.
El entendimiento sólo busca la causa y la razón transmite una más. La representación no es
ni sensual, ni intelectual, ni racional, sino espiritual. Es obra del espíritu, es decir, del
conjunto de las facultades cognoscitivas: «todas las impresiones de los sentidos conducen a
objetos, que constituyen en su conjunto el mundo objetivo».
La cosa en sí es la fuerza. El mundo es el conjunto de las cosas en sí y es por tal razón un
conjunto de fuerzas puras que para el sujeto son objetos. El objeto es el fenómeno derivado
de la cosa en sí.
Para Mainländer todas las series causales siempre desembocan en una unidad trascendente
que se encuentra completamente cerrada para nuestro conocimiento, y es una X equivalente
a la nada. Por eso el mundo ha surgido de la nada. Es el ser originario, Ursein. Además, la
serie causal no puede ser infinita. La unidad simple escapa por completo a nuestro
conocimiento.
Philipp Mainländer sostiene la finitud del universo. No se trata de un dominio inmanente
cerrado finito que, sin embargo, estaría rodeado por todos los lados de algo trascendente
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infinito, sino de un único ámbito inmanente aún existente que ha de ser finito, puesto que el
ámbito de lo trascendente de hecho ya no existe.
Una totalidad de esferas finitas debe ser necesariamente finita. Un argumento bastante
potente. No puede haber una totalidad infinita, un cosmos infinito. Si es totalidad no es
infinito y si es infinito no es una totalidad.
Por lo demás, Mainländer rechaza la infinita divisibilidad de la fuerza y el átomo.
El tiempo es un enlace ideal a posteriori, que surge en base a la forma apriórica del presente
y no es nada sin el fundamento de la sucesión real. En conclusión,
– El movimiento real ha tenido un comienzo.
– El movimiento real carece de fin.
A todo esto Mainländer lo denomina el auténtico idealismo crítico o trascendental. Aquí
sigue a Schopenhauer considerando toda esta filosofía como un idealismo trascendental,
«que es el que les deja a las cosas en sí su realidad empírica y efectiva, y no se basa en
meras palabras, es decir, les concede extensión y movimiento, independientemente del
sujeto, del espacio y del tiempo. Su centro de gravedad radica en la objetivación material de
la fuerza, y desde este punto de vista es trascendental, pues esta palabra designa la
dependencia del objeto del sujeto» (78).
Es idealismo crítico porque no le permite a la razón utilizar mal la causalidad para producir
series infinitas; separar el tiempo del desarrollo real, tener al espacio matemático y a la
sustancia por algo más que meras cosas del pensamiento y atribuir infinitud a este espacio
real y a esta sustancia real una permanencia absoluta.
Además nos prohíbe a nuestra razón perversa sostener que hay series causales infinitas y
atribuirles ser, afirmar que el universo sea infinito y afirmar que las fuerzas químicas sean
divisibles hasta el infinito o que sean un agregado de átomos, que el desarrollo del mundo
carezca de comienzo; que todas las fuerzas sean indestructibles.
Las cosas en sí son para el sujeto objetos sustanciales, e, independientemente del sujeto son
fuerzas que se mueven con una determinada esfera de actividad.
La esencia de la fuerza ha de captarse en la autoconciencia, que es la segunda fuente de la
experiencia.
Siguiendo a Schopenhauer la fuerza que se revela en nuestro interior es la voluntad de vivir.
Es el conatus de Espinosa. Queremos la existencia y por eso existimos. La voluntad de vivir
es el núcleo más esencial e íntimo de nuestro ser.
La voluntad de vivir individual y real es el fundamento de la física. La voluntad de vivir es
un movimiento unitario e indiviso. Entonces es lo inorgánico. Si en cambio la voluntad
tiene un movimiento resultante es un organismo.
La ética de Mainländer es eudemónica. Se trata de buscar la felicidad. Se trata de investigar
la felicidad:

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En el mundo no hay otra cosa que la voluntad individual, que tiene una tendencia
fundamental: vivir y mantenerse en la existencia. Esta tendencia se presenta en el
hombre como egoísmo, que constituye la cubierta de su carácter, es decir, el modo y
manera en que quiere vivir y mantenerse en la existencia (195).
El hombre no sólo quiere subsistir, persistir en el ser, perseverar en el ser, sino además,
quiere la felicidad.
La voluntad no es nunca libre y todo lo que existe en el mundo, sucede con necesidad.
Entonces el hombre nunca es libre aunque pueda obrar en contra de su carácter y tenga
movimientos diferentes a los de los animales.
Siguiendo a Hobbes y a Espinosa el hombre en el estado de naturaleza no comete injusticia
alguna. La lucha por la existencia es la que determina la vida humana. De esta lucha sale
vencedor el más fuerte o el más astuto. El hombre no tiene derechos humanos. Simplemente
existe y busca mantenerse en la existencia.
Todas las acciones humanas son egoístas e interesadas frente a Kant. Todos los hombres
actúan por interés y por alguna motivación.
La función del Estado es dar a los ciudadanos más de lo que toma de ellos. Les garantiza así
un beneficio. Este beneficio supera al sacrificio que los hombres realizan. El contrato social
constitutivo del Estado tiene dos leyes originarias: 1) Nadie debe robar y 2) Nadie debe
matar (205).
Respecto a la religión, surge del miedo de los hombres a un poder supramundano
inconcebible que puede manifestarse en la naturaleza de forma temible, aniquiladora y
devastadora, y así se figuraron los hombres a los dioses.
La religión cristiana es la más perfecta y la mejor de todas. Exige a los hombres la
obediencia al Estado y a Dios, no matar, no robar, amar al prójimo, incluso al enemigo. Es
una religión que reprime el egoísmo humano.
Una acción moral es una acción que coincide con las leyes del Estado y los mandatos de la
religión. La acción moral no puede ser nunca desinteresada. Ya sabemos que todas las
acciones humanas son egoístas.
Una acción moral tiene valor si se corresponde con las leyes del Estado o con los mandatos
de la religión. Esto es, si es legal.
En segundo lugar, si se ejecuta de buen grado, es decir, si suscita en el que actúa el estado
de una profunda satisfacción y de una pura felicidad.
El Estado da más a sus ciudadanos de lo que toma de ellos. El Estado es beneficioso pues
para sus ciudadanos. Por eso existe el Estado, por utilidad, por beneficio. Hay dos leyes
originarias: 1. Nadie debe robar. 2 Nadie debe matar. En esto consiste el contrato social
originario. Surgió el poder público. La ley exigía el castigo. Únicamente cumpliendo el
castigo se mantiene vigente la ley.

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Es evidente que el bienestar del hombre es superior en el Estado que en el estado de


naturaleza.
Las acciones morales descansan pues como ya se ha dicho antes en la motivación egoísta.
Además hay un principio abstracto que funda la acción moral: No hacer mal a nadie y antes
bien, ayuda a quien puedas. Esto procede de Schopenhauer.
La acción moral vale, es válida, si se adecua a las leyes del Estado y a los mandatos de la
religión. Esto significa que debe ser legal.
En segundo lugar se tiene que ejecutar de buen grado. Tiene que provocar en quien la
ejecuta una profunda satisfacción y una pura felicidad.
La Política trata del movimiento de toda la humanidad. Este movimiento resulta de los
esfuerzos de todos los individuos, y, considerado desde un punto de vista inferior, es,
como hemos declarado en la Ética, aunque sin demostrarlo, el movimiento hacia el
Estado ideal, mientras que, concebido desde un punto de vista superior, aparece como
el movimiento desde la vida a la muerte absoluta, puesto que la detención en el Estado
ideal no es posible (247).
El Estado es la forma general de la civilización. La principal ley de la civilización es la ley
del sufrimiento que causa el debilitamiento de la voluntad y el fortalecimiento del espíritu.
De aquí brotan las distintas leyes históricas.
Para un pesimista como Mainländer que habiendo terminado de escribir toda su doctrina
filosófica, que estamos comentando aquí, se suicidó: «El conocimiento de que la vida
carece de valor supone el apogeo de toda sabiduría. La carencia de valor de la vida es la
verdad más simple; pero, al mismo tiempo, la más difícil de conocer, porque se presenta
oculta por incontables velos. Estamos, por así decirlo, sobre ella ¿cómo podríamos
encontrarla?» (257).
Todo el desarrollo histórico de la humanidad camina hacia el bienestar y hacia la búsqueda
de la felicidad. El socialismo, al concederle bienestar material al pueblo permitirá a las
masas darse cuenta de que la vida no vale nada. «En el Estado ideal, la humanidad realizará
el “gran sacrificio”, como dicen los hindúes, es decir, morir» (325). En el Estado ideal toda
la humanidad será ciudadana. Lo principal será la ciudadanía. El ciudadano será un hombre
absolutamente libre. Será el hombre completamente emancipado. Ahora el hombre busca la
muerte, la nada, el Nirvana, la muerte absoluta. Así pues la civilización es el movimiento de
toda la humanidad y va desde la vida a la muerte absoluta. Sigue la humanidad una ley
única: la ley del dolor, cuya consecuencia es el debilitamiento de la voluntad. Se va del ser
al no ser, de la vida a la muerte. Toda la humanidad está consagrada a la aniquilación.
Si pasamos a la metafísica podemos decir que en el mundo todo es voluntad de morir, que
se presenta en el reino orgánico de forma velada como voluntad de vivir. En el fondo el
filósofo inmanente ve en todo el universo sólo el más profundo anhelo de absoluta
aniquilación. La redención a la que aspira Mainländer es simplemente la nada, la
aniquilación. Finalmente aparece la religión, que tiene mucho en común con la filosofía.
La correcta relación entre el individuo y el mundo es la esencia de la religión y de la
filosofía, el verdadero Grial.
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Lo que separa a las religiones y a los sistemas filosóficos particulares unos de otros es tan
sólo el tipo de relación en que pusieron al individuo con el resto del mundo.
Cristo y Buda establecieron por igual el camino hacia la redención, esto es, la nada. El
hombre, el santo lo que quiere es la nada, el no ser. Vivir es dolor. Lo mejor es morir,
aniquilarse o suicidarse. Afirma Mainländer que ni Cristo ni Buda prohibieron el suicidio.
Mainländer afirma que su filosofía de la redención fundamenta por vez primera
científicamente el ateísmo.

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El proceso de la metábasis o «destrucción» de las categorías (en cuanto esferas autónomas


cerradas) no se produce de una vez; se realiza, en cierto modo, simultáneamente, al proceso
de la constitución categorial y se renueva cíclicamente, en mil formas empíricamente muy
diversas, pero que componen todas ellas la vida misma de la dialéctica.
Bueno, G. (1972), Ensayo sobre las categorías de la economía política.
Barcelona: La Gaya Ciencia, 110-11.

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RESEÑAS

La «voluntad de poder» del Imperio Español

«Reseña» a Roca Barea, María Elvira (2017), Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia,
Estados Unidos y el Imperio español. Madrid: Siruela, 479 páginas.

José Manuel Rodríguez Pardo


(Universidad de Oviedo)

El año 2016, justo tras el fallecimiento de Gustavo Bueno, vio un verdadero hito en la
reciente historiografía española, que sólo encuentra parangón en la publicación de Los mitos
de la guerra civil de Pío Moa en el año 2003: la publicación del libro Imperiofobia y
leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. La obra ha conocido
numerosas reediciones (hemos contabilizado unas diecisiete, y la que aquí reseñamos es la
octava, del año 2017). Recientemente, este mismo año y en la misma editorial, gracias a su
tirón propagandístico, ha publicado otro libro, en este caso de ficción, Seis relatos
ejemplares, seis, siguiendo la estela de otros historiadores a la hora de incursionar en otros
géneros literarios ya no ensayísticos sino de ficción. Una trayectoria realmente meteórica,
que ha propiciado miles de ventas y que exhibe un planteamiento novedoso y
aparentemente rompedor respecto a los tópicos negrolegendarios, que aún se mantienen en
la historiografía sobre España.

La autora de la obra, la hace dos años totalmente desconocida María Elvira Roca Barea
(1966), formada en la Universidad de Harvard como otros ilustres personajes (tal es el caso
del anterior Presidente de los Estados Unidos del Norte de América, Barack Obama), según
confesión propia se mantiene alejada del catolicismo militante, tan habitual sin embargo en
quienes realizan obras apologéticas (como presuntamente sería esta) del pasado imperial
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español: «No tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una
familia de masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal», y pese
a no compartir con el catolicismo muchas de sus máximas morales, admira dos principios
católico-romanos: «que todos los seres humanos son hijos de Dios, si lo hubiera, y que están
dotados de libre albedrío. Es extraordinario que la Iglesia católica jamás haya coqueteado
con esa idea aberrante, madre de tantos demonios, entre ellos el racismo científico, que es la
predestinación» (16-7).
Sin embargo, ya en la página 13 señala el periodista Arcadi Espada en su Prólogo a la
primera edición de la obra una contradicción muy llamativa, que será una constante en esta
obra: «Solo hay una leyenda negra y es la española. Rechace imitaciones. Este es el
mensaje, cargado de beligerancia, conocimiento y ardor, que M.ª Elvira Roca Barea
transmite a los lectores de este libro excepcional. Una historia de España, y por tanto
también del Imperio, escrita por el dorso». Y es que justo después, en la página 14, Espada
realiza una sorprendente alusión, para negar la presunta «excepcionalidad» española: «Este
libro da numerosos ejemplos de hasta qué punto no hay nada al margen de algo. Ni siquiera
la obstinada indolencia con que España ha reaccionado a las mentiras que han proyectado
los otros sobre ella es estrictamente característica. Los Estados Unidos reacciona hoy ante la
imperiofobia en parecidos términos a cómo lo hacían los españoles del siglo XVI y del
XVII... y a cómo siguen haciéndolo. La diferencia es que los Estados Unidos es el imperio
más poderoso que ha conocido la humanidad y España una nación trabada, cuya única
relación con el imperio del pasado es, precisamente, esa indolencia ante los insultos y las
falsedades, mucho más peligrosa, como demuestra la crisis de deuda, cuando se proyecta
sobre un organismo frágil». Estas confusas alusiones sobre la Leyenda negra y la
«imperiofobia» realizadas por el prologuista, suponen todo un anuncio acerca de lo que nos
vamos a encontrar en la obra de Roca Barea: un libro plagado de conceptos oscuros y
confusos.
Asimismo, la propia autora, en la Introducción, nos da una serie de pistas sobre cómo va a
enfocar su libro. Para Roca Barea el Imperio es, ante todo, una constante en la Historia de la
humanidad: «Desde que tenemos noticia de nosotros mismos, vemos que los seres humanos
han tendido a crear enormes estructuras sociopolíticas que llamamos «imperios». Si nos
atenemos a la definición extensiva, un imperio es una organización política independiente
que tiene al menos un millón de kilómetros cuadrados». Asimismo, al igual que el Homo
sapiens dominó al Neanderthal gracias a su capacidad de organización grupal, Roca Barea
sustenta el imperio en una constante antropológica: «Partamos del axioma de que el ser
humano no es por naturaleza suicida y de que tiende a obrar en su mayor beneficio. Si esto
es así, alguna ventaja ha debido hallar nuestra especie en estas macroestructuras políticas.
De otro modo no se entiende que hayan surgido una y otra vez, siglo tras siglo y en todo el
planeta». En resumen, el imperio es una constante antropológica dentro de la Historia de la
Humanidad, una tendencia común a los hombres de cualquier latitud (15-6).

Asimismo, ya sugiere que lo que tradicionalmente se denomina como «Leyenda Negra» va


a ser considerablemente alterado en su obra, y subsumido tal concepto en otro mucho más
amplio, la imperiofobia: «A este misterio hay otro que lo acompaña. Lo podemos llamar
leyendas negras o imperiofobia. La primera expresión tiene la ventaja de aludir a la
naturaleza evanescente y escurridiza de estos prejuicios, y la segunda, de poner de relieve
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que se trata de una clase especial de prejuicios, mejor organizados y promovidos, al menos
en su origen, que los otros. Los españoles hemos creído durante décadas que este enojoso
asunto era un rasgo exclusivo de nuestra historia. Nada más lejos de la realidad. Las
leyendas negras son como el principio de acción y reacción de la física aplicado a los
imperios. Nuestro propósito con este libro es comprender por qué surgen, qué tópicos las
configuran y cómo se expanden hasta llegar a ser opinión pública y sustituto de la historia»
(16).

1. UN LIBRO PLAGADO DE CONCEPTOS OSCUROS Y CONFUSOS.

Así, en la Primera parte: «Imperios y leyendas negras: la inseparable pareja», analiza el


sintagma «Leyenda negra» contraponiéndolo a la «leyenda áurea» o hagiogragías de la
Legenda sanctorum o Legenda aurea del dominico Santiago de la Vorágine (1230-1298),
una colección de hagiografías (23). Roca Barea cita la expresión «Leyenda negra» como
originaria de 1893, en el francés legènde noir, aunque reconoce que su uso pronto se
circunscribe a «la Leyenda negra de España», por utilizar el título de la conferencia que
ofreció Vicente Blasco Ibáñez en Buenos Aires en 1909, que junto a Emilia Pardo Bazán
son los principales responsables de su rápida popularización y que conducirán al libro ya
clásico de Julián Juderías, La leyenda negra, ya sin adjetivar como «española». Según Roca
Barea, la palabra «leyenda» se vincula con las guerras de religión y el protestantismo,
precisamente remitiéndose a las leyendas del Legenda sanctorum: «Los santos y mártires de
la Reforma eran reales, mientras que los santos y mártires católicos no eran más que
personajes de cuentos» (28).

Pese a todo, afirma Roca Barea que «la expresión admite ser aplicada a otras situaciones, y
así la encontramos referida a los rusos, estadounidenses, otomanos... Y no solo a los
imperios: vale para personajes y hechos diversos. Ahora bien, cuando se habla de leyenda
negra rusa o japonesa o napoleónica, la expresión se entiende por referencia a nuestra
historia y a nuestra leyenda, en español y en otros idiomas. Es necesario añadir el adjetivo
"rusa", "japonesa" o "napoleónica". De otro modo la frase refiere de forma automática a
España» (29). De hecho, la definición de Juderías, pese al análisis de la autora, hace
referencia más a un método que a un relato: «descripciones grotescas que se han hecho
siempre del carácter de los españoles como individuos y colectividad, la negación o por lo
menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas
manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado
sobre España fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su
totalidad» aunque Barea prefiera la del norteamericano William S. Maltby, «la opinión
según la cual en realidad los españoles son inferiores a otros europeos en aquellas
cualidades que comúnmente se consideran civilizadas» (30). Sin embargo, a lo largo de
Imperiofobia y leyenda negra, Roca Barea no duda en desvirtuar su significado. Y es que a
la hora de señalar ejemplos de lo que denomina tan genérica y difusamente «imperiofobia»,
no parece importarle que lo estadounidense, romano o ruso sea raquítico, frente a la
avalancha negrolegendaria española...

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Curiosamente, tras criticar a Ricardo García Cárcel (a quien sin embargo sigue en su hilo
argumental) sobre la inexistencia de la Leyenda negra, afirma que «Resulta difícil negar la
existencia de algo que tiene nombre propio en varios idiomas. Si sentado en un aula
universitaria londinense, danesa o rusa alguien dice “leyenda rosa”, tendrá que explicarse y
decir a qué se refiere. En cambio, si dice “leyenda negra” no tendrá ni siquiera que ponerle
un gentilicio. De hecho, Bretos y García Cárcel no titularon su obra La leyenda negra
española, sino La leyenda negra, porque la leyenda negra por antonomasia es la española y
no necesita especificaciones, ni en español ni en otras lenguas» (36). Sin embargo, tras esta
defensa exhaustiva, se contradice en el punto siguiente al hablar de la «imperiofobia» (que,
por cierto, nunca define con exactitud, al igual que cualquier término que pasa por el libro)
diciendo que «Nuestro objeto de estudio es la imperiofobia, esas leyendas negras [sic] que
acompañan a los imperios casi como una parte constitutiva de estos, y muy particularmente
la española» (39).

Entonces, ¿en qué quedamos? ¿La leyenda negra es exclusivamente Leyenda Negra en un
sentido idiográfico, o hay varios tipos de «leyendas negras», como sostienen el criticado
García Cárcel u otros? Roca Barea se desliza inequívocamente por la segunda opción. Y,
pese a que el libro sea, en apariencia (luego veremos que realmente no lo es), un libro de
combate contra las opiniones injuriosas que recibe España, por seguir la estela de Julián
Juderías, y que las teorías sean cosa menor que tengan que poner otros («que inventen
ellos», que diría Unamuno), porque para «combatir» hemos de saber primero qué
combatimos. «Pensar es pensar contra alguien», decía Gustavo Bueno, y ello indica que
debemos saber quién es ese alguien contra el que combatimos. De lo contrario, estaremos
combatiendo un fantasma, no estaremos diciendo absolutamente nada.

Y es que Roca Barea, pese a que la voluminosa parte de su trabajo dedicada a la Leyenda
Negra es muy notable, la desvirtuada completamente por su carencia de rigor conceptual
(tan sólo cabría citar el concepto de Leyenda negra, que toma de Juderías y Maltby, esto es,
no es suyo, para evitar refrendar nuestro juicio de que la autora carece de ideas abstractas) a
la hora de citar fantasmas gnoseológicos como la «imperiofobia», las «leyendas negras» o
los «imperios inconscientes», sacados ad hoc de generalizaciones sobre algunas cualidades
extraídas al azar, que luego son desmentidas por otras referencias empíricas. Podríamos
diagnosticar el libro Imperiofobia y leyenda negra con aquella caracterización que usaba
Gustavo Bueno para afirmar que algo no tenía consistencia ni asidero: es un libro que «no
tiene una sola idea abstracta».

En otro de los trabajos que hemos publicado en esta revista, hemos señalado que hay en
diversas disciplinas aquello que Rickert denominó como conceptos idiográficos, esto es,
irrepetibles, que sin embargo no suponen la negación de ciertas cualidades abstractas, cierta
normatividad. Bueno denominaba como totalidades joreomáticas a aquellas que estaban
compuestas de partes cambiantes, incluyendo a totalidades de carácter idiográfico, sin que
la totalidad quede comprometida por ello: «El "conjunto de los papas del Renacimiento"
constituye una totalidad atributiva joreomática, en la que cada elemento debe desaparecer
para que otro aparezca como elemento de la clase (la misma regla a la que se sometía el ave
Fénix, con la diferencia de que las apariciones del ave Fénix no envolvían diferencia de
sustancia, sino que suponían identidad sustancial entre el cuerpo del ave viva, sus cenizas y
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el nuevo elemento viviente que renacía de ellas, mientras que a los papas del Renacimiento
se les reconoce una identidad sustancial interindividual» (Bueno, G., 2012, 2).

De idéntica manera, la Leyenda Negra es una totalidad joreomática, cambiante, sin que por
ello deje de ser Leyenda negra. Precisamente, cuando uno lee a Julián Juderías, se aprecia
que la temática de la Leyenda negra va variando desde sus orígenes hasta su presente del
año 1914: desde la crítica al pasado imperial español, pasando por la consideración de una
España atrasada frente a Europa en tiempos ilustrados y a su consideración como una suerte
de Arabia europea, lo que denomina Juderías como «la España novelesca y fantástica» (un
aspecto que, muy sintomáticamente, Roca Barea ni menciona en su libro). Pero la Leyenda
Negra como tal sigue existiendo en vida de Juderías, pese a que sus tópicos hayan ido
transformándose.

De hecho, cuando Roca Barea habla de «Roma y su leyenda negra», señala que «El estudio
del mundo romano nos ha permitido establecer un modelo básico de lo que en este ensayo
llamamos imperiofobia, un fenómeno casi universal que puede considerarse desde muchos
puntos de vista: como propaganda, como complejo social, como prejuicio racial y de otros
muchos modos. Pero indiscutiblemente presenta una fisonomía semejante por encima de los
siglos y las circunstancias, y una pauta de evolución equiparable en los distintos imperios»
(69), por lo que ese concepto (o más bien pseudoconcepto), producto de una vulgar
generalización de una serie de rasgos empíricos supuestamente comunes («Imperio
Inconsciente», «Barbarie, crueldad e incultura», «Sangre mala y baja», &c., afirma en la
página 121) no tiene el mismo formato lógico que el concepto de Leyenda negra; es una
totalidad distributiva, o también denominada pleromática, donde las características de la
misma se mantienen homogéneas: las «leyendas negras» son modulaciones de un presunto
modelo genérico. Por ello, Elvira Roca cae en una considerable indigencia intelectual al
equiparar la Leyenda Negra a una mera modulación de la imperiofobia.

Porque, no nos engañemos, afirmar que la Leyenda Negra sea un concepto claro y distinto,
oscuro o confuso, nomotético o idiográfico, no es una mera cuestión teórica que sobrevuele
el material historiográfico, un «yo combato, que teoricen otros». Es el quid de la cuestión
para ver si el libro de Roca Barea está bien edificado o es simplemente un libro de combate
en contra de no se sabe muy bien qué, un disparo sin apuntar (bajo el riesgo de convertirse
en «fuego amigo»), un totum revolutum donde se mezcla Leyenda Negra, imperiofobia,
prejuicios hispanófobos o el supremacismo racial anglosajón frente a los pueblos
mediterráneos o «latinos».

Porque, y esta es una cuestión fácilmente deducible de la respuesta que ofrezcamos, lo


primero que hay que aclarar con exactitud es si hay Leyenda Negra o no: si la Leyenda
Negra es «la» Leyenda Negra, esto es, sólo hay Leyenda Negra española y es redundante
adjetivarla, entonces toda la relación con la imperiofobia es innecesaria y confusa; si por el
contrario hay diversas «leyendas negras», tantas como imperios que en el mundo han sido,
entonces en rigor no cabe hablar de Leyenda Negra respecto a España como algo distintivo,
pues como dice Ricardo García Cárcel, a quien sin embargo pretende refutar Roca Barea,
los relatos denigratorios de unos pueblos sobre otros, especialmente si eran dominados, han
sido moneda común a lo largo de la Historia. Es decir, habría que negar la Leyenda negra:
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«La caracterización peyorativa de lo ajeno es tan antigua como el hombre. Efectivamente, el


hombre desde la más remota antigüedad ha tendido a diferenciar los integrantes de su propia
comunidad respecto a "los otros", los diferentes, los distintos, que casi siempre han
suscitado juicios adversos — bárbaros, salvajes, primitivos— juicios que han intensificado
su agresividad cuando de simplemente diferentes, por conflictos de intereses, han pasado a
ser contrarios. El francés Montaigne en el siglo XVI se avergonzaba de sus compatriotas
por su "manía de escandalizarse" ante lo foráneo [...] Como testimonio de la xenofobia de
los países, conviene recordar el droit de l’auboine, un derecho feudal francés por el que
cuando un extranjero muere, el rey o el señor feudal heredan buena parte de sus bienes o la
ley vigente en Inglaterra hasta 1870 por la que un extranjero no puede adquirir ni heredar
casa» (García Cárcel, R., 1998, 16).

Además, no por casualidad, Roca Barea plantea el problema del rótulo de su libro,
Imperiofobia y Leyenda Negra, in recto, esto es, desde sus primeras páginas señala estos
conceptos a partir de unos rasgos empíricos, para después simplemente añadir decimales a
base de acumular un copioso y notable material historiográfico como presunta prueba de sus
tesis iniciales. Así, afirma tras hablar de las «leyendas negras» de Roma, Estados Unidos y
Rusia, dice de la imperiofobia: «Esta es una clase particular de prejuicio de etiología racista
que puede definirse como la aversión indiscriminada hacia el pueblo que se convierte en
columna vertebral de un imperio [...] La imperiofobia es una forma de racismo que no se
basa en la diferencia de color o en la religión, pero se apoya en ambas [¿?]» (119).

Así, los Estados Unidos «ha hecho de la lucha contra toda forma de discriminación racial,
también en su interior, una de sus banderas. El rechazo al negro o al judío, por el hecho de
serlo, fue tan reiteradamente criticado y condenado que hoy nadie en su sano juicio puede
decir en voz alta una frase racista, y si lo hace, caerá sobre él la mayor condena moral y
social, e incluso incurrirá en un delito penado por la ley. Otra cosa es que el antisemitismo o
los prejuicios contra la gente de piel oscura hayan desaparecido. Existen y seguirán
existiendo. El prejuicio es funcional en una sociedad y esto garantiza su capacidad para
perdurar» (119-20). Se le olvida a Roca Barea que esa tendencia a condenar los insultos
raciales proviene precisamente de quienes más los promovieron en tiempos, esto es, los
británicos y los norteamericanos, y tiene un nombre: pensamiento políticamente correcto,
vulgar tiranía a la que nos vemos sometidos precisamente quienes nunca fuimos racistas, y
usada como arma arrojadiza por los principales responsables del racismo anglosajón. En
rigor, parte de esa Leyenda Negra que fue instrumentalizada por los norteamericanos al
igual que por los británicos.

Asimismo, esta imperiofobia es «el racismo que desarrollan los pueblos que ocupan una
posición subalterna con respecto al pueblo que desencadena un proceso imperial y lo
sostiene. Molesta sobremanera saberse en la segunda división de la historia y, en cierto
modo, subsidiarios y dependientes. Este complejo de inferioridad es el que busca su alivio
en la imperiofobia. Hay que disminuir la talla del pueblo imperial, y como no es posible
agarrarse a las condiciones materiales de su existencia, es necesario demostrar que son
espiritualmente inferiores. El racismo tiene siempre una connotación de inferioridad moral e
intelectual. Los griegos ya encontraban a los romanos poco dotados intelectualmente, y la
misma opinión tuvieron los italianos de los españoles, y los polacos y los checos de los
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rusos. Ahora mismo, una parte grande de la humanidad, sobre todo europea, está
convencida de que los estadounidenses, además de medio tontos, son unos ignorantes [?]»
(120). Nuevamente nos encontramos ante una definición endeble, donde la autora divaga sin
clarificar nada, ni siquiera por qué los imperios que ella cita y no otros sufren la
imperiofobia? El Imperio Británico no la sufre, pero Roca Barea no ofrece explicación ni
motivo alguno por el que se evada del fenómeno...

Asimismo, «El imperio en auge tiene que colisionar en su expansión física o cultural con un
grupo que posea al menos dos características: una oligarquía poderosa y una clase
intelectual de cierta solidez. [...] Dicho en otros términos: la imperiofobia la crea una élite
intelectual, que es la que le da forma y prestigio» (121). Así, desde esta teoría elitista que
tiene reminiscencias orteguianas, comienza a teorizar sobre el Imperio y otros conceptos,
aunque de forma tan acrítica y meramente empírica y enumerativa, que realmente nos
encontramos con una ausencia total de conceptualización.

2. IMPERIOS «CONSCIENTES» E «INCONSCIENTES».

Allá por el año 1999 publicó Gustavo Bueno España frente a Europa, libro en el que
constató por aquel entonces el «Mínimo prestigio del término "Imperio" en el presente y
prestigio máximo del término "nación"» (Bueno, G., 1999, 173-4). No obstante, en dos
décadas el Imperio ha sufrido una considerable y diríase que sorprendente puesta en valor.
Una de las pruebas inequívocas es el libro de Roca Barea, pero también el que ella cita,
publicado por Henry Kamen en 2003 bajo el título de Imperio. La forma de España como
potencia mundial.

Precisamente, esta obra de Kamen es criticada por Barea, ya que según la autora, al
británico y a otros historiadores, les falta rigor conceptual acerca del Imperio: «Siempre es
conveniente antes de empezar, definir el objeto histórico que se está estudiando, porque las
confusiones que se derivan de obviar esta profilaxis son graves. El imperio es una realidad
histórica cuyo estudio vive en un mar de confusiones. Hay miles de obras sobre imperios
que ni siquiera tratan de definirlo. Imperio es cualquier cosa que así se llama, y por tanto no
cabe extrañarse de que un profesional de la historia de prestigio internacional compare los
territorios ingleses de América con el Imperio español americano sin percibir la
imposibilidad de igualar ambas realidades» (343). Pero lo cierto es que Roca Barea, al igual
que le sucediera al británico nacido en Birmania, carece de conceptos claros para hablar del
Imperio Español y de cualquier otro imperio que en el mundo ha sido. Lo cual reconoce la
autora, pues señala que «tenemos que precisar mínimamente qué es un imperio, lo que dista
mucho de ser cosa fácil de definir» (39). Veamos qué alternativas aporta Roca Barea...

Su primera definición de imperio o imperium proviene principalmente de Roma: «A. H. M.


Jones definió imperium como «the power vested by the state in a person to do what he
considers to be in the best interest of the state» [el poder dado por el Estado a una persona
para que haga lo que considera mejor para el Estado]. En el periodo arcaico imperium es un
mandato que moviliza al ejército emitido por un magistrado creatus cum imperio según la
viejísima lex curiata de imperio. En consecuencia, designaba la capacidad y el derecho de
una persona o varias para tener el mando militar» (39).
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Y continúa, al detectar que hay una «ampliación de sentidos desde el siglo III hasta el siglo
I a. C., hasta llegar a tener un valor territorial. Al menos desde la segunda mitad del siglo I
a. C., imperium romanum se usa con el mismo sentido que hoy día tiene «imperio romano»
[...] Dos parecen ser las notas dominantes en la noción de imperio a simple vista: poder y
extensión territorial. Los imperios son notablemente más extensos que las formas de
organización política y social que los preceden» (40).

Pero la autora no tarda en mostrar su falta de claridad, desdiciéndose de su definición


inicial, al señalar que «El hecho es que hay grandes dificultades para distinguir entre estado
e imperio y que solo la mayor extensión territorial de este parece ofrecer un rasgo distintivo
firme, pero naturalmente la extensión es una realidad muy elástica y no parece que vaya al
meollo de la diferencia. ¿Es un imperio como un estado pero mucho más grande? ¿Cuánto
de grande? ¿Es la diferencia de tamaño una de esas diferencias cuantitativas que se
transforman en cualitativas?» (41). Y es que «la idea de que los pueblos forman estados, y
los estados, imperios, se debe rechazar porque es una absoluta simpleza que la realidad
contradice a cada paso» (43).

En realidad, según Roca Barea, una diferencia fundamental entre estado e imperio es que
«este último lo forman gentes diversas que antes de que el imperio existiera tuvieron nada o
muy poco que ver. El estado se forma por unión de pueblos (siempre a impulsos de uno)
[sic] que arrastran una larga historia de intercambios y relaciones, no sin tanteos, ensayos e
intentos fallidos, mientras que los imperios colocan repentinamente [sic] bajo una misma
regla a gentes que apenas han tenido relación previamente. En este sentido se les puede
considerar como pasos de gigante en el proceso de globalización, y en cualquier caso en
espacios que han ampliado la perspectiva de generaciones enteras y la han proyectado a
nivel mundial o, cuando menos, continental» (43-4). Asimismo, niega su vinculación al
imperialismo acuñado por Hobson y Lenin para condenar los males del capitalismo, lo que
considera una fuente de la «imperiofobia»: «La confusión de "imperialismo" e "imperio" en
todas las lenguas de nuestro entorno nos lleva a dos reflexiones en principio. Primeramente,
que la comprensión de esos fenómenos humanos enormes que son los imperios hace más de
un siglo que está lastrada por la contaminación ideológica, y que la condena moral que
subyace, a veces hasta en los más asépticos trabajos académicos, impide un estudio honrado
y libre de prejuicios» (46).

Sin embargo, más tarde se descuelga con afirmaciones rarísimas, pues citando a otro autor
de una larga lista señala el concepto de «imperio informal», refiriéndose «a una forma de
dominio que no es ni política ni militar. Es pura hegemonía e influencia. Tal fue la forma de
control que España desarrolló para tener bajo su poder la ciudad de las ciudades. Dandelet
destaca la sorprendente originalidad de la política que creó Fernando el Católico para la
ciudad de los papas y con qué constancia fue mantenida por sus sucesores. España, un
imperio esencialmente territorial, comprendió muy pronto que necesitaba desarrollar otras
formas de imperio y que el dominio político y efectivo no servía para Roma. El propio
Dandelet compara la hegemonía estadounidense con lo que él llama imperio informal de
España» (48).

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Asimismo, los británicos van hacia «un mínimo dominio territorial y un máximo de
explotación comercial. No obstante lo dicho, se ha de reconocer que el Imperio británico en
su segunda versión es todavía territorial, aunque mucho menos que el Imperio español. Lo
es también el Imperio ruso que coincide en el tiempo con el estadounidense. Está por verse
qué camino tomará el Imperio ruso en este siglo, pero no es nada aventurado suponer que
pronto escribirá un nuevo capítulo. Hay ya algunos ensayos interesantes sobre el nuevo
modelo de imperio que los rusos están creando ahora mismo. Siguiendo con el asunto del
control territorial y los imperios, no se puede obviar a China, una nueva versión de imperio
mundial no territorial que estamos viendo levantarse delante de nuestros ojos» (48).

Incluso más adelante, nos encontramos con que Barea defiende la misma definición de
Imperio de Henry Kamen en su famoso libro de 2003, señalando que un Imperio no lo
forma un solo pueblo sino muchos, aunque integrándolos en el proyecto imperial: «Hemos
escrito “se convierte en columna vertebral” y no “levantado o creado” con toda intención,
porque ningún pueblo crea un imperio él solo. El imperio es por definición multinacional.
Cuando el argumento del Imperio Inconsciente busca su justificación, la encuentra
efectivamente en el hecho de que el pueblo imperial nunca trabaja aisladamente. Es muy
cierto porque el imperio cuenta —tiene que contar— con los pueblos con los que tropieza
en su expansión. Los integra y se mezcla con ellos y es imperio en la medida en que
consigue hacer estas dos cosas. Hay otras formas de expansión territorial, sin integración y
sin mezcla de sangres, a las que se llama imperio espuriamente y sería muy conveniente
encontrar un nombre distinto, porque son en esencia un fenómeno histórico distinto del
imperio [SIC]» (119). La definición «territorial» de imperio se desdibuja por completo,
tanto que una gran extensión territorial por sí misma no tiene por qué constituir más que un
estado de gran extensión, como Brasil o el Canadá actuales.

Es decir, que Roca Barea va cambiando su definición según encuentra nuevos datos
empíricos: primero es el dominio sobre una extensión territorial de un millón de kilómetros
cuadrados (es decir, se convierte en un estado gigantesco, aunque Barea no explica qué
diferencias puede haber, atendiendo al criterio de la extensión territorial, entre estado e
imperio; Brasil o Méjico en la actualidad serían en rigor imperios según semejante
concepto), luego matiza que puede ser más, y luego admite que hay una visión «no
territorial» de imperio. Ergo, carece de definición de lo que sea un imperio, la va diseñando
ad hoc según le aparecen nuevas situaciones, sin criticar ni asumir las anteriores, reculando
y avanzando. Asimismo, la «leyenda negra» que siempre acompaña a los imperios, una
propaganda antiimperial imperiofóbica, «Proyecta las frustraciones de quienes las crean y
vive parasitando los imperios, incluso más allá de su muerte, porque segrega
autosatisfacción y proporciona justificaciones históricas que, sin ella, habría que inventar de
nuevo» (50).

En realidad, Roca Barea, que como vemos no supera la falta de conceptos de los autores a
los que critica, como Kamen, oscila entre la acepción primera de Imperio que señala
Gustavo Bueno, la del imperio como mera capacidad subjetiva del emperador, «un concepto
que sólo puede conformarse con sentido político en segundo grado, una vez dada la
sociedad política» (Bueno, G., 1999, 185) y la acepción segunda de Imperio de Bueno, que
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«significará algo muy próximo a "ámbito" [...] que está delimitado, precisamente, por el
imperio subjetivo, por el poder y por la autoridad militar» (Bueno, G., 1999, 188). Es decir,
que el proceso de formación de los imperios, según Roca Barea, es una suerte de hybris que
abarca cada vez más territorio, incluyendo a pueblos cada vez más diversos entre sí (una
«multinacional», por citar a Henry Kamen), opuesta a la hybris de los dominados, al menos
implícitamente. Es decir, una suerte de lucha de «voluntades de dominio» o «voluntades de
poder» de colectivos diversos enfrentados entre sí a lo largo de la Historia, unos con sus
proyectos para formar un imperio y otros con sus frustraciones y «chivos expiatorios» o
«leyendas negras» proyectados sobre los imperios. Una perspectiva psicologista donde
parece que la propaganda imperiofóbica no necesitase de poderosos instrumentos, que sólo
pueden ser facilitados por imperios rivales al que sufre la propaganda negativa (la dialéctica
de estados e imperios como motor de la Historia Universal, y no simplemente la
Humanidad). En el caso de España, la Leyenda Negra pergeñada por la intelligentsia no
hubiera superado el nivel de los conciliábulos y las conspiraciones de salón sin la acción
directa de Inglaterra y Holanda principalmente.

Sin embargo, los postulados de Roca Barea que apelan a esta «voluntad de poder», en este
caso del Imperio Español, frente a la «voluntad de poder» de los pueblos dominados, acaban
consistiendo en reducir los proyectos imperiales, desarrollados a la escala de varias
centurias, (no «repentinamente», como dice que se forman los imperios) a aquella famosa
sentencia de Hobson sobre el imperialismo como «una forma depravada de la vida
nacional», sólo que ahora, sin abandonar el significado etológico o meramente
antropológico, sería algo positivo, «un gran salto para la humanidad».

Esta confusa definición imperial sería fácilmente corregible apelando a la definición


diapolítica de Imperio, esto es, la de un Estado que codetermina al resto de las sociedades
políticas de su entorno. Literalmente, «un sistema de Estados mediante el cual un Estado se
constituye como centro de control hegemónico (en materia política) sobre los restantes
Estados del sistema que, por tanto, sin desaparecer enteramente como tales, se comportarán
como vasallos, tributarios o, en general, subordinados al "Estado imperial"», [...]» (Bueno,
G. 1999, 189-90). En consecuencia, la subordinación de una sociedad política a un Imperio
no implica un dominio territorial directo, por anegación en un nuevo Estado, sino de alguna
manera ser reorganizado por el Imperio de referencia (recordemos la famosa fórmula de los
«países satélites» de la URSS para designar a las democracias populares socialistas de
Europa del Este, surgidas tras la Segunda Guerra Mundial). Así sería mucho más sencillo
«homologar» los distintos Imperios que en el mundo han sido, sin enredarse con la
territorialidad o no territorialidad... Como vemos, apelar a esta última definición de Imperio
resuelve todo el galimatías generado por la autora.

El psicologismo de Roca Barea se manifiesta en situaciones tales como la definición, que


ella no inventa eso sí, de «Imperio inconsciente», que aparece a la hora de hablar de Roma o
de Rusia, que se puede resumir en la incógnita siguiente: «¿fue el Imperio romano una
máquina de poder creada de manera consciente y deliberada, o se vieron los romanos más o
menos empujados por diversas circunstancias históricas a hacer un imperio?» (51-2). Idea
que sostienen, según la autora, los ilustrados respecto a Rusia, «un imperio tan inconsciente
como lo fue Roma o España» (104). O cuando cita a Henry Kamen, pues en su libro
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Imperio (2003) «procura demostrar que el Imperio español nunca existió, ya que en
cualquier situación histórica es posible ver que hay más gentes de otras naciones que
españoles. En realidad, con esto señala una de las características fundamentales de los
imperios: ser un totum revolutum de gentes diversas y en bastantes ocasiones desclasadas, o
sea, una meritocracia» (57).

En cambio, para Roca Barea España fue un imperio «consciente», o mejor un imperio
diferente de lo que se ha dado en llamar «colonialismo», pues no sólo «jurídicamente
hablando, el Nuevo Mundo nunca fue colonia de España y que sus habitantes indígenas
fueron tan súbditos de la Corona como lo eran los españoles peninsulares [...] El imperio se
distingue del colonialismo y otras formas de expansión territorial porque avanza
replicándose a sí mismo e integrando territorios y poblaciones. El colonialismo en cambio
no. El mantenimiento de la diferencia entre colonia y metrópoli es su esencia. Eso se
manifiesta en multitud de aspectos. Por ejemplo: la libre circulación de personas. La historia
de España y las Indias tiene que ser absolutamente violentada desde sus cimientos para
encajar en ese molde, que es un modelo del expansionismo decimonónico cuyo diseño había
empezado en el siglo XVIII. Aplicado con retroactividad, no produce más que distorsión. Es
incomprensible que los profesionales de la historia usen la palabra "colonia" en contextos
que en modo alguno pueden admitirla» (294-5).

Así: «El mejor antídoto contra el tópico del Imperio Inconsciente en América quizá sea su
poblamiento y urbanización, que distó mucho de ser un proceso azaroso o casual» (296)
Pareciera que al «Imperio inconsciente» se le opusiera un Imperio «consciente», cuando la
presunta «consciencia» que pudieron alcanzar los hacedores del Imperio Español sólo pudo
darse a lo largo de muchas generaciones que se guiaron, por anámnesis, respecto a modelos
previos (el Imperio Romano, sin ir más lejos). El Imperio, en consecuencia, va mucho más
allá de la «voluntad de poder».

3. BRILLANTE EXPOSICIÓN DE LA LEYENDA NEGRA... ESPAÑOLA.

Pese a su carencia de rigor conceptual, homologable a sus denostados Kamen o García


Cárcel, la autora nos ofrece una exposición de la Leyenda Negra muy brillante, que podría
sobrevivir sin el Frankenstein del resto de su obra; es más, el libro sería soberbio si no se
insertase dentro de conceptos tan oscuros y confusos. De entre todo ello, no sólo destaca su
crítica a los tópicos sobre la Inquisición española, la propaganda antiespañola en toda
Europa o el problema de la conquista de América, sino también detalles puntuales como su
denuncia del antisemitismo de Erasmo de Rotterdam, pues cuando fue invitado por el
Cardenal Cisneros a ocupar una cátedra en la egregia Universidad que acababa de fundar, la
de Alcalá de Henares, «En carta escrita a su amigo Tomás Moro el 10 de junio de 1510
explica su negativa con la famosa frase "Hispania non placet". Erasmo ha asumido el
prejuicio humanista, tan abundantemente esparcido por los italianos, de que los españoles
son un pueblo cuya sangre y cultura están mezcladas de lo moro y lo judío y,
profundamente antisemita como era, rechaza España sin tomarse la molestia de conocerla»
(162).

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También destaca su análisis sobre la Brevísima relación de fray Bartolomé de Las Casas,
uno de los pilares de la Leyenda Negra, obra propia de «la tradición secular de
disputationes in utramque partem, un sistema de formación a base de polémicas en que se
educaron los hombres de la Iglesia durante siglos. [...] La Brevísima pertenece, por lo tanto,
a un género literario cuya poética incluía las exageraciones por definición, y por eso no
provocó escándalos en España, y sí lo que pretendía: polémicas y discusiones al más puro
estilo mediterráneo. Aclarada la naturaleza del texto se debe precisar que, en su género, no
es un producto de buena calidad porque sobrepasa los límites que el género polémico se
impone a sí mismo. La hipérbole alcanza el disparate y sobrepasa con creces los límites de
la difamación. Esto fue criticado por otros clérigos de la misma orden y de otras» (308).
Roca Barea también encuentra el motivo fundamental que generó la Leyenda negra en
Flandes: «La historia de los Países Bajos era la de los enfrentamientos de unos territorios
con otros durante siglos. Como señala Parker, "la monarquía española dotó a los Países
Bajos de unidad política permanente. En circunstancias normales esto hubiera dado lugar a
una nación independiente y unida andando el tiempo". La precipitación de la oligarquía
neerlandesa provocó una grave amputación del territorio que aún perdura y una situación de
discriminación de unos neerlandeses con respecto a otros (los católicos), que se mantuvo
durante siglos» (230).

No menos destacable es su crítica al mito de la Ilustración, otro de los jalones de la Leyenda


Negra, donde España se supone que es un país carente de tan exaltado fenómeno
dieciochesco; tales son los casos de Pierre Bayle o de Guillaume-Thomas Raynal: «En
Raynal se manifiesta casi plenamente la nueva versión de la leyenda negra que la Ilustración
va construyendo. España ya no es una agencia de Lucifer. Esto hubiera sido una
superstición intolerable en el organigrama mental de la Ilustración. Ahora es sobre todo una
tierra de ignorantes [...] La vida intelectual española ha muerto por efecto de la Inquisición.
[...] Raynal, que además de un escritor frívolo era un hombre indocumentado, se propuso
razonar [...] el daño con que la España conquistadora del Nuevo Mundo había lesionado la
civilización, imponiendo despótica y cruelmente su dominio» (354). Y aunque denuncia la
inquisición española, «Curiosamente Raynal no aboga por la desaparición de la Inquisición
en Francia, bastante eficaz y activa en este siglo, como la propia experiencia de Raynal
podía probar. En realidad ni siquiera la menciona. Cualquiera que lea a Raynal puede
fácilmente llegar a la conclusión de que en Francia no ha habido nunca Inquisición, pero no
es así. Montesquieu tampoco es ecuánime. Advierte contra el efecto nocivo que la
Inquisición tiene tanto en lo económico como en lo cultural y pone como ejemplo a España
y Portugal. A Francia no» (356)Asimismo, la famosa pregunta que Masson de Morvilliers
«¿Qué se debe a España? Nada», que se hace en la Encyclopédie Méthodique, y tan
respondida que fue en España, era la propia de «un escritor de tercera» utilizado como
vulgar mamporrero, cuyos méritos y fama posteriores «jamás hubiera alcanzado por la
bondad de su obra. Esto Morvilliers lo sabía» (358).

Asimismo, la Ilustración pone las bases de un racismo científico como argumentario de la


Leyenda Negra en el siglo XVIII: «El conde de Buffon (1707-1788), considerado uno de
los mayores naturalistas de su tiempo, escribió una Historia Natural en 44 volúmenes que
pretendía compendiar todo el saber humano sobre la naturaleza. Allí explica que América es
un continente degenerado. Todo en él, animales y vegetales, es el resultado de la
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degeneración de las especies que han prosperado en el Viejo Mundo. [...] Acorde con estas
ideas, el abate Raynal escribió en la Encyclopédie que América no había producido ni un
buen poeta, ni un matemático capaz ni un solo hombre de genio en arte o ciencia. El
holandés De Pauw llegó todavía más lejos que Buffon. Para él era inevitable que aquella
atmósfera provocase la degeneración progresiva de cuanto cayese en ella, asunto sobre el
que Buffon dudaba. Los europeos idos allí, en cuanto desembarcaban, comenzaban a
degenerar. La degeneración que América producía en toda forma de vida, especialmente la
humana, quedaba patente para Montesquieu en los españoles. El barón considera que los
españoles de América son notablemente inferiores a los españoles peninsulares. Es un
destino común a todos los europeos: "Los pueblos del Norte, trasladados a los países del
Sur, no han llevado a cabo tan bellas acciones como sus compatriotas, los cuales,
combatiendo en su propio clima, disponían de todo su arrojo" (Del espíritu de las leyes, III,
lib. XIV, cap. 2). En cambio, el padre Feijoo considera que los de aquí y los de allí son
iguales, y para que no quepa duda los llama "españoles americanos"». (367)

Y esta referencia al Padre Feijoo le sirve para «poner en valor» la figura del benedictino
ovetense, fundador del ensayo filosófico en lengua española. «No puede considerarse que
Benito Feijoo sea una figura olvidada pero sí oscurecida, porque, siendo benedictino, no
cuadra en el organigrama anticlerical de la Ilustración, una de sus señas de identidad más
destacadas y queridas. Lo es porque permite igualar Ilustración y protestantismo, y alejar a
Francia de su mundo natural, el católico-latino, para incluirla en el club de las naciones
protestantes. Feijoo se definió a sí mismo como un “escéptico mitigado”, lo cual no le causó
problema ninguno con su orden ni con la Inquisición ni con las autoridades de su país.
Feijoo no tiene prejuicios con los protestantes» (395-6). Un Feijoo que, como bien sabemos,
alcanzó un éxito editorial extraordinario incluso para nuestra época, pues las más de 200
ediciones del Teatro Crítico Universal dejan en nada las 70 ediciones del best seller de la
Ilustración oficial, La Nouvelle Hèloise (1761) de Rousseau.

Otra de las modulaciones de la Leyenda Negra que destaca Roca Barea es la que se produce
en España tras la caída progresiva del Imperio en el siglo XIX: «La España del siglo XIX
necesita de los tópicos de la leyenda negra como ninguna otra nación del mundo, porque
solo así encuentra alivio y explicación a su propia situación» (436) Situación por otro lado
normal, puesto que los imperios no pueden durar eternamente. «Lo que hay que preguntarse
no es por qué el Imperio español se vino abajo en la primera mitad del siglo XIX, sino cómo
consiguió mantenerse en pie tres siglos» (437), y es que el Imperio es «un esfuerzo
formidable de invención [sic] y flexibilidad, de integración y estructuración social que no
puede perpetuarse si no tiene un mínimo éxito, esto es, o el imperio ofrece más que quita a
la mayoría o no durará. Y pensar que este estado de cosas tan anómalo, tan antinatural,
puede durar eternamente, es razonar al revés. [...] Por el mismo proceso murió el Imperio
español, que, como suele ocurrir a los imperios, falleció de consunción interna, por
debilidad aparejada al desgaste de los años, y no por razones exógenas» (440).

No menos destacable y muy bien trabajado dentro de Imperiofobia y leyenda negra es el


estudio que Roca Barea realiza de la Leyenda Negra en los Estados Unidos, aspecto que
demuestra conocer muy bien. Así, partiendo del ejemplo de la Guerra de Cuba, la autora
analiza una dualidad muy sintomática: «Por una parte, dio ocasión a la última gran campaña
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hispanófoba y marcó una apoteosis de la prensa amarilla en Estados Unidos. Mas, por otra
parte, ocasionó una reacción de rechazo a sus mentiras y a sus prejuicios hispanófobos.
William Randolph Hearst en el New York Journal y Joseph Pulitzer en el New York World
encabezaron una campaña de prensa coreada por The Sun de Charles Dana y el New York
Herald de James Gordon Bennett. Su objetivo era convencer a la opinión pública de que era
necesaria aquella guerra. Necesaria y justa. Sus procedimientos para fabricar al enemigo no
difieren de los que ya hemos visto en procesos semejantes en Gran Bretaña u Holanda»
(444).

Semejante dualidad ya es un signo de que la relación de los Estados Unidos con la Leyenda
Negra es muy diferente a la del resto del mundo anglosajón: al fin y al cabo, España ayudó
a trazar «el curso del Imperio», que diría Bernard de Voto, y Roca Barea demuestra un gran
conocimiento de cómo las tendencias historiográficas (y, más importante aún, de la
enseñanza de la Historia en Estados Unidos), han ido evolucionando, hasta mostrar un
panorama cada vez más alentador en lo que a España se refiere. De esta manera: «Con el
cambio de siglo y la guerra se produce un auténtico descubrimiento por parte de las zonas,
digamos, yanquis de que hay una parte muy grande de Estados Unidos que es hispana y
mestiza. Y comienza un interés que va creciendo lentamente por conocer ese mundo, al
mismo tiempo que este se manifiesta cada vez con más fuerza dentro de las fronteras
estadounidenses y los ambientes exclusivamente WASP (acrónimo en inglés de "blanco,
anglo-sajón y protestante")». (450). La generación de Philipp Powell, el famoso autor de
Arbol de odio (una de las fuentes principales de Roca Barea), propició un radical cambio de
tendencia, de negativa a positiva, a la hora de valorar al Imperio Español en Estados Unidos
y su decisiva influencia a la hora de conformar al «Imperio Nuevo»: ahora «Chinos, eslavos
y sobre todo hispano-mestizos conforman un intrincado tapiz donde el componente WASP
es solo uno más» (453).

No obstante, un detalle fundamental en el argumento de Roca Barea es que, pese a la caída


del Imperio Español, la Leyenda Negra no ha desaparecido: «Las ilustraciones que
acompañaban a las novelas que hicieron furor en el siglo XIX, con su villano español, su
inquisidor, su dama en apuros, su castillo derruido, etcétera, se trasladaron al cine nada más
aparecer. [...] El estereotipo del español, según nuestros textos escolares, literatura popular,
cine y televisión, es el de un individuo moreno, con barba negra puntiaguda, morrión y
siniestra espada toledana. Se dice que es, por naturaleza, traicionero, lascivo, cruel,
codicioso y absolutamente intolerante. A veces toma la forma de un encapuchado
inquisidor, malencarado» (453). Esta supervivencia de la Leyenda Negra pese a que ha
desaparecido el Imperio, que sigue lastrando a una España actual que sólo pide ser tratada
como cualquier otra nación o, como diría Juderías, «¿Puede ser más modesta la pretensión
que algunos españoles abrigamos, suscribiendo las palabras de Morel Fabio? ¿Podemos
pedir menos que una interpretación equitativa de nuestra historia y una apreciación justa de
nuestro proceder?» (Juderías, J., 1917, 527), constituye una falla considerable en el
esquema «imperiofóbico» de la autora, que tendrá que explicar en el final de su obra.

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4. DEL NACIONALISMO Y OTROS DEMONIOS.

Sin embargo, la exposición de la Leyenda Negra que realiza Roca Barea, ciertamente
notable como decimos, está asimismo jalonada de un buen número de pseudoconceptos. De
hecho, una de las grandes hecatombes de su libro se produce cuando argumenta que la
hispanofobia se convirtió en el fundamento de las naciones protestantes, y que tal fobia es el
fundamento del nacionalismo, opuesto al patriotismo como un sentimiento sano y natural:
«Se confunden habitualmente el uno y el otro, pero no pueden ser más distintos. El primero
[el patriotismo] es un amor generoso y sin posesión [sic], mientras que el segundo le dice al
objeto de su amor "eres mía o de nadie; de ahora en adelante, yo decidiré cómo tienes que
ser y lo que te conviene". El nacionalismo es enemigo siempre de la diversidad y confunde
intencionadamente diferencias de opinión con la traición. Hay un último rasgo que los
distingue. El nacionalismo suele servir de trampolín a un grupo que por medio de él
consigue riqueza y engrandecimiento social, mientras que el patriotismo no reporta
beneficios, sino más bien disgustos y esfuerzo. El uno es victimista por naturaleza y fabrica
enemigos; el otro se muestra en sus sacrificios. Aunque suele ir el lobo disfrazado de
cordero, estos tres rasgos suelen ser suficientes para diferenciarlos: el enemigo creado, la
posesión y el provecho. El nacionalismo es una enfermedad que, como las tercianas,
reaparece una y otra vez en Europa. A ella le debe la mayor parte de sus desgracias. La
hispanofobia forma parte indisoluble de una buena parte de los nacionalismos europeos
[...].» (225-6).

Como parece que el psicologismo le rinde prominentes frutos a la autora, continúa por la
misma senda: ¿a qué patriotismo y a que nacionalismo se refiere Roca Barea? ¿A qué patria
y a qué nación? ¿Se refiere a «la Patria a quien sacrifican su aliento las armas heroicas, [...]
aquel cuerpo de Estado; donde debajo de un gobierno civil estamos unidos con la coyunda
de unas mismas leyes», como decía el Padre Feijoo distinguiendo de la pasión nacional o el
amor a la patria particular que «en vez de ser útil a la República, le es por muchos capítulos
nocivo: Ya porque induce alguna división en los ánimos que debieran estar recíprocamente
unidos, para hacer más firme, y constante la sociedad común»? (Feijoo, B. J., 1777, 237-8)
Pues entonces preferimos mil veces seguir al benedictino y leernos su «Amor de la Patria y
pasión nacional», todo un ejemplo de preclara, exacta y limpia prosa al que Roca Barea
también elogia, que al Frankenstein pergeñado por la autora, donde todo se confunde y no
se distinguen patrias del Antiguo Régimen de naciones modernas, naciones étnicas,
históricas o políticas de naciones fraccionarias de otras naciones constituidas: todo es
nacionalismo, y el nacionalismo es malo, es el demonio, igual que para el protestante el
español es Lucifer. En realidad, no hay como decimos ni una sola definición, ni un solo
concepto abstracto que hallar en este obsceno totum revolutum...

Otro de los aspectos controvertidos, en relación al tema del nacionalismo, es deslizar su


argumentación hacia el pseudoconcepto de «neofeudalismo» o de «regresión feudal» que se
produce cuando cae un imperio, según esta singular historiadora. Así, la reforma de Lutero
propició, tal es el juicio de Roca Barea, la «regresión» de los territorios sacroimperiales al
feudalismo (¿acaso no seguían siendo aún feudales en 1517?), y cuando cae el Imperio
Español en Hispanoamérica, según su donoso escrutinio, sucedió lo mismo: «hago notar que
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los territorios de un imperio, cuando este se derrumba, pasan por una larga etapa de
problemas sociales y políticos, y se ven arrastrados por toda suerte de tendencias
disgregadoras que generan una enorme conflictividad. Y esto sucedió en Hispanoamérica y
en España por igual. El feudalismo es el resultado de la caída del Imperio romano, esto es,
del fracaso del Estado. Se genera automáticamente una situación feudal siempre que se
produce esta quiebra estatal, porque el feudalismo no es más que la búsqueda de alianzas
personales por encima de la ley. El mundo se vuelve demasiado inseguro para confiar en
extraños. Consciente de que la situación de Hispanoamérica era pareja a la de Europa tras el
fin del Imperio romano, Simón Bolívar dijo que era necesario dejar que América del Sur
hiciera su Edad Media. De semejante manera, viven los Balcanes en un estado de angustia
permanente. Las terribles guerras que allí se han comenzado tienen una relación directa con
el final del Imperio otomano y el Imperio austrohúngaro. El Imperio español hizo durante
varios siglos que el milagro e pluribus unum fuera posible, y cuando el imperio faltó,
afloraron todas las diferencias de sustrato, que eran enormes, y lo que triunfó fue ex uno,
plures» (347).

Una generalización totalmente ilícita, donde el feudalismo (que Simón Bolívar, apelando al
«retraso histórico» que atribuye a España la Leyenda Negra, decía que tenía que suceder en
la América independiente), que tampoco fue un modelo homogéneo (de hecho, el «modo de
producción feudal» fue una generalización realizada por Marx a partir de la versión que el
Conde de Saint Simon ofreció de la Historia de Francia), es convertido en el canon para
explicar lo que sucede al caer un imperio: «Imperialismo o neofeudalismo», lema implícito
que sin embargo, como podemos apreciar en la cita anterior, es desvirtuado por Roca Barea,
que relaciona las recientes guerras balcánicas con el Imperio otomano y el Imperio
austrohúngaro, para así librarse del problema de tener que ligarlas con su contexto exacto y
actual, esto es, la caída de la Unión Soviética, que es tema demasiado complejo para quien
dispara sin apuntar...

5. FINAL. LAS CONSECUENCIAS DE DISPARAR SIN APUNTAR.

Afirmaba Aristóteles que los presocráticos eran como una suerte de soldados que
disparaban sin apuntar. Y esta metáfora es aplicable a la voluntariosa Roca Barea, quien
pese a escribir notables páginas sobre la genuina Leyenda Negra, inspirada principalmente
por los norteamericanos Philipp Powell y William Maltby, constantemente «acepta
imitaciones» (contradiciendo así la expresión del prologuista Arcadi Espada) y desvirtúa su
significado al mezclarla con términos de su propia cosecha, más concretamente con la
«imperiofobia». El Epílogo de su obra, titulado «Aquellos españoles y estos españoles» es
sin duda la muestra más fehaciente de la confusión de la autora. Así, señala algo tan
inexacto como que «Habría que pensar este asunto con mucho pormenor y mucho mimo
porque la continuidad de nombres suele ser engañosa. Los españoles del siglo XIX no son
en absoluto los del siglo XVII. El español del siglo XVII no habría buscado nunca un
culpable para sus males que no fuese él mismo. Solemos considerar que España es un
estado europeo que nació en la primera oleada de formaciones estatales, la del
Renacimiento, pero, si bien se piensa, la España de hoy se forma en el siglo XIX, en la
etapa postimperial y como parte desgajada de un organismo mayor. Con mucho tino dijo el
historiador Juan Antonio Ortega que "España se independizó de sí misma"» (473).
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Y es que «De vez en cuando estos españoles y los del otro lado del charco, a los que
solemos llamar hispanos por costumbre, tienen como un ataquillo de orgullo [SIC], a veces
ridículo, a veces nostálgico y siempre inútil. También los peninsulares deberíamos tener
otro nombre que nos separara nítidamente a aquellos españoles [SIC]. Parece que los
españoles siguen existiendo, cuando ni los hispanos ni los que llevan ahora este nombre son
ya aquellos españoles. En verdad, también los españoles peninsulares deberían llamarse
hispanos. Si trasladamos la situación a Roma se verá más claro. Ningún pueblo románico es
romano. Los romanos ya no existen. En el siglo V ya no existían. Ni los portugueses, ni los
italianos ni los franceses son romanos. Y los que así son llamados hoy día, los habitantes de
la ciudad de Roma, no tienen nada que ver con aquellos romanos del imperio» (473).

No entendemos cómo la autora puede afirmar semejante dislate: la España de hoy está
directamente relacionada con la del Imperio, porque su unidad se ha mantenido, no se ha
disgregado como le pasó a la antigua Yugoslavia en artificiosas nacioncillas fraccionarias
que se quieren homologar a naciones políticas (al menos no todavía, pese a que hay unos
cuantos países interesados en que vivamos las veleidades «neofeudales» que insinúa Roca
Barea). En todo caso, lo que ha cambiado es su identidad: de ser una nación histórica
integrada en el imperio regido por la Monarquía Hispánica, España ha pasado a ser una
nación política moderna, según el canon posterior a la Revolución Francesa, y
especialmente el de la Constitución de la Nación Española de 1812 (otra de las grandes
ausentes en el relato de Roca Barea). En eso se diferencia del Imperio Romano, que feneció
disolviéndose en los feudos medievales, convirtiéndose su legado en una suerte de
«genotipo» inmerso en diversos ámbitos actuales (jurídicos, lingüísticos, &c.), mientras que
el Imperio Español como tal no feneció, sino que se transformó en una identidad distinta
que aún continúa, y cuya unidad se remonta a la Hispania romana... Reducir las relaciones
entre Hispanoamérica y España, y ambas respecto al fenecido Imperio Español, a un
«ataquillo de orgullo» que sufren los españoles de ambos hemisferios de cuando en cuando,
demuestra cómo la psicologización de toda la temática respecto a los imperios campa ya
hace mucho por sus respetos a lo largo de esta desigual obra...

Y es que el confuso concepto de «imperiofobia» pide fenecer cuando se termina el imperio:


muerto el perro (el imperio) se acabó la rabia, o esa rabia ya permanece como un residuo
inofensivo; de ahí que para explicar el fenómeno de la Leyenda Negra en la España actual,
una vez que le niega su carácter idiográfico, afirme Barea que «Las naciones y las religiones
que se formaron contra el Imperio español no pueden prescindir de la leyenda negra porque
se quedarían sin Historia. Y una vez muerto el imperio, la leyenda negra se transforma de
manera suave y natural en el mecanismo que hemos llamado chivo expiatorio. [...] El
mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal,
como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente
dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no
se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo»
(474).

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Verdadero ejemplo de vulgaridad y análisis de brocha gorda: ¿es que acaso las naciones
hispanoamericanas, de tradición marcadamente católica, no protestante, no sostienen en su
ideario fundacional, incluyendo instituciones tan significativas como sus himnos nacionales,
una idea negrolegendaria, donde la presunta perversidad de la dominación española durante
trescientos años funciona como chivo expiatorio de sus miserias y fracasos (el famoso
«¿Cuándo se jodió el Perú?» al que alude Roca Barea a partir de la página 325 de su obra)?
O como reconoce literalmente: «Casi dos siglos después de la independencia, el hábito de
achacar a la "colonización" española el fracaso económico de las naciones de Sudamérica
sigue intacto. Habría que emprender un proceso de autocrítica muy sereno, que pocos están
dispuestos a hacer, para bucear en las causas de los problemas de Hispanoamérica. Es
mucho más sencillo y más cómodo culpar al Imperio español, que después de haber
encarnado al Anticristo, tenía ya una larga experiencia asumiendo culpas propias y ajenas»
(317-8).

Además, el mundo protestante anglosajón, «la raza anglosajona», como bien reconoció
Roca Barea anteriormente, «es la que domina el mundo, no desde el siglo XIX, sino desde
mucho antes, y es ella la que arrebató el cetro del poder mundial al español» (343-4), por lo
tanto no necesita ningún chivo expiatorio de nada, porque sencillamente su éxito es la
«prueba» de su bondad: el protestante, como diría William James, confirma en sus actos
exitosos que ha sido predestinado por Dios. Por eso, en la propaganda oficial nunca se
enseñan los defectos de cuando estas nacionales anglosajonas, o sus reinos predecesores,
estaban ensombrecidas por España, pues se contradeciría con su imagen exitosa de los
tiempos actuales. No necesitan chivos expiatorios de un fracaso que para ellos no existe,
sino demostrar que su éxito era algo que estaba predestinado en la propia Historia...

Así, dentro de su enrevesada explicación, afirma Roca Barea que «La leyenda negra nace
como un prejuicio imperiófobo, pero se mantiene después por la razón antes explicada y
porque, transformada en chivo expiatorio, se muestra extraordinariamente útil y rentable
ante cualquier dificultad sobrevenida, como la crisis que arranca en 2007» (476). Disparate
muy bien resumido en una sola frase: que la Leyenda Negra en su génesis es un prejuicio
imperiofóbico más, pero que luego se mantiene también como un prejuicio de los países
protestantes y anglosajones frente a los países mediterráneos y latinos. Con lo cual todo
queda subsumido en un magma impenetrable, un potpurri semejante al de Ricardo García
Cárcel, donde es lógico negar la excepcionalidad española: España es un imperio de tantos
que ha sufrido una imperiofobia más. Consecuentemente, el final del libro anega la Leyenda
Negra en el tópico que afirma que «los países del Norte, de tradición calvinista y
protestante, son cumplidores, laboriosos y exigentes con la moral. Los del Sur, en cambio,
son corruptos, vagos, malos socios y malos pagadores» (457). Pero esta referencia no es del
discurso negrolegendario, sino de los prejuicios herederos del siglo XIX, en pleno
Romanticismo, que consideran a los pueblos anglosajones superiores a los pueblos latinos.

No es de extrañar, en buena lógica, que Roca Barea aparentemente se contradiga al finalizar


su libro, señalando que «lo que se puede ahora es la Unión Europea. No hay por lo tanto
más remedio que colaborar activa y lealmente para que ese monstruo de Frankenstein [sic]
que es la Unión perdure y funcione bien. Pero esto hay que hacerlo sin papanatismos y sin
perder el norte de los propios intereses. La Unión Europea debe servir para crear un espacio
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de convivencia donde puedan habitar en paz, prosperidad y solidaridad pueblos muy


diversos, y no para que unos prosperen a costa de otros, logrando por medios poco éticos y
poco visibles una hegemonía que por otros procedimientos no lograron» (476).

Y es que Roca Barea, pese a su por momentos notable libro desmitificador, en aras del
presentismo, se ha tragado el mito de la «Europa sublime» que tanto denunció Gustavo
Bueno (Bueno, G., 1999, 391-5), encarnada en el ideario de la Unión Europea, al igual que
cree fervientemente en la universitas christiana de Erasmo como proyecto de unidad
europea, que el protestantismo arruinó, según ella: «La idea de una Europa unida era
demasiado nueva y demasiado vieja. Triunfaron la razón de Estado, la monarquía absoluta y
las naciones. En definitiva, la fragmentación y no la unidad. El protestantismo fue la carga
principal de dinamita con que se voló este proyecto prematuro de unidad europea.
Entiéndanse bien las causas y los efectos. No es que este fracasara porque apareció el
problema del protestantismo, sino que el protestantismo surgió para que este proyecto no
triunfara. Los bueyes no deben ir detrás del carro» (163). Verdadero camelo que intenta
camuflar lo que ha sido siempre el continente europeo: una biocenosis o jungla de estados,
lucha de diversos intereses («voluntades de poder», por seguir el hilo de Roca Barea) donde
nadie ha podido imponer su paz al resto; de hecho, solamente mediante terceras potencias,
Europa ha vivido en una paz duradera, ya sea la pax sovietica o la pax americana, en la que
hoy nos encontramos inmersos. Lo que ahora vivimos es el intento, cada vez más
irresponsable, de un eje francoalemán desesperado por pintar algo en el mundo,
alimentando gratuitamente fenómenos como la crisis de los refugiados o la crisis de deuda a
la que Roca Barea dedica la parte final de su ensayo.

De hecho, la propia autora reconoce que cuando «llegó la crisis de 2007 nos convertimos en
PIGS, esto es, directamente en cerdos o en GIPSY, que es algo más pintoresco» (476). Esa
caracterización, sin embargo, ya no es negrolegendaria, puesto que las siglas de PIGS
incluyen a países como Portugal, Italia y Grecia, que no son ajenos a la proliferación y
difusión de la Leyenda Negra que se ha cernido secularmente sobre la última sigla del
acrónimo, España (de ahí la constante confusión de las tesis generales del libro). Y todos
ellos son parte de esa Europa real, en la que no cabe hablar de paz, prosperidad ni
solidaridad, sino de saber defender nuestros intereses («sin papanatismos y sin perder el
norte de los propios intereses», por parafrasear a la autora). Muy sintomáticamente, Roca
Barea ni menciona la plataforma hispánica como alternativa a seguir por España frente a la
«Europa sublime» que tanto le embelesa; como decimos, para la autora las relaciones entre
Hispanoamérica y España son simples «ataquillos de orgullo»; ni tan siquiera plantea algo
tan sencillo como no pagar la deuda y dejar de vivir del maná francogermano para ponernos
a trabajar de verdad...

Así, este ensayo de grandes virtudes presuntamente en defensa de España, culmina con un
final consecuente con su constante disparar sin apuntar, de apelar a a un fantasma que
presuntamente recorre la Historia, la imperiofobia, donde España, caracterizada como una
suerte de «voluntad de poder» que conformó la primera globalización, se vio atacada por
una intelligentsia inventora de unos prejuicios imperiofóbicos que, pese a que el Imperio
desapareció, misteriosamente aún perduran.

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6. BIBLIOGRAFÍA CITADA

Bueno, G. (1999). España frente a Europa. Barcelona: Alba Editorial.


Bueno, G. (2012). Identidad y Unidad (y 3), El Catoblepas, 121, 2.
Feijoo, B. J. (1777). Teatro crítico universal o discursos varios en todo género de materias
para desengaño de errores comunes, Tomo 3. Madrid: Real Compañía de Impresores y
Libreros.
García Cárcel, R. (1998). La leyenda negra. Historia y opinión. Madrid: Alianza Editorial.
Juderías, J. (1917). La Leyenda negra. Barcelona: Editorial Araluce.

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