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A través de este texto, Edgar Ulises Escamilla Tiburcio dirige una reflexión sobre el gran valor del arte conceptual, incluso por encima del arte clásico, usando como alegorías a Yoko Ono y Aristóteles.
A través de este texto, Edgar Ulises Escamilla Tiburcio dirige una reflexión sobre el gran valor del arte conceptual, incluso por encima del arte clásico, usando como alegorías a Yoko Ono y Aristóteles.
A través de este texto, Edgar Ulises Escamilla Tiburcio dirige una reflexión sobre el gran valor del arte conceptual, incluso por encima del arte clásico, usando como alegorías a Yoko Ono y Aristóteles.
EL SESGO CATASTROFISTA: UNA REFLEXIÓN DE PORQUÉ EL ARTE
CONCEPTUAL SUPERA A ARISTÓTELES
La deconstrucción causa pavor. Imagina que hoy comenzara un movimiento humano que promoviera la idea de que las ruedas también pueden ser cuadradas. Parecería ridículo al principio, pero en cuanto más creciera el movimiento, comenzarías a sentir miedo de que tal idea afectara tu día a día. Tal vez nunca más podrías utilizar tu automóvil, si las llantas fueran solamente cuadradas. Tendrías que renunciar a los carritos del supermercado y, si tienes bebés, no podrías pasearlos en una carriola. Sería una pesadilla, ¿verdad? Pues bien, si se trata de una pesadilla, entonces se trata de un imaginario que cuenta con una carga subjetiva tan catastrófica que afectaría la convivencia humana, al punto de polarizar los bandos ruedas-cuadradas y ruedas-tradicionales. Este ejemplo está lejos de ser perfecto para explicar lo que pasa hoy en día entre la llamada generación de cristal y el resto de la sociedad, pero demuestra parcialmente que la deconstrucción de los conceptos activa los mecanismos de defensas humanos, que juegan tanto con la mente y el miedo al punto de tachar de monstruos a quienes interpretan los conceptos de forma distinta a la tradicional. En días pasados, me topé con un documental llamado Deconstrucción. Crónicas de Susy Shock (2016), dirigido por Sofía Bianco. En esta obra, Shock, artista argentina trans, declara con vehemencia, “reivindico mi derecho a ser un monstruo”. Desde mi punto de vista, Shock es más que un monstruo: me parece una cantante y poeta excepcional. Sus letras están cargadas de una fuerte crítica social pero también van acompañadas de una profunda reflexión que nos invita a preguntarnos quiénes somos, más allá del sexo, el género y la profesión. Tristemente, si mi yo de hace diez años se hubiera topado con Susy Shock, seguramente habría pensado que era un hombre confundido e infeliz que probablemente se prostituía. Si me hubiera acercado a Susy, habría sido para hacerle ver que estaba destruyendo su vida. Mi ego era tan grande que no concebía la posibilidad de que existiera sabiduría y felicidad fuera de mis conceptos. Muy en el fondo, al igual que Shock, yo también me hacía la pregunta de quién era, pero evitaba responderla desde otras perspectivas porque encontrar otras formas de ser me harían enfrentarme al rechazo social. Después de un largo proceso, hoy lo puedo decir abiertamente: soy homosexual. También soy un apasionado de la filosofía, del arte, del cine y de la indumentaria. Y muchas cosas más que no habría descubierto si no me hubiera apartado del sesgo catastrófico con el que he cargado. Este sesgo nos hace creer que somos dueños de los conceptos y de la verdad, discriminando así otras formas de pensamiento. El teatro también nos ha invitado a alejarnos de este sesgo a través del distanciamiento brechtiano. Bertolt Brecht explicaba que un mismo fenómeno lo puedes mirar de una forma nueva. Él ejemplificaba esto con la forma en que vemos un reloj de pulsera: lo puedes portar día a día, crees conocerlo, pero en cuanto echas un vistazo a la ingeniería que posee para funcionar, te das cuenta de que no lo conoces y entonces comienzas a verlo como si fuera la primera vez. El dramaturgo Danilo Tenorio diría acertadamente en su artículo “Reflexiones sobre el distanciamiento brechtiano” que los científicos, así como los directores de teatro, “deben proponerse jugar a no comprender fenómenos ni cosas; así llegarían a poner en contradicción o en cuestión muchas leyes históricamente obsoletas que aún rigen procesos humanos y sociales”. Tenorio agrega, acertadamente, que “así mucho de lo sobreentendido pasaría a ser realmente comprendido”. Pero, ¿acaso el conocimiento no garantiza la comprensión de los fenómenos? Por supuesto que no. Si fuera así, no habría psicólogos que rechazaran a sus hijos homosexuales. Tampoco existirían los religiosos pedófilos. Hitler no habría sido un genocida. Por ello afirmo que el conocimiento no garantiza ni ser una buena persona, ni la empatía ni la verdad. Esto es lo que el posmodernismo ha tratado de decirnos desde la segunda mitad del siglo XX a través de la estigmatizada generación de cristal y del arte conceptual. Esta época no tiene propuestas claras, pero sí tiene preguntas contundentes. Evita el monopolio de la verdad y reconoce que sobreentender ha generado episodios terribles en la historia de la humanidad como la esclavitud y el genocidio. Por lo tanto, la verdad no se encuentra en la cognición que las élites proponen ni en el conocimiento científico per se, porque el sesgo siempre va a estar allí. Lo mejor que podemos hacer es ser introspectivos sobre lo que damos por hecho. La infancia de Susy Shock es ejemplo de que la introspección no requiere de conocimientos científicos, sino de humildad y disposición (propios de la inteligencia emocional y la comunicación interpersonal) para empatizar y comprender. Ella contaría que cuando infante, sus padres le descubrieron usando tacones y vistiendo el deshabillé de su madre, pero no le cuestionaron, sólo “cerraron la puerta y dejaron mi intimidad”. Sus “viejos”, como la artista argentina los llama, no conocían sobre filosofía posmoderna, pero “decidieron abrazar lo nuevo”. Shock también hablaría de la importancia de generar nuevos modelos de crianza al decir que “si hubo dolores en sus propias infancias, decidieron que quedaran ahí”. Quienes pertenecemos a la generación de cristal, vivimos en medio de la paradoja de la tolerancia. Los boomers creen que amenazamos con generar una espiral del silencio, pero en realidad, estamos generando preguntas que eviten las respuestas genéricas que ya conocemos. Estamos dispuestos a desafiar las preconcepciones del sexo y el género, de la utilidad del arte y su relación con la filosofía, entre otros fenómenos sobreentendidos. Pero parece que las preguntas generan tanto ruido que las respuestas que recibimos suelen parecen ataques, propios del sesgo catastrófico. Si quieren llamarnos generación de cristal porque tenemos potencial para ser destruidos, entonces nos han definido bien: no tenemos miedo a la deconstrucción. Lamentablemente, esta época es un oxímoron catastrófico, donde parece que discuten Aristóteles y Yoko Ono. Por un lado, el anhelado filósofo, misógino idealizado que tanto hemos citado en la academia y, por otro lado, la odiada, apasionada y posmodernista mujer que es más famosa por leyendas urbanas que por las deconstrucciones conceptuales que ha ofrecido al mundo. Oxímoron catastrófico, propio de la contraposición del pensamiento clásico y el posmoderno, de un hombre y una mujer, de un filósofo y una artista, de un teórico y de una creadora, de una mente geométrica y de una mente antitética. Yoko Ono es, para mí, una de las figuras más importantes del posmodernismo. Sí, nacida en la burguesía, pero también perseguida por las preguntas desafiantes que nos hace a través de sus obras de arte. Una de las más representativas, para mí, es “Apple”. Se trata de una manzana expuesta sobre un poste de acrílico con una inscripción de oro donde se lee el nombre de la fruta mencionada. Tan sólo en esta obra, Yoko Ono nos cuestiona sobre la definición de valor, los estragos del paso del tiempo, la vida y la muerte. Si me parara frente a esta obra de arte, seguro también me cuestionaría hasta qué punto debería ser permitida la destrucción del hábitat natural por cuestiones capitalistas, entre otras cuestiones que complejizan las respuestas. El arte contemporáneo manifiesta su riqueza cuando el espectador se cuestiona ante las realidades del mundo presente. Agrego que lejos de lo que muchos críticos afirman, esta obra tiene una técnica narrativa clara puesto que esta obra de Yoko Ono también es un oxímoron al exponer en un mismo lugar la concepción capitalista y a la madre naturaleza de una forma que resulta estética. Si queremos ir más lejos, podríamos cuestionarnos sobre el significado de la manzana, que es el fruto relacionado a la prohibición según algunas leyendas. Cuestionémonos, ¿será que el arte conceptual es ese fruto prohibido que tanto molesta a los defensores del arte clásico? Sí, sí lo es. Sin embargo, y aunque me duela aceptarlo, también hay arte conceptual Claro está que también hay obras de arte conceptual que no deberían ser llamadas arte, pero esto no es razón suficiente para desacreditar el movimiento del arte conceptual puesto que también en el periodo clásico y medieval ha habido obras que han sido basura y, sin embargo, no se desacredita al arte clásico por ello. Sin embargo, sí se desacreditan a la rebelde de la casa: la generación de cristal. Ella no se queda callada, cuestiona hasta la más mínima cosa. Gracias a ella, hemos superado la caja biológica de la perspectiva de género y generamos nuevos modelos para interpretar sexo y género. Hemos ampliado el estudio del capital financiero a través del horizonte del capital humano. Hemos desafiado los ideales griegos y surgió el arte conceptual. Hemos criticado la publicidad caucásica para destacar formas de belleza todavía discriminadas. Hemos pasado de resistir las incongruencias humanas para generar preguntas disonantes. Hemos superado a Aristóteles y a todos aquellos que lo citaron. Lo superamos cada vez que desmantelamos la proporción aurea, cuando desmantelamos los cuerpos atléticos de la cúspide de la estética, cuando aceptamos que hay más de una forma de ser hombre o mujer si aceptamos que el ser humano es más complejo que el estudio biológico. Somos más grandes que Aristóteles cada vez que defendemos que la verdad es holística y que la razón no puede comprender la realidad sin empatizar. Sé que a los filósofos les interesa la lógica y buscan respuestas claras para evitar la catástrofe, pero no podemos seguir manteniendo modelos antiguos basados en la idea de que el orden conocido evita catástrofes. Ese sesgo es el mismo que impide a un padre aceptar a su hijo transexual. Tal sesgo es el responsable de llamar “feminazis” a las feministas que no han encontrado justicia en sus peticiones. Este sesgo racista es el responsable de que personajes tan ridículos como Donald Trump hayan llegado al poder. Me encantaría poder ver a Aristóteles empatizando con esta generación, pero creo que él jamás lo haría, o al menos no podría hacerlo dado que no ha vivido el desarrollo de la humanidad desde su muerte. Quienes podemos empatizar somos nosotros. Hemos dicho que conocer la historia es necesaria para evitar que se repita. Ahora necesitamos no solamente conocerla, sino actuar, ir al encuentro del otro para entablar un diálogo de respeto y de aceptación que permita la convivencia sana. El arte conceptual, desde su aparente simpleza, nos invita a esforzarnos a cuestionarnos profundamente, en aras de deshacernos de prejuicios que han provocado guerras. El innovador cuestionamiento de la verdad del arte conceptual supera, por mucho, la mayéutica y, por lo tanto, es más grande que Aristóteles.