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La actualidad de Schopenhauer

Durante la mayor parte de su vida, Arthur Schopenhauer -fallecido hace


exactamente 150 años- no defendió una filosofía que gozara de actualidad. En contra
de lo que era corriente en su época, su imagen del hombre no se esbozaba desde el
espíritu, sino desde el cuerpo y las pulsiones, desde la biología. Con Schopenhauer
se produce un giro biológico en la filosofía, una auténtica provocación para aquel
tiempo. A veces siente menos aprecio por los ejemplares medios de los «bípedos»,
tal como en ocasiones los denomina con rabia, que por otros animales más juiciosos.
Cuando su perro de lanas le molesta, lo increpa con un «Pero, ¡hombre!». Para
Schopenhauer el hombre pertenece realmente al reino animal, y por eso le encantan
las frecuentes comparaciones con los animales. Por ejemplo, esclarece el instinto
social del hombre con el caso de los puercoespines, que en los días fríos de invierno
se apiñan entre sí para calentarse, pero como se clavan unos a otros las espinas,
tienen que volver a separarse, arrojados de aquí para allá entre dos males. Lo
mismo sucede con el hombre, que busca la sociedad, pero que es atormentado por
ella. Por eso Schopenhauer aconseja mantenerse a una distancia media. Desde su
punto de vista es sobre todo la maldad lo que distingue al hombre del animal. Para
la crueldad, el engaño, la envidia y la malevolencia de todo tipo se requiere
inteligencia. Con la inteligencia el hombre se ha creado un mundo cultural
intermedio, mas no por eso se ha hecho mejor. A Schopenhauer le gusta citar al
Mefistófeles de Goethe: «La llama razón y de ella sólo tiene necesidad para superar
a cualquier animal en animalidad...». En un famoso capítulo dedicado a la
«metafísica del amor sexual», Schopenhauer expone que también en el amor más
exaltado a la postre actúa solamente lo biológico, a saber, el comportamiento
procreador. Describe con destacado talento satírico los ridículos en que cae el
espíritu cuando entra en colisión con las pulsiones y maquinaciones del cuerpo,
concretamente con la sexualidad. Dice que los genitales son el «auténtico núcleo de
la voluntad». Ante la conciencia, el impulso de procreación se representa como una
aspiración psíquica y como enamoramiento. Los genitales se buscan a sí mismos y el
alma cree que se encuentra a sí misma. «Esta añoranza y este dolor del amor [...] son
los suspiros del espíritu de la especie, que cree conseguir o perder un medio
indispensable para sus fines, y por eso gime profundamente» (Die Welt als Wille
und Vorstellung, II, 705). La depresión poscoital es la desilusión del alma, que a la
vista de semejante montaje, se prometía más cosas.

Nuestra época, fascinada por teorías sobre «genes


La idea de liberalismo puede compaginarse con la
imagen del hombre que diseña el filósofo egoístas» y por la reducción del espíritu a las
Rechazó cualquier recurso a la metafísica y la
funciones cerebrales, debería considerar la filosofía
de Schopenhauer como de máxima actualidad.
religión: estamos solos, el cielo está vacío

Pero hay más de un obstáculo para ello. Por más


que se celebra la marcha victoriosa de la biología en la técnica y en la ciencia, en
general este convencimiento no quiere extenderse a la conciencia pública. Hace
algún tiempo pudimos observarlo en el debate de Sloterdijk sobre la cuestión de la
optimización biológica del hombre (el «parque humano») o más recientemente en
las polémicas declaraciones del economista Thilo Sarrazin. Las reflexiones
eugenésicas, las afirmaciones relativas al carácter hereditario de la inteligencia o a la
diversa distribución de las dotes en los diferentes pueblos acarrean todavía los más
fuertes anatemas. Sabemos que estos tabúes tienen su historia, pues tras los
crímenes del nacionalsocialismo, el biologismo ha perdido su inocencia; por tanto,
no deberíamos sorprendernos ante reacciones que han alcanzado cotas de histeria.
No hay duda de que éstas sólo pretenden quitarse de encima asuntos y personas
desagradables. Pero esto nada cambia en el hecho de que en la imagen del hombre
se ha realizado un giro biológico desde hace tiempo. Schopenhauer fue
precisamente un pionero, todavía al margen del espíritu dominante de su época. Y,
detestando el conformismo intelectual, también en otros terrenos se aferró
tenazmente a su independencia.

En 1813, al principio de la guerra de liberación contra Napoleón, se extiende la


actitud patriótica, en especial entre la gente culta, y la apelación de Fichte, que
llama a las armas con autoridad filosófica, es acatada; pero el estudiante Arthur
Schopenhauer pone pies en polvorosa. Él, que había asistido a las clases de Fichte,
escribió al respecto la siguiente anotación: «absurdo rabioso» y «palabrería
desvariada». Ciertamente se vio forzado a dar dinero para el armamento de un
soldado, pero no quería batirse. El patriotismo le resultaba extraño. Los asuntos de
la política mundial no despertaban en él ninguna pasión. Justificaba su huida de
Berlín con la reflexión de que su patria era «mayor que Alemania» y él no había
nacido «para servir a la humanidad con el puño». Lo suyo era más bien una obra
filosófica que ya tenía in pectore. En esa época escribe en su diario: «La obra crece
[...] como el niño en el cuerpo de la madre [...]. Le presto atención y hablo como la
madre: "gozo de la bendición del fruto". ¡Tú, azar, dominador de este mundo
sensual, déjame vivir y disfrutar de tranquilidad todavía algunos años!, pues yo
amo mi obra como la madre ama a su hijo...» (Der handschriftlische Nachlass, I, 55).

Esta obra llega al mundo algunos años más tarde, en 1818, y se titula El mundo
como voluntad y representación. El trabajo en este libro y su publicación fue el
punto culminante de la vida de este solitario, nacido en 1788 como hijo de un rico
comerciante de Danzig, deseoso de que también su hijo llegara a ser comerciante.
Sólo tras la muerte del padre, en 1805, y sólo tras los estímulos procedentes de su
madre, a la que más tarde Arthur tanto denostó, pudo llegar a convertirse en lo que
quería ser: un filósofo. El joven hizo largos viajes con sus padres y conoció mundo.
Más tarde afirmará que había leído en el libro del mundo y no sólo en libros, a
diferencia de sus colegas, esos burgueses de medio pelo que se pasan la vida
encerrados en casa. Schopenhauer, heredero de una fortuna, pudo vivir para la
filosofía, sin necesidad de vivir de ella. El mundo profesional de la filosofía no le
brindó ninguna oportunidad, y a la larga él dejó de buscarla, lo que resultó una
suerte para él. El aguijón existencial que lo inducía a filosofar no quedó mermado
por la inmersión en el ámbito social de la profesión. Schopenhauer era un hombre
apasionado y por eso su voluntad de verdad permaneció también apasionada.
Cuando en 1818 apareció publicada su obra magna, estaba convencido de haber
cumplido la auténtica tarea de su vida. Viajó a Italia para contemplar, a una
distancia prudencial, cómo caían los rayos de sus pensamientos, pero nada sucedió
y se vio obligado a regresar para poner énfasis en sus palabras como profesor
académico. Y se dirige para ello nada menos que a Berlín, donde Hegel, el rey de la
filosofía en Alemania, abarrota las aulas. A las clases de Schopenhauer asisten cinco
oyentes, que pronto se ausentan. Sin haber tenido una auténtica entrada en escena,
se aleja de ella por más de treinta años, unos años que verá transcurrir como un
sabio privado, y que en su mayor parte transcurrirán en Frankfurt del Meno.
Demasiado orgulloso para buscarse un público, espera que sea el público el que lo
busque a él. Y al final, habrá efectivamente un púbico que salga a su encuentro.
Pero Schopenhauer hubo de tener paciencia, toda una vida de paciencia. Ahora
bien, su filosofía se caracteriza por que el propio autor pudo extraer fuerzas de ella.
Schopenhauer tenía su filosofía por verdadera precisamente porque contradecía al
gusto general de los creyentes en la razón.

El año 1850, tras el fracaso de la Revolución del 48, comienza por fin lo que
Schopenhauer llama la «comedia de su fama»: un coqueteo placentero con la visión
pesimista del mundo por parte de ese ermitaño filosófico vestido a la moda del siglo
XVIII, al que la gente ve salir cada día a pasear hacia Sachsenhausen, acompañado
de su inseparable perro de lanas. En Frankfurt se pone de moda esta raza de perro.
En el Englischer Hof, donde el filósofo come al mediodía, comienzan a merodear los
curiosos. Esto le agrada. Ahora le escuchan con avidez, ahora es leído. Y poco antes
de su muerte, el 21 de septiembre de 1860, declara: «La humanidad ha aprendido de
mí algunas cosas que nunca olvidará».

Es cierto que se ha aprendido de él, aunque con frecuencia se ha olvidado o no se


ha querido tener por verdadero que era de Schopenhauer de quien se aprendía. Por
ejemplo, pocas veces se tiene conciencia de que fue él quien por primera vez pensó
en lo que más tarde Freud había de llamar las tres grandes «humillaciones» de la
megalomanía humana, humillaciones que pertenecen a la signatura de la moderna
conciencia del mundo y del sí mismo. Una es la humillación cosmológica: nuestro
mundo es tan sólo una de las innumerables esferas en el espacio infinito, «en el que
una capa de moho ha engendrado seres que viven y conocen» (Schopenhauer). Otra
es la humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia no hace
sino compensar la falta de instintos. Y la tercera es la humillación psicológica: el yo
consciente no es señor en su propia casa. En una época llena todavía de fe en la
razón, Schopenhauer descubrió con conocimiento racional lo no racional de los
procesos de la vida, Thomas Mann lo llamó por ello «el filósofo más racional de lo
irracional».

El programa entero de la filosofía de Schopenhauer está condensado en el título de


su gran obra. El mundo es nuestra representación y, más allá de esto, según su
substancia auténtica, es «voluntad». Ambos conceptos pueden resultar confusos.
¿Qué significan en Schopenhauer?

«Representación» es todo aquello del mundo exterior que aparece en la conciencia y


es elaborado en ella, en la percepción cotidiana, en la fantasía, en la especulación y
en las teorías. Pero no todo puede reducirse a esta realidad captada desde fuera.
Hay además un segundo acceso. «Hemos ido hacia fuera en todas las direcciones en
lugar de entrar en nosotros mismos, donde ha de resolverse todo enigma» (Der
handschriftlische Nachlass, I, 154). Es en el propio cuerpo donde encontramos la
realidad experimentada desde dentro: dolor, deseo, placer, pulsión. A todo eso
Schopenhauer le da el nombre de «voluntad».

El mundo es conocido de dos maneras, desde fuera como representación y desde


dentro como voluntad en el propio cuerpo. Según el pensador, esta vitalidad
experimentada desde dentro no sólo ha de atribuirse a los otros hombres, sino
también al resto de la naturaleza, pues constituye en cierto modo su dimensión
interior.

En este contexto el concepto de «voluntad» tiene un significado alterado. No


designa la intención racional, sino la pulsión insaciable, el deseo incansable. Frente a
esto, la inteligencia se presenta como algo secundario, «al servicio» de la voluntad,
dice Schopenhauer. En el mundo animal esta «voluntad» vive a manera de instinto,
y en las plantas actúa como una tensión vegetativa. En definitiva la voluntad se
quiere solamente a sí misma, quiere vivir, sobrevivir. En realidad, deberíamos
«horrorizarnos» ante la naturaleza de la voluntad. No es ningún reino protector o
maternal. No podemos trabar lazos de amistad con una tierra cuyo producto casual
somos nosotros y que conserva la vida de la especie con nuestra muerte. La
naturaleza no es un lugar de solaz silencioso, es una jungla donde se percibe el
fragor de la lucha. Lo mejor es que en este contexto demos la palabra al propio
Schopenhauer:

«Y así vemos por doquier en la naturaleza la contienda, la lucha y la victoria


cambiante, y en ese rasgo seguiremos conociendo con mayor claridad la escisión
con uno mismo, que es esencial a la voluntad. A lo largo y ancho de la naturaleza
entera puede perseguirse esta lucha, es más, aquélla subsiste solamente a través de
la contienda [...]: y esta lucha es la mera revelación de una escisión que es inherente,
por esencia, a la voluntad. La lucha general se hace visible de la manera más clara
en el mundo animal, que dispone del reino vegetal para su alimentación, y en el
que a su vez cada animal se convierte en botín y alimento de otro [...], por cuanto
cada uno de ellos sólo puede conservar su existencia por la supresión constante de
otro ser extraño. Y en este escenario la voluntad de vivir se devora incesantemente a
sí misma y es su propio alimento bajo diversas formas, hasta que finalmente el
género humano, por someter a todos los seres vivos, considera la naturaleza como
un artefacto para su propio uso. Pero ese mismo género humano [...] revela también
en sí con terrible claridad aquella lucha, aquella escisión de la voluntad en sí
misma, y el "homo" se convierte en "homini lupus" (el hombre se convierte en un
lobo para el hombre)» (Der Welt als Wille und Vorstellung, I, 218).

Desde el mismo trasfondo desarrolla Schopenhauer su teoría del Estado, para lo que
se apoya en Hobbes. El Estado pone un bozal en la boca de los « depredadores», y
aunque de esta forma no mejora su condición moral, sí se hacen «inofensivos como
herbívoros». Schopenhauer contradice explícitamente las teorías que, siguiendo a
Hegel, esperan que el Estado mejore y moralice al hombre o que, con una actitud
romántica, ven en el Estado un organismo humano superior, e incluso un
organismo del pueblo. Para Schopenhauer el Estado no es otra cosa que una
máquina social, que en el mejor de los casos refrena los egoísmos y los une con el
egoísmo colectivo del interés por la sobrevivencia. Para este fin desea un Estado
dotado de fuertes medios de poder, aunque su poder sólo ha de referirse a lo
exterior, ateniéndose a los principios del Derecho. El Estado no debe inmiscuirse en
la manera de sentir y pensar de los ciudadanos. Postula así un Estado fuerte y a la
vez un enflaquecido concepto de política. Schopenhauer nos pone en guardia frente
a las ambiciones de fundar sentido que puede tener el Estado; frente a un Estado
con alma que luego pretenda apoderarse del alma de sus ciudadanos.

Por tanto, la idea del liberalismo puede compaginarse perfectamente con la imagen
del hombre que diseña Schopenhauer. Éste aboga por la libertad de opinión y
pensamiento, pero a la vez por una fuerte obstrucción de la acción. Con la moral no
se llega muy lejos. La compasión, que para Schopenhauer constituye la única fuente
auténtica de la moral, es demasiado rara. Por eso la formación del Estado no puede
cimentarse en la compasión, sino que debe fundarse en un egoísmo recíproco bien
entendido.

Schopenhauer veía la realidad con colores sombríos, quizá demasiado sombríos, y


por ello no le resultaba extraña en absoluto la «necesidad metafísica», por más que
rechazara las respuestas metafísicas forjadas con ánimo consolador.

Sabemos que la metafísica, tanto la cotidiana como la que se encarama


especulativamente, pregunta por el sentido del todo. ¿Por qué nos desazonamos?,
¿por qué este afán rabioso de trabajo, este correr en la rueda del hámster, este celo
procreador? ¿Qué pasa con el todo? ¿Hacia dónde corre? Schopenhauer admite que
es inevitable plantear estas preguntas, pero afirma también que no pueden obtener
respuesta. La voluntad como fondo de pulsiones se quiere solamente a sí misma,
quiere su propia conservación y, si es posible, el propio incremento. No está dirigida
a una envolvente finalidad superior. No se esconde nada detrás de ella, fuera de
esta ciega pulsión vital -hoy hablaríamos del gen egoísta-, una pulsión que en el
hombre está unida con el entendimiento, que por lo regular escucha el mandato de
la pulsión (del «interés») y sólo en casos excepcionales se despega de esos impulsos
y mira desde la distancia. Según Schopenhauer, es lo que sucede en el arte, en la
sobriedad de la ciencia y en una filosofía sin ilusiones. Él escogió a Edipo como
patrón protector de su filosofía. El filósofo, escribía una vez a Goethe, igual que
Edipo, necesita el «valor de no retener ninguna pregunta en el corazón», aun
cuando de ahí se derive lo «más horrible». Para Schopenhauer quizá no se derivó lo
«más horrible», pero sí algo descorazonador: la vida se quiere solamente a sí misma
y nada más. No se esconde detrás ninguna otra cosa.

Pero esta «verdad», ¿es realmente tan descorazonadora, incluso tan insoportable?
¿No nos hemos acostumbrado ya a tales verdades: a la monstruosa indiferencia de
los espacios vacíos, a los torbellinos de materia y los agujeros negros; los agujeros
negros en el alma y las tormentas de neuronas en las cabezas?, ¿no estamos
acostumbrados al devorar y al ser devorado en la naturaleza; a la historia como
carnicería? ¿Puede asustarnos todavía la falta de una instancia superior de sentido?
Parece más bien que estas convicciones forman parte del decorado interior del
escaldado hombre occidental.

Habría que comprobar si semejantes puntos de vista han penetrado realmente en el


sentimiento elemental de la vida o si vivimos todavía con otras premisas
silenciadas, si, aunque pensemos con Copérnico, en el estrato del sentimiento
seguimos radicados en Ptolomeo. Quizá vivimos todavía de crédito y de hecho nos
sentimos llevados aún por una especie de confianza originaria. El joven
Schopenhauer anotó una vez en su diario: «Radica en las profundidades del hombre
la confianza de que algo fuera de él es consciente de él, a la manera como lo es él
mismo. Si pensamos lo contrario con intensidad, esto se convierte en un
pensamiento terrible» (Der handschriftlische Nachlass, I, 8).

Exactamente este «pensamiento terrible» es lo que Schopenhauer trató de pensar.


Rechazó las ofertas de fundación de sentido de la metafísica y la religión -una
especie de metafísica para el pueblo, según él. Habremos de aprender a vivir, dice,
sin la confianza en el mundo que aquéllas nos ofrecen. Estamos solos. El cielo se
encuentra vacío.

¿Qué se sigue de ahí? Cabría pensar que en todo caso la religión ha quedado fuera
de juego. Sin embargo, no es ése el caso para Schopenhauer. Por más que
sorprenda, precisamente en este punto podemos aprender de él. El hecho es que
Schopenhauer no sólo aportó el giro biológico a la filosofía, sino que además, con su
filosofía de la negación de la voluntad, se apoya en la sabiduría oriental y en los
aspectos de la cultura religiosa del cristianismo que concuerdan con las religiones
orientales, en el espíritu de renuncia y la ascesis. Schopenhauer describe la negación
de la voluntad como un giro de ésta contra sí misma. La voluntad, hecha prudente
por experiencia propia y familiarizada por la compasión con el carácter de
sufrimiento inherente al mundo, se revoca a sí misma y desiste de la autoafirmación
a cualquier precio. El furor del ansia de vivir, del consumo, de la voluntad de poder,
ha de mitigarse. ¿Hace falta dibujar con detalle cuánto puede ayudarnos esa cultura
de la ascesis y de la renuncia y cuán urgentemente la necesitamos?

Pero aquí surge una gran dificultad, pues la renuncia y la ascesis han de buscarse
por mor de sí mismas y ya no de cara a una instancia superior, a un mandato más
elevado. Se trata de conseguir un pensamiento y un ánimo elevados, pero sin fe en
un ser superior. Sería aquella actitud que Sloterdijk llama acertadamente «tensión
vertical». De ahí puede proceder la fuerza para la renuncia, la amplitud de miras y
la autodisciplina, hasta llegar a la ascesis. Cuando ya no se cree en ningún Dios,
esas virtudes se ejercitan en aras de la propia mismidad mejor. Precisamente en este
punto Schopenhauer va más allá de la biología: en la fuerza de superación de la
voluntad egoísta está incluida para él la dignidad del hombre.

Schopenhauer ha descrito penetrante e inolvidablemente tal superación de la


voluntad como instantes de desasimiento, por no decir de redención. ¿Los
experimentó realmente? Ahí está su talón de Aquiles. Él no fue ni santo ni asceta. Y
tampoco se convirtió en el Buda de Frankfurt. Entendía brillantemente la negación
de la voluntad siempre que no afectara a su voluntad. Y a ésta supo abrirle paso, a
veces incluso con rudeza. Lo hizo contra su madre, a la que pretendía dar órdenes,
como sustituto del patriarca tras la muerte del padre; contra casi todos los
profesores de filosofía coetáneos, a los que insultaba como «emborronadores de
absurdos»; contra los editores, por los que se sentía engañado, y contra las
«mujeres», una especialidad suya (llegó a lanzar por la escalera a una vecina que
merodeaba tras él con excesiva curiosidad; por lo menos eso es lo que ella
afirmaba). En el café Greco de Roma los artistas que allí se congregaban trataron de
impedirle la entrada porque ya no soportaban más su constante regañar y sus aires
de sabiondo. En su habitación de Berlín, desengañado y agriado, golpeaba los
muebles con el bastón de paseo. Al pedirle explicaciones, refunfuñaba: «Doy cita a
mis espíritus». Pero este duendecillo tenía sus momentos de «mejor conciencia», tal
como él se expresaba; con todo, quedaba siempre en él una espina cuando no vivía
a la altura de su inteligencia.

No obstante, acierta con su filosofía de la superación de la voluntad egoísta o


ansiosa de sí misma. No hay otra salida. Tenemos que aprender a renunciar;
tenemos que aprender ascesis. Hemos de mitigar la avidez. Tenemos que remar
hacia atrás. Ahí estaría el progreso que conviene a nuestra época. Y en este camino,
la filosofía de Schopenhauer nos viene como anillo al dedo.

Rüdiger Safranski, ensayista y biógrafo alemán, es autor, entre otros títulos, de


Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (2008) y Romanticismo. Una odisea
del espíritu alemán (2009), ambas obras publicadas por Tusquets Editores.

Traducción de Raúl Gabás Pallás, © Raúl Gabás Pallás, 2010

Rüdiger Safranski, ensayista y biógrafo alemán, es autor, entre otros títulos, de


Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (2008) y Romanticismo. Una odisea del
espíritu alemán (2009), ambas obras publicadas por Tusquets Editores. Traducción de Raúl
Gabás Pallás, © Raúl Gabás Pallás, 2010

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