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Esta obra llega al mundo algunos años más tarde, en 1818, y se titula El mundo
como voluntad y representación. El trabajo en este libro y su publicación fue el
punto culminante de la vida de este solitario, nacido en 1788 como hijo de un rico
comerciante de Danzig, deseoso de que también su hijo llegara a ser comerciante.
Sólo tras la muerte del padre, en 1805, y sólo tras los estímulos procedentes de su
madre, a la que más tarde Arthur tanto denostó, pudo llegar a convertirse en lo que
quería ser: un filósofo. El joven hizo largos viajes con sus padres y conoció mundo.
Más tarde afirmará que había leído en el libro del mundo y no sólo en libros, a
diferencia de sus colegas, esos burgueses de medio pelo que se pasan la vida
encerrados en casa. Schopenhauer, heredero de una fortuna, pudo vivir para la
filosofía, sin necesidad de vivir de ella. El mundo profesional de la filosofía no le
brindó ninguna oportunidad, y a la larga él dejó de buscarla, lo que resultó una
suerte para él. El aguijón existencial que lo inducía a filosofar no quedó mermado
por la inmersión en el ámbito social de la profesión. Schopenhauer era un hombre
apasionado y por eso su voluntad de verdad permaneció también apasionada.
Cuando en 1818 apareció publicada su obra magna, estaba convencido de haber
cumplido la auténtica tarea de su vida. Viajó a Italia para contemplar, a una
distancia prudencial, cómo caían los rayos de sus pensamientos, pero nada sucedió
y se vio obligado a regresar para poner énfasis en sus palabras como profesor
académico. Y se dirige para ello nada menos que a Berlín, donde Hegel, el rey de la
filosofía en Alemania, abarrota las aulas. A las clases de Schopenhauer asisten cinco
oyentes, que pronto se ausentan. Sin haber tenido una auténtica entrada en escena,
se aleja de ella por más de treinta años, unos años que verá transcurrir como un
sabio privado, y que en su mayor parte transcurrirán en Frankfurt del Meno.
Demasiado orgulloso para buscarse un público, espera que sea el público el que lo
busque a él. Y al final, habrá efectivamente un púbico que salga a su encuentro.
Pero Schopenhauer hubo de tener paciencia, toda una vida de paciencia. Ahora
bien, su filosofía se caracteriza por que el propio autor pudo extraer fuerzas de ella.
Schopenhauer tenía su filosofía por verdadera precisamente porque contradecía al
gusto general de los creyentes en la razón.
El año 1850, tras el fracaso de la Revolución del 48, comienza por fin lo que
Schopenhauer llama la «comedia de su fama»: un coqueteo placentero con la visión
pesimista del mundo por parte de ese ermitaño filosófico vestido a la moda del siglo
XVIII, al que la gente ve salir cada día a pasear hacia Sachsenhausen, acompañado
de su inseparable perro de lanas. En Frankfurt se pone de moda esta raza de perro.
En el Englischer Hof, donde el filósofo come al mediodía, comienzan a merodear los
curiosos. Esto le agrada. Ahora le escuchan con avidez, ahora es leído. Y poco antes
de su muerte, el 21 de septiembre de 1860, declara: «La humanidad ha aprendido de
mí algunas cosas que nunca olvidará».
Desde el mismo trasfondo desarrolla Schopenhauer su teoría del Estado, para lo que
se apoya en Hobbes. El Estado pone un bozal en la boca de los « depredadores», y
aunque de esta forma no mejora su condición moral, sí se hacen «inofensivos como
herbívoros». Schopenhauer contradice explícitamente las teorías que, siguiendo a
Hegel, esperan que el Estado mejore y moralice al hombre o que, con una actitud
romántica, ven en el Estado un organismo humano superior, e incluso un
organismo del pueblo. Para Schopenhauer el Estado no es otra cosa que una
máquina social, que en el mejor de los casos refrena los egoísmos y los une con el
egoísmo colectivo del interés por la sobrevivencia. Para este fin desea un Estado
dotado de fuertes medios de poder, aunque su poder sólo ha de referirse a lo
exterior, ateniéndose a los principios del Derecho. El Estado no debe inmiscuirse en
la manera de sentir y pensar de los ciudadanos. Postula así un Estado fuerte y a la
vez un enflaquecido concepto de política. Schopenhauer nos pone en guardia frente
a las ambiciones de fundar sentido que puede tener el Estado; frente a un Estado
con alma que luego pretenda apoderarse del alma de sus ciudadanos.
Por tanto, la idea del liberalismo puede compaginarse perfectamente con la imagen
del hombre que diseña Schopenhauer. Éste aboga por la libertad de opinión y
pensamiento, pero a la vez por una fuerte obstrucción de la acción. Con la moral no
se llega muy lejos. La compasión, que para Schopenhauer constituye la única fuente
auténtica de la moral, es demasiado rara. Por eso la formación del Estado no puede
cimentarse en la compasión, sino que debe fundarse en un egoísmo recíproco bien
entendido.
Pero esta «verdad», ¿es realmente tan descorazonadora, incluso tan insoportable?
¿No nos hemos acostumbrado ya a tales verdades: a la monstruosa indiferencia de
los espacios vacíos, a los torbellinos de materia y los agujeros negros; los agujeros
negros en el alma y las tormentas de neuronas en las cabezas?, ¿no estamos
acostumbrados al devorar y al ser devorado en la naturaleza; a la historia como
carnicería? ¿Puede asustarnos todavía la falta de una instancia superior de sentido?
Parece más bien que estas convicciones forman parte del decorado interior del
escaldado hombre occidental.
¿Qué se sigue de ahí? Cabría pensar que en todo caso la religión ha quedado fuera
de juego. Sin embargo, no es ése el caso para Schopenhauer. Por más que
sorprenda, precisamente en este punto podemos aprender de él. El hecho es que
Schopenhauer no sólo aportó el giro biológico a la filosofía, sino que además, con su
filosofía de la negación de la voluntad, se apoya en la sabiduría oriental y en los
aspectos de la cultura religiosa del cristianismo que concuerdan con las religiones
orientales, en el espíritu de renuncia y la ascesis. Schopenhauer describe la negación
de la voluntad como un giro de ésta contra sí misma. La voluntad, hecha prudente
por experiencia propia y familiarizada por la compasión con el carácter de
sufrimiento inherente al mundo, se revoca a sí misma y desiste de la autoafirmación
a cualquier precio. El furor del ansia de vivir, del consumo, de la voluntad de poder,
ha de mitigarse. ¿Hace falta dibujar con detalle cuánto puede ayudarnos esa cultura
de la ascesis y de la renuncia y cuán urgentemente la necesitamos?
Pero aquí surge una gran dificultad, pues la renuncia y la ascesis han de buscarse
por mor de sí mismas y ya no de cara a una instancia superior, a un mandato más
elevado. Se trata de conseguir un pensamiento y un ánimo elevados, pero sin fe en
un ser superior. Sería aquella actitud que Sloterdijk llama acertadamente «tensión
vertical». De ahí puede proceder la fuerza para la renuncia, la amplitud de miras y
la autodisciplina, hasta llegar a la ascesis. Cuando ya no se cree en ningún Dios,
esas virtudes se ejercitan en aras de la propia mismidad mejor. Precisamente en este
punto Schopenhauer va más allá de la biología: en la fuerza de superación de la
voluntad egoísta está incluida para él la dignidad del hombre.