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a la vista de al menos diez mil francos para cada uno de ellos, pues, a primera
vista, la sucesión del párroco podía alcanzar unos cien mil francos. Se retiran los
precintos. Procedo durante todo el día al inventario de los enseres. Llega la noche.
Los infelices se retiran; me quedo solo. Tenía prisa por repartirles los lotes,
despedirlos, y volver a mis asuntos. Había debajo de una mesa un viejo cofre, sin
tapa y lleno de toda suerte de papeles; se trataba de viejas cartas, borradores de
misivas por enviar, respuestas, recibos antiguos, registros de objetos sin valor,
cálculos de gastos, y demás papeleo pretérito. Pero en semejantes casos se lee
todo, no se descuida nada. Estaba concluyendo ya tan fastidiosa revisión cuando
cayó en mis manos un escrito bastante extenso; ¿y sabéis qué era aquel escrito?
¡Un testamento! ¡Un testamento firmado por el cura! ¡Un testamento cuya
fecha era tan antigua que los ejecutores nombrados como tales llevaban veinte
años muertos! Un testamento donde se desheredaba a los pobres que dormían
a mi alrededor, y designaba como legatarios oficiales a los Frémin', esos ricos
libreros de París que tú debes de conocer. Imaginaos mi sorpresa y mi pesar;
pues, ¿qué tenía que hacer yo entonces con ese documento? ¿Quemarlo? ¿Y por
qué no? Acaso no era reprobable de principio a fin? Y el lugar donde lo había
hallado, (no era suficiente prueba de su invalidez, sin contar con la injusticia
indignante que implicaba? Toda esas cosas m; decía yo en mi hiero interno e
imaginándome al mismo tiempo la desolación de esos desdichados herederos
expoliados, frustrados en su esperanza, acercaba sin pensar el citado testamento
a la lumbre; luego, otras ideas se cruzaban con las primeras, no sé qué tremendo
temor a equivocarme en la decisión de un caso tan importante, la desconfianza
en mis luces, el miedo a escuchar más la voz de la piedad clamando en el fondo
de mi corazón que la de la justicia me retenían bruscamente; y pasé el resto
de la noche deliberando sobre aquella acta inicua que puse sobre las llamas en
vanas ocasiones, sin saber si quemarla o no. Este último partido ganó la batalla;
u n minuto antes o un minuto después habría tomado el partido contrario .
En miperplejidad creí que sería prudente pedir consejo a alguna persona sabia. Me
subo al caballo al amanecer; me dirijo a toda prisa a la ciudad; paso por delante
de la puerta de mi casa, sin entrar me apeo e? el seminario que se hallaba por
entonces ocupado por oratorianos entre los que se encontraba uno justamente
distinguido por la claridad de sus luces y la santidad de sus costumbres: se trataba
del padre Bouin considerado en la diócesis como el mejor casuista.»
Mi padre había llegado a esta altura del relato cuando entró el doctor Bissei;
era amigo y médico de la casa. Se informó acerca de la salud de mi padre, le
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tomó el pulso, dio fe, insistió en su régimen, cogió una silla y se puso a ?
versar con nosotros. l
Mi padre le preguntó por algunos enfermos suyos, entre otros por un
viejo bribón de intendente del señor de La Mésangere, antiguo alcalde de
nuestra ciudad. Dicho intendente había desordenado y quemado los papeles
de su señor, había llevado a cabo falsos préstamos en su nombre, había pe
dido títulos de propiedades, se había apropiado de fondos, había cometido
una infinidad de atropellos, la mayor parte probados, que le llevarían a sufrir
una pena infamante, o incluso la capital. Ese asunto tenía pues ocupaba a
toda la provincia. El doctor le dijo que el hombre en cuestión se encontraba
muy mal pero que no descartaba curarlo.
MI P ADRE. -Mal servicio le rinde.
Yo. -Mala acción. I
EL DOCTOR Bissri. -¡Mala acción! ¿Y por qué si puede saberse?
Yo. -Hay tantos malvados en el mundo que sería tropelía conservar a
quienes quieren dejarnos.
EL DOCTOR BISSE-I.M i labor consiste en curarlo, no en juzgarlo; lo sanaré
porque es mi oficio; a continuación el magistrado 10 mandará colgar, porque
es el suyo. I
Yo. -Doctor. hay una función común a todo buen ciudadano, a vos, a
mí, consistente en trabajar con t8das nuestras fuerzas por el bien de la república,
y me parece que no se cumple salvando a un criminal de quien si no
le librarán las leyes. G
EL DOCTOR BISSEI. -¿Y quién ha de declararlo criminal? Yo?
Yo. -No, sus acciones mismas.
El doctor Bissei. -¿Y quién ha de conocer sus acciones?
Yo. -No; pero, permitidme, doctor, que cambie un poco la tesis: supongamos
que se trata de un enfermo cuyos crímenes sean de notoriedad pública.
Os llaman; acudís, abrís las cortinas, reconocéis a Cartouche o a Nivet.
¿Curaréis a Cartouche o a Nivet?
El doctor Bissei, tras un momento de incertidumbre, respondió con firmeza
que así lo haría; que olvidaría el nombre del enfermo para ocuparse sólo del
carácter de la enfermedad; que era lo único que debía importarle, porque si se
inmiscuía más, estaría extralimitándose; que abandonaría la vida de los hombres
a merced de la ignorancia, de las pasiones, de los prejuicios, si a la receta
médica antepusiera el examen de la vida y las costumbres del enfermo. «Lo
que me decís de Nivet, un jansenista me lo dirá de un molinista, un católico de
un protestante. Si me alejáis del lecho de Cartouche, un fanático hará lo propio
de la cama de un ateo. Es mucho yaaventurarse en aconsejar un remedio, sin
tener que sopesar además la maldad e permitiera o no administrarlo.
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Yo. -¿Y qué remordimientos podríais tener, no digo por matar porque
no se trata de eso, sino por haber dejado morir a un perro rabioso? Doctor,
escuchadme. Soy más intrépido que vos; do me dejo embridar por vanos
razonamientos. Soy médico. Observo a mi enfermo; al observarlo, reconozco
a un criminal, y éste es el discurso que le dirijo: Infeliz, date prisa en
morir; es lo mejor que puede pasarle a los demás y también a ti. Sé lo que
podría hacer para aliviarte de esa opresión que sientes en el costado, pero
no pienso mover un dedo; no odio lo suficiente a mis conciudadanos como
para enviarte de nuevo entre ellos y prepararme así a más pesares por las
nuevas atrocidades que cometerías. No se cómplice tuyo. Se castigaría a
quien te esconde en su casa, ¿por qué iba a declarar inocente a quien te
salva? Imposible. Si siento algo es que al dejarte morir así te libro del último
suplicio. No me ocuparé en devolver a lb vida a quien, por ecuanimidad
natural, por el bien de la sociedad y la salvación de mis semejantes debería
denunciar. Muere, y que no se diga que gracias a mi arte y a mis cuidados
hay un monstruo más entre nosotros.»
EL DOCTOR BISSEI Adiós, papá amantísimo. ¡Ah, y ojo! Menos café después
de las comidas, me oís?
MI PADRE. -Ya, ¡pero es que es tan bueno!
EL DOCTOR BISSEI. -Al menos tomadlo con mucho, mucho azúcar.
Mi
HERMANA. -Pero, doctor, tanto azúcar nos calentará.
EL DOCTOR BISSEI. -¡Tonterías! Adiós, filósofo.
Yo. -Doctor, un momento más. Galeno que vivía bajo el imperio de Marco
Aurelio y que, ciertamente, no era un hombre ordinario, aunque creyera en
los sueños, en amuletos y maleficios, dice de sus preceptos sobre los medios
de conservar a los recién nacidos: ³A los griegos, a los romanos, a todos los
que caminan tras sus pasos en la carrera científica, a ellos me dirijo. En cuanto
a los germanos y demás bárbaros, son tan poco dignos de mis sabios consejos
como los osos, jabalíes, leones y otras fieras.´
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hasta vos, y no me importa encontraros con estos otros señores que quizá no
me conozcan, aunque yo sí los conozco. ¡Un sacerdote, un hombre de leyes.
un sabio, un filósofo y un hombre de bien! Sería demasiada casualidad si no
encontrara entre tantas personas de estamentos tan diversos y todas igual
mente justas e ilustradas el consejo que necesito.>> El sombrerero añadió a
continuación: primero prometedme, señor, guardar el más absoluto secreto
sobre este asunto que me concierne, sea cual sea la decisión que juzguéis
a propósito adoptar.>>Se lo prometió, y prosiguió: <No tengo hijos; no los he
tenido de mi última mujer, a la que he perdido hace más o menos quince
días. Desde entonces ya no vivo; no puedo ni beber, ni comer, ni trabajar,
ni dormir. Me levanto, me visto, salgo y vagabundeo por la ciudad devorado
por una profunda inquietud. Me he ocupado de mi mujer enferma durante
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EL AB ATE×
-Pienso, padre, que habéis actuado con prudencia al consulta1
y creer al padre Bouin, y que si hubierais seguido vuestro primer impulso en
efecto ahora nos veríamos arruinados.
MI ×
-Y tú, gran filósofo, ¿no eres de la misma opinión?
-No.
-Demasiado breve. Explícate.
-¿Me lo ordenáis?
-Sin duda.
-¿Sin miramientos?
-Sin duda.
Yo. -No, ciertamente, le repliqué con ardor, no soy de la misma opinión.
Yo pienso que si alguna vez en vuestra vida habéis cometido una mala acción,
ha sido ésa; y que si estabais obligado a restituir al legatario tras romper el testamento,
todavía lo estáis más para con esos herederos por no haberlo hecho.
MI PADRE×
-He de confesar que esa acción se me ha quedado atravesada
para siempre; pero, ¿y el padre Bouin?
Yo. -Vuestro padre Bouin, con toda su reputación de ciencia y santidad,
era tan sólo un mal razonador, un devoto de cortas miras.
MI HERMANA
en VOZ baja×
-¿Acaso proyectas arruinarnos?
MI PADRE.
-¡Basta! ¡Tengamos la fiesta en paz! Olvídate del padre Bouin,
y dinos tus razones, sin injuriar a nadie.
Yo. -¿Mis razones? Muy sencillas, éstas son. O el testador ha querido
suprimir el acta que había hecho desde la dureza de su corazón, como todo
parece indicar, y habéis obviado su arrepentimiento; o ha querido que ese
acto atroz tuviera efecto, y os habéis vuelto cómplice de su injusticia.
MI PADRE×
-¿Su injusticia? ¿No te precipitas?
Yo. -Claro que su injusticia; y todo lo que ha proferido el padre Bouin
no son sino vanas sutilezas, pobres conjeturas, unos «quizás» faltos de valor
y envergadura, al lado de las circunstancias que privaban de validez el acta injusta
que habéis rescatado del polvo, exhibido y rehabilitado. Un cofre lleno de
viejos papeles, entre esos viejos papeles un papel más viejo aún y prescrito, por
la fecha, por la injusticia que comporta, por el hecho de aparecer mezclado con
otros papeles pretéritos, por la muerte de sus ejecutores, por el desprecio de
las cartas del legatario, por la riqueza de dicho legatario, y por la pobreza de los
verdaderos herederos. ¿Qué oponemos a todo eso? ¡Una presunta restitución!
Supondréis que ese pobre diablo de sacerdote que no tenía un céntimo cuando
llegó a su parroquia, y que había pasado ochenta años de su vida amasando
alrededor de cien mil francos céntimo a céntimo, había robado antaño a los
Frémin, en casa de quienes nunca había estado y a quienes probablemente
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No conocía más que de nombre, la suma de cien mil francos. Pongamos que
dicho robo existió, ¿y qué? Yo habría quemado de cualquier manera el acta,
modelo de iniquidad. Teníais que haberla quemado, insisto. Deberíais haber
escuchado a vuestro corazón, que desde entonces no ha dejado de decíroslo,
y que sabía mucho más que vuestro imbécil Bouin, cuya decisión sólo prueba
el peligro de la influencia religiosa hasta en las mentes más preclaras, y la
influencia perniciosa de las leyes injustas, de los falsos principios, en la sensatez
y la equidad natural. Si os hubierais encontrado al lado del cura cuando
escribió el inicuo testamento, ¿no lo habríais roto en mil pedazos? La suerte lo
pone en vuestras manos, y lo conserváis.
Mi PADRE×
-¿Y si hubieras sido tú el legatario universal del párroco?
Yo. -Razón de más para mí para romper esa odiosa acta.
MI PADRE×
-No lo pongo en duda; pero, ¿no hay ninguna diferencia entre
el donatario de otro, y el tuyo?
Yo. -Ninguna. Son ambos justos o injustos, honrados o malhechores.
Mi PADRE×
-Cuando la ley ordena, tras el fallecimiento, el inventario y la
lectura de todos los papeles, sin excepción, tiene sus motivos, sin duda, ¿y
cuáles son esos motivos?
Yo. -Si fuera cáustico, os respondería: devorar a los herederos multiplicando
lo que se llaman diligencias; pero pensad que no erais hombre de
leyes y que, liberado de toda formalidad jurídica, no teníais otra función que
la de ejercer la caridad y la equidad natural.»
Mi hermana callaba; pero me apretaba la mano en señal de aprobación.
El abate sacudía las orejas, y mi padre decía: «Nueva injuria al padre Bouin.
¿Crees al menos que la religión me absuelve?
Yo. -Sí lo creo; pero peor para ella.
Mi PADRE×
-El acta que quemas con la autoridad que tú solo te otorgas,
¿crees que habría sido declarada legal por un tribunal?
Yo. -Puede ser; pero peor para la ley.
Mi PADRE×
-¿Crees que habría pasado por alto esas circunstancias a las
que das tanta relevancia?
Yo. -Ni idea; pero habría querido asegurarme. Habría sacrificado unos
cincuenta luises: habría sido una caridad bien hecha; y habría recusado el
testamento en nombre de esos pobres herederos.
MI PADRE×
-Mira, si hubieras estado conmigo, y me hubieras dado ese
consejo, aunque cincuenta luises es una cantidad considerable, ten por seguro
que lo habría seguido.
EL ABATE×
-Pues yo pienso que para entregárselo a la justicia, más valía
dar ese dinero directamente a los pobres herederos.
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el momento de su muerte, en la familia se pensó que más valía solicitar a la
corte romana una nueva designación que, entre manos capitulares, quizá no
habría obtenido el visto bueno. Tu tío se muere una hora o dos antes de la
presumible llegada del mensajero, y nos encontramos con la canonjía y mil
ochocientos francos perdidos. Tu madre, tus tías nuestros parientes, nuestros
amigos, todos opinaban que se ocultara la muerte del canónigo. Rechacé
el consejo, e hice que se tocaran las campanas inmediatamente.
Yo. -E hicisteis bien.
Mi PADRE. -Si hubiera escuchado a aquellas buenas mujeres y hubiera
tenido luego remordimientos, veo que no habrías dudado en sacrificarme la
muceta.
YO. -Y sin remordimientos. Siempre habría preferido ser buen filósofo
que mal canónigo.»
Volvió el prior rechoncho, y tras mis últimas palabras, que acababa de oír,
Exclamó: ³¡Un mal canónigo! Me gustaría saber cómo se puede ser buen o mal
prior, buen o mal canónigo; son estados absolutamente indiferentes.» Mi padre
se encogió de hombros, y se retiró para cumplir con algunos deberes piadosos
que tenía pendientes. El prior dijo: ³He escandalizado un poco a papá.
Mi HERMANO. -Puede ser.» Seguidamente, mientras saca un libro del
bolsillo, añade: «Tengo que leeros unas páginas de la descripción de Sicilia
por el padre Labat.
Yo. -Las conozco. Se trata de la historia del de Mesina.
MI HERMANO. -Justamente.
EL PRIOR. ±¿Y que hacía ese ?
MI HERMANO. ±El historiador cuenta que, habiendo nacido virtuoso, amigo
del orden y la justicia, iba a sufrir mucho en un país donde las leyes carecían
no sólo de vigor sino también de aplicación. Cada día amanecía marcado por
algún crimen. Asesinos conocidos iban por la calle con la cabeza bien alta y se
mofaban de la indignación pública. Los padres se desolaban al ver a sus hijas
seducidas y hundidas en la deshonra y la miseria por la crueldad de sus raptores.
El monopolio privaba al hombre trabajador de su subsistencia y de la de sus
vástagos; concusiones de todo tipo arrancaban las lágrimas de los ciudadanos
oprimidos. Los culpables escapaban al castigo, o por su crédito, o por su dinero,
o por el subterfugio de las formas. El veía todo eso y se lo llevaban los
demonios; así que soñaba sin parar en el modo de detener tanto desorden.
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Una joven, que ocupaba el primer piso, bajó; era alegre y algo chiflada. Mi
padre le pidió noticias de su mando: ese marido era un libertino que había
dado a su mujer ejemplo de malas costumbres, la cual, según creo, no había
tardado en seguirlo, y aquél, para escapar a la persecución de su acreedores,
se había ido a la Martinica. La señora de Isigny, que así se llamaba nuestra
inquilina, respondió a mi padre: «¿El señor de Isigny? ¡A Dios gracias, no he
oído hablar más de él! A lo mejor se ha ahogado.
EL PRIOR. -¡Ahogado! Os felicito.
SEÑORA DE ISIGNY. -¿Y qué OS importa, señor abate?
EL PRIOR. -A mí nada, ¿pero a vos?
SEÑORDAE ISIGNY-¿A mí?
EL PRIOR. -Es que se va diciendo por ahí
SEÑORDAE I SIGNY. -¿Y qué se va diciendo?
EL PRIOR. -Puesto que queréis saberlo, se dice que había descubierto
alguna de vuestras cartas.
SEÑORDAE I SIGNY. -¿Acaso no guardaba yo una hermosa colección de las
suyas?"
Y ya nos ve aquí inmersos en una discusión de lo más cómica entre el
prior y la señora de Isigny sobre los privilegios de uno y otro sexo. La señora
de Isigny me llamó en su auxilio, e iba a probar yo ya que el primero de los
esposos que faltaba al pacto devolvía la libertad al otro, cuando mi padre me
pidió el gorro de dormir, acabó con la conversación y nos mandó a todos a
acostarnos. Al ir a desearle las buenas noches, le dije al oído: «Padre, es que
en realidad no existen las leyes para los sabios.
-Hablad más bajo.
-Todas están sujetas a excepción, el sabio es quien debe juzgar en cada
caso si hay que someterse a ellas o al contrario no tenerlas en cuenta.
-No me importaría, me respondió, que hubiera en la ciudad uno o dos
ciudadanos como tú, pero no viviría en ella si pensaran todos igual.
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