Sunteți pe pagina 1din 33

LA MÚSICA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XVII

Para entender la evolución de la música española durante el Barroco


es necesario concretar el marco político en el que se ubica. Puesto
que la muerte de Felipe II en 1598 va a iniciar una larga etapa de
decadencia que se prolongará durante el reinado de los 3 siguientes
monarcas (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), conocidos como los
”Austrias Menores”.

Esta crisis del plano político se trasladará también al campo de la


música. Es por ello que se va a infravalorar la música como arte,
dejando de lado la innovación y la evolución de las formas y
retornando o imitando las anteriores formas surgidas en el
Renacimiento. Más concretamente se imitarán los modelos producidos
en Francia y sobre todo Italia. Es paradójico que en el campo literario
y artístico se experimentó una gran etapa de esplendor con
personalidades como Velázquez, Quevedo, Lope de Vega o Luis de
Góngora.

Aún así podemos agrupar algunas de las características que definen a


este Barroco español:

* *
*
*

LA MÚSICA TEATRAL

La segunda mitad del siglo XVII fue un período de gran experimentación en


la música teatral española. La boda de Felipe IV con Mariana de Austria en
1649 supuso el fin de casi una década de luto y abrió una etapa dorada de
fiestas cortesanas, en la que confluyeron varios personajes: un maduro
Calderón, que a partir de 1651 abandonó las tablas de los corrales para
consagrarse al teatro áulico; el libretista Rospigliosi, nuncio apostólico de
1644 a 1653, que trajo a Madrid algunas convenciones de la ópera italiana con
la ayuda del ingeniero Baccio del Bianco; el compositor Juan Hidalgo, que
durante tres décadas reinaría en la música teatral de la corte; Gaspar de Haro,
marqués de Eliche, responsable de la organización de los espectáculos
cortesanos durante el tercer cuarto de siglo; y, especialmente, el florecimiento
de una extraordinaria generación de actrices-cantantes sin las cuales nada
hubiera sido posible.

En este período se representaron más de medio centenar de obras teatrales con


una participación musical muy superior a la tradición de la comedia nueva.
Las obras tienen características diversas, ya que su extensión oscila entre una
y tres jornadas y el peso de la música es muy variado. Lo normal era que se
cantaran no más del 10 % de los versos, aunque se alcanzara
excepcionalmente un 25 % (con la salvedad de las dos óperas de Calderón /
Hidalgo). No es fácil delimitar el género de este amplio número de creaciones,
pero se suelen distribuir en tres grandes grupos: las obras largas, en tres
jornadas, denominadas comedias mitológicas, fiestas cantadas o semióperas
(no hay consenso entre los expertos); las más breves, en dos jornadas
(ocasionalmente una), que suelen llamarse zarzuelas; y las dos "óperas"
enteramente cantadas, aunque se parezcan poco a sus homónimas italianas,
que pertenecerían respectivamente a ambas categorías: la "fiesta de zarzuela"
en una jornada La púrpura de la rosa, y la comedia en tres jornadas Celos aun
del aire matan. A falta de un estudio sistemático de todo el corpus, no se
detectan diferencias profundas entre los dos primeros grupos, más allá de su
duración, salvo la mayor espectacularidad de las segundas, por haber sido
concebidas para el Coliseo del Buen Retiro, que permitía complejas tramoyas,
frente al más modesto teatro del Palacio de la Zarzuela. Es más difícil
delimitar las diferencias musicales, ya que su riqueza y complejidad no
dependen ni de la extensión de la obra ni tampoco del año de composición, o
sea, no existe una "progresión" cronológica. Por ejemplo, la última gran
comedia cortesana de Calderón, Hado y divisa (1680) apenas tiene un 2 % de
versos cantados, frente al 8 % de El hijo del Sol, Faetón (1675) o el 26 %
de La estatua de Prometeo (1670), todas comedias en tres jornadas. Las obras
más breves ofrecen una disparidad similar, como ilustran las de Juan Bautista
Diamante: El triunfo de la paz y el tiempo (una jornada, 1660) con un 46 % de
versos cantados, frente al El laberinto de Creta (dos jornadas, 1665) con un 8
% o Lides de amor y desdén (dos jornadas, 1674) con un 25 %.
Juan Hidalgo: parte vocal del lamento
"Crédito es de mi decoro" de la comedia Pico y Canente de Luis de Ulloa y
Pereira (1655). Recogida en el manuscrito 265 de la Biblioteca de la
Universidad de Santiago de Compostela, conocido como Manuscrito Guerra.
La correspondencia de Baccio del Bianco confirma la influencia italiana,
inducida por Rospigliosi, en los primeros experimentos teatrales de Calderón.
La comedia La fiera, el rayo y la piedra (1652), cuya música, hoy perdida, fue
compuesta por un desconocido Domingo Scherdo, reintrodujo el estilo
recitativo, no sin dificultad, ya que el escenógrafo escribió que "no puede
entrar en la cabeza de estos señores que se pueda hablar cantando" (ya no
quedaba memoria del experimento operístico de Lope en 1627). Un año más
tarde, en la comedia Andrómeda y Perseo, cuya música anónima sí se
conserva, los dioses Palas y Mercurio utilizan una suerte de recitativo a la
española, en octosílabos y compás ternario, para influir en el alma del humano
Perseo, a diferencia de los mortales, que se expresan con tonadas estróficas.
La primera atribución segura a Hidalgo es Pico y Canente, comedia de Luis de
Ulloa estrenada en 1655 de la que se ha conservado el bellísimo y delicado
lamento "Crédito es de mi decoro", interpretado por la actriz Luisa Romero,
"celebrada música por los recitativos, que los cantó con primor". Fue
compuesto por sugerencia de Baccio del Bianco en imitación de modelos
italianos tempranos, con los que comparte, además del compás binario y un
estilo cercano al recitativo, cromatismos, modulaciones, transiciones
armónicas inesperadas, saltos de cuarta disminuida y pausas dramáticas. El
compositor continuó participando en celebraciones cortesanas, como la
espectacular fiesta teatral de Antonio de Solís Triunfos de Amor y Fortuna,
con la que se celebró el nacimiento en 1658 de Felipe Próspero, en la que
participaron 132 personas, entre ellas 42 actrices-cantantes. O las dos óperas
ya mencionadas, con las que se sellaría la Paz de los Pirineos de 1660.

Fue en este contexto donde surgieron las primeras obras


breves que acabarían por tomar el nombre de zarzuela. No hay
una definición contemporánea del género y quizás lo que
tenían inicialmente en común era el lugar de representación,
un porcentaje notable de música y la recurrencia a temas
mitológicos ovidianos. La tradición identifica la "gran
comedia" de Calderón El jardín de Falerina (1649) como la
primera zarzuela, por estar escrita en dos jornadas, pero no
hay ningún dato que la asocie con el Real Sitio ni tampoco
tiene las características de otras obras posteriores . Mayor
acuerdo hay sobre la "zarzuela famosa" en una sola jornada del mismo autor
(también llamada "égloga piscatoria") El golfo de las sirenas, estrenada en la
Zarzuela en 1657, en donde la música alcanza el 10 % de los versos en boca
de seres mitológicos: la diosa Caribdis y, obviamente, las sirenas.

Encabezado de la zarzuela de Calderón El golfo de las sirenas, tal y como


aparece en la Cuarta parte de comedias nuevas (Madrid, 1672), conservada en
la Biblioteca Nacional de España, R/10638.
No obstante, El laurel de Apolo, obra en dos jornadas de Calderón estrenada
un año más tarde, suele considerarse en rigor la primera obra de este nuevo
género. Su loa introduce al personaje Zarzuela como humilde villana que
define el espectáculo que se va a representar como
No es comedia, sino solo
una fábula pequeña
en que a imitación de Italia
se canta y se representa
El elevado porcentaje de versos cantados, cercano al 20 %, se debe a que los
dioses protagonistas, Apolo y Amor, salen "cantando todo lo que
representan", lo que no escapa de la atención de la graciosa Bata:

Los dioses, aun disfrazados,


dan de quien son señas claras

con tan dulce melodía,
tan suäve consonancia
que siempre suena su voz
como música del alma
La música, anónima y también perdida, acompañaba igualmente algunas
intervenciones de los pastores Bato y Rústico y de las ninfas Eco e Iris,
además de varios coros. El nuevo modelo tardaría en cuajar y no sería
Calderón su principal valedor, sino otros ingenios ascendentes como
Diamante, Salazar y Torres, Avellaneda o Vélez de Guevara, quienes, en
colaboración con los músicos Hidalgo y Galán, fueron produciendo nuevas
creaciones, sobre todo a partir de la década de 1670.

Un ejemplo emblemático es Los celos hacen estrellas de Juan Vélez de


Guevara, de la que conservamos casi toda la música y el texto al completo,
incluyendo loa, entremés y fin de fiesta, así como algunas acuarelas que
reproducen escenas de la obra. La partitura no se conserva en un único
manuscrito, sino dispersa en gran número de antologías de tonos humanos
(nombre con el que se conocía a las canciones profanas en lengua española),
lo que demuestra que fue una obra de mucho éxito. Concebida para ser
representada en diciembre en la Zarzuela, la enfermedad del rey retrasó su
estreno hasta el 2 de febrero de 1673, en el Salón Dorado del Alcázar, siendo
interpretada por la compañía de Antonio de Escamilla con algunas actrices
"sobresalientes" para completar los papeles cantados. La trama desarrolla los
amores de Júpiter por la ninfa Ío (transmutada en Isis) con añadidos de
pastores, personajes alegóricos y los graciosos Momo y Temia (sin duda
representados por el propio Escamilla y su hija Manuela, quien "entre las
muchas habilidades que ha tenido ha sido la más celebrada la de la música").
Tras seducir a la ninfa, Júpiter oculta a su enamorada transformándola en una
bellísima vaca que despierta las sospechas de Juno, quien la pone bajo la
vigilancia de Argos, el pastor de los mil ojos. El artero Mercurio adormece y
mata al pastor para recuperar a la becerra, a quien Júpiter acaba por devolver
su aspecto humano, para terminar finalmente renunciado a sus lascivas
pasiones y reconciliado con su celosa esposa.
Es interesante señalar que varios de los personajes principales no cantan, entre
ellos Júpiter, Juno o Argos, debido a la estructura de las compañías teatrales,
donde los primeros puestos solían estar ocupados por actores sin habilidades
musicales, algo que tuvo consecuencias fundamentales en el desarrollo de la
música teatral en España. Por ejemplo, la impericia musical de la legendaria
María de Quiñones, que llevaba casi medio siglo en las tablas madrileñas,
hace que los sentimientos de Juno se expresen con versos hablados o con la
música de personajes alegóricos (Temor e Ira) o mitológicos (Minerva). Aun
así, la música, que acompaña un 18 % de los versos, impregna toda la obra,
jugando un papel estructural, no solo en las dos jornadas de la zarzuela, sino
también en la loa. Mutatis mutandi, su planificación muestra rasgos típicos de
la ópera italiana contemporánea, utilizando el verso de romance hablado en
lugar del recitativo para el desarrollo de la acción y expresando las emociones
con tonos donde una ópera utilizaría arias. Incluso algunos números musicales
coinciden funcional y estilísticamente con tipologías habituales en la ópera
veneciana: hay una escena del sueño, la única intervención cantada de Isis
tiene algunos rasgos de lamento, hay un dúo final con imitaciones y
movimiento paralelo y hay varios pasajes cómicos de los personajes bufos.

La integración de la música en el drama se puede ver en el inicio de la


segunda jornada. Disfrazado de pastor, Mercurio se acerca a Argos cantando
tres tonos: con el alegre romance "De las luces que en el mar" atrae su
atención y le encandila con su voz; la letrilla "¿Qué quiere Amor?" sirve para
completar el engaño y que el vigilante pastor baje la guardia; y con el
sexteto/lira "La noche tenebrosa" consigue que cierre todos sus ojos para,
enseguida, cortarle la cabeza. Otro ejemplo notable es la única tonada que
canta la protagonista Isis en el momento en que recupera su forma humana y
quiere comprobar si su voz ha dejado de ser un mugido. Entonces entona "Al
aire se entregue", un verdadero mosaico de afectos contrastantes que oscilan
entre la alegría y el lamento, que sirve además para que su padre la reconozca
por su voz, reemplazando la anagnórisis ovidiana en la que la vaca escribía su
nombre en la arena con su pezuña.
Sin llegar a desplazar a las comedias, en las tres últimas décadas del siglo se
consolidó el cultivo de la zarzuela en dos jornadas con la incorporación
progresiva de nuevos poetas como Lanuza, Zamora y Cañizares, y varias
generaciones de compositores, entre los que destacan Navas, Durón y, en el
siglo siguiente, Literes y Nebra. La zarzuela mantendría su temática
mitológica y vinculación cortesana pero incorporándose progresivamente a las
tablas de los corrales y ganándose el favor del público. Paralelamente, su
estilo musical se fue adaptando a las tendencias, que a principios del siglo
XVIII incorporaron nuevos instrumentos como los violines, innovaciones
armónicas y recursos formales de raigambre italiana como arietas y arias da
capo, sin abandonar nunca rasgos hispanos como los estribillos, las tonadas
estróficas o las castañuelas. La última zarzuela conservada del siglo
XVII, Salir el Amor del mundo (1696), con libreto de Cañizares y música de
Durón, ilustra algunas de estas características: su estilo musical es
fundamentalmente hispano, con ausencia de arias y predominio de coros y
tonadas estróficas en compás ternario y abundantes hemiolas, pero con la
inclusión de tres pasajes en estilo recitativo, entre ellos un diálogo entre Amor
y Marte, así como la utilización recurrente de los violines y ocasional de otros
instrumentos como el clarín o la vihuela de arco. Todavía le esperaban a la
zarzuela metamorfosis y peripecias varias antes de renacer, transmutada por el
modelo de la opéra-comique, en la zarzuela grande de mediados del siglo
XIX.
LA MÚSICA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XVIII

I. Introducción: panorama musical español del siglo XVIII



Al igual que ocurre en el ámbito del pensamiento, se observa
en la música española del siglo XVIII una enconada lucha
entre tradicionalistas y reformistas, defendiendo cada bando la
práctica antigua frente a la moderna. Así pues, al igual que
ocurriera en el siglo anterior, el Setecientos contempla dos
tendencias estilísticas nítidamente diferenciadas: por una
parte, aquellos músicos que permanecen fieles a los
postulados conservadores del contrapunto imitativo que tiene
sus raíces en el Renacimiento y, por otra, los compositores
que se adscriben al nuevo estilo moderno o armónico,
empleando en su producción artística las formas provenientes
del teatro dramático-musical italiano, así como una serie de
recursos armónicos prohibidos en la técnica contrapuntística.
Por primera vez en la estética musical se plantea la
concepción de la música. Una primera tesis, propiciada por el
espíritu cartesiano de los franceses, opta por considerar la
música como producto de la razón, caso en el cual es una
ciencia con reglas inamovibles porque la razón es la verdad.
Por lo tanto, el deleite en la apreciación del arte de los sonidos
consistirá en la comprobación de que la música es una ciencia
sujeta a principios universales, cuyas reglas hay que respetar
en todo momento. La segunda tesis, apoyada en la libertad
que propugnan los italianos, sustenta que el origen de la
música es el arte, el sentimiento, donde tienen cabida el
placer, la imitación de la naturaleza entendida como
espontaneidad y expresividad, y la emoción, cuyo juez
supremo será el oído como definidor de lo que es conveniente
o negativo en música, dejando al margen las reglas
científicas1 . Prueba del antagonismo de ambas concepciones
en la España dieciochesca es la polémica entre Francisco
Valls, maestro de capilla de la catedral de Barcelona, y
Joaquín Martínez de la Roca, organista de la catedral de
Palencia, a causa de la composición de la misa Scala aretina
de Valls, en cuyo Gloria hizo entrar el tiple segundo sin
preparación, produciéndose una disonancia directa. No menos
de cincuenta y cinco compositores y teóricos intervinieron en
la polémica, entre ellos el célebre Alessandro Scarlatti, a quien
se consultó para que resolviera con su autorizada opinión una
polémica que ya duraba muchos años y que había gastado
ríos de tinta. Muy diplomáticamente, Alessandro Scarlatti no
se inclinó por ninguna de las partes. Es muy interesante el
estudio de esta polémica, como el de otras muchas que hubo
con el mismo talante, porque muestran claramente las dos
tendencias y los autores de la España musical del siglo
XVIII2 . El propio Francisco Valls resume la diversidad de
estilos imperantes en la música española del siglo XVIII: el
estilo eclesiástico, canónico o motético, característico de la
música vocal latina; el estilo madrigalesco, propio de
«nuestros villancicos a pocas o muchas voces, consiste su
práctica en vestir aquella poesía según los afectos que la
acompañan»; el estilo melismático se basa en «cantar las
voces unidas, sin paso ni intención para que no se confunda la
letra»; el estilo fantástico corresponde al instrumental: «sirve
su uso para música de órgano, clavicémbalo, arpa, guitarra
[…]»; el estilo dramático o recitativo es «el propio para
Comedias y Tragedias, precisado no sólo a seguir las leyes
del metro, sino a expresar los mismos afectos en la música y
que debe exprimir el cantante […]»; por último, el estilo
coraico es «el que sirve para danzas y bailes»3 . Podríamos
resumir el panorama musical español del siglo XVIII hablando
de tres ámbitos: la música eclesiástica, la música de cámara y
la música teatral, que siguen siendo los mismos del siglo
anterior. De los tres ámbitos antes mencionados, el
eclesiástico es el que ejerce una mayor influencia, debido a la
implantación de la Iglesia en todo el país: en las catedrales,
parroquias, monasterios, abadías, colegiatas, etcétera, se
mantiene la tradición de la música eclesiástica, para la que
trabajaron y siguen trabajando un buen número de
compositores españoles, en calidad de maestros de capilla,
fundamentalmente. Entre las obligaciones de un maestro de
capilla en la España del siglo XVIII se cuentan la composición
de música para el culto religioso, dirigir la capilla musical,
instruir y cuidar de los niños cantorcicos, así como contratar
nuevos cantores y ministriles para la capilla. Asimismo, el
maestro tiene la obligación de componer obras nuevas para
determinadas festividades —Semana Santa (época en la que
se componían sobre todo lamentaciones), Corpus,
festividades del lugar o de la iglesia y Navidad—, mientras que
para otras fiestas se podía recurrir a las obras de archivo.
En la música vocal religiosa predomina una gran diversidad
de estilos y procedimientos, incluidos los procedentes del teatro
musical italiano, lo que ocasionará la reacción de los compositores y
teóricos más apegados a la tradición, así como de los cabildos
catedralicios. Los compositores españoles escribirán sus obras
vocales religiosas de manera muy diferente según la obra esté en
latín o en español: para las obras latinas se recurre a un estilo
solemne y grave, la prima prattica, que debe conducir al oyente hacia
la devoción y meditación; en esta faceta el compositor debe
demostrar el dominio de los procedimientos contrapuntísticos por
encima de la inteligibilidad del texto, prevaleciendo la intencionalidad
de lo solemne y grandioso. No puede tampoco olvidarse que las
obras en latín de los grandes maestros españoles de la época de oro
de la música española —Morales, Guerrero, Victoria, Vivanco,
Torrentes, Ceballos o Lobo— en ningún momento dejaron de
cantarse y copiarse. Por lo que se refiere a las obras en castellano,
nos enfrentamos ante la concepción de la seconda prattica, o estilo
moderno, que es el mismo que impera en la música vocal profana:
además del uso de la técnica nota contra nota, se busca una mayor
adaptabilidad de la música al contenido textual. La mayor parte de
los compositores españoles del siglo XVIII es bilingüe, es decir,
abordan tanto el estilo contrapuntístico como el armónico y
emplearán uno u otro según la finalidad de la obra. Esta práctica está
tan asumida que en las oposiciones a las plazas vacantes de
maestro de capilla se exige poner música a un texto en latín y a un
texto en español. Por lo que respecta a la música de cámara, es
fomentada en círculos relacionados con la corte o la nobleza. Así, el
teórico alemán J. G. Walther define la música de cámara en su obra
Musicalisches Lexicon (1732) como «diejenige,
WELCHEINGROSSER(ERRENZIMMERNPmEGTAUFGEFàHRTZU
WERDENw4 . En la corte es necesario diferenciar a los músicos de
la Real Capilla, cuya función se dirige exclusivamente al culto
religioso, de los músicos de la Cámara o los maestros de los reyes y
otros miembros de la familia real. Los músicos de cámara tienen
como función amenizar las sesiones de los monarcas y su corte,
toman parte en las principales festividades de carácter profano,
etcétera. Hay que destacar el hecho de que los gustos personales de
los monarcas o del noble para los que trabaja el músico son
determinantes a la hora de entender este repertorio. Ya en la época
de los Austrias, la música de cámara había desempeñado un papel
de primer orden. Con la llegada de los Borbones, las primeras
influencias son francesas, influencias que pronto van a ser
sustituidas
por las italianas, sobre todo desde el momento en que Felipe V se
case con la princesa italiana Isabel de Farnesio. En el ámbito de la
música cortesana de cámara ejercerán su actividad creativa autores
como Domenico Scarlatti, Sebastián Albero, el padre Antonio Soler,
Luigi Boccherini o Gaetano Brunetti. Respecto a la segunda faceta de
la música de cámara, la música nobiliaria, son varias las casas
nobiliarias que cultivan el mecenazgo y la protección musical en
España. La más destacada es sin duda la Casa de Alba, a la que
Subirá dedicó un amplio y exhaustivo estudio. Para la Casa de Alba
compusieron obras de cámara Gaetano Brunetti, Francesco Montali,
José Herrando, Luis Misón y Manuel Canales, autor este último de
los primeros cuartetos compuestos por un español. Por último, el
tercer ámbito al que anteriormente hacíamos referencia está
protagonizado por la música teatral, en la que podemos observar dos
tipos de manifestaciones: en primer lugar, una música teatral de
carácter popular, a la que tiene acceso el pueblo llano, ejemplo de lo
cual sería la tonadilla escénica, género típicamente español que nace
como reacción a la ópera italianizante. En segundo lugar, la música
teatral cortesana y nobiliaria, ambas compitiendo entre sí en cuanto a
la fastuosidad y grandiosidad en las representaciones escénicas.
Antonio Martín Moreno afirma que «desde fines del siglo XVI, con la
aparición de la ópera, la música teatral está siempre presente en la
vida social y en las discusiones estéticas de la época. En España el
teatro es la gran pasión de los siglos XVII y XVIII y a él tiene acceso
todo el mundo mediante el pago de la entrada correspondiente. Un
elemento espectacular de suma importancia es la música en el
teatro, esto cuando no todo él es en música como ocurre con la
ópera»5 . La ópera italiana recibirá su mejor acogida en la corte, y
prueba de ello es el elevado número de compositores italianos que
vienen a España llamados por los Borbones o atraídos por el
ambiente propicio para todo lo que proceda de Italia. La presencia de
los compositores italianos y la protección que gozaron por parte de la
corte no significa que los españoles no abordaran la música teatral.
Entre los principales operistas destacan Sebastián Durón, Antonio
Literes y José de Nebra. La evolución de la zarzuela se plasma en la
introducción de temas populares y en el abandono de temas
histórico-mitológicos. La renovación de la música escénica española
tiene en el escritor Ramón de la Cruz a uno de los principales
artífices, quien colaboró con compositores como Antonio Rodríguez
de Hita, Antonio Palomino, Pablo Esteve, Antonio Rosales y Ventura
Galván. La tonadilla es cénica6 , forma lírico-dramática que emplea
motivos de carácter popular, llega a desplazar a la zarzuela en las
preferencias del público a lo largo del siglo XVIII. La tonadilla que se
independiza y adquiere entidad propia se denomina tonadilla
escénica y fue el compositor Luis Misón quien otorgó la nueva forma
de la tonadilla a partir de 1757. Entre esta fecha y 1790 se desarrolla
la época de oro de este género. Además de Misón, sobresalen como
compositores de tonadillas Antonio Guerrero, Blas de Laserna, Pablo
Esteve, Pablo del Moral, Antonio Rosales, Jacinto Valledor, Ventura
Galván, Antonio Palomino, Guillermo Ferrer y Manuel García. II. La
música de tecla española en el siglo XVIII Una de las cuestiones más
debatidas de la musicología española se centra en la existencia de
una escuela española de tecla durante el siglo XVIII.
Tradicionalmente se ha magnificado la importancia de Domenico
Scarlatti en la consolidación del estilo español en la música de tecla
dieciochesca y su correspondiente influencia en los compositores
ibéricos. Sin embargo, si tenemos en cuenta las diferencias
estilísticas con otros compositores españoles de su época, como
Sebastián de Albero, Vicente Rodríguez7 , José de Nebra o José
Herrando, así como la escasez de manuscritos, no parece que las
sonatas de Scarlatti se hayan difundido más allá del círculo
cortesano. En mi opinión, puede afirmarse que ha existido un estilo
propio español en la música de tecla del XVIII. Santiago Kastner fue
uno de los primeros musicólogos en resaltar este hecho cuando
afirmó que los compositores ibéricos para tecla evolucionan
independientemente de la influencia de Domenico Scarlatti. La
sonata bipartita se derivaría de la tocata en unos compositores, de la
fuga en otros, e incluso de otros elementos de la suite, con su
característico esquema bipartito, pero sobre todo del tiento: el
desarrollo natural de los tientos llenos y los tientos partidos conduce
hacia la sonata bipartita que se practica en la Península con
anterioridad a la llegada de Domenico Scarlatti a Lisboa en 1721, de
donde pasó posteriormente a España8 . Incluso los elementos que
caracterizan la música clavecinística de Scarlatti tienen un origen
hispano o bien su práctica se había consolidado en España y
Portugal antes de la llegada del compositor napolitano. Buena prueba
de la independencia y originalidad de la escuela española de tecla
nos la ofrecen Sebastián de Albero y José de Nebra en la primera
mitad del siglo XVIII. En cuanto al primero de los compositores
mencionados9 , a pesar de ser contemporáneo de Scarlatti y prestar
sus servicios en la corte al mismo tiempo que él, escribe una música
que se inserta en la tradición española de la recercata y el tiento,
contribuyendo también al desarrollo de la naciente sonata, a la que
aporta la tradición ibérica derivada de la escritura armónica y vertical
de los organistas españoles en los ya citados tientos partidos. Por su
parte, las sonatas para tecla de José de Nebra muestran, asimismo,
un estilo compositivo muy personal; acerca de dichas sonatas
escribe el musicólogo Román Escalas que «afirman la existencia y
desarrollo de un estilo español de música de tecla a partir de la
primera mitad del siglo XVIII, en que la forma, el tratamiento de la
disonancia, la vivacidad rítmica, el cromatismo y su relación con la
tonalidad no difieren en nada de lo que hasta ahora se habían
considerado atributo del estilo personal de Scarlatti y que debemos
rescatar como elementos propios de nuestra música, a fin de centrar
y definir el concepto de Sonata española para tecla»10. El hecho de
no haberse impuesto en España la forma de sonata del clasicismo
vienés con su esquema ternario no debe interpretarse como un
defecto, en opinión de Kastner. Por el contrario, es necesario
comprender que los esquemas constructivos centroeuropeos son
muy distintos de los países del sur de Europa y no hay que preferir
uno a otro. Por otra parte, la forma clásica de la sonata vienesa la
vamos a encontrar en los compositores españoles de finales de siglo,
como Joaquín Prieto, Joaquín Montero, José Lidón o Felipe
Rodríguez, aunque siempre dentro de la influencia establecida por
Domenico Scarlatti y Antonio Soler. Concluye diciendo Kastner que
no es fácil aceptar los modelos de la sinfonía y sonata de corte y
factura vienesa, que responden a la peculiar manera de ser y
entender el arte y la vida de estos pueblos, pero cuyas formas son
extrañas y ajenas al espíritu conciso y diferente de los latinos11.

8 Santiago KASTNER: Antonio Soler: 2+2 Sonatas, Maguncia,


Schott, 1956, prólogo. 9 Sobre Sebastián de Albero, consúltense los
trabajos de Antonio BACIERO (ed.), Sebastián de Albero: Sonatas,
Madrid, Real Musical, 1978; Genoveva GÁLVEZ (ed.), Sebastián de
Albero: treinta sonatas para clavicordio, Madrid, Unión Musical
Española, 1978; María GEMBERO, «La formación musical de
Sebastián de Albero (1722-1756): nuevas aportaciones», en España
en la música de occidente, vol. 2, Madrid, Ministerio de Cultura, 1987,
págs. 109-124; Susanne SKYRM, «The fugues in Sebastian Albero’s
Obras para Clavicordio: a second version», en Domenico Scarlatti en
España, ed. de Luisa Morales, Almería, Asociación Cultural Leal,
2009, págs. 361-376. 10 Román ESCALAS, Joseph Nebra (1702-
1768). Tocatas y sonata para órgano o clave, Zaragoza, Institución
Fernando el Católico, 1987, pág. 7.
6 Sobre la tonadilla escénica, véase el tratado clásico de José
SUBIRÁ, La tonadilla escénica, Madrid, Real Academia Española,
1928-1930. Otros estudios más recientes ofrecen una visión más
actualizada, tal como puede observarse en el libro colectivo Teatro y
música en España: los géneros breves en la segunda mitad del siglo
XVIII, ed. de Joaquín Álvarez Barrientos y Begoña Lolo, Madrid,
Universidad Autónoma de Madrid y Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, 2008, o en los artículos de Begoña
LOLO, «La tonadilla escénica, ese género maldito», Revista de
Musicología, XXV-1 (2002), págs. 439-469; «Itinerarios musicales en
la tonadilla escénica», en Paisajes sonoros en el Madrid del siglo
XVIII, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 2003, págs. 14-31; «La
tonadilla escénica», Scherzo, núm. 176 (2003), págs. 113-124; y
«Donde menos se piensa o Manuel García intérprete de tonadillas en
los teatros de Madrid (1798-1799)», en Manuel García: de la tonadilla
escénica a la ópera española (1775-1832), Cádiz, Centro de
Documentación Musical de Andalucía y Universidad, 2006, págs.
137-158. 7 Sobre este autor véase el magnífico estudio de Águeda
PEDRERO-ENCABO, La sonata para teclado. Su configuración en
España, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1997.

5 MARTÍN MORENO, Historia de la Música Española. 4. Siglo XVIII,


pág. 341.

4 «Es aquella música que suele cultivarse en las estancias de los


grandes señores». Johann Gottfried WALTHER, Musicalisches
Lexikon, Leipzig, 1732, pág. 130 (ed. facs., Kassel, Bärenreiter-
Verlag,

I. 2 Sobre esta querella véanse los documentados estudios de


Antonio MARTÍN MORENO, «Algunos aspectos del barroco
musical español a través de la obra teórica de Francisco Valls
(1665?-1747)», Anuario Musical, vol. XXI-XXII (1976-1977),
págs. 157-194, y José LÓPEZ-CALO, La controversia de
Valls. I Textos (1). Ejemplar de Granada, Granada, Centro de
Documentación Musical de Andalucía, 2005. 3 Véase Antonio
MARTÍN MORENO, Historia de la Música Española. 4. Siglo
XVIII, Madrid, Alianza Música, págs. 449-450
II. 1 Enrico FUBINI, La estética musical desde la Antigüedad
hasta el siglo XX, Madrid, Alianza Música, 1985, págs. 199-
205.
LA TONADILLA ESCÉNICA
Ensayos de teatro musical español
Su origen subalterno
En la historia del género breve del siglo XVIII la presencia de la música
constituía un elemento que cada vez irá teniendo mayor presencia. El nuevo
sainete, cuyo modelo había implantado en los teatros de Madrid Ramón de la
Cruz a mediados de la centuria, junto con su larga parentela de ascendencia
barroca —jácaras, entremeses, mojigangas, etc.—, que seguía ocupando los
intermedios de la función principal, solía concluir con un número cantado, un
baile o un fin de fiesta. Estos finales cantados con presencia también de la
danza, finalmente, de apéndice subalterno de una obra de entreactos se
independizará de la pieza mayor para tener vida propia. Surgía así la tonadilla
escénica.

Sobre la base de la canción y una estructura en principio tripartita, constituye


una de las formas más representativas del teatro nacional del periodo junto con
el sainete lírico, frente a la opereta de ascendencia francesa y la ópera cómica
italiana. Había en la tonadilla escénica además un sustrato sonoro que
procedía de la danza teatral de influencia popular: fandangos, boleros,
seguidillas, polos y tiranas que, de los ambientes populares de la fiesta y la
taberna, darán el salto a las tablas de la escena para asumir un fuerte
protagonismo que se prolongará además hasta la primera mitad del XIX, tanto
en las funciones exclusivas de teatro en verso como en las misceláneas.

Mezcla híbrida, por tanto, de texto que se canta y de texto que se recita, la
mayor complejidad que irá adquiriendo el componente de la orquesta así como
la necesidad de llenar el espacio completo de un entreacto, harán posible el
extraordinario desarrollo de un género, en principio humilde, pero que con una
cierta rapidez se apodera de los escenarios para transformarse en uno de los
grandes reclamos de los públicos más diversos, incluidos los más populares.
Pues en palabras de Nipho «ya no se va al teatro por la comedia, sino por
sainetes y tonadillas».

Su aparición también tenía que ver con el agotamiento de los antiguos y


arcaicos entremeses de Trullo que solían incluirse en el primer intermedio, cuyo
espacio vendrá a cubrir, no entrando en principio en conflicto con la función y el
lugar del sainete que se había apropiado del segundo y tercer intervalo de la
función. Algo completamente institucionalizado a partir de 1780.

La música sobre el texto


Para diferenciarse del sainete, con el que por otro lado comparte tipos,
situaciones, lenguaje y argumentos, la tonadilla aceptará finalmente la música
en su totalidad —en su segunda época—, transformándose en una especie de
ópera bufa mínima, en la que las habilidades interpretativas de sus cantantes,
su extraordinaria mordacidad cómica, así como la mayor presencia de lo
musical, gracias a la incorporación de una orquesta en miniatura, harán las
delicias de un auditorio a caballo entre el populismo de otras épocas y un cierto
refinamiento formal y social, lo que posibilita la fuerte compenetración de
mundos en apariencia enfrentados, lo que otorgará al género una
extraordinaria originalidad dentro de su doble rango como pieza de teatro breve
sin grandes pretensiones, pero también como pieza musical, ahora sí con
alguna que otra pretensión artística, al menos en su época de mayor esplendor.

Pues si de la tradición y el contexto dramático tomaba aquellos elementos


propios del majismo sainetero y el tono ciertamente burlesco y paródico que
presidirá sus mínimos argumentos en torno al cortejo, desde el punto de vista
sonoro nos encontraremos con auténticas óperas cómicas donde se
entremezclaban las formas musicales autóctonas con el mejor clasicismo
operístico. De esta suerte, majismo y petimetría se dejaban contagiar del
cosmopolitismo musical extranjerizante, y la música de los ritmos y las formas
castizas de los primeros.

La tonadilla en la batalla teatral de la Ilustración


Su desarrollo dramático y cronológico se ciñe fundamentalmente a la segunda
mitad del XVIII, coincidiendo con el neoclasicismo más dogmático, de acuerdo
también con un posicionamiento de las elites ilustradas, quienes observaban
estas composiciones, dado su alcance popular y su visualización casticista de
la realidad española, como un elemento desestabilizador de los propósitos
educadores y morales que debían presidir la escena. Por esta razón, Moratín
escribiría en el prólogo a La comedia nueva: «De muchos escritores ignorantes
que abastecen nuestra escena de comedias desatinadas, de sainetes groseros,
de tonadillas necias y escandalosas, formó un don Eleuterio». Un comentario
que hundía sus raíces en la controvertida batalla en torno al arte de Talía que
sacude toda la centuria, y que bien resumía en sus Orígenes del teatro
español: «El teatro tiranizado por copleros estúpidos, administrado por cómicos
del más depravado gusto, sostenido por una plebe insolente y necia». La
tonadilla, dadas sus raíces literarias y sus antecedentes dramáticos, pero
también dada la imagen social de la que se nutría, no va a escapar de la
controversia, para entrar de lleno en una polémica que se encuadraba además
en el debate más amplio civilización versus barbarie. Una dialéctica que se
articulará en torno a las coordenadas de la petimetría y el majismo
dieciochescos: el argumento de confrontación básico del género.
Así, Samaniego escribía en 1786 en El Censor refiriéndose a la tonadilla: «En
ellas verá Vm. compendiados todos los vicios de nuestros sainetes, amén de
otros muchos que le son peculiares. Este sí que es el imperio donde dominan
las majas y los majos. Las naranjeras, rabaneras, vendedoras de frutas, flores
y pescados, dieron origen a estos pequeños melodramas: entraron después en
ellos los cortejos, los abates, los militares y las alcahuetas».
Situada, pues, en el mismo epicentro de la batalla teatral del XVIII —lo que
habla de su significativa importancia—, su evolución corre paralela al desarrollo
de la polémica cultura dramática de la Ilustración, como también a
determinados ámbitos musicales, con especial atención a todo lo concerniente
a los modelos de la música escénica culta española, que se ve supeditada a la
sombra que ejerce la irrupción de la ópera italiana como género hegemónico y
la renovación emprendida por el sainetero de Madrid respecto a la zarzuela
hispánica.

Evolución: de humilde intermedio a ópera bufa


.
José Subirá establece cinco etapas en el desarrollo del género:

1. aparición y albores (1751-1757)

2. crecimiento y juventud (1758-1770)

3. madurez y apogeo (1771-1790)

4. hipertrofia y decrepitud (1791-1810)

5. ocaso y olvido (1811-1850)

Si al principio se encuentra fundida con el sainete a modo de pequeño epílogo


del mismo con la fusión de texto, música y danza, y el canto se acompaña
básicamente de guitarra, panderos y castañuelas, después pasará a tener vida
independiente. Esta autonomía parcial la transforma en un intermedio propio de
la representación, y para diferenciarse de su ascendencia sainetera sustituye el
rudimentario acompañamiento de la guitarra por la orquesta. De esta manera
se invierten los esquemas del sainete, al colocarse el componente musical en
primer término, supeditando a un lugar secundario los textos. Asimismo la
tradición folclórica de la copla que podía servir de sustento al género también
sufrirá una primera metamorfosis culta, gracias al tratamiento orquestal de
ritmos y melodías, además de las contaminaciones extranjerizantes.

Su momento de esplendor coincide con el último tercio de la centuria, la época


de los grandes ilustrados y neoclásicos —Jovellanos, Moratín, Meléndez
Valdés. Un periodo en el que el género ha adquirido tanta fuerza y sofisticación
que como nos indicar Iriarte en su poema La Música constituye «a veces todo
un acto, según su duración y su artificio». Nos encontrábamos, pues, ante
pequeñas comedias o sainetes cantados íntegramente en los que se dejaba
sentir —y mucho— el peso del italianismo y afrancesamiento musical, al calor
de la ópera extranjera que se dejaba ver en los teatros de las plazas más
importantes del país: Madrid, Cádiz, Barcelona, Valencia…
Su evolución posterior consolidará a la tonadilla, ya en la cuarta etapa, como
un género tal vez demasiado complejo respecto a sus escuetos orígenes: la
impronta de una mayor ampulosidad musical, y el haberse convertido en un
género operístico propiamente dicho, posibilitan este teatro como una
plataforma para —en palabras de Subirá— «revestirse con estilos extraños e
influencias exóticas que no contribuirán a ensanchar el acervo nacional, sino a
destruirlo y disiparlo». Se refería el erudito al paulatino abandono del
plebeyismo y casticismo dieciochescos que se verán ahora sustituidos por una
visión burguesa de la sociedad, lo que se dejará sentir en personajes y
argumentos como también en los textos y sus respectivos acompañamientos
musicales cada vez más sofisticados y sinfónicos, pues «sucede un
aburguesamiento sin rasgos típicos ni altas idealidades».
La posadera y los jugadores. Tonadilla a tres
de Blas de Laserna, 1781. Biblioteca Nacional- MC/3059/4.
La brevedad de tiempo y su carácter de complemento cómico respecto a la
función principal, que eran sus coordenadas de raíz, ahora se habían
transformado en dos obstáculos que había que eliminar pues ya nada tenían de
aliados para la sátira rápida y la frescura del gesto musical; sátira rápida y
frescura musical que habían de desaparecer por completo para dar lugar a
auténticas óperas bufas, aunque breves, igual de sofisticadas que aquellos
géneros cultos y grandes donde pretendía mirarse la tonadilla.

Clasificación
Una posible clasificación debía atender, en primer lugar, al número de
personajes. En este sentido, se pueden establecer dos grandes grupos: de un
lado las tonadillas «a solo» con un único cantante —hombre o mujer— y, de
otro, las tonadillas «para interlocutores» con varios. A su vez estas últimas
podían ser a dos, tres, cuatro… Las primeras, más simples en sus formas
musicales, se basaban en la copla y en formas estróficas menores como la
letrilla; desde el punto de vista temático solían tener un fuerte carácter satírico
y burlesco. Frente a este esquema unipersonal, la tonadilla para varios
cantantes desarrollará escenas de conjunto que tienden hacia el cuadro
costumbrista tal y como lo había concebido Ramón de la Cruz para el sainete,
prodigando escenas inspiradas en la vida cotidiana y de las clases más
populares. Otra suerte diferente son aquellas que escapan de estos esquemas
iniciales para aventurarse por los terrenos de la comedia aburguesada de
mayor complejidad en todos sus aspectos.

Los autories: de Misón a Laserna. Hacia el gran


Manuel García
Entre los compositores del género tenemos significativos nombres del
panorama musical de la Ilustración: Antonio Guerrero, Luis Misón, Pablo
Esteve, Blas Laserna, Manuel Ferreira, Antonio Palomino, Pablo del Moral o
el importante Manuel García, cuya trayectoria artística puede servir para
ilustrar el propio avance musical y escénico de la tonadilla, evolucionada de
modesto complemento dramático a pieza de cierta envergadura y mayores
dimensiones en todos los ámbitos que podían concernirle. Pues García, quien
se había consolidado como cantante y actor de sainetes y tonadillas en los
teatros del Cádiz de finales del XVIII, se adentrará en la composición de
libretos y músicas tonadillescas que deben considerarse como parte del canon
y el repertorio en lo estético y lo técnico, para a continuación dar el salto a los
bufos napolitanos, y de ahí a la ópera italiana y francesa de transición hacia el
XIX, donde se consolidará como uno de los grandes nombres de la
interpretación y la composición de la Europa romántica. Entre sus obras
quedaban tonadillas como El majo y la maja (1798), operetas como Quien
porfía mucho alcanza (1802) que incluía varias seguidillas con
acompañamiento de guitarra, El criado fingido (1804) o el monólogo El poeta
calculista (1805) con el famosísimo «Yo que soy contrabandista». Con él, la
tonadilla cerraba su ciclo, pero sus ecos seguirían en la canción y el
belcantismo del XIX.
Bibliografía
 VV.AA.: Teatro y música en España: los géneros breves en la
segunda mitad del siglo XVIII, Madrid, CSIC / Universidad
Autónoma de Madrid, 2008.
 LE GUIN, Elisabeth: The Tonadilla in Performance: Lyric
Comedy in Performance in Enlightenment Spain, Berkeley,
University of California Press, 2014.
 ROMERO FERRER, Alberto y MORENO MENGÍBAR,
Andrés (eds.): Manuel García: de la tonadilla escénica a la
ópera española, Cádiz, Centro de Documentación Musical de
Andalucía, 2006.
 SUBIRÁ, José: La tonadilla escénica, Madrid, Tipografía de
Archivos, 1928-1930, 3 vols.
 SUBIRÁ, José: La tonadilla escénica. Sus obras y autores,
Barcelona, Labor, 1933.

El melólogo y otras formas


dieciochescas
Ensayos de teatro musical español
Virginia Gutiérrez Marañón
El teatro y la música vienen conviviendo desde la Antigüedad. Gracias a su
conexión con el mundo del sentimiento, de lo onírico y lo sensual, la música
es capaz de transmitir aquello que con las palabras sería difícil de expresar.
Así, a lo largo de la historia, han aparecido múltiples usos de la música en las
manifestaciones teatrales, desde la supeditación de la palabra a la música,
como ocurre con la ópera o la zarzuela, hasta justo lo contrario, tal y como se
puede observar en la música incidental del teatro declamado.

El siglo XVIII fue un periodo especialmente dinámico en esa búsqueda del


equilibrio entre la palabra y la música, con una riquísima variedad de formas
teatrales, algunas provenientes del pasado y otras totalmente novedosas,
donde la música tiene un papel importante, incluso a veces esencial en la
puesta en escena, pues sirve para ilustrar el texto recitado por los actores y
caracterizar situaciones y personajes. Ambienta la historia creando un espacio
sonoro que puede suplir, en algunas ocasiones, a la propia escenografía.
Además, da continuidad al discurso, permitiendo que la representación no se
detenga cuando hay música y manteniendo, por tanto, el ritmo de la obra.

La presencia musical se evidencia tanto en el texto como en las acotaciones de


los libretos. Por ello, sabemos que la música ha estado y está presente en
infinidad de géneros teatrales. En el siglo XVIII se conservan formas del Siglo
de Oro: la introducción o loa, el entremés, el fin de fiesta, la mojiganga, la
jácara, el baile y la folla. Pero también se incorporan otras como
el intermezzo, la pantomima musical, la scena muda y, por supuesto, la
tonadilla escénica y el melólogo, además del sainete, que pasa a ocupar el
lugar del entremés. Además, están la zarzuela, la ópera y la opereta. En todos
hay una constante participación musical, ya sea mediante la danza, el canto o
la música instrumental. Jotas, seguidillas y coplas eran algunas de las
modalidades más utilizadas. El hecho de que en el último tercio del siglo
hubiese una plantilla orquestal en los teatros madrileños, así como
compositores en las compañías teatrales, nos indica la relevancia de la música
en escena.
La música se utilizaba de formas diversas: había música incidental, es decir,
música de ambientación, principalmente en las comedias, y también se daba
como simple acompañamiento de bailarines y actrices cantantes, en bailes,
jácaras, fines de fiesta, follas y tonadillas. En las pantomimas y
las scene mudas se convertía en el espacio sonoro, indicando al actor las
pautas del movimiento. Otras veces, como en el melólogo, formaba parte de la
estructura y la trama. A menudo simplemente facilitaba al público la entrada y
salida al espacio fantástico de la narración, mediante una obertura al inicio y
un posludio al final de la representación.

El melólogo
Se trata de un género teatral en el que existe un equilibrio tal entre la palabra
hablada y la música, que la obra sin alguna de las dos pierde su sentido.
Sinónimo de melodrama, "diálogo en música", etimológicamente procede del
griego melos (música) y logos (discurso). En el melólogo la palabra en verso
se combina con la música orquestal, además de con la mímica. En su
representación se da un constante diálogo entre la orquesta y el actor situado
en el escenario. La música expresa los sentimientos y estados de ánimo que ha
de transmitir el personaje, así como el desarrollo de la propia trama. Adopta
generalmente la forma de monólogo en un solo acto, aunque también pueden
aparecer varios personajes y tener hasta tres actos.

Partichela original del primer violín


del melólogo paródico El poeta escribiendo un melólogo (anónimo, 1793). Biblioteca
Histórica de Madrid, signatura BHMMUS-29-16p.
A diferencia de otras formas musicales, en el melólogo el texto no se canta
sino que se declama, y en ello se basa su singularidad. Durante la declamación
el personaje del melólogo realiza pausas que dan paso a interludios musicales
en los cuales el actor se expresa mediante la mímica, poniendo en juego todas
sus capacidades expresivas y actorales para llegar a conmover al público, en
estrecha relación con los fragmentos musicales que acompañan. El momento
en que deben sonar estos interludios, así como su carácter, duración, tempo y
demás aspectos musicales vienen especificados en las acotaciones del libreto,
lo que hace suponer que existía cierta coordinación entre el dramaturgo y el
compositor en el proceso creativo.

Sin embargo, no encontraremos el término melólogo encabezando estas obras,


sino otros: soliloquio, unipersonal, drama con música, melodrama, escena
lírica, escena trágica, monólogo, diálogo, etc. Según José Subirá, su
introducción se debe a Rafael Mitjana, que lo utilizó al referirse al primer
melólogo escrito por Jean-Jacques Rousseau: Pygmalion, "scène
lyrique" estrenada en Lyon en 1770. Esta obra supuso un nuevo modo de
utilizar la música en escena, alternándola con el texto y aderezando los
momentos musicales con acciones mímicas del actor.
En nuestro país se prefirió la modalidad francesa del melólogo, pronto
exportada a Italia y a la América hispana. El género abrió una nueva época en
la escena europea, con repercusiones tanto en el aspecto dramatúrgico como
actoral. Primeras actores y actrices gustaron de interpretar melólogos porque
suponían una verdadera oportunidad para mostrar su talento escénico.

El melólogo en España
El melólogo aparece en España en la última década del siglo XVIII gracias a
reconocidos dramaturgos de entonces como Francisco Luciano Comella,
Gaspar Zavala y Zamora, Vicente Rodríguez de Arellano, Fermín del Rey,
Rosa María Gálvez y José Concha, entre otros. El gaditano Juan Ignacio
González del Castillo escribió el que se tiene como antecedente del
género, Hannibal (1788). Sin embargo, es Guzmán el Bueno (1790), del
fabulista Tomás de Iriarte, el primer melólogo considerado como tal. En años
posteriores se estrena una multitud de melólogos, cuyo éxito nos muestra la
cartelera de la época por el número de representaciones y la recaudación. Uno
de los más celebrados fue Doña Inés de Castro (1793), escena trágico lírica,
de Comella, con música de Blas de Laserna.
La temática del monólogo era extraordinariamente variada: neoclásica,
mitológica, hispánica, americana, exótica, sentimental, patriótica o de terror.
Hay contabilizados cerca de cien melólogos entre 1790 y 1808. La mayoría de
sus libretos manuscritos e impresos se encuentran en la Biblioteca Histórica
de Madrid y la Biblioteca Nacional de España. Desgraciadamente, no se
conservan las partituras de todos ellos, pero las existentes muestran la calidad
de la música compuesta para este género.

Junto a sus cultivadores, surgieron también sus detractores, que utilizaron la


parodia para ridiculizarlo. Así, por ejemplo, Samaniego escribió la Parodia de
Guzmán el Bueno, mordaz burla de la obra original escrita por su rival Iriarte.
En esa línea se estrenaron después El cochero Domingo (1791), de González
del Castillo, El poeta escribiendo un monólogo (1793), de autor anónimo y
música de Blas de Laserna, o Perico el de los Palotes (1793) y Juan de la
Enreda (1795), de Comella.

Lo gestual
Como ya se ha indicado, en el melólogo español, mientras suena la música, el
actor deja de declamar y pasa a expresar corporalmente las diferentes
situaciones y emociones que vive el personaje. Estos momentos son esenciales
y en ellos podemos distinguir dos tipos de actuación: pantomimas
o scenas mudas y estatuarias o tableaux vivants.
Las pantomimas o escenas mudas son gestos en movimiento y las estatuarias
o tableaux vivants (cuadros vivientes) son gestos congelados, fijos. Tanto las
pantomimas como las scenas mudas eran formas independientes, pero también
se podían encontrar inmersas en otros géneros, y en el melólogo son
imprescindibles. Aparecen en momentos concretos de los melólogos, cuando
el dramaturgo quiere aclarar una situación o cuando existe un importante
momento escénico de tensión, reflexión o incluso durante el clímax de la obra.
Comienzo del melodrama trágico El
estatuario griego o La Eudoxia, de Luciano Francisco Comella, 1789. Biblioteca
Histórica Municipal, signatura BHM Tea 1-28-2, A.
El gusto por la estética del cuadro y por las esculturas clásicas hace surgir el
interés por vivificar seres inanimados y estatuas, como ocurre en el
mencionado Pygmalion, de Rousseau, o en El estatuario griego (1800), de
Comella. Surgieron entonces las llamadas "figuras corpóreas", mecanismos de
relojería que se pusieron de moda en el Madrid de fines del siglo XVIII y
primeros años del XIX, y que representaban obras de moda, entre ellas
muchos melólogos.
Las formas musicales dieciochescas surgieron de esa búsqueda por engarzar
diferentes lenguajes, como son la palabra, la música y el gesto, enriqueciendo
el mundo escénico. Muchos de estos géneros desaparecieron como tales, pero
sin duda su esencia se ha mantenido en el tiempo, diluida en multitud de
manifestaciones artísticas.

Bibliografía
 ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín y LOLO, Begoña,
(eds.): Teatro y música en España: los géneros breves en la
segunda mitad del siglo XVIII, Madrid, Universidad Autónoma
de Madrid / CSIC, 2009.
 HUERTA CALVO, Javier, (ed.): Historia del teatro breve en
España, Madrid / Fráncfort, Iberoamericana / Vervuert, 2008.
 HUERTAS VÁZQUEZ, Eduardo: Teatro musical español en
el Madrid ilustrado, Madrid, Editorial El Avapiés, 1989.
 SCARTON, Cesare: Il Melologo. Una ricerca storica tra
recitazione e musica, Città di Castello, Edimond, 1998.
 SUBIRÁ, José: El compositor Iriarte y el cultivo español del
melólogo, Barcelona, CSIC, 1949, 2 vols

LA MÚSICA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XIX

 LA FUNDACIÓN
 ARTE
 MÚSICA
 CONFERENCIAS
 BIBLIOTECA
 CALENDARIO
 CANAL MARCH
 TIENDA
 INICIAR SESIÓN
 search
INICIO > PUBLICACIONES > ENSAYOS DE TEATRO MUSICAL ESPAÑOL > 

La edad de oro del género chico


Ensayos de teatro musical español
Fernando Doménech Rico
Un estreno memorable
El 25 de noviembre de 1897, todo Madrid estaba pendiente del nuevo estreno
del Teatro Apolo. Se estrenaba La Revoltosa, sainete lírico de José López
Silva y Carlos Fernández Shaw con música de Ruperto Chapí. Los ensayos se
habían hecho a puerta cerrada, pero se sabía que los papeles principales
estaban a cargo de Isabel Bru y Emilio Mesejo, que ya se había distinguido
dos años antes en el papel de Julián, de La verbena de la Paloma. Los
decorados eran obra de Giorgio Busato y Amalio Fernández, los grandes
escenógrafos del momento, que trabajaban usualmente para el Teatro Real.
Cuando por fin se abrió el telón, la obra no defraudó las expectativas del
público que abarrotaba el elegante teatro de la calle de Alcalá. Al acabar el
preludio los aplausos fueron atronadores. Camille Saint Saëns, que asistía a la
función en compañía del director del Teatro Real, preguntó: ¿A esto le llaman
ustedes género chico?. El entusiasmo fue subiendo a lo largo de toda la
representación y llegó a su momento cumbre con el dúo entre Mari Pepa y
Felipe, que hubo que repetir tres veces ante las peticiones del público.

La Revoltosa fue un éxito memorable, pero no sin precedentes. En los diez


años anteriores se habían sucedido los éxitos de La verbena de la Paloma, La
Gran Vía, Agua, azucarillos y aguardiente y tantas otras que habían asentado
el prestigio de un género que nació como una forma de superar el mal
momento que atravesaba el teatro español.

El teatro por horas


En 1868, en vísperas de la Gloriosa, el teatro, como toda la sociedad española
estaba en crisis: los locales cerraban o no cubrían gastos por el elevado precio
de las entradas. En medio de esta crisis generalizada, tres actores, José Vallés,
Antonio Riquelme y Juan José Luján, decidieron ofrecer funciones "por
horas" a precio reducido para atraer a mayor cantidad de público. Se
establecieron en el café-teatro El Recreo de la calle de la Flor Baja de Madrid,
pero el éxito fue grande y en la temporada 1868-1869 se trasladaron con esta
fórmula de funciones por horas al Teatro Variedades, en la calle de la
Magdalena.
Portada de una reducción para piano
de La Gran Vía, estrenada en 1886.
El inesperado éxito del teatro por horas produjo que en los años siguientes se
sumaran a este sistema un gran número de locales de la capital (Alhambra,
Lara, Eslava, Comedia...), así como varios teatros de verano.

Sin embargo, el que se alzó con el primer lugar, hasta el punto de que se le
conoció como "la catedral del género chico", fue el Teatro Apolo. Inaugurado
en 1873 en la calle de Alcalá, estaba destinado a ser un teatro "de verso", de
sesión única en donde se estrenasen las obras de los escritores de prestigio y
donde actuasen las mejores compañías del momento. Era un teatro lujoso, de
gran capacidad (solo superado por el Teatro Real) y contaba con los mayores
adelantos técnicos para una puesta en escena de gran espectáculo al estilo de
los grandes teatros europeos. Sin embargo, después de unos comienzos
prometedores, el teatro no logró los resultados esperados y en la temporada
1879-1880 se decantó por el género chico. A partir de ese momento, y hasta
su cierre en 1929, el Apolo fue el centro de los grandes éxitos del género. A
sus sesiones acudía lo más granado de la sociedad madrileña, especialmente a
la famosa "cuarta de Apolo", que acababa siempre de madrugada, hora muy
adecuada a la vida noctámbula madrileña.

La proliferación de los teatros por horas produjo una inmediata demanda de


obras nuevas que se pudieran ajustar a este modelo de representación. Las
obras breves disponibles hasta el momento no eran suficientes y se hacía
necesario renovar el repertorio para atraer nuevo público. Así, frente a las
obras "grandes", de larga duración, se creó un nuevo tipo de obras, al que se
denominó, sin matiz peyorativo, género chico.
La demanda del público era constante y los estrenos se sucedían
continuamente, lo que obligaba a los escritores a surtir a los teatros de nuevas
obras. Esta producción casi industrial produjo uno de los fenómenos
característicos del género: la escritura en colaboración. Carlos Arniches
escribió numerosas obras con Enrique García Álvarez, Carlos Fernández
Shaw con José López Silva, Antonio Paso colaboraba con Joaquín Abati... En
fin, sin duda la pareja más estable de colaboradores la formaron los hermanos
Álvarez Quintero, tan compenetrados que a la muerte de Serafín en 1938
Joaquín siguió firmando sus nuevas obras por los dos.

Los subgéneros del género chico


Como todas las obras destinadas a un consumo rápido y masivo, el género
chico es fundamentalmente cómico. Ahora bien, la abundantísima riqueza de
la producción de obras del género permite que se toquen todos los aspectos de
lo cómico, haciendo que se junten en esta denominación obras de muy diverso
tipo que solamente en los últimos años se han clasificado dentro de los
distintos subgéneros que engloba.

Hoy día, a partir de los estudios de la profesora Pilar Espín, se acepta que los
subgéneros del género chico se reducen a seis: sainete, pasillo, revista, juguete
cómico, zarzuela y parodia. En gran parte son géneros musicales, aunque
alguno de ellos se resiste más a la introducción de la música, como es el
juguete cómico, mientras que otros son casi obligatoriamente líricos, como la
revista y la zarzuela. Cada uno de estos subgéneros tiene características
propias que lo distinguen de los otros. El costumbrismo que es casi
inexcusable en el sainete tiene un papel mínimo en la revista, que tiende en
cambio a la utilización de figuras fantásticas o alegóricas, que serían a su vez
impensables en el juguete cómico.

El sainete lírico. La verbena de la Paloma


El sainete tenía una larga tradición que se remonta al siglo XVII, aunque su
momento de auge corresponde a la segunda mitad del siglo XVIII, cuando
Ramón de la Cruz, junto a otros cultivadores del género menos conocidos, le
dio su carácter defintivo, que permanecía sin grandes variaciones en la época
del género chico: una obrita breve, de estilo costumbrista y ambientación
popular en donde la pequeña anécdota pesaba menos que el retrato de tipos y
costumbres. El sainete, lejos de la comicidad grotesca del entremés, no cae
nunca en la degradación burlesca, sino que se mantiene en un tono medio de
benevolente observación de las flaquezas humanas.

La verbena de la Paloma o El boticario y las chulapas y celos mal


reprimidos, es, junto con La Revoltosa, la obra más representativa del sainete
lírico y probablemente la más conocida del género chico. Antes del estreno
había los peores augurios acerca de la obra. El libretista era el respetado
Ricardo de la Vega, pero la música, después de la negativa de Chapí, se le
había encargado a Tomás Bretón, músico de gran prestigio en el campo
sinfónico, pero de muy escasa experiencia en el género chico. A pesar de ello
el estreno, que tuvo lugar en el Teatro Apolo el 17 de febrero de 1894, fue
apoteósico. En los días siguientes la crítica corroboró el suceso con elogios
unánimes.
La obra es un perfecto retrato del ambiente de un barrio popular en Madrid en
el caluroso agosto en que se celebra la verbena que da título al sainete. La
anécdota de los celos del cajista Julián y los desdenes de la chulapa Susana,
aunque desarrollada con habilidad, es el pretexto para mostrar una galería de
personajes bien caracterizados con muy pocos trazos: el boticario don
Hilarión, las chulapas Casta y Susana, la tía Antonia, la señá Rita... Y junto a
ellos taberneros, cantaoras, serenos, chulos y chulas, todo un mundo
abigarrado y alegre por la cercanía de la verbena. La música de Bretón, alguno
de cuyos números han quedado en la memoria colectiva (la habanera "¿Dónde
vas con mantón de Manila?", el coro de chulas y chulos), es un componente
esencial de este animado cuadro madrileño que no ha dejado de representarse
ni editarse desde 1894 hasta nuestros días.

La revista. La Gran Vía


No puede extrañar que una parte importante de las primeras obras del género
chico fuese de matiz político, en una España tan ideologizada como la del
sexenio revolucionario. Surgió entonces, como uno de los gérmenes del
género, la revista política, cuya función era hacer un repaso de la actualidad,
tomando a menudo partido por uno u otro bando.

Con la Restauración fue templándose la pasión política, que nunca dejó de


estar presente en el género chico, para dar paso a nuevas fórmulas. El paso
definitivo corresponde a una de las grandes obras del género chico, La Gran
Vía: revista madrileña cómico-lírica, fantástico-callejera escrita por Felipe
Pérez y González con música de Federico Chueca y Joaquín Valverde,
estrenada en Madrid el 2 de julio de 1886 en un teatro provisional de verano:
el Teatro Felipe. Destinada a ser una efímera diversión veraniega, su éxito se
prolongó durante el otoño, cuando pasó al Apolo, en donde se mantuvo cuatro
temporadas seguidas. El suceso editorial no fue menor: se pueden documentar
hasta 26 ediciones en menos de seis años.
La mordaz ironía del libreto, en donde se hace el retrato de un Madrid
descuidado por unos poderes públicos más atentos a las corruptelas de la
política, pero lleno de vitalidad en las clases populares, se une a la
brillantísima música compuesta por Chueca y Valverde, algunos de cuyos
números, como el tango de la Menegilda, "Pobre chica / la que tiene que
servir", han traspasado la barrera del tiempo y siguen siendo conocidas por
muchos madrileños que a menudo desconocen su origen. La estructura de La
Gran Vía es un perfecto ejemplo de la forma libre y desenvuelta de la revista,
que, en esencia, consiste en "pasar revista" a sucesos ocurridos en la capital o
en toda España sin ningún orden preestablecido. Así, los distintos cuadros de
la obra de Felipe Pérez nos llevan, de la mano del Paseante en Corte y el
Caballero de Gracia, a los arrabales de la ciudad, a la Puerta del Sol, al baile
del Eliseo, a presenciar una regata en el estanque del Retiro... Esta libertad
permitió que libretista y músicos fueran suprimiendo algunos números e
introduciendo otros al hilo de la actualidad.

El juguete cómico. Chateau Margaux


Chateau Margaux, de José Jackson Veyan, es un perfecto ejemplo de juguete
cómico. Presenta una acción mínima encuadrada en un ambiente de clase
media-alta en donde son moneda corriente los viajes a París y el degustar
vinos franceses, como el que da título a la obra. La anécdota gira alrededor de
los efectos del Chateau Margaux en la joven Angelita, recién casada con
Manuel y supuestamente tímida, que saca a la luz su carácter atrevido al beber
por indicación del marido, y dice todo tipo de inconveniencias a los tíos de
Manuel. Cuando se aclara que la situación se debe a los vapores etílicos, todos
beben y acaban entre risas. Chateau Margaux se estrenó con extraordinario
éxito en el Teatro Variedades el 5 de octubre de 1887 y se repuso
innumerables veces. En 1893 llevaba ya seis ediciones.
Las características del juguete cómico responden a este esquema: anécdota
mínima, presentación de situaciones poco conflictivas, ambientación
contemporánea y personajes de clase media o alta, con preferencia por la
pequeña y mediana burguesía. No es imprescindible que incluya música,
aunque Chateau Margaux llevaba varios cantables del maestro Fernández
Caballero, si bien se trata de interludios musicales sin demasiada importancia
en la acción.
La parodia. La golfemia
Un género que exploró todos los matices de la comicidad no podía dejar de
lado las inmensas posibilidades de la parodia, que contaba, además, con
ilustres antecedentes en el teatro español: las comedias burlescas del Siglo de
Oro y los sainetes paródicos de Ramón de la Cruz, de los que Manolo es el
mejor ejemplo. A pesar de estos ilustres precedentes, la época del género
chico se puede considerar el momento estelar de la parodia teatral española.
Se hicieron parodias de todo tipo y de todos los géneros, pero por su propia
naturaleza se dirigió hacia las obras más populares del momento. Por ello,
hubo innumerables parodias del Tenorio, desde parodias políticas (Sagasta
Tenorio), pasando por las literarias (Tenorio modernista) hasta las versiones
pornográficas (Don Juan Notorio). Y del mismo modo, en una época tan
filarmónica, la ópera seria fue blanco de la acerada pluma de los autores del
género chico.
La golfemia, estrenada en el Teatro de la Zarzuela el 12 de mayo de 1900, es
una de las más felices parodias de su tiempo. Obra del especialista en el
subgénero paródico, Salvador María Granés, con música del maestro Luis
Arnedo, es parodia de La bohème, la famosa ópera de Puccini que se había
estrenado el 1 de febrero de 1896 en Turín. La deformación paródica
convierte a los protagonistas Rodolfo y Miní en Sogolfo y Gilí, y las tristes
desventuras de los artistas bohemios en degradadas experiencias de
borrachera, miseria y malos versos. Niceta, Malpelo, Colilla y Sonoro
completan la nómina de desdichados artistas en este disparate que, como es
lógico, utiliza constantes referencias a la música de Puccini y a frases del
libreto original que aseguran la diversión del público.

La herencia del género chico


Tras la década de 1890, el género chico inició una lenta decadencia que llevó
primero a la aparición del género ínfimo y poco a poco a su desaparición en la
década de 1920. El cierre del Teatro Apolo en 1929 supuso el certificado de
defunción del género. Su influencia, sin embargo, va mucho más allá de esos
años. Hace tiempo Zamora Vicente destacó la influencia de la parodia teatral,
y muy especialmente la de La golfemia, en la creación del esperpento
valleinclaniano. Y hay un evidente regusto del género chico en la obra de
autores como Lauro Olmo o José María Rodríguez Méndez.
La música, por otra parte, se cuenta entre lo mejor que se escribió en España
en aquellos años. Y no es una música casticista: junto a las jotas y los tangos
existe todo un repertorio formado por valses, mazurcas y polkas que nos
hablan del ambiente de los bailes de salón y las verbenas populares. Quizás el
caso más significativo sea el del chotis, convertido hoy en el baile castizo
madrileño por excelencia, y que en la época aún se escribía "schottis",
revelando su origen en el "scottish", danza escocesa que llegó a España a
través de Viena. Un recorrido que es toda una muestra de la relación de
nuestra música con el entorno europeo.

Bibliografía
 DOMENECH RICO, Fernando (ed.): La zarzuela chica
madrileña, Madrid, Castalia, 1998.
 ESPÍN TEMPLADO, María Pilar: El teatro por horas en
Madrid (1870-1910)), Madrid, Instituto de Estudios Madrileños /
Fundación Jacinto e Inocencio Guerrero, 1995.
 HUERTA CALVO, Javier (dir.): Historia del teatro breve en
España, Madrid / Fráncfort, Iberoamericana / Vervuert, 2008.
Fernando Doménech RicoReal Escuela Superior de Arte Dramático

S-ar putea să vă placă și