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EDITORIAL 3
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EDITORIAL
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2. Conmemoración de la consa-
gración del Ecuador al Sagra-
do Corazón. Día de la oración
por la Patria Ecuatoriana: El 18
de octubre de 1873, el gobernante cató-
lico Gabriel García Moreno, con Decreto
presidencial, consagró el Ecuador, al Sa-
grado Corazón de Jesús, como deseo y
promesa de un pueblo que levantó su voz
al Creador. El ejemplo dado por el Ecuador
al consagrarse al Sagrado Corazón (gesto
jamás antes visto en la historia, pero pos-
teriormente reproducido por otras nacio-
nes) representó no sólo un acto espiritual
sino también un llamado a la conciencia común contra los enemigos de la Fe, la
Familia, la vida y la sociedad, avivando por ello la eficacia de la unión entre Estado
e Iglesia, y remarcando a esta como la propulsora de una vida terrenal virtuosa
que acerque al pueblo al Reino de los cielos. En esta fiesta especial para nuestro
país, es una valiosa oportunidad para intensificar el culto al Sagrado Corazón de
Jesús a fin de que, regenerado el hombre por la gracia de Dios y comprendiendo
que debe ser el centro de sus afectos, pueda reinar en el mundo aquella paz que
produce el orden del cual tan distantes estamos.
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Pedro será bien consciente de que esa oración le ha “liberado de las manos de
Herodes y de la expectación de los judíos”. También Pablo es consciente de que
el Señor lo ha liberado de la boca del león y lo seguirá librando de todo mal, sal-
vándolo para su Reino. (2 Tim 4,17–18). A estos pilares de la fe de la Iglesia cele-
bramos hoy en una misma fiesta. Su diferencia de talente y de opiniones no los
separó en vida de la gran misión que les fue confiada por su Señor ni los aleja,
ahora en nuestra veneración. Así, pues, los dos Apóstoles y pilares de nuestra fe
han sido liberados por Dios para convertirse en agentes de la liberación que nos
proporciona el Evangelio de Jesucristo.
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X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020
SOLEMNIDAD DE LA
SANTISIMA TRINIDAD
C
onocemos a Dios a través de Jesús. Algunos de los versículos finales
de este pasaje se leen en la fiesta de la Santísima Trinidad, del ciclo A.
Por eso trataré de ahondar en esta verdad fundamental de nuestra fe.
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Dios es posible en nosotros, es una realidad en nosotros
gracias al Espíritu. La Trinidad tiene que estar presente
en cada momento de nuestra vida, porque es la vida del
hombre. Sólo desde la Trinidad se nos aclaran todos los
interrogantes que nos van surgiendo a través de nuestra
vida: qué es vivir, por qué no podemos ser felices solos,
por qué nos gustan muchas cosas, pero ninguna nos llena,
la sed de infinito y plenitud...
¿Quién de nosotros puede afirmar de verdad que ama? ¿No somos egoístas incluso
cuando amamos? ¿Quién puede decir que ha puesto en común todo lo que es y todo lo
que tiene? Entonces, ¿cómo «ver» a Dios? (Mt 5,8).
Vivimos apoyados en la miseria de los pobres, edificamos sobre los que pasan hambre,
nuestra comodidad es fruto de los que trabajan como esclavos, perdemos el tiempo de
un modo lamentable, mientras tantos de nuestros hermanos necesitarían que les dedi-
cáramos ese tiempo nuestro desperdiciado...
¿No estamos sordos ante el gemido de los que sufren, impasibles ante el silencio de los
que se tienen que callar a la fuerza, insensibles ante los encarcelamientos por causa de
la insoportable corrupción de nuestra sociedad, indiferentes ante los que nos niegan
los derechos humanos más elementales?
Jesús nos trajo la vida eterna. ¿Cómo pretendemos poseer la vida, si la hemos matado?
Llegamos a llamar a la tiniebla luz y luz a la tiniebla. Escribimos un evangelio de
burgueses satisfechos y nos creamos nuestro Dios, que es una
grotesca caricatura del verdadero. Vivimos solos, desterra-
dos, incapaces de aceptar a los otros, incapaces de hacer
la igualdad, incapaces de crear un ámbito de libertad
y de justicia. Los cristianos hemos arrasado dema-
siados valores para que podamos ver el futuro con
optimismo. Me parece que se está generalizando el
concepto, al decir que “el mundo llamado cristiano”,
es el culpable de las injusticias en el mundo. Y del
hambre. El mensaje cristiano que nos hemos fabrica-
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do está al margen del mundo; tenemos miedo al mundo de hoy y al futuro, a la novedad
y al riesgo; dudamos de la fuerza transformadora del evangelio. Tenemos miedo por-
que carecemos de la fe en el Dios de Jesús. Nos dedicamos a transmitir normas y ritos
en lugar de ser transmisores del amor universal. Buscamos en ideologías o políticas
-»cisternas rotas»- lo que hemos sido incapaces de encontrar en el evangelio.
A pesar de todo, el amor de Dios está en el mundo, ofrecido. Dios sigue empeñado en
salvarnos. Podemos volver del aislamiento y del destierro. ¿Seremos capaces de acep-
tar que el amor salve nuestras vidas?
E
scogidos y enviados a las ovejas perdidas. Este pasaje del evangelio de hoy
es fundamental para determinar la fisonomía que la Iglesia deberá tener
en los siglos que restan hasta la segunda venida de Cristo. Esboza las gran-
des líneas de la misión de los Apóstoles y de la Iglesia.
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conmueve y anhela el envío de guías y obreros a la mies. Hay
pocos obreros, lo cual debe animar la oración de los após-
toles, a fin de que acudan obreros a ofrecer sus servicios.
Sabemos que la imagen de la siega no es infrecuente ni
en el Antiguo Testamento, donde sirve más bien para re-
ferirse al último día (Jer 51, 33; Joel 4, 13), ni en el Nuevo,
donde dicha imagen sirve para designar el trabajo que
hace germinar y la discriminación entre el grano bueno y el
malo, al Señor que siembra personalmente la buena semilla
y, por último, los últimos tiempos y el juicio final (Mt 13, 30: 13,
39). Pero es preciso orar para que se realice la siega. Orar, porque
es el Señor quien, en definitiva, es el dueño de la mies. Cristo escoge en-
tonces a los primeros segadores. Llama a los Doce y les inviste de poderes, poderes
que se determinan con toda precisión en el texto. Poderes, por otra parte, que pueden
extrañarnos: expulsar los malos espíritus, curar todo tipo de enfermedad y de dolen-
cia. Atribuciones extrañas a primera vista. Y sin embargo, cuando leemos a san Ma-
teo, vemos que esta actividad misionera fue en primera instancia la actividad de Cristo.
«Recorría Jesús toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena
Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4,
23); «Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en sus sinagogas,
proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolen-
cia» (Mt 9, 35). Por eso, los Doce son enviados con el poder de curar toda enfermedad
y toda dolencia y expulsar demonios. Cumplen la misma función que Cristo. A nosotros,
sin embargo, se nos invita a trascender el nivel de las enfermedades físicas. Según san
Mateo, los discípulos son llamados para hacer lo que ha hecho Cristo. Ahora bien, Cris-
to, en cumplimiento de la profecía de Isaías que recoge Mateo (8, 17), «tomó nuestras
flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Is 53, 4). El misionero es el servidor
de Dios; por consiguiente, debe llevar la carga de los otros. Tiene el papel de anunciador
del reino: por eso expulsa a los demonios y cura las enfermedades. Inmediatamente
después, Mateo da la lista de los Apóstoles escogidos de ese modo por Jesús.
Por último, el Señor les da unas instrucciones bien concretas: No deben dirigirse a los
gentiles ni a los samaritanos; deben dirigirse más bien a las ovejas perdidas de la casa
de Israel. Nos hallamos en los primerísimos momentos de la misión de los Apóstoles,
antes incluso de que Jesús hubiera acabado de realizar la tarea que culminaría en el
misterio pascual. En consecuencia, limita el trabajo de los Apóstoles a Israel: después de
Pascua, los misioneros serán enviados a «instruir a todas las naciones» (Mt 28, 19).
Las actividades apostólicas consisten sobre todo en anunciar la presencia del reino. Por
eso, como hemos visto, curan las enfermedades, resucitan a los muertos, limpian a los
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leprosos, expulsan a los demonios, signos todos ellos de la presencia del reino. Han
sido llamados por concesión gratuita de Cristo, sin haber hecho el menor mérito y, por
consiguiente, deben dar de modo gratuito.
-Un reino de sacerdotes (Ex 19, 2-6): Lo que el Señor hace por sus apóstoles, el Dios de
Israel lo había hecho, en cierto modo, por todo su pueblo. Todo su pueblo debía ser mi-
sionero, anunciar a las naciones el carácter único de su Dios y su Alianza con él. El pueblo
de Israel no podía ser, pues, un pueblo cerrado en sí mismo. Si es un pueblo privilegiado,
debe demostrarlo: ha de hacer conocer a las naciones este testimonio de la Alianza.
Es en este sentido como hay que entender la expresión «un reino de sacerdotes». No
se trata ya de pensar que todo Israel pertenece a una clase sacerdotal. Hay que pensar
más bien, en el ministerio de todo el pueblo que, por una parte, participa de la realeza
de Dios y, por otra, debe comportarse de una manera sacerdotal porque ha sido segre-
gado y tiene que orar, interceder por las otras naciones, ofrecer
el sacrificio, hacer conocer al Señor. El pueblo es, consiguien-
temente, un pueblo santo, es decir, un pueblo que vive en
intimidad con el Señor; su misión consiste, sobre todo,
en anunciar esta intimidad a las naciones. Así, del mis-
mo modo que Moisés fue enviado para decir al pue-
blo abatido que era un pueblo, un reino de sacerdo-
tes, una nación santa cuya misión particular consiste
en anunciar su intimidad con Dios, del mismo modo
escoge Cristo a sus apóstoles y los envía a las ovejas
perdidas de la casa de Israel.
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matizar esta afirmación. No es que el sacerdocio de los fieles sea únicamente analógico:
es un verdadero sacerdocio. Pero es esencialmente diferente del sacerdocio ministerial
conferido por la ordenación. Todo el pueblo de Dios está llamado a ser misionero, a
interceder, a ofrecer el sacrificio. Pero su actividad no es la del sacerdocio ministerial,
que significa una participación particular en el sacerdocio de Cristo, en un grado más
elevado y con un poder esencialmente diferente: el sacerdocio ministerial está encarga-
do de actualizar en el presente los misterios de la salvación; el sacerdocio de los fieles
puede participar íntimamente en estos misterios actualizados por el sacerdocio minis-
terial. Esta precisión del Concilio y esta vuelta al sentido sacerdotal de todo el pueblo de
Dios es importante. Porque la Iglesia no es sólo una institución, un cuerpo jerárquico,
sino que es «una sola cosa», lo cual no suprime las distinciones y la organización. Cada
miembro tiene su lugar y su función misionera, orando, enseñando y ofreciendo el sa-
crificio según el rango que le haya sido otorgado.
Cada fiel es invitado, de este modo, a controlar su propia manera de concebir la Iglesia
y su propio papel dentro de la misma, debiendo aceptar el hecho de que no puede ser
verdaderamente cristiano si no cumple su misión de enviado y de «escogido» según el
designio de Dios.
El salmo 99, que se utiliza como responso de la primera lectura, canta nuestro reconoci-
miento al Señor por lo que ha hecho con nosotros: “Sabed que el Señor es Dios; que él
nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”.
E
n el texto que acabamos de leer, Jesús invita por tres veces, a los suyos, a
no tener miedo. Esas palabras suyas, esa insistencia en que perdamos el
miedo, no han perdido, en absoluto, vigencia; antes, al contrario, son mu-
chos los que, hoy en día, viven sumidos en el miedo o, en el mejor de los
casos, lo camuflan de mil formas para no hacer frente a esa realidad que,
a pesar de todo, sigue estando ahí, minando nuestras alegrías, nuestras
seguridades, nuestras confianzas.
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A estos hombres concretos de nuestro tiempo, con sus nombres y apellidos, con sus
problemas y miedos personales, Jesús les dirige esa invitación por tres veces repetidas.
No se trata de una afirmación abstracta y general. Va dirigida a todos y cada uno de no-
sotros. Pero, ¿por qué no hemos de tener miedo? Las cosas no están para bromas y la
verdad es que el miedo, además de estar frecuentemente justificado por la dura y triste
realidad, puede incluso ser un buen mecanismo de precaución y defensa.
Pues bien, a pesar de todas nuestras consideraciones, a pesar de toda la parte de razón
que tenemos -o parecemos tener- en nuestra justificación de nuestros miedos, Jesús insis-
te: «No tengáis miedo». Y nuestra pregunta sigue sin respuesta: ¿Por qué no hemos de
tener miedo? Tres razones básicas aparecen en el texto para justificar nuestra confianza:
Por muy solos que nos parezca estar, no lo estamos; él nos acompaña, él sigue siendo
solidario con nosotros; nada de lo que nos suceda le es ajeno; a veces no compren-
demos el porqué de muchas situaciones, de muchos acontecimientos; pero él sigue
a nuestro lado, dándonos la fuerza necesaria y suficiente para seguir confiando en él,
incluso cuando más difícil nos puede resultar.
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El miedo. Y hay una tercera razón. Más arriba decíamos
que en ocasiones la verdad es que el miedo está perfec-
tamente justificado. Si ese miedo es a la muerte, que es
el fin de todo lo que tenemos y somos, que es el fracaso
culmen de todos los fracasos que en la vida podamos ex-
perimentar, entonces sí que parece que no hay ninguna
duda: lo más normal, lo más lógico, es tener miedo.
Es verdad que en estas palabras muchas cosas nos pueden sonar a misteriosas; es ver-
dad que a veces nos es difícil o imposible comprender todo esto. Pero no podemos olvi-
dar que lo que se nos pide es trabajar y confiar. Jesús no nos invita a comprender, sino a
perder el miedo. Y para ello nos da una razón, no oscura, sino tan lu-
minosa que nos desborda: ¡Dios es nuestro Padre, Dios está de
nuestra parte; no temamos! Si hacemos el esfuerzo de leer el
Evangelio no como un manual de ascética, de moral o de
disciplina eclesial, sino como el lugar donde se nos revela
el rostro de Dios, encontraremos insistentemente esta
invitación; no ya sólo en el pasaje que hoy hemos leído,
sino a lo largo de todo el Nuevo Testamento: «no te-
máis; paz a vosotros; vuestra alegría no os la quitará
nadie; tened confianza; el que teme no es perfecto en
el amor; soy yo, no tengáis miedo; no tengáis miedo,
os traigo una buena noticia; no tengáis miedo, os haré
pescadores de hombres»; etc.
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Es una constante: Dios es vuestro Padre; por tanto, no tengáis miedo. Nuestro mundo
tiene muchos problemas; el mucho miedo que ha acumulado no es el menor de ellos. Es
cierto que hay muchos motivos para tener miedo; pero no es menos cierto, ni menos real,
el aprender a confiar; es, justamente, lo que nos propone Jesús: ser realistas, conocer la
verdad de nuestra situación; y la verdad de nuestra situación no se queda en los proble-
mas y dificultades; nuestra verdad va mucho más allá; la verdad de nuestra situación es
que somos hijos de Dios. Y esa verdad nos debe llevar a confiar. Ahora sólo falta una cosa:
que seamos capaces de creernos, de verdad, lo que Jesús nos dice. Y la paz, esa paz que
él se empeña en ofrecernos, nacerá y crecerá en nuestro corazón. Incluso aunque sean
muchos y muy serios los motivos que pudiéramos tener para sentir temor. Siempre será
más fuerte el motivo que tenemos para confiar: Dios está de nuestra parte.
A
l final, Mateo habla de acogida. En dos planos: el de escuchar (acoger la
palabra proclamada por los mensajeros) y el de la hospitalidad (ayudar,
proteger, servir a los misioneros del evangelio).
Sin duda alguna debemos admitir que la categoría más difícil de acoger
es la de los profetas. El hecho es que no es cómodo «reconocer» a los
profetas. Al menos mientras viven y caminan por nuestras carreteras.
Los profetas vivos normalmente gozan de mala fama. Son tenidos por «cabezas calien-
tes», exagerados, capaces solamente de una crítica demoledora, subversivos, rebeldes.
Cuando mueren, sin embargo, se da rienda suelta a los pesares, a las conmemoraciones
y a las celebraciones más encomiastas.
No es alguien que camina por una carretera ya bien trazada, declarada apta para el tráfico,
señalizada, y que se convenza de que aquella carretera es la buena porque las personas ali-
neadas en sus márgenes aplauden a su paso. No. El profeta es alguien que marca la carre-
tera. Sin preocuparse si los otros le siguen detrás. Y sin mendigar aprobaciones previas. (...).
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Aquí está precisamente la diferencia entre el verdadero y el falso profeta. El profeta fal-
so busca las carreteras «trilladas» por el éxito, por la popularidad, por la facilidad, por
la publicidad. El profeta, por el contrario, inventa el camino, lo traza fatigosamente con
el instrumento de la incomodidad. El profeta falso no puede estar solo: tiene necesidad
del número, de la cantidad, de los aplausos, de las inclinaciones, de la fotografía para los
periódicos. El profeta auténtico, sin embargo, consigue vivir, dolorosamente, en compa-
ñía de aquellos que... vendrán después.
Sobre todo, el profeta es culpable de proclamar una verdad crucificada, pisoteada, es-
carnecida, solitaria. Mientras que nosotros sólo nos fiamos de una verdad aplaudida,
triunfante. Estamos dispuestos a abrazar una verdad tranquila, confortable, que haya
recibido una consagración oficial, que esté garantizada por el éxito. Para nosotros está
bien no una verdad escandalosa y arriesgada, sino una verdad que posea las creden-
ciales del número y del poder. Entonces, ¿estamos todavía dispuestos a acoger, a hos-
pedar al profeta conociendo sus «pésimas» costumbres? ¿Caemos en la cuenta de que
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abrirle las puertas de nuestra casa quiere decir perder la paz, porque él tendrá algo que
decir en contra nuestra, y no dudará en criticarnos? Estará bien barrer todas las ilusio-
nes. Acoger a un profeta significa, en el fondo, acoger a un Dios que, casi nunca, está de
acuerdo con nosotros...
E
n este pasaje que debe ser de los más hermosos del Evangelio contempla-
mos al Señor regocijarse con Dios Padre, porque siendo el Señor del cielo
y de la tierra, es decir, siendo todopoderoso, ha querido, sin embargo, re-
velarse a los más pequeños y sencillos, Jesús desnuda su alma: habla de su
especial relación con el Padre y de su profundo deseo de abrazarnos con
nuestras debilidades y flaquezas.
Seguramente el Señor daba continuamente gracias a Dios por muchos motivos distin-
tos, pero en los evangelios solo he encontrado cuatro ocasiones: antes de la multiplica-
ción de los panes y de los peces; antes de la resurrección de Lázaro; durante la acción
de gracias en la última cena; y en este pasaje que contemplamos ahora: Te doy gracias,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos, y se las has revelado a los pequeños”.
Vemos al Señor llenarse de gozo por querer estar al alcance de quienes tienen un cora-
zón humilde, y no ser alguien incomprensible que solo alcanza a entender a los sabios
y entendidos, Dios no quiere ser encerrado en los conceptos teóricos de una élite de la
sociedad que creen saberlo todo, Dios prefiere ser sentido por todo aquel que ponga su
confianza en Él, y le acepte sin más.
El problema de los sabios y entendidos, es que tratan de buscarle una lógica a todo;
una respuesta a cada pregunta; una explicación a cada misterio, y Dios es demasiado
grande para poder encerrarle en nuestros conceptos, el problema de los sabios es que
están tan seguros de sí mismos y de su inteligencia, que no creen en la posibilidad de
que alguien pueda enseñarles algo a ellos, no es que Dios se niegue a mostrarle su ros-
tro, es que ellos se cierran a la posibilidad de abrirse a un conocimiento que no puedan
explicar con su lógica, definir en sus teorías, o poner a prueba en sus experimentos.
Jesús, el trabajador milagroso, el enemigo de los demonios, nos viene a hablar hoy de
humildad, de mansedumbre y de servicio: «Tomen sobre ustedes mi yugo y apren-
dan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus
almas»... ¿No es un mensaje ya trasnochado y pasado de moda? ¿Acaso el que triunfa,
hoy en día, no es el hombre «fuerte», el «grande», el “poderoso”?
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El pequeño, el débil y el humilde ni siquiera es tomado en cuenta; más aún, muchas ve-
ces es ridiculizado y marginado. El mismo Nietzsche se mofaba de la humildad, diciendo
que era «un vicio servil y un comportamiento de esclavos».
¡Jesús no hacía milagros para «ganar votos» para las elecciones, ni se aprovechó de
su popularidad entre la gente para hacerse propaganda política y ocupar los mejores
puestos, como muchos de nuestros gobernantes! Él no era un populista o un demagogo
como los que abundan hoy en nuestras plazas y manifestaciones públicas.
«Aprendan de mí. Nos dice…que soy manso y humilde de corazón», sí Él había dicho
durante su vida pública que «no había venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida en rescate por muchos» (Mc 10,45) y lo cumple al pie de la letra. ¡Aquí está la ver-
dadera grandeza: no la del poder, sino la grandeza de la humildad!, ¡de la
mansedumbre y del servicio!
Para un cristiano vivir descansado y sin agobios es vivir de acuerdo con la palabra de
Cristo, vivir clara y llanamente, siendo transparentes y coherentes con nuestra forma de
pensar y sentir, no criticando, ni imponiendo ideas a los demás.
A lo largo de toda su vida pública, el Señor comprueba cómo sus palabras calan en el
corazón de la gente sencilla, que las entiende perfectamente sin necesidad de hacerle
ninguna pregunta, y las acepta sin reparos; sin embargo, también se da cuenta de que,
quienes más capacidad tendrían que tener para entenderle, por ser expertos en las
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sagradas escrituras o personas muy piadosas y cumplidoras, son los más incrédulos e
ignorantes, los que más preguntas le formulan y más problemas ponen para aceptar
sus enseñanzas.
Mucho cuidado, por tanto, quienes meditamos a diario la Palabra de Dios, frecuenta-
mos los sacramentos, o incluso tienen títulos de teología, porque no somos nosotros
quienes conseguimos, con nuestras fuerzas e inteligencia, revelar a Dios, sino que es Él
quien se revela amorosa y gratuitamente a quien tenga la suficiente humildad de reco-
nocer que nos supera, y está más allá de nuestra capacidad de entendimiento.
Hay cansancios que no se quitan durmiendo un poco más, desconectándonos del tra-
bajo, o marchándote lejos de vacaciones, hay agobios que nos ahogan por dentro y
nadie puede quitarnos, en ocasiones nos quedamos sin fuerzas y sin ganas de nada, ni
siquiera de orar, pues bien, en esos momentos precisamente, es en lo que más necesi-
dad tenemos de Él.
El Señor nos invita a acudir a Él cuando nos encontremos así, porque solo Él puede sos-
tenernos en esos momentos; solo Él puede devolvernos la paz, cuando la perdemos por
dentro, es una gran suerte, para quienes seguimos al Señor, contar con su ayuda para
hacer frente a las dificultades de la vida.
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XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020
E
n el Evangelio de esta semana, san Mateo nos narra la parábola del sem-
brador, como sabemos a Jesús le encantaba enseñar utilizando parábo-
las, ya que es una forma de enseñar muy inteligente y eficaz, porque no
transmiten directamente la enseñanza a un discípulo que se limita a escu-
char pasivamente, sino que obliga al discípulo a buscar y a descubrir por
sí mismo la sabiduría que se trata de transmitir; un discípulo puede estar
en desacuerdo con su maestro respecto a sus enseñanzas, pero no puede estar en
desacuerdo con lo que él mismo ha descubierto. ¿De quién nos habla en esta ocasión?,
pues de este hombre que salió a sembrar y parte de sus semillas cayeron ¿dónde? ;
Junto al camino y vinieron las aves y se las comieron; parte de las semillas cayeron en
un pedregal las cuales se dieron, pero se murieron al final; parte cayó entre espinos, las
cuales tampoco produjeron frutos, y parte cayó en tierra buena la cual dio buen fruto.
Así que si el autor se toma la molestia de distinguir entre el camino, el pedregal, los
espinos y tierra buena quiere decir que lo importante en la parábola tiene que ver con
el sembrador ya que Él es el protagonista de la escena, su palabra es la semilla; y no
nuestro pobre terreno, porque si miramos bien, no podemos trabajar la tierra sin la
ayuda de Dios, si nos creemos el centro de la escena, estaremos equivocados; pero si
entendemos nuestro papel de colaboración con la obra de Dios, entonces hemos atina-
do en nuestra relación con Él.
Jesús explica la parábola y hace una relación entre las condiciones del lugar donde
cayó la semilla y la palabra de Dios relacionada al Reino, nos dice que aquella que cae
en el camino es como aquella Palabra de Dios que es escuchada por la gente, no la en-
tienden, y por lo tanto se marcharán como han venido; también habla
de otros que, si entenderán sus enseñanzas, pero están demasia-
do ocupados con otras cosas e intereses, y no las vivirán en sus
vidas; hay otros que si las entenderán pero no las seguirán
durante mucho tiempo, porque son inconstantes y no se-
rán capaces de hacer frente a las dificultades; finalmente,
hace referencia a quienes entenderán sus enseñanzas,
serán constantes y las aplicarán a sus vidas, estos son los
que darán fruto; nosotros como agricultores del Reino de
Dios, tenemos que estar vigilantes, tenemos que cuidar,
tenemos que dar seguimiento a las nuevas vidas que es-
cuchan de Dios; a las nuevas vidas que escuchan las Buenas
Nuevas del Evangelio.
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Tenemos que ser consistentes en el mensaje de que Dios nos ama tal cual somos y vivir-
lo para que quienes nos vean aprendan por nuestros actos, por nuestras palabras, por
nuestras vidas y así habrá frutos.
Cristo se pone a la orilla del lago de nuestra vida y quiere entrar con su barca, no como
extraño, sino como amigo que trae la paz, Y ¿de qué forma? Él quiere que nos demos
cuenta de las dos únicas fuentes de vida: su Palabra en el Evangelio y su cuerpo en la
Eucaristía. Todo el evangelio se centra en nuestro primer alimento vital, que es esta se-
milla lanzada a tu alma en particular.
Ahora bien, es bonito percibir el amor de Dios que lanza con cariño las semillas, y sen-
timos vergüenza de la aspereza con que recibimos su Palabra en el Evangelio, sin mejo-
rar nuestra vida. Entonces ¿qué podemos hacer? Primero, analizar el grado de sintonía
entre lo que yo quiero y lo que Dios quiere, después, aceptar o no su voluntad, pero
nunca estar indecisos porque nos mueve a la desesperación y, por último, llevar a
cabo la Palabra de Dios en el día, esto es, vivir los dos mandamientos de
Dios: Amarlo a Él y al prójimo como a nosotros mismos. Vivir de cara
a Dios, hablándole en la oración como amigo, esposo y Señor,
respetando su cuerpo en la Eucaristía, y al prójimo, preocupán-
donos por todo el que está a nuestro lado, prestando atención
al que me habla, demostrando cariño a todos, así Dios podrá
producir el “ciento por uno” en nuestras almas.
Jesús habla también de los que escuchan la palabra, pero las preocupaciones o las cosas
de la cotidianidad tienen más peso y no hay fruto; debemos tener nuestras prioridades
claras; Cristo debe ser nuestra prioridad número uno, por encima del trabajo, por encima
de la pareja, por encima de la familia, por encima de los amigos, por encima del dinero.
La semilla es la misma para todos y se lanza por todos lados; El sembrador no va depo-
sitándola con cuidado solo en los sitios donde puede dar más frutos, el Reino de Dios se
anuncia a todos sin discriminación, todo el mundo está invitado a entrar a formar parte
de él. El Señor no excluye a nadie.
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tiempo de peros, no es tiempo de criticar, el tiempo de
sembrar no es tiempo de prisas, ni de desesperos e
impaciencias, el tiempo de sembrar es tener nuestras
metas claras, de establecer nuestra visión y propósi-
tos para llevarlos a cumplimiento con la inspiración
del Espíritu Santo.
De los frutos que dan las semillas se obtienen más semillas; estas semillas son para sem-
brarlas también; así que, además de tierra, somos también sembradores; nuestra tarea
es lanzar la semilla a nuestro alrededor: familiares, amigos, compañeros de trabajo y por
todos lados. Tampoco tenemos que desalentarnos si esas semillas no dan todo el fruto
que nos gustaría, porque eso no depende de nosotros sino de la tierra que la recibe.
Nuestra tarea es lanzar la semilla. Dejemos que la Providencia se encargue del resto.
E
l Señor, para describir el Reino de los cielos, recurre en muchas ocasiones
a las parábolas; en vez de soltar un discurso explicando qué es, cómo es, o
dónde está, toma ejemplos cercanos a la vida de quienes le escuchan, para
que después de reflexionarlo, meditarlo y orarlo detenidamente, puedan
descubrir y entender por sí mismos, la enseñanza que encierran.
En este pasaje tenemos tres parábolas sobre el Reino de los cielos: la pará-
bola del trigo y la cizaña, la parábola del grano de mostaza y la parábola de la levadura,
todas ellas empiezan diciendo: «el Reino de los cielos se parece…», por tanto, el Señor
no está haciendo una descripción exacta de lo que es el Reino de los cielos, sino ponien-
do comparaciones que nos sirvan para entenderlo.
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Nos empeñamos en hacer separaciones, buenos y malos, creyente e increyentes, sin
embargo, el evangelio lo deja bien claro, tenemos que vivir juntos, compartir, coexistir,
nos creemos mejores los que practicamos la fe cada domingo y, eso no es así; practi-
quemos o no, todos tenemos cada día el deber de ser mejores, hacernos la vida más
fácil y, eso repercutirá en bien de todos.
El practicar la fe en comunidad es el deseo de compartir con otras personas que quie-
ren vivir al estilo de Jesús, es llenarse de energía y alimento para el espíritu; pero tam-
bién debemos estar abiertos a contar y trabajar con los que piensan de forma distinta a
nosotros, porque esa es la mejor forma de amar a Dios.
Semilla y cizaña crecen y viven juntas, por ello nadie es mejor que los demás, sólo Dios
sabe quién es semilla y quien cizaña y, sólo Él como sembrador puede
separar y segar si lo cree necesario.
La levadura es aún más pequeña que el grano de mostaza, es una forma de vida micros-
cópica de la familia de los hongos, cuando se mezcla con harina desaparece en medio
de ella, pero al cabo de un tiempo de reposo, aun siendo algo tan insignificante, ha con-
seguido fermentar toda la masa; se ha multiplicado y ha llenado de vida toda la harina
con la que estaba mezclada, convirtiéndola en algo nuevo; del mismo modo nosotros,
mezclados con las personas con las que nos relacionamos, debemos propagar los va-
lores del Reino y convertir la realidad en la que vivimos en algo nuevo y lleno de vida.
Por desgracia el odio, los celos, la ambición, la mentira, el orgullo, la soberbia, el egoísmo,
etc., son también muy fáciles de transmitir, hay personas que totalmente entregadas a
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esas actitudes, impiden que el amor, el perdón, la solida-
ridad, la sinceridad, la humildad, la unidad, etc., sean
la realidad que impere en todos los rincones de
nuestro mundo.
El Señor podría acabar con el mal cuando quisiera, los ángeles están dispuestos a hacer-
lo en cuanto el Señor se lo ordene, el problema es que al arrancar la cizaña, se podría
arrancar accidentalmente el trigo, y el Señor prefiere esperar hasta el momento de la
siega, para no perder ni siquiera a uno solo de sus discípulos; al contrario de lo que
ocurre muchas veces entre nosotros, el Señor no va a permitir que paguen justos por
pecadores; otra cosa que se pone de manifiesto en esta parábola, es el deseo que tiene
el Señor de que todo el mundo se salve, espera hasta el momento de la siega para darle
a la cizaña la oportunidad de convertirse en trigo; para que todo el que quiera, pueda
optar por Él y entrar a formar parte de su Reino.
Una cosa se deja muy clara en esta parábola del trigo y la cizaña: al final el Señor vencerá,
la lucha entre los discípulos del Señor y los partidarios del maligno no es una lucha entre
iguales, en la que no sabemos quién ganará, el Señor es mucho más poderoso y su Reino
es el que terminará imponiéndose; el mal no tiene ningún poder sobre Él, y acabará sin
ninguna duda derrotado. Por eso, no podemos desalentarnos cuando a nuestro alrede-
dor parezca que el mal se impone y vence al bien, porque la victoria al final es del Señor.
Nuestra tarea, mientras tanto, es perseverar en nuestro seguimiento del Señor, siendo lo
más coherente que nos sea posible con los valores de su Reino, y tomando conciencia de
que, por muy pequeño que sea nuestro esfuerzo en favor del Reino de los cielos, tendrá
su efecto y producirá su fruto, como la levadura y el grano de mostaza.
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XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020
L
as dos primeras parábolas nos hablan de dos personas que encuentran un
tesoro y la reacción de ambos: una gran alegría; ¿Qué tesoro es tan valioso
para vender todo lo que se tiene? ¿Qué merece desprenderse de cuanto se
posee para conseguir otro bien? ¿Qué hallazgo puede producir inmensa ale-
gría?; no cabe la menor duda que lo que encontró el hombre tiene un valor
inestimable, inmedible, y lo más grande en valor, es el Reino de Dios, y por
él se puede renunciar a todo, y ésta sería la mejor decisión tomada.
Era muy común en ese tiempo que los habitantes acumulen riquezas y tesoros al no ha-
ber bancos u hombres de confianza con quién dejarlo a su cuidado, lo mejor era enterrar-
los, se iban y después regresaban, algunos no regresaban y era más fácil en este caso se
le vendiera el campo a quién ofreciera una cantidad determinada; muchos hombres se la
pasaban en busca de tesoros, lo que se conoce en la actualidad: buscadores de tesoros.
Es cierto que los bienes materiales dan seguridad, status, bienestar, te dan comodidad, feli-
cidad incluso, pero realmente es una buena sensación que es pasajera, es efímera, se pue-
de tener todo en la vida, riqueza, lujos, autos, viajes, buena universidad, buenos muebles,
buena tecnología, pero no significa que seas feliz, no significa que seas el hijo más cuidado,
amado, atendido, besado, no significa que por tener dinero tengas al mejor papa o mamá.
Quién se ha encontrado como tesoro el Reino de Dios, seguramente dará todo por él, la
alegría, la felicidad no tendrá valor calculado, por el tesoro como Reino se es capaz de
dejar una vida efímera, de tener el valor de iniciar una conversión personal y hasta de
dar la vida por el Reino de Dios. Quién se ha encontrado con Dios, no tiene comparación
alguna aún ante el lingote de oro más tentador, la esmeralda o el rubí.
El Reino de los Cielos, no es otro más que defender la verdad, trabajar por la justicia, sem-
brar el amor y compartir con los demás lo que tenemos y lo que somos; quien encuentra un
tesoro como éste, debe dejarlo todo por él, y renunciar con alegría a lo que tiene terrenal-
mente, pues es indudable que no podemos comparar los bienes terrestres con la posesión
de Dios, «Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero». (Mt 6-24).
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Jesús también nos agrega la parábola del comerciante de perlas. Ambas parábolas nos
muestran que vale la pena hacer una gran valoración de la posesión de Dios, que es el
tesoro del que nos habla Jesús, no puede tener ninguna comparación.
Pero para poseer a Dios debemos despojarnos de todo lo que aprisiona nuestro cora-
zón. Es decir de nuestros afectos, o inclinaciones, pasiones e instintos, de todo cuanto
nos impida la posesión de Dios. Si vaciamos el corazón de nosotros mismos, éste podrá
ser ocupado por Dios.
Un buen negocio nos propone Jesús, el mejor de los trueques, un intercambio o entrega
de cosas de poco precio, por otras valiosísimas, es así, como nos pone el ejemplo de
un negociante, para indicarnos que es un hombre que conoce el valor de las cosas, y se
desprende de todo por una perla fina.
Es así, como nos invita, pero también nos condiciona, que para la adquisición del Reino de
los Cielos, tenemos que renunciar con alegría a todo, porque la renuncia
a lo material tiene el mejor de los premios, como es la posesión de
Dios. La verdadera riqueza es Dios.
El tesoro y la perla valen más que los otros bienes, y por tanto,
el campesino y el comerciante, cuando lo encuentran renun-
cian a todo lo demás para poder conseguirlo. No necesitan
hacer razonamientos, pensar, reflexionar: se dan cuenta en-
seguida del valor incomparable de lo que han encontrado, y
están dispuestos a perder todo para tenerlo.
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es capaz de derramar su sangre por aquellos hombres con
tal de salvarlos, con tal de que vivan su reino, con tal de que
sean redimidos; Jesús sale al encuentro del hombre para te-
ner ese encontronazo que hará, que la vida de los hombres
y mujeres adquieran un valor único como la perla fina y de
incalculable valor.
En este caso escatológico se refiere a los pescadores o ángeles que van a apartar los
buenos de los malos, los que por sus obras fueron mejores, los que por su fe y adhe-
sión se han ganado ser seleccionados como buenos, es imposible no separar lo bueno
de lo malo como lo fue el trigo y la cizaña, no se puede crecer en el Reino de los cielos
viviendo con lo malo y lo bueno, por esa razón el mismo Jesús proclama: conviértete,
cambia, transfórmate; aquí es donde entra la parte doctrinal, la parte de la moral, de las
normas, de los mandatos, donde ser bueno es también agradar a Dios respetándolo,
dándole su lugar, eligiendo entre lo bueno y lo malo, los buenos actos y los malos actos
y como llevar una vida decorosa.
Así las parábolas tienen una relación íntima entre sí, Jesús saca cosas del antiguo testa-
mento, situaciones cotidianas que conocen los habitantes de Galilea, Samaria y Judea y
a la vez enseña de una forma nueva poniendo parábolas nuevas, con signos nuevos y
a futuro como la escatología y el seguimiento de su persona, no sólo para los tiempos
actuales sino para el futuro de las nuevas generaciones.
Las riquezas tendremos que dejarlas aquí, lo queramos o no; por el contrario, la gloria
que hayamos adquirido con las buenas obras la llevaremos hasta el Señor, deberíamos
de estar agradecidos, contentos y felices por el honor que se nos ha concedido.
Si he encontrado yo la perla de gran valor, ¿estoy listo para vender todo lo que tengo
para obtenerla? Jesús compara esta perla, con el Reino que Él vino a proclamar e inau-
gurar, y esto me da alegría y esperanza. Nosotros hemos descubierto el Reino de Dios
a través de Jesús y sin embargo no reaccionamos así; Jesús no quiere que se le siga
porque si, o buscando intereses personales, sino porque al igual que Él descubramos el
Reino de los cielos.
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PÁG. ANT. PÁG. SIG. IR AL ÍNDICE IR A LA PORTADA
CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO
Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS
Prot. N. 156/20
DECRETO
sobre la misa en tiempo de pandemia
No temerás la peste que se desliza en las tinieblas (cf. Sal 90, 5-6). Estas palabras del salmista
invitan a tener una gran confianza en el amor fiel de Dios, que no abandona jamás a su pueblo
en el momento de la prueba.
En estos días, en los que el mundo entero está gravemente afectado por el virus Covid-19,
han llegado a este Dicasterio muchas peticiones para poder celebrar una misa específica, a fin
de implorar a Dios el final de esta pandemia.
Por eso, esta Congregación, en virtud de las facultades concedidas por el Sumo Pontífice
FRANCISCO, concede poder celebrar la Misa en tiempo de pandemia, cualquier día, excepto en
las solemnidades y los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua, los días de la octava de Pas-
cua, la Conmemoración de todos los fieles difuntos, el Miércoles de Ceniza y las ferias de Sema-
na Santa (Ordenación general del Misal Romano, n. 374), durante el tiempo que dure la pandemia.
Prefecto
Arthur Roche
Arzobispo Secretario
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PÁG. ANT. PÁG. SIG. IR AL ÍNDICE IR A LA PORTADA
EN TIEMPO DE PANDEMIA
Esta misa se puede celebrar, según las rúbricas de las Misas y Oraciones por diversas
necesidades, todos los días, excepto las solemnidades y los domingos de Adviento, Cua-
resma y Pascua, los días de la octava de Pascua, la Conmemoración de todos los fieles
difuntos, el Miércoles de Ceniza y las ferias de Semana Santa.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno,
Refugio en toda clase de peligro,
A quien nos dirigimos en nuestra angustia;
te pedimos con fe que mires compasivamente nuestra aflicción, concede descan-
so eterno a los que han muerto,
consuela a los que lloran,
sana a los enfermos,
da paz a los moribundos,
fuerza a los trabajadores sanitarios, sabiduría a
nuestros gobernantes
y valentía para llegar a todos con amor glorificando
juntos tu santo nombre.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos.
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PÁG. ANT. PÁG. SIG. IR AL ÍNDICE IR A LA PORTADA
Antífona de comunión Mt 11, 28
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré, dice el Señor.
Oración después de la comunión
Oh, Dios, de quien hemos recibido
la medicina de la vida eterna,
concédenos que, por medio de este sacramento,
podamos gloriarnos plenamente de los auxilios del cielo. Por Jesucristo,
nuestro Señor.
Opción 1
Primera lectura
Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor
3, 17-26
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PÁG. ANT. PÁG. SIG. IR AL ÍNDICE IR A LA PORTADA
La misericordia del Señor nunca termina
Y nunca se acaba su compasión;
Al contrario, cada mañana se renuevan.
¡Qué grande es el Señor!
Yo me digo:
“El Señor es la parte que me ha tocado en herencia”
Y en el Señor pongo mi esperanza.
El Señor es bueno con aquellos que en él esperan,
Con aquellos que lo buscan.
Salmo responsorial
Del salmo 79
R/. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.
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Opción 2
Primera lectura
Ni muerte ni vida podrán separarnos del amor de Dios
8, 31-39
Hermanos:
Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no nos escatimó a
su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿Cómo no va a estar dispuesto a dár-
noslo todo, junto con su Hijo? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Si Dios mismo es
quien los perdona ¿Quién será el que los condene? ¿Acaso Jesucristo, que murió, resu-
citó y está a la derecha de Dios para interceder por nosotros?
¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? ¿Las tribulaciones? ¿Las
angustias? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada?
Como dice la Escritura: Por tu causa estamos expuestos a la muerte todo el día; Nos
tratan como ovejas llevadas al matadero.
Ciertamente de todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha ama-
do; pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios,
ni el presente ni el futuro, ni los poderes de este mundo, ni lo alto ni lo bajo, ni creatura
alguna podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial
Del salmo 122
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Así como la esclava en su señora
tiene fijos los ojos,
fijos en el Señor están los muertos
hasta que Dios se apiade de nosotros. R/.
Bendito sea el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela
en cualquier tribulación nuestra.
Evangelio
Mc 4, 35-41
Un día, al atardecer Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago” entonces
los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que
estaban. Iban además otras barcas.
De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban
llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y
le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Él se despertó, reprendió al
viento y dijo al mar: “¡cállate, enmudece!”. Entonces el viento cesó y sobrevino una gran
calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?”. Todos se que-
daron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el
mar obedecen?”.
Tomado del Decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, sobre
el formulario para la Misa en tiempo de Pandemia, sus lecturas son las propuestas pero acopladas a los
Leccionarios aprobados para Ecuador.
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PÁG. ANT. PÁG. SIG. IR AL ÍNDICE IR A LA PORTADA
Solemnidad del Cuerpo
y la Sangre de Cristo
Presencia, adoración, bendición, Iglesia
L
o que vimos y rezamos el 27 de marzo, difícilmente se podrá olvidar: la plaza
lluviosa de S. Pedro, vacía de gente, pero llena con la plenitud del Santísimo ex-
puesto desde el atrio de la basílica; el silencio adorador a Cristo Eucaristía acari-
ciado por la mirada fija del Papa; la posterior bendición, tan necesaria, mientras
le aclamaban las campanas (a las que se unió la sirena de una ambulancia que
providencialmente pasaba por allí); etc.
¿Qué pasó ese día? Una multitud, seguramente muchos millones de católicos co-
nectados por los medios de comunicación, honramos una Presencia, que se echaba mucho
en falta al no poder visitar los sagrarios debido a la cuarentena. Cristo Eucaristía, abrazado
por su vicario en la tierra el papa Francisco, mientras el cielo parecía llorar de emoción, ben-
decía Urbi et Orbe, la ciudad y el mundo, y todos arrodillados (físicamente o espiritualmente)
delante de las pantallas, hicimos realidad lo que el pontífice anunciaba días antes “a la pan-
demia del virus queremos responder con la universalidad de la oración, la compasión, la ter-
nura. Permanezcamos unidos”1. Cristo siempre une la Iglesia en torno al Papa y sus pastores,
la Eucaristía siempre es comunión.
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Necesitamos la Presencia Eucarística. En los días de confinamiento se
puso nuevamente en evidencia esa necesidad de adorar y de recibir su bendición. La so-
lemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la fiesta de esa necesidad. Los sacerdotes
“sacamos” a Cristo Eucaristía para que recorra nuestras ciudades y pueblos, nuestros
campos y fábricas, nuestras montañas y mares, etc; para que sea Cristo en salida quien
alcanza la cotidianidad de cada persona. Esta solemnidad realiza los más íntimos de-
seos de todo el año: que sea universalmente adorado, y que bendiga la globalidad
de nuestro ser y de nuestro espacio vital. Quizá por eso, antaño en la procesión del
Corpus Christi había una bendición y el canto del inicio de uno de los cuatro Evangelios
en correspondencia con cada uno de los puntos cardinales. De este modo se simboliza-
ban “los cuatro extremos de la tierra, o sea todo el universo, el mundo en que vivimos.
Se daba la bendición en los cuatro puntos cardinales, para ponerse bajo la protección
del Señor Eucarístico. También los cuatro Evangelios expresaban lo mismo. Se conside-
ra que han sido inspirados por el Espíritu Santo y el hecho de que sean cuatro expresa
la fuerza universal de la palabra y el Espíritu de Dios. El principio es el todo; cuando se
le nombra se pone el aliento del Espíritu Santo frente a las cuatro paredes, para que las
traspase y las purifique. El mundo se declara ámbito de la Palabra creadora de Dios y se
somete la materia al poder de su Espíritu”2.
En los días pasado de confinamiento por la pandemia Covid-19, cuantas personas han
sentido la necesidad de la Eucaristía, cuantos han deseado estar a solas o en comunidad
adorando en el Sagrario a nuestro Señor. Las hambres de Dios han aumentado el afán
de adoración y de su Presencia que nos bendice.
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esplendor, pero con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. “El Señor le
hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la
vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de
una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometie-
ra de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para
aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo
Sacramento”5.
El obispo de Lieja instauró por primera vez esta celebración en su diócesis en 1247. Pos-
teriormente, otras diócesis también lo hicieron. En 1264 el papa Urbano IV, que había
conocido a santa Juliana, extendió la solemnidad del Corpus Christi a toda la Iglesia, con
la bula Transiturus: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, con-
sideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor
honor y solemnidad. (…) En esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque
bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. De
hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con us-
tedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)»6. Ese mismo año de 1264,
muere Urbano IV antes de que se hubiera generalizado la celebración; fue el Papa Juan
XXII en 1317 quien la restableció.
Presencia real: El Pan Consagrado lo podemos adorar porque, como dice la bula
de Urbano IV, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. Esa es nuestra
fe, por ello el Catecismo de la Iglesia dedica un epígrafe a explicar la presencia eucarística
como “Presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo” (CEC 1373-
1381). Puntos que el Compendio del Catecismo resume así: «Jesucristo está presente
en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo
verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divi-
nidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacra-
mental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282). Y como
decía Pablo VI: “Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran
reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella
ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”7.
Todos necesitamos presencias para realizarnos pues somos seres relacionales, a imagen
y semejanza de un Dios Amor y Trino. La vida está poblada de presencias. Presencias visi-
bles y cercanas como la de una madre que cuida al niño. Presencias invisibles como la de
dos personas que se aman, piensan y se encuentran más allá de la distancia. Presencias
que brindan paz o presencias perturbadoras, que se ciernen como una amenaza8.
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En el nivel de la experiencia humana profunda, el hombre advierte una presencia mis-
teriosa pero real que toca el centro de su ser; una presencia que inspira un sentimiento
inefable de confianza y que le atrae íntimamente; una presencia que sustenta, alimenta
y purifica como explica el Prefacio de la Eucaristía I: “su carne, inmolada por nosotros,
es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos
purifica”. La historia de la salvación, es la historia de un Dios que quiere estar cada vez
más presente en la vida de sus hijos. El Amor es así. Cristo, encarnándose, es la culmi-
nación de una larga serie de signos a través de los cuales el Dios viviente había hecho
sentir su presencia (profetas, patriarcas, jueces, reyes,...). Después de la ascensión, la
presencia de Jesús cambia de apariencia, pero no de realidad. Él permanece hasta el fin
del mundo encarnado y glorioso bajo la apariencia de pan y vino. De ese modo humilde
continua su entrega y salvación.
En esta solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Iglesia da “un testimonio públi-
co de fe y de veneración al Santísimo Sacramento de tal modo que los fieles se sienten
‘Pueblo de Dios’ que camina con su Señor, proclamando la fe en Él, que se ha hecho
verdaderamente el ‘Dios con nosotros’9. De este modo aprendemos a adorar, a vivir de
su bendición: su Presencia vivifica la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, que se nutre de
la Eucaristía camina en el tiempo y el espacio hacia la plenitud del Reino.
9 Directorio de la Piedad Popular n. 162. (Ver también: Ritual sagrada comunión y culto Eucaristía fuera de la misa n. 101-104;
CDC 944 y CEC 1378).
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La consagración del Ecuador al
Sagrado Corazón de Jesús
D
urante su visita pastoral al Ecuador, el Papa Francisco comentaba, que
a pesar de que en todos los lugares el recibimiento siempre era alegre
y cordial, la gente del Ecuador transparentaba una especial sensibili-
dad religiosa. Y añadía, que para sus adentros se interrogaba “¿Cuál
es la receta de este pueblo?”. Encontró la respuesta mientras rezaba.
Comentaba, que mientras hacía su oración personal, “se me impuso”
-decía- “aquella consagración al Sagrado Corazón”. Y subrayó que esta era una parte
de su mensaje para nuestra patria. Continuaba señalando que la riqueza espiritual del
Ecuador mana de aquella consagración al Corazón de Jesús, hecha en momentos cier-
tamente difíciles.
El itinerario de la consagración comienza con una carta que el P. Manuel Proaño, SJ,
escribe desde Riobamba, sugiriendo esta posibilidad al entonces presidente Gabriel
García Moreno: “vuestra Excia., (...) debe, interpretando la fe casi unánime del Pueblo
Ecuatoriano, estrechar los lazos de amor que han de unir a los Ecuatorianos con Dios,
por medio de un decreto que consagre oficialmente la República al Divino Corazón de
Jesús” Después de alguna insistencia, García Moreno se demostró dispuesto. El siguien-
te paso, consistía en tratar el tema en el Tercer Concilio Provincial Quitense. Al finalizar
sus trabajos, el 31 de agosto de 1873, el sínodo emite un decreto por el que “ofrece y
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consagra solemnemente la República del Ecuador al Sacratísimo Corazón de Jesús; y
con la fe, humildad e instancia que le son posibles, le ruega que sea, desde hoy para
siempre, el Protector de ella, su guía y amparador”. Tres días más tarde, Mons. Ignacio
Checa, dirige un oficio al ministro del Interior, Francisco Javier León en el que pide que
las autoridades civiles secunden la iniciativa del sínodo. El documento se traslada des-
pués a la Cámara del Senado, que aprueba unánimemente el pedido. La Comisión de
Negocios Eclesiásticos redacta un texto, que fue discutido los días 16 y 17 de septiembre
de 1873 y luego aprobado por unanimidad. Fue Juan León Mera quien le confirió su for-
ma definitiva. Poco tiempo después, Gabriel García Moreno encarga a Rafael Salas una
imagen del Corazón de Jesús. A comienzos del año 1874 se dio principio a una serie de
misiones en ciudades y aldeas, con el objetivo de preparar la jornada de la consagración
oficial, que se realizó el 25 de marzo de 1874, después de la Eucaristía que el arzobispo
Mons. Ignacio Checa celebró en la catedral.
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El aniversario de la consagración es también es un día especialmente dedicado a la ora-
ción por la Patria. El cristiano siempre tiene esa necesidad imperiosa de
elevar al plano sobrenatural sus afanes, porque sabe bien que si
“si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los alba-
ñiles” (Sal 126,1). Es también un modo de vigorizar la espe-
ranza. Los proyectos humanos surgen constantemente.
Algunos de ellos son fuertemente impulsados por perso-
nas o ideologías que quisieran eliminar toda referencia
trascendente de la vida del hombre. En no pocas oca-
siones, los recursos humanos con los que los creyentes
cuentan para sostener e impulsar la tarea evangelizadora
son irrisorios. Sin embargo, la fe nos dice que los vaivenes
de la historia, y los proyectos de los poderosos están en manos
de Dios Padre, que ha constituido a su Hijo Jesucristo como
Rey y Señor del universo. Por eso, el verdadero poder es
la oración. La súplica humilde, confiada, perseveran-
te, cuajada en obras, es esa fuerza que mueve el Co-
razón Sacratísimo de Jesucristo para que no aban-
done a la primera nación que fue consagrada a
su corazón misericordioso. Jesucristo conoce
nuestra debilidad personal y por eso pide
oración. Una oración que comienza con
el corazón, se continúa con las pala-
bras y se prolonga en las acciones. Y
de este modo, se cumplen una vez
más las palabras de san Pablo: “Ha
escogido Dios más bien lo necio del
mundo para confundir a los sabios. Y
ha escogido Dios lo débil del mundo,
para confundir lo fuerte” (1Cor 1,27).
De nuestra súplica confiada depende
que se haga realidad.
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Solemnidad de los santos
Pedro y Pablo
E
sta solemnidad es un recuerdo constante, no solo de la figura de estos dos
grandes personajes, que brillan en el horizonte de la Iglesia, sino de la mi-
sionalidad que ella misma está impulsada a vivir.
Sin embargo, la liturgia de esta fiesta, nos permite descubrir que la misionalidad de la
Iglesia, no es un evento aislado, ni un “algo” que algunos deben hacer a título personal.
El himno del Oficio de lectura, nos muestra que, si bien es cierto, la tarea misionera
incumbe a todo bautizado, solo es efectiva cuando se hace en comunión con toda la
Iglesia. San Pedro, que es expresión de la autoridad de la Iglesia, puesto que es él quien
tiene las llaves, y el que guía la barca, está unido a san Pablo, el que es carismático, el
que se lanza sin miedo al océano de los gentiles, surcando ese nuevo horizonte con la
barca del Evangelio.
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Pero, san Pablo, no actuaba por cuenta propia, él mismo refiere cómo luego de su con-
versión y estancia en Damasco, sube a Jerusalén y se reúne con Cefas (Pedro), quince
días. Luego de los cual comienza su actividad misionera (cf. Gal 1, 18-20). La comunión
es vital para que el Evangelio de verdad sea el de Jesucristo, pues es la Iglesia la que lo
anuncia. Ella es la depositaria de estos tesoros, y solo ella puede, por medio de sus en-
viados, distribuirlos entre los hombres.
Es significativa la acción de Pedro, que, guiado por la inefable luz del Espíritu, no se opo-
ne a la iniciativa de Pablo, sino que la anima y la impulsa, como carta de presentación
del Apóstol de los gentiles en las recién formadas comunidades cristianas. Tal acción
petrina, anima a los pastores de la Iglesia, a quienes se les ha confiado la plenitud del
sacerdocio, la misma diligencia, que haga posible que estos tesoros, que la Iglesia cus-
todia como fiel administradora, no dejen de ser distribuidos.
Son válidas las palabras del responsorio breve de las vísperas: “Los apóstoles anuncia-
ban la palabra de Dios con valentía”, pues sin ella, sin el impulso de dar a conocer a Cris-
to a todos, de anunciar la Buena Nueva que los transformó a ellos, en primer momento,
la comunidad nunca habría salido de Jerusalén. Valentía que hoy es necesaria tanto
para los pastores, como para todos los bautizados, haciéndonos capaces de romper
nuestro propios miedos y seguridades, y como Pablo y Pedro, podamos mirar confiados
el nuevo horizonte que hoy tenemos ante nosotros.
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La experiencia de esta pandemia que azotó el mundo, hace de la solemnidad de estos
dos grandes apóstoles, una nueva oportunidad para redescubrir la voz que le impulsó a
san Pablo a salir de sus propias seguridades, y seguir la voluntad de Jesucristo: “Pasa a
Macedonia y ayúdanos” (Hch 16, 9), que es, también, la misma voz que escuchó Pedro:
“apacienta a mis ovejas” (Jn 21, 15b. 16b. 17c).
“[…] haz que tu Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de estos apóstoles, de
quienes recibió el primer anuncio de la fe”. (Oración conclusiva. II Vísperas).
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RITUAL DE LAS
EXEQUIAS EN FAMILIA, Y
RESPONSO POR LOS DIFUNTOS
(Sin la presencia de un diácono o presbítero)
El velatorio de una persona recién fallecida, es un momento en que sus familiares y amigos
experimentan hondo dolor y con frecuencia se encuentran con su propia realidad y el sen-
tido último de la vida. Ante el misterio de la muerte humana, los Evangelios atestiguan que
nuestro Señor Jesucristo se conmovió y no ahorró sentimientos sinceros de dolor; al mismo
tiempo Jesús encamó el consuelo y el amor del Padre Dios, anticipando la liberación de las
ataduras de la muerte que consumaría con su propia muerte y resurrección. Por lo tanto, el
momento del velatorio de una persona es propicio para el anuncio evangelizador siempre en
el marco del respeto por el dolor de los presentes.
Si por motivos de la grave emergencia que atravesamos, no se puede tener un momento de oración de-
lante del cuerpo de la persona fallecida, reúnase la familia (sólo grupos familiares que viven en la misma
casa) para celebrar este rito.
Quien preside o guía la oración en este momento debe generar un clima de reflexión y oración, sin apuros.
1. Monición inicial
En estos momentos en que la muerte deja de ser algo lejano y se convierte en una
realidad que nos golpea y duele muy hondo, surgen seguramente en nosotros muchos
interrogantes. Por eso, como familia creyente nos ponemos en oración y apelamos a
nuestra fe cristiana.
Justamente, por nuestra fe creemos que la muerte no es el fin, sino un paso hacia la
plenitud de la vida. Y esto porque Jesús ha dicho: «Yo soy la resurrección y la vida. El que
cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás».
Creemos así, que la muerte ha sido vencida por la resurrección de Jesús y por eso cele-
bramos el triunfo de la vida sobre la muerte, al orar y poner en las manos misericordio-
sas de Dios a nuestro (abuelo(a)-papá-mamá-hermano(a)-amigo(a)) N.
Los invito a unirnos en la plegaria confiada junto a la comunidad de la Iglesia que inter-
cede por nuestros difuntos.
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2. Saludo
R/. Amén.
Ecli 2, 6
Confíate a Dios, y él te cuidará, corrige tus caminos y espera en él; conserva tu amor y
en él envejece.
O bien:
Mt 11, 28
«Vengan a mí, todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré».
O bien:
2 Col, 3-4
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordia
Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones.
Luego, si tiene agua bendita, rocía el cuerpo y puede asperger también a los presentes.
Quien preside invita a un momento de silencio para orar y encomendar a Dios a quien ha fallecido; luego dice:
Oremos.
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, te suplicamos por el alma de tu hijo(a)
N., a quien has llamado de este mundo a tu presencia; concédele gozar del lugar del
descanso, de la luz y de la paz.
Permítele atravesar sin dificultades las puertas de la muerte, para que pueda vivir con
los santos contemplando el resplandor de tu gloria, que prometiste en otro tiempo a
Abraham y a su descendencia. Que su alma no sufra ningún daño; y cuando llegue el
gran día de la resurrección y de la retribución, resucítalo(a) con tus santos y elegidos.
Perdona todas sus ofensas y pecados, para que ingresando en el reino eterno goce de
la vida inmortal en tu compañía.
R/. Amén.
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Todos recitan juntos la siguiente oración:
Oremos
Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo, que nos proteges con tu amor eterno,
y transformas las sombras de la muerte en aurora de vida:
Mira a tus hijos que lloran afligidos, (Sé para nosotros como un refugio y reanímanos
para que, superando las tinieblas de nuestro dolor, seamos consolados con la luz y la
paz de tu presencia.)
Ayúdanos a encaminar nuestra vida hacia Cristo, tu Hijo y Señor nuestro, que muriendo
destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida, de modo que, cuando
concluyamos nuestra vida mortal, nos encontremos con nuestros hermanos, allí donde
serán secadas las lágrimas de nuestros ojos.
R/. Amén
PRIMERA LECTURA
Con el pensamiento puesto en la resurrección
En aquellos días, Judas Macabeo, jefe de Israel, hizo una coleta y recogió dos mil drac-
mas de plata, que envió a Jerusalén para que ofrecieran un sacrificio de expiación por lo
pecados de los que habían muerto en la batalla.
Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección, pues si no hubiera espe-
rado la resurrección de sus compañeros, habría sido completamente inútil orar por los
muertos. Pero él consideraba que, a los que habían muerto piadosamente les estaba
reservada una magnífica recompensa.
En efecto, orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados es una acción
santa y conveniente.
Palabra de Dios.
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SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 24
SEGUNDA LECTURA
El bautismo nos sepultó con Cristo para que llevemos una vida nueva.
6, 3-4.8-11
Hermanos: Todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautis-
mo, hemos sido incorporados a su muerte.
En efecto, por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros lleve-
mos una vida nueva.
Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, estamos seguros de que también viviremos
con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya nunca mo-
rirá. La muerte ya no tiene dominio sobre él, porque al morir, murió al pecado de una
vez para siempre; y al resucitar, vive ahora para Dios. Lo mismo ustedes, considérense
muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Palabra de Dios.
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EVANGELIO
En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones.
14, 1-6
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean
también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se
lo habría dicho a ustedes, porque voy a prepararles un lugar. Cuando me vaya y les
prepare un sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también
ustedes. Y ya saben el camino para llegar al lugar a donde voy”.
Entonces Tomás le dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿Cómo podemos saber el
camino?” Jesús le respondió: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre
si no es por mí”.
Queridos hermanos: elevemos juntos nuestra oración confiada a Dios, que es Padre
omnipotente y ha resucitado a Jesucristo de la muerte.
- Para que nuestro(a) querido(a) N., que ha traspasado las barreras de la muerte, sea
recibido(a) en la gran familia de los santos. Oremos.
- Para que N., que en el bautismo recibió el germen de la vida eterna y en la Euca-
ristía se alimentó con Cristo, pan de vida, resucite con él en el último día. Oremos.
- Para que todos nosotros, aquí presentes, crezcamos en la fe y nos ayudemos unos
a otros mediante la caridad. Oremos.
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7. Padre Nuestro
Se invita a rezar la Oración del Señor con esta u otras palabras:
El Señor nos enseñó a rezar y confiar. Hagámoslo como verdaderos hijos de Dios.
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.
8. Ritos conclusivos
Oración
Luego concluye con una de las siguientes oraciones:
Oremos.
Dios, Padre todopoderoso, nuestra fe confiesa que tu Hijo murió y resucitó; por este
misterio, concede a tu servidor(a) N., que se ha dormido en el Señor, alcanzar la alegría
de la resurrección.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.
Oración para el momento de colocar el cuerpo en el féretro
(Si no se tiene el cuerpo presente, se puede hacer igual). Recitan todos juntos.
SALMO 129
Canto de las subidas.
Confío en el Señor,
espero en su palabra que perdona.
Mi alma suspira ya por el Señor
más que los centinelas por la aurora.
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Que suspire Israel por el Señor
más que los centinelas por la aurora,
pues del Señor viene el perdón,
la redención copiosa.
Col 3, 34:
Ustedes están muertos y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando
se manifieste Cristo, que es nuestra Vida, entonces ustedes también aparecerán con él,
llenos de gloria.
Rom 6, 8-9:
Si hemos muerto con Cristo, estamos seguros que también viviremos con él; Pues sabe-
mos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya nunca morirá. La muerte ya
no tiene dominio sobre él, porque al morir, murió el pecado de una vez para siempre; y
al resucitar, vive para Dios.
2 Co 4, 14:
Estamos seguros de que Aquel que resucitó al Señor Jesús nos resucitará con él.
Oremos.
Recibe, Señor, el alma de tu servidor(a) N.,
a quien te has dignado llamar de este mundo a tu presencia
para que, libre de todo vínculo de pecado,
le concedas el gozo del descanso y la luz que no tiene fin,
y, entre tus santos y elegidos,
merezca participar de la gloria de la resurrección.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.
Se termina el rito recitando el Ave María.
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Responso por los fieles difuntos
V/. Concédele(s), Señor, el descanso eterno, Y que le(s) alumbre la luz eterna.
R/. Cuando vengas a juzgar al mundo por medio del fuego.
V/. Señor, ten piedad.
R/. Señor, ten piedad.
Padre nuestro…
OREMOS
Te rogamos, Señor, que absuelvas el alma de tu siervo(a) N. de todo vínculo de peca-
do, para que viva en la gloria de la resurrección, entre tus santos y elegidos. Por Cristo
nuestro Señor.
R/. Amén.
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V/. Concédele(s) Señor, el descanso eterno.
R/. Y brille para él(ella, ellos) la luz eterna.
V/. Su(s) alma(s) y las de todos los fieles difuntos, por la misericordia del Señor, descan-
sen en paz.
R/. Amén.
Tomado, editado y acoplado con los Leccionarios aprobados para Ecuador de: http://curas.com.ar/
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“La pandemia nos enseña
que solo unidos y cuidando
a los demás superaremos los
desafíos globales”
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