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Cuarto hijo del maestro Roberto Vidales y de Rosaura Jaramillo de Vidales, nació
en la hacienda
, jurisdicción de Calarcá, el 26 de julio de 1904 según los
registros bautismales, pero al parecer en realidad cuatro años antes (1900) según
datos familiares (la
y el hecho de que sus padres fueran
liberales radicales y masones parece haber impedido su bautismo durante cuatro
años).
Estableció por aquellos años una amistad entusiasta y profunda con dos jóvenes
geniales: el inolvidable cronista c y el admirable caricaturista
, con quienes compartió audaces aventuras intelectuales y una ruidosa
bohemia que sacudió y escandalizó las sombras estancadas de las noches
bogotanas. Tejada, Rendón y Vidales colaboraron en
de manera
regular y ocasionalmente en , que publicó por aquellos años un
suplemento de homenaje a Charles Chaplin, dirigido por Vidales. Por esta época
se conformó el grupo intelectual de c , en que se distinguieron como
fundadores y participantes Luis Vidales, Luis Tejada, Ricardo Rendón, León de
Greiff, José Mar, Moisés Prieto, Felipe y Alberto Lleras, Carlos Lozano y Lozano y
muchos otros brillantes escritores, poetas y periodistas. A fines de 1922 fue
fundado el diario matutino bajo la codirección de José Vicente Combariza,
José Mar y Luis Tejada. En sus páginas colaboró asiduamente Luis Vidales, al
lado de Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay, León de Greiff, Alejandro Vallejo,
Carlos Lozano y Lozano, Nicolás Llinás Vega y otros escritores de vanguardia.
De regreso en Colombia formó parte del grupo fundador del Partido Comunista
colombiano (17 de julio de 1930) y llegó a ser su Secretario General en 1932. Se
distinguió como agitador, organizador y propagandista. Dirigió varios periódicos de
combate, entre ellos "Vox Populi" de Bucaramanga (1931), que después de haber
sido un medio de expresión del socialismo revolucionario (1928-29) se sumó a las
fuerzas del comunismo. En él publicó muchos poemas de contenido social,
ensayando nuevas formas, como puede verse en estos fragmentos de La
costurera:
En 1932 asumió como jefe de redacción del periódico "Tierra", órgano oficial del
Partido Comunista bajo la dirección de Guillermo Hernández Rodríguez. Los
comunistas tenían entonces cordiales relaciones de amistad con amplios sectores
del liberalismo y la casa editorial de "El Tiempo", a través de Enrique Santos
Montejo (O ) regalaba a los impresores de "Tierra" el plomo necesario para
fundir los tipos cada vez que la economía estrangulaba al periódico comunista.
Como redactor, Vidales desarrolló una enérgica campaña contra la guerra
colombo-peruana, llamando a los soldados de ambas naciones a confraternizar en
el frente y a "volver sus armas contra sus propios oficiales". Naturalmente, el
periódico "Tierra" fue atacado por las turbas patrióticas y sus instalaciones fueron
destruidas.
Su adhesión al caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán, a partir del momento en que
este líder ganó la jefatura única del partido liberal (1946), lo llevó a ocupar
importantes cargos en su movimiento, entre los cuales destaca el de columnista
del diario u
, órgano del gaitanismo. Ese aguerrido periódico continuó
publicándose después de los hechos trágicos del 9 de abril de 1948, y en sus
páginas continuó jugándose la vida, día a día, el periodista Luis Vidales. Luego
vino un período de dura clandestinidad durante el cual colaboró activamente en las
redes de información y abastecimientos de la guerrilla liberal (1948-1952).
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Si la patria está rota, no la desportillaron sus edades, que es aún joven y hermosa.
Los bocados que muestra en su estructura son la huella del gigante, al caer sobre
la estatua de su propio cadáver...
"Asesinemos en él al pueblo", dijeron los bandidos, los de siempre, los que nos
acompañan de mala gana a forjar nuestra historia. Los mismos! Los que odian a
la plebe. Los que odian a la chusma. Los mismos! Los que hace veinte siglos
escupieron y crucificaron a Cristo. "Asesinemos en él al pueblo", dijeron otra vez,
como entonces, como siempre que surja un apóstol de la pobrería, mientras tenga
aliento de serlo. "A él, al defensor de los haraposos! Al que prentende menguar la
bolsa de nuestras rapiñas y nuestras exacciones"... Así dijeron los protervos, que
creyeron que en él asesinaban al pueblo. Pero mientras el pueblo en su conjunto
no pierda la vida -lo cual es imposible- subsiste la posibilidad de victoria.
Y he aquí que el apóstol está ahora más vivo que nunca. Está en el aire de la
patria. Su voz se quedó resonando para siempre en las aldeas, en las
hondonadas, en los picachos andinos. El susurro de nuestras brisas la lleva. Está
más adentro, en el alma del pueblo. Sobre el Nevado del Tolima el viento resuena:
Y sobre El Ruiz y Santa Isabel, y el Puracé y el Galeras, grita el
profundo corazón de Colombia: Y las palmeras, y los platanares y los
trigales, modulan unísonamente: Y lo que dice el Magdalena en su
hondo rumor, es:
NO HAY DÍA que no me sienta asombrado del inexhausto poder de resistencia del
hombre ante la miseria invasora. Se diría que nada le importa si la desventura lo
acosa. Nunca será lo suficientemente inevitable la ruina a sus ojos. En el peor de
los casos, en el más grave, cuando parece que ya no puede apelar a sus reservas
espirituales, siempre tendrá una justificación interior para esperar "algo" de la vida.
Oh, ese terrible "algo"! Tal vez allí reside el principio escondido del retardo de las
revoluciones. O, acaso, que aquellas que maduran en el devenir de los pueblos,
pasan, sin ser a veces advertidas siquiera. Porque siempre es indispensable que
se presente un momento de tan solemne gravedad, de tan tremenda evidencia,
ante el cual pueda ver el hombre la muerte ²su muerte² como cosa
insignificante, inferior en todo caso a su propia desgracia. En este "tempo" preciso,
las insurrecciones deben, seguramente, ganar sus soldados.
Hace tiempo que nosotros estamos en este momento, casi sin darnos cuenta de
ello. Hace años que nuestra gente está decidida a solucionar de una vez el
problema. Tanta acumulación de abandono y miseria ha caído sobre ella! ¿Y
sabéis lo que hacía Gaitán?
Atemperaba esa masa, la ponía ²casi nada!² al ritmo del clima histórico
colombiano. Ni muy atrás que se apagara; ni muy adelante que se incinerara. la
mantenía en la tónica justa, la propia al estado del progreso nacional. Le avivaba
su viejo dolor, es cierto, porque así la dotaba de la espuela mística. Pero la retenía
en los términos de la vieja revolución liberal.
No. Ni siquiera en los términos de esa vieja revolución, porque a la guerra civil, a
la guerrilla insurgente por nuestros riscos, de que llenamos tramos enteros de
nuestro siglo XIX, él anteponía la guerra civilista, la contienda ciudadana y política,
algo así como una "guerra en frío", de que ahora se habla, aunque en efecto fuera
"caliente". Al vivac de ayer, oponía la urna, en la que tenía fe absoluta.
Pero hay que repetirlo. Nunca, en ningún momento de su vida política, jamás
abrigó el pensamiento de un golpe de fuerza. Cuatro días antes de ser inmolado,
tuve de sus labios la explicación de esta invariable conducta. Sabido es que en las
zonas públicas ²creo que en las militares incluso² se hablaba con frecuencia de
esta posibilidad, ligada al nombre de Jorge Eliécer Gaitán. "Mi rechazo a una
salida de esta índole, me dijo, se basa en una profunda convicción. Creo que en la
mayoría de los países de América Latina, el golpe de cuartel y el golpe de Estado
sólo han podido convertirse casi en leyes históricas debido a la ausencia de
partidos tradicionales, de un hondo legado histórico y de peso realmente
especifico en la vida nacional. Por lo mismo, entre nosotros no prospera esta
forma violenta de alternabilidad en el mando. Nuestros partidos, con un pasado de
cien años, serán siempre, una valla a esas pretensiones. Gobiernos surgidos de
tal cuna, no son capaces de afrontar a la opinión en Colombia. La nación los
tumba a sombrerazos".
Es de este hombre, de este mismo hombre, de quien se han atrevido a decir que
preparaba una revolución con los comunistas! ¿Qué se pretende con esa
leyenda? ¿Qué cosa se esconde en este asesinato? Porque no esperarán ²
supongo² que el pueblo acepte el infundio. Al contrario. A mucha gente le viene
pareciendo que este asesinato se sitúa históricamente dentro de los que suelen
cometerse en vísperas de guerra mundial. Es decir, en el preciso instante en que
fue asesinado Rafael Uribe Uribe; en el mismo en que cayó Jaurés en el ³Café
Croisant", en París. En el mismo... Pero no sigamos la lista. Hay asesinatos en la
historia, de un tipo específico inocultable!
Fue así ²de esta manera² como Jorge Eliécer Gaitán, el jefe de facción, el
director de la UNIR y del "gaitanismo", sobre quien recayó constantemente la
acusación de haber abandonado las toldas de su partido, se hizo Jefe Único del
Partido Liberal colombiano. Fue así ²de esta manera, con estos métodos² como
Jorge Eliécer Gaitán unificó en torno suyo al partido liberal colombiano. Qué
lección tan poderosa entraña este hecho sorprendente! Qué herencia táctica tan
honda se encarna allí! Mientras se le estaba acusando de que había abandonado
al partido, él, impertérrito, como un estratega consumado, estaba haciendo
precisamente la unión del partido por el único método fecundo: por el método de la
antinomia y de la diferenciación de las fuerzas. Había que diferenciarse para
poderse juntar. Era necesario consolidar primeramente el bloque unitario
constituido por sus prosélitos y por él, en una sola masa pensante, para que
pudiera operar dentro de su signo político la consolidación de todo el liberalismo. Y
a fe que lo consiguió. Quizás no fuera un dialéctico en la teoría. Pero era un
maestro de la sagacidad casi enojosa en la dialéctica práctica. No se le escapaba
un detalle! Tal es la lección, la más sorprendente de la política colombiana de los
últimos tiempos, que nos deja este experto piloto político. Desde su tumba parece
gritar: "A aplicarla!".
En realidad, tuvo que hacer todo esto con un ejército imperfecto, como es el
partido liberal colombiano. Claro que posee su organización específica. Que la
tiene, lo revela el despliegue electoral, llamativo por su organización. Pero carece
de estructuración moderna, lo que no le permite moverse unitariamente en
momentos que no sean propiamente los electorales. Gaitán dejó precisamente el
esquema de esta organización, de este "acuartelamiento" de las fuerzas liberales.
Y ella debe hacerse, porque se necesita hoy más que nunca y como el mayor
homenaje a la memoria del gran táctico desaparecido.
Libró sus más recias batallas con dos elementos: la masa y él. Y las libró contra
todos los opositores a la preponderancia. popular dentro de su partido. Y contra
todas las oligarquias. En estos combates, que a veces revestían caracteres
violentos, la táctica de la ofensiva y la contraofensiva era perfecta en Gaitán.
Sabía suavizar las palabras al oído del enemigo o lanzarse encima de él con
ardiente ánimo de cruzado, según el momento y la circunstancia política. Atraía o
repelía con sabiduría consumadas, según lo exigieran las conveniencias de su
movimiento.
No dejaba nada a medias. A cada cosa le daba el giro decisivo. Hasta cuando
dejaba algo a medias, estaba en esa forma situándolo exprofeso en su fase final.
Era suave y rudo, dulce y bronco, terciopelo y alambre de púas. Y en ambas fases
era oportuno. Conocía a los hombres y sabía tratarlos de conformidad con estas
dos alas de su personalidad. Acaso el estrado judicial, donde es preciso conseguir
la absolución con guante de seda ²y donde cosechó los más íntimos triunfos de
su vida² le dio la suavidad y le afinó la exquisita delicadeza que solía exteriorizar
en ocasiones. El rudo estruendo del ágora le prestó el acento marcial.
Si. Nos hallamos en uno de esos períodos en que solo florece la muerte, como la
ofrenda más tímida que podamos hacer, en aras de quienes vienen detrás de
nosotros. Con ser la más valiosa de todas, Gaitán dio la suya. He aquí el
significado profundo de su muerte gloriosa. Y es ese su ejemplo. Estas palabras
parecen ascender de su tumba...
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Aquí, en ésta, estaba San Justino el Mártir, que me decía con su tibia voz de
agonizante: "Nosotros traemos a la comunidad cuanto poseemos y lo repartimos
con quien lo necesita". Más adelante, la hoja del libro se abría para San Ambrosio,
con estas palabras suyas: "No es la naturaleza la que ha creado el derecho de la
propiedad privada".
Y no bien había pasado cinco páginas, cuando di de manos a boca con el propio
San Agustín y sus palabras de fuego: "Poseemos demasiadas cosas superfluas.
Contentémonos con lo que Dios nos ha dado y tomemos solo aquello que
necesitamos para vivir, porque lo necesario es obra de Dios y lo superfluo, obra de
la codicia humana. Lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Quien
posea un bien superfluo, posee un bien robado".
San Jerónimo: "Quien quiera que posea más de lo necesario para vivir, deberá
dárselo a otro, y considerarse deudor de tanto como da".
San Cirilo de Alejandría: "Ni la Naturaleza ni Dios conocen ninguna diferencia
social de las que ha introducido la codicia humana".
San Basilio, el Grande: "¿Podemos ser más crueles que los animales, nosotros
que estamos dotados de razón? Porque ellos consumen en común los productos
de la tierra. En el mismo rincón de la montaña pacen los rebaños de carneros y
caballos. Pero nosotros nos apropiamos los bienes que deben pertenecer a todos.
El pan que te apropias es del que tiene hambre, del que está desnudo la vestidura
que guardas, del que va descalzo los zapatos de tu armario, del que no posee
nada el dinero que escondes".
Un último respiro, una pequeña mota de silencio, y con más furia golpeó el aire
como un alfange de filo la tremebunda voz de Santiago, ruda, fulminante, desde el
fondo de su Epístola:
"Llorad por la miseria que os aguarda a vosotros los ricos! Vuestras riquezas han
entrado en putrefacción! Vuestros lujosos trajes están roídos por los gusanos!
Herrumbosos están vuestro oro y vuestra plata! Habéis acumulado tesoros,
mientras guardábais en provecho vuestro el trabajo de los obreros que segaron
vuestros campos. La querella de los segadores ha subido a los oídos de Dios".
Llegado a este punto, la cosa para mí se hizo cíarísima. El coro de los santos
doctores se estaba refiriendo ²quién lo creyera!² al 9 de abril. Sí señores! Yo
había descubierto, sin saberlo, por una simple reminiscencia freudiana, a los
autores intelectuales del 9 de abril. Con qué saña los oí referirse a los
especuladores, a los de los dólares al 175, a los de las ganancias del 400 y el 500
por ciento, a los... Bueno! Ya no me queda más camino que darle traslado de mi
hallazgo a los de Scotland Yard. Que sigan por esa pista!
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Publicado en el semanario "Sábado", 10 de noviembre de 1945. Reproducido en la
revista + N° 6, Universidad de Antioquia, Colombia.
Por el año 20 el único café que existía en Bogotá era el Windsor. Era aquel un
típico café de una ciudad feudal. Así como no existía sino un café, sólo había tres
bancos, El Colombia, El Central y El Bogotá. La capital era una aldea. La chistera
y el levitón no habían aún desaparecido. Las mujeres usaban la mantilla y no
había para que pensar en que alguna, así fuese la más innovadora, tocase su
cabeza con la pastora que vino después a complementar la nueva silueta
femenina. Vestir de color hubiese sido un signo de rastacuerismo; todo el mundo
se ataviaba de negro. El tranvía de mulas, con su tintineo, su tropel de cascos y
los silbidos característicos del postillón, pasaba por la Calle Real como una
verdadera arriería metida entre rieles. La plaza de Bolívar, todavía empedrada, era
la estación principal de los coches de punto. Allí, sobre el pescante de las victorias
y las berlinas, los cocheros, de chistera y casaca, cabeceaban con sus largos
látigos en la mano, como practicando el rito de una pesca imposible, según decía
Tejada. No había entonces un sólo automóvil de servicio público. En la calle 13,
entre carreras 7ª y 3ª, entre el Windsor y el caserón colonial de los correos, los
chalanes hacían caracolear los magníficos caballos traídos de las haciendas de la
sabana. Aquel trayecto de ochenta metros escasos era lo que hoy es la esquina
de la carrera octava con la calle catorce. El vértice de la vida bursátil. Sólo que
entonces no había bolsa negra. Todos los negocios de la economía de aquel
tiempo (venta de bestias, de cosechas, transacciones de índole campestre) tenían
su mercado libre en este sector. Y en el Windsor, naturalmente, se festejaba el
cierre de los negocios. Generalmente, en torno al café tinto, al que tanto le debe la
economía nacional, se verificaban estos lazos de unión que luego se sellaban con
el famoso brandy Hennessy tres estrellas, compañero de los triunfos durante las
guerras civiles en Colombia. Era el licor chic, en todas nuestras aldeas. El whisky
no había aparecido todavía.
Indudablemente, algunos factores que nada tenían que ver con la transformación
que se operaba en Colombia, contribuyeron a aproximarnos unos a otros. Carlos
Pellicer, el poeta mexicano, había sido enviado a estudiar en Colombia por la
federación de estudiantes de México, en un rasgo de aproximación americanista,
que por supuesto a nosotros se nos hacía insólito y que quedó sin reciprocidad
como era lógico que ocurriera en el ambiente de un gobierno conservador que ni
siquiera se dio cuenta de la presencia de Pellicer. Entre los estudiantes
desorganizados y sin aspiraciones, el significado de la presencia de Pellicer entre
nosotros pasó igualmente inadvertido, de modo que su misión tuvo su cabal
cumplimiento entre los grupos de intelectuales que por entonces comenzaban a
aparecer en Colombia. Pellicer, naturalmente no nos influenciaba con su poesía
porque él se hallaba en el mismo período de iniciación que nosotros. Pero sus
habitaciones, en el tercer piso del edificio Liévano, fueron antes que el Windsor,
nuestro lugar de reunión habitual, cuando Tejada aún no había llegado a la capital.
Allí sellamos amistad con León de Greiff, Rafael Maya y Rafael Jaramillo Arango,
que ya tenían obra y habían publicado versos. Con Germán Pardo García, Pérez
Amaya y Octavio Amórtegui. Con José Enrique Gaviria y Alejandro Navas, Rafael
Vásquez, José Silva y yo íbamos ligados por una indisoluble amistad. De esa
misma época data la amistad de algunos de nosotros con el poeta Eduardo López,
que ya por entonces había escrito unos de sus más populares versos. Eduardo
López editaba por esa época su famosa e insuperable obra "Almanaque de los
hechos colombianos", que recogía en no menos de dos mil páginas un verdadero
compendio de la república en todas sus actividades. Y allí nos publicó Eduardo
López a Rafael Vásquez y a mí nuestras primeras producciones poéticas. Era
aquel para mí un período primerizo en que difícilmente me debatía con la
influencia parnasiana. Recuerdo que mi publicación en el "Almanaque" era un
soneto alejandrino intitulado "Cleopatra", en el cual, como es lógico, figuraban la
trirreme y Marco Antonio, y en el que sostenía muy heredianamente, que las
palmas de la mano de la egipcia llevaban en la M la inicial del amante latino.
Tejada llegó a Bogotá ya bien avanzados los fenómenos que nos arrojaban por los
caminos de una nueva promoción de literatos y artistas, aunque es bueno advertir
que esos profundos hechos no nos dábamos cuenta, y sólo ahora se nos
presentan con la claridad que jamás tuvieron para nosotros. Nada sabíamos de la
conexión existente entre el palpitar angustioso del mundo de la postguerra y
nuestra aparición en la escena colombiana. Aún hoy mismo no ha sido estudiado
en qué forma aquel período de ansiedad universal vino a perturbar la tranquilidad
de muerte de la vida nacional, arremansada en siglos pretéritos. Aún hoy mismo
no se han analizado esos resortes ocultos que sacaron al país de su marasmo y lo
colocaron desde entonces en la línea de progreso que lo llevó a la transformación
política del año 30. Pero nosotros (hoy lo comprendemos) veníamos como nuncios
de esos hechos. Fuimos la generación, que a pesar de carecer del idioma político
apropiado, vaticinamos con nuestra sola actitud de iconoclasticismo literario la
ruina de la hegemonía. Quizá ninguno de nosotros hubiera podido explicar en qué
momento los fenómenos de la postguerra nos colocaban ante una tarea, que
solamente podíamos resolver en el campo estrictamente literario.
Confieso que cuando le ví la primera vez sentí cierta repulsión hacia su facha
estrambótica. Iba arrebujado en un abrigo negro, con el brazo izquierdo colgado
de un pañuelo, también negro, de cuyo trapecio salía, no una mano, sino un atado
de trapos. El gran tirolés negro, tragado hasta los ojos, no conseguía cubrir del
todo los vendajes que le ceñían la frente y le cruzaban el ojo izquierdo. Acababa
de salir de la clínica. Unos carniceros lo habían atacado una noche de juerga, por
haberse interpuesto para defender a un amigo, y lo habían dejado tendido en el
suelo, completamente tasajeado a cuchillo. Jamás se le oyó la menor
recriminación contra sus amigos ni contra sus atacantes.
Al día siguiente de mi primer encuentro con él, estaba yo sentado a mi mesa en el
Windsor, cuando vi entrar a Tejada. Pensé que la presentación fugacísima del día
anterior y mi ninguna prestancia intelectual pues yo estaba inédito y él no conocía
mis versos, no le permitirían saludarme con deferencia, y fingí no verlo. Pero
Tejada se llegó hasta mi mesa y me saludó con el cariño y la familiaridad más
asombrosos, como si hiciera años que alimentáramos la más perfecta amistad. Su
naturalidad desarmó mi aprensión. Esa fue la primera admiración que me causó
este hombre, y desde entonces la más profunda y noble amistad nos envolvió
hasta su muerte.
Fue esta la época de ³El Sol´, periódico que tenía por directores a Luis Tejada y
José Mar, y que se editaba en una imprenta situada en la planta baja del edificio
Montaña, frente a la plaza de mercado de Las Nieves. Este periódico, cuatro años
anterior a la revista de ³Los Nuevos´, fue el primer órgano de la nueva generación
colombiana. Allí aparecimos algunos de los poetas y escritores que después, ya
muerto Tejada, hicimos parte de la agrupación de ³Los Nuevos´. El períodico de
³El Sol´, que no tuvo una vida larga, fue también el período socialista de Luis
Tejada. Era un socialismo que no se atrevía a separarse del partido liberal y que
encontraba asidero para esta actitud en el propio pensamiento de Benjamín
Herrera, para quien el socialismo, como lo dijo públicamente en varias ocasiones,
era algo consubstancial con la entraña misma del liberalismo colombiano. Tejada
no estaba muy convencido de ello; él creía que era necesario la aparición de un
partido independiente, pero aceptaba de buen grado la simpatía que Herrera
mostraba por el periódico, y la deferente atención que el gran caudillo ofrecía al
movimiento juvenil que pugnaba por cristalizar en ³El Sol´. No fueron pocas las
veces que vimos al general Herrera preferirnos en el trato frente a líderes
connotados del liberalismo, y en una o dos ocasiones su interés por nosotros se
mostró en ayuda monetaria para el periódico. De aquella época, guardo todavía
como recuerdo imborrable la figura magnífica de este extraordinario ejemplar
humano, poderoso y terrible, inconmovible y como tallado en piedra berroqueña,
ante el cual los grandes se veían pequeños. Herrera era un hombre de tan
acendrado dominio, de una tan increíble concreción de personalidad, que más que
un hombre parecía un mito. Lo primero que se sentía ante Herrera, por reflejo, era
el orgullo de ser colombiano, porque en él se hacía tangible la comprensión de un
pueblo grande hoy y mañana y siempre. Pueblo que produce esta clase de
hombres es un gran pueblo. Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía
que nuestros amigos me llamaran "l¶enfant gáte" de Tejada. Por las tardes siempre
nos citábamos para irnos a casa. El trabajaba en El Espectador y yo en el Banco
de Londres. Una tarde, mientras yo lo esperaba en la esquina de la catorce con la
séptima, salió del periódico y se vino precipitadamente a mi encuentro, diciéndome
sin saludarme: "Aquí en esta casa está en este momento un ruso que quiere
hablar con nosotros. Ahí hay una reunión de obreros liberales, que lo han citado
para que los oriente sobre la posición de los trabajadores en las próximas
elecciones. Subamos. Cuando termine nos vamos con él y charlamos. Esto puede
ser muy interesante". La casa de que hablaba Tejada era la misma en que hoy
está "La Cigarra". El ruso no era otro que Silvestre Sawinsky.
Un día me llamó Tejada con mucho sigilo para decirme que habían inventado un
grado superior, el último al que sólo tenían acceso los elegidos, pues había ciertas
cosas que no se podían tratar delante de algunos camaradas, en los cuales no se
tenía la suficiente confianza. Me advirtió que mi iniciación allí se había fijado para
una sesión especial, como en efecto ocurrió. Por entonces Tejada ya vivía en una
casa de la calle doce, casi contra el paseo Bolívar. En un cuarto oscuro, iluminado
apenas por una vela de sebo, se efectuó la ceremonia de mi ingreso al más alto
grado. De pie, en torno de una mesa, se hallaban Tejada, Sawinsky, José Mar,
Moisés Prieto y Diego Mejía. Sobre la mesa reposaban los símbolos de la
purificación y la fe del comunista, consistentes en la constitución rusa, el programa
del partido y, encima, una pistola, alegoría de la violencia revolucionaria y a la vez
del castigo que esperaba al traidor. El juramento consistía en un largo
interrogatorio escrito, que Sawinsky leyó aquella noche, con su particular acento
ruso. Se hablaba en voz baja. Tejada se transfiguraba por completo, y a la escasa
luz de la vela se le veía poseído de la más intensa emoción. A Sawinsky le
temblaba levemente el labio inferior. La respiración de todos parecía contenida. El
interrogatorio llegó a aquello de "jura usted no hacer diferencia de razas?", y yo
respondí : lo juro; "jura usted no hacer diferencia de nacionalidades?", y yo
respondí lo juro. Pero cuando se me dijo: "Jura usted no hacer diferencia de
sexos?", dí inmediatamente el grito, separándome del grupo. "No, me es imposible
jurar eso", exclamé. La estupefacción se apoderó de todos. Tejada me miraba con
angustia escrutadoramente. "Por qué no juras?", me dijo con un tono de ruego. Yo
les dije "Lo de la supresión de la diferencia de sexos no lo juro, porque por
pepiciego que uno esté siempre sabe quién es hombre y quién es mujer". Todavía
oigo las carcajadas de José Mar y las recriminaciones de Tejada, que no concebía
que se llevara ningún espíritu ligero a semejante ambiente de solemnidad y de
misterio.
La conexión con los obreros es capítulo aparte. Este se tornó muy pronto en
nuestro insoluble problema central. Habíamos conseguido a un obrero de la
construcción, Manuel Avella, y a Lozada, un maquinista del ferrocarril. Pero
necesitábamos las grandes masas. Una comisión compuesta por José Mar y
Prieto, que enviamos a Girardot, meca entonces del socialismo, había fracasado.
Entonces resolvimos todos salir a la conquista de las masas. Se nos había dicho
que en el paseo Bolívar por las tardes, se reunían muchos obreros, pues allí se
hacía una venta de comestibles calientes y era el mejor sitio para encontrarlos en
conjunto. Hacia allá nos dirigimos, pasando por el barrio de Las Aguas siempre en
busca de obreros, que no hallamos por el camino. Arriba, evidentemente, se
agitaba una muchedumbre desharrapada, en una especie de feria o de fiesta, en
torno a las ollas humeantes. Al frente teníamos el espectáculo de la ciudad, con su
rumor de órgano, y más allá, hasta el confín verde de la sabana. Nos acercamos a
los trabajadores, pero no sabíamos cómo abordarlos, qué decirles, cómo entrar en
conversación con ellos. Casi ni nos miraban. Estaban muy atareados en su
comida, comprando aquí y allá centavos de cosas. Entonces, cuando ya íbamos a
fracasar del todo, Tejada se acercó a nosotros diciéndonos: "Bueno, bueno
hagamos una colecta para esta gente". Y vaciamos nuestros bolsillos, para que los
obreros pudieran comer un poco mejor aquella tarde. Después, descendimos del
paseo Bolívar, sin haber podido hablar ni una sola palabra con aquellos obreros
sobre nuestros propósitos, pero felices de haberlos ayudado en algo. Sólo oímos
que uno de ellos rezongó algo sobre los electoreros que van a buscarlos con
obsequios cuando quieren sus votos. Juro que esta escena me ha ayudado
extraordinariamente a comprender a Charlot.
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Tengo el gusto de comunicar a mis biógrafos que vivo en el único cuarto alto que
hay en mi casa. Una casa con sólo una habitación de segundo piso es harto rara
si pensamos que apenas habrá dos de éstas en toda la ciudad. No voy a describir
lo que hay en mi cuarto. Me limitaré a decir que todo en él es pobre. Un ropero
pendiente de un clavo, oblicuo por esto en la pared, donde todas las noches, al
regresar, cuelgo mi sobretodo que ya empieza a tener parecido conmigo. Una
cama, una cama dormida como cualquier otra cama del mundo. Y además de
muchos objetos insignificantes, una mesa vulgar y coja sobre la cual hay varias
hileras de libros. Encima de una de estas hileras, un reloj que anda al estricote,
maltrata las horas de un modo doloroso.
Todo, excepto los libros, a los que amo con un amor humano, como si fueran
personas, vale muy poco o no vale nada. Iba a decir de la escalera, que está ahí,
detrás de la puerta, y que es como la cola de mi cuarto; iba a decir lo que hace
mucho viene mortificándome y que años ha tuve la intención de someter a una
encuesta: ² ¿Cree usted que las escaleras tienen la intención de subir o la de
bajar? Yo lo iba a decir, pero Ramón, el más ilustre de los Ramones que en el
mundo han sido, según cálculo aproximado, pero no promedial, se ha apoderado
de la idea antes que yo. A veces también tengo ideas y, sin embargo, no soy un
escritor. No me acuerdo haber urdido nunca una mentira. Lo que ahora voy a decir
es tan cierto, tan cierto pero inverosímil como, por ejemplo, la muerte del infalible
pontífice.
Si dije al principio dónde vivo y cómo es mi cuarto, lo hice porque así lo necesito
para mi historia. Confieso que me he distraído en cosas que no vienen a cuento y
que todo lo anterior se podría suprimir, lo que no hago, sin embargo, porque creo
que fue Stendhal quien me pidió que le pusiera este marco a mi narración.
A veces, por breves instantes, dejaba su labor para mirar a un punto determinado,
invisible para mí, y entonces, con extraordinaria claridad descubrí que su rostro
reflejaba la expresión de la persona que yo no veía. Esto determinó en mí una
invencible curiosidad: la de estudiar a las personas de la casa a través de ese
rostro, en el cual se veía todo como en un espejo.
Por este medio supe que allí había un hombre severo y pronto pude darme
cuenta de que era su marido, porque en el rostro que ella copiaba se advertía la
expresión de la posesión, pero de la posesión desdeñada. "Te poseo y por eso te
desprecio", decía aquel rostro severo. Al contrario de éste, el otro rostro que
conocí aquella mañana de sol era el de un hombre dulce y joven, un tanto triste,
cuya expresión, de un sentimentalismo semi-risueño, decía claramente: "Te amo".
Así, durante meses, asomado por momentos a la puerta de mi cuarto, con los
codos en el tejado vecino, acumulé paulatinamente detalles, gestos, rictus de
amor y de odio, rasgos de cara melancólica, sonrisas, recriminaciones, todo el
cúmulo de sentimientos que pasaba alternativamente por la faz hermosa de la
mujer. En un cuadernillo llevé nota minuciosa de todo esto por separado; es decir,
que cuando uno de estos caracteres era severo se lo apuntaba al marido y cuando
era dulce iba a completar la personalidad del otro hombre. Llegué a definirlos con
tal exactitud que pude saber hasta su estatura. Por una relación entre el piso y la
mirada de ella calculé que su marido tenía aproximadamente un metro con setenta
centímetros y que el joven no pasaba de un metro con sesenta.
En una de esas ausencias tuvo lugar algo que clausuró definitivamente mi libreta
de apuntes. Era una noche clara, como ha habido pocas en el mundo. Por sobre
los tejados ²lejos² se veían las copas de los árboles y en la rama de un
eucaliptus recortábase la luna. Sobre el patiecillo vecino la sombra de una palma
era una araña enorme, negra, que movía las patas. Serían las dos de la mañana.
Reinaba un silencio de sombras. Yo subía la escalera, de regreso de mi paseo
nocturno, y ya iba a entrar a mi cuarto cuando oí voces en la casa vecina. Por un
instante volvió la calma en la que se sentía la respiración de la noche. Pero luego,
un grito bestial hizo trizas el reposo. Se oyó una carrera precipitada y la mujer, en
bata de dormir, llegó hasta el extremo del corredor. Estaba desgreñada. En su
rostro pude ver alternativamente al agrio marido y al amante romántico.
De pronto hubo un silencio, grande como una piedra. Creí llegado el momento. La
mujer palideció, sus facciones se desencajaron y las pupilas, desmesuradamente
abiertas, se inmovilizaron en el blanco. Esto solo duró un segundo y pensé que la
partícula de tiempo era más que suficiente para comprender que aquello era el
reflejo de la cara del muerto.
Pero no fue así. Las expresiones de los dos hombres se refractaron en la suya,
con sus características propias; y en los días siguientes volvieron a pasar por el
rostro de la mujer hermosa la faz severa del marido y la dulce del hombre
melancólico. Me veo en la necesidad de consignarlo así en honor a la verdad. Tal
vez esto desaliente al lector. A mí me ocurrió lo mismo. Lancé al aire las páginas
de mi libreta de apuntes, que volaron como hojas de un calendario, y no volví a
fisgonear hacia el patio de la casa vecina. ¿Para qué? Pero... ¿qué espectáculo es
capaz de mantener nuestra curiosidad ²vulgar o no² durante meses enteros? Si
algo de esa curiosidad he podido transmitir al lector, me sentiré pagado por el
fracaso de este relato.