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León Tolstói

El primer paso
I

En todos los actos de su vida debe el hombre emplear cierto método, sin el cual, los fines que
persigue no pueden ser alcanzados. Así debe hacerse, ya se trate de cosas materiales o espirituales.
Tan imposible será al panadero hacer pan si no amasó la harina y calentó el horno, como no podrá
el hombre que aspire a una vida moral realizar su sueño, si no ha conseguido previamente adquirir
aquellas diversas cualidades cuyo conjunto hace que se diga del que las posee: «Es un hombre de
una vida moral intachable.» Será preciso además que, para adquirir estas cualidades, siga una
marcha lógica y ordenada; que empiece por las virtudes fundamentales, y que suba uno tras otro los
escalones que han de llevarle al fin que anhela.
En todas las doctrinas morales, existe una escala que, como dice la sabiduría china, va de la tierra
al cielo y cuya ascensión no puede realizarse de otro modo que empezando por el primer escalón.
Prescriben la misma regla los bramines, los budhistas y los partidarios de Confucio; hállase también
en las doctrinas de los sabios de Grecia.
Todos los moralistas, así los deístas como los materialistas, reconocen la necesidad de una
sucesión definitiva y melódica en la asimilación de las virtudes sin las cuales no hay vida moral
posible. Esta necesidad se desprende de la misma esencia de las cosas, y parece, por lo tanto que
todos debieran aceptarla. Pero ¡cosa extraña!, desde que el cristianismo se ha convertido en
sinónimo de Iglesia, la conciencia de esta necesidad tiende a borrarse y sólo la conservan los ascetas
y los frailes.
Entre los cristianos laicos, se admite que un hombre pueda poseer virtudes superiores sin haber
empezado por adquirir aquéllas que, normalmente, debieran haber hecho conquistar las primeras:
algunos van más lejos aún, y pretenden que la existencia de vicios perfectamente determinados de
un individuo no le impiden poseer al propio tiempo muy altas virtudes.
Ha resultado de esto que hoy, entre los laicos, la noción de la vida moral está, si no perdida, muy
embrollada por lo menos.

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II

Esto ha ocurrido, a juicio mío, del siguiente modo:


El cristianismo, remplazando al paganismo, sentó, en principio, una moral más exigente; pero
esta moral, como la del paganismo, sólo podía conseguirse después de haber recorrido todos los
grados de la escala de las virtudes.
Según Platón, la abstinencia era la primera cualidad que importaba adquirir. Venía después el
valor, la sabiduría y la justicia, la cual, según su doctrina, era la más alta virtud que puede un
hombre poseer. La doctrina de Jesucristo enseñaba otra progresión: el sacrificio, la fidelidad a la
voluntad divina, y, por encima de todo, el amor.
Los hombres que se han convertido seriamente al cristianismo, y que han tratado de llevar una
vida moral cristiana, empezaron sin embargo por adoptar el primer principio de la doctrina pagana,
absteniéndose de lo superfluo.
No se crea que el cristianismo se apropiaba en tal caso lo que el paganismo había predicado antes
que él. No se me diga que rebajo el cristianismo, equiparando su alta doctrina al bajo nivel de la
pagana. Sería injusto; reconozco que la doctrina cristiana es la más alta que existe y no la comparo
al paganismo.
Precisamente porque la doctrina cristiana es superior a la de los paganos la suplantó; pero no por
ello hay que dejar de reconocer que una y otra encaminan al hombre hacia la verdad y el bien, y
como ambas cosas son inmutables en el fondo, el camino que a ellas conduce debe ser único. He
aquí por qué los primeros pasos que se dan en tal camino deben ser forzosamente iguales, ya se
trate de cristianos o de paganos. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre ambas doctrinas? Es que, al
revés de la doctrina pagana, que por su misma naturaleza es limitada, la cristiana tiene una
tendencia continua hacia la perfección.
Platón, por ejemplo, estableció como modelo de perfección la justicia; y Jesucristo escogió la
perfección indefinida: el amor. «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.»
En esto reside la diferencia. Y por lo tanto, las diferentes relaciones de las enseñanzas de los
paganos y cristianos hacia los diferentes grados de la virtud.
Según el paganismo, antes de conseguirse la virtud más alta, los grados intermedios que se
alcanzan tienen una importancia relativa: cuanto más altos son, mayor suma de virtud precisan.
Resulta de ello que, desde el punto de vista pagano, se puede ser más o menos virtuoso o más
menos vicioso.
Según la doctrina cristiana, se es o no virtuoso. Se puede ser virtuoso con más o menos rapidez,
pero a nadie se reputa como tal hasta que ha cumplido sucesivamente todos los requisitos necesarios
para ello.
Voy a explicarme. Para los paganos, el hombre prudente es virtuoso; pero aquél que a la
prudencia añade el valor, lo es más que el otro, y si a estas dos cualidades se añade el sentimiento
de la justicia, se alcanza la perfección. El cristiano, por el contrario, no puede ser superior ni
inferior a otro moralmente, pero es tanto más Cristiano, cuanto más rápidamente anda por el camino
de la perfección, sea cual fuere el grado en que se halló en un momento dado; de modo que la virtud
estacionaria de un fariseo es menos cristiana que la del ladrón, cuya alma se halla en pleno
movimiento hacia el ideal y que se arrepiente en la cruz.
Tal es la diferencia entre ambas doctrinas. El paganismo considera la abstinencia como una
virtud, cuando el cristianismo no la admite más que como un medio de encaminarse hacia el
sacrificio, condición primera de una vida moral.
Sin embargo, no todos los hombres consideran la doctrina de Jesucristo como una tendencia
continua hacia la perfección; la mayoría la ha comprendido como una doctrina redentora; la
redención del pecado por la gracia divina, transmitida por la Iglesia, entre católicos y ortodoxos, y
la creencia en la redención entre los protestantes y calvinistas. Esta doctrina ha hecho desaparecer la

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sinceridad y la seriedad de la actitud de los hombres respecto de la moral cristiana. Los
representantes de estos organismos pondrán predicar hasta la saciedad que tales medios de
salvación no impiden al hombre aspirar a una vida moral, sino que, por el contrario a ello le
inducen; pero ciertas situaciones engendran por sí mismas ciertas conclusiones, y ningún argumento
podrá impedir que los hombres las acepten.
He aquí por qué el hombre que esté imbuido en esta creencia de redención, no tendrá energía
suficiente para asegurar su salvación por medio de sus propios esfuerzos: hallará mucho más
sencillo aceptar el dogma que se le ha enseñado, y esperar que la gracia divina le perdone las faltas
que haya podido cometer.
Esto es lo que ha ocurrido a la mayoría de los adeptos del cristianismo.

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III

Tal es la causa principal de la relajación de las costumbres. ¿Para qué conformarse con ciertos
hábitos? ¿Para qué privarse de tal o cual cosa, ya que el resultado ha da ser el mismo? ¿Para qué
dejar costumbres agradables, ya que la recompensa ha de venir de todos modos?
Recientemente ha publicado el Palpa una encíclica sobre el socialismo. En este documento, el
jefe de la Iglesia, después de una pretendida refutación de la doctrina socialista sobre la ilegitimidad
de la propiedad, dice expresamente que «nadie tiene la obligación de socorrer al prójimo si no tiene
más que lo necesario para sí o su familia, si, o para hacerlo, ha de disminuir en algo aquello que
exigen las conveniencias mundanas. Nadie, en efecto, debe vivir prescindiendo de tales
conveniencias». (Esto está tomado de Santo Tomás: Nullus enim inconveniénter débet vívere.)
«Pero después de haber satisfecho las necesidades y las conveniencias exteriores —dice al fin la
encíclica—, deber es de todos dar lo superfluo a los pobres.»
Así predica el jefe de la Iglesia más extendida hoy día; así predicaban los Padres de la Iglesia,
que creían insuficiente la salvación por medio de la acción.
Junto a la predicación, de esta doctrina egoísta, que prescribe dar al prójimo aquello que no le es a
uno necesario, se predica el amor a ese mismo prójimo, y siempre se citan con énfasis las célebres
palabras pronunciadas por Pablo en el capítulo XIII de su primera Epístola a los corintios.
Aun cuando la doctrina evangélica esté llena de llamamientos a la abnegación, y afirme que esta
virtud es la primera de las condiciones para alcanzar la perfección cristiana; aun cuando se diga que
«quien no lleve su cruz, quien no reniegue de su padre y su madre, quien no arriesgue su vida...»,
estos hombres persuaden a los demás de que no es necesario, para amar al prójimo, sacrificar
aquello a que se está acostumbrado, y que basta dar lo que se juzgue conveniente.
Así hablan los Padres de la Iglesia, y por lo tanto, aquellos que rechazan la doctrina de la Iglesia
(en todo lo que se refiere a manifestaciones exteriores del culto) piensan, hablan y escriben de igual
manera que los librepensadores. Estos hombres creen y hacen creer a los otros que, sin necesidad de
refrenar sus pasiones, se puede servir a la humanidad y llevar una conducta moral.
Los hombres, después de rechazar las prácticas paganas, no han sabido asimilarse la verdadera
doctrina cristiana; no han admitido la marcha progresiva en el camino de la virtud, y han
permanecido estacionarios.

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IV
En otro tiempo, antes de la aparición del cristianismo, todos los grandes filósofos, empezando por
Sócrates, creyeron que la primera de las virtudes que debían adquirirse, era la abstinencia, y que
querer adquirir otra sin poseer ésta, era imposible.
Es evidente, en efecto, que el hombre que no sabe contenerse es fácil presa para todos los vicios,
y no puede llevar una vida moral. Antes de pensar en la generosidad, en el amor, en el desinterés, en
la justicia, es necesario que el hombre aprenda a dominarse y que sea bastante fuerte para vencer
sus apetitos.
Tal como hoy se mira, todo esto es inútil; tenemos la convicción de que el hombre puede llevar
una existencia completamente moral, y, sin embargo, dejarse arrastrar por su pasión por el lujo y los
placeres.
Parece que, sea cual fuere el punto de vista —utilitario, pagano o cristiano— en que uno se
coloque, el hombre que explota por su propio gusto el trabajo, y a menudo el trabajo más penoso de
los demás, obra mal, y que ésta es la primera costumbre que debe rechazar, si aspira a llevar la
existencia propia de un hombre honrado.
Desde el punto de vista utilitario, es una mala acción, pues, obligando a los demás a trabajar para
él, se halla siempre el hombre en una situación deplorable: se acostumbra a satisfacer sus pasiones,
y se convierte en su esclavo, ya que las gentes que trabajan para él lo hacen con celos y
descontento, y sólo esperan una ocasión favorable para librarse de esa necesidad.
Por consiguiente, el hombre se encuentra siempre expuesto a quedarse con costumbres
inveteradas, que en un momento dado quizás no pueda satisfacer.
Desde el punto de vista de la justicia, es también una mala acción, porque está mal aprovechar
para su placer el trabajo de individuos que, por esta sola condición, no pueden permitirse la
centésima parle de los goces que contribuyen a procurar al que los emplea.
Desde el punto de vista del amor cristiano, parece superfluo demostrar que el hombre que
realmente ama a su prójimo, lejos de servirse del ajeno trabajo, debe dar, por el contrario, una parte
de su actividad para contribuir al bienestar de los demás.
Estas exigencias del interés, de la justicia y del amor, las desdeña por completo nuestra sociedad.
Según la doctrina dominante hoy día, el aumento de los beneficios se considera como cosa
deseable, como un indicio de desarrollo intelectual, de civilización y de perfección.
Los hombres que se llaman instruidos estiman, que estas costumbres de lujo, que esta tendencia a
al refinamiento, son indicio cierto de una superioridad moral que confina con la virtud. Cuantas más
necesidades tienen, más refinados son y más valen.
La poesía descriptiva y las novelas del último y penúltimo siglo corroboran lo que decimos.
¿Cómo se pinta a los héroes y heroínas que representan el ideal de la virtud? En la mayoría de los
casos, los hombres que deben representar algo noble y elevado, desde Childe-Harold hasta los
últimos héroes de Félier, Trolop y Maupassant, son parásitos que devoran con su lujo el trabajo de
millares de hombres, mientras que ninguno de ellos es útil para nada ni a nadie.
En cuanto a las heroínas, no son más que cortesanas que proporcionan más o menos placer a los
hombres, y que derrochan el trabajo ajeno en provecho de su lujo.
Recuerdo que, cuando escribía novelas, se me ofrecía una dificultad casi insuperable; contra ella
luché y luchan aún hoy cuantos novelistas tienen conciencia de lo que es la belleza moral verdadera;
esta dificultad consiste en descubrir el tipo del hombre del gran mundo idealmente bueno y bello, y
al propio tiempo conforme a la realidad.
La descripción del hombre y de la mujer del gran mundo no será verdadera sino cuando el
personaje se presente en el medio ambiente que le es propio; es decir, en el lujo y la ociosidad.
Desde el punto de vista moral, ese personaje resulta poco simpático, pero hay que presentarle de
modo que lo sea. Esto es lo que los novelistas tratan de hacer, como yo traté de hacerlo igualmente.
¿Para qué tanto trabajo? Los lectores habituales de esas novelas, ¿no tienen casi siempre un nivel
moral parecido al del héroe que se les describe? ¿No tienen también las mismas inclinaciones e
iguales costumbres? ¿Para qué entonces tantos cuidados para hacerles simpáticos los Childe-Harold,

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los Oneguine, los de Camors, puesto que ya se hallan inclinados a considerarlos como perfectos?

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V
Prueba irrefutable de que los hombres de hoy día no consideran la abstinencia pagana y la
abnegación cristiana como cualidades deseables y buenas, es la educación que se da a los niños: en
vez de procurar hacerlos fuertes y valerosos, se los y se los acostumbra a la ociosidad.
Hace mucho tiempo que pensé escribir el cuento siguiente:
Una mujer, ofendida por otra, y deseando vengarse de ella, le roba su único hijo. Va a casa de un
hechicero y le pregunta cómo podrá vengarse más cruelmente de su enemiga por medio de su hijo.
El hechicero le aconseja que lleve al niño a un punto que le indica y le promete una terrible
venganza. La mala mujer sigue el consejo, pero no pierde de vista al niño; después, con gran
sorpresa, advierte que ha sido recogido por un hombre sin herederos. Vuelve a casa del hechicero y
le abruma a reproches; él le contesta que no ha llegado aún la hora, y que hay que esperar. Sin
embargo, el niño crece entre el lujo y la abundancia; la mala mujer está estupefacta, pero el
hechicero le aconseja que espere. En efecto, llega un momento en que su venganza resulta tan
terrible, que la mala mujer acaba por compadecer a su víctima. El niño, que ha crecido entre
riquezas, se arruina, y entonces empieza para él una serie de privaciones y de padecimientos físicos
contra los que no puede luchar, y que ha de soportar con indecible pena. Por una parte, nobles
aspiraciones le impulsan a llevar una vida regular, y por otra, siente la impotencia de su carne
debilitada por el lujo y la ociosidad.
Es una lucha sin esperanza, una caída continua, cada día más profunda; luego la borrachera como
medio de olvido, y por fin, el crimen, la locura o el suicidio.
En verdad que la educación de algunos niños de nuestra época inspira terror. Tan sólo los más
implacables enemigos de esos niños podrían tomarse tanto trabajo, para inculcarles la imbecilidad y
los vicios que deben a sus padres, y muy especialmente a sus madres; y aumenta el horror, cuando
vemos los resultados que esta educación produce y los estragos que hace en el alma de los niños,
tan cuidadosamente corrompida por sus padres. Se les inculcan costumbres refinadas; no se les
enseña a dominar sus inclinaciones. Sucede entonces que el hombre, lejos de sentirse atraído por el
trabajo y de sentir amor por su obra, teniendo conciencia de lo que ha hecho, se acostumbra por el
contrario a la ociosidad, al desprecio de todo trabajo productivo y al derroche.
Pierde la virtud de la primera noción que debe adquirirse antes que otra: la prudencia; y entra en
la existencia donde se predica y parecen apreciarse las altas virtudes de la justicia, del amor y de la
caridad. Dichoso aún si es mozo, de una naturaleza débil moralmente, si no sabe discernir la
moralidad en las apariencias de la moralidad, si puede contentarse con la mentira, que es ley de la
sociedad entera. Si así sucede, todo marcha bien, y el hombre que tiene el sentido moral
adormecido, puede vivir dichoso hasta su último día
Pero no siempre ocurre así, sobre tono en estos últimos tiempos, cuando la conciencia de la
inmoralidad de tal existencia vibra en el aire, y hiere a pesar de todo en el corazón. Sucede que,
cada vez más a menudo, aparecen los principios de la verdadera moral, y empieza entonces una
penosa lucha interior, un padecimiento que rara vez acaba con ventaja para la moral.
Comprende el hombre que su vida es mala, que debiera cambiarla de todo en todo, y trata de
hacerlo; pero entonces los que han soportado ya igual lucha, sucumbiendo en ella, se lanzan desde
todas partes sobre el que traía de cambiar su existencia y se esfuerzan en persuadirle de la inutilidad
de su brega, procuran probarle que la continencia y la abnegación no son necesarias para ser bueno,
y que puede ser un hombre útil y recto, a pesar de entregarse a la gula, al lujo, a la ociosidad y hasta
a la lujuria. Esta lucha tiene, por regla general, un fin lamentable, ya sea que el hombre se someta a
la opinión general, y cese de escuchar la voz de su conciencia y recurra a subterfugios para
justificarse, ya luche, sufra, enloquezca o se suicide. Es raro que, entre todas las tentaciones que le

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rodean, un hombre de nuestra sociedad comprenda que existe y que ha existido durante millares de
años una verdad primitiva para todos los hombres prudentes; que, para llegar a una existencia
moral, es preciso, ante todo, dejar de tener mala conducta, y que, para alcanzar una alta virtud, es
necesario adquirir la de la abstinencia y de la posesión de sí mismo, como pensaban los paganos, o
la virtud da la abnegación, como prescribe el cristianismo.

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VI
Acabo de leer las cartas de nuestro muy erudito señor Ogarev, el desterrado, a otro erudito, el
señor Herzen. En ellas, el señor Ogarev expresa sus pensamientos íntimos, sus tendencias más
elevadas, y en seguida se advierte que finge algo. Habla de la perfección, de la sana amistad, del
amor, del culto de la ciencia, de la humanidad... Y poco después, en igual tono, escribe que a veces
irrita a un amigo suyo en cuya casa vive, porque «vuelvo a veces embriagado o porque paso largas
horas con un ser caído, pero encantador»...
Simpático, de gran talento, de grande erudición, este buen señor no imagina que comete una falta
—estando casado y esperando a cada instante el parto de su mujer—, por el simple hecho de
emborracharse y de pasar el tiempo en compañía de una mujerzuela. No le ha pasado siquiera por el
magín que mientras no haya empezado a luchar y dominado en parte, cuando menos, sus tendencias
a la embriaguez y a la lujuria, no tendrá derecho a pensar en la amistad, en el amor, ni mucho
menos en un culto cualquiera.
No sólo no lucha contra tales vicios, sino que se le antojan encantadores y no lo impiden, ni
mucho menos, su tendencia hacia la perfección; y lejos de ocultarlos a su amigo, ante quien desea
parecer bajo su mejor aspecto, hace gala de ellos.
Así se obraba hace cincuenta años. He conocido aún a esos hombres, he conocido a Ogarev y a
Herzen y a muchos que se les parecían, educados todos de igual modo. En todos ellos se notaba
una ausencia absoluta de método y de perseverancia; mostraban un deseo ardiente de perfección, y
en cambio se entregaban al libertinaje más desenfrenado. Creían, sin embargo, que esto no les
impedía llevar una existencia moral, y que podían realizar, a pesar de todo, acciones buenas y hasta
grandes.
Ponían en un horno frío harina sin amasar, y creían que el pan se cocería. Y cuando en sus
últimos días advirtieron que el pan no cocía, es decir, que su existencia no tenía ningún resultado
útil, les pareció aquello el golpe terrible del destino.
Tal destino es terrible, en efecto. Esta situación trágica de los Herzen, Ogarev y otros hiere aún
hoy día a gran número de hombres, que se creen instruidos y que han conservado iguales opiniones.
El hombre tiende a tener buenas costumbres; pero la regularidad necesaria para ello no existe en la
sociedad actual. Como los Ogarev y Herzen, de hace cincuenta años, la mayoría de los hombres
actuales creen que una vida refinada, una alimentación abundante, los placeres y la lujuria no
impiden llevar una existencia moral. Pero es probable que no consigan su objeto, ya que se sienten a
lo mejor pesimistas y dicen: «Es una situación trágica la del hombre.»
Lo sorprendente es que estos hombres sepan que la distribución de los placeres entre los hombres
es desigual, que consideren esta desigualdad como un mal, que quieran remediarlo, y que, sin
embargo, no cesen de tender al aumento de esos placeres.
Obrando así, estos hombres se parecen a gentes que, entrando en un huerto, se apresuran a coger
toda la fruta que está al alcance de su mano, a pesar de que desean establecer un reparto más
equitativo de ella, y que, sin embargo, continúan apoderándose de cuanto pueden.

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VII
El error de que hablamos es tan incomprensible, que estoy cierto de que las generaciones
venideras no comprenderán lo que los hombres de nuestra época entendían por «vida moral», al
afirmar que el glotón, el degenerado, el libertino, el ocioso de las clases ricas llevaban una vida
moral.
En efecto, bastaría abandonar la manera habitual de considerar la vida que llevan las clases ricas,
y mirarla, no ya desde el punto de vista cristiano, sino pagano, o desde el punto de vista de la
justicia más elemental, para convencerse de que ante esta violación de las leyes más sencillas y
primitivas de la justicia, leyes que los mismos niños no se atreverían a violar en sus juegos, y entre
las cuales vivimos, no puede pensarse en una existencia moral. ¡Cuántas veces nos servimos, para
justificar nuestra mala conducta, de la afirmación que quiere que un acto contrapuesto a las
costumbres de la vida habitual no resulta natural, sino que indica el deseo de exhibirse ,y os por lo
tanto una mala acción! Esta argumentación parece inventada para que los hombres no abandonen
jamás su mala conducta Si nuestra vida fuese siempre justa, toda acción conforme a tal vida sería
forzosamente justa, y si nuestra vida no es sino medianamente buena, hay otras tantas
probabilidades para que toda acción que no está conforme con el parecer general sea buena o mala;
si, en fin, nuestra vida es mala, como la de las clases directoras, es imposible hacer una buena
acción sin comprometer la marcha regular de nuestra vida.
La moralidad de ésta, según la doctrina pagana y hasta la cristiana, no puede definirse más que
por la relación, en el sentido matemático, del amor hacia sí con el amor hacia el prójimo. Cuanto
menos amor se siente por sí mismo, menos cuidados y trabajos se exige de los otros, y cuanto más
amor se siente por el prójimo, más se trabaja en favor suyo y más moral es la vida.
Así entendían y entienden la buena vida todos los sabios de la humanidad y todos los verdaderos
cristianos; igual la comprenden todas las gentes sencillas. Cuanto más el hombre da al prójimo, y
menos exige para sí, más cerca está de la perfección. Cuanto menos da a los otros, y más exige para
sí, más se aleja de la perfección.
Si cambiáis el centro de gravedad de una palanca acercándolo al brazo más corto, a consecuencia
de ello, no sólo el brazo más largo será más largo aún, sino que el brazo corto será también más
corto. De igual modo, si el hombre, teniendo cierta facultad de amar, aumenta el amor a sí mismo y
los cuidados egoístas, disminuye a consecuencia de ello la posibilidad del amor y de los cuidados
que debe dedicar a los otros, no sólo en la cantidad de amor que acumula sobre sí mismo, sino en
proporciones mucho mayores. En vez de dar de comer a los otros, el hombre se come ese exceso, y
por lo mismo, no sólo disminuye la posibilidad de dar ese exceso, sino que, estando ahíto, se priva
de la posibilidad de pensar en los demás.
Para ser capaz de amar a los otros, no hay que amarse a sí mismo de un modo exclusivo. Pero,
por regla general, pensamos que amamos a los demás, y en realidad sólo los amamos de palabra, no
de hecho. Olvidaremos dar comida y techo a los demás; no nos olvidaremos de nosotros mismos. Y
he aquí por qué, para amar realmente a los otros, hay que aprender a olvidarse de comer y de
dormir, como lo hacemos para con los demás.
Decimos: «Un buen hombre», y «lleva una conducta moral», de un hombre refinado,
acostumbrado al lujo. Un hombre así puede ser bueno, pero no llevar una conducta moral, como un
cuchillo del mejor temple no puede cortar si no está afilado. Ser bueno y tener buenas costumbres
quiere decir: dar a los otros más de lo que se recibe. El hombre acostumbrado al lujo, no puede
hacerlo, primero, porque sus necesidades no se lo permiten, y después, porque consumiendo cuanto
los otros le dan, se debilita y queda inútil para todo trabajo.
El ser humano (hombre o mujer) duerme en una cama con colchón de muelles, dos colchones de

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lana, dos sábanas, fundas de almohadas, almohadas mullidas; junto a la cama tiene una alfombrilla
para proteger sus pies contra el frío, aun cuando gaste zapatillas, y en la mesita de noche los
accesorios necesarios para que no tenga necesidad de ir más lejos; puede satisfacer sin moverse,
todas sus necesidades; todo ello no basta... Las ventanas están protegidas por cortinas, a fin de que
la luz no le impida dormir, y duerme hasta la saciedad.
Todo se ha previsto para que en invierno tenga calor, o en verano fresco, y para que no le
molesten el ruido, las moscas y otros insectos; duerme, y al despertar, halla agua caliente y fría para
el baño y para afeitarse. Le preparan té o café, bebidas excitantes que toma tan pronto se levanta; las
botas altas, las botinas, los zapatos de caucho que ensució la víspera, están ya limpios y relucen
como el cristal, sin una chispa de polvo. Le limpian también los trajes que llevó la víspera, de los
que tiene colección completa, no sólo los de invierno y verano, sino para primavera y otoño, para
los días lluviosos, muy cálidos o húmedos, etc. Se le prepara ropa blanca recién lavada, almidonada,
planchada, con botoncitos y ojales a los que pasan revista unos criados que se dedican
exclusivamente a ello. Si el hombre es activo, se levanta temprano, es decir, a las siete de la
mañana, pero siempre dos o tres horas después que los que han tenido que arreglarlo todo para él.
Además de los preparativos, de los trajes para el día y de las mantas y colchas para la noche, hay
aún la bata y las zapatillas para cuando se levanta. Cuando se lava, se limpia y se peina, emplea para
ello multitud de cepillos, jabones y gran cantidad de agua (muchos ingleses, y las mujeres sobre
todo, se muestran orgullosos, no sé por qué, de emplear mucho jabón y usar mucha agua). Después,
el hombre se viste, se peina ante un espejo especial, además de los que hay en casi todas las
habitaciones. Toma cuanto necesita: los lentes, un pañuelo para sonarse, un reloj con cadena, aun
cuando dondequiera que vaya encontrará relojes; se provee de toda clase de moneda, de calderilla,
de oro, de billetes de llanca, de tarjetas con su nombre impreso —lo cual le dispensa del trabajo de
escribirlo— de un librito de memorias, de un lápiz, etcétera.
En cuanto a la mujer, todo resulta más complicado aún: el corsé, el peinado, las alhajas, los
cintajos, los cordones, las horquillas, los alfileres, la borla..., etc.
Cuando se acaban los cuidados del tocador, empieza el día, por regla general comiendo: se toma
café o té con gran cantidad de azúcar, se comen bollos, pan de primera calidad con manteca, y a
veces jamón. Los hombres, en su mayoría, fuman Cigarrillos o cigarros, mientras leen el periódico
que acaban de traerles; después de ensuciar la habitación, se deja a los demás el cuidado de
limpiarla.
Se acude a la oficina o a los negocios, se da un paseo en coche, luego se come generalmente
carne de animales sacrificados, de reses, de aves, de pescados; después viene la comida, también
muy substanciosa: dos o tres platos para los más parcos, los postres, el café; después los naipes, la
música, el teatro, la lectura o la conversación, hundidos en muelles sillones, a la luz viva o atenuada
de las bujías, del gas o la electricidad; otra vez té, otra vez comida, es decir, la cena, y de nuevo la
cama, bien hecha, calentada, con sábanas limpias y el vaso de noche reluciente. Tal es la jornada del
hombre que lleva una vida arreglada y de quien se dice, si tiene un carácter suave, que posee hábitos
de orden y que es hombre de buenas costumbres.
Pero la vida moral es la del hombre que cuida de su prójimo; ¿y cómo un hombre acostumbrado a
tal existencia pueda cuidarse de aquél? Antes de pensar en el bien debo dejar de hacer el mal, y, sin
embargo, contando todo el mal que hace a los hombres a veces sin advertirlo, Veréis que está lejos
de alcanzar su objeto.
Sería mejor para él, física y moralmente, acostarse en el suelo, envuelto en su manto como Marco
Aurelio. ¡Cuánto trabajo y cuidados evitaría así a los que lo rodean! Podría acostarse y levantarse
más aprisa, y no tendría que pensar ni en la luz por la noche, ni en las cortinas por la mañana.
Podría dormir con la misma camisa que llevaba durante el día, andar descalzo por las habitaciones y
el patio, lavarse con el agua del pozo, vivir, en una palabra, como viven todos sus criados. Conoce,

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sin embargo cuánto trabajo les cuesta a ellos las diversas ocupaciones que su comodidad exige.
¿Cómo, pues, semejante hombre puede hacer nada bueno, sin abandonar su vida de lujo?
No puedo menos de repetir siempre lo mismo, a pesar del silencio frío y hostil con que se acogen
mis palabras.
Un hombre moral que goza de todas las comodidades, y basta el hombre de la clase media —
excepción hecha del hombre rico que gasta para sus caprichos centenares de jornadas de trabajo
cada veinticuatro horas—, no puede vivir tranquilo sabiendo que todo aquello de que goza es fruto
del trabajo, de generaciones obreras, oprimidas bajo el peso de una existencia abrumadora y que
mueren ignorantes entregadas a la borrachera y al libertinaje, medio salvajes, en las minas, en las
fábricas, en los talleres, al pie del arado, produciendo los objetos que sirven para el hombre de
condición superior. Yo, que escribo esto, y vosotros que me leeréis, tenemos una alimentación
suficiente, a menudo abundante, delicada, aire puro, vestidos de invierno y de verano, toda clase de
distracciones, diversiones durante el día, y reposo completo por la noche. Y junto a nosotros vive el
pueblo trabajador que no tiene alimentación ni habitación sana, ni vestidos suficientes, ni
distracciones, y que, muy a menudo, no goza ni siquiera del descanso, durante la noche; viejos,
niños, mujeres, extenuados por el trabajo, por las noches sin sueño, por las enfermedades, se ven
obligados durante su vida entera a trabajar para nosotros, a producir los objetos de lujo que no han
de poseer ellos, y que para nosotros constituyen no una necesidad, sino una superfluidad.
He aquí por qué un hombre bueno, y no digo un cristiano, sino un amigo de la humanidad o
sencillamente de la justicia, no puede por menos de anhelar cambiar su vida, y dejar de servirse de
los objetos de lujo producidos por los obreros en tales condiciones.
Si el hombre siente realmente piedad por aquellos de sus semejantes que producen el tabaco, lo
primero que debe hacer es dejar de fumar, pues, persistiendo en su vicio, obliga a la producción del
tabaco y compromete su salud.
Lo mismo puede decirse de todos los objetos de lujo. Si el hombre no puede abstenerse de comer
pan, a pesar del penoso trabajo que éste le cuesta, es porque, mientras no hayan cambiado las
condiciones en que trabaja, no puede conquistarlo sin gran esfuerzo. Pero cuando se trata de cosas
inútiles y superfluas, si siente lástima por el prójimo que produce tales objetos, lo mejor que puede
hacer es renunciar a ellos.
Pero los hombres de nuestro tiempo no piensan así; aducen toda clase de argumentos, menos el
que naturalmente se le ocurre a todo hombre sencillo Según ellos, es absolutamente inútil
abstenerse de tal lujo, y se puede compadecer el estado de los obreros, pronunciar discursos y
escribir libros en su favor, y continuar al propio tiempo aprovechando el trabajo que consideramos
perjudicial para ellos.
Hay gentes que dicen que se puede aprovechar el trabajo abrumador de los obreros, porque si
ellos no se sirven de él, otros se servirán. Esto equivale a decir que se debo beber hasta el vino
adulterado, porque, si uno no lo bebe, otros lo beberán.
Hay quien dice que el goce del lujo producido por los obreros, es muy útil a éstos mismos,
porque así les damos dinero, es decir, la posibilidad de vivir. ¡Cómo si no se les pudiera procurar
esta posibilidad de otro modo que produciendo objetos perjudiciales para ellos, e inútiles para
nosotros!
Según otros, todo oficio que desempeñe un hombre, empleado, sacerdote, labrador, fabricante,
comerciante, es, en virtud de la división del trabajo, tan útil, que rescata todas las penas de los
obreros de que se aprovechan esos pretendidos economistas.
Uno está al servicio del Estado; otro, al de la Iglesia; el tercero, al de la ciencia; el cuarto, al del
arte; el quinto sirve al servidor del Estado, de la Iglesia, o del arte, y todos están convencidos de que

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lo que dan a los hombres equivale a lo que de ellos toman.
Sin embargo, si se escucha la opinión de tales gentes acerca de sus virtudes recíprocas, se ve que
todos están lejos de valer lo que consumen. Dicen los empleados que el trabajo de los propietarios
no está en relación con lo que gastan; los propietarios dicen lo mismo del negociante; ésta del
empleado, etc, pero esto no los desconcierta, y continúan persuadiendo a los demás de que cada
cual aprovecha el trabajo ajeno en la medida de lo que él mismo da. Se sigue de ahí que no es el
trabajo lo que reglamenta los salarios, sino que, según los salarios, se mide el trabajo. He aquí lo
que pretenden, pero en el fondo saben perfectamente que tales justificaciones no son verdaderas,
que ninguno de ellos es verdaderamente útil a los obreros, y que no se aprovechan del trabajo de
éstos según el principio de la división del trabajo, sino simplemente porque no pueden obrar de otro
modo, y porque están de tal modo pervertidos, que no pueden renunciar a ese principio.
Todo ello proviene de que los hombres creen que se puede llevar una existencia moral sin haber
adquirido progresivamente las facultades necesarias para llevar tal existencia.
La primera de estas facultades es la abstinencia.

13
VIII
Sin la abstinencia, no hay vida moral posible. Para alcanzar una vida moral, deba poseerse tal
virtud.
Si, en la doctrina cristiana, la abstinencia va comprendida en la noción de la abnegación, no por
eso la progresión varía, y ninguna virtud cristiana es posible, sin la abstinencia.
Pero esta virtud nunca se alcanza de pronto; precisa una progresión.
La abstinencia significa la liberación del hombre de la lascivia y su sumisión a la prudencia; el
hombre tiene numerosas pasiones, y para luchar con ventaja, debe empezar por las fundamentales,
por aquéllas que engendran otras más complicadas, y no empezar por estas últimas, que sólo son la
consecuencia de las primeras.
Hay pasiones complicadas como las del lujo de las mujeres, el juego, los placeres, la
charlatanería, la curiosidad, y hay otras fundamentales: la glotonería, la ociosidad, la lujuria.
En la lucha contra las pasiones no hay que empezar por el fin; es decir, contra las pasiones
complicadas se debe empezar por las que dan origen a las otras, y aun así, en gradación definida por
la naturaleza misma de esas pasiones y por la tradición de la sabiduría.
El hombre glotón es incapaz de luchar contra la pereza, y el ocioso y glotón a un tiempo no podrá
jamás luchar contra la pasión por la mujer. He aquí por qué, según todas las doctrinas, la tendencia
hacia la abstinencia empieza por la lucha contra la glotonería, empieza por el ayuno.
En nuestra sociedad, la primera virtud, la abstinencia, está en absoluto olvidada y también se
desconoce la progresión necesaria para adquirir tal virtud; nadie se cuida del ayuno; se le considera
como una superstición estúpida y absolutamente inútil
Y, sin embargo, así como la primera condición de una vida moral es la abstinencia, la primera
condición de la abstinencia es el ayuno.
Se puede desear ser bueno y soñar con practicar el bien sin ayunar; pero en realidad, esto es tan
imposible como andar sin estar en pie.
La gula, por el contrario, es el primer indicio de una vida licenciosa, y desgraciadamente, tal
indicio distingue a la mayoría de los hombres de nuestro tiempo.
Mirad los rostros y los cuerpos de los hombres de nuestra sociedad; todos esos rostros con las
barbas y las mejillas colgantes, esos miembros harto gordos y el abdomen prominente, hablan de
una vida licenciosa. ¿Cómo podía ser de otro modo? ¿Preguntáis cuál es el móvil principal de su
vida? Por muy extraño que esto os parezca el principal móvil de la mayoría de los hombres de
nuestra sociedad, es la satisfacción del paladar, la satisfacción de comer, la voracidad. Desde los
más pobres a los más ricos, la voracidad constituye el objeto principal de la existencia. El pueblo
trabajador sólo constituye la excepción, en la medida que la necesidad le impide entregarse a una
pasión tan baja Tan pronto como tiene medios y tiempo, imitando lo que hacen las clases altas,
se proporciona los manjares más agradables, y come y bebe cuanto puede.
Cuanto más puede comer, más dichoso se cree, y más fuerte y más sano. Las clases altas le
confirman en tal convicción, puesto que así consideran una alimentación abundante.
Ved la vida de los ricos; escuchad sus conversaciones. ¡Qué asuntos tan elevados les interesan!
La filosofía, la ciencia, el arte y la poesía, la distribución de la riqueza, el bienestar del pueblo, la
educación de la juventud; pero, en realidad, todo es vana palabrería. Hablan de ello de pasada, entre
sus verdaderas ocupaciones y las comidas, cuando tienen el estómago lleno y ya no pueden comer
más. El único, el verdadero interés de los hombres y de las mujeres, sobre todo, desde que acaba su

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juventud, es la comida ¿Cómo comer? ¿Qué comer? ¿Cuándo? ¿Dónde? No hay una solemnidad,
una alegría ni una inauguración que no se celebre con un banquete.
Ved a los viajeros. En ellos se ve mejor lo que digo. « ¡Museos, bibliotecas, Parlamentos, qué
interesante es esto! ¿Y dónde comeremos? ¿Dónde se come mejor?» Mirad los hombres cuando se
reúnen para comer, y los veréis bien vestidos, perfumados, en torno de una mesa adornada con
flores. ¡Con qué alegría se frotan las manos y sonríen!
Si se examinara el fondo del alma para saber lo que deseaba la mayoría de los hombres, se vería
que es la satisfacción de su apetito. ¿En qué consiste el castigo más cruel, desde la infancia? ¡En ser
condenado a pan y agua! ¿Cuál es el criado mejor pagado? ¡El cocinero!
¿Cuál es el principal cuidado de un ama de casa? ¿De qué se habla la mayoría de las veces entre
mujeres de la clase media? Y si las conversaciones de la alta sociedad no son de igual índole, se
debe a que sus individuos tienen un mayordomo que cuida exclusivamente de la comida. Pero tratad
de privarles de tal comodidad, y veréis de qué hablarán de continuo. Solamente hablarán de la
alimentación, del precio de las becadas, del mejor modo de hacer café, bollos y golosinas. Sea
cualquiera el motivo con que se reúnan los hombres, boda, bautizo, entierro, consagración de un
templo, recepción de un viajero, encuentro agradable, presentación de la bandera, fiesta aniversaria,
muerte o natalicio, de un gran sabio, de un pensador, de un moralista, diríase que los intereses más
elevados de que hablan, no son, sino un pretexto, porque todos saben que se comerá bien, que se
beberá, y que para eso se han reunido.
Muchos días antes de esta fiesta, se sacrifican aves y otros animales; se traen cestos de
comestibles, y los cocineros, los ayudantes, las pinches de cocina, con sus delantales blancos,
«trabajan» atareados. Los cocineros, que cobran quinientos rublos por mes, dan órdenes; y sus
ayudantes trinchan, amasan, lavan, disponen y adornan. Los mayordomos, con aire solemne, lo
calculan y examinan todo, a fuer de verdaderos artistas. El jardinero prepara las flores, las criadas la
vajilla...; todo un ejército de criados trabaja; se gasta el producto de millares de jornadas de trabajo,
para celebrar la memoria de un gran hombre o de un amigo difunto, o para festejar la unión de dos
jóvenes.
En las clases media o inferiores ocurre lo mismo. La gula usurpa de tal modo el lugar del
verdadero objeto de la reunión, que en griego y en francés, una misma palabra, noce, sirve para
designar a un tiempo el matrimonio y el jolgorio. Pero, por lo menos, entre los obreros, no se trata
de disimular tal sentimiento. Los ricos, el contrario, consideran tales ágapes como una satisfacción
dada al uso y a las conveniencias. Dicen que los aburren tales comidas: pero si tratáis de darles, en
vez de guisos exquisitos, algo más sencillo, cocido, por ejemplo, veréis qué cisco arman; lo cual
demuestra que, en realidad, sólo piensan en la gula.
La satisfacción de una necesidad tiene límites, el placer no. Para satisfacer el estómago, basta
comer pan, sopas o arroz; mientras que, para contentar la gula, no existe límite para las salsas y
otros ingredientes.
El pan es un alimento necesario y suficiente; y la prueba está en que millones de hombres fuertes,
ligeros, sanos, y que trabajan mucho, viven sólo de pan.
Pero es mejor comer el pan mezclado con otros alimentos. Es mejor mojarlo en caldo de carne; es
preferible también poner en ese caldo distintas legumbres; y aun mejor, comer carne, y no hervida,
sino asada, con manteca y mostaza, y rociar todo esto con vino tinto. Ya no se tiene hambre; pero
todavía se puede comer pescado con salsa, y beber, para acompañarlo, vino blanco. Cuando parece
que ya no se puede comer, ni más grasas, ni más carnes, se acude entonces a los postres. En verano,
hielo; en invierno, compotas, confituras, etc., etc. He aquí una comida modesta El gusto que
proporciona esta comida se puede aumentar todavía, y esto es lo que ocurre. Se toman aperitivos y
entremeses, y se presentan toda clase de guisos agradables, y para regalar la vista y los oídos, flores,

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adornos, música.
¡Y cosa singular! Los hombres que comen así a diario, y ante cuya comida, el festín de Baltasar
que provocó la cólera divina, sólo se componía de bazofia, están cándidamente persuadidos de que
pueden, a pesar de ello, llevar una existencia moral.

16
IX
El ayuno es condición necesaria de una vida moral; pero en el ayuno, como en la abstinencia, no
se sabe por dónde empezar. ¿Cómo se ayuna? ¿Qué hay que comer? ¿Qué intervalo debe dejarse
entre las comidas? Así como no se puede trabajar sin método de un modo serio, de igual manera no
se puede ayunar sin saber por dónde ha de empezar la abstinencia. La idea de ayunar con método
parece estúpida y ridícula a la mayoría
Recuerdo con qué orgullo me decía un evangelista opuesto al ascetismo monástico: «Vuestro
cristianismo no estriba en el ayuno y las privaciones, sino en los biftecs; generalmente, el
cristianismo y la virtud se armonizan con el biftec.»
Durante las prolongadas tinieblas, y en ausencia de todo guía pagano o cristiano, han penetrado
en nuestra existencia tantas nociones salvajes e inmorales, que no es difícil comprender la
insolencia y la locura que encierra la afirmación que acabo de citar.
Si no nos inspira horror tal afirmación, es porque miramos sin ver y escuchamos sin oír. No hay
olor, por asqueroso que sea, a que el hombre no se acostumbre. No hay ruido a que no se habitúe, ni
canallada que no mire con indiferencia. De manera que no se fija en aquello que admiraría a un
hombre no acostumbrado a tales cosas. Lo mismo ocurre en la esfera moral.
Visité hace poco los mataderos de Tula. Están construidos según un nuevo modelo
perfeccionado, como en las grandes ciudades, de modo que los animales muertos padezcan lo
menos posible.
Hace mucho tiempo ya que leyendo el excelente libro «Ethics of Diet», sentía deseos de visitar
los mataderos, para asegurarme por mí mismo de la esencia del problema de que se habla cuando se
trata del vegetarianismo; pero me ocurría algo parecido a lo que se nota cuando se sabe que se va a
experimentar un padecimiento agudo que uno no puede impedir. Aplazaba siempre mi visita.
Pero recientemente hallé en el camino un matarife que iba a Tula. Era un obrero poco hábil y su
cometido consistía en dar la puntilla. Yo le pregunté si no le daban lástima las reses.
— ¿Qué sacaría de ello? Así como así, tengo que matarlas.
Pero cuando le dije que no es necesario comer carne, la cual constituye un alimento de lujo,
convino conmigo en que verdaderamente era de sentir.
—Pero ¿qué hacerle? Hay que ganarse la vida, Antes, temía matar: mi padre no mató jamás ni
una gallina.
En efecto, a la mayoría de los rusos les repugna matar, sienten lástima, y expresan tal sentimiento
por la palabra «temor». El también temía, pero dejó de temer, y me explicó que el viernes era el día
de más trabajo.
Tuve recientemente una conversación con un soldado, carnicero, que también se admiró al decirle
yo que era una lástima matar. Me contestó que es una costumbre necesaria; pero finalmente,
convino en que da lástima, y añadió:
—Sobre todo cuando la res se encuentra resignada y mansa, cuando va al degolladero con toda
confianza. Sí, inspira mucha piedad.
¡Es horrible! Horribles son, en efecto, no los padecimientos y la muerte de las reses, sino el hecho
de que el hombre, sin ninguna necesidad, calle su sentimiento elevado de simpatía hacia seres
vivientes como él, y sea cruel venciendo su repugnancia. ¡Cuán profunda es en el corazón del
hombre la prohibición de matar a un ser viviente!
Un día que volvíamos de Moscú, unos cosecheros que iban al bosque nos llevaron en sus carros.

17
Era el jueves santo; yo estaba sentado en la delantera del carro, junto al carretero, que era robusto,
sanguíneo, grosero: evidentemente, era un labriego aficionado a la bebida. Entramos en una aldea, y
vimos, con perdón sea dicho, un cerdo cebado, blanco rosado, que sacaban de una casa para
matarlo. Chillaba de un modo desesperado, con gritos que parecían humanos: en el momento
preciso en que pasábamos por allí, empezaban a degollarle. Un hombre le hundió el cuchillo en la
garganta. Los gruñidos del cerdo fueron más fuertes y agudos; el animal se escapó chorreando
sangre. Soy miope, y no vi todos los detalles de la escena: vi únicamente un cuerpo sonrosado como
el de un hombre y oí los gruñidos desesperados. El carretero miraba todo aquello sin apartar la
vista. Cogieron de nuevo al cerdo, le derribaron y remataron. Cuando cesaron sus gritos, el carretero
lanzó un profundo suspiro:
— ¿Cómo puede Dios permitir esto?
Tal exclamación demuestra el profundo asco que inspira al hombre la matanza. Pero el ejemplo,
la costumbre de la voracidad, la afirmación de que Dios admite tales cosas, hacen que los hombres
pierdan por completo, ese sentimiento natural.
Era un viernes. Fui a Tula, y encontrando a un amigo mío, hombre bueno y sensible, le rogué que
me acompañara al matadero.
—Sí, he oído decir que está muy bien montado y me gustaría verlo; pero si matan no iré.
— ¿Y por qué no? Precisamente eso es lo que quiero ver; ya que se come carne, hay que ver
cómo se mata a las reses.
—No, no puedo.
Es de notar que mi amigo es cazador, y que por lo tanto mata también.
Llegamos. Apenas en la puerta, sentíase ya un olor fuerte, repugnante, de putrefacción como el de
la cola de carpintero.
Cuanta más adelantamos, más crece tal olor. El edificio es de ladrillo rojo muy grande, con
bóvedas y altas chimeneas. Entramos por la puerta cochera. A la derecha hay un gran patio cercado,
que tiene una superficie de un cuarto de hectárea. Allí es donde, dos veces a la semana, amontonan
el ganado vendido. En el extremo de este patio, está la portería: a la izquierda, dos naves con
puertas ojivales; el suelo es de asfalta, formando doble pendiente, y allí hay aparatos especiales para
colgar las reses muertas.
Junto a la portería, estaban sentados en un banco seis matarifes, que llevaban los delantales
manchados de sangre, con las mangas también sanguinolentas, arremangadas, mostrando sus brazos
musculosos. Habían terminado ya su trabajo medía hora antes, de modo que aquel día sólo pudimos
ver la nave vacía. A pesar de las puertas abiertas, sentíase un olor nauseabundo de sangre caliente;
el suelo era obscuro, reluciente, y en las regueras había sangre coagulada.
Uno de los matarifes nos explicó de qué modo se mata, y nos enseñó el sitio en que se verifica tal
operación. No la comprendí del todo, y me formé una idea falsa, pero terrible del degüello; pensaba,
como ocurre a menudo, que la realidad me causaría menos impresión que lo imaginado, poro estaba
en un error.
Otra vez llegué al matadero a buena hora. Era el viernes anterior a la Pascua de Pentecostés, en
un día caluroso de junio; el olor a sangre era aún más fuerte que la otra vez y se trabajaba de firme;
el gran patio estaba lleno de ganado y había muchas reses también en los cobertizos contiguos a la
nave central.
En la calle había carretas cargadas de bueyes, vacas y terneros.
En otros carros, tirados por buenos caballos, veíanse amontonadas terneras vivas, patas arriba.

18
Estos carros se acercaban al matadero y se descargaban.
Había aún otros carros con bueyes muertos cuyas patas se movían al compás de las sacudidas que
daba al vehículo, mostrando sus cabezas inertes, los pulmones rojos, y el hígado pardusco; todos
salían del matadero. Junto a la cerca había caballos de silla, pertenecientes a los ganaderos. Estos,
con sus largas blusas y el látigo en la mano, iban y venían por el patio, o marcaban con alquitrán las
reses que los pertenecían; regateaban el precio y vigilaban el transporte del ganado desde el patio al
cobertizo, y desde éste a la nave.
Toda aquella gente parecía preocupada por sus negocios y nadie se cuidaba de saber si era una
buena o una mala acción matar aquellas reses; tanto pensaban en ello, como se cuidaban de la
composición química de la sangre que corría por el suelo.
No había ningún matarife en el palio. Todos trabajaban. Aquel día se mataron unos cien bueyes.
Entré en la nave central y me detuve junto a la puerta; me detuve, porque en el interior apenas se
cabía, a causa del ganado que allí se amontonaba, y porque la sangre goteaba del techo, salpicando a
los matarifes. Si hubiera yo entrado, también me hubiera manchado el traje.
Unos hombres descolgaban a una res, otros hacían deslizar a otra sobre unos carriles y había a un
buey muerto, con las patas blancas, al que desollaba un matarife.
Por la puerta opuesta a la que yo estaba hacían pasar al mismo tiempo un buey rojo y gordo. Le
arrastraban. Apenas había salvado el umbral, cuando uno de los matarifes, armado con un hacha de
largo mango, le hirió en el cuello. Como si a un tiempo le hubieran cortado las cuatro patas, el buey
cayó pesadamente al suelo, se volvió de lado y movió convulsivamente las patas y la cola. Entonces
un matarife se echó sobre él, le cogió por los cuernos, hizo que la cabeza se bajara hasta el suelo, y
otro matarife le degolló. Por la abierta herida, la sangre, de un rojo obscuro, brotaba como de una
fuente, y la recogía en un barreño de metal, un niño salpicado de sangre. Entre tanto, el buey no
cesaba de mover y sacudir la cabeza y agitar convulsivamente las patas.
El barreño se llenaba rápidamente, pero el buey vivía aun y continuaba azotando el aire con las
pezuñas, lo cual obligaba a los carniceros a apartarse. Tan pronto como el barreño estuvo lleno, el
muchacho se lo colocó en la cabeza y lo llevó a la fábrica de albúmina, mientras otro niño traía otro
barreño que se llenaba a su vez.
El buey continuaba perneando desesperadamente. Cuando cesó de correr la sangre, el carnicero
levantó la cabeza del buey, y empezó a desollarlo; el animal aun se movía. Tenía la cabeza ya
desollada, roja, con las venas blancas, y tomaba la posición que le daban los matarifes. Colgaba la
piel a ambos lados, y el buey no cesaba de moverse. Otro carnicero cogió entonces al buey por una
pata, se la rompió y se la cortó: el vientre y las otras piernas se estremecían aún convulsivamente;
después; le cortaron los miembros restantes y los echaron en un montón con las piernas de los otros
bueyes del mismo ganadero. Luego arrastraron a la res hacia la polea y la colgaron. Entonces
únicamente es cuando el buey no dio señal de vida. De igual manera vi matar desde la puerta tres
bueyes más. A todos le hicieron la misma operación; a todos les cortaron la cabeza, cuya lengua
pendía entre los dientes; la diferencia consistía en que a veces el matarife no acertaba el golpe; el
buey se resistía, mugía y, chorreando sangre, trataba de escapar de manos de los carniceros.
Entonces le arrastraban hasta el centro de la nave, le herían de nuevo y caía.
Di la vuelta, y me acerqué a la puerta opuesta y vi repetir la misma operación, pero más de cerca
y con mayor claridad. Vi sobre todo lo que no había podido ver desde la otra puerta: de qué manera
se obligaba a los animales a entrar. Cada vez que cogían un buey del cobertizo y le arrastraban por
medio de una cuerda atada a los cuernos, el animal, oliendo la sangre, se resistía, mugía y
retrocedía; dos hombres no hubieran podido arrastrarle a la fuerza; y he aquí por qué, entonces, uno
de los matarifes se le acercaba, cogía al buey por la cola, se la retorcía y le rompía una vértebra; el

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animal adelantaba temeroso. Cuando hubieron acabado de matar los bueyes de un ganadero,
empezaron con los del otro.
El primer animal de esta nueva ganadería era un toro hermoso, robusto, berrendo en negro, y
botinero; un animal joven, musculoso, enérgico. Tiraron de la cuerda, bajó la cabeza y se detuvo
con decisión; pero el matarife marchaba detrás, y como un herrero que coge el mango de un fuelle,
cogió la cola, la retorció; crujieron las vértebras, embistió el toro tirando al suelo a los que sujetaban
la cuerda, y se detuvo de nuevo mirando a ambos lados con sus ojos negros llenos de fuego; de
nuevo crujió la cola, adelantó el toro, y entonces llegó a donde se quería; el matarife se acercó,
apuntó e hirió; el golpe mal dirigido, no hizo caer a las res, que agitó con fuerza la cabeza, mugió, y
sangrienta y furiosa se soltó y se echó hacia atrás. Todos los que estaban junto a la puerta huyeron;
pero los matarifes, acostumbrados al peligro, se apoderaron rápidamente de la cuerda, de nuevo
rompieron la cola y otra vez el toro se encontró en la nave, en el sitio requerido. Ya no pudo
escapar. El matarife apuntó rápidamente, halló el punto que quería, hirió, y el hermoso animal, lleno
de vida, cayó moviendo la cabeza y las piernas mientras le degollaban y desollaban.
— ¡Maldito diablo! No ha caído donde era preciso—murmuró el matarife, cortándole la piel de la
cabeza.
Cinco minutos después, la cabeza negra era roja, y aquellos ojos, que brillaban con tanta fuerza
cinco minutos antes, aparecían vidriosos y apagados.
Luego fui al sitio donde matan los carneros. Era una gran nave con el suelo asfaltado, y mesas
con respaldos, sobre las cuales se degüella a los carneros y terneras. En aquella cuadra impregnada
del olor de la sangre, había acabado el trabajo, y únicamente estaban dos matarifes. Uno de ellos
soplaba en la pierna de un carnero muerto y frotaba con la mano el vientre hinchado del animal; el
otro, que era mozo y llevaba el delantal lleno de sangre, fumaba un cigarrillo. Me siguió un hombre
que parecía un antiguo soldado. Llevaba un corderito de un día, negro, con una mancha en el cuello
y las patas atadas, y lo puso sobre una mesa.
El soldado, que se conocía que había ido muchas veces a aquel sitio, dio los buenos días y trabó
conversación explicando que tenía que pedir licencia a su amo. El mozo del cigarrillo se acercó
empuñando un cuchillo, y contestó que les daban permiso los días de fiesta. El cordero vivo estaba
tan inmóvil como el carnero muerto e hinchado con la diferencia de que agitaba vivamente la colita
y se le movían los costados más rápidamente que de costumbre. El soldado, sin hacer ningún
esfuerzo, apoyó la cabeza del animalito en la mesa, y el matarife, sin cesar de hablar, cogió con la
mano izquierda la cabeza del cordero, y le cortó el cuello. Agitóse la víctima, la cola se le puso
rígida, y cesó de moverse. El carnicero, mientras brotaba la sangre, encendió de nuevo el cigarrillo.
Cuando acababa de desangrarse, se agitó de nuevo el cordero, y la conversación continuó sin
interrumpirse un sólo instante.
¡Y las gallinas, y los pollos, que por millares se sacrifican a diario en las cocinas, y que con las
cabezas cortadas, chorreando sangre, se estremecen y baten las alas de una manera tan cómica como
terrible!
Y, sin embargo, la Señora de corazón sensible come ese volátil con la completa seguridad de su
derecho, afirmando dos opiniones que se contradicen: la primera, que está tan delicada, según le
aseguró su médico, que no podría soportar una alimentación exclusivamente vegetal, y que a su
débil organismo le hace falta la carne; la segunda, que es tan sensible, que no puede hacer padecer a
los animales, ni soportar la vista de sus padecimientos.
En realidad, esta pobre señora está débil, porque la han acostumbrado a nutrirse de alimentos
contrarios a la naturaleza humana; y no puedo dejar de hacer padecer a los animales, por la sencilla
razón de que se los come.

20
X
No se puede fingir ignorancia, porque no somos avestruces; no podemos creer que, si no
miramos, no sucederá lo que no queremos ver. Más imposible es aún no querer ver lo que
comemos.
Si por lo menos fuera necesario, o siquiera útil; ¡pero no!, para nada sirve1, a no ser para
desarrollar los sentimientos bestiales, la lujuria, la glotonería, la borrachera.
Esto está confirmado por el hecho de que los jóvenes buenos y puros, sobre todo, las mujeres y
las jóvenes, comprenden, de un modo instintivo, que la virtud no se armoniza con el biftec, y así,
cuando quieren ser buenos, abandonan el alimento animal.
¿Qué quiero probar? ¿Acaso que los hombres, para ser buenos, deben cesar de comer carne? No.
Quiero solamente demostrar que, para conseguir llevar una vida moral, es indispensable adquirir
progresivamente las cualidades necesarias, y que de todas las virtudes, la que primero hay que
conquistar es la sobriedad, la voluntad de dominar las pasiones. Tendiendo hacia la abstinencia, el
hombre seguirá, necesariamente, cierto orden bien definido, y en el tal orden, la primera virtud será
la sobriedad en la alimentación, el ayuno relativo.
Si busca seria y sinceramente el camino moral, lo primero que debe hacer el hombre es privarse
de comer carne; pues, además de que excita las pasiones, su uso es inmoral, porque exige una
acción contraria al sentimiento de la moralidad —el asesinato— que provocan la glotonería y la
voracidad.
¿Por qué la privación de la carne ha de ser la primera etapa hacia la vida moral?
Á esto se contesta perfectamente en el libro «The Ethics of Diet», no por un sólo hombre, sino
por toda la humanidad, en la persona de sus mejores representantes desde que la humanidad alcanzó
la edad de la razón.
«Pero ¿por qué si la inmoralidad de una alimentación animal fue conocida desde hace tanto
tiempo, no se ha llegado hasta ahora a tener conciencia de esa ley?» preguntarán aquéllos que
juzgan antes por la opinión corriente que por su propia razón. La respuesta es que el movimiento
moralizador que constituye la base de todo progreso, se cumple siempre lentamente, y que el indicio
de todo verdadero movimiento estriba en su carácter de perpetuidad y constante aceleración.
Tal es el movimiento vegetariano; este movimiento está expresado tan bien por todos los escritos
que se incluyen en el libro citado como por la existencia misma de la humanidad, la cual tiende más
y más, sin que lo advierta siquiera, a pasar de la alimentación animal al régimen vegetal y este
movimiento se manifiesta con una fuerza particular y consciente en el vegetarismo, que adquiere
cada vez mayor extensión.
Cada vez hay más hombres que renuncian al consumo de la carne en Alemania, en Inglaterra y en
América, y cada año aumenta en esos países el número de hoteles y posadas vegetarianas.
Este movimiento debe alegrar a los hombres que tratan de realizar el reinado de Dios en la tierra,
no porque el vegetarismo sea por sí minino un paso hacia ese reino, sino porque es el indicio de que
la tendencia hacia la perfección moral del hombre es seria y sincera, ya que esta tendencia implica
un orden invariable que le es propio y que empieza por la primera etapa.
Hay que regocijarse por ello, y esta alegría es comparable a la que deben experimentar los
1 Aquellos que lo duden, lean los numerosos libros escritos por médicos y sabios, donde se prueba que la carne es
necesaria como alimento. No se oiga a los médicos antiguos que preconizan el uso de la carne, porque la
preconizaron sus predecesores; únicamente lo hacen por testarudez, como se defiende todo lo viejo y pasado de
moda.

21
hombres que, queriendo alcanzar el piso más alto de un edificio, hubieran pensado primeramente mi
escalar la pared y advirtieran, por fin, que el medió más sencillo es empezar por el primer peldaño
de la escalera.

22

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