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EZRA POUND

EL ARTISTA SERIO

Es curioso que se nos pida reescribir En defensa de la poesía, de Sidney, en este año de gracia
1913. En los siglos intermedios, y antes de ellos, otros centros de civilización habían decidido
que el buen arte es una bendición y el malo algo criminal, y dedicaron tiempo a meditaciones a
intentar descubrir los medios para distinguir el arte verdadero del simulado. Mas sucede que en
Inglaterra hoy día, tanto en la época de Gosse como en aquella de Gosson, se nos pregunta si las
artes son morales. Se nos pide que definamos la relación de las artes con la economía, se nos
interroga sobre qué lugar corresponderá a las artes en la república ideal. Y es obvio que muchas
personas menos objetables que los Sidney Webb opinan que lo mejor sería la inexistencia de las
artes.
No obtengo gran placer de escribir en prosa sobre estética. Pienso que una obra de arte por sí
sola vale lo que cuarenta prefacios y otras tantas apologías. Pero me ha interrogado con fervor
una persona indudablemente de buena voluntad. Como si alguien me dijera: ¿Qué utilidad tienen
los espacios abiertos en esta ciudad, de qué sirven los rosales y por qué deseas plantar árboles y
disponer parques y jardines? Los hay que no se deleitan en estas cosas. La rosa brota más bella de
la garganta de algún César enterrado, y el cornejo con sus flores de cuatro pétalos (nuestro
cornejo, no el árbol al que ustedes llaman así) crece desde el corazón de Aucassin; o tal vez sólo
se trate de fantasías. Continuemos con el asunto de la ética.
Es obvio que no se obtendrá lo bueno para la mayoría mientras no sepamos de alguna manera
en qué debe consistir esa bondad. En otras palabras, debemos conocer qué tipo de animal es el
hombre antes de lograr para él un máximo de felicidad, o antes de decidir qué porcentaje podrá
tener de esa felicidad sin causarle un porcentaje demasiado grande de infelicidad a quienes lo
rodean.
Las artes, la literatura, la poesía son ciencias, tal como la química es una ciencia. Su tema es
el hombre, tanto la humanidad como el individuo. El terreno de la química es la materia en
cuanto a su composición.
Las artes nos dan un gran porcentaje de los datos perdurables e inexpugnables relacionados
con la naturaleza del hombre, del hombre inmaterial, del hombre considerado una criatura
pensante y sensible. Comienzan allí donde cesa la ciencia de la medicina o, más bien, traslapan
con esa ciencia. Las fronteras de ambas artes se entrecruzan.
La medicina nos informa que el hombre medra cuando adecuadamente bañado, aireado y
asoleado. De las artes aprendemos que ese hombre es caprichoso, que un hombre se diferencia
del siguiente. Que los hombres se diferencian entre sí como se diferencian las hojas en los
árboles. No se parecen entre sí como si fueran botones hechos por una máquina.
De las artes aprendemos las maneras en que el hombre se parece a ciertos otros animales y las
maneras en que de ellos se diferencia. Aprendemos que a menudo ciertos hombres se aproximan
a ciertos animales más que a otros hombres de composición diferente. Aprendemos que no todos
los hombres desean las mismas cosas y que, por tanto, sería injusto dar a todos los hombres dos
acres de tierra y una vaca.
Sería manifiestamente injusto tratar igual al avestruz y al oso polar, ya concedido que no sea
injusto tenerlos encerrados donde se los pueda conocer.
Una ética fundamentada en la creencia de que los hombres son diferentes a lo que son resulta
manifiestamente estúpida. Estúpido resulta aplicar esa ética como lo es aplicar leyes y morales
pertinentes para una tribu nómada, o para una tribu en algún estadio de barbarie, a personas
amontonadas en los barrios bajos de una metrópoli moderna. Así, en la tribu es conveniente
engendrar niños, pues cuantos más varones fuertes haya en el grupo menor la posibilidad de que
los varones de una tribu vecina nos hundan la cabeza a garrotazos, y cuantas más mujeres con
mayor rapidez crecerá la tribu. Al revés, es un crimen peor que el asesinato engendrar hijos en un
barrio pobre, engendrar hijos para los que no se hacen previsiones, sea en cuanto a su bienestar
físico o al económico. Este crecimiento no sólo aflige al niño nacido, sino que un crecimiento de
los pobres mantiene bajos los salarios. En este sentido, el obispo de Londres, en cuanto
fomentador de este tipo de crecimiento, es una variedad de criminal más bajo y bastante más
detestable que el vividor.
Cito esto como ejemplo de una injusticia que persiste debido a esa negativa continua a tomar
en cuenta un código ideado para un estado de la sociedad en su relación (la del código) con otro
estado de la sociedad. Es como si, en física o en ingeniería, nos rehusáramos a considerar la
fuerza designada para afectar una masa, en su relación (es decir, la de la fuerza) con otra masa
totalmente distinta de la primera, o en algún grado notable distinta de ella.
Así como puede haber injusticias debido al rechazo de considerar las vigencias de una ley en
relación con una condición social, pueden existir injusticias porque nos rehusamos a considerar
las vigencias de la composición de las masas a las que se las aplica.
Si todos los hombres desearan por encima de todas las cosas dos acres de terreno y una vaca,
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es obvio que el Estado perfecto sería aquel capaz de proveer a cada hombre con dos acres de
terreno y una vaca.
Si cualquier ciencia excepto las artes pudiera determinar con mayor precisión lo que un
individuo en verdad no desea, entonces esa ciencia sería de más provecho proporcionarle datos a
la ética.
De modo parecido, si cualesquiera ciencias excepto la medicina y la química pudieran
determinar cuáles cosas son compatibles con el bienestar físico, entonces esas ciencias serían de
mayor valor en proporcionarle datos a la higiene.
Lo cual nos lleva a la inmoralidad del arte malo. El arte malo es un arte inexacto. Es un arte
que entrega informes falsos. Si un científico falsifica un informe, sea de modo deliberado o por
una negligencia, lo consideramos un criminal o un mal científico, dependiendo de la enormidad
de la ofensa y, de acuerdo con esto, se lo castiga o se lo desprecia.
Si falsifica informes en un hospital de maternidad para conservar su posición y obtener de una
junta de gobierno ganancias o promociones, acaso evada el ser descubierto. Si declina hacer tales
falsificaciones, puede perder sus recompensas financieras y, en todo caso, su bajeza o gallardía
pasan desapercibidas, excepto para algunas personas. Sin embargo, no es un caso necesario de
defender. El lego decide sin tardanza, tras oír lo ocurrido, si el médico es de culpar o de alabar.
Si un artista falsifica su informe sobre la naturaleza del hombre, sobre tu propia naturaleza,
sobre la naturaleza de su ideal de perfección, sobre la naturaleza de su ideal de eso, aquello o lo
de más allá, sobre dios, si dios existe, sobre la fuerza vital, sobre la naturaleza del bien y del mal,
si bien y mal existen, sobre la fuerza con que cree o descree de esto, aquello o lo de más allá,
sobre el grado en el cual sufre o se alegra; si el artista falsifica sus informes sobre estas
cuestiones o cualquier otro asunto para adaptarse al gusto de su época, al decoro de la soberanía,
a las conveniencias de un código ético preconcebido, entonces ese artista miente. Si miente
llevado por la voluntad deliberada de mentir, si miente por descuido, por pereza, por cobardía o
por cualquier otro tipo de negligencia, de cualquier modo está mintiendo y por tanto debería
castigárselo o despreciárselo en proporción a la seriedad de su ofensa. Su falta es de la misma
naturaleza que la del médico y de acuerdo con su posición y la naturaleza de su mentira, es
responsable de futuras opresiones y de futuras ideas erróneas. Esto aunque sólo unos cuantos
conozcan sus mentiras o sus verdades. Esto aunque aquéllas se libren de censura y éstas de alabo.
Esto aunque sólo pueda castigárselo en el plano de su crimen, y tan sólo mediante el desprecio de
quienes conocen su delito. Tal vez signifique más bien mala educación que un delito. Sin
embargo, quizá nada peor para un hombre que saberse un canalla y saber que alguien más, una
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única persona que sea, lo sabe.
Diferenciamos muy claramente entre el médico que hace su mejor esfuerzo por un paciente,
que emplea medicinas en las que cree o que se encuentra en un páramo, por decir algo, donde el
paciente ninguna otra ayuda médica puede obtener. Diferenciamos muy claramente, digo, entre el
fracaso de ese médico y la acción de aquel otro que, ignorante de la enfermedad del paciente,
teniendo al alcance de la mano médicos más habilidosos, deliberadamente niega esa ignorancia
de la que está totalmente consciente, se rehúsa a consultar a otros médicos, intenta evitar que el
paciente tenga acceso a médicos más preparados o deliberadamente tortura al paciente porque le
conviene a sus fines.
No es necesario leer lo impreso en negro para enterarse de este hecho ético respecto a los
médicos. Sin embargo, toma su tiempo de plática convencer a un lego de que el mal arte es
“inmoral”. Y de que el buen arte, no importa cuán “inmoral”, es todo él virtud. Dicho pura y
simplemente, el buen arte NO puede ser inmoral. Por buen arte quiero decir arte que es un testigo
fidedigno, el arte que presenta la mayor precisión. Se puede ser del todo preciso en la
representación de una vaguedad. Se puede ser del todo mentiroso cuando se pretende que una
vaguedad en lo particular era precisa en su contorno. Si le es imposible entender esto respecto a
la poesía, véase la cuestión en término de pintura.
Si ha olvidado mi afirmación de que las artes dan testimonio de y nos definen la naturaleza y
las condiciones internas del hombre, piense en la Victoria de Samotracia y en el Taj de Agra. El
hombre que esculpió la primera y el hombre que diseñó el otro o los dos pueden parecerse a un
mono o a dos monos respectivamente. Pueden haberse parecido a otros hombres tipo mono o
cerdo. Tenemos la Victoria y el Taj como testimonio de que dentro de ellos había algo diferente
de los contenidos de los monos y los otros hombres, los tipo cerdo. Con ello comprendemos que
la humanidad es una especie o un género de animales capaces de una variación que le producirá
el deseo de tener un Taj o una Victoria y, más aún, capaces de cumplir en piedra ese Taj o
Victoria. Sabemos por otros testimonios de las artes y por nosotros mismos que a menudo ese
deseo falla el blanco y no consigue una presentación eficiente; por tanto, sacamos en conclusión
que otros miembros de la raza pudieron haber deseado crear un Taj o una Victoria. Incluso
suponemos que los hombres han deseado crear objetos más bellos aunque pocos de nosotros
seamos capaces de formarnos una imagen mental precisa de las cosas, crearlas a su modo
particular y más bellas que esa estatua o ese edificio. Tan difícil es esto, que nadie ha sido capaz
de restaurar la cabeza faltante de la Victoria. Al menos, nadie lo ha hecho en piedra, hasta donde
sé. Sin duda que muchas personas, de pie ante la estatua, crearon tal cabeza en la imaginación.
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Tal y como en la medicina se da el arte del diagnóstico y el arte de la cura, en las artes, y en el
caso particular de la poesía y la literatura, existe el arte del diagnóstico y el arte de la cura. A uno
se lo llama el culto de la fealdad y al otro el culto de la belleza.
El culto de la belleza es higiene, así como lo son sol, aire, mar, lluvia y el nadar en un lago. El
culto de la fealdad, Villon, Baudelaire, Corbiére, Beardsley, son el diagnóstico. Flaubert es
diagnóstico. La sátira, si hemos de llevar esta metáfora a sus últimas consecuencias, la sátira es la
cirugía, las inserciones y las amputaciones.
En arte, la belleza nos recuerda lo que vale la pena. No hablo ahora de simuladores. Quiero
decir belleza, no basura, no sentimentalismo en torno de la belleza, no decir a la gente que la
belleza es lo adecuado y respetable. Quiero decir belleza. No se discute en torno de una brisa de
abril, sino que nos vemos vigorizados al sentirla. Nos vigorizamos al encontrar en Platón un
rápido pensamiento en marcha o una línea bien trazada en una estatua.
Incluso tanto alboroto en torno de los dioses nos recuerda que algo vale la pena. La sátira nos
recuerda que ciertas cosas no valen la pena. Nos lleva a pensar en el tiempo perdido.
El culto de la belleza y el trazado de la fealdad no están en oposición mutua.
II
He dicho que las artes nos dan la mejor información para determinar qué tipo de criatura es el
hombre. Como nuestro tratamiento del hombre ha de ser determinado por nuestro conocimiento o
nuestro concepto de lo que el hombre es, las artes proporcionan datos para la ética.
Esos datos son sólidos y los datos de psicólogos y teóricos sociales dados en las
generalizaciones son, por lo común, poco sólidos, ya que el artista serio es científico y el teórico
suele ser empírico en el sentido medieval. En otras palabras, un buen biólogo hará un número
razonable de observaciones sobre cualquier fenómeno antes de sacar una conclusión, de modo
que leemos oraciones como “por encima de 100 cultivos de las secreciones del tracto respiratorio
de más de 500 pacientes y 30 enfermeras y ayudantes”. Los resultados de cada observación serán
precisos y ninguna observación por sí sola determinará una ley general aunque, tras los
experimentos pueda afirmarse que ciertas observaciones son típicas o normales. El artista serio es
científico en tanto presenta la imagen de su deseo, de su odio o de su indiferencia justo como eso:
una imagen de su deseo, su odio o su indiferencia. Cuanto más preciso su registro, más
perdurable e intocable su obra de arte.
El teórico, y esto lo vemos ejemplificado constantemente en los ingleses que escriben sobre
sexo, el teórico procede todo el tiempo como si su caso, como si sus límites y predilecciones,
fueran el caso típico o, incluso, lo universal. Todo el tiempo está urgiendo a alguien para que se
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conduzca como a él. El teórico, le gustaría conducirse. Ahora bien, el arte jamás le pide a nadie
que haga algo, piense algo o sea algo. Existe tal y como un árbol existe: se lo puede admirar,
puede uno sentarse a su sombra, recoger plátanos, cortarlo para leña o hacer con él lo que nos
venga en gana.
Además, es tonto buscar el tipo de arte que no nos gusta. Se cae en la tontera cuando se leen
los clásicos porque así nos lo aconsejan y no porque se gusta de ellos. Se cae en la tontera cuando
se aspira al buen gusto si no se lo tiene de modo natural. Si en algún lugar es una idiotez la
simulación, ese lugar es ante una obra de arte. Asimismo es tonto no abrir la mente, no estar
ansioso de disfrutar algo que podría disfrutarse pero no se sabe cómo. Pero no está en el papel del
artista pedir que aprendamos, defender sus obras de arte personales o insistir en que se lean sus
libros. Cualquier artista que busque una admiración específica es, justo por lo mismo, menos
artista.
El deseo de ocupar el estrado, el deseo de aplausos nada tienen que ver con el arte serio.
Acaso el artista serio guste de ocupar el estrado y puede, descontando su arte, se cualquier
variedad de imbécil, pero ambas cosas no están relacionadas o, al menos, no son concéntricas.
Montones de gente que ni siquiera pretenden ser artistas padecen el mismo deseo de que los
admiren personas con menos cerebro que ellos.
El artista serio suele mantenerse lejos o a menudo se mantiene lejos del aegrum vulgus, al
igual que el científico serio. Nadie se ha enterado del especialista en matemáticas abstractas que
resolvió las determinantes empleadas por Marconi para computar el telégrafo inalámbrico. El
público, ese público tan querido por el corazón del periodista, se interesa muchísimo más en los
accionistas de la compa{ía Marconi.
La propiedad permanente ofrecida a la raza en gran medida, es precisamente la de esos datos
aportados por el científico serio y por el artista serio; por el científico en cuanto tocan las
relaciones de los números abstractos, de la energía molecular, de la composición de la materia,
etc.; por el artista serio en cuanto tocan la naturaleza del hombre, de los individuos.
Los hombres han renunciado a intentar conquistar el mundo y a adquirir un conocimiento
universal. Los hombres siguen intentando promover el Estado ideal. Ningún Estado perfecto
podrá fundarse sobre la teoría o la hipótesis del trabajo, de que todos los hombres son iguales.
Ninguna ciencia, excepto las artes, nos dará los datos requeridos para saber de qué maneras
difieren los hombres.
Tiene valor el hecho mismo de que muchos hombres odien las artes, pues al descubrir qué
sección de las artes odian descubriremos algo sobre la naturaleza de esos hombres. Por lo común,
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cuando los hombres afirman que odian las artes, descubrimos que meramente detestan la
charlatanería y a los malos artistas.
En el caso de un hombre que odia un arte mas no las otras, acaso descubramos que tiene oídos
defectuosos o una inteligencia defectuosa. De esta manera, un hombre inteligente puede odiar la
música o un buen músico detestar autores excelentes.
Y todas estas cosas son muy obvias.
Entre la gente pensante y discerniente se desprecia al mal artista, como se despreciaría al
médico negligente o al científico descuidado e impreciso; al artista serio se lo deja en paz e
incluso se le da apoyo y se lo estimula. En medio de la niebla y de la oscuridad externa no se
toman medidas para diferenciar entre el artista serio y el que no lo es. Este último viene a ser la
cosecha más común y supera en número a la variedad seria; al ir en ventaja temporal y aparente
del artista falso el obtener recompensas propias del artista serio, es natural que un artista no serio
haga todo lo que esté en su poder para difuminar las líneas de demarcación.
En cuanto intentamos demostrar la diferencia entre una obra seria y otra que no lo es, nos
dicen que “se trata meramente de una discusión técnica”. En eso se ha quedado; en Inglaterra se
ha quedado en eso por más de trescientos años. La gente prefiere las medicinas de atente que un
tratamiento científico. Ocasionalmente se le dirá que el arte, como arte, no viola las leyes de Dios
más sagradas. No aceptarán la opinión de un especialista respecto a cuál arte es bueno. No
tomarán en cuenta “el problema del estilo”. Buscan “el valor del arte para la vida” y “las
cuestiones fundamentales”.
Respecto a las cuestiones fundamentales: Las artes nos ofrecen datos sobre psicología, sobre
el hombre y sus interioridades, sobre la proporción entre sus pensamientos y sus emociones,
etcétera, etcétera, etcétera.
La piedra de toque de un arte está en su precisión. Esta precisión adopta índoles variadas y
complicadas, y sólo el especialista puede determinar si ciertas obras de arte poseen ciertos tipos
de precisión. No quiero decir que a una persona inteligente le sea imposible emitir un juicio más
o menos sólido respecto a si una obra de arte es buena o no. Por lo común una persona inteligente
puede saber si otra tiene buena salud o no. Sin embargo, es más o menos cierto que se necesita un
médico hábil para hacer ciertos diagnósticos o para discernir que bajo la apariencia de vigor
acecha una enfermedad.
Tan imposible es dar en unas cuantas páginas instrucciones completas para el conocimiento
de una obra maestra, como dar instrucciones completas para todos los diagnósticos médicos.
II
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Resulta obvio que no es fácil ser un gran poeta. De lo contrario, muchas más personas lo habrían
conseguido. En ningún periodo de la historia se ha visto el mundo libre de gente medianamente
deseosa de llegar a gran poeta, y no son pocos los que se han esforzado conscientemente para
conseguirlo.
Estoy consciente de que se atribuye a los adjetivos de magnitud el sabor de la barbarie. Aún
así, no es vergonzoso el desear otorgar grandes dones y una crítica ilustrada no traza
comparaciones ignominiosas entre Villon y Dante. Los llamados poetas mayores han otorgado,
en su mayoría, su propio don, pero el peculiar término mayor es más bien un don que reciben de
Cronos. Quiero decir que nacieron en el momento justo y se les concedió el cosechar, disponer y
armonizar los resultados de la labor de muchos hombres. Esta facultad de amalgamación es parte
de su genio y constituye, de cierta manera, una especie de modestia, una especie de generosidad.
No buscaron quedarse con la propiedad.
Se recuerda a los hombres de quienes Dante tomó prestado en razón de tal préstamo pero
también en razón de las composiciones que dejaron. Al mismo tiempo, él ofreció lo suyo, pues
nadie que sea un mero compilador y clasificador de lo descubierto por otros hombres recibe el
nombre de “poeta mayor” por más de una temporada.
Si Dante no hubiera hecho bastante más que tomarle prestadas rimas a Arnaut Daniel y la
teología a Aquino, no lo publicaría Dent en el año de gracia de 1913.
Pudiéramos terminar por creer que lo importante en arte es una especie de energía, algo así
como la electricidad o la radioactividad, una fuerza de transfusión, de fusión, de unificación. Una
fuerza parecida al agua que brota de una arena muy brillante y se pone en rápido movimiento.
Creen ustedes la imagen que les plazca.
No me convenzo de que sea muy útil darle respuesta a la pregunta, hecha a menudo, de ¿cuál
es la diferencia entre poesía y prosa?
Pienso que la poesía es la de energía más potente. Pero son cuestiones relativas. Tal como
decimos que una cierta temperatura es caliente y otra fría. De igual modo, decimos que un cierto
pasaje en prosa “es poesía”, así alabándolo, y que un cierto pasaje en verso es “sólo prosa”, así
disminuyéndolo. Al mismo tiempo empleamos ¡¡poesía!! Como sinónimo de ¡¡¡palabrería,
inutilidad, basura!!! Lo que cuenta es “escribir bien”.
Y “escribir bien” significa control perfecto. Y es del todo fácil controlar algo que no tiene en
sí energía, siempre y cuando no sea demasiado pesado y no se lo desee mover.
Y, como todas las palabras que se emplearían para escribir de estas cuestiones son las
palabras vagas del habla cotidiana, es casi imposible escribir con precisión científica sobre “prosa
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y verso”, a menos que se escriba un tratado completo sobre el “arte de la escritura”, definiéndose
en él cada palabra como se definirían los términos en un tratado de química. Y en este aspecto,
los ensayos sobre “poesía” suelen ser no sólo aburridos sino inexactos y totalmente inútiles. Y
hablando de lo mismo, si se pregunta a un buen pintor qué intenta hacer con un lienzo, muy
probablemente levantará las manos en señal de derrota y murmurará que “no…pues este… pues
es que…no puedo hablar de ello”. Y si vemos “cualquier cosa en el cuadro, pues él… se da…
más o menos… por satisfecho”.
No obstante, se ha sostenido que es vergonzoso que un hombre sea incapaz de explicar sus
actos o sus palabras. Y si no nos interesa ser tomados por un mistificador, conviene intentar
ofrecer respuestas aproximadas a preguntas hechas de buena fe. Lo mejor es hacerlo a fondo, en
un tratado adecuadamente exacto, pero no siempre se dispone de dos o tres años y se trata de una
cuestión muy sutil y complicada, con el agregado de que está sujeta a debate el álgebra misma de
la lógica.
Entonces, y de modo aproximado, la buena escritura es aquella perfectamente controlada,
cuando el escritor dice justo lo que quiere decir. Lo dice con claridad y sencillez absolutas.
Emplea el menor número posible de palabras. No quiero decir que ahorra papel o que se esfuerza
como Tácito por apretujar su pensamiento en el menor espacio posible. Pero, ya concedido que
en algunas ocasiones dos oraciones son más fáciles de comprender que una sola donde aparece
ese mismo doble sentido, el autor procura comunicarse con el lector con la mayor prontitud
posible, excepto cuando por alguna de cuarenta razones no desea hacerlo.
Además, hay varios tipos de claridad. Está aquella de un pedido: Envíeme cuatro libras de
clavos de a diez peniques. Y está la sencillez sintáctica de la petición: Cómpreme el tipo de
Rembrandt que me gusta. Esto último es un criptograma absoluto. Presupone un entendimiento
más complejo e íntimo de quien habla del que solemos tener sobre cualquier persona. Casi tiene
tantos significados como haya personas que lo emitan. A un extraño nada le dice.
Es la tarea casi constante del artista en prosa traducir esa variedad última de claridad en la
anterior, decir “envíeme el tipo de Rembrandt que me gusta” en términos de “envíeme cuatro
libras de clavos de a diez peniques”.
Todo esto significa una evolución. En un principio bastaban las palabras sencillas: comida,
agua, fuego. Prosa y poesía son una extensión del lenguaje. El hombre desea comunicarse con
sus iguales. Desea comunicación que vaya aumentando en complicación. Los gestos sólo sirven
hasta cierto punto. Los símbolos pueden servir. Cuando se desea algo que no está presente a la
vista o cuando se desea comunicar ideas, es necesario poder recurrir al habla. Gradualmente se
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desea comunicar algo menos desnudo y ambiguo que las ideas. Se desea comunicar una idea y
sus modificaciones, una idea y una multitud de sus efectos, atmósferas, contradicciones. Se desea
cuestionar que una cierta fórmula funcione en todos los casos o se pregunta en qué porcentaje de
los casos lo hace, etc., etc., etc., y se llega a las novelas de Henry James.
Se desea comunicar una idea y sus emociones concomitantes, o una emoción y sus ideas
concomitantes, o una sensación y las emociones de allí derivadas o una impresión que es
emotiva, etc., etc., etc. Se comienza con el aullido y el ladrido y el desarrollo es hacia la danza y
la música y, finalmente, hacia las palabras con una vaga insinuación de música, palabras que
sugieren música, palabras medidas o palabras con un ritmo que preserva algún rasgo exacto de la
impresión emotiva o del carácter desnudo de la emoción originaria o engendradora.
Cuando ese ritmo, o cuando la melodía o la secuencia de vocales y consonantes parece llevar
en sí, realmente, la huella de la emoción que el poema (porque hemos llegado por fin al poema)
intenta comunicar, decimos que esa parte de la obra es buena. Y “esa parte de la obra” es ahora
“técnica”. Esa técnica “seca, opaca, pedante” contra la que vocifera todo artista malo, es tan sólo
una parte de la técnica, es ritmo, cadencia y la disposición de los sonidos.
También en la “prosa”, donde las palabras y su sentido deben ser tales que respondan a la
emoción. O, desde la otra perspectiva, las ideas, lo los fragmentos de ideas, la emoción y las
emociones concomitantes de este “Complejo Intelectual y Emocional” (porque hemos llegado al
complejo intelectual y emocional) deben hallarse en armonía, deben formar un organismo, deben
ser el roble brotado de la semilla.
Cuando las palabras de un lamento obedecen al ritmo y al tempo de “hará calor en el pueblo
esta noche”, se tiene una burla intencional o un arte pésimo. “Planta sensible”, de Shelley, es uno
de los peores poemas que se hayan escrito o, al menos, uno de los peores atribuibles a un autor
reconocido. Tintinea con la misma música que “Un durazno creció en el huerto”. Sin embargo,
Shelley se recuperó para escribir el quinto acto de Los Cenci.
IV
Los sabios sugieren ocasionalmente que los poetas debieran adquirir las gracias de la prosa. Es
una ramificación de lo dicho arriba respecto al control. La prosa no necesita emoción. Puede
intentar retratar una emoción, aunque no necesita hacerlo.
La poesía es un centauro. La facultad pensante que dispone las palabras y clarifica debe
moverse y saltar con las facultades vigorizadoras, perceptivas y musicales. Justo la dificultad que
significa esa existencia anfibia mediante escaso el censo de poetas buenos. El prosista dotado dirá
que “sólo puede escribir poesía cuando le duele el estómago# y de allí deducirá que la poesía no
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es un arte.
Me atrevo a decir que hay tiradores muy buenos que, simplemente, no saben disparar desde
un caballo.
Por lo mismo, si un tirador bueno sólo ha montado algunas veces, acaso jamás adquiera
experiencia en disparar desde la silla. O haciendo de lado la metáfora, supongo que lo que, a la
larga, hace al poeta es la persistencia de la naturaleza emocional y, unido a ella, una suerte de
control peculiar.
La afirmación de que “bien podría morir a los treinta el poeta lírico# es afirmar simplemente
que la naturaleza emotiva rara vez sobrevive a tal edad; o, en todo caso, que se vuelve prisionera
y es incapaz de conmover al hombre. Desde luego, se trata de una generalidad y, como tal, es
inexacta.
Cierto que una mayoría de la gente más o menos poetiza de los diecisiete a los veintitrés. Las
emociones son nuevas y, para quien las posee, interesantes y no hay demasiada mente o
personalidad que conmover. Según se transforma el hombre, y su mente, en una máquina cada
vez más pesada, una estructura constantemente más complicada, necesita un voltaje de energía
emotiva cada vez mayor para iniciar un movimiento armonioso. Es cierto que las emociones
aumentan de vigor según madura un hombre vigoroso. En el caso de Guido, su obra más sólida
vino a los cincuenta. La mayoría de la poesía importante ha sido escrita por hombres mayores de
treinta.
“En l’an trentiesme de mon eage” comienza Villon, y tomando en cuenta la naturaleza de su
vida, treinta lo habrán visto más gastado que cuarenta años de una vida más ordenada.
Aristóteles nos dirá que “el uso apto de metáforas, por ser lo que es, una rápida percepción de
relaciones, es la huella cierta del genio”. Esa abundancia, esa disponibilidad de la figura, es en
verdad una de las pruebas más seguras de que la mente navega a impulsos de la emoción.
Diré que por “uso apto” lo conveniente es entender rapidez, casi violencia y sin duda
vivacidad, lo cual no quiere decir primores o complicaciones.
Hay otra forma de sacudimiento que no me interesa analizar en sus partes componentes si, en
realidad, esa disección es posible. No se trata del fraseo normal de Flaubert. Es el fraseo que
encontramos en:

Era gia l’ora che volge il disio


Ai naviganti…

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o la apertura de la palabra que comienza:

Perch’io non spero di tornar già mai


Ballatetta, in Toscana.

O:

S’ils n’ayment fors que pour l’argent,


On ne les ayme que pour l’heure.

O, en su contexto:

The fire that stirs about her, when she stirs,

o, en un marco totalmente distinto,

Ne maeg werigmod wryde withstondan


ne se hreo hyge helpe gefremman:
forthon domgeorne dreorigne oft
yn hyra breostocofan bindath faeste.

Estas cosas llevan en sí esa sencillez apasionada que es capa de las precisiones del intelecto. En
verdad que son perfectas como lo es una prosa fina, pero de alguna manera son diferentes a los
enunciados claros del observador. De alguna manera son diferentes de ese final maestro puesto a
“Herodías”: “Comme elle était très lourde ils la portaient alternativement” o de la constatación en
“St. Julian Hospitalier”: “Et l’idée lui vient d’employer son existence au service des autres”.
El autor en prosa ha demostrado el triunfo de su intelecto y, dicho sea de paso, se sabe que tal
triunfo no viene sin sufrimientos, pero los versos nos llevan al momento apasionado. Este
momento nada ha traído consigo que viole la sencillez de la prosa. El intelecto no las encontró,
pero sí fue conmovido por ellas.
Poco hay sino locura en buscar las líneas divisorias, pero si han de dividirse las dos artes,
mejor será emplear esa línea y no otra. En el verso algo ha venido a la inteligencia. En la prosa la
inteligencia encontró materia para sus observaciones. El hecho poético preexiste.
Desde luego, de un modo diferente, la materia de la prosa preexiste. Acaso sea imposible
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demostrar la diferencia, acaso incluso sea incomunicable salvo a aquellos de buena voluntad. Sin
embargo, pienso que este ordenamiento en los mayores pasajes poéticos, este enunciado calmo
que participa de la naturaleza de la prosa y sin embargo flota y se agita en las oleadas emotivas,
es quizá tan verdadero como el que mencionaba el teórico griego.

La poésie, avec ses comparations obligées, sa mytholo-


Gie que ne croit pas le poète, sa dignité de style à la
Louis XIV, et tout l’attirail de ses ornements appelés
Poétiques, est bien au dessous de la prose dès qu’il
S’agit de donner une idée claire et précise des mouve-
Ments du coeur; or, dans ce genre, on n’émeut que
Par la claret.
Stendhal

Y es precisamente por eso que nos dedicamos a buscar justo la poesía que carezca de esos
pelitriques, ese fustán “a la Louis XIV”, farcie de comme. La crítica anterior, de Stendhal, no se
aplica al Poema del Cid, ni al adiós de Odiseo y Calipso. En los escritores de doscientos y
principios del trescientos encontramos una psicología precisa, incrustada en una jerga hoy casi
ininteligible y, sin embargo, allí sutuada. Si no podemos volver a esas cosas, si el artista serio no
puede alcanzar esa precisión en su verso, entonces habrá de dedicarse a la prosa o renunciar a su
intento de ser un artista serio.
Justo a causa de este fustán, los parnasianos y los escritores épicos del siglo XVIII y gran
parte de las obras de hoy día de una mayoría de los versificadores contemporáneos son una peste
y una abominación.
Como la manera más eficaz de nada decir es quedarse callado, y como la técnica consiste
precisamente en llevar a cabo lo que se quiso hacer, y del mismo modo más eficiente posible,
ningún hombre al que le tome tres páginas decir nada puede aspirar a que se lo considere
seriamente un técnico. No es estilo el nada decir en tres páginas, estilo en el sentido serio de la
palabra.
Hay varios tipos de trabajo honesto. Está lo que nace por voluntad propia. Está la formulación
concienzuda, que significa una labor infinitamente mayor, pues la primera ninguna labor
significa, si bien el hacerlo eficientemente pueda depender de un cierto volumen de labor
precedente.
Está la “labor precedente”, la prueba paciente de los medios, la experimentación paciente que
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acaso sirva al artista en sí, pero que probablemente sirva igual a alguno de sus sucesores.
El primer tipo de obra puede desembocar en poesía.
El segundo tipo, la formulación consciente, es muy probable que se dé en la prosa.
El tercer tipo tiene sabor de laboratorio, se relaciona con el especialista y con el aficionado, si
es que esta palabra retiene alguna huella de su sentido original y más delicado. Aficionado es la
persona que se deleita en el arte, no la persona que intenta interponer entre la obra maestra y el
público sus producciones inferiores.
Rechazo el término conocedor, porque conocedor está demasiado enlazado en nuestras
mentes con el deseo de adquisición. La persona dueña de ese conocimiento tiende a preferir el
comprar el objeto exquisito en un cierto precio y venderlo en otro. No creo que una persona
poseída por tal espíritu haya visto una obra de arte. Permítaseme restaurar el término aficionado,
sinónimo de locura, en el lugar que le corresponde: cerca de la palabra diletto.
El aficionado no tiene batalla que librar. Si además es un artista, mostrará pese a todo el ansia
de conservar las mejores precedentes. Desenterrará “fuentes” que lo hagan ver menos original de
lo que su público supone.
En cuanto a la afirmación de Stendhal, si podemos tener una poesía que se acerque tanto
como la prosa, “pour donner une idée claire et précise”, tengámosla, “e di venire a ciò io studio
quanto posoo… che la mia vita per alquanti anni duri” Y si no alcanzamos esa poesía, noi altri
poeti, por el amor de Dios, callémonos. “Renunciemos, hundámonos”, etc,; reconozcamos que
nuestro arte, como el danzar en armadura, está fuera de tiempo y fuera de moda. O busquemos
nuestros fines ignominiosos sabiendo que hemos forzado las cuerdas, que hemos agotado la
fuerza en el intento de allanar el camino para un nuevo tipo de arte poética –que no es nueva sino
vieja-, pero sepamos que hemos intentado dar mayor posibilidad a que nuestros sucesores
reconquisten ese arte. Escribir una poesía que funcione como comunicación entre los hombres
inteligentes.
Con tal fin io studio quanto posso. He intentado establecer una demarcación clara. Criticaron
el uso que en un artículo anterior di a la frase “gran arte”. Tan inútil es buscar una definición de
“gran arte” como buscar una definición científica de la vida. Se tiene bastante idea de lo que se
quiere decir. Se quiere decir algo más o menos proporcionado con la experiencia propia. Se
quiere decir algo totalmente distinto en cada periodo distinto de la vida.
Es por una razón parecida que toda crítica debe ser expresada como crítica personal. A fin de
cuentas, el crítico se limita a decir “me gusta” o “me conmueve” o algo parecido. Cuando nos
muestra su yo, podemos comprenderlo.
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Así, en pintura, quiero decir esto o aquello vagamente asociado en mi mente con la obra
llamada Durero, Rembrandt, Velázquez, etc., y con los pintores a los que apenas conozco,
posiblemente de T’ang y Sung –aunque sospecho que me equivoqué de etiquetas- y con algunos
diseños egipcios a los que convendría denominar esculturas.
Y en poesía quiero decir esto o aquello asociado en mi mente con los nombres de una docena
o más de escritores.
Tras un análisis más minucioso, encuentro que quiero decir algo como “máxima eficiencia de
expresión”. En otras palabras, que el escritor ha expresado algo interesante de modo tal que no es
posible volverlo a decir con mayor eficacia. Además, quiero decir algo asociado con el
descubrimiento. El artista debe haber descubierto algo, sea sobre la vida misma o sobre los
medios de expresión.
El gran arte es, de necesidad, parte del buen arte. En una sección anterior intenté definir el
buen arte. Debe ser un testigo fidedigno. Obvio resulta que el gran arte debe ser algo excepcional.
No será el tipo de objeto que cualquiera pueda producir con sólo unas horas de práctica. Debe ser
resultado de alguna facultad, fuerza o percepción excepcional. Casi debe significar que esa
fuerza de percepción trabaje con la complicidad del destino, del azar o como prefiera llamárselo.
Y ¿quién podrá juzgar? El crítico, el receptor, debe juzgar por sí mismo, no importa cuán
estúpido o ignorante sea. La única crítica realmente viciosa es la del académico, la de quienes
cumplen la gran renunciación, los que se rehúsan a decir lo que piensan, si es que piensan, y que
citan la opinión aceptada; esos hombres son sabandijas, su traición a las grandes obras del pasado
es tan grande como la del artista falso hacia el presente. Si no se preocupan lo suficiente por la
herencia como para tener una convicción personal, no tienen licencia para escribir.
Todo crítico debe dar indicaciones sobre sus fuentes y sobre los límites de su conocimiento.
Ha sido un marasmo la crítica de la poesía inglesa hecha por hombres que sólo conocían la
lengua inglesa, o poco más conocían que el inglés y los clásicos de primaria.
Cuando sabemos el grado a que ha sido llevado cada tipo de expresión en, digamos, media
docena de grandes literaturas, comenzamos a poder expresar si una obra dada tiene el exceso de
todo gran arte. No se nos ocurriría permitirle a un hombre juzgar cuadros si sólo conociera
pintura inglesa o música si sólo conociera música inglesa o, en las mismas, sólo música francesa
o alemana.
El juicio artístico estúpido o provinciano se basa en la creencia de que debe ser gran arte
aquel parecido al que se le ha enseñado a respetar.

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De El artista serio y otros ensayos literarios,
UNAM, col. Poemas y Ensayos, México, 2001
Traducción de Federico Patán.

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