En los meses iniciales del año 1976, Michel Foucault dictó en el
College de France un ciclo de conferencias con el rótulo de Genealogía del racismo. En verdad estos textos constituyen una de las expresiones más completas acerca de su pensamiento político. El tema central no es, por cierto, el racismo sino la configuración del poder en la cultura occidental. El método seguido es el de la genealogía. El término alude a un tópico nietzscheano ¿Qué es lo que entiende Foucault por genealogía? La genealogía es la memoria de la lucha, es decir, es el registro de los enfrentamientos para promover otras confrontaciones. Todo conocimiento desde el punto de vista de Foucault no sólo garantiza un poder determinado, un poder realmente existente, sino que está en lucha constante con otros saberes. En otros términos, existe un conocimiento que es el conocimiento “oficial”, y hay, por otro lado, una serie de “saberes sometidos”, posturas que han sido marginadas por haber sido consideradas “deficientes” o “anticientíficas”. Cuando las descalificamos no sólo desautorizamos su estatus epistemológico, sino también al grupo humano que se encuentra detrás de dichas posturas. La pregunta que Foucault se plantea no cuestiona las razones por las cuales consideramos a tal o cual conocimiento “anticientífico”, sino a quiénes queremos descalificar cuando desacreditamos dicho conocimiento y a quiénes queremos favorecer. Cuestión previa El punto de partida de Foucault es la noción de poder. En la teoría jurídica se considera que el poder es legítimo, porque es producto de un contrato. Sin embargo, existen otras nociones de poder. Una de ellas es la noción marxista según la cual el poder es una instancia que depende de la economía; otra noción acerca del poder lo concibe como “represión” (término que ha cobrado una dimensión diferente con la aparición del psicoanálisis). En todo caso si el poder es represión y todos están de acuerdo con ello, ¿no debería estudiarse los mecanismos de represión? Es evidente que lo investigado por los politólogos no aborda este punto sino las condiciones del “contrato social”. Más allá hay una tercera noción de poder que es la que concibe el poder como guerra. El poder desde este punto de vista se define porque su legitimidad se encuentra cimentada en la lucha permanente. Foucault opta por un discurso que recupere algunos aspectos del concepto del poder como represión y del poder como guerra. En la pista del poder como represión se encuentran todas las doctrinas del derecho penal, de la psiquiatría, así como las nociones acerca de la sexualidad infantil. Estas doctrinas han fundado varias instituciones de carácter represivo, como cárceles o manicomios. Para demostrar el vínculo entre los conocimientos y las instituciones, Foucault sitúa las doctrinas del derecho. Así, en diversos momentos de la historia de Occidente el derecho ha sido el fundamento del principio de soberanía. En unos casos, ha servido para la consolidación de las monarquías feudales, en otros de garantía para las monarquías administrativas o para las democracias parlamentarias. Las sociedades modernas desde este punto de vista son el producto de un Estado que se guía por un marco jurídico, y la sociedad es interpretada y representada por una serie de disciplinas. Las ciencias humanas son producto de la fusión de estos dos grandes grupos de saberes. Sin embargo, la guerra es institucionalizada a fines del medievo. En los albores de la modernidad la guerra se halló monopolizada por el Estado. Aparece el Ejército como un estamento independiente. Paralelamente, surgen las doctrinas sobre la soberanía que nos indican que los Estados nacen de manera posterior a la guerra. Entonces, se abre paso un discurso que nos habla de una guerra que nunca termina. El racismo Esta contraposición crea las condiciones para la aparición de otra historia: una contrahistoria, es decir, una historia en que los vencidos esperan el retorno. Foucault lo explica en otros términos: el patrón histórico de estabilidad y soberanía sería Roma y el patrón histórico del retorno y de la venganza puede ser Jerusalén, la Jerusalén que promete retornar. La monopolización de la guerra de parte del Estado permite el surgimiento de un racismo de Estado. Este racismo es un argumento que utilizará un grupo contra otro para someterlo. El racismo y la guerra de razas son las formas más precarias de aquello que en nuestros tiempos se convirtió en totalitarismo tanto nazi como estalinista. De un lado, se considera al individuo como una amenaza social, mientras que por otro se le conceptúa como un enfermo. Hasta aquí el discurso de Foucault transita por la vía de la erudición para llegar al desenmascaramiento de diversas formas de poder. Lo increíble es que su pretensión genealógica nos invita a una comprensión más rica del presente.