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■ VOLUMEN II

MARTA GEREZ AMBERTÍN


(COMPILADORA) ]
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CULPA, RESPONSABILIDAD

FN F.I. DISCURSO JURÍDICO Y PSICOANALÍTICO

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LA SANCIÓN PENAL:
ENTRE EL “ACTO”
Y EL “SUJETO DEL ACTO”
Marta Gerez Ambertín

"Lo que cada quien hizo, lo padece; el delito torna a


su autor y el criminal es asediado por su propio
ejemplo”.
Hércules Delirante. Séneca.

L— Planteos e Hipótesis

En nuestro proyecto de investigación “Culpa, pena y asentimiento subjetivo en el sistema


jurídico penal” (CIUNT-CONI- CET) dos hipótesis orientan la búsqueda y determinan la lógica
de procedimiento (metodología):

— La sanción penal es necesaria, tanto porque así lo establece el sistema jurídico-penal,


como por la estructura del sujeto la cual es, también, resultado de la inscripción de la
ley que preside al lazo social.
— La culpa es un saber sobre la ley que permite al sujeto reconocer consciente e
inconscientemente su relación con lo permitido y lo prohibido.

Partiendo de estas hipótesis, es preciso resaltar que nos interrogamos sobre los efectos de
la inscripción de la ley en la subjetividad y sus avatares, inscripción que hace posible el sosteni-

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miento del lazo social en tanto regula ese lazo, al mismo tiempo que posibilita el
surgimiento y la conformación del sujeto.
También analizamos las consecuencias que esa inscripción eja como marcas, esto
es, la deuda simbólica y la culpa, instancias que hacen posible el mantenimiento del
lazo social y, a su vez, perini- ten un debate interno y externo con la legislación que
emana e la mirada y la palabra del Otro y que establece los contornos de lo prohibido
y lo permitido.

ll-“ Requerimiento de ley

En las modernas legislaciones la noción de delito es un concepto de relación que


resulta de comparar un hecho con una valoración social, valoración que se traduce en
la ley que lo prohíbe y sanciona. De allí el carácter “valorativo” del Derecho Penal en
tanto enuncia los valores que promueve asignando penas a los atentados a esos
valores. También de allí su característica de “regulador de actos externos”, digamos
“pretendidamente” regulador ya que cada delito cometido indica que la regla no ha
sido acatada. Y, cuando esto ocurre, se manifiesta otra de sus características: es
sancionador y para ello cuenta con la fuerza estatal. Punto de intersección de Derecho
y Psicoanálisis.
Que el orden jurídico es necesario porque sólo por él se asegura la existencia de
una vida social lo prueba el que dondequiera que aparecen seres humanos,
encontramos siempre una ordenación jurídica. Con la ley comenzaba el hombre, dirá
Lacan; “La prohibición del incesto funda (...) la sociedad humana y es, en un sentido,
la sociedad” dirá Lévi-Strauss (1958.XXXVI). Tanto Ley positiva que establece las
sanciones a los actos dañosos como Ley como imperativo categórico.
La convivencia con la ley nunca es pacífica, pero es ineludible; aún burlándola o
repudiándola es necesario discurrir por ella, exiliarse de la ley no sólo deja fuera del
lazo social sino también fuera de la casa interior donde refugiarse; sin ley el.sujeto aca-
ba desubjetivizado. J

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La ley establece los parámetros de lo prohibido y de lo permitido, sin embargo, la
humanidad toda y la subjetividad que se aloja en ella, ha mantenido y mantiene una
tentación siempre renovada a franquear los bordes que demarcan lo prohibido pues,
desde el momento en que se señalan los límites, se abre el espacio a una transgresión
siempre posible. Aun para tentarse a transgredir la ley es preciso que el marco de la ley
exista, sin ley no es posible pensar en ninguna transgresión porque sin ley no es posible
pensar, tampoco, en ninguna organización humana. La ley hace posible el
sostenimiento del lazo social en tanto regula ese lazo, pero, como nada es gratuito, el
don que otorga la ley deja como lastre una deuda y una tentación. Una deuda simbólica
que es preciso pagar respetando la ley y de la cual el sujeto es responsable, pero
también una tentación a trasponer los límites de lo prohibido, conformada como oscura
culpa, oscuro goce.
El costo por la atracción a condescender hacia lo interdicto demarcado por la ley
es el de una humanidad culpable, implicada en esa atracción siempre renovada a la que
convoca lo prohibido. La ley marca el límite que no debe ser franqueado. Pero, aunque
esto pacifica a los humanos, no deja de provocarles la inquietante fascinación por
abismarse más allá de ese límite.
Ahora bien, todo esto es válido cuando la ley mantiene su vigencia, su eficacia
simbólica. ¿Qué ocurre, en cambio, cuando “la ley se acata pero no se cumple”,
cuando los designados por la sociedad para hacer las leyes venden su voto, los que
deben hacerla cumplir son los primeros en transgredirla y “ser amigo del juez” es
sinónimo de impunidad?
Cuando las instituciones fracasan en preservar el cumplimiento de la eficacia
simbólica de la ley, de la misma sólo queda una cáscara, un amago de ley, una liturgia
vacía, vaciada de sentido, de significación y el simulacro de la ley deja un saldo: el
simulacro del sujeto.
Vaciada la eficacia de la ley, queda vaciada la eficacia de la metáfora del sujeto, lo
que conduce hacia los atolladeros de un automatismo, de un individuo
automáticamente vacío (y sobre todo vacío en sus palabras y en la ritualidad de sus
actos) que, despojado

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de las garantías de la ley, es capaz de atacar o defenderse bajo las formas más
aberrantes e inesperadas, ya que, al sentir la orfandad de los marcos que deberían
preservarlo ataca porque se siente atacado, vulnerado: absolutamente inseguro, sin
garantías.
Punto ciego de la ley, cuando las instituciones no velan por su cumplimiento -y
los hombres involucrados en esas instituciones- se deteriora día a día el espacio
posible de la inscripción del sujeto en la ciudad, se deteriora el espacio legal del
ciudadano. Ante esa ley en suspenso, o ante ese “amago de la ley”, se produce una
cierta desubjetivización que se acompaña de indiferencia, inercia, palabras vacías que
ya nada valen, da lo mismo decir una cosa que otra, prometer o prometerse una cosa
que otra. En ese punto el sujeto queda reducido a la condición de objeto (objeto
automatizado) porque ha perdido lo que le confería su condición de ser humano, ha
perdido el deseo anudado a la palabra, a la eficacia simbólica de la palabra, y, como
las palabras a las que se las lleva el viento pueden querer decir cualquier cosa, allí el
sujeto convertido en un autómata ya ni habla; hace, actúa.
73 El ciudadano aparece eclipsado en su condición de sujeto en o tanto no se encuentra
amparado por la ley. Donde la ley no opera 7“ como límite y donde “hecha la ley hecha la
trampa” se convier- 7 te en un imperativo que no es sino la versión más horrorosa del o goce
que remite al “todo es posible”. Pero si de mi lado “todo es —i posible” también lo es del
lado del otro y del lado de todos.
En el punto donde la ley desfallece y sólo se esgrime un amago de ley hay una
ausencia de garantías para el lazo social, para las instituciones y para el sujeto. El
desfallecimiento de la eficacia simbólica de la ley produce un sentimiento de desamparo
que rápidamente se convierte en resentimiento, y del resentimiento a la violencia hay
sólo un paso, del resentimiento a la necesidad ya no de transgresiones, sino de
destrucciones del campo del I otro, hay sólo un paso.
La ausencia de garantías de la ley, el puro simulacro de la ley (simulación de la
ley) sólo puede soportarse con angustia. Y la angustia precipita al acting out, al pasaje
al acto. ¿Es sorprenden-

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te, entonces, que en nuestra sociedad de relaciones humanas degradadas impere la
violencia?
Foucault, tan crítico del psicoanálisis, no puede menos que admitir que “Nosotros
los modernos comenzamos a darnos cuenta que, bajo la locura, bajo la neurosis, bajo el
crimen, bajo las inadaptaciones sociales, corre una especie de experiencia común de la
angustia” (Foucault, 1964:171). ¿Cuál la teoría mejor munida que el psicoanálisis para
abordar la angustia?
Resumiendo: la ley es un elemento que existe implícitamente, incluso en aquel que
la viola, es constituyente de la humanidad misma. El crimen, esa permanente tentación
a abismarse en el más oscuro goce está presente en todos y cada uno de nosotros. Pero,
y es la tesis princeps de nuestro trabajo, es psíquicamente devastador tratar como a un
“niño irresponsable” a aquel que ha llevado a la acción ese crimen implícito. La
ausencia de ley (al menos su carencia parcial o su ambigüedad), la “permisividad” para
adultos y niños es enormemente angustiante y hasta “psicotizante”.

III.— El sujeto y la ley

En el curso de la investigación hemos debatido insistentemente con psicólogos,


juristas, sociólogos y psicoanalistas sobre un planteo siempre emergente: ¿cómo se
anuda el sujeto a la ley?, ¿cómo convive con ella?, en última instancia, cuán
responsable es o puede ser.
El procedimiento jurídico se propone objetivar todo acto prohibido por la ley
positiva para dar cuenta de su antijuricidad. Pero es notorio que no puede desdeñarse un
desarrollo acerca de la causalidad que vincula al sujeto con las categorías discursivas del
derecho (inculpado, culpable, imputable, inimputable, etc.); en suma, cómo sejnscribeJa
letra de la legalidad en cada sujeto. Es ese el ámbito del encuentro posible entre
psicoanálisis y derecho y a partir del cual puede elaborarse una semiosis del mismo.
Mientras el procedimiento jurídico se propone objetivan lo que llama “actos dañosos”, el
psicoanálisis da cuenta de cómo

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se subjetiviza lo prohibido y cuáles son las causas que llevan a los hombres a
precipitarse en ese cono de sombras de lo ilícito, cono de sombras íntimamente
ligado a la culpabilidad, al inconsciente y al superyó.
Cuando el discurso jurídico define cuál es el hombre del que se ocupa, no puede
desconocer la causalidad psíquica de ese hombre: no es el hombre absolutamente
libre y dueño de sus actos del que hablan las teorías legales del libre albedrío. En
efecto, según el determinismo clásico de raíces iusnaturalistas el hombre es capaz de
conocer el fin al que tiende ya que la luz natural, por la cual discernimos el bien y el
mal, no es otra cosa sino la impresión de la luz divina en nosotros. De ahí resulta
claro que la ley natural no es otra cosa sino la participación de la ley eterna en la
creatura racional” (Tomás de Aquino Tr'atado de la ley, Cap. II, Art. 2) y “La ley
que pertenece a la suma razón no puede dejar de parecer eterna e inmutable a
cualquier persona inteligente” (San Agustín Del libre albedrío, libro 1, Cáp. 6), o el
pensador en quien abrevaron los revolucionarios franceses y americanos que daba
una base “natural” y no teológica a esta libre determinación del hombre (aunque
haciendo la salvedad de que toda ley viene de Dios): “Renunciar a la propia libertad
es renunciar a la cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad, incluso a sus
deberes (...) renuncia tal es incompatible con la naturaleza del hombre...” y a partir
de allí definía “... todo malhechor, al atacar al derecho social, resulta por sus
fechorías rebelde y traidor a la patria, deja de ser miembro de la misma al violar sus
leyes y hasta le hace la guerra (...) El procedimiento y la sentencia son la prueba y la
declaración de que ha roto el contrato social y, por consiguiente, de que ya no es
miembro del Estado. Ahora bien, puesto que pretendió tal calidad por el solo hecho
de su residencia, debe ser excluido por el destierro, como infractor del pacto, o por la
muerte, como enemigo público; pues tal enemigo no es una persona moral, es un
hombre, y en este caso el derecho de guerra es matar al vencido” (Rousseau, El
contrato social, Caps. V y VI).
El sujeto es, por el contrario, un ser condicionado por la cultura, por la sociedad,
por la economía, por su inconsciente, sus

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pulsiones y no puede deliberar plenamente consigo mismo. Sin embargo, esa misma
causalidad psíquica indica que el hombre es responsable de la “posible” deliberación de
la que no puede ni sustraerse, ni dejar de interrogarse por la implicación e involu-
cración que le cabe en cada uno de sus actos.
Es de este modo que creemos que debe funcionar el principio jurídico —establecido
por la Escuela Clásica de Derecho- del: “nulla poena sine culpa” -no hay pena sin
culpa- y que en la versión del derecho canadiense reza: “El acto no hace al acusado, si la
mente no es acusada” {«Actus non facit reían nisi mens sit rea»). Este fundamental
principio, recogido por todos los derechos positivos modernos, se opone a las
concepciones objetivas de la responsabilidad pues entiende que el delito no supone sólo
el cumplimiento de un acto material {actus) sino también una implicación subjetiva
{mens rea). Se trata de establecer no sólo quién hizo qué, sino por qué lo hizo. Los
motivos del acto poseen en nuestros sistemas judiciales una importancia suprema
-pensemos sólo en la calificación de “homicidio agravado” (que eleva la pena a prisión
perpetua) cuando el homicidio ha sido causado “Por placer, codicia, odio racial o
religioso” -Art. 80 inc. 4Q del Código Penal—. Es decir, no se juzgan actos sino
motivaciones, tan es así que cuando el “motivo” del homicidio es la defensa propia la ley
declara al sujeto no punible (Art. 34 inc. 6 9).iNo se está inquiriendo, en última instancia,
cómo es el hombre que ha cometido el delito?

Pero la concepción —que sostenemos— que se ocupa de la posL ble y necesaria


implicación del sujeto con su acto delictivo, no tiene relación con aquella cuyos orígenes
son —indisimulablemente— las doctrinas del “delito natural” o del “hombre delincuente”
de los positivistas que, pretendidamente interesadas por el sujeto del acto, entienden por
tal aun ente “caracterologizado”: clase social, color de piel, tamaño del cerebro,
rasgos_genéticos, etc._yique, por ello mismo, dejan fuera la discursividad del sujeto que
puede y debe implicarse interiormente con su acto o, como preferimos decir, tiene la
posibilidad de establecer un debate consigo mismo y con la ley. No me refiero, entonces, a
esa ¿vieja? caracterología psiquiá

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trica, psicológica o sociológica que no precisa “escuchar” al sujeto porque ya sabe todo
de él o, a lo más, sólo es necesario que ratifique lo que estadísticas, mediciones y
variopintas coordenadas cartesianas “objetivas” y “standarizadas” dicen de él.
Estas teorías, de vieja data, creen comprobar que las condiciones que llevan al
sujeto a la delincuencia son principalmente factores psíquico-orgánicos, verdaderas
anomalías que hacen del tipo delincuente un tipo patológico. Centran su atención en
los móviles del hecho pero habiendo declarado patológicos a esos móviles; concluyen
—erróneamente-, por tanto, que un delito no puede ser cometido sino por un
“enfermo”.
Pero, si de un “enfermo” se trata, sólo cabe la aplicación del 34: 1 1- Pte. del
Código Penal: el sujeto activo del delito no es sino un “inimputable” al que deberán
aplicarse “medidas de seguridad” tales como ¡recluirlo en un manicomio! hasta que...
¡se cure! Es decir, en lugar de cárceles infernales, manicomios infernales. No se ve
que, en algunos de estos casos, la “inimputabilidad” puede implicar para el sujeto un
infernal reproche -como en el caso de Louis Althusser-,
Así, el estudio de la culpa, la responsabilidad y, aún de la sanción penal
constituirían un mero capítulo de esa “medicalización” de la “anomalía”, esa
tecnologización de lo “patológico”.
Por tanto, ni acordamos con el “libre albedrío” de la escuela clásica de derecho
(Carrara, Carmignani, etc.) donde el sujeto del delito es un ser “moralmente
imputable”, es decir, inteligente y libre -por tanto el “anormal” está fuera del derecho
penal- ni con el positivismo para el cual el ámbito de la criminalidad es total o casi
totalmente patológico y que no es una preocupación por el sujeto sino una
preocupación por la defensa de la sociedad de estos sujetos “enfermos”.
Para el jurista Wolf el autor de un delito es un miembro de la comunidad jurídica
con un “sentimiento jurídico depravado” por tanto, ¿qué otra cosa cabe al cuerpo
social que “defenderse” de estos “depravados” a través de la pena? La pena ha de men-
surarse no en relación al acto cometido sino a la “personalidad” del autor. Deben
abandonarse las pretensiones éticas y atender

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se exclusivamente a la defensa social: el sujeto no responderá de su acción por ser
inteligente y libre —que no lo es dado su condicionamiento “biológico”— sino porque es
un ser social. Ferri, discípulo de Lombroso, critica los fines de la pena enunciadas por
Von Liszt —el principal exponente de la escuela de derecho penal liberal- para quien la
pena debe tender a:

a) la corrección del delincuente capaz de corregirse y necesitado de corrección;


b) la intimidación del delincuente que no requiere corrección;
c) la inocuización del delincuente que carece de capacidad de corrección,

ya que estarían basadas en un criterio descriptivo -la “corregibi- lidad del delincuente-
cuando lo verdaderamente importante es una clasificación apoyada en el criterio genético
No nos extenderemos sobre todas estas teorías que cualquier
ma U
^ _ ® ‘:reC ,° Pena^ resume. Las hemos mencionado porque no han faltado quienes ven al
psicoanálisis como una parte de ese gran dispositivo de control y disciplina que,
precisamente, “con- trola y disciplina” a partir de un qimnoof «« . . ’ .
dero” sobre los sujetos. apuesto conocimiento verda-

qu<fcmicep^aSár delinco10’fnUeStraS reservas ante esa corriente externas atribuyendo a esteíl??»


'^ pr°ducto de condiciones tivo. En estas iíterprítacÍSes ¿ del acto delic- “víctima”: de las
circunstancias 1??/?^° ?S’ nada’ Una tructura social, la educación la St°na’ la geografía, la es-
la escuela
tanto, es “la sociedad” la resñor. > etcétera, por
También este desplazISZT^i "° «• cesado, a lo que algunos llaman “ 6 la resP°nsabdidad del
Pro' ría fundamentalmente sobre aS^ncia penal” -la que actúa- bles-, corre el riesgo de
devenT^61 • a *os c*ue baba vulnera-
lización y desresponsabilización”1*13 S*mp*e y bana “desculpabi-
vidad que esto entraña. n COn los rie
’ sgos para la subjeti-

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En Le Monde del 07/01/99 decía el entonces primer ministro Jospin que los
graves fenómenos de urbanismo mal manejado, de desestructuración familiar, de
miseria social, no debían constituir “una excusa para comportamientos
individuales delictivos. No hay que confundir la sociología y el derecho. Cada uno
sigue siendo responsable de sus actos. Mientras se admitan excusas sociológicas y
no se ponga en entredicho la responsabilidad individual, estas cuestiones no se
resolverán”.
Contra este uso abusivo de “justificaciones” sociológicas o “inimputabilidades”
psicológicas se manifestaba Hannah Aren- dt: "... la moderna psicología y
sociología (...) nos han habituado grandemente a no atribuir responsabilidad al
ejecutor de determinado acto, en virtud de tal o cual determinismo. La validez de
estas aparentemente más profundas explicaciones del comportamiento humano es
muy discutible...” (Arendt. 1963:437). Pero Freud, por caso, jamás hubiera
aceptado que su teoría tuviera relación con la aseveración de Arendt: “Toda vez
que la comunidad suprime el reproche, cesa también la sofocación de los malos
apetitos, y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de
rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural” (Freud,
1915:282); agreguemos que el psicoanálisis poco y nada tiene que ver con
“determinismo” alguno y que es falaz atribuirle la intención de liberar de
responsabilidad, pues si hay algo que procura es, precisamente, el encuentro del
sujeto con su “responsabilidad” en lo que cabe al deseo y aún a los goces que lo
atraviesan.
Enfocar el interés principal en el sujeto del acto no será así investigar móviles
patológicos y ello no sólo porque nuestro Código Penal declare inimputables (no
capaces de ser culpables) a quien no haya podido dirigir sus acciones ni
comprender la criminalidad del acto, sino porque los actos humanos obedecen a
una constelación heterogénea de motivaciones, algunas de las cuales son
conscientes, otras inconscientes y otras pertenecen al campo de las impulsiones
del superyó. El descubrimiento del inconsciente nos ha enseñado que la
culpabilidad subjetiva no nos es accesible por la cientifización objetivista, sino
por una interroga-

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ción sobre el saber a media luz (vía el discurso y la asociación libre) de verdades sobre
sí a las que todo sujeto puede acceder y que determinan, en cada uno, el modo
mediante el cual asume su relación con la falta: el homicidio fantaseado (deseado) o el
homicidio consumado.
El sujeto de la culpa, de la falta, dispone de sus actos en virtud de su poder de
deliberación consigo mismo y con el tribunal del Otro social. Porque pudo y puede
deliberar con el Otro de la ley desde la misma legalidad del lenguaje puede responder
por sus faltas. Ninguna liturgia del derecho penal puede dejar de lado esa apuesta de la
significación subjetiva de la pena.
Por tanto, junto a la impaciencia para que, una vez establecida la tipificación,
antijuricidad, imputabilidad y culpabilidad (lo que el derecho penal llama los aspectos
objetivos y subjetivos del delito) se pase a la “reconstrucción del acto”, debería
interesar, también y primordialmente, la “reconstrucción del sujeto” del acto,
entendiendo por tal, que ese sujeto se encuentre con su falta.

IV.- ¿Qué del sujeto del acto?

En un debate sobre la pena de muerte decía Foucault: “En el fondo las personas son
juzgadas no tanto por su actos cuanto por su personalidad. (...) Y precisamente del
conocimiento o desconocimiento que se tiene del criminal se justifica que se le imponga
o no una pena determinada (...) Actualmente se superponen dos sistemas. Por una parte
vivimos aún del viejo sistema tradicional que dice: se castiga porque existe una ley. Y
por otra, un nuevo sistema se ha injertado en el primero: se castiga según la ley pero con
el fin de corregir, de modificar, de enderezar puesto que nos estamos ocupando de
desviados, de anormales. El juez se presenta como terapeuta del cuerpo social, como
trabajador de la “salud publica” en sentido amplio” (Foucault, 1977:115).
En alguna manera Foucault alude aquí a las dos posibilidades de estructuración de
un sistema penal: sobre el “principio del he- cho” o sobre “el principio del autor”. En un
caso las característi-

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cas personales del sujeto del delito son de importancia secundaria, lo que determina
la intervención del aparato judicial es la lesión a un bien jurídico. En el otro, el
“hecho” es visto como “síntoma” de su autor. El derecho penal moderno se quiere a
sí mismo como “derecho penal de hecho”: un hombre es juzgado por lo que ha hecho
y no por lo que es o podría ser o hacer. Sin embargo, y pese a esta “proclama”, lo
que un hombre “es” pesará al momento del proceso y en la asignación de sanciones.
¿Cómo podría ser de otra manera? Lo contrario sería un derecho penal objetivo
similar al de los “Códigos” de la antigüedad: al que robó se le cortará la mano -lo
cual, convengamos, cumple de maravillas con uno de los fines de la pena según Von
Liszt: la “inocuización”;- el que robó 100 veces antes y el que nunca lo hizo estarían
en igualdad; el que lo hizo por codicia y el que lo hizo por hambre, también.
En el mismo texto citado dice Foucault: “Imaginémonos una justicia que
únicamente funciona en conformidad con un código: si robas se te cortará la mano; si
eres adúltero se te extirpará el sexo; si asesinas serás decapitado. Nos encontraríamos
ante un sistema arbitrario y constrictor de correspondencia entre los actos y la
punición que sanciona el crimen en la personalidad del criminal...”. Efectivamente,
sería un sistema arbitrario, por tanto, injusto. Separar el acto del sujeto del acto
deviene injusticia.
^4 _ __ ____________________—.
Pero, y si comprobación tal no fuera suficiente, la concepción jurídica misma de
“acción” -recordemos que el delito es “acción punible”- lo impide: “En la acción
convergen (...) todas las potencias y condiciones psíquicas y espirituales del hombre
(...) además de todos aquellos elementos de pensamiento y de cálculo, en ella
desemboca, también, un plexo de valores que la carga de deseos y rechazos, de fines y
de repugnancias, de núcleos formalmente queridos y de aureolas y satélites,
indeseados, molestos, inoportunos, pero asumidos...” (Soler, 1977:20).
En nuestra investigación de análisis discursivo de expedientes judiciales -texto
donde confrontan saberes y prácticas, testimonios y opiniones, principios y normas-
advertimos ese debate subyacente entre estas dos posiciones las que aparecen como te-
lón de fondo en cada uno de los expedientes analizados: una da

28
^prioridad al “acto criminalotra, al “sujeto del acto”; pero enda mayoría de los
expedientes analizados se destaca la primacía discursiva de la primera visión. Esto no
es sin consecuencias, implica de una u otra manera, no sólo las condiciones que se han
de priorizar para establecer las penas, sino también aquellas por las cuales el autor será
considerado responsable o inculpable por la acción típica y antijurídica.
Resulta obvio que el sistema jurídico precise de pruebas en tanto necesita
objetivar el acto. Pero además de las pruebas será necesario escuchar la discursividad
de quien lo hizo. Y es que la cuestión de la mera prueba, del mero acto no sólo es
inconducente porque deshumaniza, sino también es peligrosa porque sabemos que,
muchas veces, las pruebas se plantan, se crean. En cambio, aunque los neo-conductistas
no lo admitan, es difícil que la discursi vidad y el sujeto de la enunciación puedan
implantarse. Hay allí una fuente de múltiples facetas a indagar que pueden abrirnos
innúmeras puertas en la recuperación del sujeto del acto vinculado a las variedades de
la sanción penal y sus efectos.

Los planteos realizados hasta aquí asoman nuevamente ante el análisis del
discurso concreto: ¿qué lugar tiene, en la discur- sividad del Expediente Judicial, el
sujeto del acto? ¿O solamente se tiene en cuenta el acto?
La pregunta es pertinente porque si tomo el ejemplo de un Expediente Judicial
trabajado: el de la violación a tres hijas menores por parte de su padre, observo que de
un total más de 20.000 palabras de la etapa instructoria, el sujeto imputado ha pronun-
ciado sólo 300 de ellas. Una violación paterna puede ser absolutamente reprochable y
merecer incluso espanto, pero... admitamos que apenas el 1, 5% del total de palabras es
bastante poco.
Parto de una hipótesis psicoanalítica ya indicada anteriormente: sólo es posible
vincular al actor del acto con el acto criminal si la culpabilidad se acompaña de
responsabilidad, esto es, si el actor puede subjetivizar la culpa y asignar significación a
su acto. Del estudio del Expte. mencionado concluimos que, aunque el presunto
violador permanece en prisión cerca de 3 años, esa pena-
\i

29

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lidad” no ha servido ni a él ni a sus hijas para nada. Y es que la máquina judicial ha


funcionado casi sin su intervención, sin su palabra y sin que interese mucho su
posición o implicación subjetiva en el acto del que es acusado.
A las presuntas víctimas no les ha ido mucho mejor. Ingresan por una puerta
bastante traumática a la maquinaria judicial. El primero de los muchos exámenes
médicos, psicológicos, grafoló- gicos, etc. a las que serán sometidas es el del forense.
Pero aquí, como en muchas partes del Expte. encontramos respuestas a preguntas no
formuladas y silencios a preguntas realmente formuladas. Por ejemplo, el Acta
Policial labrada con objeto de seguir las instrucciones del Fiscal Penad dice que: “[...]
las menores Dolores L. de 13 años de edad, Sandra L. de 12 años de edad, y Rita L. de
10 años de edad, quienes según se conoce (se deja indeterminado cómo y a través de
qué se conoce) habrían sido víctimas del delito
A
de VIOLACION por parte de su padre legítimo [...] Las mismas deberían ser
examinadas en la fecha por un médico en tribunales para comprobar la certeza de
dicho ilícito
Es decir, la palabra de las menores no basta, un especialista, instituido por el
poder legal, dará cuenta del hecho, instituirá una verdad.
Recordemos que el acta dice que las deberá examinar para comprobar la certeza
del ilícito. Pues bien, ¿qué informa el forense? dice que examinó a las tres niñas e
indica para una de ellas (lo que dice para las otras dos es casi lo mismo): “(...)
examiné a D. L. de 13 años de edad, quien presenta vulva normal, himen con múl-
tiples desgarros en horas 6, 12 y 9 de vieja data; vagina complaciente. La causante ha
perdido su virginidad física en época que no se puede determinar”. Eso es todo.
Adviértase que el forense no dice que hubo violación, habla sí de pérdida de
virginidad física. Pero la pregunta era sobre “la certeza del ilícito”.
Habría mucho que decir de esto pero sólo destaquemos ahora el que ha sido la
palabra de otro la que estableció el hecho. Que tres niñas de 10, 12 y 13 años se
presentaran en una comisaría acompañadas de una vecina para denunciar semejante
suceso ha tenido menos relevancia que la comprobación de una “vagina

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complaciente” que perdió su virginidad. ¿No debería indicarnos algo bastante grave la
mera denuncia?
A la vez, el informe forense sobre el presunto culpable es bastante sucinto. Dice:
“En el día de la fecha examiné a R. D. L. de 47 años de edad, viudo, tapicero, al
momento del examen se presenta orientado en tiempo y espacio, colabora con el
diálogo, lee y escribe, estudios primarios incompletos, relata que no padeció patología
psiquiátrica; atención, sensopercepción y memoria normales. En conclusión, posee
capacidad y discernimiento para dirigir sus actos y acciones [...]”.
Observemos aquí la expresión “relata que no padeció patología psiquiátrica”.
Podríamos preguntarnos, ante nada, si un tapicero de estudios primarios incompletos
tiene alguna idea de lo que una “patología psiquiátrica” puede ser. En segundo lugar
¿todos los que han padecido o padecen alguna “patología psiquiátrica” (en el supuesto
caso de que todas las corrientes de la psiquiatría convinieran en el diagnóstico,
etiología, tratamiento, etc. de cada “patología psiquiátrica”) son concientes de que la
han padecido o padecen, y, más aún, están dispuestos a admitirlo?
Observemos también que se da fe a la palabra del reo; si él dice que no padeció una
patología psiquiátrica debe ser así.
Desde luego que lo que el forense interviniente desea establecer, y cuanto antes
mejor, es si el reo podía comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones. Ello
en virtud del Inciso 1Q del Art. 34 del Código Penal argentino que declara NO
PUNIBLES a quienes en el momento del hecho y por insuficiencia de sus facultades,
por alteraciones morbosas de las mismas o por su estado de inconsciencia, error o
ignorancia de hecho no imputable, no pudieran comprender la criminalidad del acto o
dirigir sus acciones.
El forense concluye que el reo posee capacidad y discernimiento para dirigir sus
actos y acciones, pero nada dice de “comprender la criminalidad del hecho”. Podemos
agregar en su favor que eso no es necesario pues quien posee capacidad y
discernimiento conoce la ley ya que la ley se supone conocida desde el momento en que
es promulgada y su ignorancia no sirve de excusa (Código Civil argentino: Art. 20).

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1

Pero nosotros, psicoanalistas, damos otra interpretación a este mandamiento de


“comprender la criminalidad del hecho”. Creemos que debe vincularse a un trabajo
con el reo que permita que él realmente de alguna significación a esa “criminalidad”,
se involucre ética y moralmente en su acto, en fin, se haga responsable. Este
asentimiento subjetivo es necesario pues sin él la penalidad carece de efectos
subjetivos.

V.- El desdibujamiento de la culpa

Mientras para el Derecho la culpabilidad consiste en “la capacidad humana para


soportar la imputación jurídico-penal”, es decir, una categoría normativa que sirve
para decidir si un sujeto determinado puede o no puede responder por su acto (véase
en este libro el capítulo escrito por el Dr. Sarrulle) para el psicoanálisis la culpabilidad
es el registro de la falta en la subjetividad, el registro de que hay algo que opera como
límite (la ley) y por lo que es preciso responder no sólo ante el foro externo, sino
fundamem talmente desde y ante el foro interno (véase el Cáp. dedicado a la Culpa).
Rápidamente podríamos resumir que, para el Derecho, el sujeto es “responsable” ante
el Otro social, es lo que importa y de lo que trata; para el psicoanálisis, en cambio, el
sujeto es también responsable ante y para sí, para su tribunal interior.
Porque entendemos que en el campo jurídico y psicoanalítico la palabra es
importante y tiene vigencia no puede pensarse que el sujeto pueda reducirse a un mero
sujeto de la acción, porque toda acción se sostiene en la palabra. Freud insistía que se
empieza cediendo en las palabras y se termina cediendo en los actos. Y efectivamente,
cuando uno cede en las palabras, comienza a ceder en otorgar significación no sólo a
aquellas sino a los actos mismos, estos se van produciendo locamente, en aparente
ajenidad de quien los produce y allí la subjetividad se desgaja, se resquebraja, lo que
conduce a lo que Pierre Legendre destaca como la presión social por “el
desdibujamiento de la culpa”. Porque si somos sujetos automáticos y robóticos, no hay
resonancia interna de nuestros ac-

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i
tos. Podría alguien justificar que mató una persona en una carretera porque estaba
apurado. Dirá “no sé por qué lo mate, el problema es de la carretera, del automóvil que
yo conducía. Bueno, ya está, está muerto, no se puede hacer nada”. O seguir el consejo
de su abogado y decir: “sufrí una emoción violenta”. ¿Qué produce este
desdibujamiento de la culpa donde pareciera que el sujeto no se involucra con la
significación de sus actos?
Cuando se empieza a borrar el registro del remordimiento o el reproche o el
autorreproche, si las cosas son por una cuestión externa a la subjetividad, un puro
accidente del destino, ¿qué puedo reprocharme? Pero tener vergüenza, tener
remordimiento, tener culpa, es algo que va más allá de las emociones, supone cierta
posición del sujeto ante la ley y ante la mirada del Otro de la ley y allí la cuestión
jurídica de la “capacidad de reprochabili- dad” es fundamental.
Si el ser humano no puede reducirse a lo automático y robóti- co debe admitirse
que hay resonancia interna de sus actos.

VI.— Sanción y asentimiento subjetivo

En el trabajo sobre las consecuencias de la aplicación de la sanción penal a la


subjetividad, discurso jurídico y psicoanalítico se intersectan, ya que no pueden dejar de
interrogarse sobre los efectos que la objetivación de la ley tiene sobre el sujeto. Luego
de determinada la sanción es necesario un cambio de posición subjetiva en aquel que
delinquió, de lo contrario la pena sólo es recibida como un mero castigo que potencia el
acto delictivo.
Sostenemos la hipótesis de que si la sanción penal no atraviesa nada de esa
subjetividad que ha sido dañada por su acto, no sólo se torna inocua, sino también
peligrosa, pues queda planteada cómo una simple venganza social contra alguien que no
puede dar significación alguna ni a su acto ni a la pena por el acto; y entender la pena
como una venganza injusta es la vía más rápida y simple a la “auto desculpabilización”,
luego de la cual no es improbable que el “iter criminis ” recomience.

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Acordamos con la posible y necesaria implicación del sujeto en su acto delictivo,
porque si el sujeto no reconoce -y se hace cargo de- su falta, será difícil que pueda
otorgar significación alguna a las penas que se le imponen, y por lo tanto a las
consecuencias de su acto criminal. Podrá cumplir automáticamente las sanciones pero
sin implicarse o responsabilizarse de aquello de que se le acusa y penaliza.
La falta de reconocimiento y significación de la sanción penal lleva a redoblar la
tendencia al pasaje al acto criminal y las legislaciones penales han sido construidas no
sólo con el objetivo de establecer sanciones sino, y fundamentalmente, para prevenir
delitos. El objetivo (al menos el declarado) de la ley penal es establecer una sanción
para IMPEDIR que la infracción se cometa, no castigar las infracciones cometidas.
Como se ha dicho: el último crimen no será sancionado.
De allí la importancia de que el delincuente otorgue significación a las penas que
se le apliquen.
Si el sujeto asume en su discurso cuál es el lugar que le cabe en el banquillo de los
acusados, es posible que asuma responsablemente sus faltas y se reintegre, purgando
sus culpas, a la sociedad que lo condenó; si, en cambio, expulsa de su discurso cual-
quier implicación subjetiva y deja la punición a cargo del juez y los aparatos sociales,
no hace más que potenciar su acto criminal.
En su Tratado de las leyes Cicerón alude a lo que aquí llamamos el “fuero
interno” ante el cual el sujeto debe dar cuenta de sus actos: “(...) los delitos contra los
hombres (...) se castigan más bien que por los juicios (...) por las Furias, que los
persiguen y estrechan, armadas, no con teas inflamadas como en la fábula, sino con
angustias de conciencia y tormentos del crimen. Si el castigo y no la naturaleza
hubiese de apartar al hombre de la injusticia ¿qué inquietud atormentaría al culpable,
una vez perdido el miedo al suplicio? (...) Si la pena, si el temor del castigo y no la de-
formidad del vicio separa del camino injusto al criminal, ninguno es injusto, y los
malvados antes deben ser considerados como incautos; y nosotros, que nos inclinamos
a la virtud no por la honestidad misma sino por cierta utilidad y cierto provecho, antes

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SOTJIOS cautos que justos. ¿Qué hará en las tinieblas el que no teTne 7nás que a los testigos y
al juez?”.
Esta preocupación, continúa vigente. Cicerón advertía que los crímenes no serían
impedidos por el temor al castigo; es decir, hace 2000 años que sabemos que no es la
dureza de la pena lo que detendrá al delincuente novato o al reincidente, pese a ello
abundan los que pugnan por inflacionar las sanciones como “solución” al delito.
I
Consideramos que es preciso establecer un trabajo con el reo de una liturgia tal que
permita que él pueda otorgar alguna significación a esa “criminalidad”, que le permita
involucrarse éticamente con su acto como único camino para que otorgue asentimiento
subjetivo a la pena resultante. Y este asentimiento subjetivo es necesario pues sin él la
penalidad carece de efectos subjetivos. ¿Qué peor destino para una pena que quedar
excluida del sujeto para quien está destinada?
La sanción penal no debe ser entendida, entonces, como una simple aplicación
administrativa, como uno de los últimos remaches de un dispositivo que funciona casi
automáticamente, casi “sin sujeto”, o más bien, con la exclusión del sujeto. Con.la apli-
cación de la pena debe pretenderse que el autor del acto dé alguna significación al mismo,
que subjetivice su falta y recupere (no pierda) su lugar en el tejido social al que su acto ha
dañado, pero también, recuperar eso de su propia subjetividad que quedó dañado por el
acto delictivo. Superado el mandato de Rousseau de excluir con el destierro o la muerte a
quien rompió el pacto hemos de admitir que el delito no sólo daña el tejido social,
también daña al sujeto que lo cometió y poco conseguiremos si la “reparación” del daño
es meramente el suplicio del delincuente.
¿Nos estaríamos sumando a esa corriente que pretende la “corrección” del
delincuente? ¿Es que estamos propugnando el “tratamiento” psicoanalítico o alguna
terapia psicológica al penado? ¿Es el psicoanálisis la respuesta al delito? En modo alguno.
Pocas cosas hay más ridiculas que “mandar” a alguien que realice un “psicoanálisis”. Esta
propuesta sólo puede provenir de aquellos

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que ignoran lo que el psicoanálisis es -en el mejor de los casos- o pretenden lavarse
las manos en la suerte del reo -en el peor—.
Con Lacan sostenemos que la “cura” no puede ser otra cosa que una integración
por el sujeto de su verdadera responsabilidad y ello porque el hombre se hace
reconocer por sus semejantes por los actos cuya responsabilidad asume. Esa
responsabilidad que es el precio a pagar por vivir en sociedad.

Referencias bibliográficas

Arendt, Hannah (1963) Eichmann, en Jerusalem -un estudio sobre la banalidad


del mal- (2- ed.). Barcelona: Lumen. 1999.
Foucault, Michel (1964) Historia de la locura en la época clásica. Bs. As: FCE,
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Madrid: La Piqueta. 1991.
Freud, Sigmund (1915) De guerra y muerte. O.C. XTV. Bs. As.
Amo- rrortu. 1976.
Lévi-Strauss, Claude (1958) Antropología Estructural. Bs. As.:
Eude- ba, 6* ed. 1976.
Soler, Sebastián (1977) Temas antiliberales. Bs. As.: Sur.

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