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Armas quiteñas en la epopeya

del descubrimiento del río mar,


el Amazonas.
1541-1542.
-El Marañón Quiteño-
“Para esos varones acostumbrados a matar nada era la muerte,
quienes tan bien conocían el arte de hacer sufrir eran insensibles al
hambre, a la desnudez al dolor y al tiempo.

Con esa habilidad propia de las razas belicosas, cuya indumentaria


es de hierro, cuyo hábito es dominar a la intemperie, comer hambre
y beber sed y cuyo destino es batallar sin tregua, para alcanzar la
victoria mas allá de la tierra, en las playas silenciosas del sepulcro”.
Dr. Carlos Aguilar Vásquez. -El caballero del Rio.

PROLOGO

uien no ha leído o escuchado la grandiosa epopeya


realizada por un grupo de heroicos españoles que se
aventuraron en busca del Dorado y la Canela, allá en las
selvas orientales de la cuenca de uno de los ríos más
grandes del planeta, el río mar, el rio Amazonas.

Doscientos castellanos se lanzaron a una de las mayores


aventuras que cuenta la historia americana y tal vez mundial, asombra la lucha
de estos varones de hierro con la inhóspita y recién descubierta naturaleza del
nuevo mundo, muy especial en la zona por donde debieron trajinar en busca de
la leyenda del reino del Dorado y la Canela; asombra su lucha no solo con los
elementos de una misteriosa selva virgen, sino con los hombres silvícolas
totalmente desconocidos para ellos; asombra en fin como se defendieron con
casi primigenias armas de la época, en un terreno no precisamente en donde
podían desarrollar su máxima efectividad como es el campo abierto, la umbrosa
y húmeda selva fue el escenario en donde se desarrollo heroísmos sin nombre,
tragedias indescriptibles; y, en cuyo seno españoles, indios, negros y mulatos
encontraron su sepulcro.

A la par de una breve narración de los hechos de este magno acontecimiento, de


esta epopeya del descubrimiento del río una vez bautizado como el Rio de
Orellana, el San Francisco de Quito, luego el Amazonas, queremos reseñar la
clase de armas que de Quito partieron a esta gran aventura.

a noticia de la existencia de un “Dorado”, fue el atractivo


de exploración dispuesta por Francisco Pizarro a su hermano
Gonzalo Pizarro, y a quien secundo su pariente Francisco de
Orellana.

La incansable búsqueda de oro y otras especies y sobre todo la entrada a


regiones que podían resultar más ricas y extensas que las descubiertas en
la costa oeste de América del Sur, empujo a estos capitanes de conquistas
a aventurarse por inhóspitos parajes llenos de peligros naturales y sobre
todo la reacia oposición de los naturales que veían invadido su territorio
por seres extraños, mitad hombres mitad bestias y que portaban el
mortífero trueno.
LOS HOMBRES DE LA EPOPEYA

Francisco de Orellana.


spañol de Extremadura, varón destinado a ser héroe de
epopeya, tenía frente despejada y hermosa, ojos ardiendo en la
hoguera de espíritu aventurero y cristiano, barba negra y
espesa enmarcando un rostro noble, prematuramente
envejecido ,labios propicios al gesto imperioso, voz
armoniosa y persuasiva, marcial el continente, era de guerrero
acostumbrado a mandar y luchar con los hombres y la naturaleza
malsana de los bosques americanos; primero en Nicaragua y al fin en las
selvas vírgenes del oriente. Bueno como el agua de los riachuelos
limpios, soñador empedernido, poeta del descubrimiento, amó con el
amor de sus amores las aguas de los inmensos ríos. Leal con lealtad de
castellano antiguo.
Diestro en el manejo de la espada, invicta en sus robustas manos.
Capitán de héroes, inteligencia formada en la Ley, fundó ciudades a
orillas de un río, descubrió tierras ribereñas. Voluntad de acero, sufrió
hambres, desengaños y traiciones. Herido y abandonado a sus propios
recursos, no traicionó jamás a su tierra ni a su Emperador, Semper
Augusto.

Tal como lo indica su apellido, fue “el de la orilla”. A lo largo del


Amazonas cubrió con la bandera española, a tribus guerreras y feroces, a
parajes de ensueño, a selvas impenetrables y a las aguas de su río, ya
pacíficas y claras, ya turbias y tempestuosas.

No sólo sus proezas son de orilla, su mismo sepulcro hundido está en


una rivera desconocida ahora por la historia.

Su extraordinario don de lenguas, le permitió hablar latín, francés


y quichua. En pocos días su prodigiosa memoria retenía vocablos
vernáculos de las tribus dispersas de la selva, para formar con ellos las
más bellas leyendas de la Travesía Inmortal.

Generoso con sus subordinados, hermano mayor de sus soldados, auxilió


al caído, repartió su alimento con los hambrientos, sufrió sus penas,
pidió al Rey, para el trabajo de su Nueva Andalucía, negros libres; y
cuando llegó la hora de descansar, durmió sus sueños de gloria y sus
ilusiones patriarcales en brazos de la mujer amada, cuyas manos
cubrieron de flores su sepulcro.

Ningún varón como él más leal y ninguno como él más amargado por la
traición y más acusado de haber traicionado a sus superiores. Amó la paz
y fue guerrero y murió luchando, y casi todos sus descubrimientos tintos
están de sangre. Vinculó su destino con la tierra y el agua fue su único
camino.

Vecino de una ciudad por el fundada, muere lejos de ella en tierra hostil
y sin nombre. Solo el amor le acompañó hasta más allá de la muerte.

A la jornada de Orellana nada le falta para desarrollar entre las grandes


tragedias de la humanidad: por lo grandioso del escenario, por la alteza
del propósito, por la fe que ilumina a los actores, por la violencia
escalofriante de la acción y, por fin, por la grandeza y hasta sublimidad
del desastre.
Los profetas de la bíblica antigüedad hubieran afirmado que la
mano colérica de Dios se abrió, solamente después de haber estrujado y
roto las naves del Descubrimiento y retorno”.

requerimiento de Gonzalo Pizarro, Orellana, español de


Trujillo en el Reino de Aragón, gastó de su peculio
cuarenta mil pesos para armar y equipar 23 aventureros. –

F rancisco de Orellana invirtió en reclutar las huestes de

soldados, armas, bastimentos, indios portadores, caballos, baratijas de


poco valor para intercambiar con los indios oro y alimentos

La hueste de Orellana que componía la expedición y partía de


Guayaquil, lo formaban 23 soldados y capitanes españoles con los cuales
no se acordó sueldo y todo se pactaba y quedaba a expensas de los
beneficios que se pudiesen obtener y repartir en la empresa.

“Con esta mesnada reducida trepa los andes nevados, entra en Quito y el día 1
de marzo de 1541, sale rumbo a su dolor y gloria. Trasmonta la cordillera,
siguiendo el ya conocido camino trazado por Gonzalo Díaz de Pineda: Cumbayá
–Tumbaco - Guamaní- Papallacta; húndese en la selva y desgarrado por la
maleza, consumido por el hambre, pobre, sin perros, sin caballos y sin indios,
reúnese con Gonzalo Pizarro”.
Dr. Carlos Aguilar Vásquez. - El Caballero del Rio
Gonzalo Pizarro. -

a expedición de estos dos bravos capitanes continúo


su camino siempre agotador menguada ya por el
asenso hecho de la cordillera, el páramo y el frió
fueron sus principales enemigos; trasmontada la
misma la cabalgada de españoles, los pocos indios
que quedaban, podían ver ya los verdes valles
orientales; descienden por el flanco oriental y poco a poco van sintiendo
el calor del valle y la tupida selva que les sale al paso.

A partir de entonces los castellanos abren sus ojos a la admiración


que les produce la deslumbrante naturaleza que contemplan.

Avanzan por una región tropical exuberante, la tierra caliente


donde los frutos y las flores se suceden unas tras otras en un círculo no
interrumpido por todo el año y donde los bosques se hallan habitados
por pájaros de innumerables colores, monos de varias especies, fieras,
víboras, sajinos y un sinnúmero de insectos cuyas esmaltadas alas brillan
como diamantes y esmeraldas con el refulgente sol del trópico; de la
canela solo encuentran árboles pequeños, más no lo que ellos se
imaginaban.
Los gigantescos árboles con sus raíces impiden el avance de los ya
pocos caballos que les quedan, se entretejen entre ellas profundizándose
en el suelo o ya emergiendo nuevamente a manera de serpientes
rastreras y enormes sobre la superficie, los barrizales por donde hay que
pasar obligan a la cabalgada a continuar a pie, el lodo llega a las rodillas
de la gente el avance se hace cada vez más lento y muy difícil.

Árboles enormes caídos obligan a dar grandes rodeos, las espadas


y las hachas son insuficientes para abrirse camino en la espesura de la
selva, miríadas de mosquitos como nubes aparecen de pronto
obscureciendo la visión de los expedicionarios con la consiguiente
molestia y temor.

Luego de una agotadora travesía por terrenos farragosos y


oscuros, pues debajo de los árboles el sol casi no penetra; la cabalgada se
alerta al oír el rumor de un rió grande que los conduce a una amplia y
despejada playa, han llegado al río Cozanga, esperanzados comienzan su
aventura río abajo, obligados a tender un puente para cruzar a la otra
orilla, solo mil indios de los cuatro mil reclutados por Pizarro en Quito
logran cruzar este río, tres mil habían muerto o desertado.

El río Napo les detiene, imposible ya de tender puente, se ven


obligados a usar del ingenio castellano y deciden construir un
barquichuelo, obra titánica para su tiempo, para su lugar y para las pocas
herramientas que poseen. Lo construyen, lo llaman “San Pedro” …
“milagro de proeza de constancia y de fe; maravilla de arte, artesanía e invento a
la vez, el San Pedro será a todo lo largo y ancho del tiempo. La nave insignia, la
nave capitana de la amazonia” …*.

El Napo corre presuroso y caudaloso, constituye una avenida


amplia y hermosa de penetración fácil a su fértil valle lleno aún para los
expedicionarios de misterio.

Cautelosamente recorren el río, unos en la embarcación y otros a


pie por la orilla; comienzan a oír el sordo pero muy perceptible sonido de
una especie de tambor que los indios hacían retumbar en la floresta,
desconocen el significado, pero ya suponen ser un llamado de aviso a sus
connaturales.

Por desconocer el río van despacio muy cerca de su orilla, bajan


cautelosamente y muy alertas a cualquier ataque que pueda darse por
parte de los nativos, lanza en ristre y mecha prendida en más de un
arcabuz.
Los gigantescos árboles, las plantas desconocidas, como la bulla de
bandadas de pájaros los impresionan; a su paso no faltan los
sorprendidos nativos que dejando sus canoas en la orilla huyen monte
adentro.

El río corre ya caudaloso y veloz, lo que facilitaba en gran manera


la travesía náutica de la expedición, no así de quienes por la orilla iban a
pie cansado y hambrientos.

Pizarro dispone a Orellana seguir solo en el San Pedro en busca de


alimentos, se embarcan los 65 aventureros, cuatro indios y dos negros
entre ellos. Zarpan río abajo para no volver atrás, no por traición al
Capitán General sino por lo imposible de retornar surcando rio arriba.

Aquí empieza la odisea increíble del hombre, de los nautas del río
mar, que pronto lo descubrirían para la gloria de España.
Los Arcabuceros del Río. -

Su lucha.

oldados fueron los del descubrimiento, los más


portando su arcabuz, su morrión y su espada, prácticos
con esta arma, porque en ella estaba su supervivencia y
de ella dependía su vida, sabían la táctica y movimientos
militares para enfrentar a su enemigo, sabían muy bien
por ser ya fogueados en las luchas que:

"...El soldado practico con el arcabuz, por cuanto temor tenga del enemigo, jamás
pierde el estilo de cargar bien su arcabuz. Y poner su frasco en la cinta, y cebar con su
frasquillo y polvorín la cazoleta de su arcabuz, y pone su cuerda, sin andar midiendo y
mirando, ni parando para lo acertar a hacer, y jamás deja de acertar; porque tiene
medido con su dedo segundo de la mano derecha el largor de la cuerda cuando le pone en
la serpentina, para que caiga justa en el polvorín, y tira seguro. Pero el que no es
práctico, todo es, al contrario, que con el miedo que tiene al enemigo se turba y no
acierta a cargar, ni halla el frasquillo, y no tira la cuarta parte de tiros que el práctico, y
anda embelesado...”.

No pocas veces debían atracar en la orilla del río para aprovisionarse de


alimentos, o sepultar a uno de sus compañeros muertos luego de ser herido por
los nativos que les acechaban desde las orillas o que se acercaban en sus canoas
para dispararles sus dardos y flecha envenenadas.

Armada de “Orellana”

uchas veces combatieron desde el barquichuelo, otras


veces en tierra donde eran sorprendidos por enteras
tribus.
Un día de aquellos en tierra tuvieron como muchas
veces que enfrentarse a los salvajes.

… el Capitán Don Francisco, oculto en medio de una


enmarañada selva que lo rodeaba, sentía los golpes agitados de su corazón que movían
rítmicamente los “doce apóstoles”* ya casi vacíos de pólvora…los salvajes se ocultaban
por todo lado, era imposible maniobrar militarmente con táctica aprendidas para una
lucha a campo abierto, los piqueros con sus lanzas enormes casi no podían moverse,
únicamente esperaban al enemigo de frente y muy cerca para verse y batirse cuerpo a
cuerpo; lo cual era difícil, pues los salvajes no daban cara, preferían ocultarse en el
monte y atacar de improviso con sus temibles cerbatanas.

No había lugar a correr la vida o la muerte dependía de rechazar al enemigo plantado en


el sitio, siempre lodoso hasta casi las rodillas.
Don Francisco junto con otros arcabuceros codo a codo, metió su mano en la bolsa de
cuero de su bandolera, tanteo sus pocas balas de plomo saco cuatro de ellas que lo
introdujo en su boca para recargarlas después, la otra después de cebar su mosquete con
pólvora, la introdujo en el cañón, la taqueo al fondo del mortero, verifico con alivio que
su mecha aún ardía; y espero sin antes tratar de avizorar algún enemigo para apuntarle
y espero para dar la orden de abrir fuego en cuento estos aparezcan.

Pese al descontrolado palpitar acelerado de su corazón, mantenía mucha calma, sabía


que de ello dependía su supervivencia y la de sus compañeros, relajado ya esperaba
aparezca el enemigo.

Los indios silvícolas que ya tiempo atrás los hostigaba, por lo general y cuando
eran pocos no daban el cuerpo, se ocultaban tras los grandes árboles y esperaban la
ocasión para disparar sus envenenadas flechas. Esto ponía los nervios de punta a los
soldados expedicionarios enseñados a combatir en campo abierto y con disciplina
militar.

Sabían que a pocos metros ocultos estaban sus enemigos, era difícil verlos, pues se
pintaban sea de negro o sea de rojo que los confundía con la oscura selva que siempre les
cobijaba, rara vez encontraban espacios abiertos que les permitiera ver el sol.

De pronto a pocos metros vieron salir una docena de salvajes que con feroces gritos de
guerra se acercaban con sus arcos y flechas envenenadas.

Francisco y sus compañeros cerraron el ojo izquierdo, tomaron puntería fijando su


blanco - grito ¡abran cazoletas! ……¡¡¡fuego!!!- sintió el fuerte culatazo de retroceso
de su arcabuz; y, sin esperar que la densa humareda del disparo de su arma se disipe, se
perfiló hacia la derecha, para ofrecer menor blanco a los enemigos y dando lugar a su
compañero de atrás, de la segunda fila que ya avanzaba a abrir a su vez fuego, oyó su
correspondiente disparo, mientras él ya recargaba su arma.

Sacó otra bala de su boca; luego de haber cebado el cañón con la pólvora de uno de sus
cartuchos o apóstoles, metió estopa e introdujo la bala taqueando con fuerza y
mandándola al fondo del mismo.

Pocos metros adelante pudo ver el estrago que algunos plomos habían causado al
enemigo que, tumbados en el suelo, unos muertos y otros heridos se contorsionaban
tratando de incorporarse. Otros se retiraban al ver y oír el estrago de las bocas de fuego
que con su estruendo hacían eco en la umbrosa selva, se retiraban para volver con más
furia.
Francisco colocaba ya la baqueta en su lugar y se adelanto a su compañero que acababa
de hacer fuego, soplo avivando la mecha de su arcabuz avanzando así mismo a la
izquierda de su compañero, que iniciaba la misma maniobra de recargar su arma.

Sudaba y transpiraba copiosamente, secó su mano derecha en su vieja y amarilla camisa,


colocó suavemente sus cuatro dedos sobre la palanca de disparo de su mosquete, apunto,
esta vez no tan alto ya que los indios estaban cada vez más cerca, dio la orden … ¡abran
cazoletas!… fuego…¡, otra estruendosa descarga que se disipo en la selva con su eco
característico, obligó al resto de silvícolas que aún se mantenían en pie, a retirarse en
franca y precipitada fuga.

Al ver la huida del enemigo, Don Francisco ordeno avanzar al campo que estos acababan
de dejar libre, la densa nube del humo de la pólvora se disipaba poco a poco en medio de
la agreste selva en la que se encontraban; Francisco y sus hombres miraban el lugar en
donde hacía poco estaban los salvajes. El espectáculo llenó de júbilo a los españoles,
muchos enemigos yacían muertos y otros trataban de arrasarse o incorporarse
gravemente heridos.

Todos los soldados habían tenido tiempo de cargar sus arcabuces, y confiados avanzaban
al campo de los enemigos disparando a quemarropa a unos cuantos salvajes que
agresivos aún trataban de incorporarse, o a algo que en la oscura selva ese momento se
movía.

Tanto el Capitán como los suyos, por precaución cargaron sus arcabuces ya con más
tranquilidad, la pólvora de sus cargas pre dosificadas que pendían de sus bandoleras se
habían terminado por lo que echaron mano a la polvera.

Los expedicionarios, lo que menos querían es tomar prisioneros a los salvajes; y, mucho
menos gastar su invalorable y poca pólvora y mechas que les quedaba. Francisco y los
suyos apagaron los cabos de mecha enrollada en su antebrazo, arcabuz al hombro,
desenfundaron sus espadas y con ellas remataron a cuanto enemigo parecía aún vivo.

Acostumbrados como todo soldado español a recoger el botín luego de una batalla, esta
vez sabían que de los salvajes no obtendrían nada, pues estos luchaban desnudos y sus
precarias armas que no eran otras que su temible arco y cerbatana de dardos
envenenados; el único botín que esperaban ansiosos fue el alimento que el disperso
poblado de los indios podía proveerles, casi nada encontraron, por lo que prendieron
fuego a las chozas nativas y con lo poco que tomaron volvieron a embarcarse en el “San
Pedro”.

… “obligados por el hambre habían saltado a tierra, para matar indios y conquistar
alimentos. El río les pertenece y suyos son los bohíos aborígenes: En nombre de Dios y
del rey, el león de Castilla, obligado a rugir su cólera y su derecho, recobra su realeza y
en el esplendor de su poderío, siembra a su paso desolación y muerte. El círculo del
horizonte es pequeño y débil para silenciar su rugido y las tierras y las aguas son apenas
prolongaciones de sus rampantes garras”. -Dr. Carlos Aguilar Vásquez. - El Caballero del
Rio. -

Anochecía la selva, era 12 de mayo de 1542, el lugar, una playa desconocida a


orillas del ya caudaloso Paranatinga (El Rey de las Aguas, el Amazonas), a
miles de kilómetros de Quito.

De esta manera haría su aparición una vez más, terrorífica y exterminadora


para los silvícolas el arma de fuego, el terrible trueno que mata.
E stos soldados expedicionarios que se aventuraron en busca del dorado y la

canela, estaban armados con una de las primeras armas de fuego portátiles
adoptadas por los ejércitos: el arcabuz de mecha.

En la época de la conquista de América, España era un país muy poderoso,


imponía en toda Europa sus modas y costumbres, por tanto, no debe extrañar
que también se impusiera en lo concerniente a las armas de fuego.

El arcabuz español pesado y de gran calibre, con forma de culata para


apoyar el hombro, y horquilla* para disparar se uso en toda Europa, fue
utilizado en batallas y fue llamado también mosquete.

Recordemos que armas de este tipo estuvieron presentes y sonaron en Cajamarca


en el año 1533.

En el sXVI todos los combatientes usaban armas de fuego como estas, en


idénticas condiciones y no se apreciaban los defectos del arcabuz de mecha.
Pero cuando se luchaba con los indígenas de América, estos empleaban los
arcos, las flechas, la cerbatana (Norte, Centro América y Amazonía), la guerrilla,
la emboscada, y la oscuridad, armas temibles que muchas veces ponían en
evidencia y duda los efectos del mosquete o arcabuz.

La lentitud de la carga de esta arma era aprovechada por los


nativos para aparecer y desaparecer y en el intervalo soltar una nube de flechas
errando pocas veces el blanco.

Un buen arcabuz podía cargarse con varias balas y doble porción de


pólvora.

El sistema de disparo en el arcabuz evolucionaba a medida que avanzaba


la conquista, el sistema de mecha obligaba a llevarla permanentemente
encendida, corriendo el peligro de apagarse al vadear ríos o con las frecuentes
lluvias tropicales. Los indios siempre esperaban estas ocasiones, ya que sabían
las dificultades que tenían los arcabuceros en aprestar sus armas.
EL ARCABUZ DE MECHA.

l mecanismo de ignición del arcabuz nace hacia 1450 y recibe el


nombre de llave de Serpentín o de mecha.

Si bien en occidente este sistema de ignición evolucionó


rápidamente hacia otras llaves como la de rueda, en oriente se utilizó
sin muchos cambios hasta el siglo XIX.

En el campo militar, sin embargo, consecuencia de la tecnología costosa


de las armas de rueda, la llave de mecha siguió utilizándose hasta la
implementación masiva de la llave de sílex o de chispa, a finales de la década de
1690.

En algunos ejércitos la mecha continuó en uso hasta 1710.

s así que la más conocida de las armas portátiles que aparecieron en


la conquista de América, fue indudablemente el arcabuz de mecha;
para esta arma, cuya longitud variaba entre el metro y el metro y
medio, con un peso de 8 ó 9 kilos, se solía usar en Europa una
horquilla para apoyarla, apuntar y hacer fuego.

El arcabuz era efectivo entre los ochenta y 120 metros, al igual, la


operación de carga por la boca era larga y engorrosa.
Soldado de la conquista y descubrimiento del Amazonas.

existieron en una gran variedad de modelos, sobre todo en


relación con el país o región de procedencia. Diferentes estilos de
caja, distintos largos de cañón, diferentes maneras de fijar el cañón
a las maderas y múltiples calibres personalizaron a los arcabuces.

El de nuestra historia es del tipo militar, de fabricación espartana,


tosco, barato de construir, resistente y efectivo. También los había más
elaborados, destinados a los oficiales.
L os mecanismos evolucionaron, desde un serpentín de hierro en forma de

"S" adosado al lateral de la caja hasta el nacimiento de la verdadera llave de


mecha ya con los distintos componentes fijos en una platina: el serpentín y la
excéntrica con su muelle.

Arcabuz de mecha de tipo militar, con disparador de palanca tipo ballesta. Los arcabuceros de la
expedición al Amazonas con seguridad portaban armas como esta.

Los disparadores en general son de dos tipos. Los primeros modelos toman
prestado el de las ballestas, conformado por una leva o palanca que se
manipula con los últimos cuatro dedos de la mano que empuña el arma, este
tipo de disparador se utilizó hasta el siglo XVII. A finales del siglo XVI el
disparador adquiere una morfología más parecida a los actuales y se rodea de
un arco guardamontes.

“La evolución provee al serpentín de un muelle que lo impulsa constantemente


hacia la cazoleta, bloqueado por un fiador que lo libera al oprimir el disparador
y la mecha cae automáticamente hacia el cebo, disminuyendo notablemente el
lock time*.
En general la platina se conserva rectangular y alargada.
El serpentín o sierpe en la mayoría de los modelos "cae acercándose" hacia el
tirador.

Si están presentes, los aparatos de puntería de los arcabuces comprenden una


pequeña variedad que abarca desde el simple visor de tubo colocado sobre la
recámara (en modelos más antiguos) hasta alzas y guiones fijos no muy
distintos de los contemporáneos. Los cañones son reforzados en recámara y
aligerados hacia la boca.

Tienen un promedio de 1000 mm de ánima y están montados en un fuste de


madera de un metro aproximadamente. La cazoleta estaba provista de tapa, que
se manipulaba de forma manual.

Los cañones de una rama de los arcabuces van a aumentar en peso y longitud lo
que va a requerir de un apoyo o soporte para disparar el arma.
L as mechas podían convertirse en una verdadera pesadilla logística, ya que

abastecer de cuerdas a los arcabuceros durante el combate no era una tarea fácil.
Generalmente un oficial circulaba cargando con cincuenta madres de cuerdas
encendidas para abastecer a los hombres de su cuadro no solo de mechas, sino
que le "daba fuego" a aquellos cuya mecha se había apagado.

La madre de cuerda era la mecha que el arcabucero enrollaba en su mano y


antebrazo colocando un extremo en el serpentín, por el cual la hacía correr para
que el extremo encendido sobresaliese adecuadamente para encender el
polvorín de la cazoleta, el otro extremo también estaba encendido por si se
apagaba el que estaba en el serpentín. La madre de mecha medía
aproximadamente dos metros.

Teniendo en cuenta que el arcabucero estaba rodeado de frascos con pólvora, la


maniobra del arma exigía un elevado cuidado.
La mecha encendida en ambos extremos se transformaba en un importante
factor de riesgo cuando se realizaban las operaciones destinadas a cargar el
arma.

La condición obligada de mantener las mechas encendidas y colocadas en el


serpentín limitaba las aplicaciones tácticas del arcabuz.

La brasa o el humo de las mechas encendidas delataban la presencia o las


intenciones del arcabucero. Además, la lluvia, por ejemplo, lo transformaba en
poco más que un palo.

Doce apóstoles - Estuches que dosifican la carga de pólvora

l equipo adicional de los arcabuceros consistía en una bandolera de


la que pendían las cargas de pólvora preparadas en doce estuches de
cobre o de madera (a los que se conocía como los doce apóstoles*), de
la misma colgaban también un frasco extra con el polvorín* para
cebar la cazoleta, una polvorera* de reserva y una bolsa en la que se
guardaban las balas, la mecha y el mechero para prenderla. Además,
iban armados con una espada semejante a la que solían usar los piqueros. Cada
arcabucero recibía una cierta cantidad de plomo para fundir sus propias balas
en un molde que se les entregaba junto con su arma.
A. Arcabuz o Mosquete.
B. Horquilla de apoyo.
C. Bandolera con las cargas de
pólvora.
D. Bolso con las balas.
E. Polveras.
F. Mechas.
G. Bolso.
H. Espada.
I. Naipes españoles.
J. Sombrero o morrión.

Como cada pedido de armas incluía los moldes para fabricar la munición, el
calibre de las balas fundidas tendría que coincidir con el del cañón. Sin
embargo, esto no siempre ocurría en la práctica debido a imprecisiones en la
manipulación de los moldes.
La dosificación de la pólvora se realizaba de forma subjetiva y más bien
exagerada una vez que se habían utilizado los estuches pre dosificado de la
bandolera.

Esto ocurría con frecuencia cuando las circunstancias obligaban a mantener una
cadencia de fuego rápida y el tirador no tenía tiempo de volver a llenar los
estuches para dosificar sus cargas y vertía la pólvora en el bacinete
directamente con el polvorín de reserva. De todo ello resultaba una
considerable desigualdad de tiro.
L a indumentaria de los arcabuceros era mucho más liviana que la de los

piqueros. Consistía habitualmente en un morrión, una gola y coraza de acero.

"...Para travar esta escaramuca es necessario, que el Capitán que gyare los arcabuzeros
sea pratico y los soldados también, porque con poca perdida suya, siendo tales, podrian
castigar de veras al enemigo. Conviene que tenga buen conocimiento en el enemigo para
ver si es pratico, que en él y sin termino, si con reposo y orden: y comience con la
bendicion de Dios y de la prima andada saque tres fileras de a cinco soldados cada una,
largas la una de la otra quinze passos, y no con furia, sino con reposo diestramente: y en
acabando de disparar la primera filera, sin volver el rostro, hagan lugar a la otra, que
viene a tirar, contrapassando al lado izquierdo, dando los costados al enemigo, que es lo
más estrecho del cuerpo, y largos en la filera uno de otro tres passos, y con cinco, o seys
pelotas en la boca, y dos cabos de cuerda encendida, muy tostada y buena, y cargar con
presteza, siempre atacando su pólvora con la baqueta, que haze mucha facion mas que no
la atacando, y volver a tirar con la propia orden, y en el mismo lugar pero el arcabuzero
no ande para tirar el enemigo, buscando la mira del arcabuz, sino serrado el ojo
izquierdo mire por sobre la mira, y tenga un poco alto al enemigo, pero derecho y presto,
que es seguirissimo: y asi estas tres fileras tira cada una quatro tiros y no más ..."(Martin
de Eguiluz, Milicia, discurso y regla militar. 1st ed. Madrid 1592)

Un buen arcabuz podía cargarse con varias balas y doble porción de


pólvora.
LA BALLESTA.

S e trata de un armazón de madera sobre el que se montaba una pala

igualmente de madera, de acero o una combinación madera y acero.


La cuerda se solía fabricar con fibras vegetales o tendones de animales en
función de la potencia de la pala o verga, la cual a veces se forraba de cuero,
sobre todo cuando se trataba de palas compuestas.

El uso de este tipo de armas siempre estuvo rodeado de cierta controversia.


En 1139, en el Concilio de Letrán, el papa Inocencio II amenazaba con la
excomunión a todo aquel que usase una ballesta contra un cristiano “por el
peligro que representaba para la humanidad un arma semejante”. Para su uso contra
la morisma, es evidente que la Iglesia no ponía impedimentos.
De su potencia quedó un gráfico testimonio en boca de Fernando III cuando el
asedio a Sevilla:

“...tales ballestas tenían los moros que a muy grande trecho facien grand golpe, e
muchos golpes ovimos visto, de los cuadriellos que los moros tiraban, que pasaban al
caballero armado, e salien d`el e ivanse perder, e escondiense todos so tierra, tan rezios
vienen”.
O sea que, a gran distancia, no sólo tenían potencia para atravesar de lado a
lado a un caballero cubierto por una loriga y el perpunte que vestían debajo,
sino que incluso, tras ello, se enterraban profundamente en el suelo.
En cualquier caso, las saetas disparadas por estas armas tenían a media-larga
distancia menos precisión que un arco, debido a la menor longitud que las
flechas, que solían medir alrededor de los 80-90 cm. y tenían por ello mayor
estabilidad en vuelo.

Pero a pesar de su potencia, la utilidad de las unidades de ballesteros en


batallas en campo abierto siempre fue cuestionada por la lentitud de su recarga,
quedando estos expuestos durante la misma y teniendo que ser protegidos por
cuadros de piqueros a fin de no ser diezmados por la infantería o la caballería
enemigas. Para protegerse durante la recarga comenzaron a usarse los paveses,
enormes escudos dotados de un pincho en su parte inferior para clavarlos en el
suelo y poder así el ballestero recargar su arma sin que las flechas o los virotes
enemigos los hiriesen.
En función del sistema de carga, podríamos dividirlas en los siguientes tipos:

Ballesta de estribo:
Iban provistas de un estribo en la parte delantera por donde el ballestero metía
el pie para poder tirar de la cuerda, que era tensada a mano. Eran las más fáciles
de recargar si bien, por razones obvias, eran las menos potentes. No podían
atravesar una cota de malla, pero sí podían pasar un perpunte.

Mecanismos:

Los mecanismos de una ballesta eran bastante básicos. Conforme vemos en la


lámina de arriba, era un simple retén llamado nuez (pieza B), generalmente
fabricado con hueso, que, al oscilar hacia atrás cuando enganchaba la cuerda,
quedaba bloqueado por la llave de disparo (pieza A). Este simple mecanismo
permaneció inalterable durante todo el tiempo en que las ballestas estuvieron
en uso sin sufrir ningún tipo de modificación, lo que indica que, a pesar de su
simpleza, cumplió su cometido a la perfección.

La ballesta tenía además una ventaja añadida: en caso de quedarse sin


proyectiles, podía usar bodoques. Estos eran unas bolas de barro cocido de
extraordinaria dureza que, aunque nada podían contra un caballero armado de
punta en blanco, sí era capaz de dejar en el sitio a un peón con el rostro
descubierto. Un bodoque colocado en la nariz podía causar una muerte
instantánea. Llegado el caso, podían usarse hasta pequeños guijarros, y parece
ser que incluso se fabricaron ballestas destinadas a ese tipo de proyectil. Como
se ve, la ballesta era un arma de lo más versátil y socorrida.
LA ESPADA.

S abemos que la marca de una espada

(longitud de su hoja) era en España a finales


de la Edad Media unos 105 cm. Una espada
de media marca o media espada tenía una
hoja de 52 cm., con una longitud total de unos
67 cm.

La empuñadura era inicialmente para que


cupiera una mano (alrededor de 15 cm.), pero
desde el s.XIII en adelante la empuñadura fue
alargándose poco a poco para permitir
espadas de mano y media o de dos manos.
Abajo espada de mano y media.

Espada de mano y media.

La espada es recta, larga y más bien ancha.


La rodela

La rodela es un tipo de escudo redondo que se usó entre los ss. XV-XVII.
Rodela viene del italiano rotella, procedente del latín rota (rueda), es por ello que todas
son redondas. El arma era conocida en la jerga renacentista española como "luna".
Inicialmente se fabricaban de madera con brocal metálico o de bronce en borde, de
perfil plano y con un diámetro entre 40-60 cm. Las rodelas posteriores solían hacerse
metálicas. Todas las rodelas se llevaban embrazadas.

Fueron los rodeleros o enrodelados españoles, armados con espadas, especialmente


temidos en combate cerrado, realizaban impresionantes masacres entre las filas de los
enemigos.

Españoles de la época con todas sus armas.


Pequeño glosario

Gonzalo Pizarro.- Gonzalo Pizarro nació en Trujillo de Extremadura,


posiblemente en La Zarza, hacia el año 1510. Fue hijo bastardo del capitán
Gonzalo Pizarro El Largo, quien lo tuvo en María Alonso, una molinera de La
Zarza.
Cuando Francisco Pizarro, el hermano mayor de la familia (aunque también
bastardo) visitó Trujillo en 1529, es posible que viera por primera vez a Gonzalo
y Juan. Lo cierto es que los convenció, junto con Hernando, a sumarse a la
empresa de la conquista del Perú asegurándoles que se harían ricos.
Gonzalo pasó entonces a América con Francisco Pizarro (1530) y participó en
todos los episodios del Tercer Viaje hasta la captura del Inca Atahualpa el 16 de
noviembre de 1532. Posteriormente, asistió a la ocupación del Cuzco y a la
fundación española de esa ciudad, donde fue nombrado regidor.
En noviembre de 1539, Francisco Pizarro nombró a Gonzalo Gobernador
de Quito (actual Ecuador) y lo facultó para emprender el descubrimiento
del País de la Canela y El Dorado.
Gonzalo Pizarro salió entonces de Chaqui, pasó al Cuzco y reunió 170 soldados,
3000 indios y muchos camélidos de carga. Tomó el camino de la sierra que
conducía hacia el norte y al llegar a Quito fue recibido como gobernador en el
cabildo de dicha ciudad. Allí se determinó a marchar al País de la Canela, que los
relatos situaban hacia el oeste, en territorio selvático. Partió en la Navidad
de 1540.
En el pueblo de Motín lo alcanzó su pariente lejano y lugarteniente Francisco de
Orellana, fundador de Guayaquil, quien trajo consigo a 23 soldados. La
expedición ya estaba formada.
Pasaron por Quixos, último lugar conquistado por los incas; en Zumaco
acamparon en las faldas del volcán Guacamayo.
Días después ocurrió un hallazgo decepcionante: encontraron arbolillos de
canela. Les pareció muy poca cosa. Para colmo, comenzaron a sufrir todo tipo
de penalidades y sufrimientos, atacados por los insectos y reptiles, padecieron
enfermedades por el clima tan insalubre y, lo más grave, el hambre.
Gonzalo Pizarro dejó a Orellana con la retaguardia y avanzó con la vanguardia
hasta el Coca, al que llamó río de Santa Ana. Allí hizo amistad con el cacique y
dispuso que se le unieran Orellana y el resto de la tropa. Junto al río se
construyó un bergantín. Se quería ir río abajo en busca de comida, pues el
hambre afligía a todos y la gente amenazaba con amotinarse.
Orellana pidió a Gonzalo Pizarro que le confiara el bergantín tres o cuatro días
para traer comida. Gonzalo aceptó y Orellana partió el 26 de diciembre de 1541.
Gonzalo Pizarro, mientras tanto, pasando mil penurias regresó a Quito tras dos
años de haber partido, con apenas decenas de famélicos y desnudos españoles,
únicos sobrevivientes de la malhadada expedición. Se quejó indignado de la
"traición" de Orellana y lo acusó de haberlo abandonado en la selva inhóspita.
En Quito Gonzalo se enteró del asesinato de su hermano, el
gobernador Francisco Pizarro y de la rebelión de los almagristas encabezados
por Diego de Almagro el Mozo. Gonzalo ofreció entonces su apoyo al
representante de la corona, el gobernador Cristóbal Vaca de Castro, quien al
frente de un poderoso ejército de leales al Rey se dirigía contra los almagristas.
Francisco de Orellana. - español de Trujillo (Cáceres) en el Reino de Aragón, el
año 1527 llega a las indias, fue el fundador de Guayaquil (25 de julio de 1537) a
orillas del caudaloso Guayas. -Descubridor del Rio de las Amazonas.

Arroba: Medida de peso que equivale aproximadamente 11,5 kilos.


Cazoleta: Receptáculo aplicado al cañón de un arma de fuego destinado a
contener el cebo (pólvora).

Cobija: Cubre cazoleta.

Coleto: Vestimenta hecha de piel, por lo común de ante, con mangas o sin ellas,
que cubre el cuerpo, ciñéndolo hasta la cintura; en lo antiguo tenía unos
faldones que no pasaban de las caderas.

Horquilla. -

Lock time: Período de tiempo que transcurre entre el instante en que el fiador
del mecanismo libera el martillo (serpentín en este caso) y el instante de la
detonación de la carga.

Morrión: Casco militar de bordes levantados, lo utilizaba la infantería.

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