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GUILLERMO DE OCKHAM
(hacia 1295-1349)

E l franciscano Guillermo de Ockham (también Occam), conocido como Venerabilis


Inceptor, nació en la localidad inglesa del mismo nombre hacia 1295, en el condado de
Surrey. Estudió en Oxford de 1312 a 1318, donde ejerció como “lector” de las
Sentencias de Pedro Lombardo. Enseñó allí hasta 1324, año en el que tuvo que
acometer la defensa de algunas de sus doctrinas, denunciadas como heréticas por el
canciller oxoniense en Avignon. La universidad de Oxford estaba entonces por
completo penetrada del espíritu franciscano, que tendió muy pronto a acentuar la
separación entre filosofía y teología y a limitar el poder especulativo de la razón, a
la vez que daba un amplio impulso al estudio de las matemáticas, las ciencias
particulares y la lógica del lenguaje. El proceso eclesiástico duró varios años, y no
concluyó, pues en 1328 Ockham huye de Avignon, en unión de Miguel de Cesena y
los demás franciscanos “espirituales” convocados por el Papa Juan XXII para discutir el
problema de la pobreza evangélica. Excomulgado ese mismo año, se refugia primero en Pisa y
después en Múnich, en la corte de Luis de Baviera, que había dado ya asilo al averroísta
parisiense Juan de Jandún y al rector de París, Marsilio de Padua, adversario del poder temporal
del papado. Guillermo de Ockham, conocido hasta entonces por sus grandes obras Exposición
áurea sobre todas las artes antiguas, Exposición sobre la física de Aristóteles, el Comentario a
las “Sentencias” de Pedro Lombardo, y las Quaestiones, a las que aún se añadiría, veinte años
más tarde, la Suma de Lógica, abandona la especulación puramente filosófica por las teorías y la
actividad del político. Desafió la autoridad del Soberano Pontífice, y defendió el poder temporal
y la omnipotencia de los Estados en materia civil y política. El Papa, en fin, debe abandonar la
idea de extender su autoridad sobre el poder civil o el imperio. Podría decirse que, si el
nominalismo ockhamiano —como enseguida veremos— reemplazó al realismo en el orden
especulativo, en el orden social y político se tradujo en el principio de que estados, monarquías
y principados debían sustituir a la Cristiandad. Fruto de sus nuevas actividades fueron el
Diálogo entre el maestro y el discípulo sobre la potestad de los emperadores y papas (1334-
1339). Sea como fuere, tras la muerte de Luis de Baviera en 1347, Ockham intentó reconciliarse
con el Papa Clemente VI. Ockham murió en Múnich hacia 1349.
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EL NUEVO ESPÍRITU DE LOS MODERNI


Si el siglo XIII fue el del equilibrio y la armonía, el XIV fue el de la crisis. Si
aquél culminó con la proclamación en 1302 de la Bula Unam Sanctam del Papa
Bonifacio VIII, que afirmó la supremacía universal del Papa, el siglo XIV tuvo
como protagonistas al nieto del rey santo, Felipe el Hermoso, que entró en lucha con
el Papa, rompiendo la tradición que hacía de Francia la hija mayor de la Iglesia; la
Guerra de los Cien Años (1339-1453), que puso frente a frente a las dos más
poderosas naciones de la cristiandad, las que habían estado a la vanguardia de la
civilización y de los estudios desde hacía cinco siglos: Francia e Inglaterra; el gran
Cisma de Occidente (1378-1417), que divide a una Iglesia incapaz de reconciliar a
los partidarios del Papa y a los del concilio.
Occidente se dividió, así, en una multitud de principados, de Estados, sin que el
Emperador germánico, ni el Papa recluido en Avignon, fueran ya capaces de ejercer
el papel de arbitraje. Los intereses económicos de las naciones y de los individuos se
afirmaron, por ello, frente al cuidado y el sentido de cualquier destino común y
sobrenatural.
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La traducción intelectual de las nuevas realidades fue la proliferación de unas


Universidades nacionales, que manifestaron una independencia cre-ciente frente a la
Santa Sede, a las autoridades eclesiásticas y a la tradición misma, y unos pensadores
que recelaron de la gran síntesis aristotélico-cristiana llevada a cabo un siglo antes
por Santo Tomás. Contra los antiguos (antiqui, reales), principalmente tomistas, se
elevaron los modernos (moderni, nominales), y abandonando las bases de la
metafísica, y sin preocuparse de armonizar la razón y la fe, extendieron un espíritu
crítico y escéptico, que fue totalmente extraño a los pensadores de la época
precedente. Los signos de esa nueva via modernorum fueron:
 Recelo ante las síntesis filosófico-teológicas, en la medida en que los grandes
sistemas (el agustiniano de Buenaventura y el aristotético-cristiano de Tomás
de Aquino) podían contaminar la fe con adherencias extrañas a la concepción
cristiana del mundo.
 Desconfianza en el poder de la razón. Para Escoto y Ockham, por ejemplo,
las mismas vías tomistas para demostrar a Dios carecían de fuerza
demostrativa, pues la existencia de Dios excede con mucho el poder de la
razón natural para el descubrimiento de las verdaderas causas de las cosas.
 Preeminencia de lo individual sobre lo universal, al que se le llega a discutir
su estatus ontológico.
 Voluntarismo: primacía (tanto en el orden divino, como en el humano) de la
voluntad sobre el intelecto.
 Prevalencia de la intuición sobre la abstracción como vía del conoci-miento.

El conflicto de los antiguos y los modernos domina todas las controversias


doctrinales del siglo XIV. De hecho, a partir de 1320, se extiende un espíritu de
probabilismo crítico y escéptico que era extraño a los pensadores de la época
precedente.
Este espíritu, o esta mentalidad, impregna en adelante el pensamiento de todos y
alcanza, incluso a los defensores más firmes del realismo tomista o escotista: Tomás
Sutton, Juan de Pouilly, Juan Rodington, ... Sin embargo, es el nominalismo donde
el nuevo espíritu supuso el giro más radical del pensamiento escolástico, pues, si
bien Duns Scoto y los franciscanos, como Pedro de Auriole, tuvieron el mérito de
proclamar, frente al gran edificio de la metafísica realista (y racionalista) de Tomás
de Aquino, la debilidad de los argumentos racionales en lo que se refiere a la
existencia y a la naturaleza de Dios, a la creación y a la inmortalidad del alma, así
como la primacía de lo individual, no llegaron a negar —como sí hicieron Ockham
y los demás nominalistas— todo valor ontológico a las realidades metafísicas
afirmadas por la tradición, y a hacer de ellas un simple producto de la inteligencia o
del lenguaje humano.
Podemos decir, pues, que, aunque Ockham presente algunos principios
nominalistas como plenamente fieles a la tradición aristotélica, en realidad suponen
una ruptura con la filosofía anterior y anuncian la llegada del pensamiento moderno.
Entre esos principios podemos destacar dos:
1. La omnipotencia de Dios y el consiguiente contingentismo absoluto del orden
del mundo; y
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2. El individualismo ontoepistémico: “toda cosa que existe fuera del alma es


realmente singular y una en número” (Sentencias, I, d. 2, q. 6).

LENGUAJE Y REALIDAD: EL NOMINALISMO DE OCKHAM


El individualismo ontoepistémico que hemos destacado supone para Ockham –el
maestro y padre del Nominalismo- no aceptar la distinción real o formal de lo
individual y lo universal (o “natura communis”) defendida por tomistas y escotistas,
pues todo lo real está constituido por seres cada uno de los cuales forma un todo
absoluto e indivisible. Se trata de una tesis central, a la que Ockham vuelve una y
otra vez en su obra (incluida la política, como han sostenido Lagarde y Zuidema), y
que le sirve para plantear en distintos planos su giro crítico-escéptico dentro del
pensamiento escolático.
En el plano metodológico, vio en la lógica el mejor instrumento para arremeter
contra el complicado mundo de abstracciones y “formalidades” de la filosofía
anterior, especialmente contra el pluralismo formal de Duns Scoto (1266-1308).
En efecto, según la teoría hilemórfica aristotélico-tomista, cada ser resulta un
compuesto, una unidad, de materia y forma, pero es la unidad de forma lo que
asegura la unidad de ser, porque, según la versión tomista, a cada forma responde un
ser. Esto suponía que, por su forma cada ser resultaba indistinguible de aquellos que
participaban de su misma forma. De hecho, para Tomás de Aquino, es en la
cantidad, atributo de la materia, en la que se halla el principio de individuación.
Duns Scoto vio las cosas de otro modo: desde su “nominalismo”, Duns Scoto quiere
conferir a lo individual la misma inteligibilidad que la doctrina aristotélico-tomista
atribuía a la especie, a lo universal. La individualidad no es, por tanto, para él, algo
que tenga que ver con la materia. Pero tampoco lo es la forma específica —la
humanidad que podemos atribuir a todos los hombres—, ni ninguna otra de las
realidades genéricas —animalidad— o específicas —racionalidad—. No es, pues, ni
la forma, ni la materia, ni su unión, lo que hace que algo sea individuo. Es, según el,
la hecceidad; una realidad última de cada ser que, sin identificarse, pero añadiéndose
a la forma específica y universal, la realiza. Cada hombre tendría de este modo su
propia humanidad.
El resultado, para Ockham no puede ser más devastador, pues hay que atribuir
realidad a lo individual, pero también a todas aquellas realidades intermedias
(hecceidades), que realizan lo universal.. Por eso, fiel al principio de parsimonia o
economía del pensamiento —empleado ya por Pedro de Auriole, pero que pasaría a
la posteridad con el nombre de navaja de Ockham: “pluralitas non est ponenda sine
necessitate” [no se ha de afirmar la pluralidad si no hay necesidad]—, el maestro
del nominalismo usó la lógica de los moderni (la de Pedro Abelardo y los
gramáticos, codificada por Pedro Hispano en sus célebres Summulae logicales) para
proscribir todas las realidades metafísicas, todos los universales, cuyos pretendidos
dobles serían los seres individuales. Consideró que la mayoría de los problemas
ontológicos, como el de las formalidades scotistas tenían un origen lógico,
introduciendo así lo que seguramente fue la mayor revolución conceptual del siglo
XIV —y, en todo caso, el arma más temible en los ataques que habían de seguir a la
metafísica tradicional.
En el plano gnoseológico, su individualismo ontoepistémico le apartó de la teoría
de la iluminación agustiniana y la de la abstracción tomista como explicación de los
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conocimientos intelectuales. Frente a ellas, defendió la prioridad y certeza del


conocimiento intuitivo, por ser directo, inmediato y darnos noticia de lo individual..
Así es. Como todos los escolásticos, Guillermo de Ockham distingue la
sensación del pensamiento, lo sensible de lo inteligible, pero incorpora pronto otra
distinción, que absorbe a la primera, entre el conocimiento intuitivo (notitia
intuitiva), que puede ser sensible o intelectual, según verse sobre las cosas sensibles
o sobre las inteligibles, tales como las que experimentamos en nosotros,
intelecciones, actos de voluntad, alegría, tristeza, etc., y el conocimiento abstractivo
(notitia abstractiva), propio de la inteligencia, que versa exclusivamente sobre
relaciones entre las ideas. Lo novedoso de su doctrina es que proclama que el
conocimiento intuitivo, sea sensible, sea intelectual, del ser individual no es solo el
primero, en el sentido de que lo singular es lo primero conocido (Quodl., 1, 3), sino
que es también el único que alcanza lo real, el único que nos permite saber si una
cosa es o no es, cuáles son las cualidades que le son inherentes o no, y así todas las
demás verdades.
No hay, pues, más conocimiento cierto y verdadero, apto para garantizar la
realidad de lo que se afirma, que el que se funda en una evidencia inmediata o que se
reduce a ella: el conocimiento intuitivo no es tan solo el punto de partida del
conocimiento experimental (notitia experimentalis); es, como más tarde dirá toda la
tradición filosófica empírico-positivista (la de Bacon, Hume, Comte o Carnap), el
conocimiento mismo.
En cuanto al otro modo de conocimiento, el abstractivo, presupone el
conocimiento intuitivo y se funda en él, de suerte que todo nuestro conocimiento
deriva del testimonio de nuestros sentidos, que versa únicamente sobre lo singular.
Son, pues, conocimientos derivados, elaborados por la mente, sin correlato objetivo;
medios de los que nos valemos para hacer ciencia, pues ésta siempre requiere, en el
caso humano —no así en el divino—, cierto nivel de generalidad.
Esta primacía ontoepistémica de lo individual condujo a Ockham a mantener, en
el plano lingüístico, una original teoría de los conceptos universales. Veamos.
Aunque planteado ya por Platón y Aristóteles, el llamado “problema de los
universales” –uno de los problemas estrella de la filosofía medieval- empieza a
discutirse de forma sistemática cuando Boecio traduce, en sus Comentarios al libro
I de “De la Interpretación”, la Introducción que el neoplatónico Porfirio (232-304)
redactó para su versión de las Categorías de Aristóteles. En efecto, allí Porfirio, se
pregunta, acudiendo a las tesis de Platón y su discípulo, el estatus lógico y
ontológico de las nociones genéricas o conceptos universales (predicables):
“hombre”, “triángulo”, etc.—. Y precisamente este es el problema del que se hizo
cargo, entre otros, el nominalismo de Ockham.
Según Ockham, toda expresión del pensamiento —y, por consiguiente, todo saber
— se resuelve en oraciones y términos (sujetos y predicados) que se presentan unas
veces en forma escrita (in scripto), otras en forma oral (in voce), otras en el espíritu
(in mente). Y el pensamiento, que es una especie de palabra interior, se modela
sobre el lenguaje y se descompone como él. Ahora bien, en la oración (proposición o
enunciado, diríamos hoy), aunque los términos tienen un significado que proviene
de la capacidad de una palabra para referir a una cosa, su significatio incorpora,
además de ese elemento referencial, la llamada suppositio, que es el sentido o la
manera de referirse el término a la cosa de la que es signo y cuyo lugar ocupa en la
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proposición (lo que hoy, después de Frege llamaríamos “sentido”). Sean (in scripto)
estas tres proposiciones:
1. “El hombre es una palabra de dos sílabas”,
2. “El hombre corre”,
3. “El hombre es una especie”.
En la primera proposición, el término hombre representa los signos mismos
escritos: es la suppositio materialis. En la segunda representa uno cualquiera de los
individuos reales (Sócrates, Platón, etc.) que designa y por los que está: es la
suppositio personalis. En la tercera representa algo común a estos individuos: es la
suppositio simplex. Tanto en la suppositio personalis como en la simplex, el término
es el sustituto de un objeto concebido abstractamente como el atributo posible de
varios sujetos; pero la cuestión estriba en saber si es real o no, si existe fuera del
alma o sólo en el alma. Evidentemente, si todo conocimiento cierto es intuitivo, no
abstractivo (es decir, versa únicamente sobre lo singular), los conceptos universales
han de ser considerados —como dice en las Summulae (1, 8)— como simplemente
concebidos (ficta) por el intelecto, sin que les corresponda ningún objeto existente
fuera del pensamiento (Sentencias, II., d. 2, q. 25). Así, concluye Ockham en su
Expositio aurea que
(...) lo que es afirmado en tanto que predicado de varios seres específicamente
diferentes no es algo que pertenezca a su ser: es una simple intención del alma
[intentio in anima] que significa naturalmente todas las cosas de las que se
afirma.
Los nombres que empleamos para referirnos al género o la especie, como otros
predicables universales, no designan, entonces, una entidad real, sino una simple
comunidad de signo entre varias cosas significadas (referidas).
Admitiendo, pues, con Abelardo, no sólo el carácter singular, individual,
indivisible, de todo lo real, sino también que lo propio de lo universal es la
predicabilidad (sermo predicabilis), Ockham se opuso al realismo en todas sus
formas: negó la existencia de universales ante re (Ideas o ejemplares en Dios,
previos a las cosas de Platón y agustinianos) y también de universales con
fundamento in re (de Aristóteles y tomistas). El mundo dado se basta, pues, a sí
mismo, y es en él, no por encima de él, donde es preciso buscar las leyes. No hay un
“esse essentiae” distinto del “esse existentiae”: el ser se reduce al existir.
Guillermo de Ockham procura mostrar, así que el realismo en todas sus formas es
absurdo por manifiestamente contradictorio, por violentar la lógica del lenguaje.
Concretamente, contra la doctrina escotista expone el siguiente argumento: si a y b
son realmente (numéricamente) idénticos, todo lo que se puede afirmar
verdaderamente de uno se puede afirmar del otro verdaderamente. Ahora bien, si
admitimos que hay una diferencia, aunque sea formal, se pueden verificar
predicados contradictorios. En efecto, si a y b no son idénticos en todos sus
aspectos, entonces podemos sostener que estas dos proposiciones: “a es lo mismo
que a en todos los aspectos” y “b no es lo mismo que a en todos sus aspectos”, son
verda-deras, pero en tal caso tenemos que concluir, partiendo de la identidad inicial
que, aunque a = b, b  a, conclusión manifiestamente contradictoria. De todo esto
infiere que, si se puede afirmar algo de a que se ha de negar de b, es necesario
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concluir que a y b son cosas realmente diferentes. Luego, debe igualmente negarse a
lo universal toda realidad fuera del alma: lo uni-versal no es en la cosa como la
palabra hombre no es en Sócrates; se trata de un signo y nada más. Los universales,
dirá Ockham, son tan extraños a las cosas como los sonidos vocales o consonantes
por los que las designamos.
Por esa oposición radical al realismo, por su manera de identificar y de reducir lo
universal a un signo, por su afirmación repetida de que lo universal no existe de
ningún modo en la naturaleza, fuera del espíritu, Guillermo de Ockham se aproximó
a los terministas o verbalistas (nominalistas extremos) del siglo XI, como
Roscelino. Sin embargo, se distingue de estos filósofos —que no veían en lo
universal más que un “flatus vocis”, una simple percusión material del aire, una
institución arbitraria del hombre, cuyo fin es simplemente comunicativo— porque lo
universal, aun no existiendo más que en el espíritu, tiene allí una cierta “existencia
intencional”, en tanto que le es dado al intelecto como un real objeto de
conocimiento (por lo que su utilidad se extiende más allá de las necesidades de
comunicación).
En suma, lo universal es simbólico, no real; es concepto, no cosa; no existe
formalmente más que en el espíritu, y no podríamos construir lo singular con lo
universal, ni lo concreto con lo abstracto. Digamos que, para Ockham, a diferencia
de los verbalistas o terministas —de ahí que no sea infrecuente considerarlo
conceptualista—, los universales, aunque no alcanzan a los individuos en su ser
propio, tampoco son quimeras o puras ficciones: son para los sujetos cognoscentes
cualidades reales de carácter intencional, actos de la inteligencia vuelta hacia el
objeto.

...CREO EN DIOS PADRE UNO Y TODOPODEROSO


Paul Vignaux en El pensamiento en la Edad Media (México, Fondo de Cultura
Económica, 1958, p.169) ha señalado que “el nominalismo tiene el aspecto de una
ontología de la cosa donde una lógica del lenguaje se cruza con una teología de la
Omnipotencia”. Es decir, el nominalismo trataría de conjugar una ontología en la
que no se reconoce estatuto real alguno a otra cosa que no sean los individuos, con
la idea de un Ser absoluto y necesario, que no encuentra más límite a su
omnipotencia que el de su propia voluntad infinita.
Ahora bien, ¿cómo conjugar ese escepticismo y modernidad de los que hemos
hablado con la idea de un Dios absoluto, con la idea de un orden en el que, como ha
dicho Philotheus Boehner, “solo Dios importa”? En este punto tendríamos que
relativizar, siguiendo a uno de los estudiosos y traductores españoles de Ockham, el
profesor Francesc J. Fortuny, la modernidad de nuestro filósofo: él es ante todo un
teólogo, un filósofo creyente, para el que la filosofía no tenía otra función que la de
ser asistente de la teología. Parte, pues, de la creencia en el Dios Uno y
Todopoderoso, y busca en la lógica, en el análisis filosófico del lenguaje, la forma
de eliminar todo aquello que pueda alimentar dudas acerca de la realidad absoluta
del Dios de la fe, del Dios Uno y Trino de la revelación.
Su agnosticismo metafísico es, entonces, un paso necesario para una filosofía
como la suya que hace de la existencia de Dios, así como de la creación y de la
inmortalidad del alma, un objeto de fe, y no de demostración o evidencia racional.
Por ello, se entiende que una de las principales preocupaciones de Ockham como
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filósofo fuera la de purgar a la teología cristiana de todas las huellas de


necesitarismo y del intelectualismo griego, ya que, en su opinión, ponían en peligro
las doctrina cristiana de la libertad divina.
Entre estas teorías, que pervivió en la filosofía agustiniana y tomista está la del
ejemplarismo metafísico platónico. En efecto, como hemos señalado no hay otra
realidad que la individual; por consiguiente, el problema del principio de
individuación, que vimos plantearse en Tomás de Aquino y Duns Scoto, y que dio
lugar a la proliferación innecesaria de formas, resulta un pseudoproblema, cuyo
origen último hay que buscarlo en la tesis platónica de la prioridad de la esencia
sobre el individuo que la participa. El cristianismo, via neoplatonismo, heredó esta
prioridad: las Ideas de Platón se convirtieron para Agustín de Hipona en los
arquetipos o ejemplares (paradigmas), presentes en la mente de Dios, a partir de los
cuales Dios creó el mundo. El mundo obedecía, de este modo, para el agustinismo –
también para el tomismo-, a un plan racional.
Ockham vio en este ejemplarismo un límite a la omnipotencia y libertad absoluta
de un Dios que para él es sobre todo voluntad, pues las ideas-paradigmas, implican
la existencia de unas realidades con las que necesariamente ha de contar Dios en su
acto creador. Mas, para su voluntarismo, el mundo, este mundo, podría haber sido
hecho de otro modo. Todo en este mundo es contingente; solo hay una realidad
primaria, auto-suficiente, necesaria y absoluta, que es la de Dios. Los demás seres
son radicalmente secundarios, dependientes, contingentes y relativos. Este orden real
es, por tanto, uno de los posibles. Todas las cosas (salvo las que envuelven
contradicción) son posibles, entonces, para Dios. Éste es, de hecho, el primer
principio de la teología. Ockham lo enuncia así: Dios puede hacer todo lo que, al
ser hecho, no incluye contradicción. Esto significa, entre otras cosas, que Él puede
generar inmediatamente cualquier cosa que haya producido por causas segundas.
Luego, cualquier realidad concreta, positiva, de este mundo, que sea producida
naturalmente por otro ente creado no sólo es que necesite de una primera causa sino
que podría ser producida por Dios prescindiendo de la causalidad de la causa
secundaria. En otras palabras, Dios no depende de la causalidad de las cosas creadas,
pero ellas son absolutamente dependientes de su causalidad. Se sigue de ello
 Que podría hacer una voluntad que no solo lo ignorase, sino que además lo
odiara; e
 Incluso podría causar la cognición intuitiva de lo no existente.
Este último punto nos devuelve de lleno al problema del escepticismo, pues,
salvaguardada la libertad absoluta de Dios, no sólo desaparece la prioridad de la
esencia (de lo universal) sobre los entes individuales, sino que desaparece la
confianza que el realismo había depositado en la razón a la hora de conocer la
realidad.
Aquella identidad del ser y el pensar que elevara Parménides –y con él Platón,
Aristóteles y el mismo Tomás de Aquino- a principio supremo de la ciencia, se
relativiza ante a posibilidad de un deus deceptor (Dios engañador) que hubiese
hecho el mundo totalmente ininteligible para nosotros. El volunta-rismo y el
contingentismo absoluto conducen, en definitiva, a la desconfian-za en el poder de la
razón, con lo que Ockham de esta manera anticipa figuras doctrinales modernas
tanto empiristas (crítica a la necesidad de Hume) como racionalistas (la hipótesis del
genio maligno cartesiano).
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La crítica del ejemplarismo platónico tiene una traducción metafísica más: la


noción de ser no es ya tenida por unívoca (como Scoto), ni por analógica (como
Santo Tomás): como toda noción abstracta, como las ideas de causa, de ley, de fin,
es puro concepto, una fabricación del espíritu; mas como ese espíritu es finito,
limitado, Dios se hace inaccesible a la razón, pues es imposible probarlo a partir de
las ideas que nos hacemos de él. La infinitud, la omnisciencia, la omnipotencia, no
son para nosotros más que nombres atributivos, denominaciones diferentes aplicadas
a la perfección única que constituye la esencia divina o la deidad, en su absoluta
simplicidad (II Sent., d. 2, q. l y 2). Significan Dios y no son Dios. No son menos
indemostrables que su existencia, y no pueden ser conocidos ni establecidos más que
por razones probables. Solo la fe nos puede revelar, en definitiva, a Dios como una
Omnipotencia absoluta, cuya libertad no está limitada por nada. Al primer artículo
de fe: “Credo in unum Deum, Patrem ornnipotentem” responde el primer principio
de la filosofía ockhamista de la omnipotencia divina.

LOS LÍMITES DE LA RAZÓN Y DE LA CIENCIA


Si la Razón divina resulta insondable y es el fundamento de las cosas, nuestra
razón no participa de la Razón divina. En efecto, si todas las nociones abstractas, las
de ser, de causa, de fin, de ley, de bien, se reducen a símbolos creados por el espíritu
para comprender el mundo, pero no pertenecen al mismo mundo, ninguna de ellas
podría tener influencia real (causal) ni sobre nuestra mente, ni sobre nuestras
decisiones, ni sobre nuestra conducta, con lo que la esencia del alma humana no se
identifica con el intelecto, sino con la voluntad, con el querer, concebido como un
poder absoluto de determinación indiferente pues no puede ser legitimado mediante
motivos racionales.
No hay, pues, objetivamente, ni verdad absoluta ni bien en sí: es decir, que en
Dios, de quien dependen la verdad y el bien, el querer es dueño absoluto de una y de
otro. Dios puede aparecer como un déspota, que podría arbitrariamente, sin razón
alguna, señalar al hombre actos de odio lo mismo que actos de amor, que hubiese
podido, incluso, encarnarse en un buey o en una piedra, etc. La diferencia que existe
entre verdad y falsedad, entre el bien y mal descansa en un simple decreto
insondable de Dios, que hubiese podido también invertir el orden existente para
sustituirlo por un orden contrario con tal que no fuese contradictorio en sí. No
debemos, entonces, obediencia a los preceptos del Decálogo más que porque fueron
queridos por Dios, sin otra razón que su voluntad misma. Lo que Él quiere está bien
hecho y es justo hacerlo, simplemente porque lo quiere. La razón no puede decidir
aquí, como no puede decidir en metafísica: no puede inferir de lo mismo a lo otro, ni
hacer aparecer nada nuevo, ni salir de la evidencia puramente analítica que le
suministra la identidad lógica o el testimonio contingente de la observación: no
conoce esencias distintas de los individuos existentes, ni conoce, por tanto, ni
causas, ni fines, ni leyes, ni orden necesario, puesto que las relaciones entre los
seres, como los seres mismos, son contingentes, al igual que ellos son singulares y
dependen todos de la absoluta libertad de Dios, que es la única regla de todo.
Así, en virtud de una lógica interna del sistema, y cualesquiera que hayan podido
ser sus intenciones reales y profundas, el fideísmo escéptico se enlaza en Ockham
con un contingentismo radical, que atribuye a la voluntad en el conocimiento y en lo
real, en el hombre y en Dios, todo lo que retira a la razón, y que aboca finalmente,
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en la negación del poder absoluto de la razón y la duda sobre el verdadero alcance


de la ciencia humana.
Ahora bien, la reducción ockhamista del conocimiento evidente al ámbito lógico
de la identidad, y la correlativa afirmación de probabilidad de toda filosofía natural
(ajena a la revelación), condujeron
1. Por un lado, a desviar el interés filosófico de las escuelas hacia los problemas
empíricos, en detrimento de los problemas tradicional-mente considerados
metafísicos; y
2. Por otro, a creer que, más allá de la pura especulación filosófica (racional), las
observaciones eran necesarias para afirmar sobre el mundo cosas con sentido.
Luego, su escepticismo debería ser relativizado en dos sentidos:
 Uno: no niega la verdad, ni siquiera la absoluta. Como filósofo creyente cree
en la Verdad; lo que niega es el poder de la razón para alcanzarla. O sea, lo
que niega –y en esto es precursor de los empiristas modernos- es que la razón
sea totipotente.
 Dos: no niega la ciencia. Nadie como él impulsó la investigación empírica. Lo
que niega –como también harán, siguiendo a Francis Bacon los empiristas
ingleses- son las posibilidaddes de una ciencia entendida al modo
aristotélico, esto es: como saber universal de esencias. Para él, podríamos
decir la ciencia es un saber de fenómenos. Y como tal, siempre probable.
Podemos decir, pues, que con el nominalismo comienza a abandonarse el viejo
concepto aristotélico de ciencia como estudio de lo universal y necesario. En un
Universo donde todo son hechos contingentes, resulta inútil pretender descubrir por
deducción a partir de principios, o sea, silogísticamente, ciertas verdades. El
antiesencialismo ockhamista obliga a dejar de interrogarnos por el porqué de las
cosas y limitarnos a la explicación de cómo se comportan. Se comprende, por ello,
que en una Naturaleza expurgada de entidades metafísicas, la física deje de ser
concebida como filosofía de la naturaleza para convertirse fundamentalmente en
una ciencia empírica, en una ciencia real, como él decía.
Tuvieron gran importancia para la forma de entender una ciencia así las
reflexiones sobre la inducción realizadas por el Venerable Inceptor. Ockham era
escéptico respecto a las posibilidades de conocer las conexiones causales
particulares, pues “la misma especie de efecto puede existir por muchas cosas
diferentes” (Summa Totius Logicae, III, 2, cap. 10). Por ello, estableció,
anticipándose a las tablas inductivas baconianas y a los cánones de Mill, reglas para
determinar las conexiones causales en casos concretos. Así en Quoestiones et
decisiones in quatuor libros sententiarum, libro I, distinción 45, cuestión 1, D,
sostiene que
Aunque no pretendo decir universalmente lo que es una causa inmediata, digo,
sin embargo, que esto es suficiente para que algo sea una causa inmediata, a
saber: que cuando ella esté presente, se siga el efecto, y cuando no lo esté,
siendo iguales todas las otras condiciones y disposiciones, el efecto no se siga.
Tendríamos, pues, dos reglas o métodos que permiten establecer conexiones
causales entre dos fenómenos. Si representamos mediante las letras A, B, C... las
posibles causas y con X,Y,Z, los posibles efectos, podemos ver representarlas
mediante estas dos tablas las reglas de Ockham:
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PRESENCIA
CASOS POSIBLES CAUSAS EFECTOS
1 A, B, C, D, E, X,Y
2 A, C, G, L X, Y ,Z
3 A, B, L X, Z
ES PROBABLE QUE A SEA LA CAUSA DE X

AUSENCIA
CASOS POSIBLES CAUSAS EFECTOS
1 A, B, C X
2 B, C -
3 A, C X
4 A, B X
A ES PARTE INDISPENSABLE DE LA CAUSA DE X

El uso de estas tablas revela hasta qué punto Ockham era consciente de la
insuficiencia de la lógica aristotélica. Ésta concedió un puesto destacado también a
la inducción, pero la inducción aristotélica es enumerativa, está basada en la simple
acumulación de casos favorables. Si he observado que hasta hoy A ha ido seguido de
X infiero que A es causa de X, pero Ockham es consciente de las debilidades de una
inducción simplemente sumativa; de ahí que establezca, anticipando a Francis
Bacon, la necesidad de una inducción eliminativa:
Se sigue que si, al eliminar la causa universal o particular, el efecto no se
produce, entonces ninguna de esas cosas de las que por ellas solas el efecto no
puede ser producido es la causa eficiente, y, por tanto, ninguna es la causa
absoluta.(Quoestiones et decisiones in quatuor libros sententiarum, libro I,
distinción 45, cuestión 1, D).
¿Significa esto que las reglas de presencia y ausencia combinadas ofrecían
certeza absoluta de la causa de algo? Ockham es consciente de que, aunque nos
movemos en el ámbito de lo contingente –de lo que es pero puede no ser o de lo que
es, mas puede llegar a ser- las reglas pueden ser consideradas suficientes para lo que
requiere la investigación del mundo físico. De hecho, creyó que las conexiones
establecidas empíricamente poseían una validez universal en razón de un principio
que sirvió a Duns Scoto para distinguir entre simples generalizaciones empíricas y
leyes causales: el principio de uniformidad de la naturaleza. Al igual que Scoto, lo
consideró como una hipótesis necesaria y autoevidente de la ciencia inductiva.
La aplicación del principio de que el único conocimiento cierto de la naturaleza
era el intuitivo o experimental, le llevó no sólo a cuestionar la idea de necesidad,
sino también a un tratamiento crítico de la idea de sustancia, a la que considero
como una ficción del entendimiento. En rigor, para él, sólo puede tenerse
experiencia de los atributos, sin que pudiera descubrirse conexión alguna de ellos
con una forma sustancial determinada. Esto no significa que no haya algo en lo que
inhieran los atributos, pero, siempre es posible pensar en la omnipotencia absoluta
de Dios y creer que Dios nos podría haber dado sensaciones sin objeto alguno.
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En cualquier caso, este nominalismo le condujo a una distinción clave entre lo


que él llamó res absoltae o res permanentes y res respectivae (Summa totius
logicae, parte I, cap. 49). La primera expresión hace referencia a las cosas
individuales tal y como se nos ofrecen a nuestra intuición sensible, esto es, con sus
cualidades sensibles; la segunda se refiere, en cambio, a un conjunto de supuestas
realidades como “tiempo”, “movimiento” o cualquier propiedad relacional, que no
poseen más realidad que la intencional; esto es, carecen de existencia real.
La idea, pues, de una sustancia cuya forma o esencia hace que ella parezca lo que
parece y tenga determinados poderes para influir causalmente en otras debe ser
eliminada de la ciencia real. La ciencia es sólo un saber de fenómenos.
Como ha mostrado A. C. Crombie (Historia de la ciencia: de San Agustín a
Galieo, Madrid, Alianza, 1979, pp. 63 y ss.), esta visión antiesencialista de la ciencia
le condujeron a hacer afirmaciones revolucionarias en el tema del movimiento.
En efecto, la explicación del movimiento había venido desde Aristóteles
ateniéndose a su definición. Ahora bien, cuando el Estagirita nos decía que el
movimiento era el acto de un ente en potencia en cuanto está en potencia, estaba
haciendo metafísica del movimiento: consideraba el movimiento como algo real,
como una res absoluta. Era el acto de un ente en cuanto tiene potencia o capacidad
de adquirir una nueva situación o una nueva forma. Esto le condujo a plantear un
pseudoproblema físico: investigar la causa de lo que mantenía en movimiento los
proyectiles una vez separados de su causa inmediata. Si se recuerda aquel principio,
generalizado también por Aristó-teles, de que “todo lo que se mueve es movido por
otro”, el movimiento del proyectil resulta difícil, en efecto, explicar, por qué, por
ejemplo, la flecha, una vez desprendida de la cuerda, no teniendo motor alguno que
la impulsase o que la atrajese, continuara en movimiento. Entonces había que acudir
al aire, el cual, en virtud de una conmoción que le había sido aplicada (por la
vibración de la cuerda) actuaba de impulsor. A veces se llegaba a explicaciones tan
rocambolescas como la de decir que el aire desplazado por la punta de la flecha
refluía y la impulsaba. Como dice Koyré (Estudios galileanos, Madrid: Siglo XXI,
p. 44), en la física aristotélica el medio desempeña un doble papel; es a la vez
resistencia y motor; la física del ímpetus niega la acción motriz del medio.
Duns Scoto habló incluso de una “forma fluens”. Según esta teoría, el
movimiento era un flujo incesante en el que era imposible aislar un estado del
precedente en virtud de una forma fluyente que actuaba en todas las posiciones del
proyectil.
Ockham parte de un punto de vista diametralmente opuesto: el movimiento no es
una cosa permanente, con lo que carece de existencia real independiente de las cosas
que se mueven. Dice en Summulae in Libros Physicorum (lib. III, cap. 7):
Si buscamos la precisión utilizando palabras como ‘motor’, ‘movido’,
‘movible’, ‘ser movido’ y otras semejantes, en vez de palabras como
‘movimiento’, ‘movilidad’, y otras de la misma especie, que según la forma del
lenguaje y la opinión de muchos no parecen significar cosas permanentes [res
permanentes], se evitarían muchas dificultades y dudas. Pero, ahora, debido a
ellas, parece como si el movimiento fuera algo o alguna cosa independiente o
completamente distinta de las cosas permanentes.
Define, de acuerdo con ello, el movimiento como la existencia sucesiva, más o
menos duradera, en lugares diferentes de una cosa.. El movimiento local no es el
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resultado de una potencialidad actualizada, sino la consecuencia de la relación que


mantiene una cosa con otras en el espacio. Lo que se mueve
(...) después de la separación del cuerpo en movimiento del proyector original
es el cuerpo movido por sí mismo y no por alguna fuerza impresa en él o
relativa a él, porque es imposible distinguir entre lo que hace el motor y lo que
es movido... Sería asombroso, ciertamente, que mi mano produjera alguna
fuerza en la piedra por el mero hecho de que por medio del movimiento local
se puso en contacto con ella.
No hay necesidad de motores intermedios, ni de formas fluyentes: el movimiento
es un estado del móvil. Lo mismo le ocurre al reposo. No son, como decía
Aristóteles “cosas” o “propiedades” que se derivan de la naturaleza de las cosas.
Hasta qué punto el cuestionamiento que hace Ockham del principio aristotélico
de que Omne quod movetur ab alio movetur [todo lo que se mueve es movido por
otro] significó el primer paso hacia el principio de inercia es una cuestión disputada,
pero lo cierto es que en el siglo XIV, por obra de los físicos nominalistas se da un
paso decisivo: el movimiento no se entiende ya como efecto de una cualidad o vis
que el motor haya impreso en el móvil, sino como un estado más o menos duradero,
resultado de la aplicación de una fuerza. De hecho, Juan Buridán, en su comentario
al libro VIII de la Fisica, concibe esa fuerza como proporcional, de una parte a la
velocidad con la cual el motor mueve el móvil, de otra parte a la cantidad de materia
del móvil mismo. Pero lo importante, es que tal fuerza y, por consiguiente, el
movimiento, se perpetuaría indefinida-mente de no ser progresivamente disminuido
por la resistencia y la pesadez del aire. A partir de entonces se hace inútil la
hipótesis escotista de una forma fluens y se vienen abajo también las teorías
aristotélicas del lugar propio y de las inteligencias motoras, porque el movimiento
de los astros es asimilable al movimiento de los proyectiles y obedece a las mismas
leyes. Así, la tesis ockhamista, perfeccionada por Buridán con su teoría del impetus,
harán de la ciencia nominalista el punto de partida de la ciencia moderna, pues,
supuso, no sólo el punto de partida de la cinemática, sino también la ruptura con una
física como la aristotélica en la que el “arriba”, el “abajo”, el “movimiento” y el
“reposo” eran realidades de un mundo cualitativamente diferenciado, que exigía una
mecánica celeste y otra terrestre bien distintas.

EL DESARROLLO DEL OCKHAMISMO


A pesar de las condenas que sufrieron “las nuevas opiniones llamadas
ockhamistas” por parte de la Facultad de Artes de París (1339-l340), de los Papas
Juan XXII (1317) y Clemente VI (1346), y de los reyes mismos –por ejemplo, en el
edicto de Luis XI (1473), que las prohibieron por no reconocer otra interpretación de
los textos que la interpretación literal de las proposiciones en el sentido propio y por
reducir la ciencia a los signos, términos y proposiciones, impidiéndole alcanzar las
cosas, el movimiento nominalista tomó un impulso creciente, y las doctrinas
profesadas por Guillermo de Ockham, como probó Michalski, el gran estudioso del
siglo XIV, se ganaron a todos los espíritus ávidos de novedad, de independencia y
de libertad de espíritu, ansiosos de crítica, y, hay que decirlo también, de juegos
dialécticos, en reacción contra las doctrinas comúnmente recibidas y enseñadas en
las escuelas por los “antiguos”, representantes del realismo tomista o escotista.
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Dominaron primero en Oxford, donde habían surgido, y extienden allí el gusto


por la lógica. Uno de los primeros seguidores de Ockham fue el franciscano Adam
Woodham, maestro en Londres, luego en Oxford, que retiene la tesis de la
impotencia de la razón para demostrar por razones suficientes la unicidad de la
Causa primera. También defendió, al igual que Robert Holkot maestro en
Cambridge que Dios, en virtud de su potencia absoluta, podría mover al hombre
incluso a odiarle; con lo que, negada la libertad del hombre habría que considerar
que el mismo Dios era la causa del pecado. Este determinismo teológico que, por
medio de John Wyclif, el traductor de la Biblia en inglés (1382), se transmitió a
Lutero, y quizá también a Calvino, quebrantó en este punto todo el edificio de la
moral y de la metafísica tradicionales, hasta el punto de que el rector de París, Juan
Buridán, confesaba que no podía oponerle ningún argumento decisivo de la razón, ni
fundamentar ya la creencia en el libre albedrío del hombre sobre algo que no fuese
la fe católica y la comprobación de las consecuencias funestas del determinismo
para la vida moral.
A pesar de los esfuerzos de los teólogos pertenecientes a las órdenes mendicantes,
dominicos y franciscanos, que defienden los principios de Santo Tomás y de Duns
Scoto, las ideas de Guillermo de Ockham prevalecieron muy pronto también en la
Facultad de Artes de París, y en la Facultad de Teología misma, por los seglares que
en ella habían sido formados. En este contexto continental cabe destacar al maestro
parisiense del siglo XIV, Nicolás de Autrecourt. Profesor en la Sorbona entre 1320 y
1327, maestro en artes y licenciado en teología, había sido llamado ante la Curia
romana por Benedicto XII y obligado a retractarse en 1340; luego, siete años más
tarde, refugiado entonces en la corte de Luis de Baviera, vio sesenta y cinco de sus
proposiciones censuradas y sus obras condenadas al fuego, mientras que él mismo
era desposeído de su grado de Maestro en Artes. Se retractó, pero subsistió a pesar
de todo el movimiento antiescolástico y antiaristotélico del que era el alma. Un
historiador inglés, Hastings Rashdall, le denominó el Hume de la Edad Media.
Nicolás de Autrecourt da por hecho que toda evidencia se reduce al primer
principio, el principio de identidad y excluye de la certeza, y por consiguiente de la
verdad, todo grado: la certeza existe o no existe; se sabe o no se sabe; fuera de la
evidencia o de la falta de evidencia no hay más que opiniones probables, cuyo valor
es transitorio y siempre sujeto a revisión. Y esta evidencia fundada en el principio de
contradicción es tal que no permite en ningún caso pasar de un conocimiento a otro
conocimiento; en otros términos, “de que una cosa es conocida no se puede, con
una evidencia reductible a la certeza del primer principio, concluir que otra cosa
sea”; porque, si es otra, no puede identificarse con la primera. Del hecho de que
aproximemos la cera a la llama no puede concluirse con evidencia que será
quemada, ni, del hecho de que mi mano se calentó al fuego, que se calentará en las
mismas condiciones, ni del accidente la sustancia, ni del acto psíquico la existencia
de facultades, ni de las apariencias sensibles la existencia de las cosas exteriores. Así
se vienen abajo todas las bases de la filosofía aristotélica. La causalidad ante todo,
pues, como sostuvo Ockham, no puede ser conocido con evidencia fuera de la
experiencia que nos permite comprobarlo que lo que ha sido el caso vaya a seguir
siéndolo en circunstancias parecidas.
Si las tesis escépticas y empiristas -y todavía más experimentales que escépticas-
del maestro Nicolás no fueron inmediata e íntegramente seguidas, al menos no
dejaron de suscitar en sus contemporáneos y sus sucesores reflexiones, incluso crisis
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de conciencia, cuyo eco se encuentra en el cisterciense Juan de Mirecourt, del que


cuarenta proposiciones extraídas de su Comentario a las Sentencias fueron
condenadas en 1347, afectadas del subjetivismo de Nicolás y del determinismo de
Bradwardine. Él no admite como absolutamente cierta, además de los juicios
analíticos reductibles al principio de contradicción, más que la intuición inmediata
de nuestra propia existencia porque dudar de ella es afirmarla-, y otorga un
asentimiento tan solo condicional a la “evidencia natural”, es decir, a la experiencia
que tenemos de las cosas exteriores, porque Dios, o cualquier otro agente, a la
manera de un genio maligno, podría, por un milagro, producir en nosotros la ilusión
de que son, sin que en realidad sean: esto es ya la duda y el Cogito cartesianos, pero
del que Juan de Mirecourt rehúsa salir por la verdad de la existencia de Dios, porque
afirma (proposición 44 censurada) que la causalidad es indemostrable.

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

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Autónoma de México, 1994.
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