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FILOSOFÍA JONDA

(Una meditación sobre la poesía flamenca)

José Martínez Hernández


“En Astérix en Hispanie, unos gitanos proponen a Astérix y Obélix unirse a su baile
nocturno: <<¡Pónganse alrededor del fuego, que nos vamos a montar una juerga! ¡Lo
vamos a pasar bien!>> Y, acto seguido, el cantaor entona un estribillo tan poco alegre
como poco divertido: <<Ay, ¡qué desgracia haber nacido! Ay, mare mía, ¿por qué me
has hecho eso?>> La afirmación de la vida pasa sin transición a una reivindicación de la
muerte (...) Así, los autores de Astérix en Hispanie –Goscinny y Urdezo- han captado
instintivamente ese profundo vínculo que, en el folklore español, es decir, en las raíces
profundas de España, une la alegría de vivir al sentimiento trágico de la vida. En
particular, aquí están pensando en el folklore andaluz, en el flamenco y en su cante
jondo.” (Clément Rosset, El principio de crueldad)

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ÍNDICE

1. POESÍA JONDA

2. PENSAR Y CANTAR

3. SER Y NO SER

4. SABER Y SENTIR.

5. LÓGICA Y PARADÓJICA.

6. PASIÓN Y FATALIDAD.

7. PENA Y ALEGRÍA.

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POESÍA JONDA

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La ciudad imaginaria de la poesía lírica española tiene una densa y prodigiosa
población, sus calles están llenas de innumerables voces y ritmos, en sus plazas se
reúnen las músicas más diversas y lejanas, en cada una de sus esquinas hay un enjambre
de palabras emocionadas y verdaderas que nos abrazan y arrebatan el alma. Nuestro
genio realista, sensual e impresionista, más poeta que filósofo, más fértil en metáforas
que en conceptos, ha ido depositando en esa ciudad sus mejores tesoros hasta
convertirla en uno de los patrimonios sentimentales más deslumbrantes de la
humanidad.
En la ciudad imaginaria de la poesía lírica española pueden distinguirse, como
en tantas ciudades reales, tres zonas bien diferenciadas: un centro histórico con bellos y
elegantes edificios, barrios populares de casas luminosas y sencillas y suburbios donde
la miseria y la marginación tienen su asiento. Los edificios situados en el centro,
admirables y majestuosos, poseen nombre propio: Jorge Manrique, Garcilaso, Fray Luis
de León, San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Espronceda, Bécquer,
Rosalía de Castro, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca,
Miguel Hernández, etc., etc. Cada cual puede poner aquí sus nombres predilectos o
quitar los que le sobren y ahormar su canon personal, no es esa la cuestión que importa.
Este es el ámbito de la llamada poesía culta o de autor, magnífica y sonora, hija de la
meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, armónica y
majestuosa, como dijera Bécquer.
En el entorno más próximo al centro urbano se situan los barrios de casas
humildes, anónimos y tradicionales, donde suenan desde antiguo jarchas mozárabes,
canciones de amigo galaico-portuguesas, villancicos y romances castellanos, donde
habita el maravilloso cancionero anónimo puesto en pie por juglares del pueblo, escasos
de letras y ricos de talento. Aquí habita la llamada poesía popular, natural, breve, seca,
desnuda de artificio, libre de forma, que brota del alma como una chispa eléctrica, según
palabras del propio Bécquer.
Y más allá del último cinturón de viviendas, en el arrabal de chabolas miserables
rodeado de basuras, chatarra y despojos, malviven los poetas ignorados, supervivientes
en el no lugar al que la ciudad da la espalda y el olvido, heraldos de la desdicha que
cantan como un coro de voces rotas y almas desgarradas pidiendo a gritos atención y
respeto para su música. Son los marginados creadores de la poesía jonda, los trovadores
de la pasión, príncipes de la fatalidad, pregoneros de la pena. Son los Orfeos

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desheredados que hicieron su descenso a los infiernos con un un candil tembloroso en la
mano y regresaron como ruiseñores sin ojos, tañendo una lira ardiente y trágica.
Mucho se ha escrito sobre la llamada poesía culta española, rios de tinta se han
derramado para admirarla, interpretarla y celebrarla con justicia. También la poesía
popular ha tenido desde antiguo su lugar al sol y a su fuente limpia han ido a beber
numerosos poetas del centro urbano en un tránsito casi continuo de lo uno a lo otro, de
lo popular a lo culto y de lo culto a lo popular. Pero son pocos los que se han acercado
hasta el arrabal, al límite donde la ciudad lírica pierde su nombre y se convierte en
trágica. Tal vez porque hay en él olores demasiado intensos, las bocas saben a sangre,
los trenos son a menudo feroces y las entrañas están a flor de piel.

1. LO UNO Y LO OTRO

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La turbia evidencia de la vida nos reta a cada instante con mirada insolente y desafiante.
El ser es y el no ser no es, dijo Parménides en su célebre Poema

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I. PENSAR Y CANTAR

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Como filósofo habita el ser humano sobre la tierra, también como poeta. Para que se
cultive y se cumpla su condición humana no puede dejar de pensar, tampoco de cantar.
Pensar y cantar son labores irrenunciables del que habita la tierra

Nuestro filósofo y nuestro poeta no son hombres de carne y hueso, no tienen nombre ni
apellidos, ni lugar de nacimiento o de eterno reposo, son criaturas ideales, hijas del
pensamiento y la imaginación de cuantos les dieron alma con sus vidas, son, por usar
una imagen familiar y conocida por todos, caballeros andantes de la humanidad. Como
aquel Don Quijote manchego que enloqueció de pura madurez de espíritu y dejó casa y
hacienda para buscar aventuras, deshacer agravios, enderezar entuertos y ganar nombre
y fama imperecederos, también ellos hicieron de su vivir aventura de conocimiento,
pero no por anchas llanuras, sino por difíciles y escarpadas montañas, pues el campo
llano se presta a lances y correrías de quien busca la gloria de las armas, pero es en las
alturas, según la antigua creencia, donde anida la pacífica sabiduría.
El filósofo y el poeta son esforzados compañeros de ascensión, pero cada cual
traza la propia senda a su modo y manera singular, el primero no queriendo perderse, el
segundo queriendo encontrarse. Iguales en su empeño, pero diferentes en su aspiración,
mientras uno pretende alcanzar las ideas racionales, los universales del pensamiento, el
otro persigue las ideas cordiales, los universales del sentimiento, como dijera el maestro
Antonio Machado.
El filósofo mira, piensa y habla, el poeta mira, siente y canta. De trecho en
trecho, el filósofo se detiene y saca la cajita de su lógica para orientarse y no perder el
rumbo, mientras tanto el poeta hace sonar su lira, imagina, sueña y se encomienda a las
estrellas. El filósofo trabaja en su pensar desbrozando las malas hierbas del camino (los
prejuicios, los lugares comunes, los equívocos del lenguaje, los engaños del sentido...).
Amordaza a las pasiones, las locas de la casa, para que no se desmanden, ata la
imaginación al mástil del concepto, pone firmes a las palabras como un general inquieto
ante un ejército innumerable y difícil de manejar y les advierte con voz poderosa:
“Señoras, aquí no se va a decir lo que a ustedes se les antoje, sino lo que tenga que ser.
Sepan que su principal virtud es la obediencia.”
El filósofo pone firmes a las palabras, ordenadas, quietas y en rigurosa fila,
porque quiere recrear el diccionario, fijar el vértigo de los significados, hablar con

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propiedad, ser propietario y no deudor del sentido. Se siente esclavo de las palabras y
desea ser su dueño. Sabe que el lenguaje habla por él, pero pretende liberarse de ese
designio y conseguir que su voz, la voz de la razón, hable a través del lenguaje.
inaugurar el lenguaje, ser, como Adán, el primer humano que habla. Pretende,
como un nuevo Prometeo, robar el logos secreto de los dioses para entregárselo a los
hombres. Por eso al tiempo que dice explica su decir, hace su camino, su método, al
andar, busca el sentido y, a la vez, fabrica el sentido. Rastreador y poeta del sentido, lo
persigue y lo crea al mismo tiempo.
Define, delimita, analiza, violenta el lenguaje, lo vuelve rígido, es, primero, un
hábil cazador al acecho de las palabras para sorprenderlas y abatirlas en su decir único y
verdadero, después, un taxidermista meticuloso que saca las vísceras del lenguaje y le
estira la piel para que lo muerto parezca vivo y, por último, un virtuoso ventrílocuo que
introduce su voz en lo inanimado para prestarle su alma y su aliento.
Tiene el rostro severo y concentrado de quien anticipa las muchas dificultades de
su andadura y desconfía de la firmeza de sus pasos. Los principales temores del filósofo
son no ver con claridad, no hablar con rigor o extraviarse por atender a lo que menos
importa; le angustia perderse en el vértigo de los espejos, enredarse en la maraña de los
signos o dejarse aturdir por los ruidos y los encantos del mundo. Avisado y diligente,
pone también cera en sus oidos, no quiere escuchar la lira del poeta que le distrae de la
labor principal del concepto y le dirige de vez en cuando una mirada paternal de
reproche, como el adulto que censura en el niño la excesiva y molesta pasión por el
juego.

Una antigua tradición afirma que fue el mítico Pitágoras el primero en darse el nombre
de filósofo y que, preguntado por su interlocutor, León de Fliunte, por el significado de
tan novedoso vocablo, contestó que la vida es como una feria en la que unos buscan
gloria y honores, otros lucro y riquezas y otros, liberados de tales deseos y tomándolos
por nada, se contentan con ser espectadores del interminable y afanoso trasiego de los
demás, movidos por un muy diferente afán, el de comprender la naturaleza de las cosas
y alcanzar la sabiduría. Así nos queda dibujado, en su primera aparición, el rostro noble
del filósofo como el de un espectador asombrado y desinteresado, ajeno al trajín de los
deseos, alejado del mundo y sus miserias.

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También es sabido por tradición que Platón hizo poner a la entrada de su
Academia un anuncio severo y selectivo: “Que nadie entre aquí si no es geómetra”, es
decir, si no está desengañado de mirar con los ojos de la carne e iniciado en ver con los
ojos del alma. Y el propio Platón, que fue filósofo a despecho de ser poeta, seducido por
el verbo preguntón de su maestro Sócrates, el de los ojos de Sileno, creó el célebre mito
de la caverna, el relato fundador de la filosofía. Un relato enigmático e iniciático,
insuperable, tan digno de su genio filosófico como de su genio poético, en el que nos
invita a desatarnos y liberarnos de las cadenas del cuerpo y de la condena del tiempo
para emprender la áspera y escarpada subida que haga posible la visión del alma.

Y el propio Platón creó el mito fundacional de la filosofía.


Basten estos testimonios aurorales para señalar la grandeza y la miseria del filósofo
Quitarle la música al mundo, poner cera en los oídos.

El filósofo es, como diría el maestro Unamuno, un hombre de carne y hueso. Un


hombre que nace, sufre, ríe y muere, que come y bebe y juega y duerme y piensa y
quiere. Un animal racional y sentimental. Eso es lo que creía el maestro Unamuno, pero
esa no es la convicción de muchos filósofos que en el mundo han sido. Muy al
contrario, han pretendido ser sólo hombres pensantes, han ejercitado sobre todo el
músculo de su razón, la gimnasia mental del logos, dejando en la atrofia el resto de su
musculatura vital. Atletas del intelecto, han suprimido o puesto entre paréntesis su
nacer, sufrir, reir y morir, su comer y beber y jugar y dormir y querer, han podado el
árbol frondoso y lleno de molestas ramas de su ser para darle vigor al tronco desnudo
del pensar. De ahí que resulten ser tan diferentes el árbol de la vida y el árbol de la
ciencia y la filosofía: selvático el primero, inabarcable y misterioso, preñado de un
rumor de pájaros sin nombre; árbol de jardín el segundo, con el cartelito que lo define
clavado a su vera en el suelo, sin pájaros y sin música.
El filósofo es un mutilado voluntario, un asceta del concepto que se ha
despojado a sabiendas y a conciencia de todo aquello que entorpece la tarea de pensar,
de lo que hace más difícil la contemplación de la realidad, la visión objetiva del mundo.
Pasiones, afectos y emociones son sus declarados enemigos, contrincantes peligrosos y
sutiles, que resultan despreciados por ser humanos, demasiado humanos. El cuerpo es su

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cadena y el tiempo su condena, él quiere vivir para pensar, vivir para ver “de verdad”.
El filósofo es un mirón sublime, un voyeur transcendental. El deseo de ver de verdad,
más allá de la turbia y caótica evidencia de la vida, sin ceder al encantamiento de las
apariencias, es su pasión primera, tiránica y excluyente, la que le fuerza a la renuncia y
al sacrificio de todas las demás. Polifemo ensimismado, el filósofo bien puede decir,
como Goethe, “el órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo.” Pero ese ojo
no tiene color ni fuego, no es carnal ni apasionado, es un ojo ausente, no mira nada en
concreto y lo quiere mirar todo, es inexpresivo, no dice nada y lo quiere decir todo, no
está encendido por la intensa luz del Sol, sino por la pálida luz de la Luna, es el ojo de la
lechuza de Minerva, que sólo emprende el vuelo al atardecer, cuando la turbulencia de
la vida se aquieta y el espíritu se serena. El ojo del filósofo, el ojo descarnado del
espíritu, no es solar, sino lunar, no nos calienta como una lumbre piadosa en el frío
desamparo de la noche, sino que nos ilumina con su lucidez gélida y distante,
implacable e impío, comprendiéndonos, pero dejándonos ateridos, insomnes y
desconsolados. A ese ojo inhumano, que quiere verlo todo y saberlo todo desde las
alturas, al que le importamos un bledo como individuos que sienten y padecen, que nos
contempla con imparcial y altivo desdén, dan ganas de cantarle con igual desdén una
copla flamenca: “Te lo tengo muy en cuenta, eres igual que la Luna, mucho brillo y no
calienta.”
Grandeza y miseria de la filosofía, luces y sombras del pensamiento, paradójica
condición la del filósofo, que, para ver y comprender mejor la vida ha de alejarse de ella
y apartarla de sí, situarse en el margen de ese río furioso que a todos nos arrastra, para
describir mejor la corriente, para intentar descubrir el secreto de la fuerza que la mueve
y contárnoslo después. El filósofo está convencido de que el pálpito indescifrable del
vivir esconde una clave y de que ese enigma puede ser resuelto por el pensamiento
mediante ideas y conceptos. Su mirada pretende construir y fijar una imagen del mundo.

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