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[…]
III
Es que yo ya conocía esta cruel pasión, tan bien descrita por el autor de la Eneida,
pasión extraña, dígase lo que se diga, tan imprecisa y poderosa sobre ciertas almas. Me
había sido revelada con la música, cuando tenía doce años. Sucedió como sigue:
Mi abuelo materno, que llevaba el nombre del fabuloso guerrero de Walter Scott,
Marmión, vivía en Meylán, campo situado a dos leguas de Grenoble, del lado de la
frontera de Saboya. Ese pueblo, las aldeas de las vecindades, el valle del Iser que se
extiende a sus pies, y las montañas del Delfinado que van a empalmar a lo lejos con los
Alpes bajos, conforman uno de los lugares más románticos que jamás haya admirado.
Mi madre, mis hermanos y yo, solíamos pasar allí, todos los años, tres semanas a fines
del verano. Mi tío, Félix Marmion, que seguía entonces la huella luminosa del
emperador, se nos reunía algunas veces, excitado todavía por el vaho del cañón,
marcado ora por una simple herida de lanza, ora por una metralla en el pie, o por un
tremendo tajo a través de la cara. Entonces era sólo ayudante mayor de lanceros; joven,
enamorado de la gloria, presto a dar la vida por uno de sus ideales, creyendo tan firme al
trono de Napoleón como el Mont Blanc; gozoso y galante, gran aficionado al violín, y
bastante buen cantor de la ópera cómica.
En la parte alta de Meylán, bien contra la pendiente escarpada de la montaña, hay
una casita blanca, rodeada de viñas y jardines, desde donde la vista descansa en el valle
del Iser; detrás de ella existen unas colinas rocosas, las ruinas de una vieja torre,
bosques, y la imponente masa de un inmenso peñasco: el Saint-Eynard. Un retiro, en
fin, predestinado a ser teatro de un romance. Era la villa de la señora Gautier, quien la
ocupaba durante la temporada de verano con sus dos sobrinas, la menor de las cuales se
llamaba Estela. Su sólo nombre era suficiente para atraer mi atención. Ya me era
querido por la pastoral de Florian (Estela y Nemorin), que sustraía de la biblioteca de mi
padre y leía a hurtadillas cientos y cientos de veces. Pero la que lo llevaba tenía
dieciocho años, una talla alta y elegante, ojos grandes que miraban con desafío, aunque
siempre sonrientes, una cabellera digna del casco de Aquiles, unos pies que no diría de
andaluza, sino de parisiense pura, y ... ¡borceguíes rosados! ... ¡Nunca había visto algo
parecido ¡Vosotros os reís!... Pues bien, he llegado a olvidar el color de sus cabellos,
(sin embargo creo que eran negros), pero no puedo pensar en ella sin ver relucir, al
mismo tiempo que sus grandes ojos, sus borceguíes rosados. Viéndola, sentía una sacu-
dida eléctrica. Decir que la amaba, es decirlo todo. El vértigo me apresó y no me dejó
más. Yo no esperaba nada, no sabía nada ... pero sentía un dolor extraño en el corazón.
Pasaba desolado noches enteras. Durante el día me ocultaba en los maizales, en los
rincones secretos de la huerta de mi abuelo, como un pájaro herido, enmudecido y
doliente. Los celos, pálido compañero de los amores más puros, me torturaban a la
menor palabra que un hombre dirigiera a mi ídolo. ¡Todavía oigo estremecido el ruido
de las espuelas de mi tío cuando bailaba con ella! Todos, en la casa y en la vecindad, se
divertían con ese pobre niño de doce años, destrozado por un amor superior a sus
fuerzas. Aun ella misma, la primera que adivinó todo, se burlaba mucho, estoy seguro.
Un día, durante una concurrida reunión en casa de mi tía, decidióse jugar al marro; para
formar los bandos enemigos, era preciso dividirse en dos grupos iguales. Los caballeros
escogían damas. Expresamente me dejaron elegir la mía antes que ninguno. Pero no me
atreví, el corazón me golpeaba fuertemente. Bajé los ojos. Todos se burlaban de mí.
Vino lo insoportable cuando la señorita Estela, tomando mi mano, me dijo: "¡Pues bien!
no, soy yo quién escogerá! ¡Tomo al señor Héctor!" ¡Oh dolor! También ella reía, la
cruel, mirándome desde lo alto de su belleza ...
No, el tiempo no puede nada ... Otros amores no borran las huellas del primero ...
Tenía trece años cuando dejé de verla ... Tenía treinta años cuando al volver de Italia
por los Alpes, mis ojos se empañaron al ver asomar a lo lejos el Saint-Eynard, y la
casita blanca, y la vieja torre ... Todavía la amaba. Supe al llegar que se había ... casado
y ... todo lo que le sigue. Eso no me curó. Mi madre, que algunas veces me lanzaba
pullas acerca de mi primera pasión, quizás pudo ser culpable del episodio que vais a
leer. "Oye, —me dijo pocos días después de mi vuelta de Roma— he aquí esta carta de
la que estoy encargada de hacer llegar a una dama que debe pasar pronto en la diligencia
a Viena. Vé al correo, y mientras cambian los caballos, preguntarás por la señora F ***
y le entregarás la carta. Mira atentamente a esa dama, pues creo que la reconocerás,
aunque hace diecisiete años que no la ves". Fui a la estación de la diligencia, sin pensar
mayormente en lo que me quería decir. Me aproximé a la diligencia con la carta en la
mano, preguntando por la señora F. "Soy yo señor" me respondió una voz. Un golpe
sordo resonó en mi pecho: "¡Es ella!... ¡Estela!... ¡todavía hermosa!... ¡Estela! ¡la ninfa,
la hamadríada del Saint-Eynard, de las verdes colinas de Meylán! ¡Es su porte altivo, su
espléndida cabellera y su sonrisa deslumbrante!"... pero, ¡ay!, los pequeños borceguíes
rosados, ¿dónde estaban? ... Tomó la carta. ¿Me reconoció? No lo sé. El carruaje partió.
Regresé vibrando entero por la conmoción. "Vamos, me dijo mi madre observándome,
veo que Nemorin no ha olvidado a su Estela". ¡Su Estela! ¡Madre cruel!
[…]
LVIII
Ya en uno de los primeros capítulos de estas memorias dije en qué estado encontré
París a mi regreso de Londres, después de la Revolución de 1848.
Fué esa una triste impresión; empero, muy poco después sufrí otro dolor íntimo e
incomparablemente más profundo: me fué comunicada la muerte de mi padre.
Diez años antes había perdido a mi madre y fué cruel esta separación eterna. Junto al
afecto natural que existe entre un padre y su hijo se había creado entre nosotros una
amistad independiente de ese sentimiento, y más viva quizás. ¡Teníamos tanta unidad de
pareceres sobre muchas cuestiones cuyo simple examen electriza la inteligencia de
ciertos hombres! ¡Tenía su espíritu ideales tan elevados! ¡Estaba tan pleno de
sensibilidad, de una bondad, de una benevolencia tan perfectas y tan naturales! ¡Era tan
feliz por haberse equivocado en sus pronósticos sobre mi porvenir musical!
Cuando volví de Rusia, me confesó que uno de sus deseos más grandes era conocer
mi Réquiem.
"—Sí, quisiera oír ese terrible Dies irae, del que tanto me hablaron, después de lo cual
diría de buena gana con Simeón: "Nunc dimittis servum tuum, Domine." ¡Ay! no pude
satisfacerlo; y mi padre murió sin haber oído el más mínimo fragmento de mis obras.
Mucha gente, sobre todo los labradores a quienes siempre favoreció en múltiples
formas, sintieron mucho su muerte. Mis hermanas, al comunicarme su muerte, me
contaron detalles conmovedores... ¡ Cuan larga fué su agonía! ...
"No podemos lamentar para nuestro buen padre, me escribía mi hermana Nancy, una
existencia que le resultaba tan pesada. Era su obsesión morirse cuanto antes. Se veía que
ya no le interesaba ninguna de las cosas de este mundo; tenía prisa por dejarlo. Un
honroso cortejo de todos los pobres que él había socorrido, de todos los enfermos que
había aliviado, lo acompañó con sus lágrimas a su última morada. Dos discursos fueron
pronunciados sobre su tumba, y escuchados con lágrimas por los circunstantes; uno lo
dijo un joven médico que rindió homenaje a su talento, a su ciencia y a sus virtudes ... el
otro, un hombre del pueblo, intérprete natural de esta gente entre la cual vivió nuestro
padre su vida humilde y útil, ejemplos que van haciéndose rarísimos. Si algo puede
suavizar la aflicción profunda que sientes por no haber podido, como nosotras, recoger
su último aliento, es el saber que su debilidad era tan extrema que le impedía sentir
intensamente cualquier privación. Dormía casi continuamente y apenas nos hablaba.
Empero un día me preguntó si no había tenido noticias tuyas y de Luis ..."
No puedo menos que reproducir aquí, casi íntegra, la carta que Adela, mi otra
hermana, en la que explotan los ardientes afectos de su corazón amante.
Esta desgracia me llevó muy poco después, por algunos días, a la Côte Saint-André,
para llorar con mis hermanas en la casa paterna ... Al llegar corrí hasta el cuarto de
trabajo donde mi padre pasó largas horas de tristes meditaciones, donde inició mi
educación literaria, donde me dio las primeras lecciones de música, antes de asustarme
con los estudios de osteología.
Caí semidesvanecido sobre su canapé; mis hermanas me abrazaban gimiendo. Toqué
con mano trémula todo lo que cayó bajo mis ojos: su Plutarco, su agenda, sus plumas,
su bastón, su carabina, arma inocente que no usó jamás, una de mis cartas que estaba
sobre su escritorio ...
Entonces Nancy abrió un cajón:
"Toma, hermano querido, he aquí su reloj, guárdalo ... él lo consultaba
frecuentemente durante sus mayores angustias, para saber cuántas horas de sufrimiento
le quedaban todavía ... "
Tomé el reloj, marchaba, vivía ... y mi padre no vivía más. Antes de emprender el
regreso a París quise ver de nuevo Grenoble, y la casa de mi abuelo materno, en
Meylan.
Quería, singular sed de dolores, saludar el teatro de mis primeras agitaciones
apasionadas, quería, en fin, abrazar mi pasado íntegro, embriagarme de recuerdos,
cualquiera fuera la tristeza desconsoladora que me produjera. Comprendiendo mis
hermanas que yo desearía estar solo durante este piadoso peregrinaje, del cual nacerían
en mí tantas impresiones pudorosas y temerosas de los seres aun más queridos, se
quedaron en la Côte. Siento que mis arterias laten furiosamente ante la idea de relatar
esta excursión. Quiero hacerlo sin embargo, con el solo objeto de hacer constar la
persistencia de ciertos viejos sentimientos, incompatibles en apariencia con los
sentimientos actuales, y la realidad de su coexistencia en un corazón que no sabe olvidar
nada.
Esta inexorable acción de la memoria es tan poderosa en mí, que hoy no puedo ver
sin conturbarme el retrato de mi hijo a la edad de diez años. Al contemplarlo sufro como
si hubiese tenido dos hijos y la muerte me hubiera arrebatado al gracioso niño,
quedándome sólo el joven mayor.
Eran las ocho de la mañana cuando llegué a Grenoble. Mis primos y mi tío estaban
en el campo. Impaciente por ver de nuevo Meylan, atravesé el arrabal y me encaminé a
pie hacia ese pueblo ... Era uno de esos bellos días de otoño, cuajados de poético
encanto y de serenidad.
En Meylan, cuando llegué ante la casa de mi abuelo, vendida hacía poco a uno de sus
colonos, abrí la puerta y entré; no había nadie. El nuevo propietario se había instalado
en una construcción nueva, en el otro extremo del jardín.
Lleguéme a la sala, donde otrora nos reíamos en familia, cuando veníamos a pasar
algunas semanas junto a nuestro abuelo. La sala se encontraba en el mismo estado, con
sus pinturas grotescas y sus fantásticos pájaros de papel multicolor pegados a las
paredes.
Este es el sillón donde dormía la siesta mi abuelo; he ahí su juego de chaquete; sobre
el antiguo aparador se encuentra una jaulita de mimbre que construí en mi niñez; aquí vi
a mi tío bailar el vals con la bella Estela ... me apresuro a salir.
Ha sido arada la mitad del huerto ... busco el banco en el cual mi padre pasaba horas
enteras de la noche abandonado a sus meditaciones, fijos los ojos en el Saint-Eynard,
colosal peñasco calcáreo, producto del último cataclismo diluviano ... el banco fué
destruido, sólo quedan de él las dos patas carcomidas ...
Aquél es el maizal donde iba, en la época de mis primeras penas de amor, a distraer
mi tristeza. Al pie de este árbol comencé a leer a Cervantes.
Ahora, a la montaña. Treinta y tres años transcurrieron desde la última vez que la
visité. Me encuentro como un hombre que murió entonces y ahora resucita. Y al
resucitar vuelvo a pasar revista a todos los sentimientos de mi vida anterior, siempre
jóvenes y ardientes ...
Por los caminos rocosos y desiertos subí hasta la casa blanca, la casa donde brilló la
Stella, y a la que dieciséis años antes apenas pude ver de lejos.
Subí, subí, y a medida que continuaba mi ascensión, sentía que mis palpitaciones
aumentaban. Me pareció familiar una alameda a la izquierda del camino, durante un
momento la seguí, pero esa avenida que desembocaba en una granja desconocida no era
lo que buscaba.
Regresé a mi camino; era un callejón sin salida que se perdía entre los viñedos.
Evidentemente me había extraviado. Veía entre mis recuerdos el camino verdadero
como si en la víspera hubiese estado en ese lugar; allí había en otros tiempos una
fuentecita que no volví a encontrar ... ¿dónde estaba yo entonces? ... ¿dónde estaba la
fuente? . .. Este error no hacía sino aumentar mi ansiedad.
Decidí averiguar en la granja descubierta momentos antes ... Entré en el troje
interrumpiendo el trabajo de los trilladores. Detuvieron un instante sus mayales al
verme, y les pregunté temblando como un ladrón perseguido por la policía, el camino de
la casa habitada en otro tiempo por la señora Gautier ...
Uno de los trilladores, rascándose la cabeza: ¿Señora Gautier, dice?, no hay nadie de
ese nombre en la región ...
—Sí, una señora anciana .. . tenía dos jóvenes sobrinas [Nota del editor.- Dos nietas y
no dos sobrinas] que venían a visitarla todos los años durante el otoño ...
—Ya recuerdo, dijo la mujer del trillador interviniendo; ¿no te acuerdas? ... ¿La niña
Estela, tan linda que todos se paraban en la puerta de la iglesia, los domingos, para verla
pasar?
—¡Ah! ya la tengo presente... sí, sí, la señora Gautier... Es que hace tanto tiempo, vea...
ahora su casa pertenece a un comerciante de Grenoble ... Está allá arriba, hay que seguir
un poco más el camino de la fuente, por detrás de nuestra viña; y luego doblar a la
izquierda.
—¿Está allí la fuente? ... ¡Oh! ahora me orientaré... Gracias, gracias. Estoy seguro que
no volveré a extraviarme ..."
Y atravesando un campo colindante con la granja, estuve por fin en el buen camino.
Pronto escuché el murmullo de la fuentecita ... y ya estaba ahí ... Ahí estaba el
sendero, la alameda semejante a la que me hizo equivocar un momento antes ... Siento
que está allí ..., que voy a ver ... ¡Dios! ... el aire me embriaga ... la cabeza me da vueltas
... Me detengo un instante conteniendo los latidos de mi corazón ... Llego a la entrada de
la avenida ... Un señor de chaqueta, sin duda el prosaico dueño de mi sanctum, se
encuentra en el umbral encendiendo un cigarro. Me mira asombrado.
Paso sin decir nada y continúo la subida ... Tengo que llegar hasta una vieja torre que
antes se levantaba en lo alto de la colina, y desde donde podré abarcar todo de una
mirada. Subo sin volverme, sin echar una mirada hacia atrás, quiero antes de nada
alcanzar la cima ... Pero, ¡y la torre! ¡la torre! No la veo ... ¿la habrán destruido? ... No,
hela aquí ... demolieron su parte superior y los árboles circundantes, que están crecidos,
me impedían descubrirla.
Por fin llego a ella.
Aquí cerca, donde ahora verdean estas jóvenes hayas, nos sentamos, mi padre y yo, y
le toqué, en la flauta, el aria de la Musette de Nina.
Estela debió venir ... Quizás ocupo en la atmósfera el mismo espacio que su forma
encantadora ocupara ... Ahora miremos ... Me vuelvo y mi mirada capta el vasto
cuadro ... la casa sagrada, el jardín, los árboles y allá abajo el valle, el Yser
serpenteante; a los lejos los Alpes, la nieve, los glaciares, todo lo que ella contempló,
todo lo que ella admiró; aspiro este aire azul que ella respiró ... ¡Ah! ... Un grito, un
grito que ninguna lengua humana podría traducir, repite el eco del Saint-Eynard. Sí,
veo, vuelvo a ver, adoro ... ¡el pasado es presente, soy joven, tengo doce años! ¡la vida,
la belleza, el primer amor, el poema infinito! caigo de rodillas y grito hacia el valle, a
los montes y al cielo. "¡Estela! ¡Estela! ¡Estela!" y me arrojo a tierra en un abrazo
convulsivo, muerdo el musgo... Súbitamente me acosa un acceso de soledad ...
indescriptible ... furioso... ¡Sangra, corazón mío... sangra, pero déjame fuerzas para
sufrir todavía! ...
Me levanto y marcho registrando con la vista los accidentes de las colinas vecinas ...
camino, olfateando a derecha e izquierda como un perro extraviado que busca la pista
de su amo ... He aquí el borde de un barranco por donde caminaba una vez cuando ella
me gritó:
—" ¡ Tenga cuidado! ¡ No camine tan cerca del borde! ...
Sobre este zarzal se inclinaba ella para recoger moras silvestres ... ¡Ah! allá abajo,
sobre ese terraplén, se encontraba una roca en la que se posaron sus bellos pies, sobre la
cual la vi erguida, soberbia, contemplando el valle ...
Ese día me dije con la ingenuidad del sentimentalismo infantil:
"Cuando sea grande, cuando sea un célebre compositor, escribiré una ópera sobre la
Estela de Florian, que se la dedicaré ... depositaré la partitura sobre esta roca, y ella la
encontrará una mañana, al venir a admirar la salida del sol."
¿Dónde está la roca? ... ¡la roca! ... no hay esperanza de encontrarla ... Desapareció ...
Sin duda la disgregaron los viñadores ... o el viento de la montaña la cubrió de arena ...
¡Este hermoso cerezo! su mano se apoyó sobre su tronco ...
Pero ¿qué más había por allí? ... alguna cosa que debería recordar mucho más que el
resto ... algo que se le parecía en gracia ... en elegancia ... ¿qué es? abrumada, flaquea
mi memoria ... ¡ah! una planta de rosas silvestres de la que ella cortó flores ... estaba a la
vuelta de ese sendero ... corro hacia allí ... ¡Naturaleza eterna! ... ¡las rosas silvestres
están allí todavía y la planta más rica, más lozana que nunca, balancea al soplo de la
brisa sus ramas perfumadas! ... ¡Tiempo, segador caprichoso ! ... la roca desapareció y
la hierba subsiste ... Me siento con deseos de agarrar toda la planta, de arrancarla íntegra
... Mas no, planta querida, queda y florece siempre en tu queda soledad ... ¡ sé el
emblema de esa parte de mi alma que allí dejé antaño y que seguirá viviendo hasta que
yo muera! ... ¡No me llevo más que dos de tus tallos con sus flores -mariposas de
frescos colores, mariposas eternas! ... ¡ adiós! ... ¡ adiós! ... ¡hermoso árbol querido,
adiós! ... ¡montes y valles, adiós! ... ¡vieja torre, adiós! ... ¡viejo Saint-Eynard, adiós!
... ¡cielo de mi estrella, adiós! ... ¡Adiós mi novelesca infancia, últimos reflejos de un
amor puro! La marea del tiempo me arrastra; ¡adiós, Stella! ... ¡Stella! ...
... Y triste como un espectro que vuelve a su tumba, hice el descenso de la montaña.
Volví a pasar delante de la avenida de la casa de Estela. El señor del cigarro había
desaparecido ... no afeaba más el peristilo de mi templo ... pero sin embargo no me
atreví a entrar a pesar de mis fuertes deseos ... Caminaba lentamente, lentamente,
deteniéndome a cada paso, arrancando con angustia mi mirada de cada objeto ...
Ya no tenía más necesidad de comprimir mi corazón ... parecía que había dejado de
latir ... me moría ...
Y por todas partes un sol acariciador, soledad y silencio ...
Dos horas después, crucé el Yser, y un poco antes del fin del día, llegué a la aldea de
Murianette donde encontré a mis primos y a su madre. Al día siguiente volvimos juntos
a Grenoble. Yo tenía un aire preocupado, sumamente extraño, en verdad. Durante un
instante que estuve solo con mi primo Víctor, éste no pudo contenerse y me preguntó:
—"¿Qué tienes? Jamás te he visto así ...
—Qué se yo . . . escucha, te burlarás, pero ya que me preguntas, te contestaré ... Por otra
parte, esto me aliviará pues me ahogo ... ayer he estado en Meylan ...
—Lo sé, ¿qué hay allí?
—Entre otras cosas, existe la casa de la señora Gautier ... ¿Conoces a su sobrina, [Nota
del editor.- Su nieta] la señora F***?
—Sí, ¿que antes la llamaban la bella Estela D***?
—Pues cuando yo tenía doce años la amé profundamente, y ... ¡todavía la amo! ...
—Pero, imbécil, me respondió Víctor, riendo a carcajadas, ¡tiene ahora cincuenta y un
años, su hijo mayor tiene veintidós ... hizo su carrera de derecho conmigo!
Y sus risas aumentaron uniéndoseles las mías, pero éstas convulsivas, gesticulantes,
desoladas como lo rayos de un sol de abril a través de la lluvia ...
—Sí, es absurdo, lo siento, y sin embargo es ... eso es absurdo y verdadero ... es pueril e
inmenso ... No rías más, o ríete si quieres, poco importa, pero ¿dónde está ella ahora?
¿dónde está? tú debes saberlo ...
—Desde la muerte de su marido, vive en Vif ...
—¡Vif! ¿Queda lejos?
—A tres leguas de aquí ...
—Iré, quiero verla.
—¿Has perdido el juicio?
—Encontraré un pretexto para presentarme.
—¡Te lo ruego, Héctor, abandona esa extravagancia!
—Quiero verla.
—No tendrás la suficiente serenidad para sortear convenientemente una visita
semejante.
—¡Quiero verla!
—Estarás tonto, ridículo, comprometedor, eso es todo.
—¡Quiero verla!
—¡Sueña entonces! ...
—¡Quiero verla!
—¡Cincuenta y un años! ... Más de medio siglo. ¿Qué encontrarás? ... ¿No valdría más
guardar su recuerdo joven y fresco, conservar tu ideal?
—¡Oh, tiempo maldito! ¡odioso profanador! pues, al menos, quiero escribirle.
—Escribe. Dios mío, ¡qué loco!
"Señora,
"Existen admiraciones fieles, obstinadas, que sólo mueren con nosotros ... Tenía yo
doce años cuando vi por primera vez, en Meylan, a la señorita Estela. Usted no pudo
ignorar en esa época hasta qué punto había trastornado ese corazón de niño que se
destrozaba bajo el esfuerzo de sentimientos desproporcionados, y creo que usted tuvo la
muy excusable crueldad de reirse de ello algunas veces. Diecisiete años más tarde
(volvía de Italia), mis ojos se llenaron de lágrimas, de esas frías lágrimas que hace bro-
tar el recuerdo, cuando distinguí al entrar en nuestro valle la casa que usted habitó en la
altura dominada por el Saint-Eynard. Días después de entonces, ignorando el nuevo
nombre que usted ya llevaba, me encomendaron la misión de entregar a usted una carta.
Con tal finalidad, esperé a la señora F*** en una estación de la diligencia en que
viajaba; al presentarle la carta, un vuelco de mi corazón hizo temblar mi mano que se
acercaba a la suya ... acababa de reconocer ... a mi primera pasión ... a la Stella del
monte ... cuya radiante belleza iluminó la mañana de mi vida. Ayer, señora, después de
pasar prolongadas y violentas emociones, después de hacer peregrinaciones a lejanos
lugares de Europa, después de realizar trabajos, cuyo eco quizás ha llegado hasta usted,
emprendí una peregrinación largamente acariciada. He querido volver a ver todo, y lo
he visto: la casita, el jardín, la arboleda, la alta colina, la vieja torre, el bosque que la
circunda y el eterno peñasco, y el sublime paisaje altamente digno de las miradas suyas
que en tantas ocasiones lo contemplaron. Nada ha cambiado. El tiempo ha respetado el
templo de mis recuerdos. Hoy sólo lo habitan desconocidos: sus flores son cultivadas
por manos extrañas. Y nadie en el mundo, ni usted misma, pudo adivinar por qué un
hombre de aspecto sombrío, de rasgos marcados por dolorosas fatigas, recorría ayer los
rincones más íntimos ... O quante lacrime! ... Adiós, señora, vuelvo a mi torbellino;
probablemente no me vea nunca, usted ignora quién soy, pero me perdonará, creo, la
extraña libertad que me he tomado al escribirle. También le perdono de antemano que
se ría de los recuerdos del hombre, como se rió de la admiración del niño."
Despised love. "
(Nota.- Amor desdeñado. Expresión de Shakespeare en Hamlet.)
Y a pesar de las burlas de mi primo, envié la carta. Ignoro lo que sucedió ... No volví
a oír hablar, desde entonces, de la señora F***. Dentro de unos meses debo volver a
Grenoble ... ¡Oh! esta vez, lo siento, no podré resistir ... iré a Vif. [Nota del autor
escrita en agosto de 1854.- No fui nunca. Sólo supe, hace cinco años que la señora F***
habitaba en Lyon. ¿Vivirá aún? ... no me atrevo a averiguarlo (febrero de 1854). Vive
todavía, lo sé].
[…]
Muy raras veces he sufrido tanto hastío como durante los primeros dias de setiembre
de 1864. Casi todos mis amigos se habían ausentado de París, como es costumbre en
esta época del año. El único que había quedado era Stepffen Heller, delicioso humorista,
músico de amplia cultura, que ha escrito muchísimas obras admirables para piano; su
espíritu melancólico y su ardor religioso por los verdaderos dioses del arte constituían
para mí un poderoso atractivo. Mi hijo, por suerte, llegó casi de inmediato de Méjico y
pudo dedicarme unos días. Él tampoco estaba alegre; a menudo nos reuníamos Heller,
Luis y yo, a descargar juntos nuestras tristezas. Un día nos fuimos a comer a Asniéres.
Por la tarde, paseándonos a orillas del Sena, hablamos de Shakespeare y de Beethoven,
y nos pusimos, aún recuerdo, muy exaltados; mi hijo sólo tomaba parte cuando se
trataba de Shakespeare, pues todavía no conocía a Beethoven. Pero, al final, convinimos
en que se debe vivir para adorar lo bello y que si no podemos destruir y aniquilar lo
contrario de lo bello, debemos contentarnos con despreciarlo, y procurar distanciarnos
de él tanto como se pueda. Ya se ponía el sol; después de caminar un rato más, nos
sentamos sobre la hierba a orillas del río, frente a la isla Neuilly. Mientras seguíamos
con la mirada las caprichosas evoluciones de las golondrinas que jugueteaban sobre las
ondas del Sena, dime cuenta que estábamos en un lugar que conocía de antes. Miré a mi
hijo ... pensaba en su madre. Treinta y seis años antes me había sentado y casi dormido
en el mismo lugar, durante uno de mis vagabundeos desesperados alrededor de París.
Recordé entonces la fría exclamación de Hamlet al ver que la muerta, cuyo cortejo entra
al cementerio, es la hermosa Ofelia a la que ya no ama más: "What! the fair Ophelia!".
"Hace mucho tiempo, -dije a mis dos amigos-, un día de invierno, estuve a punto de
ahogarme aquí mismo tratando de cruzar el Sena helado. Desde la mañana erraba sin
rumbo por los campos ..." Luis suspiró ...
A la semana siguiente mi hijo tuvo que abandonarme, su licencia expiraba. Entonces
sentí un fuerte deseo de ver otra vez Vienne, Grenoble, y sobre todo Meylan, y a mis
sobrinas y ... a alguien más, si podía dar con su dirección. Partí. Mi cuñado Suat y sus
dos hijas, a quienes yo había avisado la víspera, me esperaban en el andén de la estación
de Vienne y me llevaron a Estressin, campiña poco alejada de la ciudad, donde pasan
todos los años tres o cuatro meses de veraneo, paseo que constituía una gran alegría para
estas encantadoras niñas, de diecinueve años una, y de veintiuno la otra. Empañé un
poco esa alegría, cuando al entrar en la sala de la casa de Vienne, vi el retrato de su
madre, mi hermana Adela, muerta cuatro años antes. Tuve una dolorosa emoción. Ellas
y su padre fueron testigos de esta penosa escena. Ellos veían todos los días esa sala, esos
muebles, ese retrato, desde hacía mucho tiempo; el hábito, ¡ay! había debilitado en ellos
las huellas del recuerdo, el tiempo había actuado. ¡Pobre Adela! ¡qué corazón! Su
indulgencia era tan completa y tan tierna para las asperezas de mi carácter, para mis
caprichos, aun los más pueriles! ... Una mañana a mi regreso de Italia, estaba reunida
toda la familia en la Côte Saint-André; llovía a cántaros, le dije a mi hermana:
—"¿Adela, quieres venir conmigo a dar un paseo?
—Cómo no, querido amigo; espérame, voy a ponerme las galochas.
—Miren, dijo nuestra hermana mayor, esos dos locos son capaces de ir, como dicen, a
chapotear en el campo con tal tiempo".
En efecto, tomé un paraguas enorme, y sin importarnos las risas de todos,
descendimos Adela y yo hacia el llano, por el que caminamos cerca de dos leguas,
apretados el uno contra el otro bajo el paraguas, sin decir palabra. Nos queríamos.
Pasé quince tranquilos días con mis sobrinas y su padre en esta soledad de Estressin.
Pero había encargado a mi cuñado que buscara informaciones en Vienne sobre la señora
F*** y su dirección en Lyon. Al fin la consiguió. No pudiendo resistir un instante más,
partí para Grenoble de donde me encaminé hacia Meylan, como ya lo había hecho la
primera vez, dieciséis años antes.
Una secreta ansiedad me hacía apretar el paso. He allí ya el viejo Saint-Eynard que
apunta en el horizonte por encima de los otros montes su cima semipelada. Volveré a
ver la casita blanca y el paisaje circundante, y mañana ... mañana ... estaré en Lyon y
veré a la misma Estela. ¿Será posible esta dicha?
Llegado a Meylan, no erré esta vez el camino cuando trepé por la montaña:
enseguida encontré la fuente, la avenida de árboles y por último la casa. Reconocía todo
como si hubiera estado el día antes. Sólo habían transcurrido dieciséis años desde mi
visita anterior. Pasé delante de la avenida y subí, sin darme vuelta, hasta la torre. Una
vegetación lujuriosa cubría los oteros próximos, las viñas ostentaban sus pámpanos
maduros. En cuanto alcancé, después de gran esfuerzo, el pie de la torre, me di vuelta,
como otra vez, y de una mirada abarqué el hermoso valle. Hasta ese momento me había
dominado bastante bien, reduciéndome a murmurar en voz baja ¡Estela! ¡Estela ¡Estela!
pero entonces una opresión abrumadora me hizo caer a tierra; permanecí tendido largo
tiempo escuchando, en medio de una angustia mortal, estas palabras atroces que cada
latido de mis arterias hacía resonar en mi cerebro: ¡El pasado! ¡el pasado! ¡el tiempo!...
¡jamás! ¡jamás!... ¡jamás!
Me levanto, arranco del muro de la torre una piedra que ella debió ver, que quizás
ella tocó, corto una rama de una encina. Al bajar, en un terreno que no había atravesado
en 1848, distingo la roca tan buscada entonces y sobre la cual la he visto trepar. ¡Oh
sorpresa! sí es ésa, un bloque de granito; no podía haber desaparecido.
Subo, mis pies se asientan en el mismo lugar donde se posaron los de ella; esta vez
estoy seguro, ¡ocupo en la atmósfera el espacio que su forma encantadora ocupó!
Arranco un pequeño fragmento de mi altar granítico. Pero, ¿y los rosales silvestres . . .
sin duda no es ésta la época de su floración, o quizás los destruyeron; será inútil que los
busque, ya no están aquí. ¡Ah! ¡allí está el cerezo! ¡cómo ha crecido! le arranco un
pedazo de corteza y tomo su tronco entre mis brazos, lo aprieto convulsivamente contra
mi pecho. ¡No hay duda que tú te acuerdas de ella, árbol noble! ¡y tú me comprendes!...
Cuando vuelvo a pasar por frente a la casa, no hay nadie, y de improviso decido
entrar para ver el jardín y la casa. Quizás los nuevos propietarios no me consideren un
malhechor. Por otra parte, ¡qué importa! Entro al jardín. Una anciana se impresiona al
verme de golpe en una vuelta del camino del jardín.
—"Discúlpeme, señora, le dije con voz apenas inteligible, le ruego me permita ... visitar
su jardín ... me trae a la memoria ... recuerdos ...
—Entre, señor, paséese usted.
—Oh, sólo quiero dar una vuelta".
Después de algunos pasos, encuentro a una joven subida en una escalera, cogiendo
los frutos de un peral. La saludo al pasar. Atravieso una maraña de arbustos que casi
cierran el paso, tan mal cuidado está el jardincillo. Corto una rama de jeringuilla que
oculto en mi pecho, y salgo. Al pasar frente a la puerta abierta de la casa, me detengo
sobre el umbral a examinar el interior. La jovencita del árbol me había seguido, ad-
vertida sin duda por su madre de la extraña visita que tenían. Me aborda y me dice muy
cortésmente:
—"Le ruego, señor, que entre, por favor.
—Gracias, señorita; acepto".
Y heme aquí en el cuartito cuya ventana se abría sobre la extensión del llano, y desde
la cual ella me mostró, cuando yo tenía doce años, con gesto emocionado y orgulloso el
poético valle. Todo sigue en el mismo estado; el salón vecino posee los mismos
muebles ... Yo mordía con fuerza mi pañuelo. La joven me miraba casi asustada.
—"¡No se sorprenda, señorita, todos estos objetos que vuelvo a ver es que no he ...
vuelto por aquí desde hace ... cuarenta y nueve años!
Y me escapé ahogándome en sollozos. ¡Qué habrán pensado esas señoras de una
escena tan extraña, cuyo sentido no conocerán nunca!
Vuelve a lo mismo, dirá el lector. Nada más cierto. ¡Siempre recuerdos, siempre
penas, siempre un alma aferrada al pasado, siempre un piadoso encarnizamiento por
retener el presente que huye, siempre una lucha inútil contra el tiempo, siempre la
locura de querer realizar lo imposible, siempre esa necesidad furiosa de efectos
inmensos! ¿Cómo no volver sobre lo mismo? El mar siempre es el mismo, todas sus
olas se parecen.
………………………………………………………………………………………
Esa misma noche estaba en Lyon. Esa fué una noche singular que me pasé
desvelado, pensando en la visita proyectada para el otro día. Vería a la señora F***.
Decidí que iría a su casa al mediodía. Mientras esperaba ese momento que tardaba tanto
en llegar y suponiendo que era muy posible que no quisiera recibirme la primera vez,
escribí la esquela siguiente para que la leyera antes de conocer a su visitante:
"Señora,
"Otra vez he visitado a Meylan. Este segundo peregrinaje a los lugares habitados por
los sueños de mi infancia ha sido más doloroso que el primero. Han pasado dieciséis
años desde aquel primero, en cuya oportunidad me atreví a escribirle a Vif, donde usted
vivía. Hoy me atrevo a más: le ruego que me reciba. No tema usted nada de los ímpetus
de un corazón que se subleva ante el abrazo de una despiadada realidad, sabré
contenerme. Concédame algunos instantes, déjeme verla de nuevo, se lo suplico.
Héctor Berlioz.
23 de setiembre de 1864".
He aquí la traducción:
Cuántas veces, durante esta triste noche pasada en el tren, me he repetido: ¡Imbécil!
¿por qué has partido? era preciso quedarse. Si me hubiera quedado la vería otra vez
mañana por la mañana. ¿Quién me obligaba a volver a París? Nadie, sin duda, pero el
temor de ser indiscreto, fastidioso, importuno ... ¿Qué hacer en Lyon durante esas largas
horas en que hubiese estado a algunos pasos de ella, sin verla? Hubiera sido una
tortura ...
Después de algunos días de angustia, en París, le escribí la siguiente carta. Por esas
páginas y las que siguieron, así como por sus respuestas, se colegirá el estado desastroso
de mi espíritu y la calma del suyo. Más fácil todavía de adivinar será lo que siento hoy
que no tengo ni el consuelo de escribirle. Cultivar como una romántica amistad ese
amor inútil hubiera sido dar a mi vida una terminación demasiado dulce. No, tenía que
ser torturado y desgarrado hasta el fin.
PRIMERA CARTA
"P. S.— Le envío tres libros; tal vez usted recorra sus páginas en los ratos perdidos.
Comprenderá que se trata de un pretexto empleado por el autor para que se ocupe un
poco de él".
"Me sentiría culpable con usted y conmigo, si no le enviara una respuesta inmediata
a su última carta, atinente a la quimera que se construyó sobre las relaciones cuyo
establecimiento entre nosotros desea. Voy a hablarle con el corazón abierto.
"Sólo soy una mujer vieja y muy fea (señor, tengo seis años más que usted), con mis
fuerzas disminuidas por los días pasados entre las angustias, dolores físicos y morales
de toda especie, que han destruido en mí toda ilusión sobre las alegrías y los
sentimientos de este mundo. Hace veinte años perdí a mi mejor amigo, no he buscado
otro; sólo he conservado a los amigos procurados a través de antiguo trato, y los
naturalmente ligados por lazos familiares. Desde el día fatal en que me he quedado
viuda, rompí todas mis relaciones, dije adiós a los placeres, a las distracciones, para
recogerme en mí y en mis niños. Esto representa mi vida desde hace veinte años. Ya me
he habituado a ella, y ahora nada puede romper su encanto, porque es en esta intimidad
del corazón donde puedo encontrar el único reposo durante los días que me restan por
vivir en este mundo; cualquier cosa que viniere a quebrar esta tranquilidad me resultaría
penosa y molesta.
'En su carta del 27 del cte., me dice usted que no tiene sino un deseo, el de que yo
llegue a ser su amiga mediante un intercambio de cartas. ¿Cree usted, señor, seriamente,
que eso sea posible? Apenas le conozco, después de cuarenta y nueve años apenas lo vi
algunos instantes el viernes pasado; no puedo pues apreciar su carácter, sus gustos, sus
cualidades, las únicas cosas que son la base de la amistad. Sólo puede nacer y llegar la
simpatía cuando entre dos individuos existen las mismas maneras de ver y de sentir.
Mas cuando se está separado, no es suficiente un intercambio de cartas para establecer
lo que usted espera de mí; de mi parte lo creo imposible. Aparte, debo confesarle que
soy perezosa en demasía para escribir, tengo tan torpe el juicio como los dedos; me
cuesta grandes esfuerzos cumplir a este respecto mis obligaciones ineludibles. Siendo
así, no es posible hacer una promesa de mantener una correspondencia ordenada, pues
le faltaría demasiado a menudo para no advertirle de antemano. Si tiene algún agrado en
escribirme algunas cartas, las recibiré, pero no espere que mis respuestas sean prontas ni
regulares.
"También desea que le diga, "venga a verme", lo cual no puede ser, y tampoco
decirle "me encontrará sola". Quiso la casualidad que el viernes lo recibiese sola.
Cuando resida en Genova con mi hijo y su esposa, y usted llegue lo recibiré sola si así
estoy, mas si en ese momento ellos están conmigo, usted deberá soportarlos, pues
considero inconveniente cualquier otra conducta.
"Le he planteado con toda la franqueza y sinceridad que conforman mi carácter, lo
que pienso y siento. Quiero decirle también que existen ilusiones, sueños, que es preciso
saber abandonar cuando llegan los cabellos blancos, y junto con ellos el
desapasionamiento por todos los sentimientos, aun los de la amistad, cuando no poseen
el encanto de las relaciones ininterrumpidas desde los días felices de la juventud. Para
mí, la época de iniciar una amistad no es cuando el peso de los años se hace sentir, o
cuando éstos ya nos han aportado la experiencia de todas las decepciones. Le confieso
que me encuentro en esa situación. Cada día acorta mi devenir; ¿para qué formar
amistades que lo presente ve nacer y el mañana puede destruir? No sería otra cosa que
darse uno mismo penas ...
"No vea en todo lo dicho, señor, ninguna intención de herirle en los recuerdos que
guarda de mí; los respeto y me emociona su constancia. Su corazón es todavía muy
joven; no sucede lo mismo conmigo, soy vieja en todo sentido, sólo puedo conservar,
créalo, un lugar para usted en mi corazón. Los triunfos a que usted está llamado serán
siempre motivo de placer para mí.
"Adiós, señor, una vez más tenga la seguridad de mis sentimientos afectuosos.
Est. F***
"Ayer por la mañana recibí los libros que tuvo la bondad de enviarme; un millón de
gracias".
SEGUNDA CARTA
Señora,
"¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! esperaré. ¡Todos mis votos por la felicidad de los nuevos
esposos! A usted le deseo mil felicidades. Querida señora, que la dicha más dulce llene
su alma en esta solemne circunstancia. ¡Oh! ¡qué buena es usted!
"No dude, mis adoraciones serán discretas.
Suyo,
Héctor Berlioz".
CUARTA CARTA
"¡La vida es hermosa cuando la iluminan ciertos sentimientos! ... ¡Recibo ahora la
carta de participación, la dirección está escrita por usted, por usted, querida señora,
reconozco su mano! ... Es un pensamiento que usted ha tenido para el exilado ... ¿Qué
ángel le devolverá el bien que me ha hecho?
"¡Sí, es hermosa la vida, pero la muerte será más bella, estando a sus pies, con la
cabeza apoyada en sus rodillas, sus dos manos en las mías y terminar así! ...
Héctor Berlioz".
Pero los días se sucedían y no tenía noticias. Hice recoger información en Lyon, y
supe que la señora F*** hacía tres semanas que había partido para Genova. ¿Abrigaría
la intención de ocultarme su dirección, prometida formalmente y que yo no quería
conocer contra su voluntad?. .. ¿Tendría el dolor de verla faltar a su palabra?...
Durante los últimos días de ansiedad llegué a creer, como dije, que no tendría ni el
consuelo de escribirle, y eso me abatía en grado sumo. Pero una mañana en que me
hacía tristes reflexiones en un rincón de mi casa, me entregaron una tarjeta que decía:
Sr. Carlos F*** y señora. Eran su hijo y su nuera; ella les había pedido que vinieran a
visitarme durante el viaje que hacían a París. ¡Qué sorpresa! ¡Qué felicidad! Ella los
había enviado. Me turbé hasta el punto de no saber que postura adoptar cuando vi en el
joven el retrato viviente de la señorita Estela a los dieciocho años ... La joven parecía
consternada por mi emoción, su marido parecía menos sorprendido. Evidentemente lo
sabían todo, la señora F*** les había mostrado mis cartas.
—"¿Era muy bella? preguntó de pronto la joven señora.
—¡Oh!..."
Entonces el señor F*** tomando la palabra:
—"Sí. Un día, tenía entonces cinco años, al ver a mi madre preparada para ir al baile,
tuve una especie de deslumbramiento cuyo recuerdo me dura todavía".
Conseguí dominarme y hablar con mis dos amables visitantes casi en forma
razonable. La señora de Carlos F*** es una criolla holandesa de la isla de Java; vivió en
Sumatra y Borneo, sabe malayo; conoció a Brook, el rajah de Sarawah. ¡Cuántas
preguntas le habría hecho si mi juicio hubiera sido el mismo de siempre!
Tuve el placer de ver a menudo a los dos jóvenes durante su estada en París y de
procurarles algunas distracciones agradables. Hablamos muchas veces de ella, y cuando
tomamos mayor confianza, la joven llegó a regañarme por mi modo de escribirle a su
suegra.
—"Usted la asusta, me dijo, no debe hablarle en esa forma. Recuerde que ella casi no lo
conocía y que los dos tienen una edad ... Me parece muy lógico a veces que ella me diga
mostrándome sus cartas: "¿Pero qué quiere usted que conteste a esto?" Hay que
acostumbrarse a ser más sereno, entonces sus visitas a Genova serán encantadoras, y
nos agradará mucho hacerle los honores de nuestra ciudad; porque usted vendrá,
contamos con ello.
—¡Oh! por cierto, ¿puede usted dudarlo? Ya que la señora F*** me lo permite".
Por tal causa resolví mantenerme en reserva y ni siquiera cuando partieron los recién
casados, quise darles una carta para su madre. Únicamente le envié un ejemplar de Los
Troyanos, cuyo segundo acto se iba a representar por ese tiempo en uno de los
conciertos del Conservatorio, diciéndole que lo leyera desde la página marcada por
hojas secas, el 18 de diciembre a las dos y media, justo cuando se ejecutaría ese
fragmento en París. La señora de Carlos F***, que volvería para seguir la marcha de un
asunto del esposo, que no podía abandonar Genova, estaba regocijada porque asistiría a
ese concierto, cuyo anuncio produciría cierta sensación en el mundo musical. Quince
días transcurrieron antes de que volviera, sin recibir una carta, y yo me obstinaba en no
escribirle. Ya no podía más, cuando por fin el 17, volvió la señora de Carlos F***
trayéndome esta carta:
Algún tiempo después de haberle enviado esta carta, me escribió, algunas de cuyas
palabras eran "Créame que no me falta piedad con los niños que no son razonables.
Repetidas veces he visto que para devolverles la calma y el juicio, nada mejor que
distraerlos, dándoles imágenes, por ejemplo. Me tomo la libertad de enviarle una, que lo
volverá a la realidad del momento y destruirá las ilusiones del pasado."
¿Cuál de las dos potencias, la música o el amor, puede elevar a las alturas más
sublimes? ... Es un gran problema. Sin embargo, me parece que puede decirse esto: El
amor no puede dar idea de la música, la música puede proveer una del amor ... ¿Por
qué separar una del otro? Son las dos alas del alma.
Observando cómo ciertas personas entienden el amor, y lo que ellos buscan en las
creaciones artísticas, pienso involuntariamente en los cerdos que hozan la tierra con su
despreciable hocico, entre las más hermosas flores, y al pie de las grandes encinas,
tratando de encontrar las trufas a las que son tan afectos.
Pero tratemos de no pensar en el arte.. . ¡ Stella! ¡ Stella! ahora podré morir sin
amargura y sin cólera.
1º de enero de 1865.