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De La canción de los héroes 2012.

Filiación

Tengo un recuerdo, o una sensación

que se habrá repetido muchas veces

y que resurge apenas formulada cuando

me acuesto boca abajo: era muy chico

y creo que de noche aún tenía miedo

y hasta pánico antes de poder

entregarme al sueño. Me resistía, ¿quién sabe

lo que puede pasar mientras se duerme:

que llegue una banda y te golpee o peor aún

soñarla? Debía tener un sueño firme,

acerado, siempre alerta, y entonces

adoptaba la postura de vuelo de Astroboy,

el niño robot de un dibujo japonés,

que parecía un Pinocho combativo. Ahora

veo que aquel científico excéntrico, autor

del robot, cumplía el papel del viejo

carpintero. Y ambos son fantasías quizás

no de niños que quisieran ser hechos

de madera o metal, sino de padres

que alucinan su propia antropogénesis.


¿Acaso el metal promete durar más

que la carne y la piel? ¿No se oxida?

¿Y no se pudre finalmente la madera?

Lo que importa es el miedo, inevitable,

hijito, y ya se siente en tu breve semestre

de vida, cuando agarrás un dedo

de mi mano derecha con toda tu fuerza

prensil, y no aflojás el puño hasta sumirte

en un sopor profundo. Aunque nadie nunca

te vaya a dejar solo, no tenés

todavía palabras que te calmen. Te daría

el puño en alto y la pierna flexionada

apuntando al cielo, para que salves

lo que sea del mundo, pero no te olvidés

de la fragilidad, porque seré un anciano

o un tarro de cenizas protectoreas, un nombre

nada más, cuando vos empecés

a escribir con piecitos de varón

el baile de tu guerra y tu regreso a casa.


Heroísmo

Leí que el heroísmo es una opción

sólo para quien lucha en desventaja.

¿Será por eso que en algún momento

decisivo quisiéramos mirar

hacia atrás, hacia la altura de una muralla

de donde nos rogaron no salir?

Sabemos que no hay nadie, y además

¿cómo ver el peligro que se arroja

enfrente de nosotros? Aquel día,

con pocas horas de sueño en la mañana infame

de la clínica pulcra, había pasado

una semana de crueldades infundadas

sobre tu cuerpo de dos meses, iban

a hacerte una pequeña operación

con anestesia e impunemente usaban

la lengua griega: una biopsia hepática.

Aterrado, impertérrito, yo había

mantenido mi apático optimismo:

las desgracias son raras y a mí

no me hacen falta. Bastantes temas

hay ya en haber nacido, en los niños,

la vejez y la muerte. Pero caminé


repitiendo canciones que el azar

ponía en mi cabeza, y en la barra

del café hospitalario, justo antes

de que entraras, Galileo, dormido

al quirófano, sentí que me llegaba

el llanto. “¡Andrómaca! –me dije–

no me dejés salir a la llanura.”

Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,

que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida

corrí a esperarte y enfrenté la tortura

porque si había un héroe en este mundo

ése eras vos, en plena desventaja,

sin palabras, luchando con bracitos

minúsculos contra la invasión médica.

Ahora creciste, ganaste peso, sonreís

a cada rato. Cada mañana pido

al vacío que combina esto que hay

una pequeña Troya de cien años

para que vivas hasta ser un viejito

sabio y desmemoriado. No escuchemos

el murmullo lejano de los griegos.

No existen, y sí, nosotros nos movemos.


Todas las dentistas son lindas

Mis dentistas son altas, lindas, alumnas

de otra que debió ser un estallido

de belleza juvenil y todavía

tiene una sonrisa encantadora. ¿De dónde

salió esta raza? ¿Es otro mundo?

De algún modo, nada menos que una clase

social reproduciéndose. Me torturan

con delicadeza infinita, dedos finos

envueltos en látex. En los momentos

de dolor más álgido, empiezo

a pensar cómo serán sus vidas y cómo

se acostumbra uno a sufrir en beneficio

de una meta diferida. Escucho

el kitsch musical que no perdona

a nadie. Especulo sobre la habilidad

manual de una profesión que acaso garantiza

un mínimo imaginario de nivel

en la escala onírica de la economía,

aunque sea tan servil, húmeda, monótona

como el trabajo del esclavo para que goce

otro. Y así de a poco en esas tardes


me adormezco y olvido los pinchazos.

No es valor, apenas una respuesta

a la agresión intermitente y prolongada.

Pero yo puedo entender o acordarme

de su cuerpo flaco con la mitad

de lo que pesa ahora, abrochado

a una camilla móvil en la máquina

que filmaría un líquido fosforescente

atravesando los canales de sus órganos

diminutos y tan sólo a dos meses

de arrancar. Puedo verlo todavía llorar

por la inyección del material radioactivo

y cansarse después, cerrar los ojos,

dormirse mientras el aparato del infierno

movía ejes mecánicos y prendía

dispositivos electrónicos. No precisaba

valentía: resignación al presente

por un bien que no está ahí. Yo sí,

y no la tenía, no la quería, pero igual

no se me escapó el grito. Laocoonte

habrá llorado cuando las serpientes

sombrías lo apretaban, aunque no

por sí mismo sino por sus hijos. Era

absurda la condena, sin sentido, casi


estúpidamente divina, y en el instante

en que el aullido enorme parecía

pronunciarse en sus labios, apretó

los dientes y decidió morir como una estatua.

Al bebé le rodeaban el cuerpo los abrojos

de una tecnología cada vez más necia

y soñaba en su belleza inaccesible.

Así son, ahora, mis dentistas, que ignoran

la existencia del mal. Se dedican

a su oficio y no imaginan los tristes

pensamientos del paciente. Despreocupadas

tararean canciones, hablan solas,

y como mi hijito, perfectamente

saludables, se ríen ante el más pequeño

de los gestos que algún otro les hace.

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