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Carnaval y literatura
Las fecundas relaciones entre la literatura y el carnaval se remontan a la
antigüedad clásica grecolatina y la época helenística, pasan por la Edad Media
y el Renacimiento, su momento de esplendor, y se extienden hasta nuestros
días, algo disminuidas en Europa, pero con un dinamismo incesante en
América Latina, especialmente en el área del Caribe y Brasil, donde el espíritu
popular del Carnaval se mantiene vivo.
En el presente texto nos centraremos en la presencia del carnaval en nuestra
narrativa (cuento y novela), pero queremos dejar previa constancia de la
necesidad de un trabajo más amplio que aborde la poesía popular de las
letanías, así como las reflexiones la fiesta por parte de los más destacados
escritores de la ciudad o residentes en ella desde José Félix Fuenmayor y
Ramón Vinyes hasta Ramón Illán Bacca, Eduardo Márceles Daconte y
Heriberto Fiorillo[1].
El carnaval en la novela y el cuento
La desposada de una sombra
La primera recreación del carnaval en nuestra literatura la realiza
Abraham Zacarías López- Penha, un judío sefardita nacido en Curazao en
1865 y residente en Barranquilla desde 1887 hasta 1927, año de su muerte,
quien vestía de boina y traje negro y cargaba medio ladrillo en el bolsillo de su
saco por si alguien le gritaba algún apodo o frase ofensiva. Librero, editor de
revistas, poeta, novelista, traductor, boticario, empresario de cine, erudito,
misántropo y neurótico, considerado el introductor del modernismo en
Colombia, en su novela, La desposada de una sombra, López Penha (1903: 7-
12), pinta el último baile de las rumbosas fiestas del carnaval en la industriosa
ciudad de B., “el delirio al cabo de un año de abstinencia, de prosa y de
rutina” (7).
El carnaval que López Penha registra es el telón de fondo para una
acción fantástica con visos esotéricos. El carnaval aquí descrito no es el de las
clases populares, sino el de la élite[2]. Al escenario, un teatro con doble hilera
de palcos e interminables asientos, en el que se baila el valse y se sirve un
bufé, se llega en carruaje, y a la entrada, pese a la profusión de focos
eléctricos, “hacíase imposible ver claro por entre la compacta muchedumbre
de casacas, tuxedos y toda la curiosa variedad de trajes negros o fantásticos”
(10).
El protagonista, un médico contemplativo y soñador, tiene escasos
veinte días de haber llegado a la ciudad, y más que participante es un
observador. No obstante, reconoce que “gracias al Carnaval, vime en pocos
días perfectamente relacionado con casi todo lo que hay de más granado en la
ciudad” (8). Sin embargo, no disimula su rechazo al viejo y barbado Viloux
que “resollaba como pudiera hacerlo alguna enorme ballena, y apestaba tan
horriblemente a alcohol, que era una lástima no hubiese a mano alguna
sociedad de temperancia” (9) y al verlo que “tambaleaba sobre sus larguísimas
zancas; y a fin de acortar tan grata entrevista, no tuve (¡qué remedio!) sino
alargarle algunas pesetas para que buenamente se fuera… a cualquier parte
(10).
Fruta tropical
Autor colombiano de origen alemán, nacido hacia 1870 en Barranquilla, y
muerto en Europa en 1924, Adolfo Sundheim escribió en 1919 la
novela Fruta tropical, publicada en España en 1921. A medio camino entre la
novela picaresca y el cuadro de costumbres con pinceladas satíricas, la novela
relata las hazañas de un abogado bogotano afanoso de atesorar dinero, sin
ningún escrúpulo, quien, preso accidentalmente, escapa de la cárcel haciendo
creer que ha muerto, mediante la presentación, en complicidad con una
admiradora, de un cadáver. Después de cambiarse el nombre y el apellido se
traslada a Barranquilla, “la tierra clásica del camarón y la hicotea”, (80)
donde, a punta de chanchullos, inicia un periodo de prosperidad que culmina
con una inesperada conversión al catolicismo y su matrimonio con la negra
Angélica, casta fruta tropical. En su emotiva exaltación de la ciudad se refiere
a “la temporada festiva de antruejo que todo lo trastorna en Barranquilla”
(Sundheim, 1921: 117) y recrea el 20 de enero, día de san Sebastián,
“principio obligado de la serie de saturnales con que sueña durante muchos
meses el pueblo más divertido quizás de la meridional América” (186). El
protagonista organiza una fiesta para sus amistades en la “que hubo
diversiones para rato, haciendo el gasto en el ramo de carnestolendas los
adoradores del soñoliento Momo, que se dan por carretadas en los patios y
corrales de dicha buena tierra” (186). En la fiesta se hacen presentes la
comparsa de indias farotas al “son melancólico de las dulces gaitas, siempre
ganosas de repetir, hasta la saciedad, esa rara melancolía Caribe” (187), los
belicosos gritos indígenas con la palma de la mano en la boca, una cumbiamba
“al son de esa música popularísima conocida por Gallo giro, en la que la
flauta lleva la voz cantante con un acompañamiento de bombo, tambor y
maracas” y el baile que Nacha, la doméstica, una “avispadísma negra” de
espíritu carnavalero, “mujercita de alma noble y retozona, capaz de ahuyentar
el humor más negro, llevando la alegría a todo corazón sumido en la tristeza…
pues parecía haber nacido para payaso, siendo como era capaz de comprender
y sentir las finuras de la antigua comedia italiana, en la que con poco esfuerzo
habría hecho un Arlequín de primissimo cartello” (185), quien “bailó como
patoja y con la lengua afuera para remedar a la perra Merveille, provocando la
hilaridad de la concurrencia, que no alcanzaba a tenerse de pura risa, sin
excluir a Mister Johns, que se le cayó la baba y hasta la pipa de yeso” (188).
En esta recreación se inicia una constante en la narrativa de nuestro carnaval:
la de la protagonista femenina que parece encarnar la visión del mundo, la
esencia de la fiesta.
“Desolación”
Cercano a cierto romanticismo folletinesco este cuento de Olga Salcedo de
Medina, incluido en su libro En las penumbras del alma (1947). El relato
ocurre en la plaza de un barrio de arrabal de calles tristes, sórdidas y estrechas.
Formando una pareja carnavalesca, en la misma casucha, al frente de la plaza,
se destacan la funeraria “La Comodidad” y el café-bar “El Torbellino” de luz
anémica e intermitente, roja y azul; colindante con ellos, la cocina popular de
Juana, quien, pintada, coquetona, con un escote audaz y un heliotropo en la
oreja, rodeada de hombres que la devoran con la mirada, niños y perros, ha
encendido su anafe con un caldero de manteca hirviendo y sirve sobre la mesa
chorizos, butifarras, morcillas y pechugas, muslos y menudencias de gallina.
El calabazo de la plaza está vestido de serpentinas, caretas, máscaras, tiras de
papel brillante y letreros alusivos al carnaval. El propietario de la funeraria se
ha disfrazado de médico y bebe ron blanco; el hijo del dueño del bar, de
muerte, y persigue con una guadaña a los transeúntes; la comadrona, de
Cleopatra, y el profesor, de Napoleón, mientras que el zapatero utiliza una
totuma con cuerdas para ofrecer un concierto a los zapatos. El mundo al revés
se impone:
Por obra y gracia del carnaval impera la mentira y todos realizan aquello que
alguna vez han soñado. Las niñas son señoritas de alto mundo, princesas,
artistas de cine. Las viejas, niñas. Algunos hombres –fenómenos del
subconsciente- son señoritas. Hay mariposas, gitanos, árabes, pendencieros,
bailarines, Pierrots y Colombinas. Ladran los perros de dos patas… Rugen los
tigres… Embisten los toros… Las danzas de pájaros y de diablos giran sobre
sí, entre cantos y coplas. Y todos rinden pleitesía a su Majestad Lastenia
Primera, la reina electa en votación popular. (Salcedo 1947: 49-50)
En una casa, al final del barrio se encuentran Carmelo y su mujer. Este ha
llegado de la calle, ensimismado, a sentarse silencioso en su mecedor. La
mujer, intranquila, intenta conversarle y el hombre la manda a callar. Él viene
de rogarle a su patrón que le dé trabajo o un préstamo, pero se lo han negado.
Tras maldecir, Carmelo sale curvado por la angustia. Al día siguiente, a las 10
de la mañana, una ambulancia con dos policías, rodeados de vecinos
trasnochados, trae el cadáver de Carmelo, quien se había lanzado al río.
Abrazada al ataúd, al momento del entierro, la mujer, que ha perdido la casa y
el marido, se pregunta para dónde va a coger, mientras siente en sus entrañas
el remezón del hijo por nacer y se escuchan, a lo lejos, los gritos, las gaitas y
los tambores del martes de carnaval.
Se destaca en el cuento el contraste entre la indolencia, la mezquindad y el
pragmatismo del patrón y la alegría y la solidaridad de los vecinos parranderos
y, aunque al parecer el relato recrea el ritual de la muerte que cede el puesto a
un nuevo nacimiento, característico del carnaval, el final del cuento es
ambiguo: ¿la vida del niño que viene a sustituir al padre que se va, tras el
patético suicidio, representa una esperanza o la inminencia de un nuevo
desastre?
El cuento de Olga Salcedo continúa una tradición de muertes violentas en
tiempos de carnaval que había iniciado José Francisco Socarrás en 1944 con
su cuento “Al tercer día de carnaval” cuyo escenario, no obstante, es la zona
bananera.
“Un viejo cuento de escopeta”
Este cuento de José Félix Fuenmayor se publicó en la revista Crónica del 27
de mayo de 1950, anunciado como el primero de una serie que evoca a la vieja
Barranquilla. Un par de ancianos, Martín –alto y huesudo- y Petrona –bajita y
débil- deciden mudarse del campo a la ciudad. Venden su finca con todo y se
trasladan a la incipiente urbe –ella en burro; él a caballo-, pero se traen una
vieja escopeta adquirida mediante el trueque por una carga de yuca a un
desconocido. Como la escopeta les genera temores y quieren deshacerse de
ella, Martín, al escuchar que un grupo de danzas del carnaval, la “Danza de los
Pájaros”, necesita una para su representación, decide regalársela, pero estos
solo la aceptan prestada. Durante seis carnavales consecutivos la escopeta es
la sensación hasta cuando en una ocasión al escenificar la muerte del gavilán
por el cazador en defensa de la paloma, se dispara y da muerte al danzante. En
la confusión aparece un extraño en busca de Martín para que recoja el arma, y
su mujer cree ver que ese hombre es el mismo vendedor que, según su
intuición, no es otro que el diablo que carga las escopetas.
El cuento recrea, pues, esa creencia tras la cual subyace la idea de la fatalidad
y la desgracia asociadas al espíritu del mal. El narrador logra crear un clima
con visos mágicos alrededor de la escopeta que va transformándose con el
tiempo, y el percance final, acompañado de un previo proceso de inapetencia y
deterioro en la salud de Martín, pareciera enjuiciar ese embeleco de abandonar
el campo por la ciudad, dominio del demonio. Ambientado en el carnaval, el
cuento no sólo enumera algunas de sus danzas –Los Diablos, Los Collongos,
los Patos Cucharos, los Doce Pares de Francia, los Gallinazos y el Toro-, sino
que de la Danza de los Pájaros describe el acompañamiento musical y la
vestimenta y cita los versos del papayero, el pitirri, el canario, la paloma y el
gavilán. Uno de los personajes, por otra parte, manifiesta su preocupación por
una tradición amenazada, la Danza de los Diablos, pese a sus esfuerzos: “Yo
me he puesto a buscar jóvenes para enseñarlos. Conseguí algunos pero se
fueron cuando les puse las uñas de hojalata y las espuelas de puñales”
(Fuenmayor, 1994: 72).
El cuento, como bien lo vio García Márquez en 1950, es una buena muestra de
cómo se puede recrear la realidad regional sin incurrir en lo irrisorio del
costumbrismo cerril: sin quedarse en lo pintoresco de la anécdota, el relato es
una indagación, desde la perspectiva del hombre del campo, impregnada de
superstición religiosa, en el tema del mal, al tiempo que realiza una minuciosa
observación del orden doméstico, abarcando la medicina popular y la culinaria
caribe. El tratamiento de la escopeta es una muestra temprana de ese realismo
mágico que descubre cómo las cosas tienen vida propia y sólo es cuestión de
despertarles el ánima. La perspectiva de extrañamiento del carnaval por parte
de un campesino candoroso que nunca lo ha experimentado y la exploración
de un tono coloquial de cuentero oral y de las situaciones humorísticas le
confieren credibilidad al tratamiento del tema y constituyen una lección que
aprendieron y aprovecharon sus discípulos Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel
García Márquez.
“Domingo de carnaval”
En su libro Guineo verde (1966), Néstor Madrid Malo incluyó este cuento en
el que narra la historia del disfraz del hombre acuchillado que agoniza con tan
persuasiva representación que el público lo celebra. Estimulado por el éxito, el
disfrazado intensifica y diversifica su dramatismo, pero el público lo ignora y
presta atención a otros disfraces. Más tarde el disfrazado regresa con mayor
realismo en el tono y en los gestos, pero el público se fastidia. Sólo cuando lo
ven que cae al suelo boca abajo entre espasmódicas contracciones, el público
retoma el interés en el disfraz, elogia la fidelidad de la imitación, y lo
aplaude. Ante la inmovilidad del hombre, alguien se le acerca, suponiéndolo
en completa embriaguez, para ayudarlo a levantarse, pero al moverlo descubre
que esta vez la sangre no es de anilina ni el cuchillo falso: el hombre está
muerto.
Aunque por momentos pareciera que lo central en el cuento no es el carnaval
en sí, sino las dramáticas relaciones entre el artista y su público, los riesgos
mortales del narcisismo; pese a que el narrador se refiere al “multicolor vaivén
del Carnaval” (Madrid Malo, 1966: 32) y a su “policromo rondel de
extravagancias” (33), el final de terror del relato, revela un oscuro, macabro
humor y una visión sombría del carnaval que da la impresión de querer
advertir acerca de los riesgos del disfraz al confundir la realidad con la ficción.
Se trata, en fin, de una visión bastante negativa del Carnaval como funesta
farsa, como simulación aciaga, que distancian, sin la menor duda, a este
cuento del sano regocijo que identifica a la tradición de la literatura
carnavalesca.
“El emperador africano”
En 1974 se publicó en el Suplemento del Caribe este cuento de Álvaro
Medina que, como el de Madrid Malo, reflexiona acerca de la esencia del
disfraz, pero su solución es sustancialmente diferente: mientras que Madrid
Malo parece descalificarlo, Medina apunta al aspecto mágico que esconde el
acto de disfrazarse. Una frase pronunciada de repente por un personaje “en
Carnaval los mejores disfrazados no están disfrazados: en esos días no
representan como en el resto del año sino que son lo que son”, sirve de punto
de partida a un relato que culmina fantásticamente, como el de José Félix
Fuenmayor: el personaje Meco, disfrazado de pájaro, vuela y se posa en el
guante de la reina del Carnaval y luego se encarama en el espaldar de su silla y
amenaza a sus amigos con el pico. Este cuento explora el clásico motivo
carnavalesco de la metamorfosis con un tono sostenido que le confiere su
eficacia: “la vaina debió ser tan clara como una noticia bien redactada y nada
fue oscuro pero nadie entendió” dice el cuento al comenzar y así prosigue
hasta el fabuloso final. La proliferación de apreciaciones acerca del hecho
ofrece una visión compleja del mismo. La de Medina es la primera narración
que nombra lugares reales de la ciudad –la calle Cuartel, la verbena de una
candidata del barrio Boston, las botellas de Fala, el paseo Bolívar, la estatua
de Bolívar, el bar La Cueva, la Emisora Atlántico y el locutor Carlos
Fernández Garay.
“Algo tan feo en la vida de una señora bien”
Dieciocho años después de haber sido reina del Carnaval de Barranquilla,
como Marvel Luz Primera, Marvel Moreno narra en este cuento las horas
finales de la esposa de Ernesto Urueta, hombre de empresa, expresidente del
Country y del Rotario. Laura, quien ha cuadrado perfectamente las cosas para
quedarse sola en su mansión, tras un minucioso repaso de su vida que la lleva
a descubrir su íntimo fracaso y a sentirse, por un lado, sometida, anulada
(como la mosca en esos instantes atrapada en su habitación, entre una ventana
de vidrio cerrado y una cortina) y usada por su marido, “aquel industrial de
ojos tranquilos, que había calculado su matrimonio con la misma perspicacia
que le servía para comprar negocios en quiebra y en un año sacarlos a flote”
(Moreno, 1980: 109); y, por el otro lado, víctima de los prejuicios de su
madre, incansable centinela de una virtud hipócrita. Laura, deprimida por la
conclusión a la que ha llegado, a la hora del crepúsculo, un sábado de
carnaval, después de escuchar el pausado campanario de La Inmaculada,
cuando las danzas que acompañaban la carroza de la reina, entre el resonar de
los tambores y la queja alegre de las gaitas, debían de estar, en pleno Paseo
Bolívar, se toma varios puñados de tranquilizantes y somníferos.
Este cuento parece la otra cara de la moneda de “Desolación”. Si en aquel, los
personajes pertenecían a la clase baja, aquí son de la élite; si en aquél se
suicidaba un hombre, aquí lo hace una mujer. Y en ambos, se escucha a lo
lejos el resonar ronco de los tambores y el lamento de las gaitas. En los dos
cuentos, escritos por mujeres que denuncian la sociedad patriarcal, el carnaval
es un telón de fondo para contrastar la expansión de la alegría popular con el
fracaso personal y la insensibilidad de los otros. La banda sonora del carnaval
es un marco irónico para revelar la otra cara -de pesadilla- de un pueblo
carnavalero en cuya vida diaria se imponen la injusticia, la ausencia de la
alegría, la represión constante, el miedo al placer, la agresión anuladora y los
prejuicios religiosos.
El cadáver de papá
El cadáver de papá (1978) es quizá la más intensa de las obras de autores
barranquilleros que exploran el tópico del carnaval. Difícilmente
encontraremos otra obra en la literatura colombiana en la que ocurra tantas
cosas tan disímiles y transgresoras en tan poco tiempo: 26 horas. El hijo
bastardo del político Villalba, de unos treinta años, huérfano de madre desde
niño, quien ha retornado de los Estados Unidos donde ha cursado con
brillantez su carrera de Estudios Internacionales y ejerce como cónsul en una
ciudad de La Florida, recibe, a las seis de la mañana del martes de carnaval, la
llamada del médico, para que se acerque a la clínica porque su padre se
encuentra en estado crítico y pregunta obsesivamente por él. El narrador
acude, medio borracho todavía y con el cansancio de tres días de viaje y
fiestas y sólo tres horas de sueño y, al ver al padre, se le activa todo el
resentimiento acumulado de hijo ilegítimo que sólo ha recibido dinero, pero
no afecto, y decide, cuando lo dejan sólo, ahogarlo con la almohada.
De ahí en adelante la narración se convierte en un alud vertiginoso de
acciones matizadas por los recuerdos, las reflexiones y los sueños del
protagonista, un ser amoral, sin el menor sentido de culpabilidad, extranjero
en su tierra, ajeno a reglas y valores que, simultáneamente, inicia una nueva
existencia de continuas contravenciones al tiempo que emprende un viaje al
fondo de la noche de su pasado.
Esta nouvelle es una auténtica fiesta de carnaval en la que se cumple una vez
más el rito central del derrocamiento del rey de burlas como una manera
simbólica de superar situaciones tiranas que entristecen la vida del hombre
durante trescientos sesenta y un días del año. La novela recrea la idea
concreta, sensible, de la decadencia de todo y su consecuente sustitución, la
muerte y el renacimiento: nada permanece, nada es absoluto, ni la naturaleza
ni las instituciones ni el poder. Como en el carnaval, en el relato se vive una
experiencia de libertad en la cual las reglas se infringen y se eliminan el
miedo, la razón, las convenciones, se liberan los deseos, los impulsos y los
sueños más profundos, y se goza a plenitud del placer de lo prohibido.
Villalba, sin temores ni tapujos ni respeto por los valores establecidos, asume
un comportamiento excéntrico que pone el mundo al revés. No hay ya
fronteras de género –los hombres se visten y se comportan como hembras y
viceversa-, se abandona el tiempo cronológico de la producción y se asume el
tiempo mítico en el que se confunden la vida y la muerte, el presente y el
pasado, el placer y el dolor, la realidad y la ficción, el machismo y la
mariconería, el potentado y el desposeído.
Una escena clave en esta obra ocurre de noche, cuando el protagonista se
dirige al centro, compra ron y se pone a bailar, en una tarima, con una
prostituta y vive una especie de epifanía en la que experimenta una suerte de
disolución en la colectividad y un reencuentro con sus ancestros africanos: “Y
de repente siento cómo una parte de mí, una parte atávica, algo que clama en
mi sangre desde muy lejos, desde más allá de mi madre y mis abuelos, arriba,
allá en su ancestro en África, me posee y me hace girar. Yo estoy borracho,
pero, más que nada, ebrio de un nuevo conocimiento interno de mí mismo. Y
entonces comienzo a bailar, primero con reticencia, luego abandonándome
completamente a la música, a sus cadencias, perdiéndome entre los laberintos
de sonidos”. (Manrique 1978: 92-93). Al rato decide marcharse y le entrega a
la mujer un billete que ésta rompe, mientras lo insulta porque ella no es
mercancía para usar y tirar.
Ámbito de la profanación y del cuerpo grotesco, en el libro prolifera el
procedimiento técnico de la degradación, es decir, el énfasis en el contacto con
las partes bajas del cuerpo y las secreciones -el semen, la sangre, las lágrimas,
el sudor-, así como el uso de un lenguaje en el que abundan los insultos, los
gritos y las plebedades. Es significativo que la obra culmine el martes de
carnaval, día del entierro de Joselito, final de la fiesta, pues de esta manera se
resalta el fin de una época de dominio y el inicio de una nueva era, un cambio
en el poder. Tras su veloz inmersión en el pasado, Villalba inicia una nueva
etapa de su vida, liberada de autoritarismos, en la que asume de manera
autónoma su existencia y decide comenzar su carrera política, pues considera
que ha dejado de ser niño y está preparado para mandar y actuar sin
escrúpulos, saltar por encima de lealtades y usar los disfraces y las máscaras
necesarios para preservar el poder.
Uno de los méritos más importantes del libro de Manrique es la
representación amplia del carnaval que abarca tanto las fiestas en los clubes
como las celebraciones populares en las calles y la plaza pública.
“La noche feliz de Madame Yvonne”
En 1977, para darle cuerpo y cerrar la edición de su primer libro de cuentos,
Marvel Luz Moreno escribió “La noche feliz de Madame Yvonne”, un cuento
que se aparta del temple habitual de la narrativa de Marvel Luz en la que
resuena, si bien, plenamente asimilado, el fuelle trágico de Faulkner. El cuento
ocurre un sábado de carnaval en el Patio Andaluz, el sitio donde concurre la
crema y nata de la ciudad. Allí confluyen esa noche diversas nacionalidades,
idiomas, clases sociales, posiciones políticas, sexos, licores, comidas, músicas,
culturas, autoridades y saberes, cuando la ex prostituta y ex presidiaria
marsellesa Yvonne, ahora lectora del Tarot, las cartas y a bola de cristal, en
Siape, el barrio de las queridas de los adinerados de la ciudad, conocedora al
dedillo de todas las intimidades -secretos, infidelidades, traiciones,
maledicencias, miedos- de la sociedad barranquillera, se emborracha, se trepa
en la tarima, agarra el micrófono y suelta la lengua, ante el estupor de la
concurrencia, para cantarle algunas verdades al magnate de la ciudad, hasta
cuando la policía la apresa y se la llevan a su casa en el auto del Gobernador.
Las inusitadas perspectivas de la borrachera lúcida de la bruja y de la mirada
extrañada y forastera de su amigo europeo (como ocurría en Fuenmayor con el
campesino Martín), estructuran y confieren tensión al cuento que va
desplazando, como un cámara, el punto de vista a diversos personajes,
hombres y mujeres, de diversas profesiones y con distintos intereses: el
playboy, el capitalista mayor, un mesero terrorista que sueña con las
venganzas que se tomará cuando sea comisario, el siquiatra loco de la ciudad,
el pintor de vanguardia, el cantante guerrillero, una modelo en desgracia, una
ejemplar madre de familia cuyo hijo de dos años todavía no camina, la esposa
de un aristócrata tarado y millonario, etc.
El gran acierto del cuento está en el personaje Yvonne que, conocedora de los
papeles que cada uno representa en la vida cotidiana puede ver y revelar lo
que se oculta detrás de los disfraces y presentar una visión amplia y compleja
del Carnaval y de la vida de la ciudad. Yvonne, ajena a las reticencias,
encarna, por un lado, la voz interior del carnaval que quiere llamar la atención
sobre la vida verdadera que se pierde en la rutina diaria y huye “en cada
palabra no dicha, en cada deseo no realizado” (Moreno, 1980: 193). Su meta
es que la vida sea para todos un eterno sábado de carnaval, (194), el brillo
permanente del sol. Asimismo, Yvonne, con su mirada clarividente permite
que fluya ese otro rasgo del carnaval que Olga Salcedo mencionaba y que, en
palabras de un personaje, podría definirse como el “afloramiento de lo que
para bien de todos estaba reprimido. La licencia, la situación que permite a la
mujer sacar a la luz sus más ocultos deseos” (148). Por otro lado, Yvonne
personifica esa cara rebelde, casi subversiva del carnaval, al dirigirse con
franqueza extrema al mandamás de la ciudad para decirle lo que quizá todos
querían expresarle, pero nadie se atrevía. Cuando se llevan a Yvonne, la gente
la aplaude. El cuento, crítico de la realidad, revela también las libertades
relativas del carnaval puestas de manifiesto cuando el portero no quiere dejar
entrar al salón a un pintor invitado, por ser negro.
Como en Medina, el narrador nombra los lugares de la ciudad, las calles, los
restaurantes, los sitios de estudio, las marcas de los cigarrillos, los periódicos,
los licores, los perfumes, dándole al cuento esa carácter de reportaje
periodístico sobre la actualidad polémica, típico de la literatura carnavalesca.
Los domingos de Charito
Dos apariciones registra el carnaval de Barranquilla en esta novela. La primera
recrea el comienzo de la fiesta:
Toda la gente salió a la puerta de la calle porque estaba pasando una carroza
vacía. Apenas era mediodía pero la retahíla de las emisoras, los buses repletos,
las carreras de los niños, los camiones pintados (ME 109 CITO) y aquel
palacio de cartón brillante subiendo lento por la calle Murillo eran el
comienzo del Carnaval. “Se formó el coge-coge” (Olaciregui, 1986: 105)
A diferencia de Marvel quien recrea el carnaval de la clase alta, en Olaciregui
encontramos el de la clase media baja, representada por un grupo de amigos
que alquila un carro de mula y lo adorna con palmas y trapos viejos y le
cuelga una bacinilla desportillada que al rozar el suelo suelta chispas y
produce risas. Con un gran despliegue sensorial, Olaciregui aprovecha su
experiencia periodística para ofrecernos un fresco vivo del sábado de carnaval
–los ruidos, el sol violento, los olores, los colores- y con mirada y oído
certeros va registrando los disfraces y las frases más significativos, los que
expresan a plenitud la visión del mundo carnavalesca. Desfilan allí: una tropa
de muchachos vestidos con uniformes militares y metralletas de madera,
barbudos, con un letrero que decía: “Viva el sipotudo baile los guerrilleros de
la 42; los cabezones de la cafetería Almendra; falsos indios, maquillados con
grasa de motor, haciendo gestos obscenos y con flechas de palos de escoba; un
hombre vestido con una pesada gabardina negra con una falsa cámara
fotográfica que al accionarle un resorte dispara una “larga y monda verga
tallada en corcho, venosa, cruel y pintada de rojo” (106); un señor vestido con
pañales empinándose un tetero lleno de ron con una mueca de bebé satisfecho;
un enjambre de adolescentes persiguiendo a unas palenqueras para agarrarles
el fondillo; “máscaras de mico, caras de queso, capuchones de satín verde y
amarillos, cabezas untadas de azul de metileno, sobacos húmedos y cabelleras
moradas” (108), entre otros disfraces. Pero lo que más llama la atención del
narrador son “las casetas donde hombres y mujeres bailaban, pegados los unos
a los otros por el sudor y la vibración de la música como si tuvieran la pelvis
soldada o fueran hermanos siameses” (108); “las parejas movían muslos y
caderas con los ojos fijos en un punto invisible, desplazándose difícilmente,
golpeándose suavemente los unos a los otros, las rodillas entrando entre las
piernas, los brazos en torno al cuello, las manos en la cintura. Había ese olor
agrio que no sólo era humo de parrillas y fritanga sino también
amontonamientos, frote, carne, deseos” (109). Pero el miércoles de ceniza, los
parranderos se enteran de la muerte del amigo ladrón cuyo nombre sale “ por
primera y última vez en letras de imprenta”.
La segunda aparición del carnaval se da cuando Augusto, el esposo
abandonado por Charito, sale vestido con las ropas de ella, pese a que desde la
muerte del amigo ladrón
le había perdido el gusto a los Carnavales pero ello no le impedía desaparecer
de su casa durante los últimos cuatro días del mundo, eso eran para él esas
fiestas; salía desde el sábado a mediodía después de santiguarse y echarse
agua de colonia por todas partes y comenzaba de verdad a sentirse más vivo
que nunca, a beberse a cántaros todo el licor de caña y los ríos de cerveza que
se le atravesaban, sudando y buscando el sudor, el húmedo y antiguo gozo de
echar un polvo, harina de maíz, cal viva. El martes por la noche regresaba a la
casa exprimido y triste, contento de haber sudado y mordido, mojado y reseco,
hediondo a pachulí y a vómito (187)
Pero Augusto no regresa a casa. Guiado por “un “doloroso” apego a lo de
abajo, al placer, al Sol, a la comida, al sueño, a la farsa, a la risa, a la
mentira, a la procacidad y por qué no decirlo, a la prosa” (188), en el camino
se interpone un arroyo que lo arrastra acompañado de todo el basural y los
excrementos citadinos. Una vez más, como en Olga, Marvel y Madrid Malo,
el carnaval se asocia con la democrática muerte que no respeta las clases
sociales.
En diciembre llegaban las brisas
Esta novela amplía la visión del Carnaval que Marvel Moreno había
desarrollado en sus cuentos. Aquí la mundana Divina Arriaga, de belleza
insolente y espíritu lúdico habitado por los duendes del desorden, con el
desparpajo de una mujer emancipada hace de su vida un desafiante desacato
en busca de la utopía de la libertad, del deseo y del erotismo. Divina enriquece
esa tradición de mujeres emblemáticas del carnaval que afirman la vida en
medio del caos y son sinónimo de transgresión y escándalo, pues dinamitan
conceptos, religiones, ideologías y tabúes y asumen su sexualidad sin
vergüenzas como una experiencia fabulosa al tiempo que ponen en evidencia
la fragilidad de las convenciones creadas en función del poder y, contra todo
fatalismo arraigado, defienden la posibilidad de modificar la vida a través de
una acción. Divina hace de su casa en Puerto Colombia un laberinto que,
también como el carnaval, permite a cada uno de los visitantes encontrar su
verdad más profunda, romper el orden y divertirse. Divina debe salir de la
ciudad porque hizo entrar al “Country” una comparsa de ochenta personas
disfrazadas de manera equívoca en la que
“había de todo en una irreverente amalgama: monjas de caridad empujando
cochecitos de niños dentro de los cuales dormitaban hombres cubiertos de un
simple pañal, las peludas piernas al aire y un biberón de whisky en la boca:
colegialas en el uniforme del Lourdes perseguidas por viejos que les tiraban
las trenzas con sonrisitas maliciosas: travestidos acicalados coqueteándole
descaradamente a los espectadores: cuatro Madres Católicas vestidas de
mamasantas” generando un ambiente de disipación en el Club de manera que
“en la pista de baile las parejas se abrazaban al grado de sus deseos y no de
sus vínculos conyugales” y los borrachitos “habían organizado frente a la
piscina el concurso del chorro de pipí más largo y abundante” mientras “otros
se batían a pescozones destrozando las primorosas matas del jardín.“ (Moreno
1987: 108).
Cuando años después Divina regresa a Barranquilla con su hija Catalina,
continuadora de su legado de independencia, y candidata a un reinado del
periodismo, la narradora presenta una reflexión desengañada del carnaval, al
referirse a “Ese pobre pueblo acostumbrado a recibir cada año, junto con
cuatro días de licencia y mucho ron, a una reina del Carnaval como
mensajera intocable, pero graciosamente expuesta a sus ojos y ofrecida a su
admiración, como mágico espejo de donde huía toda miseria para reflejar la
ilusión de penetrar al mundo de quienes la habían elegido” (118).
El pez en el espejo
En 1984, en el mismo año en el que el lunes de carnaval se produjo el
asesinato en el que un drogadicto que cursaba octavo semestre de Medicina
les quitó la vida a trancazos a tres mujeres, Alberto Duque López publicó la
novela El pez en el espejo resaltando desde la portada las conexiones con el
crimen. No obstante, la presencia del carnaval en esta novela es prácticamente
nula, no va más allá de una simple localización temporal. El personaje mismo
es ajeno a la fiesta: “Nos quedamos callados, yo la miro a usted, Olga, ahí
sentada muy quieta con la cabeza hundida por uno de los golpes que le di
cuando usted dijo que qué raro que no se sintiera nada en la calle, que dónde
se había metido la gente un domingo de carnaval por la noche, que si era que
la alegría de Barranquilla estaba desapareciendo y usted se volteó hacia mí,
Olga y me preguntó: Tú qué opinas?, yo la miré y le dije: A mí de fiestas no
me pregunte porque prefiero otras cosas”. (Duque, 1984: 55). En esta obra, el
suceso criminal es un pretexto para desplegar cierta destreza técnica en el
manejo de los monólogos interiores, en el cambio de los puntos de vista
temporal y espacial y del narrador, libre de las ataduras del realismo, lo que le
permite poner a hablar a los cadáveres. Aunque se apoya en la crónica roja, el
autor se aparta de los sucesos reales, y se despreocupa por completo de los
móviles del asesinato: lo único que parece interesarle es la reiteración pueril
hasta el cansancio de las imágenes de sangre, maltrato y destrucción.
“La muerte no triunfó aquí” 1996
Esta obra de teatro de Mario Zapata, finalista en el Premio Nacional de
Dramaturgia, cuyos jurados fueron Santiago García, Griselda Gambaro y José
Sanchis Sinisterra, se desarrolla en un barrio de clase baja de Barranquilla, con
música de verbena al fondo. El protagonista, Chachachá, un joven a quien
solo le interesan la música, la pachanga y la buena vida, el sexo (“polvo que se
deja pasar, es polvo que se pierde”) y los sábados para bailar y salir, un
donjuán profesional que no trabaja y vive un romance apasionado con La
Cubi, una muchacha desparpajada (“la vida es una sola y hay que gozarla”),
que tiene ritmo y cadencia en los movimientos, pretendida por el turco Isaías,
el acomodado del barrio, quien intenta seducirla con dinero y mediante la
presión sicológica de Rosendo, un homosexual que se le pasa vigilando la vida
ajena y difundiendo chismes. Rosendo le propone a Isaías contactar al
profesor Yurini para que invoque a la Muerte y le quite a Chachachá del
medio. La Muerte llega por el joven, pero éste hábilmente la seduce con
suavidad y encanto y entusiasmo y ganas de vivir y la emborracha para que
bote el bendito garabato y eche una canita al aire. Su novia acude en su ayuda
y viste de adornos a la Muerte con collares y pañoletas. Ante el fracaso de la
Muerte en su misión, llega el Diablo medio enfermo con mareo y ahogo y pide
una cerveza para que se le pase la maluquera. El Diablo insulta a la Muerte y
se la lleva, mientras ésta le tira besitos a Chachachá. En la obra participan
asimismo dos disfraces típicos del carnaval: las puloi y las marimondas. Por el
humor desplegado, por la afirmación vitalista, por la celebración del gozo, la
alegría y la jocosidad, por la irreverencia frente a las autoridades y lo
establecido, por la sensualidad de los jóvenes, por su triunfo sobre los
mayores, esta obra de Zapata constituye una interesante y válida traducción al
arte del espíritu carnavalesco.
[1] Ante la imposibilidad de analizarlos aquí, optamos por enumerarlos para un futuro estudio. José Félix
Fuenmayor, Álvaro Cepeda (1948): “Joselito silenciado”; Ramón Vinyes (1949): “Carnaval”;Gabriel García
Márquez (1950): “El derecho de volverse loco”, Alfonso Fuenmayor (1964): “El carnaval”, “¿Se
desnaturaliza el carnaval?”, Germán Vargas (1953): “No maten la fiesta” y (1955): “Carnaval barranquillero”;
Amira de la Rosa (1961): “Carnaval de Barranquilla” y (1963): “Regloncillos de carnaval”; Carlos J. María
(1985): “Carnaval licencioso” y (1989): “Los carnavales”;Ramón Bacca (1988): “Teoría y carnaval”; Meira
Delmar (2001): “Samuel Tcherassi”, (2003): “Farandulerías y pregones del 2001” y (2003): “Freddy Loaiza o
la alegría del color”; Heriberto Fiorillo (2009) y (2010); Eduardo Márceles (2010): “Literatura en el Carnaval
de Barranquilla”.
[2] Podría referirse al teatro Emiliano que, de acuerdo con Germán Vargas (1955: 18), se acondicionaba,
anualmente, desde 1903, para convertirlo en “un amplísimo salón de baile, donde las alegres parejas de
disfrazados bailaban animadamente al son de los valses, los bambucos, las danzas y contradanzas de la
época”.