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Problemas filosóficos en torno a la creación artística: enfoques contemporáneos

Primer enfoque: creación negativa


La cuestión de la llamada “creación artística” puede resultar demasiado amplia
como para desarrollarla en sus diversos aspectos posibles. Sin embargo, ya en su
formulación, de acuñación moderna, se esconde una paradoja, si no una aporía: ¿qué
sería la creación artística? El problema se pone de manifiesto apenas traducimos
vagamente esta expresión a la lengua griega: se trata de una poiesis techniké. O sea:
que de alguna manera produce algo de la nada, pero que también debería originarse
en un saber transmisible. Se supone que lo nuevo podrá hacerse a partir de lo
transmisible. La posibilidad misma de tal expresión se apoya en la idea romántica del
genio, un sujeto que uniría la espontaneidad de crear y la necesidad técnica de lo
creado.
Desde un punto de vista contemporáneo, ya no podría sostenerse como un
absoluto esa subjetividad que actúa a la manera de la naturaleza. Adorno dirá, en su
Teoría estética: las obras de arte no son criaturas. El problema filosófico de la
producción de obras de arte será entonces el de su composición, cómo está hecha la
cosa, algo que no puede explicarse sólo por una instancia subjetiva. Dice Adorno: “El
sujeto humano individual que interviene en cada caso apenas es algo más que un valor
límite, algo mínimo que la obra de arte necesita para cristalizar”. Hay un material que
viene dado y al que la cosa de la obra se opone a la vez que lo trabaja. El arte habla
como sujeto pero no lo expresa sin más, debe ser objetivado, volverse una cosa viva.
En este sentido adorniano se cuestionaría la idea del genio creador y en todo caso lo
artístico debe distinguirse de cualquier clase de trabajo técnico con miras a fines
racionales. “La subjetividad, que es una condición necesaria de la obra de arte, no es
en cuanto tal la cualidad estética. Lo llega a ser mediante la objetivación, por tanto en
la obra de arte la subjetividad está fuera de sí y oculta”. No habría entonces una
voluntad previa a la obra, que luego se expresaría en la cosa, en el artefacto, mero
vehículo del sujeto genial, sino que sólo con la llegada a lo objetivo, con el devenir-
cosa de la obra, se revelará un sujeto histórico. Esta objetivación requiere de un sujeto
pero no sólo de una voluntad, sino que también lo involuntario y lo espontáneo, lo
ajeno al yo, desplazan el movimiento de la obra que se compone. “El momento de lo
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ajeno al yo, bajo la coacción de la cosa –dice Adorno–, es el signo de aquello que la
palabra genial quería decir. Para aceptar el concepto de genio, habría que separarlo de
esa torpe equiparación con el sujeto creativo que por un vano entusiasmo transforma
a la obra de arte en el documento de su autor, con lo cual la empequeñece.” La
transferencia de la objetividad de las obras al individuo creador es un intento de
mitigar la alienación de los intercambios. Para mantener con algún sentido el concepto
de genio, más allá de la metafísica romántica, hay que objetivarlo en la filosofía,
separar el sujeto del individuo. Ese concepto intentaba aunar mágicamente la
autenticidad de lo necesario y la libertad del individuo. “El genio ha de ser el individuo
cuya espontaneidad coincide con la Acción-productiva del sujeto absoluto.” Así, la
invididuación de las obras es el medio por el cual se objetivan. Pero este momento de
espontaneidad no agota ni expone la manera en que llega a constituirse una obra de
arte. La estética del genio escamotea la reflexión e incluso la manipulación técnica de
los materiales, como si la forma de la cosa pre-existiera en un espacio ajeno a las cosas
y saliera ya configurada del espíritu en busca de vías de transmisión externas. “La
estética del genio es falsa porque escamotea el momento del hacer finito, de la tejné,
en las obras de arte en beneficio de su originariedad absoluta, casi de su natura
naturans”. Fomenta la ideología del arte como orgánico e inconsciente, como si no
tuviera materiales previos, como si no tuviera un pensamiento sobre lo objetivo; se
evade de lo social al absolutizar al individuo. Al confundirse la idea de genio con el
individuo creador, y ya no con la instancia de objetivación del sujeto del arte, cuya
extrañeza al yo se opondría luego a la racionalidad científica, se rebaja el papel de las
obras, que sólo importan como testimonios del artista productivo. Así, se habría
transferido la idea de creación del sujeto trascendental al sujeto empírico, según
Adorno. La ideología vulgar encontrará en ello una glorificación del trabajo como
creación pura sin fines pero también aliviará al espectador de tener que esforzarse en
penetrar la cosa, que será genial porque surgió espontáneamente de un genio, un ser
excepcional. Un craso elitismo despunta en esta ideología, pero también y sobre todo
el rebajamiento a mercancía de toda obra que el genio sella para devolverla a los
intercambios auténticos de cosas que pueden utilizarse. La biografía de los artistas le
agrega un inevitable kitsch al consumo de las obras. La supuesta excepcionalidad se
rebaja a neurosis de individuos dañados; el genio saludable y omnipresente
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interpretado por Goethe termina siendo un loco o un anormal que por azar encontró
una expresión artística cualquiera. Esta banalización no deja de ocultar cierta verdad:
la obra de arte se enfrenta a las cosas intercambiables más allá de la realidad objetiva
en que de todos modos se intercambian las obras. Su contenido de verdad radica en
esa no remisión absoluta a su exterioridad, ni el genio ni el valor público son su
contenido. Pero la anulación total del concepto de genio, su involuntariedad,
subsumiría todo arte en técnica, en artesanía pedante, copia de patrones. Adorno
escribe, taxativamente: “El momento de verdad del concepto de genio hay que
buscarlo en la cosa, en lo abierto, en lo que no es presa de la repetición”. Y además no
siempre fue un concepto ligado a lo carismático, sino que antes estuvo ligado a la
actuación como naturaleza, a una actitud posible para cualquiera, no convencional. La
falta de libertad real “destruyó el entusiasmo por la libertad para todos y la reservó al
genio”.
Adorno parece salvar sin embargo, fuera de la fetichización ideológica del
artista, la categoría de lo genial, que indicaría un nudo dialéctico en la cosa, allí donde
lo no-repetido, lo libre, no deja de traer consigo el sentimiento de lo necesario, la
paradójica maestría del arte y uno de sus criterios posibles. ¿A qué se refiere esa
maestría del arte, esa tejné? Sería paradójica en cuanto parece depender del oficio, de
algo aprendido, parece reglado, pero a la vez muestra que se dio sus reglas, se
autocompuso. La composición de la obra es un conflicto detenido, una dialéctica
irresuelta. No deja de ser genial el carácter inacabado de la cosa, cuyo acabamiento
parece originarse en la espontaneidad y en la necesariedad. “Lo genial es encontrar
una constelación, subjetivamente algo objetivo, el instante en que la participación de
la obra de arte en el lenguaje deja atrás la convención en tanto que contingente. La
signatura de lo genial en el arte es que en virtud de su novedad lo nuevo parece haber
estado siempre ahí.” No se inventa de la nada sino que se encuentra una nueva
objetivación que dice la contingencia del mundo objetivo. No obstante, se trata de un
hallazgo precario, en razón de su carácter paradójico, ya que lo libre y lo necesario
nunca se funden por completo, su composición puede disolverse, cosificarse, volverse
materia. La obra se mantiene en tanto se oponga a lo existente, con lo cual se ata.
Durante cierto tiempo se vinculó el momento inventivo o libre de las obras con
su originalidad, otro modo de sustancializar al sujeto, cuya fantasía podía producir
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desde la nada una obra. Pero “el concepto de invención absoluta es el correlato exacto
del ideal de la ciencia como reproducción estricta de algo ya presente”, y por lo tanto
profundiza la zanja ideológica de la división del trabajo social. La creación artística
también integra lo existente, no crea lo inexistente sino que compone una
constelación con lo existente, que se vuelve su otro, lo otro de la existencia aunque sea
mediante su negación determinada. Hay un momento reflexivo en el arte que se
manifiesta en la técnica y en los materiales, donde el trabajo no deja de indiferenciarse
del hallazgo; se trata de una voluntad de involuntariedad, sin la cual la mera aplicación
deriva en el diletantismo. Sin el momento de libertad, que es formal, no habría
promesa de felicidad en el arte, aunque esta promesa siempre se rompa en la medida
en que la cosa no puede más que indicarla, hacia lo otro de lo existente. Tampoco hay
una conciliación de lo subjetivo, espontáneo, hallado, genial, con lo objetivado en la
obra, social, material, sino una constelación dialéctica, una tensión que parece
prometer que el estado de cosas del arte y del mundo no es lo verdadero. El arte ha
llegado a ser y puede dejar de ser, por lo cual, dice Adorno, “podría tener su contenido
en su propio carácter perecedero”, puesto que la ideología del valor acumulativo e
inamovible de las obras sólo coincide con el carácter fetichista de la mercancía, que es
la elevación al absoluto de lo efímero, a cuya fugacidad tampoco el arte sirve de
consuelo. Más bien se trata de constatar la cosificación del sujeto en el reflejo
dislocado, inventado, de la objetivación de un hecho social. “Ese conjunto de fuerzas
insertadas en la obra de arte, en apariencia algo meramente subjetivo, es la presencia
potencial de lo colectivo en la obra.” Se trata de la técnica, o bien de la necesidad de
demarcar la línea que distingue la obra de arte, cada vez más vuelta hacia la
destrucción de la cosa, puesto que las cosas existen en la exterioridad de los
materiales. Pero la verdad de la obra de arte está en lo transubjetivo, en la mediación
de algo que no refleja lo meramente existente. “La mediación entre el contenido de las
obras de arte y su composición es subjetiva. No consiste sólo en el trabajo y el esfuerzo
de objetivarse.” Habría una objetividad en el sujeto, sus experiencias, más allá de la
voluntad consciente, lo que no coincide con el trabajo técnico. El principio de lo que no
tiene fin sustrae al arte del orden de la autoconservación, que es el de los fines, y lo
llevan “al reino de lo que en otros tiempos fue sagrado”. De allí surge la finalidad, sin
fines prácticos ni de satisfacción de necesidades inmediatas, de las obras, su dialéctica
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negativa, ya que su aparición critica la instauración práctica de fines, a los que lo


existente debería subordinarse. “Toma partido por la naturaleza oprimida”, anota
Adorno, contra los fines demasiado humanos, aun cuando la ciencia natural ya
disolviera la libertad infinita de la naturaleza, su metafísica romántica. El arte salvaría
la naturaleza o apenas la inmediatez de lo que existe por medio de su negación,
mediando la mediación, sobreelaborando el dominio de la mediación. El arte niega lo
natural para liberar lo indómito de la naturaleza por medio de un dominio ilimitado,
libre, de su material. El arte crea constelaciones nuevas de lo existente por negación
de lo dado, para lo cual recompone lo dado. El conflicto detenido de toda obra incluye
la paradoja de una forma autónoma y un contenido heterónomo, de la regla inventada
y las reglas y los materiales hallados; no concilia lo subjetivo con su objetivación, sino
que muestra la irresoluble tensión de la cosa con su promesa de disolución. El último
refugio de la creación artística, para no ser mera producción de cosas de arte
consumibles e intercambiables, es la reflexión negativa de lo existente, no sólo de lo
objetivamente existente sino también de la cosificación del sujeto que ha llegado a ser,
donde se incluye la división entre voluntad y espontaneidad, razón y sensibilidad,
técnica e invención.
Pero Adorno sabía que esta dialéctica irresuelta, que es la vida de las obras,
contiene una larga y paradójica serie, donde la poiesis espontánea y la tejné
transmisible se enfrentaron al nacer, en el mismo momento en que se volvían
mutuamente imprescindibles. Lo artístico no dejó de confrontarlas y confundirlas. Su
falta de solución es el problema filosófico de la creación artística, ni voluntad del todo,
pero hay construcción y reflexión a través de la técnica, ni ocurrencia genial, aunque
sin la invención subjetiva no parezca posible la cristalización de los componentes de la
obra, su constelación irrepetible.

Segundo enfoque: creación melancólica


Pensar en la creación artística antes que en el problema general del arte, ligado
en la historia de la estética a la idea de lo bello, supone poner el acento, el enfoque en
la experiencia del artista antes que en el espectador. Agamben subraya, al comienzo
mismo de su libro El hombre sin contenido, que Nietzsche había criticado la noción
kantiana de juicio desinteresado. A esta idea, implícita en la noción kantiana de
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belleza, se le contrapone el “interés” del artista en su obra, representado por la frase


de Stendhal, para quien la belleza es “promesa de felicidad”. No se trata entonces de
una aisthesis, de la sensibilidad del espectador, sino de un arte para artistas. “La
dimensión de la esteticidad –la aprehensión sensible del objeto bello por parte del
espectador– cede su lugar a la experiencia creativa del artista que ve en su propia obra
solamente una promesa de felicidad”. (Aunque cabría dudar del adverbio de Agamben,
puesto que acaso la experiencia creativa busque un más allá de la mera formulación de
la promesa.) Que el cambio de perspectiva desde la contemplación a la creación en el
arte sea profético en Nietzsche es comprobado por Agamben en la coincidencia
posterior con Artaud, quien también reclama el reemplazo de la idea inerte y
desinteresada del arte occidental por una idea “violentamente egoísta, es decir,
interesada”. Pero antes del juicio estético kantiano hubo radicales intereses
inmiscuidos en el arte, al que se le atribuía desde antiguo una potencia de interesar
casi ilimitada. De allí la expulsión de los poetas por parte de Platón quien, citado por
Agamben, menciona al artista como “un ser divino, admirable y seductor”, ante cuyas
obras poéticas “caeríamos de rodillas”. Lo que actualmente sorprende en el anatema
platónico no es tanto su acto de censura, sino que el arte ya no ejerce ni por asomo
ese influjo en nosotros. Como diría Hegel, no caemos de rodillas ante las imágenes y
las obras más bien requieren de nuestro juicio. Agamben consigna que los griegos
“tenían del arte una experiencia muy distinta, que tiene muy poco que ver con el
desinterés y con la fruición estética”. De alguna manera, el espectador griego se
acercaría por contagio, por un efecto casi magnético, al estado del artista, a su
entusiasmo, de allí que su imaginación inspirada se designe presa del theios fobós, el
“terror divino”. Un estado que Agamben puede relacionar no con los espectadores
modernos, reflexivos en el mejor de los casos, atentos a la pregunta por el arte, sino
con los artistas modernos, con las notas dispersas en las que se intenta registrar su
experiencia del arte. Experiencia inquietante, donde incluso el término “interés” se
queda corto, “porque lo que está en juego no parece que sea la producción de una
bella obra de arte, sino la vida o la muerte del autor o, como mínimo, su salud
espiritual”. El caso de Artaud, que pide una eficacia absoluta del arte para cambiar la
vida, para una revolución de las conciencias, e incluso la supresión del sujeto como
cosa pensante, sería paradigmático de ese juego serio, más allá del interés. “A la
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creciente inocencia de la experiencia del espectador frente al objeto bello se enfrenta


la creciente peligrosidad de la experiencia del artista, para quien la promesa de
felicidad del arte se vuelve el veneno que contamina y destruye su existencia.” ¿Acaso
habría que expulsar de nuevo la nocividad del arte de la ciudad? Más bien se trata de
explorar esta serie de divergencias: contemplación desinteresada y vocación artística,
espectador y creador, el hombre de gusto y el genio, que esconden todas ellas la
experiencia desgarrada del arte occidental. Experiencia que no conduciría a la felicidad
prometida sino al terror, como en el caso de Rimbaud, unos años antes de la
formulación de Nietzsche, que le pedía al arte que cambiara la vida y se embarcó en el
desierto. Porque el terror puede definirse como la absoluta inconmensurabilidad de
ambas experiencias, la poiesis y la contemplación, ya que el espectador no verá,
siquiera desinteresadamente, a qué vocación consagró su vida el artista, cuya biografía
podrá consumir con curiosidad sin que la obra le diga nada. Agamben analiza este
desdoblamiento moderno entre experiencia artística y comprensión estética a partir
de un relato de Balzac, que parece anticipar todos los despliegues ulteriores, las
formas y las destrucciones, de la historia de la pintura. La destrucción de la estética,
anticipada en la pulsión destructiva de las obras, corre además el peligro de sellar la
incomprensión de toda obra y de toda experiencia artística. A esto se denomina
Terror, a un signo que sea la cosa y que no transparente más que su coseidad, no
representativo de nada. Con lo cual no habría ya arte, sino la obra absoluta. Así, el
pintor balzaciano, historizado por el escritor en la época de Poussin, en ese terreno de
cultivo de lo contemporáneo que fue el barroco, sería el típico terrorista. Al pretender
crear una obra pura del genio, no del arte (poiesis absoluta, sin tejné), “borró el arte
con el arte para convertir a su Bañista no en un conjunto de signos y de colores, sino
en la realidad viviente de su pensamiento y de su imaginación”. Balzac le hace decir
que su “pintura no es una pintura, sino un sentimiento, una pasión”. Pero el narrador
describirá un mamarracho cuando se levante el velo sobre la obra maestra
desconocida: “algo así como una niebla sin forma”. Muro opaco de pintura que le hace
exclamar al discípulo: “tarde o temprano tendrá que darse cuenta que no hay nada en
la tela”. La búsqueda de la presencia, que intenta cancelar la forma de la
representación, termina siendo pura forma vacía. Hasta cuando ninguna mirada había
contemplado su obra maestra, el artista no dudó ni por un segundo sobre su logro;
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pero bastó que mirase un momento la tela con los ojos de los espectadores para
compartir su opinión: no había logrado nada.
Según Agamben, “ha pasado del punto de vista del artista al del espectador, de
la interesada promesse de bonheur a la esteticidad desinteresada. En ese pasaje, se
disolvió la integridad de su obra”. Y no solamente se ha desdoblado la mirada del
artista, sino también la misma obra, que contiene ambas caras, subjetiva y objetiva por
así decir: “la cara vuelta hacia el artista es la realidad viviente en la cual lee su propia
promesa de felicidad; pero la otra cara, la que se vuelve hacia el espectador, es un
conjunto de elementos sin vida que solamente puede reflejarse en la imagen suya que
devuelve el juicio estético”. A este desdoblamiento entre el arte visto por el
espectador y el arte visto por el artista se llama terror. “La estética no sería entonces
simplemente la determinación de la obra de arte a partir de la aisthesis, de la
aprehensión sensible del espectador, sino que en ella está presente desde un principio
una consideración de la obra como opus de un particular e irreductible operari, el
operari artístico.” Y este operar, esta actividad de hacer la obra, no podría ser una
praxis sencillamente técnica, sino que incluye un elemento más allá de la voluntad de
hacer, el theios del entusiasmo antiguo pero quizás también la nada del sujeto que se
anula a sí mismo. En todo caso, Agamben despliega la historia del gusto que llegó a
constituirse en antecedente de la estética con su nombre y su relación con lo bello
para mostrar también la paradoja del genio, que en su inescrutabilidad le ofrece al
hombre de gusto tan sólo los miembros dispersos de su inaccesible organicidad.
Así, gusto y genio, espectador y artista, mirada y experiencia, se encuentran en
la obra de arte como instancias subjetivas y objetivas que se dan la espalda o
sencillamente se niegan entre sí. La resolución de la filosofía del arte, cuando la
estética desaloja el modelo de lo bello natural, será decir que en el pensamiento sobre
el arte se encuentra esa conciliación que la obra ofrece como enigma. Y ese
pensamiento termina siendo negativo, puesto que sólo podrá afirmar que algo es arte
por la definición del no-arte –ya sea kantianamente, como autonomía de una forma sin
interés o sin fin, ya sea hegelianamente, como adecuación espiritual de formas y
contenidos. Con lo cual, ante la experiencia contemporánea, el arte se define en
función del kitsch, de su límite, que por otra parte no tiene ninguna consistencia.
Agamben arriesga que: “El arte contemporáneo nos presenta cada vez más
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frecuentemente producciones frente a las cuales ya no es posible recurrir al tradicional


mecanismo del juicio estético, y para las cuales el par antagónico arte, no-arte nos
parece absolutamente inadecuado”. El arte, borrando su definición limítrofe con el no-
arte, sin representación ni presencia, se vuelve reflexión crítica sobre sus propios
límites. El arte es la pregunta por el arte, en última instancia. La creación artística es
filosofía del arte. El artista no tiene un contenido que poner, salvo la ironía sobre el
vaciamiento de la forma. “Lo que el artista experimenta en la obra de arte es de hecho
que la subjetividad artística es la esencia absoluta para la cual toda materia resulta
indiferente: pero el puro principio creativo-formal, escindido de cualquier contenido,
es la absoluta inesencialidad abstracta que anula y disuelve todo contenido en un
continuo esfuerzo por trascender y realizarse a sí misma.” Su contenido era la unicidad
e irrepetibilidad de un hacer que se relacionaba con la originalidad, la autenticidad,
enfrente de la reproducibilidad y la fungibilidad de los productos técnicos. Pero el
ready-made y el arte pop disuelven esta diferenciación: en un caso es tejné, no como
procedimiento, sino como resultado serial de la técnica, que se trae a la unicidad de la
poiesis, se re-crea en cuanto arte; en el otro, el arte se desinviste de su originalidad, su
poiesis, y asume la forma de lo reproducible, del hacer técnico-industrial. La función de
la creación artística se torna indicial, lejos de toda expresión y toda mímesis, y sin
embargo, en cuanto invención, mantiene la posibilidad de reconducir a una
interrogación sobre su relación con la tejné, que sería un arte transmisible, quizás
superado o acabado. En todo caso, la poeisis se manifiesta todavía en contraste con la
praxis, y plantearía el problema, negativamente, de la actividad humana pensada como
trabajo. Y si la praxis se pone del lado de la voluntad, el arte no debe dejar de traer a la
luz lo involuntario, querer lo involuntario, en una estetización de la existencia, una
justificación inalcanzable porque la voluntad quiere la nada. Pero el monstruo y el
caos, buscados, no son la mera nada: el arte podría volverse un autoengendramiento
del mundo como apariencia sobre apariencia, una autoafirmación. En tal sentido,
Agamben cita a Nietzsche: “La obra de arte debe aparecer sin artista, por ejemplo
como cuerpo, como organismo… En qué medida el artista no sea sino un gran
preliminar. El mundo como obra de arte que se da a luz a sí misma.” A esta
fundamentación estética del mundo le hace justicia, reduciéndola, la praxis del
coleccionista, que toma la obra sin artista y la desinviste de toda utilidad, sumiéndola
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en el enigma de una serie que no incluye la cuestión de la creación. El sujeto de la


creación artística se entrega, cansado, a la contemplación melancólica de los objetos
acumulados, obras de arte e instrumentos diversos, formas y conceptos, y su juicio, en
caso de que lo conserve o le vuelva, se refiere a la intransmisibilidad de la experiencia
que había querido registrar. El sujeto desdoblado mira con desencanto aquello mismo
que le interesa sobremanera, se ha vuelto espectador desinteresado de su propia
experiencia fundamental, y cae en el estado melancólico (que Agamben despliega en
este y en otros libros en torno a los análisis de Benjamin y al complejo iconográfico del
pecado de la acedia).
Entre la promesa quebrada y la promesa abandonada, entre el arrinconamiento
de la potencia crítica de la obra por una industria cultural que la anula sin pausa y la
arqueología filológica de una potencia de redención perdida por el dominio de la
técnica, entre Adorno y Agamben, quisiera introducir brevísimamente una experiencia
de otra índole, en una perspectiva más excéntrica respecto de la tradición estético-
filosófica, al menos en sus alcances prácticos.

Tercer enfoque: creación transgresiva


Para Georges Bataille el problema de la creación va más allá de la esfera
artística y se aproximaría a una serie de prácticas enfrentadas a la definición racional y
económica de lo útil. En un breve artículo titulado “Lo sagrado”, publicado en una
revista dedicada al arte en 1939, Bataille intenta responder a la pregunta por el objeto
de la creación artística, a la que define pues como una búsqueda, una quête, incluso en
su sentido medieval, ya que se emprende en pos de un “grial”. Pero en la modernidad,
ese elemento crucial no sería precisamente lo bello. Bataille tiene en mente búsquedas
que se alejan también de un supuesto objeto verdadero, de una adecuación a las
cosas, y que se verían incómodas ante cualquier idea de un bien. “Por otra parte, la
condición de la búsqueda eran la oscuridad y el carácter ilimitado de la meta que se
había propuesto alcanzar. Los largos tormentos y las cortas violencias confirmaban por
sí solos la importancia fundamental para la vida entera de esa ‘búsqueda’ y de su
objeto indeterminable.” Este movimiento ilimitado, que Bataille llama moderno y que
estaba en su caso en el ámbito de lo contemporáneo, no tenía precedentes. La
modernidad romántica no alteró las formas ni los temas y se dedicó más bien a un
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proceso intelectual, a la creación filosófica. En cambio, el ejemplo de esa agitación en


el presente es para Bataille el surrealismo, pero este habría heredado su movimiento
creativo “de una obsesión que lo precede”, que ejemplifican los nombres de Rimbaud
o de Van Gogh.
Ahora bien, ¿cuál sería el objeto de estas búsquedas?; sin duda que no una
realidad sustancial, no se trata de contenidos ni de obras; por el contrario, dice
Bataille, “sería un elemento caracterizado por la imposibilidad de que perdure”. Esto lo
definiría y podemos convenir en llamarlo instante privilegiado. Algo que se encuentra
al azar de la búsqueda, del errar por la llanura del arte, pero no una cosa, no una
sustancia a prueba del tiempo, sino lo que huye apenas ha aparecido y no se deja
apresar. Claro, la escritura o la pintura expresan la voluntad de apresar esos instantes,
pero ese impulso sólo busca hacerlos reaparecer, “ya que el cuadro o el texto poético
evocan pero no sustancian lo que había aparecido una vez”. La cosa fijada se hunde
luego en su miseria inerte, lo que va a desaparecer se muestra deseable y se escapa. La
promesa de felicidad del arte estaba rota antes de formularse, puesto que la felicidad
no está en la cosa que deja atrás. ¿Y qué podría ser ese punto insustancial, cuya
intensidad se experimenta sin embargo en medio de una búsqueda incesante? En todo
caso, la búsqueda es anterior a la asignación de objeto.
En realidad, lo había perdido, puesto que ya nada “sagrado” le advendría al arte
como sentido dado previamente. Sólo le quedaba alcanzar el instante sagrado por sus
simples recursos. “Las técnicas puestas en práctica hasta entonces sólo habían
expresado un dato que poseía su valor y su sentido propios.” Y los valores exteriores –
religión, sociedad, autoridad– se disolvían en ese dato técnico, lo bello era la
perfección de la expresión, lo verdadero el uso adecuado de los medios de expresión.
Pero la autoridad negada a la realidad del presente por los románticos se le otorgaba a
los espectros del pasado o a los fantasmas del sueño. Entonces, en el momento en que
el arte tomó conciencia de la parte creada que siempre había añadido al mundo que
expresaba, es decir, que ponía allí algo que no estaba, entonces podía crear otra
realidad, ni bella ni verdadera. La posibilidad de asignarle un objeto a esta tentativa sin
resolución, en una posterioridad filosófica, en la noche del búho de Minerva, obedece
incluso más a su fracaso que a sus fugaces éxitos. Las obras, sus intercambios, sus
interpretaciones alejarían de ese objeto sin el cual no puede justificarse la existencia
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humana. Bataille lo dice así, respecto de los resultados inoperantes de la búsqueda: “el
mero nombre de Rimbaud los simboliza en tanto tornan despreciable casi todo”. La
importancia de eso que se busca sin saberlo se evidencia en la caída que implica su
fracaso. La vida se juega y se sabe perdida.
Mientras existió el cristianismo, impuso la identificación entre Dios y el objeto
de la religión, y sólo se sabía que el grial del arte no era Dios. Pero había una identidad
con el objeto de la religión, que en el fondo era, para la historia de las religiones, una
realidad impersonal, una zona, una suspensión del tiempo de la utilidad. “El
cristianismo sustanció lo sagrado, pero la naturaleza de lo sagrado […] tal vez sea lo
más inasible que se produce entre los hombres, lo sagrado no es más que un momento
de unidad comunal, momento de comunicación convulsiva de lo que ordinariamente
está sofocado.” La sustancia trascendente no se podía crear, pero lo sagrado se puede
hacer. El sacrificio entra en el horizonte del arte. Y más aún en la medida en que la
sustancia trascendente se ha desvanecido. “Dios representaba el único límite que se
oponía a la voluntad humana, libre de Dios, esa voluntad se entrega desnuda a la
pasión de darle al mundo una significación que la embriaga.” El que crea no tiene ni
acepta límites, dispone para sí de todas las convulsiones posibles y no puede
sustraerse a esa potencia vacante, que le pertenece. Tampoco puede prever si eso
ilimitado consumirá y destruirá todo lo que consagra. Pero ya no admite juicios.
Bataille plantea entonces lo sagrado como aquello que busca la creación artística
moderna, una experiencia mística sin dioses, un instante privilegiado. Curiosamente,
junto con el artículo, cuya insistencia en la voluntad artística deja traslucir cierto
deber-ser que se anula en la idea de quête, ya que la quête no es un proyecto ni sabe
adónde va, se publicaron unas ilustraciones que no remiten en ningún caso al orden de
las obras de arte, y que serían imágenes de lo sagrado. Inclusive de una sacralidad
perdida, porque también Bataille había reconocido que el sacrificio era una práctica
reducida a símbolo en la cultura occidental. Esas ilustraciones eran la foto de un
túmulo de tumbas en Lituania que Bataille vincula con sacrificios paganos, la imagen
de un torero junto al toro que acaba de matar –“forma vecina de los antiguos juegos
sagrados”, interpreta al pie Bataille, por el ordenamiento ritual y el carácter trágico de
las corridas de toros; la base de un enorme falo de piedra en Grecia, en cuyo epígrafe
se define el conocido étimo de lo sagrado, a la vez “puro” e “inmundo”. “El sentido de
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lo sagrado puede ser considerado como perdido en la medida en que se ha perdido la


conciencia de los secretos horrores que están en la fuente de las religiones.” Y por
último, los grabados de un manuscrito mexicano con sacrificios humanos, a los que se
indica como los únicos sacrificios en sentido absoluto. El arte entonces, más que
producir obras, sería esa búsqueda de un sentido, instante que da sentido a los
instantes no privilegiados, suerte, etc. Lo que desembocaría, según un borrador
póstumo de Bataille para continuar su artículo, en una actitud religiosa, una religión
artística, pero no una sacralización de las formas artísticas, sino su sacrificio en pos de
una experiencia que ninguna obra puede más que indicar. El carácter inutilizable,
insustancial de la búsqueda artística, también se enfrenta con las actividades útiles,
productivas, de autoconservación que organizan la sociedad, como el gasto
improductivo se opone a la producción y el consumo racional. La creación es una
transgresión, desde este punto de vista, de su utilidad, y se vincula con la fiesta, el
éxtasis, lo ajeno al yo, momento de comunicación convulsiva.
La creación artística se muestra pues de manera paradójica como una actividad
socialmente imposible y cuya existencia fáctica no deja de ser un problema, una
cuestión sin certezas. Que haya arte y no más bien nada, punto de partida del asombro
estético. Creación negativa (de lo existente), creación melancólica (a la espera de lo
otro en el tiempo), creación transgresiva (para romper el tiempo y el organismo
social), los tres enfoques responden al espíritu crítico de una modernidad que asume
filosóficamente la falta de sentido último de la creación como una posibilidad abierta
de cuestionar los sentidos en funcionamiento.

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