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ajeno al yo, bajo la coacción de la cosa –dice Adorno–, es el signo de aquello que la
palabra genial quería decir. Para aceptar el concepto de genio, habría que separarlo de
esa torpe equiparación con el sujeto creativo que por un vano entusiasmo transforma
a la obra de arte en el documento de su autor, con lo cual la empequeñece.” La
transferencia de la objetividad de las obras al individuo creador es un intento de
mitigar la alienación de los intercambios. Para mantener con algún sentido el concepto
de genio, más allá de la metafísica romántica, hay que objetivarlo en la filosofía,
separar el sujeto del individuo. Ese concepto intentaba aunar mágicamente la
autenticidad de lo necesario y la libertad del individuo. “El genio ha de ser el individuo
cuya espontaneidad coincide con la Acción-productiva del sujeto absoluto.” Así, la
invididuación de las obras es el medio por el cual se objetivan. Pero este momento de
espontaneidad no agota ni expone la manera en que llega a constituirse una obra de
arte. La estética del genio escamotea la reflexión e incluso la manipulación técnica de
los materiales, como si la forma de la cosa pre-existiera en un espacio ajeno a las cosas
y saliera ya configurada del espíritu en busca de vías de transmisión externas. “La
estética del genio es falsa porque escamotea el momento del hacer finito, de la tejné,
en las obras de arte en beneficio de su originariedad absoluta, casi de su natura
naturans”. Fomenta la ideología del arte como orgánico e inconsciente, como si no
tuviera materiales previos, como si no tuviera un pensamiento sobre lo objetivo; se
evade de lo social al absolutizar al individuo. Al confundirse la idea de genio con el
individuo creador, y ya no con la instancia de objetivación del sujeto del arte, cuya
extrañeza al yo se opondría luego a la racionalidad científica, se rebaja el papel de las
obras, que sólo importan como testimonios del artista productivo. Así, se habría
transferido la idea de creación del sujeto trascendental al sujeto empírico, según
Adorno. La ideología vulgar encontrará en ello una glorificación del trabajo como
creación pura sin fines pero también aliviará al espectador de tener que esforzarse en
penetrar la cosa, que será genial porque surgió espontáneamente de un genio, un ser
excepcional. Un craso elitismo despunta en esta ideología, pero también y sobre todo
el rebajamiento a mercancía de toda obra que el genio sella para devolverla a los
intercambios auténticos de cosas que pueden utilizarse. La biografía de los artistas le
agrega un inevitable kitsch al consumo de las obras. La supuesta excepcionalidad se
rebaja a neurosis de individuos dañados; el genio saludable y omnipresente
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interpretado por Goethe termina siendo un loco o un anormal que por azar encontró
una expresión artística cualquiera. Esta banalización no deja de ocultar cierta verdad:
la obra de arte se enfrenta a las cosas intercambiables más allá de la realidad objetiva
en que de todos modos se intercambian las obras. Su contenido de verdad radica en
esa no remisión absoluta a su exterioridad, ni el genio ni el valor público son su
contenido. Pero la anulación total del concepto de genio, su involuntariedad,
subsumiría todo arte en técnica, en artesanía pedante, copia de patrones. Adorno
escribe, taxativamente: “El momento de verdad del concepto de genio hay que
buscarlo en la cosa, en lo abierto, en lo que no es presa de la repetición”. Y además no
siempre fue un concepto ligado a lo carismático, sino que antes estuvo ligado a la
actuación como naturaleza, a una actitud posible para cualquiera, no convencional. La
falta de libertad real “destruyó el entusiasmo por la libertad para todos y la reservó al
genio”.
Adorno parece salvar sin embargo, fuera de la fetichización ideológica del
artista, la categoría de lo genial, que indicaría un nudo dialéctico en la cosa, allí donde
lo no-repetido, lo libre, no deja de traer consigo el sentimiento de lo necesario, la
paradójica maestría del arte y uno de sus criterios posibles. ¿A qué se refiere esa
maestría del arte, esa tejné? Sería paradójica en cuanto parece depender del oficio, de
algo aprendido, parece reglado, pero a la vez muestra que se dio sus reglas, se
autocompuso. La composición de la obra es un conflicto detenido, una dialéctica
irresuelta. No deja de ser genial el carácter inacabado de la cosa, cuyo acabamiento
parece originarse en la espontaneidad y en la necesariedad. “Lo genial es encontrar
una constelación, subjetivamente algo objetivo, el instante en que la participación de
la obra de arte en el lenguaje deja atrás la convención en tanto que contingente. La
signatura de lo genial en el arte es que en virtud de su novedad lo nuevo parece haber
estado siempre ahí.” No se inventa de la nada sino que se encuentra una nueva
objetivación que dice la contingencia del mundo objetivo. No obstante, se trata de un
hallazgo precario, en razón de su carácter paradójico, ya que lo libre y lo necesario
nunca se funden por completo, su composición puede disolverse, cosificarse, volverse
materia. La obra se mantiene en tanto se oponga a lo existente, con lo cual se ata.
Durante cierto tiempo se vinculó el momento inventivo o libre de las obras con
su originalidad, otro modo de sustancializar al sujeto, cuya fantasía podía producir
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desde la nada una obra. Pero “el concepto de invención absoluta es el correlato exacto
del ideal de la ciencia como reproducción estricta de algo ya presente”, y por lo tanto
profundiza la zanja ideológica de la división del trabajo social. La creación artística
también integra lo existente, no crea lo inexistente sino que compone una
constelación con lo existente, que se vuelve su otro, lo otro de la existencia aunque sea
mediante su negación determinada. Hay un momento reflexivo en el arte que se
manifiesta en la técnica y en los materiales, donde el trabajo no deja de indiferenciarse
del hallazgo; se trata de una voluntad de involuntariedad, sin la cual la mera aplicación
deriva en el diletantismo. Sin el momento de libertad, que es formal, no habría
promesa de felicidad en el arte, aunque esta promesa siempre se rompa en la medida
en que la cosa no puede más que indicarla, hacia lo otro de lo existente. Tampoco hay
una conciliación de lo subjetivo, espontáneo, hallado, genial, con lo objetivado en la
obra, social, material, sino una constelación dialéctica, una tensión que parece
prometer que el estado de cosas del arte y del mundo no es lo verdadero. El arte ha
llegado a ser y puede dejar de ser, por lo cual, dice Adorno, “podría tener su contenido
en su propio carácter perecedero”, puesto que la ideología del valor acumulativo e
inamovible de las obras sólo coincide con el carácter fetichista de la mercancía, que es
la elevación al absoluto de lo efímero, a cuya fugacidad tampoco el arte sirve de
consuelo. Más bien se trata de constatar la cosificación del sujeto en el reflejo
dislocado, inventado, de la objetivación de un hecho social. “Ese conjunto de fuerzas
insertadas en la obra de arte, en apariencia algo meramente subjetivo, es la presencia
potencial de lo colectivo en la obra.” Se trata de la técnica, o bien de la necesidad de
demarcar la línea que distingue la obra de arte, cada vez más vuelta hacia la
destrucción de la cosa, puesto que las cosas existen en la exterioridad de los
materiales. Pero la verdad de la obra de arte está en lo transubjetivo, en la mediación
de algo que no refleja lo meramente existente. “La mediación entre el contenido de las
obras de arte y su composición es subjetiva. No consiste sólo en el trabajo y el esfuerzo
de objetivarse.” Habría una objetividad en el sujeto, sus experiencias, más allá de la
voluntad consciente, lo que no coincide con el trabajo técnico. El principio de lo que no
tiene fin sustrae al arte del orden de la autoconservación, que es el de los fines, y lo
llevan “al reino de lo que en otros tiempos fue sagrado”. De allí surge la finalidad, sin
fines prácticos ni de satisfacción de necesidades inmediatas, de las obras, su dialéctica
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pero bastó que mirase un momento la tela con los ojos de los espectadores para
compartir su opinión: no había logrado nada.
Según Agamben, “ha pasado del punto de vista del artista al del espectador, de
la interesada promesse de bonheur a la esteticidad desinteresada. En ese pasaje, se
disolvió la integridad de su obra”. Y no solamente se ha desdoblado la mirada del
artista, sino también la misma obra, que contiene ambas caras, subjetiva y objetiva por
así decir: “la cara vuelta hacia el artista es la realidad viviente en la cual lee su propia
promesa de felicidad; pero la otra cara, la que se vuelve hacia el espectador, es un
conjunto de elementos sin vida que solamente puede reflejarse en la imagen suya que
devuelve el juicio estético”. A este desdoblamiento entre el arte visto por el
espectador y el arte visto por el artista se llama terror. “La estética no sería entonces
simplemente la determinación de la obra de arte a partir de la aisthesis, de la
aprehensión sensible del espectador, sino que en ella está presente desde un principio
una consideración de la obra como opus de un particular e irreductible operari, el
operari artístico.” Y este operar, esta actividad de hacer la obra, no podría ser una
praxis sencillamente técnica, sino que incluye un elemento más allá de la voluntad de
hacer, el theios del entusiasmo antiguo pero quizás también la nada del sujeto que se
anula a sí mismo. En todo caso, Agamben despliega la historia del gusto que llegó a
constituirse en antecedente de la estética con su nombre y su relación con lo bello
para mostrar también la paradoja del genio, que en su inescrutabilidad le ofrece al
hombre de gusto tan sólo los miembros dispersos de su inaccesible organicidad.
Así, gusto y genio, espectador y artista, mirada y experiencia, se encuentran en
la obra de arte como instancias subjetivas y objetivas que se dan la espalda o
sencillamente se niegan entre sí. La resolución de la filosofía del arte, cuando la
estética desaloja el modelo de lo bello natural, será decir que en el pensamiento sobre
el arte se encuentra esa conciliación que la obra ofrece como enigma. Y ese
pensamiento termina siendo negativo, puesto que sólo podrá afirmar que algo es arte
por la definición del no-arte –ya sea kantianamente, como autonomía de una forma sin
interés o sin fin, ya sea hegelianamente, como adecuación espiritual de formas y
contenidos. Con lo cual, ante la experiencia contemporánea, el arte se define en
función del kitsch, de su límite, que por otra parte no tiene ninguna consistencia.
Agamben arriesga que: “El arte contemporáneo nos presenta cada vez más
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humana. Bataille lo dice así, respecto de los resultados inoperantes de la búsqueda: “el
mero nombre de Rimbaud los simboliza en tanto tornan despreciable casi todo”. La
importancia de eso que se busca sin saberlo se evidencia en la caída que implica su
fracaso. La vida se juega y se sabe perdida.
Mientras existió el cristianismo, impuso la identificación entre Dios y el objeto
de la religión, y sólo se sabía que el grial del arte no era Dios. Pero había una identidad
con el objeto de la religión, que en el fondo era, para la historia de las religiones, una
realidad impersonal, una zona, una suspensión del tiempo de la utilidad. “El
cristianismo sustanció lo sagrado, pero la naturaleza de lo sagrado […] tal vez sea lo
más inasible que se produce entre los hombres, lo sagrado no es más que un momento
de unidad comunal, momento de comunicación convulsiva de lo que ordinariamente
está sofocado.” La sustancia trascendente no se podía crear, pero lo sagrado se puede
hacer. El sacrificio entra en el horizonte del arte. Y más aún en la medida en que la
sustancia trascendente se ha desvanecido. “Dios representaba el único límite que se
oponía a la voluntad humana, libre de Dios, esa voluntad se entrega desnuda a la
pasión de darle al mundo una significación que la embriaga.” El que crea no tiene ni
acepta límites, dispone para sí de todas las convulsiones posibles y no puede
sustraerse a esa potencia vacante, que le pertenece. Tampoco puede prever si eso
ilimitado consumirá y destruirá todo lo que consagra. Pero ya no admite juicios.
Bataille plantea entonces lo sagrado como aquello que busca la creación artística
moderna, una experiencia mística sin dioses, un instante privilegiado. Curiosamente,
junto con el artículo, cuya insistencia en la voluntad artística deja traslucir cierto
deber-ser que se anula en la idea de quête, ya que la quête no es un proyecto ni sabe
adónde va, se publicaron unas ilustraciones que no remiten en ningún caso al orden de
las obras de arte, y que serían imágenes de lo sagrado. Inclusive de una sacralidad
perdida, porque también Bataille había reconocido que el sacrificio era una práctica
reducida a símbolo en la cultura occidental. Esas ilustraciones eran la foto de un
túmulo de tumbas en Lituania que Bataille vincula con sacrificios paganos, la imagen
de un torero junto al toro que acaba de matar –“forma vecina de los antiguos juegos
sagrados”, interpreta al pie Bataille, por el ordenamiento ritual y el carácter trágico de
las corridas de toros; la base de un enorme falo de piedra en Grecia, en cuyo epígrafe
se define el conocido étimo de lo sagrado, a la vez “puro” e “inmundo”. “El sentido de
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